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ETICA Y MORAL DE RICOEUR (PARA 4°)

ÉTICA Y MORAL
(PAUL RICOEUR, 1990)

¿Es preciso distinguir entre ética y moral? A decir verdad, nada en la


etimología o en la historia del empleo de las palabras impone esta distinción.:
una viene del griego, la otra del latín, y las dos remiten a la idea de
costumbres (ethos, mores); se puede, sin embargo, discernir una unión, según
se ponga el acento sobre lo que es estimado bueno o sobre lo que se impone
como obligatorio. Es por convención que reservaré el término “ética” para la
intencionalidad de una vida realizada bajo el signo de las acciones estimadas
buenas, y el de “moral” para el lado obligatorio , marcado por las normas,
obligaciones, prohibiciones caracterizadas a la vez por una exigencia de
universalidad y por un efecto de coerción. Se reconocerá fácilmente en la
distinción entre intencionalidad de la vida buena y obediencia a las normas, la
oposición entre dos herencias: la herencia aristotélica, donde la ética está
caracterizada por su perspectiva teleológica (de telos, que significa “fin”); y
una herencia kantiana, caracterizada por un punto de vista deontológico
(deontológico significa precisamente “deber”). Yo me propongo, sin
preocuparme de la ortodoxia aristotélica o kantiana, defender:

1) la primacía de la ética sobre la moral;


2) la necesidad de la intencionalidad ética de pasar por el tamiz de la norma;
3) la legitimidad de un recurso de la norma a la intencionalidad, cuando la
norma conduce a conflictos para los cuales no hay otro resultado que una
sabiduría práctica que reenvía a eso que, en la intencionalidad ética, es lo
más atento a la singularidad de las situaciones. Comencemos por la
intencionalidad ética.

I. Intencionalidad ética
Definiré la intencionalidad ética mediante los siguientes tres términos:
intencionalidad de la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas.
Los tres componentes de la definición son igualmente importantes.

Hablando primero de la vida buena, me gustaría señalar el modo gramatical


de esta expresión típicamente aristotélica. Todavía se trata de un optativo y
no de un imperativo. Es en el sentido más fuerte de la palabra, un deseo:
“¡Puedo, puedes, podemos vivir bien!”, y nos anticipamos al cumplimiento de
este deseo con una exclamación del tipo: “¡Feliz aquel que...! Si la palabra
“deseo” parece demasiado débil, hablemos de preocupación (cuidado):
cuidado de sí mismo, cuidado del otro, cuidado de la institución.

¿Pero el cuidado de sí mismo es un buen punto de partida? ¿No sería mejor


partir del cuidado del otro? Si insisto, sin embargo, sobre este primer
componente, es precisamente para señalar que el término “sí mismo”, que
tanto me gusta asociar al de “estima” en el nivel ético fundamental,
reservando el de “respeto” para el nivel moral, deontológico, de nuestra
investigación, no se confunde de ningún modo con el yo, por tanto, con una
posición egológica que el reencuentro del otro vendría necesariamente a
subvertir. Lo que es fundamentalmente estimable en sí mismo, son dos cosas:
primero, la capacidad de elegir por razones, preferir esto a aquello,
brevemente, la capacidad de actuar intencionalmente; en seguida, es la
capacidad de introducir cambios en el curso de las cosas, de comenzar algo en
el mundo, brevemente, la capacidad de iniciativa. En este sentido, la estima
de sí mismo es el momento reflexivo de la praxis: es apreciando nuestras
acciones que nos apreciamos a nosotros mismos como siendo el autor, y por lo
tanto, como siendo otra cosa que simples fuerzas de la naturaleza o simples
instrumentos. Sería preciso desarrollar toda una teoría de la acción para
mostrar cómo la estima de sí mismo acompaña la jerarquización de nuestras
acciones.

