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Medios de comunicación generalistas y gran público

Dominique Wolton*

Televisión generalista: una victoria ilegítima

¿La fuerza de la televisión? Su éxito popular. ¿Su debilidad? Su ausencia de


legitimidad para las élites culturales. Esto es así desde hace medio siglo, incluso
aunque las élites, reivindicando más democracia cultural, nunca se hayan dado cuenta
de que la televisión correspondía en parte a este ideal democrático que permite el
acceso de una gran cantidad de público a la información, a la cultura o a la diversión.
En realidad, y digan lo que digan las élites, la televisión les ha dado miedo, puesto que
han visto en ella, erróneamente, un cortocircuito de los clásicos caminos de la
jerarquía cultural que las habría amenazado su posición de élite. Además, en lugar de
ver una oportunidad para la cultura de masas, han visto una máquina para influenciar
sobre los ánimos y «bajar el nivel cultural», con lo que han retornado de esta manera
la vieja obsesión contra la comunicación colectiva. Las investigaciones, igual que los
hechos, por mucho que hayan querido quitar valor a esta sospecha, no han
conseguido nada. Cincuenta años más tarde, estamos en el mismo punto, el de una
victoria ilegítima, en una posición considerable en la historia de la comunicación, sin
una verdadera reflexión sobre las modificaciones que han resultado de allí para todos.

El éxito, sin embargo, no ha sido desmentido desde hace medio siglo; primero
la aparición del cable y después la de los canales temáticos, no han vuelto a poner en
tela de juicio a la economía general de la televisión, que se divide en tres partes
desiguales: una mayoría para la televisión generalista, lo demás para los servicios del
cable y el multimedia. Pensando en todas las formas, la televisión gusta, ya que ayuda
a millones de personas a vivir, a distraerse y a entender el mundo; pero como ya he
explicado a menudo,1 la televisión forma parte tanto de la vida cotidiana, igual que la
radio, que no es preciso hablar de ella salvo para quejarse, ya que la paradoja es que
nos es indispensable sin que nosotros estemos satisfechos. Todo el mundo se sirve de
ella pero nadie está contento. Este doble movimiento, uso y decepción, si cambia la
*
En: Wolton, Dominique, Internet, ¿y después?: una teoría crítica de los nuevos medios de comunicación.
Capítulo 2. Barcelona: Gedisa, 1999. pp. 69-91.
1
Véase Éloge du grand public, une théorie critique de la télévision, Flammarion, 1993 (Col. Champs).

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libertad crítica del público, contribuye también a la pérdida de legitimidad de la


televisión.

La fuerza de la televisión reside en este uso banal, pero alejado, que constituye
el reconocimiento de su papel para descifrar el mundo. Ahora bien, es falso decir que
el telespectador se deja engañar por lo que ve; cuando es engañado es porque quiere.
Aquí encontramos algo importante pero que no consigue ser entendido: el público está
dotado de inteligencia crítica y, aunque otorgue un inmenso éxito a la televisión, sabe
guardar las distancias. Mirar no significa obligatoriamente adherirse a lo que se mira.
Leemos un periódico, escuchamos la radio, miramos la televisión, pero no pensamos
menos por eso. Dicho de otro modo, el persistente éxito popular de los medios de
comunicación de masas debería haber hecho muy pronto reflexionar ante la
complejidad de la recepción, la inteligencia del público y la imposibilidad de reducir la
televisión, del mismo modo que la radio y la prensa escrita, a una manipulación de la
conciencia.

Hay un juego silencioso aunque extremadamente activo entre «este reloj


inmóvil del tiempo que pasa», utilizado por cada uno de nosotros, a merced del estado
de ánimo, de la edad, de la felicidad y del malhumor, y que es uno de los medios de
acercarse a la realidad histórica. ¿Qué serían nuestras vidas sin la televisión, o sin la
radio y los periódicos, para acceder al mundo y comprenderlo? ¿De qué hablaríamos
cada día Es preciso acabar con esta mitología, que ayer era auténtica y hoy ha sido
experimentada por los medios de comunicación. Al contrario. El espacio de
comunicación, las oportunidades de apertura al mundo y los temas de curiosidad y de
comprensión son mucho más amplios actualmente, en la medida del nivel cultural de
la población es más elevado.

