You are on page 1of 37

Don Juan

II- El Varón Castrado


Don Juan
II- El Varón Castrado

Matrimonio: Un ritual
que desinfla el deseo
Ariel C. Arango
Arango, Ariel
Don Juan II : el varón castrado. - 1a ed. - Santa Fe : el autor, 2010.
160 p. ; 14x21 cm.

ISBN 978-987-05-8568-8

1. Psicoanálisis. I. Título
CDD 150.195

Fecha de catalogación: 05/05/2010

C 2010 - ACA Ediciones


Primera edición

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723


Prohibida su reproducción total o parcial
Diseño Editorial: Diseño Armentano
Imagen de portada: Rubens (1577 - 1640)
El triunfo del vencedor, h. 1614
Óleo sobre tabla, cm. 174 x 263
Staatliche Kunstsammlungen, Kassel
Los resultados de la amenaza de
castración son diversos e incalcu-
lables: afectan todas las relaciones
de un niño con su padre y con su
madre y posteriormente con los
hombres y mujeres en general. Por
lo común la masculinidad del niño
no es capaz de resistir este primer
choque. Para preservar su órgano
sexual renuncia más o menos por
completo a la posesión de su ma-
dre; con frecuencia su vida sexual
resulta permanentemente trastor-
nada por la prohibición.

Freud, Esquema del Psicoanálisis, VII. (1938)


Di te vir fabula narratur

De ti, varón, se habla en


esta historia
Dr. Ángel Garma
IN MEMORIAM
No sospechan, ciertamente, cuán-
tos renunciamientos trae consigo,
a veces para ambas partes, el ma-
trimonio, ni a lo que queda redu-
cida la felicidad de la vida conyu-
gal, tan apasionadamente desea-
da.

Freud, La moral sexual cultural y la nerviosidad


moderna (1908).
Que me muera, oh Príapo, si no
me da vergüenza decir palabras
torpes y obscenas. Pero como tú,
siendo dios, muestras tus huevos
al aire dejando de lado el pudor,
debo yo llamar a la concha, con-
cha y a la pija, pija.

Priapeo, Corpus Priapeorum (siglo I d C)


Prólogo

U n día el Viejo Celoso llamó del exilio a los hijos


desterrados de la horda primitiva para conceder-
les el dudoso beneficio del matrimonio. Y ésta fue su
arenga:

«Ahora, siempre y cuando te sometas al ritual de cir-


cuncisión, te permitiré tener mujer. Aunque sólo una.
Así te redimirás del castigo de hacerte la paja o hacer-
te romper el culo, al cual, por no tener hembra, esta-
bas condenado. Pero no te ilusiones. No te dejaré
coger ni a tu madre ni a tu hermana. Y como te conoz-
co sé que, por tu cobardía, no te permitirás que nin-
guna otra te brinde un placer parecido.
Cogerás, ¡sí!, pero no a la mujer deseada. Nunca
tendrás a la hembra de tus sueños: ¡sólo tendrás una
esposa!»

La esposa es un premio consuelo.


¡Don Juan lo rechazó!

17
Capítulo I

El Varón Castrado

El niño, comúnmente, tiene angustia


de que su padre le robe su miembro viril;
la angustia de castración es una de las más
poderosas influencias en el desarrollo
de su carácter y decisiva para sus
posteriores tendencias sexuales.

Freud, El análisis profano, IV (1926).

S ir James Frazer (1854-1941), el ilustre humanis-


ta inglés, decía que a pesar de todo cuanto se haga
y diga, nuestras semejanzas con el salvaje son todavía
más numerosas que nuestras diferencias. Y el matri-
monio confirma su aserto: el ritual del matrimonio no
es sino, apenas enmascarado, un ritual primitivo de ini-
ciación.

19
Don Juan - El varón Castrado

Todas estas ceremonias salvajes son, sin duda, im-


presionantes. Además son extrañas y, también, miste-
riosas. Y, sobre todo, infunden terror. Y en todas ellas
hay motivos que se repiten como una obsesión: la muti-
lación, la muerte, la resurrección y… ¡la amnesia!