Pasemos al segundo momento: vivir bien con y para los otros. ¿Cómo se
encadena el segundo componente de la intencionalidad ética, que designo con
el bello nombre de “solicitud”, con el primero? ¿La estima de sí mismo, por la
que hemos comenzado, no lleva sobre sí, en razón de su carácter reflexivo, la
amenaza de un repliegue sobre el yo, de una clausura, al revés de la apertura
sobre el horizonte de la vida buena? A pesar de este peligro cierto, mi tesis es
que la solicitud no se agrega de afuera a la estima de sí mismo, sino que en
ella se despliega la dimensión dialogal implícita. Estima de sí mismo y
solicitud no pueden vivirse y pensarse la una sin la otra. Decir sí mismo no es
decir yo. Sí mismo implica al otro que sí, de modo que se pueda decir que
alguien se estima a sí mismo como a un otro. A decir verdad, es por
abstracción solamente que se ha podido hablar de la estima de sí mismo sin
juntarla con la demanda de reciprocidad , según un esquema de estima
cruzada, que resume la exclamación tú también: tú también eres un ser de
iniciativa y de elección, capaz de actuar según razones, de jerarquizar tus
fines; y estimando buenos los objetos de tu persecución, eres capaz de
estimarte a ti mismo. El otro es así el que puede decir yo como yo y, como yo,
mantenerse como agente, autor y responsable de sus actos. Sino, ninguna
regla de reciprocidad sería posible. El milagro de la reciprocidad, es que se
reconoce a las personas como insustituibles la una para la otra en el
intercambio mismo. Esta reciprocidad de los insustituibles es el secreto de la
solicitud. La reciprocidad no es en apariencia completa más que en la
amistad, donde uno estima al otro tanto como a sí mismo. Pero la
reciprocidad no excluye cierta desigualdad, como en la sumisión del discípulo
al maestro; la desigualdad sin embargo es corregida por el reconocimiento de
la superioridad del maestro, reconocimiento que restablece la reciprocidad.
Inversamente, la desigualdad puede provenir de la debilidad del otro, de su
sufrimiento. Es entonces la tarea de la compasión el restablecer la
reciprocidad, en la medida en que, en la compasión, aquel que parece ser el
único en dar recibe más de lo que da por la vía de la gratuidad y del
reconocimiento. La solicitud restablece la igualdad ahí donde no está dada,
como en la amistad entre los iguales.

Vivir bien, con y para los otros, en las instituciones justas. Que la
intencionalidad del vivir bien desarrolle de alguna manera el sentido de la
justicia, eso está implicado por la noción misma del otro. El otro es también
el otro que tú. Correlativamente, la justicia se extiende más que el cara-a-
cara. Dos aserciones están aquí en juego: según la primera, el vivir bien no se
limita a las relaciones interpersonales, sino que se extiende a la vida en las
instituciones; según la segunda, la justicia presenta rasgos éticos que no están
contenidos en la solicitud, a saber en lo esencial una exigencia de igualdad de
otra especie que la de la amistad.

Concerniente al primer punto, es preciso entender por “institución”, en este


primer nivel de investigación, todas las estructuras del vivir-juntos de una
comunidad histórica, irreductibles a las relaciones interpersonales y sin
embargo reunidas en ellas en un sentido notable, que la noción de
distribución -que se encuentra en la expresión “justicia distributiva”- permite
aclarar.

Se puede en efecto comprender una institución como un sistema de reparto,


de repartición, que se sustenta sobre derechos y deberes, rentas y
patrimonios, responsabilidades y poderes; brevemente, ventajas y cargas.- Es
este carácter distributivo -en el sentido amplio de la palabra- que plantea un
problema de justicia. Una institución tiene en efecto una amplitud más vasta
que el cara-a-cara de la amistad o del amor: en la institución, y a través de
los procesos de distribución , la intencionalidad ética se extiende a todos
aquellos que el cara-a-cara deja afuera a título de tercero. Así se forma la
categoría del cada uno, que no es del todo el se o uno, sino el participante de
un sistema de distribución. La justicia consiste precisamente en atribuir a
cada uno su parte. El cada uno es el destinatario de un participante justo.

