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ESTUDIOS UNIVERSITARIOS SOBRE LA FAMILIA

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I. La gran paradoja de la felicidad

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En este mismo lugar, en la versión de Principiantes, existen
un conjunto de preguntas que sería muy conveniente leer.

1. Sociedad del bienestar, ¿sociedad feliz?

Entre las denominaciones que recibe la sociedad contemporánea, existe una


muy difundida y altamente reveladora respecto al asunto que nos ocupa. Me
refiero al calificativo de sociedad del bienestar, todavía en uso, que muchos
interpretan, aun cuando no sea del todo correcto, como sociedad hedonista o de
consumo.

● ¿Por qué confiero tanta importancia a este calificativo?


 Porque en líneas generales, y al menos en lo que respecta a buena
parte de Occidente, tras proponérselo de forma expresa ya desde Descartes,
 la civilización actual ha logrado satisfacer en tal grado las
necesidades materiales ineludibles y dar cumplimiento a tal cúmulo de
«necesidades inducidas», de lujos y de caprichos,
 que, desde su propia perspectiva, nunca hasta el presente se había
presentado una situación tan favorable para la instauración universal de
la dicha humana.
De hecho, este ha sido el «banderín de enganche» de bastantes proyectos
político-culturales de alcance pretendidamente global en los últimos decenios…
aunque semejante perspectiva hiciera claramente agua en el último tercio del siglo
que nos precede y no haya conseguido recuperarse: el pesimismo es una constante
del paso del II al III milenio y de los primeros años del siglo en que ahora vivimos.

● Sin duda, cabría matizar el cuadro también desde otros puntos de vista:
 objetar, por ejemplo, que existen amplios sectores de población a los
que la abundancia general apenas si llega;

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 o que las desigualdades entre quienes habitan los distintos sectores del
planeta se han acentuado en proporciones no alcanzadas en ningún otro
momento de la historia.

Pero mucho más revelador resulta comprobar que:


 incluso aquellos que gozan de todas las ventajas y
privilegios del superdesarrollo —y tal vez especialmente ellos—…
 a menudo distan bastante de sentirse dichosos.

Así lo resume Viktor Frankl,


y parece que hay que darle la
razón: «El problema de nues-
tro tiempo es que la gente
está cautivada por un
sentimiento de falta de
sentido, […] acompañado por
un sentimiento de vacío […].
Nuestra sociedad industrial
está preparada para satisfacer
todas nuestras necesidades y
nuestra sociedad de consumo
incluso crea necesidades para
satisfacerlas después. Pero la
más humana de todas las necesidades, la necesidad de ver el sentido de la vida
de uno mismo, permanece insatisfecha. La gente puede tener bastante con qué
vivir, pero con más frecuencia que con menos, no tienen nada por lo que vivir».
(Medio en broma, medio en serio, apunto que se trata de la situación radicalmente
opuesta a la de los filósofo auténticos: que solemos tener muy claro el sentido de
nuestra existencia —el para qué vivir—, aunque a menudo nos falte, justamente, con
qué vivir.
Como comentaba con gracia aquel viejo Catedrático, corrigiendo la objeción de
otro más joven e impulsivo, «ciertamente, la Cátedra —trabajo habitual de los
filósofos— sí que da para comer; para lo que no suele dar es… para cenar»).

a) ¿Índices generales de infelicidad en nuestra cultura?

● Me limitaré a apuntar cuatro, tal vez los más patentes y «escandalosos».

 En primer término, el incremento espectacular del número de suicidios,


particularmente entre los jóvenes y adolescentes y en los países que se
consideran más desarrollados; hasta el punto de que, al menos en algunos
lugares de Europa, representa la primera causa de mortandad entre las personas
de estas edades.
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 Después, la progresiva y a veces galopante acentuación de


separaciones y divorcios:
 incremento sin duda favorecido por una imprudente relajación de las
leyes que impedían la disolución del vínculo, por un premeditado y
perseguido descrédito de la misma institución conyugal o, incluso, por
el propio consumismo, que impele al ciudadano a «usar y tirar»…
también a las personas (¡que no es poco!);
 pero exponente claro, en cualquier caso, de que una respetable
proporción de los esposos no encuentran la felicidad en aquel ámbito
en el que razonablemente (muy razonablemente) pensaban obtenerla:
en el interior del matrimonio
(ya que, por más que lo faciliten las circunstancias, si uno se siente a gusto con su
cónyuge, no aspirará nunca a romper la relación).