II

Entre el ritual de iniciación y el ritual del matrimonio


fluyen armoniosas concordancias (lo que no debiera
extrañarnos ya que los dos son intentos de domesticar
a los jóvenes). Ambos tienen lugar cuando el varón está
a punto de empezar a coger y es, en todo caso, el único
modo de hacerlo legítimamente, o lo que es lo mismo,
con permiso. Y, por lo demás, las condiciones para
obtener la autorización son también las mismas. Los
salvajes no pueden coger a la madre ni a sus hermanas.
¿Acaso podemos hacerlo nosotros? ¡Absolutamente no!
¡Ni siquiera a nuestras primas! (La Iglesia Católica esta-
bleció que el parentesco entre los esposos debía ser más
lejano que el cuarto grado, esto es, que no debían tener
un antepasado común en cuatro generaciones)1. Sin
embargo, al salvaje lo circuncidan y a nosotros no; eso
es cierto. ¡Pero preguntémosles a judíos y musulmanes!
Y, de cualquier modo, ¿no se nos impone a nosotros
también la amnesia? ¡Por supuesto que sí! ¿No dice la
Biblia (Génesis, II, 21-24) que el varón para unirse a
su mujer debe primero dejar a su padre y a su madre,
lo que supone olvidar la infancia con los deseos y pla-
ceres que le son propios?
El salvaje, ¡el eterno salvaje!, habita todavía en no-
sotros. Y con los mismos anhelos y los mismos miedos.
Compartimos el deseo y la prohibición incestuosa, la
mutilación de la pija y la obligación de olvidar. Más

20
Capítulo I - El Varón Castrado

allá del lenguaje, las vestimentas y las modas, o la cás-


cara de los conocimientos intelectuales, el instinto, a
través del tiempo y el espacio, permanece inmutable:
¡la pija siempre quiere lo mismo!
Der primitiv Mensch uberleben in jeder Individuum,
el hombre primitivo sobrevive en cada individuo.
Son palabras de Freud.

III

La mutilación es, en el ritual, el momento de angustia


suprema.
La amenaza de castración es un medio de inspirar
terror. Y en ella se inspira todo ritual de iniciación para
garantizar la prohibición del incesto ya que recurre a
la circuncisión que es su forma mitigada. El mensaje a
los novicios es claro: está prohibido coger sólo por el
placer de hacerlo. ¡Únicamente se cogerá con quien los
Padres permitan! Y en el tiempo y modo que ellos esta-
blezcan. Así resuena la Paterna Voz:

«Ésta es la regla: no cogerán como machos indómi-


tos sino como hijos obedientes. Éste es el trato. Y para
que no lo olviden, ahora… ¡le circuncidamos la pija!»

Y esto sucede en toda época y en todo lugar ya que los


pueblos que no circuncidan también imponen a sus
hijos una señal de sumisión: al varón recién casado no
le cortan el prepucio… ¡pero lo obligan a llevar un ani-
llo en el dedo! Una es una marca y el otro sólo un orna-
mento pero ambos son el sello de la esclavitud.

21
Don Juan - El varón Castrado

IV

El poeta elegíaco griego, Semónides de Amorgos (circa


630 a C), en su Catálogo de mujeres, sentencioso y pesi-
mista, aludía así a la hembra:

