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Hay dolencias únicas del boxeo. Durante tus primeras tandas de golpes, las
manos, después de estar cerradas en puño golpeando un costal o un ser
humano, se cansan. Cuando tienes un respiro piensas en abrir el puño para
descansar…pero es imposible. El intento por estirarla hace rechinar tus
huesos, como si el puño nunca hubiera sido de otra forma e intentar abrirlo
fuera una agresión a la naturaleza. Duele menos dejar tus dedos enrollados
sobre la palma. Los pequeños traumas óseos de cada golpe se irán sumando
con las horas de gimnasio. Poco a poco el calcio se aglutina en nudillos, dedos
y muñeca. Es la disciplina del cuerpo, la construcción, ya no del deportista,
sino del boxeador, manos que ya no son manos, sino manos que son martillos,
mazos, garrotes, macanas.
Si los golpes no son para todos, la vida del cuadrilátero es todavía para menos.
Pero cualquiera de los dos caminos, el del entrenamiento o el del
profesionalismo, tienen en común lo mismo: el cambio. Una vez que pierdes
tu virginidad –la del box o la sexual- no hay paso atrás. Algo en ti no volverá a
ser como antes. Y sólo en el cambio está la verdadera oportunidad de crecer.
Si entrenas, entrenaste o entrenarás ten eso mente, estás cambiando tu cuerpo
y tu mente. El entrenamiento, un camino a madurar, es el salto a ser otro.