En resumen, el éxito de la televisión es inmenso, real, duradero, a la altura del


desafío de una sociedad abierta, incluso si cada uno de nosotros, día tras día, se
queja de la mala calidad de los programas, aunque, de todas formas, los mire. Si la
diferencia -entre la oferta y la demanda implícita de programas es cada vez más
evidente, lo que explica, en parte, el éxito de los medios de comunicación temáticos,
no debemos olvidar tampoco que la dificultad de la televisión es intentar facilitar un
acceso a la cultura, aunque continúe siendo una diversión. La televisión es un
espectáculo y no puede ser una escuela en imágenes. Sin ellas los usuarios
abandonan. La solución, desde siempre, consiste en partir de esta necesidad de
distracciones para elevarlas hacia los programas de calidad, y hay mil maneras de

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aliar espectáculo y cultura, diversión y calidad. Esta evidencia de la comunicación de


masas le da fuerza y explica su papel inestimable de vínculo social y de apertura a la
cultura contemporánea. Esta banalidad de la televisión es probablemente también un
medio para soportar la prueba de la apertura al mundo, extraordinariamente
desestabilizante, ya que olvidamos con demasiada frecuencia que esta apertura hace
tambalear los reparos, las convicciones y las certezas y ofrece la mayor parte del
tiempo el espectáculo de los malhumores de la humanidad. La diversión y la
heterogeneidad de los programas son, sin duda, uno de los modos de compensar los
efectos desestabilizantes de esta apertura al mundi. Por otro lado, la banalidad es
también uno de los símbolos de la comunicación de masas. En lugar de ver en ella un
descrédito, deberíamos ver, por el contrario, la huella de una inmersión de la televisión
en la cultura contemporánea. Es decir, es necesaria toda ausencia de interés teórico
sobre la posición de la cultura de masas para ver en la banalidad de la televisión un
argumento suplementario de su falta de interés, desde el momento en que se trata
exactamente de lo contrario. La banalidad es la condición por la cual la televisión juega
este papel de apertura al mundo, tanto por la experiencia personal como por el acceso
a la historia.

Por lo demás, no faltan ejemplos, en el pasado más reciente, que ilustren el


papel principal de la televisión en algunas situaciones históricas muy tensas. En Rusia,
la televisión juega desde 1992, un papel fundamental por la contribución a la nueva
política democrática, y permite a millones de ciudadanos acceder libremente a todas
las mutaciones del poder político. En Sudáfrica, la fuerte mediatización de la vida
pública, y los trabajos retransmitidos de la «comisión verdad, justicia y reconciliación»
son una condición vital para la paz civil. En Brasil, la televisión tiene una presencia
cotidiana a través del papel que juega Globo, compañía que, a pesar de ser privada,
con su poder se ha convertido en una institución directa de la democracia. ¿Y qué
decir, por ejemplo, de Italia, donde la operación judicial «Manos limpias» entre 1985 y
1995 encontró en la mediatización el modo de sensibilizar a la población? Los
ejemplos podrían multiplicarse. Estamos tan acostumbrados al papel esencial de la
televisión en la democracia que olvidamos cómo esta banalidad aparente cumple en
realidad una misión esencial. Evidentemente, hay ejemplos contrarios, como el caso
Clinton en los Estados Unidos en el otoño de 1998, donde la hipermediatización
mostró las confusiones entre política, justicia y medios de comunicación, vida pública y
vida privada. Pero se trata de los Estados Unidos, donde la prensa, desde hace más
de veinte años, sobrepasa constantemente su papel, haciendo creer al mundo entero
que ella es «la vanguardia» de la democracia.

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Estas diferencias entre el importante papel que juega la televisión y la


conformidad crítica que lo rodea ilustran una vez más la falta de reflexión de las élites
sobre la sociedad contemporánea, y muestran cómo sus constantes críticas hacia la
sociedad de masas, bajo el abrigo de la lucidez, expresan su conformidad y
demuestran su retraso en comprender tres grandes cuestiones de la modernidad: la
comunicación, la cantidad y la relación entre esfera pública y esfera privada en una
sociedad abierta.

La banalidad y el carácter de insatisfacción de la televisión y, más


generalmente, de la cultura de masas no se deben, pues, a nuestra sociedad, sino a
su crédito. En primer lugar, porque son el resultado de un inmenso trabajo de
emancipación cultural empezada hace un siglo, y luego porque esta banalidad es una
de las puertas de entrada esenciales a la comprensión de las contradicciones de la
sociedad contemporánea.

En realidad, no son las insuficiencias de la televisión las que plantean más


problemas, sino la postura de las élites culturales que, en lugar de ver una de las
características esenciales de una sociedad compleja, han intuido la confirmación de
todos sus prejuicios hacia la cultura de masas. Esta conformidad crítica conlleva una
gran dificultad para comprender el mundo contemporáneo, una buena conciencia y
una incapacidad de ver que, en dos generaciones, hemos pasado de dos culturas, la
cultura de élite y la cultura popular, a cuatro formas de cultura, la cultura de élite, la
mediana, la de masas y la particular. El fracaso no es tanto debido a la imperfección
de los medios de comunicación de masas, como a la pereza de nuestras élites para
pensar en la democracia de masas, de la que los medios de comunicación son a la
vez un símbolo y una de las principales vías de entrada. La paradoja es siempre la
misma: no se trata más que de hacer vivir la democracia de masas, presentada como
el único sistema político viable, los partidos, los sindicatos y los movimientos de
opinión aunque, simultáneamente, critiquemos todas las manifestaciones concretas,
entre las que se encuentran los medios de comunicación de masas en primer lugar.