Porque éste es el mayor mal que Zeus creó y nos lo


echó en torno como una argolla irrompible.2

Definir a la mujer como una argolla irrompible es lo


mismo que imaginarla… ¡como un anillo funesto!
En el arte, la imagen de un macho sometido a una
hembra es, en realidad, un tema muy difundido y que
se repite en el tiempo. La famosa obra Aristóteles y Filis
(1513), una pintura muy sensual con un sentido muy
vivo de lo grotesco, del alemán Hans Baldung Grien
(1480-1545), que sigue un modelo establecido por el
arte medieval tardío, es típica: la desnuda Filis monta
sobre un hombre que camina en cuatro patas, al cual
azota y conduce por las riendas como si fuese una bes-
tia de carga3.
Este grabado podría ilustrar, espléndidamente, la
escena, por lo demás nada rara (y no sólo alegórica-
mente), de un marido subyugado por su esposa. Es, sin
duda, una imagen patética pero es, sin embargo, la con-
secuencia inevitable de la circuncisión impuesta por el
temido Padre durante el ritual del matrimonio, al cual
el varón, dócilmente, se sometió…
El matrimonio es un permiso para coger que el Padre
otorga al hijo a condición de llevar, en la pija o en el
dedo, la marca de la esclavitud.
El matrimonio es el varón castrado.

22
Capítulo II

El Viejo Celoso

Nos gustaría mucho saber si el celoso Viejo


de la horda, en la primitiva familia darwiniana,
se conformaba siempre con echar a los jóvenes
machos o hubo una época anterior
en que realmente los castraba.

Freud, Carta a Sandor Ferenczi,


marzo 18 de 1912.

C harles Darwin (1809-1882), el gran naturalista


inglés, pensaba que observando al hombre, tal
cual es en nuestros días, se podría deducir que en tiem-
pos remotos vivía en pequeños grupos acompañado de
una o varias mujeres. Y creía también que esto sucedía
porque, al igual que los gorilas, el más fuerte

23
Don Juan - El varón Castrado

by killing and driving out the others

«matando o echando a los otros», se transformaba en


jefe y… ¡se cogía a todas las hembras!1
Freud hizo suya esta idea. Pero insistió, especialmen-
te, en señalar que el celoso Viejo no era sólo el amo
sino, igualmente, el Padre de la horda entera. Y que su
poder, que era absoluto, también era brutal. Todas las
mujeres eran suyas, tanto las madres como las hijas. El
placer incestuoso era su privilegio. Era Dios Padre, en
carne y hueso sobre la tierra, ejercitando su poder como
cacique de la primitiva horda humana2, desde donde
luego se trasladó a los cielos, aunque este desplazamien-
to geográfico, sin embargo, no mudó su carácter. El
Dios judío, con raro candor, así lo dice: «Pues yo, Jehová,
soy un Dios celoso» (Éxodo, 20-5).

II

Freud agrega luego que a los hijos expulsados de la


horda no le quedará más que las opciones que, vigoro-
samente, enumera el lenguaje obsceno: ¡o hacerse la
paja o hacerse putos! La masturbación y la homosexua-
lidad es el destino de los machos incapaces de conquis-
tar hembras. Y esto sucede entre los animales también.
En las manadas de caballos salvajes se puede observar
in situ: los potros que viven apartados del grupo, y que
se masturban a discreción, tienen un jefe que los dirige,
controla y molesta como si fueran hembras3.
Sin embargo, cuando los años ablandaron su carác-
ter, el Viejo Celoso ofreció a sus hijos otra alternativa:
ahora podrían coger, ¡pero bajo condiciones! El ritual
del matrimonio había nacido…
Pero ya sabemos lo que eso significa.

24
Capítulo II - El Viejo Celoso

III

Lex dura est, sed scripta, la ley es dura pero está escri-
ta, dice Ulpiano (170-228), el jurista romano de claro
y elegante estilo. Es éste, sin duda, un pensamiento
implacable, pero es, también, una genuina afirmación
viril. Es muy propio del hombre (y no así de la mujer)
exaltar el valor de la Ley. Y es comprensible. ¡Es el terri-
ble Viejo Celoso quien la impuso!
La Ley primordial, aquella que se forjó en la noche
de los tiempos, era muy breve y concisa. La conocemos
muy bien ya que pervive en los Diez Mandamientos.
«Honrarás a tu padre y a tu madre», lo que traducido
en el lenguaje de la horda primitiva significa: «¡No coge-
rás a tu madre y no matarás a tu padre!». Los mismos
mandamientos que impone el ritual de iniciación de los
pueblos primitivos…4
El varón castrado no sólo se somete a la Ley sino
que, a menudo… ¡hasta llega a amarla! (los maridos
contumaces o los empedernidos reincidentes). Muchos,
incluso, gozan humillándose ante ella. Dante Allighieri,
por ejemplo, experimentaba una deliciosa sensación
de sosiego y beatitud cuando se hincaba de rodillas ante
el divino Padre (Paradiso, III, 85):

la sua voluntate é nostra pace

«su voluntad es nuestra paz»

