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El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles

y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública. Si


ella faltase, nos encontraríamos a obscuras y sin poder contener a los díscolos más que con medidas
dictadas por la razón, o que la experiencia ha enseñado ser útiles…

Diego Portales, “Carta a J. Tocornal”, 1832

El informe del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) publicado el año
2000, que recoge y sintetiza los análisis y evaluaciones sobre la situación de Chile en términos
de Desarrollo Humano, pone énfasis en un aspecto contradictorio del asombroso crecimiento
económico del país durante la década de 1990: pese a que los porcentajes de pobreza de la
población disminuyeron a la par del famoso 7% de crecimiento previo a la crisis asiática, se
detectó una fuerte sensación de incertidumbre entre las chilenas y los chilenos, provocada ya
fuera por la fragilidad de su “nueva” posición social (sustentada en créditos y endeudamiento
masivo) o por las enormes expectativas de participación política y justicia social no satisfechas
durante una década de gobiernos de la Concertación. En ese contexto, el organismo
internacional recomendaba encarecidamente a la institucionalidad política del país a poner
atención al concepto de governance (“gobernanza”) por sobre el de governability
(“gobernabilidad”). La diferencia entre ambos conceptos, esclarecida convincentemente por el
sociólogo norteamericano Robert Putnam en su libro Making Democracy Work (1993), radica
en la naturaleza de las prácticas y fundamentos de los gobiernos: gobernabilidad describe el
funcionamiento conjunto de las instituciones político-jurídicas en un contexto de Estado de
Derecho, mientras que la gobernanza guarda relación con las interacciones organizacionales de
la sociedad civil, o ciudadanía, la cual forma un tejido de redes de cooperación, re-distribución,
reciprocidad y asociatividad; en suma, la configuración de lo que Putnam denominó “capital
social”.
Las diferencias entre gobernabilidad y gobernanza son fundamentales para entender los
significados y prácticas político-culturales asociados a la ciudadanía en la actualidad, no
solamente en Chile, sino también en la mayor parte del mundo. Las distinciones entre estos
conceptos instan a recordar las definiciones que hiciera Jacques Rancière sobre policía y
política: una, expresión del anquilosamiento de las instituciones, el Estado y el conjunto auto-
legitimado de políticos profesionales y organismos represores; otra, visibilización de las fisuras
dejadas por el “reparto de la sensibilidad”, exigencias de retribución y recuperación de espacios.
Lo político, para Rancière, no es La política que oímos habitualmente en los discursos oficiales
y oficialistas. El funcionamiento de las instituciones –la gobernabilidad, la policía-, desde este
punto de vista, sería una parte del conjunto total del cuadro verdaderamente político en una
sociedad política. No obstante, ¿qué entienden las ciudadanías por política? El ejercicio
inquisidor es altamente interesante, particularmente si prestamos atención a los discursos de las
autoridades institucionales: la Razón de Estado se ha propuesto en relación de equivalencia con
la gobernabilidad: “Dejar que funcionen las instituciones” es un discurso compartido por las
clases políticas de gran parte de los países con Estados Republicanos.
En el siglo IV a.C., cuando Aristóteles definió a la polis, esclareció inmediatamente que ésta no
era una “aglomeración urbana”, como la entendemos en la actualidad, sino una comunidad de
ciudadanos: independientemente del territorio, la polis existía en las organizaciones de su
ciudadanía. Con justa razón podría pensarse que tanto la ciudadanía como la política son
invenciones griegas, puesto que no solo abrieron factualmente los espacios que visibilizaban las
fisuras del “reparto de lo sensible”, sino que también pensaron en las implicancias de esa grieta,
de ese espacio coyuntural primordial. Las distintas formas de gobierno, los alcances del poder y
la ética fueron estudiadas por los griegos desde el punto de vista de la célula básica de
convivencia plenamente humana, esto es, la polis.
Ahora bien, el espacio político visibilizado por los griegos fue velozmente apagado por siglos