De hecho, estoy sorprendido de que, en veinte años, la curiosidad intelectual


hacia estas cuestiones esenciales para el futuro haya aumentado tan poco a pesar de
la multiplicación sustancial de las formaciones universitarias2 y de los trabajos de

2
En Francia, existen, por ejemplo, más de cien DEA y DESS dedicadas a la información y la
comunicación.

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investigación. A pesar de estos cambios, las élites repiten con una buena conciencia
exquisita los mismos estereotipos sobre la televisión que hace treinta años,
lanzándose sobre ella, sin más distancia crítica que el ciudadano ordinario del cual
pretenden distanciarse. Para un investigador como yo, la televisión presenta dos
ventajas: valoriza la lógica de la oferta y destaca las dificultades de la comunicación, a
saber, la incomprensible diferencia entre las tres lógicas, la del emisor, la del mensaje
y la del receptor.

La grandeza de la lógica de la oferta

En una economía de la comunicación que privilegia la individualización y la


demanda, la televisión es, igual que la radio y la prensa escrita hace un tiempo, el vivo
ejemplo de la importancia de una política de la oferta. Ahora bien, destacar la
preeminencia de la oferta es recordar toda la historia de la cultura, sobre todo desde
su entrada en la era de la democratización. Si queremos facilitar el acceso a la cultura,
es preciso diversificar y ampliar la oferta cultural y no sólo interesarse por la demanda;
esto supone la solución al problema. Para formular una demanda, es necesario
organizar el acceso al mundo; y todo el sentido del lento movimiento de emancipación
política y cultural, desde hace un siglo, consiste, por intermedio de una oferta lo más
extensa posible, en ampliar la capacidad de comprensión del mundo. Esto es lo que ya
saben desde siempre los miles de profesores que, pacientemente, generación tras
generación, amplían la comprensión del mundo de sus alumnos transmitiéndoles los
conocimientos a través de una oferta de programas. Esta mejor capacidad de
comprensión del mundo permite, en un segundo momento, formular una demanda.
Contrariamente al discurso que domina actualmente, la emancipación pasa primero
por la oferta y no por la demanda, puesto que es la oferta la que permite constituir los
marcos de comprensión a partir de los cuales, posteriormente, se va a manifestar la
demanda. Es preciso recordado en un momento en que los medios de comunicación
temáticos e Internet alaban sin cesar la demanda y la presentan como un progreso en
relación a la lógica de la oferta.

Por el contrario, esta oferta debe ser lo más amplia posible, desde la
información al deporte, de los espacios musicales a los concursos, de los
documentales a los programas de actualidad, de la programación juvenil a las series,
de las emisiones históricas a aquellas que se dedican a la vida cotidiana, ya que las
vías de acceso a la cultura son múltiples, y ninguna de ellas se interesa por el mismo
tema al mismo tiempo. Esto es porque, desde el punto de vista de una teoría de la

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televisión, nunca se insistirá lo suficiente, incluso si actualmente esto no está de moda,


sobre la importancia de las televisiones generalistas y sobre la lógica de la oferta.

Clamar, como yo lo hago desde hace muchos años, a favor del gran público no
es ni idealismo ni arcaísmo, sino una opción de fondo que no excluye a ninguna otra,
con la condición, cada vez, de situar el debate a nivel teórico, que es el suyo, y de no
confundir posibilidades técnicas, desreglamentación, beneficios y teoría de la
televisión y del público. Toda teoría del público implica una teoría de la televisión y,
después, una representación de la sociedad. Los argumentos «empíricos» que
condenan el concepto de gran público en nombre de la doble evolución de las
tecnologías y los mercados se parecen a aquellos que regularmente en la historia
política condenan el concepto de democracia al plano de corrupción del cual
regularmente es objeto.

En realidad, privilegiar al gran público conlleva una apuesta por su inteligencia,


sobre todo en una época en que el nivel cultural y educativo es muy elevado.
Debemos recordar que, más allá de un conocimiento sociográfico de la demanda, lo
propio de una industria de la cultura es la responsabilidad de la oferta. Se debe
recordar también, evidentemente, que el público nunca es pasivo o ajeno; puede ser
dominado, sobre todo por malos programas, pero hablar de enajenación supondría
que ha perdido su capacidad de elegir libremente.

La contrapartida a esta preeminencia de la oferta concierne a la exigencia de


calidad. Si ésta se ve mejorada gracias a series, espacios musicales, deporte o
programas juveniles, continúa siendo insuficiente en cuanto a la información y a los
programas de actualidad, ya que, en Europa, faltan, de un modo escandaloso,
periodistas y especialistas en ámbitos como la ciencia, la religión, la cultura y el
conocimiento de otros países. Las capacidades de difusión son, hoy en día,
desproporcionadas frente a la diversidad de programas, y si los canales temáticos
completan la oferta generalista, es de nuevo a través de las televisiones generalistas
que la mayoría del público accede a la información y a la cultura. Pero es todavía más
difícil y menos rentable hacer televisiones generalistas que televisiones temáticas.

