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razonpublica.com/index.php/politica-y-gobierno-temas-27/1932-francisco-leal-buitrago
Esta es solo una parte de la argumentación, ya que tal formalidad democrática -importante,
por supuesto- se explica en esencia por el papel que cumplió el bipartidismo en el país:
liberalismo y conservatismo sustituyeron en buena medida y en forma distorsionada al Estado
-al igual que ocurrió con la Iglesia católica-, disimulando su debilidad mediante la
entronización ideológica bipartidista en la conciencia de la población -adscripción con tintes
sectarios- a lo largo de las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XIX [2].
Esta larga situación indujo el 'acomodo democrático por conveniencia' de las élites, las cuales
han mantenido instituciones y normas que caracterizan a las democracias liberales, como es
la periodicidad electoral. En estas circunstancias, el brote de fenómenos contrarios a la
democracia se produjo, paradójicamente, en el seno de esa misma formalidad democrática.
Tal uso no ha sido ejercido sólo por parte de la Fuerza Pública, sino sobre todo por distintos
grupos armados fuera de la ley. Este hecho configura una contradicción con la característica
principal de la definición clásica de Estado moderno, formulada por Max Weber: monopolio en
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el uso legítimo de la fuerza.
Sin embargo, el Estado moderno no puede perpetuarse como tal -o aspirar a serlo- si la
competencia estatal por el uso de la violencia con actores ilegales tiende a permanecer.
Además, el hecho de que esta violencia competitiva persista como forma particular de resolver
determinadas tensiones y formas históricas de manejo político, no le resta importancia a
la necesidad democrática de tener tal monopolio de manera legítima para ser un Estado
moderno en el sentido weberiano. Esta es la situación histórica de Colombia con su
Estado débil. [3]
Se trata, en sus orígenes, de los resquicios que presentó este modelo en construcción al
desarrollarse dentro del proceso de expansión del capitalismo. Los objetivos inherentes al
capitalismo son la ganancia y la acumulación de capital, sin que necesariamente se cree
riqueza (por ejemplo, con la especulación conemporánea) y menos aún que ésta se
redistribuya. Esos resquicios iniciales en la aplicación del modelo se han tornado en
verdaderas troneras, incluso en algunos Estados modernos, hasta el punto de que
han desvirtuado los principios democráticos del modelo debido al mayor peso que ostentan los
intereses capitalistas. Al final se hará referencia a este punto en particular.
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Se trata de la proliferación de conductas deshonestas, ilegales y hasta criminales -muchas
acompañadas de violencia- en instituciones estatales de varias regiones del país, mediante la
penetración de delincuentes en esas instituciones, debilitándolas al ponerlas a su servicio.
Este fenómeno ha sido quizás el más publicitado en los últimos años, gracias a las denuncias
iniciadas por medios de comunicación y que han sido acogidas por algunas Cortes [6].
Una vez que este ambiente se propagó a varias regiones del país, junto con el fortalecimiento
de las arcas oficiales, aparecieron y se dispararon las ferias de contratos, como es el caso
emblemático del actual 'carrusel de la contratación' en Bogotá [8].
Muchos políticos regionales encontraron en ello la clave de sus triunfos electorales, para
revertir luego con creces beneficios a sus financiadores -legales o ilegales-, sin que se
preocupen -por supuesto- de perder electores con libre ejercicio de ciudadanía, ya que en
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esos casos son casi inexistentes. No sobra recordar acá innumerables vivencias de la
'parapolítica' y sus 'carruseles familiares', tan difíciles de erradicar.
Por eso, si sus apoyos dependen de grupos legales o ilegales que les financian sus campañas
con el ánimo de obtener réditos posteriores, y si sus electorados potenciales carecen de
condiciones mínimas de ciudadanía, bien sea por pobreza, miseria, desempleo estructural o
diversas formas de exclusión social, las modalidades de compra de votos o de coacción
electoral marcarán la pauta de sus 'triunfos' electorales.