 En tercer lugar, la ya referida proliferación de enfermedades psíquicas


de la más diversa índole, muchas de ellas producidas por una suerte de hastío
ante la vida, de desilusión perenne y pronunciada, que la moderna psiquiatría ha
tipificado como «vacío existencial».
 Por fin, y sin ánimo alguno de ser exhaustivo, el recurso indiscriminado
al sexo, con todas las posibles y crecientes variantes antinaturales y de
promiscuidad, y a la droga:
 manifestaciones tanto más reveladoras en cuanto que con ellas se
pretende justo conseguir una especie de lenitivo o sedante, un escape
a la propia desdicha,
 o, expresándolo mejor, un sustituto para la felicidad que se persigue
insistentemente… y no se alcanza.

b) Novedad de tal planteamiento

● Se trata de algo probablemente inédito en la historia de la Humanidad.


Porque, obsérvese bien:
 lo más característico de estas situaciones, y de otras que podrían
describirse —en general, todos los casos de adicción, a los que volveré a
referirme—,
 es que con ellas se busca de manera explícita y directa, y a veces
obsesiva y enconada,
 precisamente la consecución de la felicidad, la prosperidad, el goce.

Aunque la costumbre nos lleve a pensar lo contrario, no siempre ha sido así.


Ha habido épocas históricas y culturas menos preocupadas por la propia dicha.
En definitiva, podría decirse que la obsesión por la felicidad tal como hoy la
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vivimos tiene su inicio con las dos grandes revoluciones, la francesa y la


americana, y adquiere una intensidad y matices propios desde la segunda mitad
del siglo XX hasta hoy.
Por eso la calificación de sociedad del bienestar, a la que vengo aludiendo,
resulta tan reveladora. Porque los síntomas a que acabo de referirme proliferan
justo en una cultura que, como pocas o tal vez ninguna a lo largo de los siglos, se
empeña en una lucha pertinaz por conquistar la propia dicha.

● De ahí que el diagnóstico no acabe de ser acertado hasta que ponga de


manifiesto que:

En el mundo contemporáneo conviven, de forma más o menos


pacífica, pero siempre desgarrada,
 una pasión por la felicidad desconocida hasta el
presente
 y una desazón generalizada
(solo comparable, en intensidad y difusión, a la misma magnitud con que se
rastrea el bienestar).

● Obsesión por la dicha…


 Como ejemplo de lo primero valgan
estas afirmaciones de Bruckner: «Por deber de
ser feliz entiendo esta ideología propia de la
segunda mitad del siglo XX que lleva a evaluarlo
todo desde el punto de vista del placer y del
desagrado [sentimientos o afectos… e incluso
meras sensaciones], este requerimiento a la
euforia que sume en la vergüenza o en el
malestar a quienes no lo suscriben. Se trata de
un doble postulado: por una parte sacarle el
mejor partido a la vida; por otra, afligirse y
castigarse si no se consigue»
(curiosa convivencia real de sentirse fracasados
si no se es llamativa y estentóreamente feliz y de
quejarse con frecuencia ante la propia situación).

 O estas otras, que recogen ciertas


consideraciones de Gide. En Les Nouvelles
nourritures [Los nuevos alimentos] (1935), este
sensualista militante defendió lo que llegó a convertirse en el credo de nuestra
época: la era de la felicidad como derecho, santo y seña de una generación «que
avanza armada de alegría hacia la vida».

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«A cada criatura —prosigue Gide— le corresponde cierta cantidad de felicidad,


según la soporten su corazón y sus sentidos. Si la privan de ella, aunque solo sea
un poco, le han robado»
(subrayo ese «derecho» a la felicidad y ese sentirse «robado», sobre los que vol-
veré más adelante, porque constituyen la clave de bastantes de las frustraciones y
desencantos del mundo contemporáneo).