No es suficiente recordar la superioridad de la televisión generalista frente a la


televisión temática, sino que también es preciso ver el vínculo que existe entre
televisión generalista, servicio público e identidad nacional. La terrible ley de la
audiencia demuestra, en efecto, que la televisión privada generalista no está tentada a

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ampliar su paleta de programas más allá de aquellos que le aseguran la audiencia,


puesto que es de la audiencia de lo que vive. Por el contrario, la televisión pública, por
su independencia un poco más fuerte gracias a los recursos de la publicidad, puede
continuar ofreciendo una paleta de programas generalistas más amplia que la
televisión privada. Sea pública o privada, el interés de la televisión generalista es
establecer un vínculo constante con la cuestión principal de la identidad nacional.
Cuanto más generalista es la oferta de la televisión, en lucha con los múltiples
componentes de la sociedad, más desempeña aquélla su papel de comunicación
nacional, tan importante en un momento de apertura de fronteras. La televisión es el
principal espejo de la sociedad; es esencial para la cohesión social que los
componentes sociales y culturales de la sociedad puedan encontrarse y descubrirse
en el medio de una comunicación más importante. Todo ello supone, ya lo hemos
visto, una mejora sustancial de la calidad de la oferta, la cual es, evidentemente, la
clave de esta teoría de la televisión. Se trata de un problema de medios, pero
igualmente está relacionado con las representaciones que los dirigentes se construyen
de la demanda potencial del público. Encontramos de nuevo la cuestión de la
subestimación de la calidad del público. Valorizar la televisión de la oferta obliga a
valorizar la calidad de los programas, sin lo cual, mañana, la televisión de la demanda
estará en la situación, en una lógica clásica de segmentación, de decir que ella es la
única que puede mejorar la calidad de la programación.

Finalmente, lo que es interesante de la televisión generalista es la manera con


que manifiesta, mucho más rápido que la televisión temática, las dificultades de la
comunicación. La televisión temática, menos ambiciosa aunque más eficaz, ofrece al
público lo que éste reclama, hecho que no permite ver tan fácilmente los límites de la
comunicación, mientras que la inevitable diferencia entre las tres lógicas, emisor,
mensaje y receptor, es perceptible en los medios de comunicación generalistas. Esto
no significa que sea imposible reducir estas diferencias, sino que demuestra al menos
el carácter siempre decepcionante y complejo de la comunicación mediatizada. Las
dificultades de los medios de comunicación generalistas, en el ajuste oferta-demanda,
ilustran más fácilmente que los medios de comunicación temáticos esta ley de la
comunicación: no hay comunicación sin error, sin riesgo y sin decepción.

No existe la racionalidad en materia de comunicación; su «rendimiento» es


siempre incierto, debido a su mal empleo, a la alternancia de modas, a la dificultad de
hacer cambiar las costumbres... Esta lección de los medios de comunicación
generalistas, esta dificultad de una lógica de la oferta, es un contrapunto importante

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para la evolución actual que presenta la segmentación de los mercados y el desarrollo


de una comunicación para la demanda como el medio seguro de reducir estas
frecuentes diferencias. Es cierto: la comunicación temática es más eficaz y racional
que la comunicación generalista, pero ésta no sería nada sin la primera y, sobre todo,
descubrimos que no puede reducir mejor que la comunicación generalista esta famosa
diferencia entre la oferta y la demanda. En primer lugar porque la demanda, sobre todo
en materia de televisión y de espectáculo, es a menudo implícita y necesita una oferta
para formularse, que le permita revelarse. Y después, porque la innovación proviene
frecuentemente de la oferta, por la que se manifiestan la creación, la novedad y las
diferencias.

Así pues, los límites de los medios de comunicación generalistas no deben


atribuirse a ellos mismos, sino que, al contrario, son una garantía de la democracia de
masas que, diariamente, tiene que organizar la convivencia entre universos sociales y
culturales que todo lo separan. Privilegiar una concepción de gran público de la
televisión es inscribirse en una tradición democrática, puesto que el gran público de la
televisión no es otro, en el ámbito de la cultura y de la comunicación, que la figura del
sufragio universal en el de la política. En ambos casos, se trata de una «ficción», pero
de una ficción esencial desde el punto de vista de una teoría, ya sea de la
comunicación o de la democracia. No hay más igualdad en el cuerpo electoral que la
que hay en los comportamientos culturales del gran público, pero tanto uno como otros
llevan a un mismo proyecto de emancipación.

