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LAS MANOS SUCIAS

(La moral de negociar con dictadores o guerrilleros)

Cada cierto tiempo, en muy variados países y circunstancias he tenido la


oportunidad, con más dolor que entusiasmo, de ver discusiones, la mayor parte de
las veces agrias, acerca de la validez moral de los compromisos políticos que se
puedan alcanzar con dictadores o movimientos opositores armados, tendientes a
lograr la paz, la estabilidad o la democracia. Es de lamentar, sin embargo, que en
ese intercambio hayan sido frecuentes planteamientos de un gran simplismo.
UN ANTIGUO DILEMA MORAL
En sociedades altamente divididas, víctimas de largas dictaduras o de
prolongadas guerras civiles, donde las fracciones se enfrentan cometiendo --ambas
partes o una de ellas-- graves actos de terrorismo --de oposición o de Estado-- es
probable que la paz o la democracia surjan de un acuerdo entre los bandos políticos
en pugna. Estas negociaciones con dictadores o políticos de la violencia han
planteado desde tiempos inmemoriales dilemas, angustias y desgarros morales
profundos, que procuraré ilustrar utilizando diálogos imaginarios en una supuesta
obra teatral. Diré, al igual que en los créditos de las películas, que cualquier
similitud con hechos reales es una mera coincidencia.
El Jefe de la Oposición Armada (dirigiéndose al Presidente de la República):
“Si Ud. no me garantiza a mí y a mi gente, un lugar bajo el sol, lucharé hasta el
último día. Yo quiero, para ceder mi poder armado, que usted me asegure que
habrá una justicia limitada. Perdido el poder de mis fusiles quiero que me garantice
que no iré al exilio, no seré asesinado, torturado ni victima de todas esas atrocidades
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que nosotros muchas veces hemos cometido o que, otros, de su entorno, han
cometido contra nosotros. Respecto de aquellos actos de mi sector que usted
condena como crímenes y que yo justifico en el nombre de una utopía, quiero
negociar alguna forma de amnistía, si no total al menos parcial, pero efectiva”.
A partir de ese momento la obra puede continuar de dos maneras.
Una, es que el Presidente de la República no acepte el trato y, por tanto, que
ambos bandos se retiren a sus posiciones para continuar la lucha hasta el día que
uno de ellos pueda imponer a su enemigo su voluntad.
El Presidente de la República dirá: “En mi concepción política no hay ningún
valor superior a la justicia y no me es legítimo condicionarla a compromisos (…)
no me es dable aceptar ninguna forma de amnistía aunque ello signifique volver a
una guerra, que nunca he deseado y que me ha sido impuesta.”
En algún momento posterior uno de los colaboradores del Presidente de la
República le preguntará: “Llevamos sesenta años de lucha contra el poder criminal
que devasta nuestros campos, tortura hombres y mujeres, mata a nuestros hijos y
hace que los jóvenes se enrolen en una guerrilla sin destino que alimenta la
desesperación. Hemos visto el exilio de familias enteras, el desplazamiento de
millones y, como siempre, el peso de la crisis la pagan los más pobres. ¿No
habremos cometido un error al no haber aceptado un compromiso con el Jefe de la
Guerrilla?”
El Presidente de la República podría contestar diciendo: “Yo fuí un alma pura
que buscó intransigentemente la justicia. Los horrores de esta guerra, que ha
continuado, no son mi responsabilidad.”
La otra forma de la obra teatral tiene lugar si el Presidente de la República
acepta el compromiso con el Opositor Armado y, por tanto, la guerra termina pero
en un orden político donde habrá una justicia limitada.
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Aquí, también, el Presidente de la República es interpelado por uno de sus


más cercanos: “ ¿Valía la pena sacrificar la pureza de nuestra lucha para terminar
en un compromiso con los responsables de tanto dolor y tantos crímenes? Con ese
acuerdo, ¿ no habremos, también, sepultado nuestros ideales?”
La respuesta del Presidente de la República podría ser la escrita por Jean Paul
Sartre en “Las Manos Sucias”. Es el líder que busca un compromiso de su partido
(el Comunista), con el Regente --que hacía concesiones a Hitler--, con la Unión
Soviética y con el Pentágono, para establecer una paz que evite la continuación de
una guerra que llevará a la muerte a decenas de miles de jóvenes de una república
que Sartre denomina Iliria. Interpelado por un joven, que lo acusa de estar
traicionando al partido y a Iliria, el líder contesta: “ ¡Cómo te importa tu pureza
chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! Yo tengo las manos sucias.
Hasta los codos. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente? Si
tratamos con el Regente, él detiene la guerra, las tropas ilirias esperarán
amablemente que los rusos vayan a desarmarlas; si rompemos las negociaciones, el
Regente sabrá que está perdido y luchará como un perro rabioso; cientos de miles
de hombres perderán el pellejo. Tú no quieres a los hombres, Hugo. Tú sólo amas
los principios. Y yo los quiero (a los hombres) por lo que son. Con todas sus
porquerías y sus vicios. Para mí lo que importa es un hombre más o un hombre
menos en el mundo”.
Todo esto puede parecer literatura. Pero no lo es. Los dilemas de la vida
política real son, a veces, más claros que los de una obra de teatro.
Por ejemplo, el 5 de octubre de 1988 Pinochet es derrotado en un plebiscito.
Pero no hay una victoria política clara sino una suerte de “mate ahogado”, un
empate. La oposición a Pinochet ha obtenido el 57 por ciento de los votos… pero
Pinochet el 43. El pueblo, mayoritariamente se ha inclinado por la oposición, pero
Pinochet tiene el respaldo de la totalidad de las Fuerzas Armadas y casi sin
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excepción de una de las clases empresariales políticamente más conservadoras del