●… Y caída en la desgracia.
Son muchos quienes recogen la gran paradoja que esta situación ha producido
y a la que antes aludía: la instauración casi generalizada del descontento, en la
exacta proporción en que más se intenta evitarlo «a toda costa» y conquistar la
dicha.
 Con relación al dolor, pongo por caso, describe de nuevo Bruckner:
«Finalmente un objetivo semejante, al intentar eliminar el dolor, vuelve a instalarlo
a su pesar en el corazón del sistema. Tanto es así que el hombre de hoy en día
sufre también por no querer sufrir, igual que podemos enfermar a fuerza de
buscar la salud perfecta. Por otra parte, nuestra época cuenta una extraña fábula:
la de una sociedad entregada al hedonismo a la que todo le produce irritación y le
parece un suplicio. La desdicha no solo es la desdicha, es algo peor: el fracaso de
la felicidad». Con otras palabras: el no-ser-dichoso más el incremento de malestar
provocado por la «tremenda desgracia» de no serlo.

 Algo sustancialmente idéntico a lo que, en un contexto bien distinto y


algunos años antes, escribía Alejando Llano: «La situación actual se puede
enunciar de modo emblemático y paradójico: malestar en el Estado del Bienestar.
Se trata de una especie de “macroefecto perverso”, el Estado del Bienestar
genera una gran dosis de malestar».

 Y, con matices distintos pero muy esclarecedores, Jacques Philippe:


«Cuando sobreviene el dolor, es perfectamente normal intentar remediarlo en
la medida de lo posible. Si me duele la cabeza, tendré que tomarme una aspirina
para aliviarme. Pero siempre habrá sufrimientos irremediables que conviene
esforzarse en aceptar con tranquilidad.
Y esto no es masoquismo, ni gusto por el dolor, sino todo lo contrario, porque la
aceptación de un sufrimiento hace este mucho más soportable que la crispación
del rechazo.
Una realidad comprobable también en el plano físico: quien se da un golpe
estando endurecido y tenso, se hace mucho más daño que el que lo recibe
distendido.
A veces querer eliminar un sufrimiento a cualquier precio provoca después
sufrimientos mucho más difíciles de sobrellevar. Es sorprendente ver lo
desgraciados que somos en nuestra vida diaria a causa de la mentalidad

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hedonista de nuestra sociedad, para la cual cualquier dolor es un mal y hay que
evitarlo a toda costa».

 Pero tal vez ninguno lo exprese de forma tan global, certera y


generalizada como Cardona Pescador. Escribe en Los miedos del hombre:
«Vivimos tiempos dolorosos configurados por la angustia, la incertidumbre, los
resentimientos, la precariedad económica, la violencia, la crisis de los valores
sociales familiares, éticos y morales. Al hombre le duele la vida tal como hoy se le
presenta, y —como evasión— busca el placer como mecanismo defensivo,
elevándolo a la categoría de principio vital, al que supedita todos los valores que
dan sentido a la vida y, por tanto, al dolor y al sufrimiento, incapacitándose para
enfrentarse a esas realidades que tienen una función madurativa.
Paradójicamente, poner como criterio de vida la búsqueda del placer engendra
una tensión, en cuanto que la insatisfacción subsiguiente al logro de placeres
relativos exige y, de algún modo, determina nuevas y sucesivas comprobaciones.
Esta tensión suele derivar en ansiedad y, finalmente, en un profundo disgusto por
la vida, que predispone al hombre a entregarse, inseguro y abatido, a una
existencia sin ilusiones, configurada por el hastío.

Esta derivación paradójica —el placer causante del dolor— se produce por la
pérdida del sentido del dolor. La finalidad del dolor no queda constreñida a la pura
economía biológica o sensitiva. Kant dijo que el dolor es el aguijón de la acción y
la base del sentimiento real de la vida. El cristiano, coherente y consecuente, sabe
que el amor no puede alcanzarse sin dolor y que, detrás de cada dolor, y de forma
más segura e inmediata, después del dolor de la muerte le aguarda una vida en
un mundo nuevo: la vida es la reproducción de la gestación dolorosa que finaliza
con la muerte que, como el parto, abre paso a la luz de una nueva vida».
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Tras estos cuatro o cinco testimonios, que cabría multiplicar sin mucho
esfuerzo, la reiteración de la pregunta surge inevitable:

¿No existirá alguna relación entre


 la obcecada persecución del placer (hedonismo consumista,
como algunos lo llaman, o simplemente consumismo)
 y el desengaño imperante a gran escala?