Así pues, no existe democracia posible sin medios de comunicación


generalistas que privilegien una lógica de la oferta lo más amplia posible, aun si,
simultáneamente, la segmentación de los mercados de la oferta y la demanda prueba
la vitalidad de las temáticas. Debemos admitir esta doble paradoja: no hay cultura de
masas sin una oferta generalista lo más amplia posible, pero esta oferta, a pesar de
ser muy difícil de renovar, suscita poca admiración y reconocimiento por parte de casi
todos los públicos, los cuales estarán siempre más atentos a la oferta temática que,
sin embargo, es más fácil de organizar.

Este objetivo de una televisión como condición de la democracia, a través de


una lógica de la oferta, concierne a todos los países, sobre todo a los que disponen de
identidades nacionales frágiles y que siguen de cerca el poder de las industrias de la
comunicación. Y un número considerable de países con identidades mal asentadas se
enfrentan al poder de las industrias de la comunicación, las cuales, en nombre de la

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modernidad, del libre intercambio, de la hibridación de las culturas y de la


mundialización, desean hacer tambalear los reglamentos frágiles a favor de la
identidad nacional para alabar los méritos de los «nuevos medios de comunicación».
Por eso la radio y la televisión se consideran herramientas del «pasado»,
precisamente porque se trata de medios de comunicación generalistas basados en la
oferta, en beneficio de los medios de comunicación interactivos, individualizados
basados en la demanda. Debemos poner atención a esta evolución que corre el riesgo
de crear estragos sociales, puesto que deja de lado la cuestión esencial del vínculo
social y de la existencia de una comunidad nacional, para privilegiar una vez más las
relaciones individuales. Efectivamente, una sociedad, una nación, un pueblo no es
sólo la suma de miles de individuos. Se trata también, y quizás sobre todo, de una
colectividad simbólica que debe construirse cada día. Está aquí -y no en el resultado
de las tecnologías- la esencia de la comunicación. Dicho de otro modo, los medios de
comunicación de masas, con relación a este objetivo esencial del estar juntos de una
colectividad, están, por su lógica de la oferta generalista y de gran público, mucho más
avanzados que los medios de comunicación temáticos o las nuevas tecnologías.

¿Para qué sirve la televisión?

Por un lado, para reunir individuos y público que están separados por todo lo
demás y, por otro lado, para ofrecerles la posibilidad de participar individualmente en
una actividad colectiva. Ésta es la alianza bastante particular entre el individuo y la
comunidad que hace de esta tecnología una actividad constitutiva de la sociedad
contemporánea. He aquí el genio de la televisión3

El espectador es el mismo individuo que el ciudadano, lo que implica que se le


debe asignar las misma cualidades. Si creemos que el público de la televisión es
influenciable y manipulable, debemos admitir que el ciudadano también lo es. Ahora
bien, la apuesta de la democracia es que, a pesar de las considerables desigualdades
socioculturales, diferencias prodigiosas en las aspiraciones colectivas e individuales, el
ciudadano puede ser la fuente de la legitimidad democrática. Sucede lo mismo con la
televisión generalista: es, por otra parte, la única actividad que, junto a las elecciones,
reúne tanta participación colectiva. Pero, a diferencia de las elecciones, esta
participación se produce continuadamente.

3
La explicación que sigue está inspirada en mi artículo «Le génie de la télévision», publicado en octubre
de 1993 en la colección de dossiers «L'Univers de la télévision», en Le Nouvel Observateur.

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Cobijarse detrás de los «buenos» resultados de los programas «malos»


demuestra una cosa que siempre se ha sabido: es más fácil atraer a los ciudadanos
hacia lo bajo que hacia lo alto. Y si el público mira los programas malos, no es tanto
porque le gustan como porque se los ofrecen. Los malos programas tienen menos
efecto sobre el público que sobre aquellos que los han creado y que los difunden. En
una palabra, dime los programas que miras y te diré qué concepción del público
prevalece en la cabeza de aquellos que los han creado.

Por esto el audímetro mide menos la demanda que la reacción ante la oferta.
Por esto la televisión es indisociable de la democracia de masas y descansa sobre la
misma apuesta: respetar al individuo y aportar al ciudadano, es decir, al espectador,
los medios para comprender el mundo en el que vive. Ahora bien, cómo cada uno
consume la televisión individualmente, y en un principio para distraerse, tiene mucho
menos prestigio que las otras funciones colectivas.