IV

¿Por qué arraigan tanto en el macho los mandatos y las


prohibiciones? O lo que es lo mismo, ¿por qué éste,
reverente, acepta la Ley? La respuesta no es difícil sino,

25
Don Juan - El varón Castrado

más bien, fácil, tanto que es casi obvia: ¡por miedo! Por
un miedo que está enraizado en su naturaleza y que se
renueva entre padres e hijos. Un miedo del que se ali-
mentan todos los temores y que constituye su fuente.
Un miedo a una agresión tan espeluznante que más que
temor suscita espanto… ¡la amputación de la pija y de
los huevos!
El acatamiento de la Ley es consecuencia de este
terror: el varón se somete para liberarse de una angus-
tia insoportable. La amenaza de castración quiere evi-
tar la violación de un Mandamiento. ¿Cuál? Por el cas-
tigo conocemos el crimen. ¿De qué otra cosa puede ser
convicta la pija que por entrar en la concha? Porque
no todas pueden ser habitadas por este rijoso huésped.
Algunas no…
La castración es el escarmiento por coger con quien
no se debe.
Tal es el espanto que la castración produce que, en
el arte, prácticamente no existe una representación fran-
ca del acto mismo de la mutilación (como tampoco
sucede en los sueños). La ilustración medieval que mues-
tra el momento en que el rey Guillermo III de Sicilia está
siendo cegado y castrado, y que se halla en un volumen
profusamente iluminado que contiene el De casibus
virorum illustrium de Boccaccio, en la Bibliothéque de
l’Arsenal de París es, en este sentido, una rareza.
La prohibición de coger a la madre o a la hermana
no constituye únicamente el tabú más primitivo sino
también el modelo de cualquier otro. Y del mismo
modo que la botánica nos enseña que todas las estruc-
turas de una planta no son sino variaciones y etapas de
la hoja, o que la anatomía nos muestra que la estruc-
tura del cráneo no es más que una continuación de las
vértebras de la columna vertebral que encierran al cere-
bro del mismo modo como lo hacen con la médula,

26
Capítulo II - El Viejo Celoso

también el derecho nos invita a ver en los abigarrados


códigos que hoy abruman nuestra conciencia no otra
cosa que una continuación, o bien variaciones, de aque-
lla prohibición arquetípica.
La amenaza de castración es una amedrentación tan
poderosa que todos sucumben a ella. Y que, además,
deja una huella indeleble. Tan honda que el macho que-
dará, desde entonces, domesticado y listo para recibir
nuevas órdenes. Ella es la que ha creado en el varón el
hábito de la obediencia. El miedo es la razón final de la
Ley y la castración su nombre más antiguo. Séneca (4-
65), el filósofo romano, que lo sabía, lo expuso con seve-
ra concisión: Qui potest mori, non potest cogi; quien
puede morir, no puede pensar.

Los huevos se cortaban con frecuencia en tiempos anti-


guos y el trance asumía, a veces, la forma de una pre-
meditación diabólica. La venganza de Hermotino, pri-
mero entre los eunucos de Jerjes, fue estremecedora.
También lo había sido su vida.
Había nacido más allá de Halicarnaso, en Asia Me-
nor; era pedaseo. En su juventud fue cautivado por ene-
migos de su pueblo y vendido como esclavo. Lo com-
pró Panjonio, natural de Quíos, isla de Grecia. Era éste
un hombre infame: ¡compraba hermosos muchachos,
los castraba y los vendía a Sardes y Efeso como eunu-
cos! Hermotino fue uno de ellos y como lujurioso rega-
lo llegó a ser propiedad del Gran Rey.
Pero sucedió que mientras Jerjes preparaba su ejér-
cito contra Atenas, Hermotino encontró a Panjonio.
El eunuco, entonces, sin dejar traslucir sus recónditos
propósitos, sólo le dijo a su verdugo palabras de amis-