No hay que esculcar mucho en la historia contemporánea de nuestras regiones para entender
la condición similar de que gozan numerosos políticos, al ejercer sus funciones con lógicas
propias a espaldas de la opinión pública, sin que piensen siquiera en mantenerla o
conquistarla [10].
Hay casos de avales electorales dados a candidatos y grupos que aún creen en la
honestidad, facilitados por partidos minúsculos para sobrevivir, como son los de la Asociación
Nacional Indígena y el Partido Verde.
En estos casos -y en otros con liderazgos personales relativamente fuertes-, hay inclinación a
mantener lo que se conoció hace algunos años como antipolítica y que ahora se
autodenominan 'independientes'. El descrédito a que llegaron los partidos alimentó así
una forma de hacer política, que de manera contradictoria se denominó antipolítica.
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Como continúa la desconfianza hacia los partidos -como institución-, los 'independientes' no
quieren saber nada de ellos ni de sus facciones. Por lo tanto, procuran reafirmar su
autonomía, si les es posible, recogiendo firmas para lanzarse a la palestra electoral.
Pero la desconfianza no es solamente con los partidos, sino que cobija instituciones estatales,
como el Congreso y las demás corporaciones de elección popular. Se trata, entonces, de
ingresar en ellas, de la manera más neutral posible, para supuestamente tratar de hacer
algo a favor de la democracia.
De esta forma, este 'juego democrático', por fuera de la institucionalidad de los partidos, antes
que fortalecer el Estado contibuye a debilitarlo de manera indirecta, ya que inhibe el
cumplimiento de las funciones partidistas.
Sin embargo, vale la pena señalar algunas situaciones adicionales, además de la referencia
anunciada al comienzo sobre el desarrollo distorsionado que presenta en la actualidad la
democracia representativa.
Quizás la situación más notoria es la que se deriva de la aplicación -dentro del ámbito
democrático formal- de excepciones constitucionales hechas a la medida. En efecto, a
diferencia de la mayor parte de países de la región que tuvieron dictaduras sin controles
constitucionales que evitaran desmanes contra la población, Colombia se ideó la aplicación
rutinaria de la figura del 'estado de sitio' de la Constitución de 1886.
Desde antes del Frente Nacional, el 'estado de sitio' facilitó las iniciativas militares y actuó
como visto bueno anticipado para las acciones represivas por venir. Propició la autonomía de
las acciones castrenses al eliminar las cortapisas jurídicas y estimuló una dinámica violatoria
de los derechos humanos.
Es conocida la crisis política generalizada que llevó a la coyuntura de 1989 a 1991, cuyo
resultado fue la Constitución de 1991. Ante las cortapisas que impuso esta Carta para
controlar los desmanes de la anterior excepción constitucional del 'estado de sitio', luego de
intentos fracasados -gracias a fallos de la Corte Constitucional- de los dos primeros gobiernos
de la década de los años noventa de acudir por oficio a los 'estados de excepción', el
Congreso se ideó la manera de 'subvertir legalmente' el orden constitucional.
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En vísperas de cumplir 20 años, a la Constitución del 91 le han cambiado más de 60 artículos
en 29 reformas, algunas de las cuales buscan minar y otras distorsionar el espíritu
democrático excepcional que le dio origen.
Además, son numerosas las leyes destinadas a alterar, mediante interpretaciones leguleyas,
el sentido democrático implícito de la Carta. Todos ellos han sido atentados sostenidos y
soterrados en contra del propósito de los constituyentes de fortalecer el Estado.
Con el argumento caudillista, sofista y antidemocrático del 'estado de opinión', Uribe logró
'engrupir' durante años a la mayor parte de una opinión pública polarizada a su favor. Pero,
por fortuna, se encontró con un freno dada la fortaleza relativa de la democracia en el país.
Esto acarrea una situación política que conforma un círculo vicioso que reproduce la debilidad
política del Estado: clientelismo y corrupción, déficit estructural creciente de ciudadanos y
ausencia de construcción de ciudadanía.