La cuestión de fondo es: ¿para qué sirve la televisión? ¿Para un individuo que
no está nunca pasivo ante la imagen y que no retiene más que lo que él quiere
retener? Sirve para hablar. La televisión es una formidable herramienta de
comunicación entre los individuos. Lo más importante no es lo que ha visto, sino el
hecho de hablar de ello. La televisión es un objeto de conversación. Hablamos de ella
para nosotros, más tarde, fuera. Es por ello que es un vínculo social indispensable en
una sociedad donde los individuos a menudo están aislados y, a veces, solos. No es la
televisión quien ha creado la soledad o el éxodo rural, ni ha multiplicado las
interminables zonas marginales de las ciudades, ni ha destruido los tejidos locales y
separado la familia. Ella más bien ha amortiguado los efectos negativos de estas
profundas mutaciones, ofreciendo un nuevo vínculo social en una sociedad
individualista de masas. Es la única actividad que establece igualmente el vínculo
entre los ricos y los pobres, los jóvenes y los viejos, los rurales y los habitantes de la
ciudad, los instruidos y aquellos que lo son menos. Todo el mundo mira la televisión y
habla de ella. ¿Qué otra actividad es actualmente tan transversal? Si la televisión no
existiera, muchos soñarían con inventar una herramienta susceptible de reunir a todos
los públicos.

Su importancia es tan grande políticamente como socialmente. Por otra parte,


es esta segunda dimensión la que será primordial una vez se haya anulado en los
países democráticos la inútil tentación de un control político de la televisión, puesto
que todas las mayorías, de izquierda o de derecha, han experimentado en treinta años

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el hecho de que no es suficiente tener la televisión para ganar unas elecciones. El


control de las imágenes no asegura el control de las conciencias.

Desde el punto de vista de una teoría sociológica, ¿cuál es actualmente el


problema esencial para la televisión? Conservar la tensión entre estas dos
dimensiones contradictorias es la causa de su éxito: la realización individual de una
actividad colectiva.

¿Cuál es el riesgo? Romper esta dimensión contradictoria, abandonar el


objetivo colectivo, no interesarse más que por la dimensión individual. Y es aquí donde
aparece el peligro de una mala utilización de las nuevas tecnologías. Éstas, así como
la apertura del mercado, corren el riesgo de favorecer la degradación de los canales
generalistas en beneficio de una multitud de canales temáticos con el argumento de la
«elección» y de la «libertad individual». El riesgo no es la desaparición de las
televisiones generalistas, sino su pérdida de calidad en beneficio del desplazamiento
de los programas más interesantes hacia los canales temáticos. ¿La consecuencia?
Una televisión de dos velocidades generalista y de poca variedad para los públicos
populares y una miríada de programas más interesantes en las redes temáticas. Si el
público se dispersa por los medios de comunicación del segundo tipo, son muchísimas
las ocasiones de hablar que desaparecen, ya que unos y otros ya no mirarán la misma
cosa.

La evolución apuesta pues por la individualización, siempre considerada como


un «progreso», aunque esto sea ambiguo en el ámbito de la comunicación, puesto que
siempre es más fácil que triunfe un medio de comunicación temático que uno
generalista. Todos los profesionales saben bien que el verdadero desafío de una
actividad de comunicación es la conquista del gran público, hasta el punto de que los
medios de comunicación temáticos (radio, prensa, televisión...) que triunfan tienen sólo
un objetivo: ampliar su ambición de encontrar este «gran público». ¿Por qué presentar
la satisfacción de los pequeños públicos como una mejora con relación a la conquista
del gran público?

Con la fragmentación, llegamos también al papel principal de la televisión como


vínculo social. ¿Qué queda si cada medio social y cultural se encierra en el consumo
de los programas que le conciernen? ¿Qué queda de una actividad de
«comunicación» que sobrepasa las diferencias, si la comunicación reproduce el

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milhojas de las diferencias sociales? La libertad de elección se convierte aquí en el


principio de la indiferencia hacia el otro.

El progreso no consiste en tener cincuenta canales en casa, ni en estar delante


de un muro de imágenes, ya que no podemos vedo todo. Cuantas más imágenes hay,
más se plantea el problema de su organización, es decir, el de la existencia de una
programación. La abundancia de imágenes no anula el interés hacia una
programación, sino que lo refuerza. Esto es lo que olvida el argumento un poco
demagógico según el cual «el espectador escoge lo que él quiere». Sí, el espectador
escoge, pero a partir de una oferta organizada. El espectador no es el programador.
Es por ello que la televisión generalista no está condenada por la evolución actual,
sino al contrario. Ella corresponde a una elección y a una concepción teórica de la
posición de la televisión, y no a un simple estado de las tecnologías.

De forma general, no podemos constatar a la vez una presencia cada vez más
fuerte de imágenes ni inquietarnos por la «influencia» de la televisión sin sacar las
consecuencias en materia de organización. También aquí, contrariamente a una idea
inculcada, una concepción de conjunto de la televisión es más necesaria hoy que hace
cuarenta años, precisamente a causa de esta abundancia de imágenes y de soportes.