de monarquías, imperios, despotismos y oligarquías fieles a los Estados dominantes de la época:
macedonios, romanos, reinos latinos del occidente medieval, turcos otomanos, potencias
industriales modernas, etc. El “redescubrimiento” de la ciudadanía fue un proceso largo y
complejo. Normalmente se toman a las repúblicas italianas del siglo XV como las que re-
conceptualizaron a la ciudadanía desde el punto de vista de la Antigüedad clásica. Sin embargo,
para los déspotas del Renacimiento, la “ciudadanía” constituía una porción de sus súbditos,
sujetos a cargas fiscales y a los vaivenes de la fortuna en las guerras. Un ciudadano era, con
todo, un “habitante del burgo”, un “habitante de la ciudad”, de aquella aglomeración urbana que
era la ciudad medieval.
El verdadero “giro cultural” que creó las condiciones para la emergencia de la ciudadanía
moderna, fue esa enorme transformación en las sensibilidades que aconteció a partir del siglo
XVIII en Europa occidental. La re-significación de la empatía, el humanitarismo y la difusión
del sentido de la autonomía individual, fueron, de acuerdo al análisis de la historiadora Lynn
Hunt, los factores que le dieron sentido a las propuestas políticas y filosóficas de la Ilustración.
Los “derechos del hombre” (“hombre” era el genérico universalista para “humanidad”, que, en
ese entonces, no incluía a las mujeres) se transformaron en conceptos continuamente citados por
la literatura para re-significar el valor de la vida humana. La ciudadanía se convertiría para los
revolucionarios franceses, después de 1789, en una garantía de su valor humano frente al
despotismo y a la arbitrariedad del Estado moderno. La “invención” de los derechos humanos
condujo, inevitablemente, en el mediano o largo plazo, a la caída de las monarquías absolutas y
a los primeros ensayos de Estados modernos pre-republicanos.
A partir de aquel momento, siguiendo el análisis de Marshall, se abre el espacio para el
desarrollo de las formas ciudadanas características de la Época Contemporánea, cada una
caracterizada por ser definida por algún tipo de derecho: los derechos civiles, los derechos
políticos y los derechos sociales. Éstos, a su vez, se hallan vinculados a un desarrollo en
particular del capitalismo y el Estado (derechos de propiedad, libertad, de sufragio, de
postularse a cargos públicos, de acceso a educación y salud, etc.). Si bien esta clasificación es
útil para entender esquemáticamente la evolución de la trayectoria jurídica de la ciudadanía,
carece del elemento clave para la comprensión de las ideas relacionadas con este nuevo status.
En Chile, no solo la categoría jurídica, sino también las ideas y conceptos asociados a la
ciudadanía han presentado una particular evolución histórica. Según lo dispuesto en la
Constitución de 1833, los derechos civiles y políticos eran ejercidos en su plenitud por los
individuos que contaran con los requisitos materiales y sociales mínimos para ello: varones
adultos mayores de 25 años, que contaran con propiedades y la nacionalidad chilena. Resulta
significativo pensar en los proyectos constitucionales de la década de 1820 y sus diversas ideas
sobre la democracia y la ciudadanía; la “constitución liberal” no era necesariamente censitaria y
presentaba una concepción de la democracia y la participación notablemente inclusiva. Tras la
Constitución de 1925, se eliminó el criterio censitario, aunque aún no se establecía el derecho a
sufragio y plena ciudadanía para las mujeres (lo cual cambió en 1947). En la actualidad, la
Constitución establece que un/a ciudadano/a es un individuo que cuenta con la nacionalidad
chilena, mayor de 18 años y que no esté condenado/a a pena aflictiva que supere los 5 años y un
día de cárcel. Este criterio, o concepto, de la ciudadanía era el que manejaban la mayor parte de
los/as habitantes del territorio hasta hace unos 20 años.
Una de las causas de la transformación del sentido de la ciudadanía fue la supresión de los
programas obligatorios de Educación Cívica en 1998, durante el gobierno de Eduardo Frei
Ruiz-Tagle, aunque su peso relativo en el problema me parece menor comparado a los gigantes
cambios económicos, políticos, sociales y culturales que han acontecido en el transcurso de
poco más de dos décadas de gobiernos de la Transición. El informe del PNUD del año 2000 ya
