You are on page 1of 27

“UNIVERCIDAD NACIONAL SANTIAGO ANTUNES DE MAYOLO”

FACULTAD DE ECONOMIA Y CONTABILIDAD

<<La Riqueza de las Naciones - Adam Smith/ Principios de economía política y


tributación David Ricardo>>

INTEGRANTES:
 Barreto Casio Wendy Xiomara

CURSO: Historia del Pensamiento Económico

DOCENTE: Víctor Rufino FLORES VALVERDE.

HUARAZ- 2017- PERÚ


Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones

Adam Smith

LIBRO PRIMERO

De las causas del progreso en las facultades productivas del trabajo, y del modo como un
producto se distribuye naturalmente entre las diferentes clases del pueblo

Capítulo I

De la división del trabajo

El progreso más importante en las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud,
destreza y sensatez con que éste se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de la
división del trabajo.

Los efectos de la división del trabajo en los negocios generales de la sociedad se entenderán más
fácilmente considerando la manera como opera en algunas de las manufacturas. Generalmente se
cree que tal división es mucho mayor en ciertas actividades económicas de poca importancia, no
porque efectivamente esa división se extreme más que en otras actividades de importancia mayor,
sino porque en aquellas manufacturas que se destinan a ofrecer satisfactores para las pequeñas
necesidades de un reducido número de personas, el número de operarios ha de ser pequeño, y los
empleados en los diversos pasos o etapas de la producción se pueden reunir generalmente en el
mismo taller y a la vista del espectador. Por el contrario, en aquellas manufacturas destinadas a
satisfacer los pedidos de un gran número de personas, cada uno de los diferentes ramos de la obra
emplea un número tan considerable de obreros, que es imposible juntados en el mismo taller.
Difícilmente podemos abarcar de una vez, con la mirada, sino los obreros empleados en un ramo de
la producción. Aun cuando en las grandes manufacturas la tarea se puede dividir realmente en un
número de operaciones mucho mayor que en otras manufacturas más pequeñas, la división del
trabajo no es tan obvia y, por consiguiente, ha sido menos observada.

Tomemos como ejemplo una manufactura de poca importancia, pero a cuya división del trabajo se
ha hecho muchas veces referencia: la de fabricar alfileres. Un obrero que no haya sido adiestrado
en esa clase de tarea (convertida por virtud de la división del trabajo en un oficio nuevo) y que no
esté acostumbrado a manejar la maquinaria que en él se utiliza (cuya invención ha derivado,
probablemente, de la división del trabajo), por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al
día, y desde luego no podría confeccionar más de veinte. Pero dada la manera como se practica hoy
día la fabricación de 'alfileres, no sólo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino que está
dividida en varios ramos, la mayor parte de los cuales también constituyen otros tantos oficios
distintos. Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales,
un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado en limar el extremo donde se va a colocar
la cabeza: a su vez la confección de la cabeza requiere dos o tres operaciones distintas: fijarla es un
trabajo especial, esmaltar los alfileres, otro, y todavía es un oficio distinto colocarlos en el papel. En
fin, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas dieciocho
operaciones distintas, las cuales son desempeñadas en algunas fábricas por otros tantos obreros
diferentes, aunque en otras un solo hombre desempeñe a veces dos o tres operaciones. He visto
una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba más que diez obreros, donde, por
consiguiente, algunos de ellos tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que eran
pobres y, -por lo tanto, no estaban bien provistos de la maquinaria debida, podían, cuando se
esforzaban, hacer entre todos, diariamente, unas doce libras de alfileres. En cada libra había más de
cuatro mil alfileres de tamaño mediano. Por consiguiente, estas diez personas podían hacer cada
día, en conjunto, más de cuarenta y ocho mil alfileres, cuya cantidad, dividida entre diez,
correspondería a cuatro mil ochocientas por persona. En cambio si cada uno hubiera trabajado
separada e independientemente, y ninguno hubiera sido adiestrado en esa clase de tarea, es seguro
que no hubiera podido hacer veinte, o, tal vez, ni un solo alfiler al día; es decir, seguramente no
hubiera podido hacer la doscientas cuarentava parte, tal vez ni la cuatro-mil-ochocientos-ava parte
de lo que son capaces de confeccionar en la actualidad gracias a la división y combinación de las
diferentes operaciones en forma conveniente.

En todas las demás manufacturas y artes los efectos de la división del trabajo son muy semejantes
a los de este oficio poco complicado, aun cuando en muchas de ellas el trabajo no puede ser objeto
de semejante subdivisión ni reducirse a una tal simplicidad de operación. Sin embargo, la división
del trabajo, en cuanto puede ser aplicada, ocasiona en todo arte un aumento proporcional en las
facultades productivas del trabajo. Es de suponer que la diversificación de numerosos empleos y
actividades económicas en consecuencia de esa, ventaja. Esa separación se produce generalmente
con más amplitud en aquellos países que han alcanzado un nivel más alto de laboriosidad y
progreso, pues generalmente es obra de muchos, en una sociedad culta, lo que hace uno solo, en
estado de atraso. En todo país adelantado, el labrador no es más que labriego y el artesano no es
sino menestral. Asimismo, el trabajo necesario para producir un producto acabado se reparte, por
regla general, entre muchas manos. ¿Cuántos y cuán diferentes oficios no se advierten en cada ramo
de las manufacturas de lino y lana, desde los que cultivan aquella planta o cuidan el vellón hasta los
bataneros y blanqueadores, aprestadores y tintoreros? La agricultura, por su propia naturaleza, no
admite tantas subdivisiones del trabajo, ni hay división tan completa de .sus operaciones como en
las manufacturas. Es imposible separar tan completamente la ocupación del ganadero y del
labrador, como se separan los oficios del carpintero y del herrero. El hilandero generalmente es una
persona distinta del tejedor; pero la persona que ara, siembra, cava y recolecta el grano suele ser la
misma. Como la oportunidad de practicar esas distintas clases de trabajo va produciéndose con el
transcurso de las estaciones del año es imposible que un hombre esté dedicado constantemente, a
una sola tarea. Esta imposibilidad de hacer una separación tan completa de los diferentes ramos de
labor en la agricultura es quizá la razón de por qué el progreso de las aptitudes productivas del
trabajo en dicha ocupación no siempre corre parejas con los adelantos registrados en las
manufacturas. Es verdad que las naciones más opulentas superan por lo común a sus vecinas en la
agricultura y en las manufacturas, pero generalmente las aventajan más en éstas que en aquélla.
Sus tierras están casi siempre mejor cultivadas, y como se invierte en ellas más capital y trabajo,
producen más, en proporción a la extensión y fertilidad natural del suelo. Ahora bien, esta
superioridad del producto raras veces, excede considerablemente en proporción al mayor trabajo
empleado y a los gastos más cuantiosos en que ha incurrido. En la agricultura, el trabajo del país
rico no siempre es mucho más productivo que el del pobre o, por lo menos, no es tan fecundo como
suele serlo en las manufacturas. El grano del país rico, aunque la calidad sea la misma, no siempre
es tan barato en el mercado como el de un país pobre. El trigo de Polonia, en las mismas condiciones
de calidad, es tan barato como el de Francia, a pesar de la opulencia y adelantos de esta última
nación. El trigo de Francia, en las provincias trigueras, es tan bueno y tiene casi el mismo precio que
el de Inglaterra, la mayor parte de los años, aunque en progreso y riqueza aquel país sea inferior a
éste. Sin embargo, las tierras de pan llevar de Inglaterra están mejor cultivadas que las de Francia,
y las de esta nación, según se afirma, lo están mejor que las de Polonia. Aunque un país pobre, no
obstante la inferioridad de sus cultivos, puede competir en cierto modo con el rico en la calidad y
precio de sus granos, nunca podrá aspirar a semejante competencia en las manufacturas, si éstas
corresponden a las circunstancias del suelo, del clima y de la situación de un país próspero. Las sedas
de Francia son mejores y más baratas que las de Inglaterra, porque la manufactura de la seda,
debido a los altos derechos que se pagan actualmente en la importación de la seda en rama, no se
adapta tan bien a las condiciones climáticas de Inglaterra como a las de "Francia. Pero la quincallería
y las telas de lana corrientes de Inglaterra son superiores, sin comparación, a las de Francia, y mucho
más baratas en la misma calidad. Según informaciones, en Polonia escasea la mayor parte de las
manufacturas, con excepción de las más rudimentarias de utensilios domésticos, sin las cuales
ningún país puede existir de una manera conveniente.

Este aumento considerable en la cantidad de productos que un mismo número de personas puede
confeccionar, como consecuencia de la división del trabajo, procede de tres circunstancias distintas:
primera, de la mayor destreza de cada obrero en particular; segunda, del ahorro de tiempo que
comúnmente se pierde al pasar de una ocupación a otra, y por último, de la invención, de un gran
número de máquinas, que facilitan y abrevian el trabajo, capacitando a un hombre para hacer la
labor de muchos.

En primer lugar, el progreso en la destreza del obrero incrementa la cantidad de trabajo que puede
efectuar, y la división del trabajo, al reducir la tarea del hombre a una operación sencilla, y hacer de
ésta la única ocupación de su vida, aumenta considerablemente la pericia del operario. Un herrero
corriente, que nunca haya hecho clavos, por diestro que sea en el manejo del martillo, apenas hará
al día doscientos o trescientos clavos, y aun éstos no de buena calidad. Otro que esté acostumbrado
a hacerlos, pero cuya única o principal ocupación, no sea ésa, rara vez podrá llegar a fabricar al día
ochocientos o mil, por mucho empeño que ponga en la tarea. Yo he observado varios muchachos,
menores de veinte años, que por no haberse ejercitado en otro menester que el de hacer clavos,
podían hacer cada uno, diariamente, más de dos mil trescientos, cuando se ponían a la obra. Hacer
un clavo no es indudablemente una de las tareas más sencillas. Una misma persona tira del fuelle,
aviva o modera el soplo, según convenga, caldea el hierro y forja las diferentes partes del clavo,
teniendo que cambiar el instrumento para formar la cabeza. Las diferentes operaciones en que se
subdivide el trabajo de hacer un alfiler o un botón de metal son, todas ellas, mucho más sencillas y,
por lo tanto, es mucho mayor la destreza de la persona que no ha tenido otra ocupación en su vida.
La velocidad con que se ejecutan algunas de estas operaciones en las manufacturas excede a cuanto
pudieran suponer quienes nunca lo han visto, respecto a la agilidad de que es susceptible la mano
del hombre.

En segundo lugar, la ventaja obtenida al ahorrar el tiempo que por lo regular se pierde, al pasar de
una clase de operación a otra, es mucho mayor de lo que a primera vista pudiera imaginarse. Es
imposible pasar con mucha rapidez de una labor a otra, cuando la segunda se hace en sitio distinto
y con instrumentos completamente diferentes. Un tejedor rural, que al mismo tiempo cultiva una
pequeña granja, no podrá por menos de perder mucho tiempo al pasar del telar al campo y del
campo al telar. Cuando las dos labores se pueden efectuar en el mismo lugar, se perderá
indiscutiblemente menos tiempo; pero la pérdida, aun en este caso, es considerable. No hay hombre
que no haga una pausa, por pequeña que sea, al pasar la mano de una ocupación a otra. Cuando
comienza la nueva tarea rara vez está alerta y pone interés; la mente no está en lo que hace y
durante algún tiempo más bien se distrae que aplica su esfuerzo de una manera diligente. El hábito
de remolonear y de proceder con indolencia que, naturalmente, adquiere todo obrero del campo,
las más de las veces por necesidad -ya que se ve obligado a mudar de labor y de herramientas cada
media hora, y a emplear las manos de veinte maneras distintas al cabo del día-, lo convierte, por lo
regular, en lento e indolente, incapaz de una dedicación intensa aun en las ocasiones más urgentes.
Con independencia, por lo tanto, de su falta de destreza, esta causa, por sí sola, basta a reducir
considerablemente la cantidad de obra que seda capaz de producir.

