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ÉTICA Y MORAL
(PAUL RICOEUR, 1990)
I. Intencionalidad ética
Definiré la intencionalidad ética mediante los siguientes tres términos:
intencionalidad de la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas.
Los tres componentes de la definición son igualmente importantes.
Pasemos al segundo momento: vivir bien con y para los otros. ¿Cómo se
encadena el segundo componente de la intencionalidad ética, que designo con
el bello nombre de “solicitud”, con el primero? ¿La estima de sí mismo, por la
que hemos comenzado, no lleva sobre sí, en razón de su carácter reflexivo, la
amenaza de un repliegue sobre el yo, de una clausura, al revés de la apertura
sobre el horizonte de la vida buena? A pesar de este peligro cierto, mi tesis es
que la solicitud no se agrega de afuera a la estima de sí mismo, sino que en
ella se despliega la dimensión dialogal implícita. Estima de sí mismo y
solicitud no pueden vivirse y pensarse la una sin la otra. Decir sí mismo no es
decir yo. Sí mismo implica al otro que sí, de modo que se pueda decir que
alguien se estima a sí mismo como a un otro. A decir verdad, es por
abstracción solamente que se ha podido hablar de la estima de sí mismo sin
juntarla con la demanda de reciprocidad , según un esquema de estima
cruzada, que resume la exclamación tú también: tú también eres un ser de
iniciativa y de elección, capaz de actuar según razones, de jerarquizar tus
fines; y estimando buenos los objetos de tu persecución, eres capaz de
estimarte a ti mismo. El otro es así el que puede decir yo como yo y, como yo,
mantenerse como agente, autor y responsable de sus actos. Sino, ninguna
regla de reciprocidad sería posible. El milagro de la reciprocidad, es que se
reconoce a las personas como insustituibles la una para la otra en el
intercambio mismo. Esta reciprocidad de los insustituibles es el secreto de la
solicitud. La reciprocidad no es en apariencia completa más que en la
amistad, donde uno estima al otro tanto como a sí mismo. Pero la
reciprocidad no excluye cierta desigualdad, como en la sumisión del discípulo
al maestro; la desigualdad sin embargo es corregida por el reconocimiento de
la superioridad del maestro, reconocimiento que restablece la reciprocidad.
Inversamente, la desigualdad puede provenir de la debilidad del otro, de su
sufrimiento. Es entonces la tarea de la compasión el restablecer la
reciprocidad, en la medida en que, en la compasión, aquel que parece ser el
único en dar recibe más de lo que da por la vía de la gratuidad y del
reconocimiento. La solicitud restablece la igualdad ahí donde no está dada,
como en la amistad entre los iguales.
Vivir bien, con y para los otros, en las instituciones justas. Que la
intencionalidad del vivir bien desarrolle de alguna manera el sentido de la
justicia, eso está implicado por la noción misma del otro. El otro es también
el otro que tú. Correlativamente, la justicia se extiende más que el cara-a-
cara. Dos aserciones están aquí en juego: según la primera, el vivir bien no se
limita a las relaciones interpersonales, sino que se extiende a la vida en las
instituciones; según la segunda, la justicia presenta rasgos éticos que no están
contenidos en la solicitud, a saber en lo esencial una exigencia de igualdad de
otra especie que la de la amistad.
Es para compensar ese vacío del formalismo que Kant introdujo el segundo
imperativo categórico, en el que podemos reconocer el equivalente , en el
nivel moral, de la solicitud en el nivel ético. Recuerdo los términos de la
reformulación del imperativo categórico que va a permitir elevar el respeto al
mismo rango que la solicitud: “Actúa siempre de tal modo que trates a la
humanidad en tu propia persona y en la del otro, no solamente como un
medio, sino siempre como un fin en sí mismo.” Esta idea de la persona como
fin en sí misma es completamente decisiva: equilibra el formalismo del primer
imperativo. Es aquí que se preguntará, sin duda, lo que el respeto agrega a la
solicitud y, en general, la moral a la ética. Mi respuesta es breve: es a causa
de la violencia que es preciso pasar de la ética a la moral. Cuando Kant dice
que no se debe tratar a la persona como un medio sino como un fin en sí
mismo, presupone que la relación espontánea de hombre a hombre, es
precisamente la explotación. Eso está inscrito en la estructura misma de la
interacción humana. Se representa con demasiada facilidad la interacción
como un enfrentamiento o como una cooperación entre agentes de igual
fuerza. Lo que, primero, es preciso tomar en cuenta, es una situación donde
uno ejerce un poder sobre el otro, y donde por consiguiente al agente le
corresponde un paciente que es potencialmente la víctima de la acción del
primero. Sobre esta disimetría de base se injertan todos los derivados
maléficos de la interacción, resultantes del poder ejercido por una voluntad
sobre otra. Eso va desde la influencia hasta la muerte y la tortura , pasando
por la violencia física, el robo y la violación, la coerción física, la trampa, el
ardid, etc. De cara a esta múltiples figuras del mal, la moral se expresa con
prohibiciones: “No matarás”, “No mentirás”, etc. La moral, en este sentido,
es la figura que sueña la solicitud de cara a la violencia y a la amenaza de
violencia. La prohibición moral responde a todas las figuras del mal de la
violencia. Ahí reside, sin duda, la razón última por la cual la forma negativa
de la prohibición es inexpugnable. Es lo que Kant percibió perfectamente. A
este respecto, la segunda fórmula del imperativo categórico, citada más
arriba, expresa la formalización de una antigua regla , llamada Regla de Oro,
que dice: “No hagas al otro lo que tú no quisieras que sea hecho”. Kant
formaliza esta regla introduciendo la idea de humanidad -la humanidad en mi
persona y en la persona del otro-, idea que es la forma concreta y, si puede
decirse, histórica de la autonomía.
Pero, ¿sobre qué tratan estas convicciones? A mi parecer, son las mismas que
encontramos expresadas en la antigua Regla de Oro: “No hagas al otro lo que
no quisieras que te sea hecho”. En efecto, adoptando el punto de vista del
más desfavorecido , Rawls razona como un moralista y toma en cuenta la
injusticia fundamental de la distribución de las ventajas y de las desventajas
en toda sociedad conocida. Es porque, detrás de su formalismo, apunta al
sentido de equidad, fundado en el imperativo kantiano que prohibe tratar a la
persona como un medio y exige tratarla como un fin en sí misma. E, detrás de
este imperativo, percibo el impulso de la solicitud que he mostrado más
arriba que constituye la transición entre la estima de sí mismo y el sentido
ético de la justicia.