27
Don Juan - El varón Castrado

tad, le agradeció los bienes que por él poseía y le ofre-


ció establecerse con su familia en la región de Misia
que habitaban los de Quío. Panjonio aceptó. Y así selló
su destino.
El griego Heródoto (484-425 a C), el Padre de la
Historia, tal cual lo bautizara Cicerón (De legibus, I, 1)
cuenta, con su colorido estilo poético, pleno de sosie-
go y fluidez, que cuando Hermotino tuvo toda su fami-
lia entre sus manos exclamó:

«¡Oh, traficante que, de cuantos hasta aquí han vivi-


do, te has ganado la vida con más infames prácticas!
¿Qué mal te hice yo o alguno de mis antepasados para
que, de hombre que era, me aniquilases? ¿Pensabas
que los dioses no se iban a enterar de lo que entonces
maquinaste? Con justa ley te han traído a mis manos,
a ti, que cometiste infamias para que no te puedas que-
jar del castigo que recibirás de mí».5

El epílogo fue horripilante:

Tras estos insultos, trajo los hijos de su presencia y


obligó a Panjonio a castrar a sus propios hijos, que
eran cuatro y él, obligado, lo hizo, y cuando hubo aca-
bado, los hijos se vieron obligados a castrarle.6

VI

¡Un padre que castra a sus hijos! ¡Hijos que castran al


padre! Son, sin duda, experiencias sobrecogedoras.
Panjonio lo logró bajo amenazas, es cierto, pero padres
e hijos se han mutilado, a menudo, por propia inspira-
ción. Y vestigios de estos feroces rasgos primitivos
sobreviven todavía, como en un museo, en los mitos

28
Capítulo II - El Viejo Celoso

religiosos. Porque la castración, lejos de ser un hecho


ajeno a los dioses, constituye un episodio frecuente en
la vida de las sagradas familias. Así Cronos, el Dios
griego, inicia su reinado mutilando a su padre, Urano.
Su propia madre, instigadora y cómplice, fabricó el ins-
trumento funesto: una gran hoz de diamante. Cuando
el Dios, durante la noche, deseoso de amor, se extendió
sobre ella buscando su vientre fecundo, su hijo, al ace-
cho, tomando con su mano izquierda los huevos reple-
tos de su padre y empuñando con su derecha el arma
de dientes afilados, los amputó de un golpe. Luego lo
arrojó al mar donde la leche derramada formó una blan-
quísima espuma sobre las aguas7.

VII

Estas costumbres divinas son hoy piezas arqueológi-


cas. Pero quedan abundantes vestigios. Los padres
ahora, a diferencia del Viejo Celoso, no capan a sus
hijos pero, a menudo… ¡amenazan hacerlo! Tan difí-
cil le es al hombre abandonar sus hábitos más crueles
y en nada es tan conservador como en el arte de punir.
Sus maneras no han cambiado demasiado con el tiem-
po y muy poco su espíritu.
La enorme importancia de la angustia de castración
en la vida del varón constituye uno de los descubri-
mientos más impresionantes de Freud8. Él fue el pri-
mer sorprendido, pero ése era el dictamen que, obsti-
nados, le ofrecían los sueños, las fantasías y los sínto-
mas de sus pacientes. ¡Todo niño revive en su infancia
los miedos del hombre primitivo! Raros son los padres
que lo redimen de volver a sufrir esa espantosa ansiedad
y muchos, por el contrario, la promueven con la fideli-
dad de un ritual. Es una funesta obsesión.