En tercer lugar, y por último, todos comprenderán cuánto se facilita y abrevia el trabajo si se emplea
maquinaria apropiada. Sobran los ejemplos, y así nos limitaremos a decir que la invención de las
máquinas que facilitan y abrevian la tarea, parece tener su origen en la propia división del trabajo.
El hombre adquiere una mayor aptitud para descubrir los métodos más idóneos y expeditos, a fin
de alcanzar un propósito, cuando tiene puesta toda su atención en un objeto, que no cuando se
distrae en una gran variedad de cosas. Debido a la división del trabajo toda su atención se concentra
naturalmente en un solo y simple objeto. Naturalmente puede esperarse que uno u otro de cuantos
se emplean en cada una de las ramas del trabajo encuentre pronto el método más fácil y rápido de
ejecutar su tarea, si la naturaleza de la obra lo permite. Una gran parte de las máquinas empleadas
en esas manufacturas, en las cuales se halla muy subdividido el trabajo, fueron al principio invento
de artesanos comunes, pues hallándose ocupado cada uno de ellos en una operación sencilla, toda
su imaginación se concentraba en la búsqueda de métodos rápidos y fáciles para ejecutarla. Quien
haya visitado con frecuencia tales manufacturas habrá visto muchas máquinas interesantes
inventadas por los mismos obreros, con el fin de facilitar y abreviar la parte que les corresponde de
la obra. En las primeras máquinas de vapor había un muchacho ocupado, de una manera constante,
en abrir y cerrar alternativamente la comunicación entre la caldera y el cilindro, a medida que subía
o bajaba el pistón. Uno de esos muchachos, deseoso de jugar con sus camaradas, observó que
atando una cuerda en la manivela de la válvula, que abría esa comunicación con la otra parte de la
máquina, aquélla podía abrirse y cerrarse automáticamente, dejándole en libertad de divertirse con
sus compañeros de juegos. Así, uno de los mayores adelantos que ha experimentado ese tipo de
máquinas desde que se inventó, se debe a un muchacho ansioso de economizar su esfuerzo.

Esto no quiere decir, sin embargo, que todos los adelantos en la maquinaria hayan sido inventados
por quienes tuvieron la oportunidad de usarlas. Muchos de esos progresos se deben al ingenio de
los fabricantes, que han convertido en un negocio particular la producción de máquinas, y algunos
otros proceden de los llamados filósofos u hombres de especulación, cuya actividad no consiste en
hacer cosa alguna sino en observarlas todas y, por esta razón, son a veces capaces de combinar o
coordinar las propiedades de los objetos más dispares. Con el progreso de la sociedad, la Filosofía y
la especulación se convierten, como cualquier otro ministerio, en el afán y la profesión de ciertos
grupos de ciudadanos. Como cualquier otro empleo, también ése se subdivide en un gran número
de ramos diferentes, cada uno de los cuales ofrece cierta ocupación especial a cada grupo o
categoría de filósofos. Tal subdivisión de empleos en la Filosofía, al igual de lo que ocurre en otras
profesiones, imparte destreza y ahorra mucho tiempo. Cada uno de los individuos se hace más
experto en su ramo, se produce más en total y la cantidad de ciencia se acrecienta
considerablemente.

La gran multiplicación de producciones en todas las artes, originadas en la división del trabajo, da
lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa opulencia universal que se derrama hasta las clases
inferiores del pueblo. Todo obrero dispone de una cantidad mayor de su propia obra, en exceso de
sus necesidades, y como cualesquiera otro artesano, se halla en la misma situación, se encuentra
en condiciones de cambiar una gran cantidad de sus propios bienes por una gran cantidad de los
creados por otros; o lo que es lo mismo, por el precio de una gran cantidad de los suyos. El uno
provee al otro de lo que necesita, y recíprocamente, con lo cual se difunde una general abundancia
en todos los rangos de la sociedad.

Si observamos las comodidades de que disfruta cualquier artesano o jornalero, en un país civilizado
y laborioso, veremos cómo excede a todo cálculo el número de personas que concurren a procurarle
aquellas satisfacciones, aunque cada uno de ellos sólo contribuya con una pequeña parte de su
actividad. Por basta que sea, la chamarra de lana, pongamos por caso, que lleva el jornalero, es
producto de la labor conjunta de muchísimos operarios. El pastor, el que clasifica la lana, el
cardador, el amanuense, el tintorero, el hilandero, el tejedor, el batanero, el sastre, y otros muchos,
tuvieron que conjugar sus diferentes oficios para completar una producción tan vulgar. Además de
esto ¡cuántos tratantes y arrieros no hubo que emplear para transportar los materiales de unos a
otros de estos mismos artesanos, que a veces viven en regiones apartadas del país! ¡Cuánto
comercio y navegación, constructores de barcos, marineros, fabricantes de velas y jarcias no hubo
que utilizar para conseguir los colorantes usados por el tintorero y que, a menudo, proceden de los
lugares más remotos del mundo! ¡Y qué variedad de trabajo se necesita para producir las
herramientas del más modesto de estos operarios! Pasando por alto maquinarias tan complicadas
como el barco del marinero, el martinete del forjador y el telar del tejedor, consideraremos
solamente qué variedad de labores no se requieren para lograr una herramienta tan sencilla como
las tijeras, con las cuales el esquilador corta la lana. El minero, el constructor del horno para fundir
el mineral, el fogonero que alimenta el crisol, el ladrillero, el albañil, el encargado de la buena
marcha del horno, el del martinete, el forjador, el herrero, todos deben coordinar sus artes
respectivas para producir las tijeras. Si del mismo modo pasamos a examinar todas las partes del
vestido y del ajuar del obrero, la camisa áspera que cubre sus carnes, los zapatos que protegen sus
pies, la cama en que yace, y todos los diferentes artículos de su menaje, como el hogar en que
prepara su comida, el carbón que necesita para este propósito -sacado de las entrañas de la tierra,
y acaso conducido hasta allí después de una larga navegación y un dilatado transporte terrestre-,
todos los utensilios de su cocina, el servicio de su mesa, los cuchillos y tenedores, los platos de peltre
o loza, en que dispone y corta sus alimentos, las diferentes manos empleadas en preparar el pan y
la cerveza, la vidriera que, sirviéndole abrigo y sin impedir la luz, le protege del viento y de la lluvia,
con todos los conocimientos y el arte necesarios para preparar aquel feliz y precioso invento, sin el
cual apenas se conseguiría una habitación confortable en las regiones nórdicas del mundo,
juntamente con los instrumentos indispensables a todas las diferentes clases de obreros empleados
en producir tanta cosa necesaria; si nos detenemos, repito, a examinar todas estas cosas y a
considerar la variedad de trabajos que se emplean en cualquiera de ellos, entonces nos daremos
cuenta de que sin la asistencia y cooperación de millares de seres humanos, la persona más humilde
en un país civilizado no podría disponer de aquellas cosas que se consideran las más indispensables
y necesarias.

Realmente, comparada su situación con el lujo extravagante del grande, no puede por menos de
aparecérsenos simple y frugal; pero con todo eso, no es menos cierto que las comodidades de un
príncipe europeo no exceden tanto las de un campesino económico y trabajador, como las de éste
superan las de muchos reyes de África, dueños absolutos de la Vida y libertad de diez mil salvajes
desnudos.

Capitulo II

Del principio que motiva la división del trabajo

Esta división del trabajo, que tantas ventajas reporta, no es en su origen efecto de la sabiduría
humana, que prevé y se propone alcanzar aquella general opulencia que de él se deriva. Es la
consecuencia gradual, necesaria aunque lenta, de una cierta propensión de la naturaleza humana
que no aspira a una utilidad tan grande: la Propensión a permutar, cambiar y negociar una cosa por
otra.

No es nuestro propósito, de momento, investigar si esta propensión es uno de esos principios


innatos en la naturaleza humana, de los que no puede darse una explicación ulterior, o si, como
parece más probable, es la consecuencia de las facultades discursivas y del lenguaje. Es común a
todos los hombres y no se encuentra en otras especies de animales, que desconocen esta y otra
clase de avenencias. Cuando dos galgos corren una liebre, parece que obran de consuno. Cada uno
de ellos parece que la echa a su compañero o la intercepta cuando el otro la dirige hacia él: mas
esto, naturalmente, no es la consecuencia de ningún convenio, sino el resultado accidental y
simultáneo de sus instintos coincidentes en el mismo objeto. Nadie ha visto todavía que los perros
cambien de una manera deliberada y equitativa un hueso por otro. Nadie ha visto tampoco que un
animal de a entender a otro, con sus ademanes o expresiones guturales, esto es mío, o tuyo, o estoy
dispuesto a cambiarlo por aquello. Cuando un animal desea obtener cualquier cosa del hombre o
de un irracional no tiene otro medio de persuasión sino el halago. El cachorro acaricia a la madre y
el perro procura con mil zalamerías atraer la atención del dueño, cuando éste se sienta a comer,
para conseguir que le dé algo. El hombre utiliza las mismas artes con sus semejantes, y cuando no
encuentra otro modo de hacerlo actuar conforme a sus intenciones, procura granjearse su voluntad
procediendo en forma servil y lisonjera. Mas no en todo momento se le ofrece ocasión de actuar
así. En una sociedad civilizada necesita a cada instante la cooperación y asistencia de la multitud, en
tanto que su vida entera apenas le basta para conquistar la amistad de contadas personas. En casi
todas las otras especies zoológicas el individuo, cuando ha alcanzado la madurez, conquista la
independencia y no necesita el concurso de otro ser viviente. Pero el hombre reclama en la mayor
parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla sólo de su
benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el egoísmo de los otros y
haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que les pide. Quien propone a otro un trato le
está haciendo una de esas proposiciones. Dame lo que necesito y tendrás lo que deseas, es el
sentido de cualquier clase de oferta y así obtenemos de los demás la mayor parte de los servicios
que necesitamos. No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos
procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos
humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Sólo
el mendigo depende principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos; pero no en absoluto.
Es cierto que la caridad de gentes bien dispuestas le suministra la subsistencia completa; pero,
aunque esta condición altruista le procure todo lo necesario, la caridad no satisface sus deseos en
la medida en que la necesidad se presenta: la mayor parte de sus necesidades eventuales se
remedian de la misma manera que las de otras personas, por trato, cambio o compra. Con el dinero
que recibe compra comida, cambia la ropa vieja que se le da por otros vestidos viejos también, pero
que le vienen mejor, o los entrega a cambio de albergue, alimentos o moneda, cuando así lo
necesita. De la misma manera que recibimos la mayor parte de los servicios mutuos que
necesitamos, por convenio, trueque o compra, es esa misma inclinación a la permuta la causa
originaria de la división del trabajo.