● Veamos una última cita, en la que queda clara constancia del hecho; de
que la excesiva e ineludible necesidad de deleite, inducida o provocada por
nuestra cultura, convierte en un tormento prácticamente insoportable lo que no
son sino contrariedades de ordinaria administración:
«Nuestras sociedades clasifican como patológico lo que otras culturas consideran
normal, la preponderancia del dolor; y clasifican como normal, incluso necesario, lo
que las demás experimentan como algo excepcional, el sentimiento de felicidad», de
una felicidad patente, omnipresente, llamativa y exacerbada.
No se trata de saber si somos más o menos felices que nuestros antepasados:
nuestra concepción del asunto ha cambiado, y cambiar de utopías es cambiar de
obligaciones.

Pero probablemente somos las primeras sociedades de la historia que han


hecho a la gente infeliz [con la carga abrumadoramente negativa que esto lleva
consigo] por [el simple hecho de] no ser feliz»… que ha compuesto siempre algo
mucho menos «dramático»: la condición habitual de gran número de personas.
La cuestión no puede estar más clara, y la experiencia de cada cual, cuando
observa con atención su entorno (o incluso a sí mismo), vendría a confirmarlo: la
ofuscación por el bienestar genera su contrario, el aburrimiento o la desdicha.
Lo confirma, una vez más, Cardona Pescador: «La progresiva intolerancia ante el
desagrado, asociada a una creciente atracción por el placer inmediato, hace perder al
hombre la capacidad de afrontar compromisos arduos, que son los únicos que pro-
ducen verdadera satisfacción. El resultado de esta actitud —dice Konrad Lorenz— es
la ansiedad impaciente e inmadura del que exige la satisfacción inmediata de todos
los deseos incipientes. El exagerado afán por evitar a toda costa el menor disgusto,
que crece incesantemente hoy, tiene como secuela insoslayable imposibilitar el logro
de los placeres que son consecuencia del esfuerzo, de la entrega y del dolor.
El dolor, en cuanto privación, no es bueno y deben ponerse los medios adecuados
para eliminarlo; y el médico, como profesional de la salud, debe aportar todo su saber
para conseguirlo. Pero, con palabras de Viktor Frankl, la eliminación del dolor a toda
costa no puede ser norma de actuación médica. De ningún modo debe el médico
aspirar a la euforia a cualquier precio. La euforia a toda costa sería equivalente a una
eutanasia parcial. La misión de la psicoterapia —todo acto médico es psicoterápico—
no es únicamente hacer al hombre apto para el trabajo, para el placer, se trata
también de ayudarle a ser capaz de sufrir».

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Pero ¿cuáles serían los motivos que explican ese obtener exactamente lo
contrario de lo que se pretende y por lo que se lucha (esta heterogénesis de los
resultados, como diría Augusto del Noce)?

2. Una paradoja comprobable

a) La alegría como corolario

La filosofía tradicional, y cuanto llevamos visto, podría ayudarnos a


responder a este interrogante. Porque, en relación con el tema que nos ocupa, al
menos desde Aristóteles se conoce una ley antropológica elemental, que no
excluye siquiera a los epicúreos y hedonistas.

● Cabría expresarla así: entre los seres humanos,


 ni la felicidad, ni la dicha, ni el gozo, el placer o cualquiera de
esas realidades que gratifican nuestra existencia,
 deben constituirse en objetivo expreso y directo de una
intención… si de verdad pretendemos lograrlas.

● Es decir, que
 ni la felicidad ni ninguno de sus hermanos menores, como la
alegría o el deleite,
 pueden buscarse eficazmente por sí mismos,
 sino que han de sobrevenir, siempre, como algo añadido,
como un corolario, como una consecuencia no perseguida…
 derivada de la respuesta correcta al estímulo adecuado.