Podrán sorprenderse de que hablemos de la justicia en el nivel ético, donde


aún nos mantenemos, y no exclusivamente en el nivel moral, incluso legal,
que abordaremos en otro momento. Una razón legitima esta inscripción de lo
justo en la intencionalidad de la vida buena y en vínculo con la amistad por el
otro. Primeramente, el origen cuasi inmemorial de la idea de justicia, su
emergencia fuera del modelo mítico en la tragedia griega, la perpetuación de
sus connotaciones religiosas hasta en las sociedades secularizadas atestiguan
que el sentido de la justicia no se agota en la construcción de los sistemas
jurídicos que suscita. Posteriormente, el sentido de la justicia es solidario del
de lo injusto, que continuamente le precede. Es sobre el modo de la queja
que penetramos en el campo de lo injusto y de lo justo: “¡Es injusto!” -tal es
la primera exclamación. Desde entonces, no es sorprendente encontrar un
tratado de la justicia en las Éticas de Aristóteles, la que sigue en eso la huella
de Platón. Su problema es formar la idea de una igualdad proporcional que
mantenga las inevitables desigualdades de la sociedad en el cuadro de la
ética: “a cada uno en proporción de sus contribuciones, de su mérito”, tal es
la fórmula de la justicia distributiva, definida como igualdad proporcional.
Ciertamente es inevitable que la idea de justicia se comprometa en las vías
del formalismo por el que caracterizaremos en un momento a la moral. Mas
era bueno detenerse en este estado inicial donde la justicia es todavía una
virtud sobre la vía de la vida buena y donde el sentido de lo injusto precede
por su lucidez a los argumentos de los juristas y de los políticos.

II. La norma moral

En la segunda parte de este estudio corresponde la tarea de justificar la


segunda proposición de nuestra introducción, a saber que es necesario
someter la intencionalidad ética a la prueba de la norma. Quedará por
mostrar de qué modo los conflictos suscitados por el formalismo,
estrechamente solidario del momento deontológico, conducen nuevamente de
la moral a la ética., pero a una ética enriquecida por el paso por la norma e
inscrita en el juicio moral en situación. Es sobre le lazo entre obligación y
formalismo que se va a concentrar esta segunda parte, manteniendo como
hilo conductor los tres componentes de la intencionalidad ética.

Al primer componente de la intencionalidad ética, que hemos llamado “deseo


de vida buena”, corresponde, del lado de la moral, en el sentido preciso que
le hemos dado a este término, la exigencia de universalidad. El paso por la
norma está en efecto unido a la exigencia de racionalidad que, interfiriendo
con la intencionalidad de la vida buena, que se constituye en razón práctica.
Pero, ¿cómo se expresa la exigencia de racionalidad? Esencialmente como
exigencia de universalización. En este criterio se reconoce al kantismo. La
exigencia de universalidad, en efecto, no puede hacerse entender más que
como regla formal, que no dice lo que es preciso hacer, sino qué criterios es
preciso someter a las máximas de acción: a saber, precisamente, que la
máxima sea universalizable, válida para todo hombre, en todas las
circunstancias, y sin tener en cuenta las consecuencias. Se puede uno
choquear por la intransigencia kantiana. En efecto, la posición del formalismo
implica la puesta fuera de circuito del deseo, del placer, de la felicidad; no
en tanto que malo, sino en tanto que no satisfactorio, en razón de su carácter
empírico particular, contingente, en el criterio trascendental de
universalización. Es esta estrategia de depuración que, conducida a su
término, conduce a la idea de autonomía, es decir, de autolegislación , que es
la verdadera réplica en el orden del deber a la intencionalidad de la vida
buena. La única ley, en efecto, que una libertad pueda darse, no es una regla
de acción que responda a la cuestión: “¿Qué debo hacer aquí y ahora?” , sino
el imperativo categórico mismo en toda su desnudez: “Actúa únicamente
según la máxima que hace que tú puedas querer al mismo tiempo que
devenga ley universal”. Cualquiera que se someta a este imperativo es
autónomo, es decir, autor de la ley a la que obedece. Se plantea entonces la
cuestión del vacío, de la vacuidad, de esta regla que no dice nada en
particular.