En una tribu de cazadores o pastores un individuo, pongamos por caso, hace las flechas o los arcos
con mayor presteza y habilidad que otros. Con frecuencia los cambia por ganado o por caza con sus
compañeros, y encuentra, al fin, que por este procedimiento consigue una mayor cantidad de las
dos cosas que si él mismo hubiera salido al campo para su captura. Es así cómo, siguiendo su propio
interés, se dedica casi exclusivamente a hacer arcos y flechas, convirtiéndose en una especie de
armero. Otro destaca en la construcción del andamiaje y del techado de sus pobres chozas o tiendas,
y así se acostumbra a ser útil a sus vecinos, que le recompensan igualmente con ganado o caza,
hasta que encuentra ventajoso dedicarse por completo a esa ocupación, convirtiéndose en una
especie de carpintero constructor. Parejamente otro se hace herrero o calderero, el de más allá
curte o trabaja las pieles, indumentaria habitual de los salvajes. De esta suerte; la certidumbre de
poder cambiar el exceso del producto de su propio trabajo, después de satisfechas sus necesidades,
por la parte del producto ajeno que necesita, induce al hombre a dedicarse a una sola ocupación,
cultivando y perfeccionando el talento o el ingenio que posea para cierta especie de labores.

La diferencia de talentos naturales en hombres diversos no es tan grande como vulgarmente se


cree, y la gran variedad de talentos que parece distinguir a los hombres de diferentes profesiones,
cuando llegan a la madurez es, las más de las veces, efecto y no causa de la división del trabajo. Las
diferencias más dispares de caracteres, entre un filósofo y un mozo de cuerda, pongamos por
ejemplo, no proceden tanto, al parecer, de la naturaleza como del hábito, la costumbre o la
educación. En los primeros pasos de la vida y durante los seis u ocho primeros años de edad fueron
probablemente muy semejantes, y ni sus padres ni sus camaradas advirtieron diferencia notable.
Poco más tarde comienzan a emplearse en diferentes ocupaciones. Es entonces cuando la diferencia
de talentos comienza a advertirse y crece por grados, hasta el punto de que la vanidad del filósofo
apenas encuentra parigual. Mas sin la inclinación al cambio, a la permuta y a la venta cada uno de
los seres humanos hubiera tenido que procurarse por su cuenta las cosas necesarias y convenientes
para la vida. Todos hubieran tenido las mismas obligaciones que cumplir e idénticas obras que
realizar y no hubiera habido aquella diferencia de empleos que propicia exclusivamente la antedicha
variedad de talentos.

Y así como esa posición origina tal diferencia de aptitudes, tan acusada entre hombres de diferentes
profesiones, esa misma diversidad hace útil la diferencia. Muchas agrupaciones zoológicas
pertenecientes a la misma especie, reciben de la naturaleza diferencias más notables en sus
instintos de las que observamos en el talento del hombre como consecuencia de la educación o de
la costumbre. Un filósofo no difiere tanto de un mozo de cuerda en su talento por causa de la
naturaleza como se distingue un mastín de un galgo, un galgo de un podenco o éste de un perro de
pastor. Esas diferentes castas de animales, no obstante pertenecer a la misma especie, apenas se
ayudan unas a otras. La fuerza del mastín no encuentra ayuda en la rapidez del galgo, ni en la
sagacidad del podenco o en la docilidad del perro que guarda el ganado. Los efectos de estas
diferencias en la constitución de los animales no se pueden aportar a un fondo común ni
contribuyen al bienestar y acomodamiento de las respectivas especies, porque carecen de
disposición para cambiar o permutar. Cada uno de los animales se ve así constreñido a sustentarse
y defenderse por sí solo, con absoluta independencia, y no deriva ventaja alguna de aquella variedad
de instintos de que le dotó la naturaleza. Entre los hombres, por el contrario, los talentos más
dispares se caracterizan por su mutua utilidad, ya que los respectivos productos de sus aptitudes se
aportan a un fondo común, en virtud de esa disposición general para el cambio, la permuta o el
trueque, y tal circunstancia permite a cada uno de ellos comprar la parte que necesitan de la
producción ajena.

Capitulo III

La división del trabajo se halla limitada por la extensión del mercado

Así como la facultad de cambiar motiva la división del trabajo, la amplitud de esta división se halla
limitada por la extensión de aquella facultad o, dicho en otras palabras, por la extensión del
mercado. Cuando éste es muy pequeño, nadie se anima a dedicarse por entero a una ocupación,
por falta de capacidad para cambiar el sobrante del producto de su trabajo, en exceso del propio
consumo, por la parte que necesita de los resultados de la labor de otros.

Existen ciertas actividades económicas, aun de la clase ínfima, que no pueden sostenerse como no
sea en poblaciones grandes. Un mozo de cuerda, por ejemplo, no podrá encontrar medios de vida
ni empleo sino en ellas. La aldea constituye para él un campo muy limitado y aun una población,
provista de un mercado corriente, es insuficiente para proporcionarle una ocupación constante. En
los caseríos y pequeñas aldeas diseminadas en regiones desérticas, como ocurre en las tierras altas
de Escocia, el campesino es el carnicero, panadero y cervecero de la familia. En tales circunstancias
apenas si lograremos encontrar un herrero, un carpintero o un albañil a menos de veinte millas de
distancia de otro de su misma profesión. Las familias que viven diseminadas a ocho o diez millas de
distancia unas de otras, aprenden a producir un gran número de cosas para las cuales reclamarían
el concurso de dichos artesanos en lugares más poblados. Estos, en el campo, se ven obligados, la
mayor parte de las veces, a aplicarse en todos aquellos ramos del oficio que sean más afines, en
lugar de dedicarse a una sola actividad. Un carpintero rural trabaja todo el ramo de la madera, y un
herrero, en esas circunstancias, cuantas obras se hacen de hierro. El primero no sólo es carpintero,
sino ebanista, ensamblador, tallista, carretero, fabricante de arados, carruajes y ruedas, etc. Los
oficios del segundo alcanzan mayor variedad. Es imposible que en lugares tan apartados como el
centro de las tierras altas de Escocia florezca el fabricante de clavos. Un artesano que hiciese mil al
día, completaría trescientos mil al año, en trescientas jornadas; pero en tales condiciones, apenas
podría disponer anualmente de mil, que son el producto de una jornada.

Las vías fluviales abren a las distintas clases de actividades económicas mercados más amplios que
el transporte terrestre, y ello nos explica por qué, a lo largo de las costas marítimas y riveras de los
ríos navegables, las promociones de cualquier género comienzan a subdividirse y perfeccionarse;
pero muchas veces acontece que ha de pasar bastante tiempo hasta que esos progresos se
extiendan al interior del país. Un carro de grandes ruedas servido por dos hombres y tirado por ocho
caballos trae y lleva en unas seis semanas, aproximadamente, casi cuatro toneladas de mercancía
entre Londres y Edimburgo. Pero una embarcación con seis u ocho tripulantes y que trafique entre
Londres y Leith, transporta casi en el mismo tiempo doscientas toneladas entre los dos puertos. En
consecuencia, seis u ocho hombres, utilizando el transporte marítimo, transportan en ese lapso de
tiempo idéntica cantidad de mercancía entre Londres y Edimburgo que cincuenta carretones
servidos por cien hombres y tirados por cuatrocientos caballos. En el primer caso, sobre las
doscientas toneladas de mercancía, transportadas por tierra, al porte más barato, entre Londres y
Edimburgo, habría que cargar la manutención de cien hombres durante tres semanas y la
amortización de cuatrocientos caballos y de los cincuenta carretones. En cambio, sobre la misma
cantidad de mercaderías, conducidas por agua, habría que añadir únicamente la manutención de
seis u ocho hombres y la amortización de un navío de doscientas toneladas de carga, amén del valor
superior del riesgo, o la diferencia que existe entre el seguro marítimo y el terrestre. Si entre ambas
plazas no hubiera más comunicación que la terrestre, sólo se podría acarrear entre una y otra
aquellas mercancías cuyo precio es muy grande en proporción al peso. No existiría entre ambas
plazas más que una pequeña parte del comercio que hoy existe y, por consiguiente, prosperaría
menos el tráfico que hoy enriquece recíprocamente sus industrias. Entre las partes remotas del
mundo no existiría el comercio, o éste sería muy pequeño. ¿Qué mercaderías podrían soportar el
porte terrestre entre Londres y Calcuta? Y aun cuando hubiese artículos tan preciosos que pudieran
soportar esos gastos ¿cuál sería la seguridad del transporte a través de los territorios de naciones
tan bárbaras? Sin embargo, estas dos ciudades mantienen en la actualidad un comercio muy activo,
y procurándose mutuos mercados, fomentan de una manera extraordinaria las economías
respectivas.

Siendo éstas las ventajas del transporte acuático, es cosa natural que los progresos del arte y de la
industria se fomentasen donde tales facilidades convirtieron al mundo en un mercado para toda
clase de productos del trabajo; en cambio tales progresos tardaron mucho en extenderse por las
regiones interiores del país. Estas zonas del interior no dispusieron, durante largo tiempo, de otro
mercado para la mayor parte de sus productos, sino la comarca circundante, separada de las costas
y riberas de los grandes ríos navegables. Por consiguiente, la extensión de su mercado fue en mucho
tiempo proporcionada a la riqueza y población del respectivo territorio y, en consecuencia, su
adelanto muy posterior al progreso general del país. En las colonias inglesas de América del Norte
las plantaciones se extendieron preferentemente a lo largo de las costas o de las riberas de los ríos
navegables, y raras veces penetraron a considerable distancia, de ambas.

Las naciones que fueron civilizadas en primer lugar, de acuerdo con los más auténticos testimonios
de la historia, fueron aquellas que moraban sobre las costas del Mediterráneo. Este mar, el mayor
de los mares interiores conocidos en el mundo, desconoce la fuerza de las mareas y, por eso, las
olas se deben únicamente a la acción del viento. Por la calma reinante en la superficie, así como por
la multitud de islas y la proximidad de sus playas ese mar fue extraordinariamente favorable a la
infancia de la navegación, cuando, por la ignorancia de la brújula, los navegantes temían perder de
vista las costas y, debido a las deficiencias en el arte de construir barcos, no se arriesgaban a
abandonarse a las olas del proceloso océano. Pasar las columnas de Hércules, o sea trasponer el
estrecho de Gibraltar, se consideraba en el mundo antiguo la empresa de navegación más admirable
y arriesgada. Hubo de pasar mucho tiempo antes de que lo intentaran fenicios y cartagineses, los
más esforzados navegantes y constructores de la época; pero éstos fueron durante un período muy
largo las únicas naciones que lo intentaron.

Parece que fue Egipto, de todos los países que se extendían por la cuenca del Mediterráneo, el
primero en cultivar y fomentar en alto grado la agricultura y las manufacturas. El Egipto superior no
se aparta mucho, en parte alguna, de las riberas del Nilo, y en el Egipto inferior se parte el río en
diferentes canales que, ayudados con ciertas obras de ingeniería, parecen haber proporcionado una
buena comunicación, no sólo a las grandes ciudades, sino a un número considerable de aldeas y
caseríos diseminados en la región, parejamente a como lo hacen ahora, en Holanda, el Mosa y el
Rhin. Es muy probable que la extensión y las facilidades de esta navegación se convirtieran en una
de las principales causas del temprano progreso de Egipto.