29
Don Juan - El varón Castrado

En ocasiones el ultimátum se disfraza con el ropaje


del chiste. Así fue como Gargantúa, el jocundo héroe
del francés Rabelais (1483-1553), debió soportarlo.
Las mujeres que lo cuidaban se retorcían de risa cuan-
do el pequeño, entre los tres y cinco años, levantaba las
orejas:

Una la llamaba mi espita, otra mi tallito de coral, otra


mi morcilla, otra mi tapón, otra mi taladro, mi agita-
dor, mi flauta, mi colgante, mi tormento, mi colita…
—Es mía —decía una.
—No, que es mía —decía otra.
—Y para mí, ¿no hay nada? —decía otra— Pues se la
cortaré.
¡Ah! ¡Cortar! Harías muy mal —decía otra— ¡Cortar
la cosa a un niño para que luego sea un señor sin
cola!9

Otras veces no es el padre sino la propia madre la que


asume el cruel menester. Ella fue quien amenazó a
Juanito, el famoso paciente de Freud. El niño tenía
entonces tres años y medio y su interés por la «cosita
de hacer pipí» no era meramente teórico ya que tam-
bién se hacía con ella, rudimentariamente, la paja. La
madre, al sorprenderlo un día en su gozoso manipu-
leo, le advirtió siniestramente, cual rediviva y cruel
diosa Cibeles:

Madre: «Si haces eso llamaré al doctor A. para que te


corte la cosita y entonces, con qué vas a hacer pipí»
Juanito: «Con el culo»10

De un modo u otro, seria o risueñamente, la amenaza


de castración siempre está en el aire. En realidad es casi
tan natural al alma del varón que ni siquiera necesita

30
Capítulo II - El Viejo Celoso

ser formulada. Aunque no lo amenacen el niño la teme-


rá igual.

VIII

La angustia de castración es el leit motiv, la ansiedad


dominante en la vida del macho. Sin embargo, no es,
por lo común, manifiesta. La angustia suele aparecer
encubierta y, además, desplazada. Pero siempre es obse-
siva. A veces, en medio de un malestar difuso y evanes-
cente se presenta como miedo al destino; otras, alimen-
tando obscuros presagios, se exhibe como inquietante
superstición; y a menudo, tras la desoladora amenaza
de enfermedades incurables, se descubre como hipo-
condría… Es una angustia flotante, ubicua e impiado-
sa que acosa, incansable, al varón.
Los disfraces son diversos pero todos, inconsciente-
mente, ocultan lo mismo: ¡el miedo a perder el hincha-
do y morado miembro o sus simétricos colgantes! Que
es igual a morir: el temor de no poder coger ya nunca
más es lo que despierta la insoportable angustia de
muerte. Y, de hecho, el espanto a la muerte enmascara
el terror a esa siniestra mutilación. De otro modo, ¿por
qué habríamos de asustarnos si nunca hemos estado
muertos? Pero sucede que la muerte importa la aniqui-
lación definitiva del placer… ¡y la castración también!
Por eso en lo inconsciente son una sola cosa. No es
casual que Atropos, la más vieja y agobiada de las
Parcas, las tres hermanas y obreras del Destino, y la
que anuncia la hora de la niebla, lleve, a menudo, una
tijera entre sus manos…

31
Don Juan - El varón Castrado

IX

El Viejo Celoso de la horda primitiva, los desalmados


adultos que aterrorizan a los jóvenes en los rituales pri-
mitivos de iniciación y el ceremonioso sacerdote que
oficia el sacramento del matrimonio anuncian, pues, a
una sola voz, que existen conchas prohibidas, como así
también que la mutilación es el castigo para quien las
goza. Y es éste, por supuesto, un riesgo que aterroriza
al hombre. Mientras sólo se inhibe es simplemente un
cobarde; teme a la Ley pero no la acepta. Únicamente
cuando hace suya la prohibición e, incluso, todavía…
¡la defiende!, es cuando ésta se incrusta en su espíritu:

Victoria nulla est


Quam quae confessos animo quoque subyugat hos-
tes.11

«No hay victoria sino cuando el enemigo vencido la


reconoce»

El varón no necesita ya, desde entonces, intimidación


alguna. Sería superflua: él solo es quien, voluntaria-
mente… ¡se somete a sí mismo! Se rinde a la voluntad
del Padre, acepta el ritual de circuncisión y renuncia a
su libertad. Aunque, sin embargo, como toda sumisión
es difícil admitir, inconscientemente… ¡la niega! El hom-
bre casado no dice: «Me casé porque tenía miedo de
coger sin permiso», sino, en cambio, dice: «Me casé para
formar una familia».
Es una propensión muy humana hacer, de necesi-
dad, virtud.

