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En el boxeo la pérdida de la virginidad se da dos veces y de manera muy

femenina: un desgarre de piel, una mancha de sangre.

Cuando empiezas a entrenar el boxeo te percatas de inmediato de ciertos


dolores– como los de la adolescencia, la pubertad- cuando van invadiendo tu
cuerpo. Hay malestares comunes de cualquier deporte: en los músculos de las
piernas, de los hombros, los brazos, la espalda… “la debilidad saliendo del
cuerpo”, dicen los marines estadounidenses; no poder levantar un brazo, sufrir
al bajar escaleras. Son las cuotas normales del deporte. Ironías de las que está
repleta la vida: para fortalecerte tienes que debilitarte.

Hay dolencias únicas del boxeo. Durante tus primeras tandas de golpes, las
manos, después de estar cerradas en puño golpeando un costal o un ser
humano, se cansan. Cuando tienes un respiro piensas en abrir el puño para
descansar…pero es imposible. El intento por estirarla hace rechinar tus
huesos, como si el puño nunca hubiera sido de otra forma e intentar abrirlo
fuera una agresión a la naturaleza. Duele menos dejar tus dedos enrollados
sobre la palma. Los pequeños traumas óseos de cada golpe se irán sumando
con las horas de gimnasio. Poco a poco el calcio se aglutina en nudillos, dedos
y muñeca. Es la disciplina del cuerpo, la construcción, ya no del deportista,
sino del boxeador, manos que ya no son manos, sino manos que son martillos,
mazos, garrotes, macanas.

Es en ese momento cuando se acerca la pérdida de la primera virginidad en el


deporte. Si nunca has hecho sangrar tus nudillos en un entrenamiento, no lo
estás intentando de verdad. Un día, después de quitarte los guantes, llega la
orgullosa revelación: manchas rojas en el vendaje. Tus manos seguramente
temblarán al desnudarlas –de nuevo la fortaleza a través de la debilidad– y
como aquella vieja tradición mexicana de los recién casados, algunos
quisieran colgar sus vendas manchadas de rojo en el tendedero, o ser vistos
subiendo al microbús con los nudillos sangrantes y los guantes al hombro.

Es más difícil determinar el tiempo en que se pierde la segunda virginidad del


peleador –quizá la más importante-. Algunos la pierden antes siquiera de
empezar a entrenar, algunos tardan en animarse a perderla y otros, con la
moda del fitness que ha descubierto las bondades del boxeo para controlar el
sobrepeso, nunca la pierden. Hablo de la primera herida, provocada o sufrida.

Infringir daño llena de un orgullo sádico pero verdadero; deja en el otro un


símbolo del poder propio, de la habilidad adquirida, o de la suerte poseída.
Pero cuando es tu piel la que se abre a golpes es cuando llega la verdadera
prueba. “Hay quienes aguantan que los golpeen y hay quienes no. Esto no es
para todos”, me dijo una vez Octavio "El Famoso"Gómez en su gimnasio de
Tepito. Porque a fin de cuentas es tu esencia vital la que te escurre por la cara.
Si los griegos tenían razón respecto a la sangre, es tu alma la que resbala sobre
tus pómulos o tus mejillas. Es tu alma la que mancha el suelo, el guante del
oponente, la duela.

Idealmente, el tiempo y la disciplina del entrenamiento acabarán optimizando


todo tu ser. Piensa en las ceremonias de pesaje, en el cuerpo deshidratado de
los peleadores; es la menor masa posible sobre la justa cantidad de músculo
para dar poder minimizando el peso innecesario. Una máquina-orgánica hecha
para golpear, cubrirse, esquivar, desplazarse y aguantar castigo.

Si los golpes no son para todos, la vida del cuadrilátero es todavía para menos.
Pero cualquiera de los dos caminos, el del entrenamiento o el del
profesionalismo, tienen en común lo mismo: el cambio. Una vez que pierdes
tu virginidad –la del box o la sexual- no hay paso atrás. Algo en ti no volverá a
ser como antes. Y sólo en el cambio está la verdadera oportunidad de crecer.
Si entrenas, entrenaste o entrenarás ten eso mente, estás cambiando tu cuerpo
y tu mente. El entrenamiento, un camino a madurar, es el salto a ser otro.

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