Los adelantos de la agricultura y de las manufacturas parecen haber alcanzado también una gran
antigüedad en las provincias de Bengala, en la India Oriental, así como en otras situadas al este de
la China si bien los antecedentes de esta antigüedad no se consignan en historia alguna lo
suficientemente auténtica de nuestras latitudes. En Bengala, el Ganges y otros muchos ríos
caudalosos se reparten un gran número de canales navegables, como ocurre con el Nilo en Egipto.
En las provincias orientales de China forman también varios brazos, algunos grandes ríos y, al
intercomunicarse, fomentan una navegación interior mucho más densa que la del Nilo o la del
Ganges, y quizá mayor que la de ambos unidos. Es de advertir que ni los antiguos egipcios, ni los
indios, ni los chinos, estimularon el comercio exterior, sino más bien parece que derivaron su gran
opulencia de la navegación interior.

Todas las tierras interiores de África y todas aquellas de Asia, que se extienden hacia el norte del
Mar Negro (Ponto Euxino) y del Mar Caspio, la antigua Scythia, la moderna Tartaria y Siberia, parece
que estuvieron en todas las edades del mundo sumidas en la misma barbarie y ausencia de
civilización en que hoy las encontramos. El mar de Tartaria es el Océano glacial o helado, cerrado a
la navegación, y aunque algunos de los ríos, más caudalosos del mundo corren por esos parajes, se
hallan muy distanciados unos de otros para facilitar el comercio y las comunicaciones en la mayor
parte de esas dilatadas comarcas. En África no hay mares interiores, como el Báltico o el Adriático
en Europa, el Mediterráneo y el Mar Negro, en este continente y en Asia, como tampoco golfos
parecidos a los de Arabia, Persia, India, Bengala, y Siam en Asia, para llevar el comercio al interior
del Continente. Los grandes ríos de África se encuentran tan distantes unos de otros, que no hacen
posible una navegación interna considerable. Aparte de esto, el comercio que puede hacer una
nación utilizando un río que no se subdivide en varias ramas o brazos, y que, además, pasa por otro
territorio, antes de desembocar en el mar, nunca puede ser muy importante, porque siempre se
ofrecerá a las naciones que poseen la otra parte del territorio la posibilidad de obstruir la
comunicación entre el mar y el país de la cabecera del río. Esto nos explica por qué la navegación
del Danubio aprovecha muy poco a los Estados de Baviera, Austria y Hungría, en comparación a lo
que pasaría si cualquiera de ellos poseyese toda la cuenca, hasta que ese río vierte en el mar Negro.

Capítulo IV

Del origen y uso de la moneda

Tan pronto como se hubo establecido la división del trabajo sólo una pequeña parte de las
necesidades de cada hombre se pudo satisfacer con el producto de su propia labor. El hombre
subviene a la mayor parte de sus necesidades cambiando el remanente del producto de su esfuerzo,
en exceso de lo que consume, por otras porciones del producto ajeno, que él necesita. El hombre
vive así, gracias al cambio convirtiéndose, en cierto modo, en mercader, y la sociedad misma
prospera hasta ser lo que realmente es, una sociedad comercial.

Cuando comenzó a practicarse la división del trabajo, la capacidad de cambio se vio con frecuencia
cohibida y entorpecida en sus operaciones. Es de suponer que un hombre tuviera de una mercancía
más de lo que necesitaba, en tanto otro disponía de menos. El primero, en consecuencia, estaría
dispuesto a desprenderse del sobrante, y el segundo, a adquirir una parte de este exceso. Mas si
acontecía que este último no contaba con nada de lo que el primero había menester, el cambio
entre ellos no podía tener lugar. El carnicero tiene más carne en su establecimiento de la que
consume, y el cervecero y el panadero gustosamente comprarían una parte de ese excedente. Sin
embargo, nada pueden ofrecer en cambio; como no sea el remanente de sus producciones
respectivas, y puede ocurrir que el carnicero disponga de cuanto pan y cerveza inmediatamente
necesita. En estas condiciones es imposible que el cambio se efectúe entre ellos. Uno no puede ser
mercader, ni los otros clientes, con lo cual todos pierden la posibilidad de beneficiarse con sus
recíprocos servicios. A fin de evitar inconvenientes de esta naturaleza, todo hombre razonable, en
cualquier período de la sociedad, después de establecida la división del trabajo, procuró manejar
sus negocios de tal forma que en todo tiempo pudiera disponer, además de los productos de su
actividad peculiar, de una cierta cantidad de cualquier otra mercancía, que a su juicio escasas
personas serían capaces de rechazar a cambio de los productos de su respectivo esfuerzo.

Es muy probable que para este fin se seleccionasen y eligieran, de una manera sucesiva, muchas
cosas diferentes. En las edades primitivas de la sociedad se dice que el ganado fue el instrumento
común del comercio y, a pesar de ser extraordinariamente incómodo para esos fines, hallamos con
frecuencia valuadas las cosas, en aquellos tiempos remotos, por el número de cabezas que por ellas
se entregaban en cambio. La armadura de Diomedes, al decir de Homero, únicamente costó nueve
bueyes, pero la de Glauco importó ciento. En Abisinia se asegura que la sal es el instrumento común
de cambio y de comercio; en algunas costas de la India se utiliza cierto género de conchas; el
pescado seco, en Nueva Zelanda; el tabaco, en Virginia; el azúcar, en algunas colonias de las Indias
Occidentales; los cueros y las pieles, en otros países, y aun en Escocia existe actualmente un lugar
donde, según nos informan, es cosa corriente que un artesano lleve clavos, en lugar de monedas, a
la panadería, o a la taberna.

Sin embargo, en todos los países resolvieron los hombres, por diversas razones incontrovertibles,
dar preferencia para este uso a los metales, sobre todas las demás mercaderías. Éstos no sólo se
conservan con menos pérdida que cualquier otro artículo, pues contadas cosas son menos
perecederas, sino que, además, se pueden dividir sin menoscabo en las partes que se quiera, o
fundir de nuevo en una sola masa, cualidad que no poseen otras mercancías igualmente durables,
Es precisamente esta propiedad la que los convierte en instrumentos aptos para la circulación y el
comercio. El hombre que necesita comprar sal, pongamos por caso, y no tiene otra cosa para dar en
cambio sino ganado, se ve obligado a adquirir la cantidad equivalente a un buey, o a una oveja, y a
retirar de una vez toda la sal. Difícilmente podrá comprar una menor proporción, porque lo que ha
de dar en cambio no se puede dividir, como no sea con pérdida. Y si fuese mayor la cantidad
apetecida, se vería obligado a comprarla duplicando o triplicando la contraprestación, hasta el valor
de dos o tres bueyes, o de dos o tres ovejas. Por el contrario, si en lugar de poseer bueyes u ovejas
dispone de metal para dar en cambio fácilmente puede proporcionar la cantidad de éste, que se ve
obligado a ceder, a la cantidad de mercancía que de una manera precisa necesita.

Diferentes clases de metales se han usado para estos cometidos en varias naciones. El hierro fue
instrumento común de comercio entre los antiguos espartanos; el cobre entre los romanos
primitivos, y el oro y la plata entre todas las naciones ricas y comerciantes.

Parece ser que, en un principio, se utilizaron estos metales en barras toscas, sin cuño ni sello. Plinio
refiere, apoyándose en la autoridad de un historiador antiguo, Timeo, que hasta la época de Servio
Tulio no tuvieron los romanos moneda acuñada, sirviéndose de barras de cobre sin marca, para
comprar cuanto necesitaban. Estas barras groseras hacían, pues, en aquellos tiempos, las funciones
de moneda.

El uso de metales, en esta forma rudimentaria, tropezaba con dos inconvenientes muy grandes;
primero, la incomodidad de pesarlos, y segundo, la de contrastarlos. En los metales preciosos, una
pequeña diferencia en la cantidad se traduce en una gran discrepancia de valor, por lo que la tarea
de pesarlos con la máxima exactitud requiere, cuando menos, pesas y balanzas muy ajustadas. En
particular, el peso del oro es una operación delicadísima. En los metales más bastos, donde un
pequeño yerro carece de importancia, se requiere, sin duda alguna, menos precisión. Pero no por
eso sería menos embarazoso que cuando un pobre hombre tuviese necesidad de comprar o vender
una cosa por valor de un cuartillo de penique se viese en la precisión de pesarlo. La operación de
contraste es más difícil y embarazosa todavía, y aun resulta incierta siempre cualquier
comprobación, como no se deshaga alguna parte del metal en el crisol con disolventes adecuados.
Antes, pues, de que se estableciera la moneda acuñada, el pueblo siempre estaba expuesto a los
fraudes y engaños más groseros, a no ser que recurriese a aquellas prolijas y difíciles operaciones,
ya que, en lugar de una libra de pura plata o cobre, podía recibir, en cambio de sus bienes, una masa
adulterada de los materiales más bajos y baratos, aunque tuvieran la apariencia de los codiciados
metales. Para evitar estos abusos, facilitar los cambios y fomentar por este procedimiento el
comercio y la industria, en todas sus manifestaciones, se consideró necesario, en cuantos países
adelantaron algo en el camino del progreso, colocar un sello público sobre cantidades determinadas
de aquellos metales que acostumbraban a usar esas naciones para comprar todo género de
mercancías. Tal es el origen de la moneda acuñada y de aquellos establecimientos públicos llamados
"Casas de Moneda", instituciones que guardan un gran parecido con las oficinas (Lonjas) que
inspeccionan, y sellan los tejidos de lana y lino. Todos ellos se proponen, por igual atestiguar, por
medio de un sello oficial, la cantidad y calidad uniforme de esas diferentes clases de mercancías
cuando llegan al mercado.

Los primeros sellos públicos de esta clase, que se estamparon en los metales corrientes, tuvieron
como finalidad asegurar, en la mayor parte de los casos, lo que es más difícil e importante de probar,
o sea la finura y buena calidad del metal, y fueron parecidos a la marca esterlina, que se pone en
Inglaterra en los objetos y barras de plata, y al sello, que se estampa en España sobre los lingotes
de oro, en uno de los costados de la pieza, que sólo asegura la finura y calidad del metal, pero no su
peso. Abraham pesó a Ephrón los cuatrocientos siglos de plata que se comprometió a pagar por el
campo de Macpela. Aunque esta moneda se decía era corriente en el mercado, aceptábase por peso
y no por cuenta, del mismo modo que al presente se hace con las barras de oro o de plata marcadas.
Las rentas de los antiguos reyes anglosajones es fama que se pagaban, no en moneda, sino en
especie, es decir, en vituallas y provisiones de todo género. Fue Guillermo el Conquistador quien
introdujo la costumbre del pago en dinero, pero durante mucho tiempo, este dinero no se recibió
en el tesoro por cuenta, sino al peso.

Las dificultades e inconvenientes de pesar con exactitud dichos metales dieron origen a la técnica
de la acuñación. Las improntas, que cubrían ambos lados de la pieza y, a veces, los bordes, se
proponían atestiguar no sólo la finura sino el peso del metal. Por dicha razón esos cuños se reciben
actualmente por cuenta, sin tomarse la molestia de pesarlos.