La individualización de los comportamientos se presenta como el contrapeso


necesario para la existencia de una sociedad de masas, pero ésta, contrariamente a
una idea inculcada, está menos amenazada por el proceso de «masificación» que por
los aspectos perversos de la individualización y de la segmentación social. La
amenaza más bien se llama soledad organizada, egoísmo institucionalizado y
narcisismo etiquetado. Concebir estas actividades, que permiten mantener «los dos
objetivos» del canal, las dimensiones individual y colectiva, pasa a ser esencial. La
televisión contribuye a ello, sobre todo en su forma generalista. ¿Por qué? Porque
obliga, no a interesarse por lo que interesa a los otros, sino al menos a reconocer su
legitimidad. Y reconocer la posición del otro, ¿no es ya el primer indicio de una
socialización? La convivencia de los programas en un canal es una de las
manifestaciones de la convivencia social. Los programas de televisión son, para
millones de espectadores, la única aventura de la semana y, para millones de
individuos la única luz del hogar. En sentido propio y figurado. Esto crea obligaciones
mucho más allá de las reglas del mercado y de la fascinación por las tecnologías.

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Un manifiesto

De hecho, lo más importante para la televisión es resistir ante esta ideología de


la novedad y, por ello, mantenerse en lo esencial, es decir, en las grandes opciones
teóricas. Sólo éstas permiten resistir al bamboleo de las modas. He agrupado en diez
4
puntos la síntesis de la posición teórica que defiendo referente al sentido y al papel
de la televisión de masas en un manifiesto que ha inspirado al Comité Francés de
Audiovisuales creado en 1993, a partir de la iniciativa de un número reducido de
personalidades, entre las cuales se encuentra el senador Jean Clurel. Este comité
tenía como objetivo defender la televisión generalista pública, en un momento en que
tenía, todavía menos de lo que es normal, el apoyo de las élites, y suscitar un poco,
por toda Francia, la movilización de los ciudadanos. Este Comité, todos lo sabemos,
desapareció en 1998, pero los problemas que sacó a la luz continúan siendo de
actualidad, así como las ideas de este manifiesto.

1) La televisión es la principal herramienta de información, de diversión y de


cultura de la aplastante mayoría de los ciudadanos de los países desarrollados. Esta
situación crea una responsabilidad social y cultural específica para los directores, los
productores y los programadores.

2) La libertad de comunicación, principio fundamental adquirido en nuestros


tiempos, no significa, a pesar de todo, una ausencia de reglamentación. Sobre todo
cuando la multiplicación de los soportes favorece un aumento fantástico de la oferta de
imágenes. La reglamentación del sector audiovisual se impone hoy en día más que
ayer, por el hecho de la abundancia de imágenes. La libertad de elección del
espectador no excluye una organización. Al contrario. Cuantas más imágenes hay,
más se impone un cuadro de conjunto para permitir al público localizarse en el
laberinto de las imágenes.

3) Una vez admitida en Europa la competencia entre sector público y sector


privado, la dificultad se encuentra más bien en el mantenimiento de un sector público
fuerte en un sistema de competencia equilibrado. La extraordinaria expansión del
audiovisual no debe conducir ni a una desaparición de los reglamentos, lo que abriría
la puerta a una verdadera jungla donde la victoria de los más fuertes no garantizaría

4
Este texto ha servido para la elaboración de la carta del Comité Francés de Radio y Televisión en
octubre de 1993.

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para nada la calidad, ni a una reducción del sector público al simple papel de
testimonio.

4) La televisión pública, tras haber estado en una posición defensiva durante


diez años con la llegada de la televisión privada, se encuentra ahora en una posición
mejor. En primer lugar, porque los telespectadores han entendido Internet y las
limitaciones de la televisión privada, donde las obligaciones del dinero no son menores
que las presiones políticas, sin, por otra parte, excluirIas. Después, porque la
reducción de la oferta alrededor de algunos programas de éxito asegurado deja
insatisfecha una buena parte de las demandas. Y, finalmente, porque el sector público
ha tomado conciencia de la imperiosa necesidad de un aplazamiento y de la espera de
que es objeto por parte del público, con la condición de que haga una cosa diferente
que la televisión privada.

5) Un sistema audiovisual equilibrado es aquel en el que los dos sectores


tienen, globalmente, un tamaño comparable, y en el que los canales generalistas,
públicos y privados, conservan la mayor parte de la audiencia. Los canales temáticos
gratuitos o de pago completan, pero no sustituyen, el papel de los canales
generalistas. En una sociedad muy individualista, y más jerarquizada de lo que parece,
el poder de la televisión es poder reunir a todos los públicos, aunque claramente
separados unos de otros. El verdadero desafío de la televisión, mediador de masas
por excelencia, continúa siendo el gran público.

6) No existe la televisión sin una concepción implícita o explícita de su papel en


la sociedad. La televisión no es sólo un conjunto de imágenes producidas y difundidas;
es también un conjunto de imágenes recibidas en un lugar más privado, el domicilio:
es un intercambio. Esta característica, el consumo individual de una actividad
colectiva, obliga a plantear la pregunta principal para cualquier televisión, privada o
pública: una televisión, ¿para qué?