mundo. Es cierto que Pinochet no puede desconocer los resultados del plebiscito;
pero no lo es menos que la oposición no puede dictar los términos en que habrá de
hacerse la transición de la dictadura a la democracia. Ninguno de los actores
políticos --gobierno y oposición-- está en condiciones de imponer al otro sus
condiciones, luego o hay una “transición pactada” o hay que reiniciar la guerrilla
política, social, estudiantil, “las protestas”, la lucha por el apoyo internacional. La
alternativa a “la transición pactada” es un conflicto sin fin.
Frente a la disyuntiva, los líderes de la oposición deciden “ensuciarse las
manos”.
Pero Chile de 1988 es apenas un caso. Los hay por decenas que plantean los
mismos dilemas morales aunque las formas y características de los conflictos
políticos a que se refieren son distintas. Desde luego, Sartre alude a la
reconstrucción política de Europa después de la II Guerra Mundial. Casos muy
notables, también, son las transiciones a la democracia en España, Argentina,
Uruguay; en Europa del Este o en Rusia. Son, también, las negociaciones para
terminar una guerra civil, racial o religiosa que obligan a compromisos entre
enemigos que eran irreconciliables hasta el día antes de las negociaciones: israelitas
y palestinos; católicos y protestantes en Irlanda; la guerrilla ultraizquierdista y los
ejércitos en Centroamérica; Sudafrica al término del apartheid.
Pero olvidando las personas y las circunstancias, incluso los nombres de los
países en que ellos actuaron es claro que debemos volver a salvar la vieja distinción
que hiciera el sociólogo alemán Max Weber, entre “la moral de la razón” y “la
moral del corazón”. Aplicada a la actual situación, entre la moral sostenida, por una
parte por grupos de derechos humanos y de académicos, y por otra, por políticos
que han encabezado las transiciones o los procesos de paz en Sudafrica, Irlanda,
Palestina, Israel, Europa del Este, Rusia, América latina. Si no lo hacemos corremos
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el riesgo de terminar en una confusión moral que entregue la pureza en estas


materias a ciertos procuradores y fiscales sobre derechos humanos, en tanto que
grupos con más radicalismo que comprensión histórica y política procuren reducir
a la condición de políticos excesivamente pragmáticos, no muy preocupados de
temas éticos, a personas como Havel, Wallesa, Mandela, Aylwin, Arafat, Begin,
Adolfo Suarez, Felipe González o Mario Soares
El debate a que aludo es antiguo como la Humanidad y al final lleva a la
conclusión de que la del político es una moral especial. Volviendo a lo básico, el
político responde no sólo por las intenciones y valores que lo mueven sino, además,
por los resultados --incluso los no deseados-- de su acción. Los dilemas del
político son enormes pues su responsabilidad moral también alcanzará a hechos
futuros, cuya forma no puede conocer con certeza al momento de decidir sus
acciones. Pero, para complicar más las cosas, su responsabilidad no es solamente
con valores abstractos, porque la política está en el mundo y ahí conviven los
grandes proyectos y sueños colectivos con la violencia, el poder del dinero y de los
ejércitos, el odio, la maldad. De lo anterior deriva que la política no puede pedir “su
pequeña etiqueta moral” a cada medio que utiliza pues, por ejemplo, la negativa a
usar la guerra como instrumento puede significar el triunfo de Hitler o del Estado
Islámico. Pero, también, el político debe estar consciente que los medios que utiliza
deben estar en relación con los fines que declara, pues un medio que se reitera
indefinidamente se va transformando en un fin, de modo que aquel que triunfa por
la espada (o por la violencia o la mentira como métodos) deberá gobernar con la
espada y la mentira.
Cuando los activistas de derechos humanos denuncian la amnistía lo hacen
con razón. En efecto, la amnistía es la no justicia. Pero el político podrá decir que
hay amnistías de muy distinto tipo, y desde luego algunas que son absolutamente
inaceptables pero es posible que un político ensuciándose las manos, utilizando
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algunas de ellas, se contribuyó a crear un mundo más cercano a la paz, la


estabilidad, la reconciliación. Aceptará la pobreza de “la etiqueta moral” del medio,
pero afirmará que lo utilizó para terminar con un conflicto cuyo costo interminable
de vidas humanas, atropellos y tensiones también era su responsabilidad moral.
Pero, sobre todo, bajo el compromiso, que comparto, con la causa de los
derechos humanos, no intentemos reducir la moral política a la sola búsqueda de la
justicia, ni reemplazar a los políticos por los jueces, ni crear un mundo donde toda
amnistía, cualquiera que sea, constituya una falla moral.

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