(Recuerdo como de pasada algo que estudié en otro lugar: que solo los hombres
tienen la capacidad de desligar el objetivo que persiguen con una acción y el deleite o
satisfacción que de ella deriva. Los animales, por el contrario, para lograr el placer no
disponen de otra opción que cumplir con el fin a que tal actividad tiende).

b) Matices imprescindibles

● ¿Siempre es el placer algo añadido, un corolario?


La verdad es que no, y en este punto Tomás de Aquino
parece haber sabido matizar más el asunto que su ilustre
antecesor griego.

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 Las delectaciones más menudas y materiales, las que en definitiva nos


presenta sin cesar la sociedad hedonista y de consumo, sí pueden ser
provocadas ex profeso, como término de una intención prevista y perseguida
(aunque con frecuencia a través de la consecución de un objetivo y de las
operaciones que llevan a obtenerlo).

 Y ese es tal vez el motivo fundamental del ofuscamiento de nuestros


contemporáneos, el gran espejismo;
 al conseguir en estos casos el deleite de forma intencionada, como
fruto de un empeño consciente, no advierten que la regla general de la
felicidad es otra: la de la satisfacción como resultado o consecuencia
no pretendidos;
 y el éxito aparente en esos goces casi insignificantes les hace
concluir que la felicidad, con toda la grandeza que este vocablo implica,
puede conquistarse de la misma manera directa y «voluntarista». Algo
que, según decía y veremos con detenimiento, es una quimera, una
ilusión embaucadora… como puede comprobarse experimentalmente.

 En efecto, deleites como los de la comida o la bebida, o los derivados


de la acumulación de enseres, responden al mecanismo de «estímulo-respuesta»,
tantas veces artificiosamente provocado, por cuanto lo que se persigue es el
placer: de la incitación artificial se pasa a la satisfacción también inducida, para,
una vez lograda, comenzar de nuevo el ciclo.
 Pero, aun cuando no sepamos determinar sus causas, todos podemos
comprobar que la fruición engendrada por este sistema resulta bastante efímera y
superficial.
 Además, y esta sería otra de las claves, el procedimiento de la
búsqueda directa falla estrepitosamente conforme nos elevamos en la jerarquía
de los gozos y satisfacciones:
 ¿quién no ha fracasado, por ejemplo, al intentar recuperar a fuerza
de brazos la más elemental de las alegrías, cuando lo embargaba un
sentimiento de tristeza o, simplemente, estaba de mal humor?
 ¡Pues no digamos nada si lo que se procura, así, sin más, es ser
feliz, con la enorme carga de plenitud antropológica y vital que ese
término lleva consigo!

● Leemos en el Ecce homo, de Graf:


 «No hay nada que impida tanto lograr la felicidad
 como un deseo desmedido y un estudio excesivo para verlo
realizado».

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● La cuestión no debería suscitar extrañeza, pues esta paradoja no atañe en


exclusiva a la felicidad y al placer.

Muchas otras realidades humanas obedecen a la misma ley:


 solo se consiguen
 cuando explícitamente no se las persigue.

 Entre los casos más obvios, y cada día más frecuentes, se cuenta el
sueño en una noche de insomnio: la mejor manera de nunca llegar a conciliarlo
consiste en fijar compulsivamente la atención en nuestra desdicha,
empeñándonos en caer en los brazos de Morfeo.
 En la misma línea, el fracaso más rotundo acompañará a un tartamudo
o a una persona tímida cuando pretendan a toda costa ocultar sus balbuceos o
impedir que se le suban los colores.
 Según veremos, algo muy semejante ocurre con el deleite sexual
cumplido.
 E incluso cabría enumerar, entre las realidades del mismo género, a los
beneficios de la mayoría de las empresas económicas:
 también ellos son una resultante,
 que se alcanza con menos problemas cuando dirigimos el interés y
los esfuerzos hacia otros factores,
 como la atención al cliente, la promoción humana de los empleados
o la esmerada calidad del producto.