Los nombres que se pusieron a estos cuños parecen expresar, en su origen, el peso o cantidad de
metal de cada pieza. En la época de Servio Tulio, que fue el primero que acuñó, en Roma, el as
romano o pondus contenía una libra romana de buen cobre. Se dividía, de la misma manera que
nuestra libra llamada troy, en doce onzas, cada una de las cuales contenía una onza de cobre de
buena calidad. La libra esterlina, inglesa, en tiempos de Eduardo I, contenía una libra (peso de la
Torre), de plata, de determinada ley. La libra peso de la Torre parece haber sido algo más que la
romana y menos que la troy. Esta última no se introdujo en la circulación inglesa hasta el año 18 del
reinado de Enrique VIII. La libra francesa contenía en la época de Carlo Magno una libra troy de
reconocida finura. La feria de Troyes, en Champaña, era frecuentada en aquel tiempo por
mercaderes de todas las naciones de Europa, y por eso fueron generalmente estimados y conocidos
los pesos y medidas de un mercado tan famoso. La llamada libra escocesa, desde la época de
Alejandro I hasta la de Roberto Bruce, contenía una libra de plata del mismo peso y finura que la
libra esterlina inglesa. Los peniques ingleses, franceses y escoceses contuvieron, también en su
origen, el peso efectivo de un penique de plata, que es la vigésima parte de una onza y la
doscientoscuarentava parte de una libra. El chelín también parece que fue en sus comienzos una
denominación ponderal. Cuando el trigo esté a doce chelines el "cuarterón", dice una antigua
disposición de Enrique III, el pan vendido por un cuartillo de chelín pesará once chelines y cuatro
peniques. No obstante, la proporción entre el chelín y el penique, y entre el chelín y la libra, no
parece haber sido tan constante y uniforme como entre el penique y la libra. Durante la primera
dinastía de los Reyes de Francia, el sueldo o chelín francés tuvo en diferentes ocasiones cinco, doce,
veinte y cuarenta peniques. Entre los antiguos sajones el chelín parece haber contenido únicamente
cinco peniques en determinada época, y no es del todo improbable que variase tanto entre ellos
como entre los franceses. Desde tiempos de Carlo Magno, entre los franceses, y desde Guillermo el
Conquistador, entre los ingleses, la proporción entre la libra, el chelín y el penique parece haber
sido con cierta uniformidad la misma que guardan actualmente, aun cuando el valor de cada una de
estas monedas haya variado mucho. A mi modo de ver, en todos los países del mundo la avaricia e
injusticia de los príncipes y Estados soberanos abusaron de la confianza de los súbditos,
disminuyendo grandemente la cantidad real del metal que originariamente deberían contener las
monedas.

El as romano, en los últimos periodos de la Republica, se redujo a la veinticuatroava parte de su


valor original y, en lugar de pesar una libra, sólo pesaba la mitad de una onza. La libra inglesa y el
penique contienen actualmente una tercera parte; la libra y el penique escocés como una trigésima
sexta, y la libra y el penique francés sólo una sexagésima sexta parte de su antiguo valor. Por medio
de estas operaciones, los Príncipes y Soberanos que la acuñaban se hallaron en condiciones, por lo
menos en apariencia, de pagar sus deudas y cumplir sus obligaciones con una cantidad menor de
plata de la que en otro caso hubieran necesitado. Más fue solamente en apariencia, porque, en
realidad, los acreedores se vieron defraudados en gran parte de lo que se les debía. A todos los
demás deudores en el Estado se les otorgó el mismo privilegio, y pudieron pagar con la misma suma
nominal de la nueva moneda depreciada lo que habían tomado prestado en la antigua. Por lo tanto,
estas operaciones favorecieron siempre a los deudores, pero fueron ruinosas para los acreedores,
y a veces han ocasionado revoluciones más grandes y universales en las fortunas de las personas
privadas que las provocadas por una gran calamidad pública.

Es así como la moneda se convirtió en instrumento universal de comercio en todas las naciones
civilizadas, y por su mediación se compran, venden y permutan toda clase de bienes.

Ahora vamos a. examinar cuáles son las reglas que observan generalmente los hombres en la
permuta de unos bienes por otros, o cuando los cambian en moneda. Estas reglas determinan lo
que pudiéramos llamar el valor relativo o de cambio de los bienes.

Debemos advertir que la palabra VALOR tiene dos significados diferentes, pues a veces expresa la
utilidad de un objeto particular, y, otras, la capacidad de comprar otros bienes, capacidad que se
deriva de la posesión del dinero. Al primero lo podemos llamar "valor en uso", y al segundo, "valor
en cambio". Las cosas que tienen un gran valor en uso tienen comúnmente escaso o ningún valor
en cambio, y por el contrario, las que tienen un gran valor en cambio no tienen, muchas veces, sino
un pequeño valor en uso, o ninguno. No hay nada más útil que el agua, pero con ella apenas se
puede comprar cosa alguna ni recibir nada en cambio. Por el contrario, el diamante apenas tiene
valor en uso, pero generalmente se puede adquirir, a cambio de él, una gran cantidad de otros
bienes.

Para investigar los principios que regulan el valor en cambio, de las mercancías, procuraremos poner
en claro,

Primero, cuál sea la medida de este valor en cambio, o en qué consiste el precio real de todos los
bienes;

Segundo, cuáles son las diferentes partes integrantes de que se compone este precio real.

Por último, cuáles son las diferentes circunstancias que unas veces hacen subir y otras bajar algunas
o todas las distintas partes componentes del precio, por encima o por debajo de su proporción
natural o corriente; o cuáles son las causas que algunas veces impiden que el precio del mercado, o
sea el precio real de los bienes, coincida exactamente con lo que pudiéramos denominar su precio
natural.

Me propongo explicar, con la claridad y precisión posibles estas tres cuestiones en los tres capítulos
siguientes, en los cuales someteré a dura prueba la paciencia y la atención del lector: la paciencia,
para examinar y revisar detalles que a veces nos pueden parecer innecesariamente prolijos; la
atención, para comprender lo que, aun después de tanta explicación como seamos capaces de dar,
pudiera parecer innecesariamente tedioso. Pero correré el riesgo de ser prolijo para tener la
seguridad de ser claro. Aun a pesar de hacer el máximo esfuerzo para conseguirlo, quedarán todavía
algunos puntos oscuros, sin aclarar, debido a la naturaleza en extremo abstracta del tema.
Principios de economía política y tributación

David Ricardo

Capitulo I

Sobre el valor

Sección I

El valor de una cosa, o sea la cantidad de cualquier otra cosa por la cual podrá cambiarse,
depende de la cantidad relativa de trabajo que se necesita para su producción y no de la mayor
o menor retribución que se pague por ese trabajo

Adam Smith ha observado que «la palabra valor tiene dos significados distintos, y que a veces
expresa la utilidad de algún objeto especial, y, a veces, el poder de adquisición de otras cosas que
la posesión de ese objeto supone. El primero puede llamarse valor en uso, el segundo, valor en
cambio». «Las cosas--prosigue--que tienen el mayor valor en uso, tienen a menudo poco o ningún
valor en cambio; y, por el contrario, las que tienen el mayor valor en cambio tienen poco o ningún
valor en uso.» El agua y el aire son abundantemente útiles; son en verdad indispensables para la
existencia; sin embargo, en circunstancias normales, nada puede obtenerse a cambio de ellos. El
oro, por el contrario, aunque de poca utilidad en comparación con el aire o el agua, se cambiará por
una gran cantidad de otras cosas.

La utilidad no es, pues, la medida del valor en cambio, aunque sea absolutamente esencial al mismo.
Si una cosa no fuera de utilidad alguna --en otras palabras, si no pudiera en modo alguno contribuir
a nuestra satisfacción --, estaría privada de valor en cambio, por escasa que fuese, o cualquiera que
fuese la cantidad de trabajo necesaria para procurarla.

Poseyendo utilidad, las cosas derivan su valor en cambio de dos causas: de su escasez y de la
cantidad de trabajo necesaria para obtenerlas.

Existen algunas cosas cuyo valor es determinado solamente por su escasez. Ningún trabajo puede
aumentar su cantidad, y, por consiguiente, su valor no puede ser reducido aumentando la oferta
Entre estas, figuran las estatuas y las esculturas de mérito, los libros y monedas antiguos, los vinos
de calidad especial, que sólo pueden elaborarse de uvas cosechadas en una región determinada y
de las que solo existe una cantidad muy limitada. Su valor es enteramente independiente de la
cantidad de trabajo necesaria para producirlas, varía según el grado de riqueza y las inclinaciones
de los que desean poseerlas.

Estas cosas, sin embargo, constituyen una parte muy pequeña de la masa de artículos que se
cambian diariamente en el mercado. La gran mayoría de estas cosas que son objeto de deseo se
obtienen por medio del trabajo; y pueden ser multiplicadas no sólo en un país sino en muchos, casi
sin límite alguno, si estamos dispuestos a emplear el trabajo necesario para obtenerlas.

Así pues, al hablar de las cosas, de su valor en cambio y de las leyes que regulan sus precios
respectivos, nos referimos siempre a aquellas cuya cantidad puede ser aumentada por el esfuerzo
de la industria humana y en cuya producción la competencia actúa sin restricciones.
En las primeras etapas de la sociedad, el valor en cambio de estas cosas, o la regla que determina
que cantidad de una de ellas dará a cambio de otra, depende casi exclusivamente de la cantidad
relativa del trabajo empleado en cada una de ellas.

«El precio real de una cosa -- dice Adam Smith --, lo que una cosa cuesta realmente al hombre que
desea adquirirla, es el trabajo y la molestia que significa su adquisición. Lo que una cosa vale
realmente para el que la ha adquirido y desea disponer de ella o cambiarla por otra, es el trabajo y
la molestia que puede ahorrarle y que puede causar a otros.» «El trabajo fue el primer precio -- el
primer dinero de compra -- que se pagó por todas las cosas.» Asimismo dice: «En aquel estado
primitivo y tosco de la sociedad que precede a la acumulación de capital y a la apropiación de la
tierra, la proporción entre las cantidades de trabajo necesario para adquirir distintos objetos parece
ser la única circunstancia que puede proporcionar una regla para el cambio de unas cosas por otras.
Si en una nación de cazadores, por ejemplo, cuesta generalmente doble trabajo matar un castor que
un ciervo, es natural que un castor se cambie por dos ciervos, o que el precio del primero sea el
doble del segundo. Es natural que lo que generalmente es el producto de dos días de trabajo el
doble de lo que representa el de un día de labor.»

Que esto es realmente el fundamento del valor en cambio de todas las cosas, con excepción de las
que no pueden ser aumentadas por la industria humana, es una doctrina de la mayor importancia
en Economía Política: pues de las ideas vagas que se tienen acerca de la palabra valor proceden
principalmente tantos errores y tantas diferencias de opinión como se han manifestado en esta
ciencia.

Si la cantidad de trabajo empleada en las cosas regula su valor en cambio, cada incremento de la
misma debe aumentar el valor del artículo a que se aplique, y, del mismo modo, toda disminución
debe reducirlo.

Adam Smith, quien definió con tanta exactitud la fuente originaria del valor en cambio, y venía
obligado, por consiguiente, a sostener que todas las cosas se hacen más o menos valiosas en
proporción a la mayor o menor cantidad de trabajo empleado en su producción, ha establecido otra
medida de valor, y dice que las cosas son más o valiosas según que puedan ser cambiadas por una
cantidad mayor o menor de dicha medida. A veces emplea para ello el trigo, otras veces, el trabajo,
pero no la cantidad de trabajo empleada para la producción de un objeto. sino aquella de que se
puede disponer en el mercado: como si éstas fuesen dos expresiones equivalentes y si, porque el
trabajo de un hombre se volviese doblemente eficiente y este pudiera, por lo tanto, producir doble
cantidad de un artículo, fuera a recibir necesariamente, en cambio, del mismo, una suma dos veces
mayor.