Las movilizaciones sociales como propósito son factibles en el país, pues hay un amplio
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sector urbano y moderno de opinión pública -maleable por definición-, con recursos de
comunicación y tecnologías mediáticas novedosas.
Lo atestigua la movilización social caudillista del presidente Uribe en contra de las FARC
durante sus gobiernos, basada en la manipulación y el temor ciudadanos saturados de odio,
mediante el recurso permanente de la polarización mayoritaria de la opinión pública a su
favor. Su exámen final fue la inmensa marcha nacional en contra las Farc, el 4 de febrero de
2008.
[3] Al respecto, no es clara la explicación 'excluyente' del monopolio legítimo del uso de la
fuerza, como parte esencial de un Estado moderno-democrático, que hace Ingrid J. Bolívar en
su artículo «Sociedad y Estado: la configuración del monopolio de la violencia», reeditado en
Luis Javier Orjuela E. (compilador), El Estado en Colombia, Departamento de Ciencia Política-
CESO, Uniandes, 2010.
[4] Véase Fernán González, «Un Estado en construcción. Una mirada de largo plazo sobre la
crisis colombiana», reeditado en Ibid.
[5] Véase Claudia López Hernández (edición de) "Y refundaron la patria... De cómo mafiosos
y políticos reconfiguraron el Estado colombiano", Bogotá, Corporación Nuevo Arco Iris, 2010.
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[6] El Estado no es un ente monolítico sino multifacético, no sólo con respecto a las ramas del
poder público (Ejecutivo, Legislativo, Judicial...), sino también con relación a los niveles
territoriales: nacional, regional y municipal (Ejecutivo nacional y Congreso, gobernaciones y
asambleas, alcaldias y concejos). Este recorderis del ABC de la política en una democracia
liberal -representativa- es necesario para diferenciar expresiones diversas de la política en un
mismo contexto nacional, como es el caso del autoritarismo subnacional en países
democráticos frente a gobiernos nacionales que no lo son, o lo son en menor medida. Véase
Edward L. Gibson, «Control de límites: Autoritarismo subnacional en países
democráticos», Desarrollo Económico, Vol. 47, 186, Buenos Aires, enero 2008. La fortaleza -y
también la debilidad- del Estado puede ser parcial, o selectiva, es decir, presentarse o
construirse en determinadas instituciones oficiales y no en otras.
[7] Francisco Leal Buitrago y Andrés Dávila, "Clientelismo: el sistema político y su expresión
regional", Bogotá, Ediciones Tercer Mundo-Iepri, U.N., 1990 (reedición Ediciones Uniandes,
2010, colección de celebración de los 60 años de la Universidad de los Andes).
[8] También cabe indicar que el crecimiento de ciertos presupuestos municipales, derivado de
la modernización capitalista en etapas recientes, se ha prestado para 'capturas' de
administraciones municipales y sus consecuentes 'chanchullos', como ocurre con diversas
zonas francas. En los alrededores de Bogotá pueden apreciarse varios ejemplos.
[9] De ello tampoco se libra la rama jurisdiccional del Estado, como se ha visto con la compra
de jueces o, incluso, con la conducta de las altas Cortes. Basta recordar el reciente
'descubrimiento' de los medios de 'la feria de las pensiones' en el cuestionado Consejo
Superior de la Judicatura. Ver «El carrucel de los magistrados», en Semana, No. 1503,
febrero 21 a 28 de 2011.
[10] Ejemplo reciente que combina esta situación con un tufillo de corrupción es la
escandalosa insistencia en la compra -o el alquiler- de costosas flotas de carros blindados
para servicio de los abnegados y sacrificados padres de la patria. Es decir, un pequeño
'encime' -una 'ñapa simbólica'- a los vergonzosos privilegios de que gozan los congresistas.
¿Es acaso éste ejemplo, reciclado una y otra vez, una muestra de fortaleza política del
Estado?
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