● Clive Staple Lewis lo ha expuesto con términos sugerentes y matizados.


 En primer término, la metáfora que nos pone en situación: «No somos
propiamente capaces de ver nada cuando tenemos los ojos enturbiados por las
lágrimas», cuando nos esforzamos de forma excesiva y en cierto sentido
antinatural por trascender nuestra «capacidad de visión».
 De inmediato, el enunciado básico del
asunto: «No podemos, en la mayoría de los
casos, alcanzar lo que deseamos si lo deseamos
de una forma demasiado compulsiva, o por lo
menos no seremos capaces de sacar de ello lo
mejor que tiene».
 Por fin, ciertos ejemplos esclarecedores, a
los que cabría añadir otros muchos similares:
«Decir “¡Venga!, vamos a tener una conversación
buena de verdad”, [de ordinario] condena al
silencio al más pintado, y decir “Tengo que dormir
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a pierna suelta esta noche” desemboca [a menudo] en horas de insomnio. Las


bebidas más refinadas no sirven de nada para una sed realmente voraz»
(una sed sobre-inflamada de modo artificioso, porque se busca la satisfacción
correspondiente de manera desmedida… y no, sencillamente, calmar una necesidad
fisiológica).

3. La felicidad, recompensa no buscada

● Pero volvamos a la felicidad y a la alegría, ya que quizás en ninguna otra


realidad humana se encarna con mayor rigor la índole de consecuencia no
perseguida, de efecto secundario no buscado, de estricta e inmerecida
recompensa.
Mme. Amiel-Lapeyre lo había ya anunciado en sus Pensées sauvages, con
expresiva imagen: «Cuando la felicidad nos sale al paso nunca lleva el hábito con que
nosotros pensábamos encontrarla».
Y Josef Pieper ha sabido recordarlo con austera claridad: «Puesto que nos
movemos hacia la felicidad en una ciega búsqueda, siempre que llegamos a ser
felices nos sucede algo imprevisto, algo que no podíamos anticipar y que, por tanto,
permanecía sustraído a toda planificación y proyecto. La felicidad es esencialmente
un regalo».

Espero que quede claro, conforme reflexionemos sobre la cuestión, el sentido


(de entrada, no siempre evidente) en que debe entenderse que la búsqueda de la
felicidad es ciega y constituye una dádiva gratuita.

Por ahora nos basta acudir de nuevo a la experiencia y comprobar:


 que los hilos del propio contento no se encuentran por completo en
nuestras manos;
 que, de manera análoga a lo que sucede con los restantes
sentimientos, con la dicha nos enfrentamos como con esos objetivos que no
dependen inmediatamente de nuestra voluntad ni de nuestro esfuerzo;
 que muchas veces no sabemos determinar, ni siquiera de forma
aproximada, los motivos de nuestro regocijo o, en el extremo opuesto, de
nuestros malhumores, desánimos o depresiones.

● Mas, sobre todo, me interesa subrayar otra experiencia también común; a


saber:

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Especialmente en los estados de honda exaltación humana, en las


alegrías más entrañables y profundas,
 el alborozo y la satisfacción interiores se nos ofrecen como
algo radicalmente gratuito,

 como una delicia que viene a colmar nuestras ambiciones


 mucho más allá de lo que en estricta justicia considerábamos
merecer.

● Es este un punto que no debemos perder de vista en el resto de nuestro


estudio.
 A él se refiere, inmediatamente a continuación de las palabras
anteriores, Josef Pieper:
«No se es “forjador de su propia felicidad”; esto es válido incluso para el poseer la
felicidad, ni tan siquiera con lo cual se es ya feliz.
Ciertamente, tiene lugar con bastante frecuencia “la consecución de un bien
creado” mediante una actividad adecuada. Con inteligencia, energía, aplicación,
puede uno adquirir para sí toda clase de “bienes”, comida y bebida, casa, jardín,
libros, una mujer rica y bella (quizás).
Pero que todas estas adquisiciones, o solo algunas de ellas, se conviertan en la
satisfacción completamente especial de aquella, para nosotros mismos, enigmática
sed, que llamamos “felicidad”, “alegórica bienaventuranza”, eso no lo puede nadie
jamás lograr ni promover.