Si esto fuese cierto, si la remuneración del trabajador fuera siempre proporcional a lo que produce,
la cantidad de trabajo empleada en una cosa y que ésta puede adquirir serían siempre iguales, y
cualquiera de las dos podría medir con exactitud las variaciones de las demás cosas; pero no ocurre
así; la primera constituye en muchas circunstancias una medida invariable, que indica
correctamente las variaciones de las demás cosas; la segunda está sujeta a muchas fluctuaciones
con respecto a las comparadas con ella. Adam Smith, después de haber demostrado con mucha
habilidad la insuficiencia de una medida variable, como el oro y la plata, para determinar el valor
variable de las demás cosas, ha escogido a su vez una medida no menos variable, como es el trigo o
el trabajo.
El oro y la plata están indudablemente sujetos a fluctuaciones, debido al descubrimiento de nuevas
y mas abundantes minas; pero estos casos son raros, y sus efectos, aunque poderosos, están
limitados a períodos de duración relativamente corta. Están también sujetos a fluctuaciones, debido
a mejoras en los métodos de explotación y en la maquinaria empleada en las minas, toda vez que,
como consecuencia de ellas, puede obtenerse una mayor cantidad de producto con el mismo
trabajo. Están también sujetos a fluctuaciones debido a disminución del producto de las minas,
después de haber estas abastecido al mundo por varios siglos sucesivos. Pero ¿de cuales de estas
fuentes de fluctuaciones está exento el trigo? ¿No varía éste también, por una parte, debido a las
mejoras introducidas en la agricultura, en la maquinaria y en los aperos utilizados para el cultivo así
como al descubrimiento de nuevos terrenos fértiles que pueden dedicarse al cultivo en otros países
y que afectarán el valor del trigo en todos los mercados donde la importación es libre? ¿No está este
sujeto, por otra parte, a un aumento de valor, debido a las prohibiciones de importación, al
incremento de la población y de la riqueza y a la dificultad de obtener grandes partidas por requerir
el cultivo de los terrenos menos fértiles una mayor cantidad de trabajo?

¿No es también el valor del trabajo igualmente variable, afectado como está no solamente, como
las demás cosas, por la proporción entre la oferta y la demanda, que varían uniformemente con
cada cambio ocurrido en las condiciones de la comunidad, sino también por el precio variable de los
alimentos y demás artículos de primera necesidad en que los trabajadores gastan sus salarios'?

En el mismo país puede necesitarse, en una época dada para producir una cantidad de alimentos y
de artículos de primera necesidad, una cantidad de trabajo doble de la que se precisara en otra
época distinta; sin embargo, es posible que la remuneración del trabajador sea casi la misma. Si su
salario, en la primera época, consistió en cierta cantidad de alimentos y de artículos de primera
necesidad, el trabajador, probablemente, no habría podido subsistir si esa cantidad hubiera sido
disminuida. Los alimentos y los artículos de primera necesidad, en este caso, habrían aumentado en
un 100% si se estiman por la cantidad de trabajo necesaria para su producción, mientras que apenas
habrán aumentado de valor, si se mide por la cantidad de trabajo por la cual se cambiarán.

La misma observación puede hacerse con respecto a dos o más países. En América y en Polonia, en
los terrenos puestos más recientemente en cultivo, un año de trabajo de un número determinado
de hombres producirá mucho más trigo que en terrenos de circunstancias similares en Inglaterra.
Ahora, suponiendo que todos los demás artículos de primera necesidad sean igualmente baratos en
esos tres países, ¿no sería un gran error concluir de ahí que la cantidad de trigo atribuida al
trabajador sería proporcional en cada país a la facilidad de producción?

Si el calzado y el vestido del obrero pudieran, mediante mejoras en la maquinaria, producirse con
una cuarta parte del trabajo que hoy se necesita para su producción, probablemente, su coste
disminuiría en un 75%; pero no por eso puede decirse que el trabajador podría usar
permanentemente cuatro trajes o cuatro pares de zapatos, en lugar de uno; probablemente, su
salario, al poco tiempo quedaría ajustado, por los efectos de la competencia y el estimulo a la
población, al nuevo valor de los artículos de primera necesidad. Si las mejoras se extendiesen a
todos los objetos del consumo del trabajador, le encontraríamos, probablemente, al cabo de unos
pocos años, en posesión de un aumento muy pequeño de satisfacciones, aunque el valor en cambio
de los artículos en cuya producción no se hubieran hecho mejoras, hubiese sufrido una reducción
muy considerable, y aunque éstos fuesen el producto de una cantidad de trabajo mucho menor.
No puede ser correcto, por consiguiente, afirmar con Adam Smith que «como el trabajo puede
adquirir una cantidad de cosas unas veces mayor y otras menor, es el valor de éstas el que varía y
no el del trabajo que las adquiere», y, por consiguiente, que «sólo el trabajo que nunca varia de
valor es la medida última y real, por medio de la cual el valor de todas las cosas puede estimarse y
compararse en todas las épocas y en todos los lugares». Lo correcto es como Adam Smith había
dicho previamente, que «la proporción entre las cantidades de trabajo necesaria para adquirir
diferente objetos parece ser la única circunstancia que puede proporcionar alguna regla para
cambiarlos unos por otros»; o, en otras palabras, que es la cantidad comparativa de cosas que el
trabajo producirá, la que determina su valor relativo presente o pasado, y no las cantidades
comparativas de cosas que se dan al trabajador a cambio de su trabajo.

Si pudiera hallarse una cosa que en todo tiempo requiriera la misma cantidad de trabajo para su
producción, se tendría allí un valor invariable, que sería eminentemente útil como término de
medida para las variaciones de las demás cosas. Pero no la conocemos, y, por consiguiente, no
podemos fijar medida de valor. Sin embargo, es de una importancia considerable, para establecer
una teoría correcta, el averiguar cuáles son las cualidades esenciales que habrá de reunir esa
medida, a fin de poder conocer las causas de la variación del valor relativo de las cosas y calcular la
forma en que actuarán según todas las probabilidades.

Dos cosas varían en su valor relativo, y deseamos saber en cuál de ellas ha tenido lugar realmente
la variación. Si comparamos el actual de la una con el de los zapatos, las medias, los sombreros, el
hierro, el azúcar, y todos los demás artículos de uso corriente, nos encontramos con que podrá
cambiarse por la misma cantidad de estas cosas que anteriormente. Si comparamos la otra con los
mismos artículos, vemos que ha variado con respecto a todos ellos: podemos, pues, inferir con toda
probabilidad, que la variación ha tenido lugar en esta cosa, y no en aquellas con las cuales la hemos
comparado. Si al examinar todavía más particularmente todas las circunstancias relacionadas con la
producción de estas cosas hallamos que precisamente la misma cantidad de trabajo y de capital se
necesita para la producción de los zapatos, de las medias de los sombreros, del hierro, del azúcar,
etc., pero que no se requiere la misma cantidad que anteriormente para producir la cosa cuyo valor
relativo ha variado, la probabilidad se convierte en seguridad, y, estamos seguros de que la variación
ha tenido lugar en esa cosa solamente: descubrimos entonces también la causa de su variación.

Si yo encontrara que una onza de oro podía ser cambiada por una cantidad menor de todas las cosas
antes enumeradas y otras muchas, y si, además, encontrara que, debido al descubrimiento una
nueva y mas abundante mina, o debido al empleo de maquinaria con gran ventaja, podía obtenerse
una cantidad determinada de oro con menor cantidad de trabajo, estaría justificado al decir que la
causa de la alteración del valor del oro con relación a las demás cosas era la mayor facilidad de su
producción, o la menor cantidad de trabajo necesaria para obtenerlo.

Del mismo modo, si el valor del trabajo bajara de modo muy considerable en relación con todas las
demás cosas. y yo averiguara que esa baja era consecuencia de una oferta abundante, causada la
gran facilidad con que se producían el trigo y los demás artículos de primera necesidad para el
trabajador, me parece que estaría justificado en decir que el trigo y los artículos de primera
necesidad habían bajado de valor como consecuencia de requerirse menor cantidad de trabajo para
producirlos, y que esta facilidad en la consecución de lo necesario para la manutención del
trabajador había sido seguida por una baja en el valor del trabajo. No -- dicen Adam Smith y Malthus
--. En el caso del oro usted tenía razón al considerar la variación en él ocurrida como una baja de su
valor, porque el trigo y el trabajo no habían variado entonces. y. como el oro había servido para la
adquisición de una cantidad menor de ellos, como asimismo de las demás cosas, era correcto decir
que todas las demás cosas habían permanecido estacionarias y que solo el oro había variado: pero
cuando bajan el trigo y la mano de obra, cosas que hemos escogido como nuestra medida - tipo de
valor, a pesar de todas las variaciones a que están sujetas, sería muy impropio decirlo así; la
expresión correcta sería afirmar que el trigo y la mano de obra han permanecido estacionarios y que
todas las demás cosas han subido de valor.

Ahora bien; este modo de expresarse es el que no puedo pasar sin protesta. Encuentro que,
precisamente, en el caso del oro la causa de la variación entre el trigo y las demás cosas es que se
necesita menor cantidad de trabajo para producirlo y, por consiguiente, razonando en justicia me
veo obligado a decir que la variación ocurrida en el trigo y en el trabajo es una baja en su valor, y no
un aumento en el de las cosas con las cuales se les compara. Si tengo que contratar un trabajador
para una semana. y en lugar de 10 chelines le pago 8, sin que haya ocurrido variación en el valor del
dinero, es posible que ese trabajador obtenga mas alimentos y artículos de primera necesidad con
sus 8 chelines que los que obtenía anteriormente con 10; pero esto no se deberá a un aumento del
valor real de su salario, como Adam Smith ha dicho y, mas recientemente, ha afirmado Mr. Malthus,
sino a una baja en el valor de las cosas en que gasta su salario, conceptos perfectamente distintos;
y, sin embargo, cuando llamo a esto una baja en el valor real de los salarios, se me dice que adopto
un lenguaje nuevo y extraño que no puede conciliarse con los verdaderos principios de la ciencia.
Me parece a que el lenguaje extraño y realmente inconsciente es el empleado por mis adversarios.

Supongamos que se paga a un labrador un bushel de trigo por su trabajo de una semana, cuando el
precio del trigo es de 80 chelines la fanega, y que se le paga un bushel y cuarto cuando el precio baja
a 40. Supongamos asimismo que él consume medio bushel de trigo para su familia y cambia el resto
por otras cosas, tales como carbón, jabón, velas, té, azúcar, sal, etc. Si las tres cuartas partes de
bushel que le quedan, en un caso, no pueden procurarle una cantidad de los artículos mencionados
igual a la que le procuraba medio bushel, en el otro, ¿habrá aumentado o bajado el valor del trabajo?
Habrá mentado, deberá decir Adam Smith, porque su medida es el trigo, y el labrador recibe mayor
cantidad de trigo por su trabajo de una semana. Habrá bajado, deberá decir el propio Adam Smith,
«porque el valor de una cosa depende de la facultad de adquirir otras cosas que la posesión de ese
objeto supone», y el trabajo tiene una facultad de adquisición menor.

Capitulo XX

Valor y riqueza, sus propiedades distintivas

David Ricardo

"Todo hombre es rico o pobre según el grado en que pueda gozar de las cosas necesarias,
convenientes y gratas de la vida", dice Adam Smith1.