32
Capítulo II - El Viejo Celoso

El Triunfo del Vencedor (1614), la obra de Rubens


(1577-1640), el pintor flamenco, del Staatliche Kunst-
sammlungen de Kassel, una pintura de vigoroso dra-
matismo y glorioso color, nos ilustra, en forma insupe-
rable, sobre el aterrorizador poder del Viejo Celoso.
El Vencedor (el Padre de la horda primitiva) es un
guerrero vestido con armadura romana, sentado en el
centro de la composición, con un cadáver bajo sus pies
y un prisionero encadenado arrodillándose para besar
su rodilla (la degradante posición del hijo vencido que
besa la pija del padre en gesto de sumisión). La Victoria,
una mujer opulenta con alas, desnuda hasta la cintu-
ra, coloca una corona en la cabeza del vencedor (la
madre que se entrega a la «cabeza» del Padre triunfan-
te), mientras su daga (su pija) reposa en el regazo de
ella en dirección a su concha que los pliegues del ropa-
je sugieren más allá de toda duda.
El Triunfo del Vencedor es la imagen del Padre que
impone su voluntad y hace suya a la madre frente al
hijo vencido que, humillado, se somete: ¡el varón cas-
trado!
La pintura de un tema eterno…

XI

El macho asustado y sometido al Viejo Celoso de la


horda primitiva, el novicio atribulado por el ritual de
iniciación, y el hombre casado, desconcertado y con-
fuso, con el ignominioso anillo funesto en el dedo, no
son sino variaciones de un mismo tema: la eterna sumi-
sión del hijo. Nada cambia, todo es igual. Idem sed ali-
ter, lo mismo pero de otro modo. En el inconsciente no

33
Don Juan - El varón Castrado

existe el tiempo. Desde siempre, el varón castrado, pos-


trado y salmodiando, eleva al Padre la misma letanía:

la tua voluntate é nostra pace

XII

¡Qué diferencia con Don Juan!


El hidalgo español nunca se sometió a la amenaza
de la castración y, por eso, jamás renunció a la libertad
de amar.
Y lo dijo en todos los idiomas:

J’aime la liberté en amour12

«Yo amo la libertad en el amor»

Y estaba muy lejos de sentirse un hijo débil o sumiso:

J’ai sur ce sujet l’ambition des conquérants13

«Yo tengo la ambición de los conquistadores»

Don Juan, fiel a sí mismo, siempre encontraba su bien-


estar realizando su propia voluntad y no la ajena, y
jamás ofreció su culo para apaciguar a un enemigo:

I doubt if any now could it worse


O’er his worst enemy when at his kness14

«Y llego a dudar si alguien puede cometer peor dis-


parate con su peor enemigo que postrarse ante él»

Y, por supuesto, prefería morir a rendirse.

34
Capítulo II - El Viejo Celoso

Siempre peleó con brío:

«¿Quién ha de osar?
Bien puedo perder la vida;
Mas ha de ir tan bien vendida,
Que a alguno le ha de pesar15».

Don Juan, sin duda… ¡no era un varón castrado!

35
Índice

Prólogo 17

Capítulo I. El Varón Castrado 19

Capítulo II. El Viejo Celoso 23

Capítulo III. El derecho del Señor 37

Capítulo IV. El placer del Rey 51

Capítulo V. La felicidad 65

Capítulo VI. Primer amor 79

Capítulo VII. La Madre Voluptuosa 95

Capítulo VIII. La fiesta 113

Capítulo IX. La forza del destino 127

Epílogo. Final andaluz 137

Notas 139

Guía Bibliográfica 147

151

You might also like