hacía hincapié en el mayor acceso a la información de parte de la población, en particular de los
jóvenes, a través de internet, como también a las consecuencias paulatinamente visibles del
consumismo y la banalización de la cultura. Uno de los puntos clave del informe fue la
acentuada responsabilidad que le adhería a la institucionalidad política del país por su papel en
la profundización de estas condiciones que, lejos de incentivar o promover la democracia,
creaban una distancia sideral entre la ciudadanía y los asuntos públicos. El pronóstico del
PNUD fue aplastante: en caso de no salvar la situación, se produciría una “ciudadanización de la
política”, es decir, un trepidante proceso de conformación de organizaciones que ya no
considerarían a los partidos políticos y a los cauces institucionales como formas de solucionar
sus demandas. De hecho, la historia reciente de la sociedad chilena ha evidenciado la validez de
esta “predicción”: los movimientos estudiantiles (los grandes estallidos y articulaciones de 2006
y 2011), las asambleas territoriales en regiones extremas o alejadas de Santiago (Aysén,
Freirina, Caimanes), o las organizaciones locales-vecinales con capacidad de gestión y acción
en distintos puntos del territorio, han llevado a la práctica el planteamiento de Putnam sobre el
“capital social”. Los gobiernos de la Concertación, de hecho, han intentado apropiarse y re-
significar el planteamiento de Putnam implementando políticas públicas subsidiarias bajo el
título de “fomento al capital humano”: los fondos FOSIS, o el Capital Semilla, basados en el
paradigma del “pequeño emprendedor”, son las puntas de lanza del Estado para contrarrestar los
fundamentos del “capital social”.
¿Cuál es el estado actual de la ciudadanía en Chile y el mundo? Las posibles respuestas, como el
panorama, son confusas y poco claras. No cabe duda que la mayor parte de los Estados
republicano-democráticos en la actualidad han centrado su atención en la estabilidad
(gobernabilidad) por sobre la creación de mayores oportunidades de participación y deliberación
democrática, tras décadas de conflictos armados y guerras ideológicas (lógica de Guerra Fría).
Las ciudadanías fueron notablemente debilitadas a causa de la expansión sin precedentes de las
redes globalizadoras del capitalismo tardío, de la fragmentación espacio-temporal, y la
consiguiente destrucción de los lazos tradicionales de asociatividad y solidaridad social. ¿Puede
verse a la articulación de movimientos de protesta mediante las redes sociales como formas de
una nueva ciudadanía? El caso de la “primavera árabe” (desde 2010) es aleccionador en ese
sentido, aunque el uso de redes sociales como medios de asociatividad aún debe tratarse con
cautela. En Chile, al menos, la persistencia del “peso de la noche” portaliano, la idea de que la
“masa tiende al reposo”, aún es percibida como la garantía de la gobernabilidad: mientras
menos movimientos, protestas, reclamos, aún mejor. Aquella idea, desde la perspectiva teórica
al menos, resulta profundamente contradictoria con las evidencias de la “ciudadanización de la
política” en Chile y el mundo, y con los planteamientos de teóricos como Putnam o Rancière.
La ciudadanía, sea como sea que se entienda en la actualidad, puede tomarse desde dos puntos
de vista: el primero, como parte integral de un discurso legitimador de la gobernabilidad y la
policía (en el sentido de Rancière), ya que el término “ciudadanía” posee el seductor sentido de
la neutralidad, y no evoca a ninguna revolución reciente (“ciudadano” era un concepto
revolucionario en el siglo XIX); o como una posibilidad de “visibilización de las fisuras en el
reparto de la sensibilidad”, es decir, una forma de realmente hacer política. Pues, pese a la
saludable integración de nuevas dimensiones a la Formación Ciudadana (conflictos de
convivencia social y urbana, desarrollo de una consciencia ecológica, valorización de las
diferencias y la diversidad, etc.), ninguna de éstas se explica sin un sentido de lo político en la
actualidad: partidos políticos, gobierno central, sistema jurídico, trámites legislativos, son una
parte dentro del conjunto de preocupaciones de la ciudadanía actual, más no su definición en sí.

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