De ello se deduce también que pertenece a los caracteres elementales del ser
feliz el sentimiento de una deuda de agradecimiento que no se puede saldar. Pero
el agradecimiento no se lo debe uno a sí mismo. Quien siente agradecimiento
reconoce haber sido obsequiado».
Sin duda valdría la pena comentar y
analizar estos pensamientos: desde el
sentido de la afirmación de que uno no
forja su propia felicidad, hasta la
consideración de la gratitud por lo que nos
viene dado como elemento indispensable
para ser dichosos; pues el conjunto de
todos ellos, con las matizaciones
imprescindibles, conforma un modo muy
preciso y concreto de concebir el universo
y la situación del hombre en él.

● Pero prosigamos con los


testimonios que enlazan la felicidad con
lo no esperado ni merecido y con el
reconocimiento ante esa dádiva gratuita.

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 Lo asegura, pongo por caso, Étienne Rey, en su Peau Neuve: «para


gustar plenamente de la felicidad, no hay como sentirse indigno de ella».
 Lo subraya Thiandière, en sus Notes d’un pessimiste: «las venturas
más dulces para el alma son las que nos llegan sin esperarlas».
 Y, de manera en extremo intuitiva y sin duda bellísima, lo dejó escrito
Pedro Salinas:
«Y súbita, de pronto, / porque sí, la alegría. / Sola, porque ella quiso, / vino.
Tan vertical, / tan gracia inesperada, / tan dádiva caída, / que no puedo creer /
que sea para mí».
(Todo lo cual saca a la luz uno de los problemas más inquietantes de la cultura
actual en lo que atañe a nuestro tema. Y es que la mayoría de nuestros
contemporáneos, como fruto de una especie de «exaltación colectiva del ser
humano», pone grandes dificultades o incluso se niega a aceptar lo formalmente
regalado —lo «inmerecido»—… incluso más que lo robado o defraudado.
Parece como si de este modo se atentara contra su grandeza o dignidad: pues
muchas personas sienten que se les está ofreciendo de modo gratuito —traducido a
menudo como ¡«paternalista»!— aquello a lo que se supone que tienen estricto
derecho.
¡De nuevo la exaltación absoluta y sin contrapartida de los derechos, que tanto
malestar genera en nuestros días!).

4. El refrendo de la psiquiatría

● He citado hasta el momento literatos, poetas y filósofos. Mas no se trata


solo de ellos. En los últimos tiempos, las verdades a que me vengo refiriendo han
obtenido una confirmación decisiva por parte de la psiquiatría más avanzada.
Y, así, como fruto de numerosos trabajos experimentales y de un dilatado y
fecundo ejercicio de su profesión, el ya citado Frankl, ex-discípulo de Freud y
creador de la logoterapia, ha repetido una y otra vez:
«El placer no puede intentarse como fin último y en sí mismo, sino que solo
llega a producirse, propiamente hablando, en el sentido de un efecto, de forma
espontánea, es decir, justo cuando no es directamente perseguido. Al contrario,
cuanto más se busca el placer en sí, más se pierde».

A lo que añade un eminente psiquiatra español contemporáneo, Juan Cardona


Pescador:
«La felicidad, en cualquiera de sus formas, desde la más sensitiva, como el
placer, a las más trascendentes, como el éxtasis, es consecuencia de una actitud vital
no directamente polarizada hacia ella mediante un afán y búsqueda intencional.

La cualidad auto-trascendente de la existencia humana da lugar a un hecho que el


clínico puede observar día tras día, esto es, que el principio del placer es en realidad
autodestructor.

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En otros términos, la búsqueda de la felicidad es autodestructora:


constituye una contradicción en sí misma.
 Me atrevo a decir que precisamente en la medida en que
el individuo empieza a buscar directamente la felicidad o a
esforzarse por conseguirla,
 justo en la misma medida no puede alcanzarla.
Cuanto más se esfuerza por lograrla,
tanto menos la consigue».