Es para compensar ese vacío del formalismo que Kant introdujo el segundo
imperativo categórico, en el que podemos reconocer el equivalente , en el
nivel moral, de la solicitud en el nivel ético. Recuerdo los términos de la
reformulación del imperativo categórico que va a permitir elevar el respeto al
mismo rango que la solicitud: “Actúa siempre de tal modo que trates a la
humanidad en tu propia persona y en la del otro, no solamente como un
medio, sino siempre como un fin en sí mismo.” Esta idea de la persona como
fin en sí misma es completamente decisiva: equilibra el formalismo del primer
imperativo. Es aquí que se preguntará, sin duda, lo que el respeto agrega a la
solicitud y, en general, la moral a la ética. Mi respuesta es breve: es a causa
de la violencia que es preciso pasar de la ética a la moral. Cuando Kant dice
que no se debe tratar a la persona como un medio sino como un fin en sí
mismo, presupone que la relación espontánea de hombre a hombre, es
precisamente la explotación. Eso está inscrito en la estructura misma de la
interacción humana. Se representa con demasiada facilidad la interacción
como un enfrentamiento o como una cooperación entre agentes de igual
fuerza. Lo que, primero, es preciso tomar en cuenta, es una situación donde
uno ejerce un poder sobre el otro, y donde por consiguiente al agente le
corresponde un paciente que es potencialmente la víctima de la acción del
primero. Sobre esta disimetría de base se injertan todos los derivados
maléficos de la interacción, resultantes del poder ejercido por una voluntad
sobre otra. Eso va desde la influencia hasta la muerte y la tortura , pasando
por la violencia física, el robo y la violación, la coerción física, la trampa, el
ardid, etc. De cara a esta múltiples figuras del mal, la moral se expresa con
prohibiciones: “No matarás”, “No mentirás”, etc. La moral, en este sentido,
es la figura que sueña la solicitud de cara a la violencia y a la amenaza de
violencia. La prohibición moral responde a todas las figuras del mal de la
violencia. Ahí reside, sin duda, la razón última por la cual la forma negativa
de la prohibición es inexpugnable. Es lo que Kant percibió perfectamente. A
este respecto, la segunda fórmula del imperativo categórico, citada más
arriba, expresa la formalización de una antigua regla , llamada Regla de Oro,
que dice: “No hagas al otro lo que tú no quisieras que sea hecho”. Kant
formaliza esta regla introduciendo la idea de humanidad -la humanidad en mi
persona y en la persona del otro-, idea que es la forma concreta y, si puede
decirse, histórica de la autonomía.

Me quedan por decir algunas palabras sobre la transformación de la idea de


justicia cuando pasa del nivel ético al nivel moral. Se ha visto que esta
transición estaba preparada por el cuasi-formalismo de la virtud de justicia en
Aristóteles. La formalización de la idea de justicia se completa en un autor
como J. Rawls en Teoría de la justicia, en favor de una conjunción entre el
punto de vista deontológico de origen kantiano y la tradición contractualista
que ofrece para la justificación de los principios de la justicia el cuadro de
una ficción -la ficción de un contrato social hipotético, anhistórico, resultante
de una deliberación racional conducida en este cuadro imaginario. Rawls ha
dado el nombre de fairness a la condición de igualdad en la que se supone se
encuentran los socios de una situación original deliberando bajo el velo de
ignorancia en cuanto a su suerte real en una sociedad real.

No es el lugar para discutir aquí las condiciones que satisfacen a la fairness en


la situación original (a saber lo que es preciso ignorar de su propia situación y
lo que es preciso saber sobre la sociedad en general y sobre los términos de la
elección). El punto sobre el que me limitaré a insistir, es la orientación
antiteleológica de la demostración de los principios de justicia , habiéndose
entendido que la teoría no está dirigida sino contra una versión teleológica
particular de la teleología, a saber la del utilitarismo, que ha predominado
durante dos siglos en el mundo de lengua inglesa con John Stuart Mill y
Sdgwick. El utilitarismo es en efecto una doctrina teleológica en la medida en
que la justicia está definida por la maximización del bien para el mayor
número. En la concepción deontológica de Rawls, nada está presupuesto, al
menos en el nivel del argumento concerniente al bien.