En consecuencia, la riqueza difiere esencialmente del valor, ya que éste depende no de la


abundancia sino de la facilidad o dificultad de la producción. El trabajo de un millón de hombres en
la industria producirá siempre el mismo valor, pero no siempre la misma riqueza. Con la invención
de nueva maquinaria, la superación de la habilidad técnica, una mejor división del trabajo, o por el
descubrimiento de nuevos mercados donde puedan efectuarse intercambios más ventajosos, un
millón de hombres puede producir, en un estado dado de la sociedad, el doble o el triple de riqueza,
es decir de “cosas necesarias, convenientes y gratas”, de lo que puede producir en otro, pero no
agregará, por ese concepto, ninguna cosa al valor; en efecto todas las cosas suben o bajan de valor
en proporción a la facilidad o dificultad con que se producen, o, en otras palabras, en relación con
la cantidad de trabajo empleado en su producción.

Supóngase que con un capital determinado, el trabajo de cierto número de hombres produce 1,000
pares de medias y que, por invenciones en maquinaria, el mismo número de hombres puede
producir 2,000 pares, o 1,000 pares de medias y además 500 sombreros; entonces, el valor de los
2,000 pares de medias, o de los 1,000 pares y los 500 sombreros no será ni mayor ni menor que el
de los 1,000 pares que se producían antes de introducir la nueva maquinaria, ya que serían producto
de la misma cantidad de trabajo. No obstante, el valor de la masa general de mercancías disminuiría
de todas maneras porque, aunque el valor de la mayor cantidad producida a consecuencia de las
mejoras, será exactamente el mismo que si se cifrara en la menor cantidad que habría sido
producida de no haberse realizado las mejoras, también se produce un efecto en la porción de
bienes aún no consumidos que fueron manufacturados antes de la mejora; el valor de estos bienes
se reducirá por cuanto que, cantidad por cantidad, debe bajar al nivel de los bienes producidos
aprovechando todas las ventajas de la mejora: además, la sociedad tendrá una suma menor de
valor, no obstante la cantidad incrementada de bienes2, de riqueza y de medios de disfrute. Al
aumentar continuamente la facilidad de producción, disminuimos de modo constante el valor de
algunas de las mercancías que antes se producían, aunque por los mismos medios no sólo
adicionamos la riqueza nacional sino que aumentamos la potencia de la futura producción. Muchos
errores en economía política han derivado de equivocaciones al respecto, al considerar que un
aumento de riqueza es lo mismo que un aumento de valor, y de los conceptos infundados acerca de
lo que constituye una medida normal de valor. Si alguien considera la moneda como un patrón del
valor, de acuerdo con él una nación será más rica o más pobre en proporción a que sus mercancías
de toda clase puedan cambiarse por más o menos dinero. Otros estiman a la moneda como un
medio muy conveniente para las transacciones, pero no como una medida adecuada por la cual se
estime el valor de otras cosas; para ellos la medida real del valor es el cereal*, y un país será rico o
pobre, al grado en que sus mercancías se cambien por más o menos cereales**. Otros hay, a su vez,
que consideran a un país rico o pobre, según la cantidad de trabajo que pueda comprar4. Pero ¿por
qué debe ser el oro, o el cereal, o el trabajo, la medida normal del valor, en vez del carbón o el
acero? ¿Por qué más que la ropa, el jabón o las velas, y los otros artículos necesarios para el
trabajador? O para decirlo brevemente, ¿por qué cualquier mercancía, o todas las mercancías
juntas, han de ser el patrón, cuando éste, a su vez, está sujeto a fluctuaciones de valor? El grano,
como el oro, puede variar 10, 20, o 30 por ciento, de acuerdo con las dificultades o facilidades de la
producción, en relación con otras cosas. ¿Por qué hemos de decir siempre que son esas otras cosas
las que han variado, y no el grano? La única mercancía invariable es aquella que requiere, en todos
los tiempos, el mismo sacrificio de mano de obra y afán para producirla. No conocemos tal
mercancía, pero podemos argumentar y hablar hipotéticamente sobre ella como si la conociéramos;
y mejorará nuestro conocimiento de la ciencia, mostrando distintamente la absoluta inaplicabilidad
de todos los patrones que hasta aquí se han adoptado5.
Pero aun suponiendo que cualquiera de éstos fuera un patrón exacto de valor, aún no sería un
patrón de riqueza, pues ésta no depende del valor. Un hombre es rico o pobre, de acuerdo con la
abundancia de artículos necesarios y de lujo de que puede disponer; además contribuirán estos
artículos en forma igual a la satisfacción de su poseedor, sea cual sea, alto o bajo, el valor de cambio
de ellos por dinero, por cereal, o por trabajo. A la confusión de ideas sobre el valor, y la riqueza o
las riquezas, se deben las afirmaciones de que disminuyendo la cantidad de bienes, esto es, de
artículos necesarios, comodidades y goces de la vida humana, puede incrementarse la riqueza. Si el
valor fuera la medida de la riqueza, tal afirmación sería indiscutible, porque por la escasez sube el
valor de las mercancías; pero si Adam Smith está en lo justo, si la riqueza consiste en los artículos
necesarios y en los disfrutes, entonces no pueden ser aumentados con una disminución cuantitativa.

Es cierto que quien posee una mercancía escasa es más rico, si por medio de ella puede disponer de
más artículos y goces de la vida humana; pero como las existencias generales de las cuales se extrae
la riqueza de cada hombre disminuyen en cantidad, en aquello que cada individuo toma de ella, las
participaciones de los otros hombres se reducirán necesariamente en proporción al grado en que
un individuo privilegiado sea capaz de apropiarse para su propio disfrute una mayor cantidad.

Si el agua escaseara, dice Lord Lauderdale6, y la poseyera exclusivamente un individuo, se


acrecentaría su riqueza, porque entonces el agua tendría valor; y si la riqueza fuera la suma de las
riquezas individuales la incrementaríamos también por los mismos medios. Indudablemente se
aumentan las riquezas de ese individuo, pero en tanto que el agricultor deba vender una parte de
su disponibilidad de cereales, el zapatero otra de sus zapatos y todos los hombres renuncien a una
porción de sus disponibilidades, con el único propósito de proveerse del agua que antes tenían por
nada, serán más pobres, empobrecerán en la cantidad total de mercancías que están obligados a
dedicar a este propósito, y el propietario del agua se beneficiará precisamente por la suma que
aquéllos pierdan. La misma cantidad de agua y la misma cantidad de bienes las disfruta toda la
sociedad, pero están distribuidas en forma diferente: ello, sin embargo, suponiendo más bien un
monopolio del agua que una escasez de ella. Si escaseara, entonces la riqueza del país y de los
individuos disminuiría realmente, pues la colectividad se vería privada de parte de uno de sus goces.
El granjero no sólo tendría menos cereal para cambiar por otras mercancías que pueden ser
necesarias o deseables para él, sino que él mismo y todos los demás individuos se verían privados
de una de sus comodidades más esenciales. No sólo, pues, habría una diferente distribución de las
riquezas, sino una pérdida real de riqueza.

Puede decirse, entonces, que dos países que poseen precisamente la misma cantidad de todas las
cosas necesarias y comodidades de la vida son igualmente ricos, pero el valor de sus riquezas
respectivas dependerá de la relativa facilidad o dificultad con que fueron producidas. En efecto, si
un aditamento mejor en la maquinaria nos permite hacer dos pares de medias en vez de uno, sin
ningún trabajo adicional, se duplica la cantidad que se dará a cambio de una yarda de tela. Si se
efectúa un mejoramiento parecido en la manufactura de ropa, las medias y la ropa se cambiarán en
las mismas proporciones que antes, pero habrán bajado en valor, pues, al cambiarlas por sombreros,
por oro u otras mercancías en general, habrá que dar doble cantidad que antes. Extiéndase el
adelanto a la producción del oro y de todas las demás mercancías, y ellas recobrarán sus
proporciones anteriores. Habrá el doble de volumen de mercancías producidas anualmente en el
país, y por ello la riqueza de la nación se habrá duplicado, pero esta riqueza no habrá incrementado
en valor.
Si bien Adam Smith ha dado la descripción correcta de las riquezas, que he citado más de una vez,
después las explica de modo diferente al decir que un hombre “será rico o pobre de acuerdo con la
cantidad de trabajo ajeno de que pueda disponer o se halle en condiciones de adquirir”7. Ahora
bien, esta explicación difiere esencialmente de la otra, y es, ciertamente, inexacta; supongamos, por
ejemplo, que las minas se hicieran más productivas, de tal manera que el oro y la plata bajaran de
valor a causa de la mayor facilidad para producirlos, o que los terciopelos se manufacturaran con
mucho menos trabajo que antes, bajando hasta la mitad de su valor anterior; las riquezas de todos
aquellos que compraron esas mercancías habrían aumentado; una persona podría incrementar su
cantidad de plata; otra duplicar la cantidad de terciopelo; pero con la posesión de esa plata y este
terciopelo adicionales, no podrían emplear más mano de obra que antes, porque, como el valor de
cambio de terciopelo y de la plata habría bajado, deberán desprenderse proporcionalmente de más
de estas especies de riquezas para comprar un día de trabajo. Las riquezas, pues, no pueden ser
estimadas por la cantidad de trabajo que pueden comprar.

De lo expuesto resulta que la riqueza de una nación puede ser incrementada de dos maneras:
empleando una porción mayor del ingreso en mantener el trabajo productivo —lo que no sólo
aumentará la cantidad sino el valor de la masa de mercancías: o, sin emplear ninguna cantidad
adicional de trabajo, haciendo más productiva la misma cantidad lo cual aumentará la abundancia,
pero no el valor de los bienes.

En el primer caso, el país no sólo se volverá rico, sino que aumentará el valor de sus riquezas. Será
rico por la sobriedad, por la disminución de los gastos en objetos de lujo y diversión, y por emplear
esos ahorros en una labor.

En el segundo caso, con la misma mano de obra se producirá más sin que exista necesidad de
disminuir los gastos en lujos y diversiones, o de incrementar la cantidad del trabajo productivo
empleado; la riqueza aumentará, pero no el valor. De estos dos modos de incrementar la riqueza,
debe preferirse el segundo, ya que produce el mismo efecto sin la privación y disminución de los
disfrutes, fenómenos que nunca dejarán de producirse en el primer caso. El capital es aquella parte
de la riqueza de un país que se emplea con vistas a una producción futura, y puede ser aumentado
de la misma manera que la riqueza. Un capital adicional será igualmente eficaz en la producción de
riqueza futura, ya se obtenga de ciertos progresos en la habilidad técnica y en la maquinaria, o de
la utilización más reproductiva del ingreso; en efecto, la riqueza depende siempre de la cantidad de
bienes producidos, sin tomar en cuenta para nada la facilidad con que se hayan obtenido los medios
empleados en la producción. Una determinada cantidad e géneros y comestibles mantendrá y
empleará el mismo número de personas y, por lo tanto, procurará la misma cantidad de trabajo por
hacer, ya sea producida por el trabajo de 100 ó 2008 hombres: pero tendrá el doble de valor si se
han empleado 200 para producirla9.