● Desventuradamente, toda una categoría de neuróticos lo tiene bien


experimentado: con el mismo ahínco con que hacen de su bienestar enfermizo el
objetivo supremo y explícito de su entera existencia, en esa misma proporción se
transforman en unos perennes descontentos, en unos eternos desgraciados.
¿No tenemos nada que aprender de ellos? ¿No dependerá en buena parte la
falta de salud mental de la sociedad que nos envuelve, el incremento de los
trastornos psíquicos, los suicidios…, del desenfreno con que hoy se persigue el
placer, el dinero, el éxito, la fama, el triunfo… la felicidad?
¿No serán estas mismas las causas radicales de los otros síntomas que antes
apuntaba: divorcio, suicidio, recurso in extremis al sexo y a la droga?

● Recordemos que, en estos últimos tiempos, una de las corrientes más


representativas del pensamiento contemporáneo, la llamada filosofía
postmoderna, ha propuesto seriamente, como ideal de vida, el «egoísmo
racional».
¿No significa nada esta invitación, a la vista de los resultados obtenidos? ¿No
debería constituir un auténtico revulsivo teórico-práctico, que nos llevara a
cambiar radicalmente el enfoque?

Acaso haya llegado, por contraste, la hora de reflexionar sobre las


conocidas palabras de Kierkegaard:
«Curiosamente, la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro»
(quien se empeña en empujar en ese sentido,
solo consigue cerrarla con más fuerza):
«la puerta de la felicidad se abre hacia fuera»,
hacia los otros.

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Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normalmente no se
comprende del todo lo que se lee por primera vez. Lo medio-
entendido entonces prepara para estudiar lo que sigue, y el
nuevo conocimiento aclara lo ya aprendido. A menudo es
preciso «ir y venir», leer más de una vez lo mismo. Pero el
resultado final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

• Según acabas de leer, Kierkegaard sostiene que «la puerta de la


felicidad no se abre hacia dentro, sino hacia fuera». ¿Qué estimas que quiere
decir con ello? ¿Cuál es tu parecer al respecto?

• ¿Qué relación existe entre las aspiraciones de una persona y su grado


de satisfacción o de dicha? Matiza tu respuesta, a tenor del tipo de realidades
que se buscan, de la manera de perseguirlas y de otras variables que tú mismo
deberías introducir.

• Ya desde este momento, intenta explicar qué entiendes cuando


recuerdas o te dicen que «todo hombre aspira naturalmente a ser feliz»? Más
tarde volveré a hacerte una pregunta similar.

• A tu parecer, ¿existe alguna diferencia entre no ser feliz y ser infeliz? En


caso afirmativo, explica de qué se trata.

• ¿Consideras que el ser feliz o desdichado depende en buena parte de


lo que cada persona haga o deje de hacer, o es función exclusiva o
preponderante de las circunstancias y del entorno? Razona tu respuesta, pon
pegas a tu propia opinión e intenta darles solución. Ejercítate en este punto
todo lo que seas capaz. (En realidad, es un ejercicio fundamental para
cualquier interrogante que te plantees).

• ¿Te convence aquello de que «el dinero no da la felicidad, pero ayuda a


conseguirla»? Según lo que contestes, y aunque resulte muy prematuro, ¿cuál
consideras que es la clave de la felicidad humana… si es que te parece que
existe alguna (alguna clave… y alguna felicidad)?

_____________________________________________15____________Tomás Melendo Granados_______


ESTUDIOS UNIVERSITARIOS SOBRE LA FAMILIA

NIVEL AVANZADOS_____________________________________________________

• ¿Qué opinas de la medicina de nuestros días? ¿Adviertes alguna


relación entre el modo como hoy la entendemos y la felicidad o infelicidad de
las personas? Si te parece que algo «no funciona» en el modo de entender o
ejercer la profesión de médico, ¿de qué se trata y cómo intentarías
solucionarlo? ¿Ocurre algo parecido con otras profesiones? ¿Con cuáles?

• ¿Piensas que en este mundo se puede ser feliz? Si tu respuesta es afirma-


tiva, te pregunto de nuevo: ¿con qué condiciones y de qué manera?

_____________________________________________16____________Tomás Melendo Granados_______

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