Es la función del contrato derivar los contenidos de los principios de justicia


de un procedimiento equitativo (fair) sin ningún compromiso respecto de
algún criterio referente al bien. Dar una solución procesal a la cuestión de lo
justo, tal es el fin declarado por la teoría de la justicia.

El primer principio de justicia no constituye un problema para nosotros: “Cada


persona debe tener un derecho igual al sistema más amplio de libertades de
base, igual para todos , que sea compatible con lo mismo para los otros”; este
primer principio expresa la igualdad de los ciudadanos ante la ley bajo la
forma de un reparto igual de las esferas de libertad. Se reencuentra la
igualdad aritmética de Aristóteles, pero formalizada. Es el segundo principio
que constituye un problema: “Las desigualdades sociales y económicas deben
ser organizadas de modo que, a la vez: a) se pueda razonablemente esperar
que sean ventaja para cada uno; b) sean vinculadas a posiciones y a funciones
abiertas para todos”.

Reconozcamos ahí el principio aristotélico de la justicia proporcional al


mérito, pero formalizado por exclusión de toda referencia al valor de las
contribuciones individuales. No tiene valor que el razonamiento sostenido en
la situación original bajo el velo de ignorancia, tienda a probar que se puede
concebir un reparto desigual que sea ventaja de cada uno. Este argumento
corresponde al razonamiento del maximin pedido en préstamo a la teoría de
la decisión en un contexto de incertidumbre. Se designa este término por la
razón de que los socios son puestos a elegir el acuerdo que maximice la parte
mínima. Dicho de otro modo, es más justo el reparto desigual tal como el
aumento de la ventaja de los más favorecidos es compensado por la
disminución de la desventaja de las más desfavorecidos.

Mi problema no es el del valor probatorio del argumento considerado en tanto


que tal, sino saber si la teoría deontológica de la justicia no recurre, en un
cierto modo, a un sentido ético anterior de justicia. Sin poner en cuestión, de
ningún modo, la independencia de su argumento, Rawls acuerda
voluntariamente que aquello reencuentra nuestras “convicciones sopesadas”
(our considered convictions) , y que se establece entre la prueba formal y
estas convicciones sopesadas un “equilibrio reflexivo” (relective equilibrium).
Estas convicciones deben ser sopesadas, pues, si en ciertos casos flagrantes de
injusticia (intolerancia religiosa, discriminación racial) el juicio moral
ordinario parece seguro, tenemos menos seguridad cuando se trata de repartir
la riqueza y la autoridad. Los argumentos teóricos juegan entonces en
relación a estas dudas el mismo rol de puesta a prueba que Kant asigna a la
regla de universalización de las máximas. Todo el aparato de la prueba
aparece como una racionalización de esas convicciones, rodeo de un proceso
complejo de ajuste mutuo entre las convicciones y la teoría.

Pero, ¿sobre qué tratan estas convicciones? A mi parecer, son las mismas que
encontramos expresadas en la antigua Regla de Oro: “No hagas al otro lo que
no quisieras que te sea hecho”. En efecto, adoptando el punto de vista del
más desfavorecido , Rawls razona como un moralista y toma en cuenta la
injusticia fundamental de la distribución de las ventajas y de las desventajas
en toda sociedad conocida. Es porque, detrás de su formalismo, apunta al
sentido de equidad, fundado en el imperativo kantiano que prohibe tratar a la
persona como un medio y exige tratarla como un fin en sí misma. E, detrás de
este imperativo, percibo el impulso de la solicitud que he mostrado más
arriba que constituye la transición entre la estima de sí mismo y el sentido
ético de la justicia.

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