Más allá de los problemas económicos, al final es en la representación del


público y de sus demandas potenciales donde reside la diferencia entre los dos
sistemas, público y privado, que, por otra parte, son complementarios. Y si el
monopolio de la televisión pública ayer fue perjudicial, un casi-monopolio de la
televisión privada hoy en día también lo sería. A causa de las tres funciones
esenciales, informar, distraer y educar, siempre existen dos maneras de responder. Si

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la televisión es un espectáculo, y es por ello que gusta, nada impide al espectáculo


que sea de calidad.

7) Si desde un punto de vista teórico la diferencia entre los dos sistemas de


organización de la televisión es simple, a priori nada garantiza la calidad de la
televisión pública. En numerosas situaciones, algunas misiones del sector público
están aseguradas tanto por las cadenas generalistas privadas como por las cadenas
públicas. Y a veces mejor. La diferencia entre ambas no es nunca natural ni
automática, y no depende ni de una estructura jurídica ni de una economía, sino de
una ambición.

8) Más que cualquier otra, la televisión pública debe poder hacer suya esta
constatación: el espectador es el mismo individuo que el ciudadano. Si el ciudadano es
considerado inteligente, hasta el punto de hacer de él la fuente de la legitimidad en la
teoría democrática, la misma inteligencia debe serIe aplicada en su dimensión de
espectador. El público no es pasivo ante la imagen, su espíritu crítico es constante,
simplemente su posición de espectador lo hace depender de la oferta de los
programas; más que en cualquier otra industria cultural, la responsabilidad primera
proviene de la oferta y no de la demanda.

9) La calidad de los programas y, por tanto, de los profesionales que los crean
corresponde a la calidad del público. No hay televisión de calidad sin profesionales de
calidad. Esto requiere en todos los países la movilización de todos ellos, generación
tras generación, para que la televisión continúe siendo esta herramienta de
comunicación nacional que está en todos los lugares. La internacionalización de la
difusión de la imagen y del mercado de los programas no significa en absoluto la
desaparición del papel de identidad nacional de la televisión en cada país. Es en la
capacidad de inscribir la producción audiovisual del país en su historia, sus
tradiciones, su cultura y sus innovaciones donde está precisamente la característica de
la televisión de ser a la vez una apertura al mundo y un medio para reafirmar una
identidad cultural en un mundo sin fronteras.

10) Después de medio siglo de historia breve aunque prodigiosa, la televisión


se enfrenta actualmente con dos riesgos que constituyen sus ideologías más
perniciosas.

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a) La primera es la ideología del mercado. Ésta ve en la televisión pública, y de


un modo general en las reglamentaciones, algo que ha sobrevivido al pasado. En un
universo donde los medios de comunicación han abolido todas las fronteras, el
espectador, con sus preferencias, es el mejor programador. Es inútil organizar una
actividad que cambia tan rápidamente. Lo más sencillo es dejar que el público escoja
lo que quiere. ¿No es ésta la mejor prueba de la confianza que se le muestra?

b) La segunda, complementaria del resto, es la ideología técnica. Ésta ve en la


explosión de las nuevas tecnologías de comunicación (satélite, cable, sistema
numérico, interconexión de telecomunicaciones de audiovisuales y de informática) el
futuro de la televisión y, en primer lugar, el fin de la televisión generalista que,
actualmente, se quedaría desfasada. Es decir, que las tecnologías cambiarían
totalmente la televisión y con ello caducaría la idea del gran público. La verdadera
libertad, la de la elección estrictamente individual, sería posible, para los defensores
de esta ideología, gracias a las tecnologías.

Estas dos ideologías sobrevaloran la dimensión individual de la televisión en


detrimento de la dimensión colectiva. Pero la fuerza y la originalidad de la televisión
está en el hecho de que esta actividad es a la vez individual y colectiva, y ambas son
indisociables. La multiplicación de los soportes y de los programas, la
internacionalización de los mercados, igual que la segmentación de los públicos,
obligan más que nunca a una política del audiovisual; por lo tanto, de la elección y de
las orientaciones. Esto es fundamental para las televisiones nacionales, para la
televisión en Europa y, con mayor motivo, para la televisión de los países en vías de
desarrollo más que en todos los otros, amenazados por un riesgo de pérdida de
identidad y por una sumisión al mercado y a las tecnologías.

La comunicación en un universo actualmente sin fronteras es una apuesta


demasiado importante para ser dejada sólo a las leyes del mercado o a las de las
tecnologías. La abundancia de imágenes no reduce el interés de una ambición por la
televisión: más bien la reclama.

Orientación bibliográfica

Esta bibliografía, no exhaustiva, reúne un buen número de obras que tratan de


las relaciones entre comunicación y sociedad y que valoran, o critican, el lugar de los

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medios de masas en las sociedades contemporáneas, tanto desde el punto de vista


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