M. Say, sin tomar en cuenta las correcciones que ha hecho en la cuarta y última edición de su obra,
Tratado de Economía Política, me parece que ha sido singularmente desafortunado en su definición
de las riquezas y el valor. Considera esos dos términos como sinónimos, y que un hombre es rico en
la proporción en que aumenta el valor de sus posesiones, y puede asegurarse abundantes bienes.
“El valor de los ingresos se incrementa entonces”, observa, “si éstos pueden proporcionar, no
importa por cuales medios, una cantidad mayor de productos”. De acuerdo con M. Say, si la
dificultad de producir ropa se duplicara y, en consecuencia, tuviera que cambiarse por el doble de
mercancías que antes, se duplicaría su valor, en lo cual estoy absolutamente de acuerdo; pero si
hubiera cualquier facilidad especial en la producción de mercancías y no aumentase la dificultad
para producir la tela, y ésta, en consecuencia, se cambiara como antes por el doble de bienes, M.
Say diría todavía que la ropa ha duplicado su valor, mientras que, de acuerdo con mi punto de vista
sobre la materia, él debería decir que la tela ha conservado su valor anterior y que aquellos
determinados bienes han bajado la mitad de su valor anterior. M. Say no debe contradecirse de sí
mismo cuando dice que, por la facilidad de la producción, dos sacos de cereal pueden ser producidos
por los mismos medios con que antes de producía uno, y que cada saco, por lo tanto, bajará a la
mitad de su valor anterior, y aun así sostener que el pañero que cambia sus paños por dos sacos de
cereal, obtendrá el doble de su valor que recibía antes, cuando sólo obtenía un saco a cambio de su
paño. Si los dos sacos tienen ahora el valor que antes tenía uno, evidentemente obtiene el mismo
valor y no más, —obtiene, ciertamente, doble cantidad de riquezas; doble cantidad de riquezas;
doble cantidad de utilidad— doble cantidad de lo que Adam Smith llama valor de uso, pero no doble
cantidad de valor, y por lo tanto M. Say no puede estar en lo cierto al considerar que el valor, las
riquezas y la utilidad son términos sinónimos. Ciertamente, hay muchos pasajes de la obra de M.
Say a los cuales puede acudir confiadamente en apoyo de la doctrina que sostengo, respecto a la
diferencia esencial que existe entre valor y riqueza, aunque debe confesarse que hay también otros
pasajes en que sostiene una doctrina contraria. Destaco dichos pasajes, que no puedo conciliar,
colocándolos uno frente al otro, para que M. Say pueda —si me hiciera el honor de notar estas
observaciones en alguna futura edición de su obra—, dar explicaciones de sus puntos de vista que
eliminen la dificultad que muchos otros, como yo, sienten en su esfuerzo por exponerlas.

1. Al intercambiar dos productos, de hecho, sólo cambiamos los servicios productivos, que se han
utilizado para crearlos. p. 504.

2. El costo de producción es lo único que determina lo que es realmente caro. Una cosa en verdad
cara, es aquella que cuesta mucho producirla. p. 49710

3. El valor de todos los servicios productivos que deben consumirse para crear un producto
constituyen el precio de producción de dicho producto... p. 505

4. Es la utilidad la que determina la demanda de un bien, pero es el costo de producción el que limita
el alcance de esa demanda. Cuando su utilidad no eleva su valor al nivel del costo de producción, la
cosa no vale lo que cuesta; es ésta una prueba de que los servicios productivos pueden ser
empleados para crear un bien de valor superior. Los poseedores de fondos productivos, esto es,
aquellos que disponen de mano de obra, de capital o de tierra, están perpetuamente dedicados a
comparar el costo de producción con el valor de las cosas producidas, o lo que viene a ser lo mismo,
el valor de bienes diferentes entre sí; porque el costo de producción no es más que el valor de los
servicios productivos consumidos en la producción; y el valor de un servicio productivo no es más
que el valor del bien, que es el resultado. El valor de un bien, el valor de un servicio productivo, el
valor del costo de producción son, todos, entonces, valores similares, cuando se deja que cada cosa
siga su curso natural13.

5. El valor de los ingresos se aumenta entonces, si ellos pueden proporcionar (no indica por qué
medios) una mayor cantidad de productivos11.

6. Precio es la medida del valor de las cosas, y su valor es la medida de su utilidad. 2 Vol...12 4.
7. El libre intercambio muestra, en el tiempo, el lugar y el estado de la sociedad en que vivimos, el
valor que los hombres atribuyen a las cosas intercambiadas. 466

8. Producir es crear valor, dando o incrementando la utilidad de una cosa, y por lo tanto
estableciendo una demanda por ella, la cual es la causa primera de su valor. Vol. 2 487

9. Al crearse la utilidad, se instituye un producto. El valor en cambio resultante es únicamente la


medida de la producción que tiene lugar. 490.

10. La utilidad que la gente de un país determinado encuentra en un producto no puede apreciarse
de otra manera que por el precio que paga por él. 502

11. Este precio es la medida de la utilidad que tiene a juicio de los hombres; de la satisfacción que
obtienen al consumirla, porque ellos no preferirían consumir esa utilidad, si por el precio que cuesta
pudieran adquirir una utilidad que les diera más satisfacción. 506

12. La cantidad de todas las demás mercancías que una persona puede obtener inmediatamente, a
cambio de la mercancía de que desea disponer, es en todo tiempo un valor no sujeto a discusión
Vol. 2 414

Si lo único realmente caro se origina en el costo de producción (cf.2) ¿cómo puede decirse que una
mercancía sube en valor (cf.5), si su costo de producción no ha aumentado? Y ¿sólo porque ésta se
cambiará por mayor cantidad de mercancía barata, por mayor cantidad de una mercancía cuyo
costo de producción ha disminuido? Cuando yo doy 2 000 veces más tela por una libra ponderal de
oro de lo que doy a cambio de otra de hierro ¿prueba esto que yo atribuyo 2 000 veces más utilidad
al oro que al hierro? No, ciertamente; prueba únicamente, como lo ha admitido M. Say. (cf.4) que
el costo de producción del oro es 2 000 veces mayor que el costo de producción del hierro. Si el
costo de producción de los dos metales fuera el mismo, yo daría el mismo precio por los dos; pero
si la utilidad fuera la medida del valor, es probable que yo diera más por el hierro. Es la competencia
de los productores “que están perpetuamente dedicados a comparar el costo de producción con el
valor de las cosas producidas,” (cf.4) lo que regula el valor de diversas mercancías. Si, entonces, yo
doy un chelín por una hogaza de pan, y 21 chelines por una guinea, esto no prueba que, en mi
estimación, sea ésta la medida comparativa de su utilidad.

En el No. 4, M. Say sostiene, con muy ligeras variantes, la doctrina que yo mantengo acerca del valor.
En sus servicios productivos comprende dicho autor los prestados por la tierra, el capital y el trabajo;
yo incluyo únicamente el capital y el trabajo, excluyo completamente la tierra. Nuestras diferencias
provienen del diverso punto de vista que tenemos sobre la renta. Yo la considero siempre como el
producto de un monopolio parcial que nunca regula el precio, sino que es consecuencia de éste. Si
los terratenientes condonaran la renta, mi opinión es que las mercancías producidas por la tierra no
serían más baratas, pues siempre existe una porción de los mismos bienes, producto de la tierra,
por los cuales no se paga o no puede pagarse renta, ya que el producto excedente es suficiente por
sí solo para pagar las utilidades del capital.

Para concluir, aunque nadie más dispuesto que yo a estimar en grado sumo las ventajas que
resultan, para todas las clases de consumidores, de la abundancia real y la baratura de los bienes,
no puedo estar de acuerdo con M. Say, cuando estima el valor de un bien por la abundancia de otros
por los que aquél se podrá cambiar. Opino como un autor muy distinguido, M. Destutt de Tracy,
quien dice que:

“Medir una cosa cualquiera es compararla con una cantidad determinada de esa misma cosa que
tomamos como unidad, como punto de comparación. Medir, entonces, para determinar una
longitud, un peso, un valor, es averiguar cuántas veces se contienen los metros, gramos, francos en
una palabra, las unidades del mismo género”15.

Un franco no es una medida de valor para cualquier cosa sino para una cantidad del mismo metal
de que están hechos los francos, a menos que los francos, y la cosa a medir, puedan se referidos a
alguna otra medida común a ambos. Creo que tal cosa es posible, pues los dos son producto del
trabajo y, por lo tanto, el trabajo es una medida común, por la que puede estimarse su valor real y
su valor relativo. Me complace decir que ésta es también, al parecer, la opinión de M. Destutt de
Tracy.* He aquí sus palabras: “Así como es cierto que nuestras facultades físicas y morales son
nuestras únicas riquezas originarias, el empleo de esas facultades, trabajo de alguna naturaleza, es
nuestro solo tesoro originario, y siempre de este empleo son creadas todas esas cosas que llamamos
riquezas, ya sean éstas muy necesarias o simplemente agradables. Es cierto, también, que todas
esas cosas representan sólo el trabajo que las ha creado, y si tienen un valor, o aun dos valores
distintos, éstos pueden derivar únicamente de ese valor del trabajo de que emanan”17.

M. Say, al hablar de las bondades e imperfecciones de la gran obra de Adam Smith, le imputa el
error de que “él atribuye únicamente al trabajo del hombre la capacidad de producir un valor. Un
análisis más correcto nos muestra que el valor se debe a la acción del trabajo, o mejor dicho a la
actividad del hombre, combinada con la acción de aquellos agentes que proporciona la naturaleza,
y con el capital. Su ignorancia de este principio le impidió establecer la verdadera teoría de la
influencia que ejerce la maquinaria en la producción de riqueza.”18

En contradicción con la opinión de Adam Smith, M. Say habla, en el capítulo cuarto, del valor que
otorgan a los bienes los agentes naturales como el sol, el aire, la presión atmosférica, etc., que a
veces sustituyen al trabajo del hombre, y a veces concurren con él en la producción*. Pero aunque
estos agentes naturales aumentan considerablemente el valor en uso de un bien, nunca le añaden
valor en cambio, al cual se refiere M. Say: tan pronto como, por la ayuda de la maquinaria, o por el
conocimiento de la filosofía natural, obligamos a los agentes naturales a hacer el trabajo que antes
era realizado por el hombre, el valor en cambio de dicho trabajo que antes era realizado por el
hombre, el valor en cambio de dicho trabajo disminuye, como consecuencia. Si diez hombres hacían
girar la piedra de un molino de cereales, y se descubriera que, con la ayuda del viento, o del agua,
puede reducirse el trabajo de esos diez hombres, la harina que es parcialmente20 producto del
trabajo realizado por el molino, bajaría inmediatamente de valor en proporción a la cantidad de
trabajo ahorrada, y la sociedad se enriquecería por las mercancías que el trabajo de los diez hombres
puede producir, sin que se afecten los fondos destinados a su mantenimiento. M. Say pasa por alto,
constantemente, la diferencia esencial que existe entre valor en uso y valor en cambio21.

M. Say acusa al Dr. Smith de haber pasado por alto el valor que los agentes naturales y la maquinaria
dan a las mercancías, porque M. Say considera que el valor de todas las cosas se deriva del trabajo
del hombre; pero no me parece que su acusación esté justificada, pues Adam Smith no menosprecia
en modo alguno los servicios que los agentes naturales y la maquinaria desempeñan para nosotros,
sino que, muy justamente, distingue la naturaleza del valor que ellos añaden a las mercancías: nos
sirven, en efecto, incrementando la abundancia de productos, haciendo más rico al hombre,
agregando algo al valor en uso; pero como ellos desempeñan su trabajo gratuitamente, pues nada
se paga por el uso del aire, del calor y del agua, la ayuda que nos proporcionan no añade nada al
valor en cambio22.

You might also like