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Rómpele la cabeza a ese mono: poética de las clases

de lengua y literatura

Silvia Seoane 1



Quiero comenzar compartiendo con ustedes un texto y servirme luego de él para pensar algunas
cuestiones acerca de la lectura de literatura en la escuela. Es el texto con que se inicia el Manual de
Instrucciones de Julio Cortázar. Y elijo al siempre visitado Cortázar porque ya es un autor emblemático y
siempre vivo en la escuela media.
Leo:
La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa
que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la
satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el
mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero
de ventanas de tiempo con su letrero Hotel de Belgique.
Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro
tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones
del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo
podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida.
Que te vaya bien.
Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa.
Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle
suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para
revolver el café.
Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a
nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar
otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que
agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de

1
Conferencia presentada en Jornada anual del Plan Provincial de Lectura de Santa Fe (Plan Nacional de Lectura)
Rosario - 4 de diciembre de 2006.
nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por
el cielo y aceptar taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas
que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que
tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa
y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro hacia la pared y ábrete paso.
¡Oh cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes.
Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el
ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego
ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla
resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido.
Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde
ya aceptado, no las cosas ya sabidas, no el hotel de enfrente: la calle, la viva floresta donde cada
instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire,
cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa
minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso
para ir a comprar el diario a la esquina.2

Este breve texto, que seguramente a muchos nos acerca a nuestra propia primera juventud, es una
poética. Una declaración acerca de la mirada que puede proponer la literatura. De hecho, si rememoran
las instrucciones para subir las escaleras, las instrucciones para llorar o para dar cuerda a un reloj,
recordarán que esos textos son lupas que aumentan y desnaturalizan lo que de tan transitado no se
percibe o nos dicen que hay un modo posible, absurdo y sutil de llorar, de nombrar sensible y
humorísticamente el llanto o el canto de todos los días.
Y, me arriesgo a proponer, también puede ser una poética de nuestras prácticas como profesoras y
profesores, como mediadores de lectura. Por qué digo esto: porque tal vez en el inicio de nuestra carrera
cuando estudiábamos en el profesorado o en la facultad, tal vez en algún momento fundante de nuestra
práctica docente quisimos por primera vez que, como dice Gabriel Celaya, la poesía fuera un arma cargada
de futuro, que la literatura permitiera mirar las cosas más allá de los estereotipos, de manera singular,
con ojos nuevos que ayudaran a nuestros alumnos interrogar el mundo que cotidianamente aceptamos.
Seguramente porque eso es lo que nos dio, lo que nos da a nosotros mismos la literatura. Entonces,
quisiera invitarnos a recuperar, en la hipótesis poco probable de que la hayamos perdido, la confianza en
la potencia de la lectura de literatura.
Les propongo que, en este ámbito en el que nadie la ataca, ensayemos algunas ideas para defender la
enseñanza de la literatura. Y veamos, a partir de allí, algunas prácticas y formulemos algunas preguntas.
Digo defenderla porque recuperar su centralidad en el nivel medio supone volver a posicionarla frente a

2
Cortázar, Julio. Historias de cronopios y de famas. Buenos Aires, Alfaguara, 1995. Pág. 13
la variedad de discursos que en los últimos quince o veinte años se instalaron como parte del currículum
de la materia Lengua y Literatura.
Consideremos la literatura, en principio, como arte. Y me interesa traer esto para que no pensemos la
literatura como un terreno para el aprendizaje de los tipos textuales, las superestructuras o cualquier otra
categoría que la lingüística difundida en los ´90 ha dejado como impronta en el currículum, bajo el
supuesto de que su estudio o su identificación garantizarían la llamada comprensión del texto. (Más
adelante cuestionaremos un poco esta idea de “comprensión” en relación con la lectura del texto
literario.) Digo: dejemos de lado este paradigma y, para eso, repensemos el lugar de la literatura como
arte.
Los discursos artísticos condensan los debates de una cultura en un momento histórico determinado y lo
hacen de un modo complejo y abierto. La literatura permite al lector adentrarse en la experiencia de las
palabras que no trabajan literalmente para señalar sino, fundamentalmente, para crear mundos posibles,
maneras de bocetar lo que de otro modo sería difícil pensar, lo que no puede decirse del todo. Así, lo
literario instala, cada vez, lo “otro”, lo diferente y esto supone no solo lo temáticamente distinto de lo
que conozco sino también lo que no sé cómo ni por qué ha sido dicho de este modo. Lo fuerte e
insustituible de encontrarse con una metáfora como la cortazariana que leímos recién: “ese mono que se
rasca sobre una mesa y tiembla de frío”, no es tanto la posibilidad de advertirla técnicamente como tal
como el enfrentarse a la imposibilidad de apresarla en un sentido acabado o, lo que es lo mismo, a la
posibilidad de interpretarla casi infinitamente. El francés Roland Barthes dice que todo texto tiene un
fondo de ilegibilidad, es decir, una reserva de producción de sentido que no es aprensible en la literalidad
del texto.3
Me interesa detenerme un poco en esto. Cuando hablamos de la interpretación de un texto, de la
polisemia, de los múltiples significados y procuramos que se pongan en juego en el aula no se trata tanto
(o solo) de que estemos teniendo una “actitud democrática” frente al texto y, en la clase, frente a los y
las estudiantes, sino de que estemos reposicionando la literatura como discurso artístico, como modo
particular de significar; digamos, un poco tautológicamente, que la literatura significa artísticamente, y
viene bien recordarlo.
Leer literatura no es en sí mismo más o menos relevante que leer otros textos; pero sí promueve un tipo
de lectura diferenciada: es, en general, un poco incómodo, un poco desafiante. La literatura puede ser,
para todos, cada vez, un poco ajena y un poco desconocida. Y este modo de leer al que nos enfrenta es,
en definitiva, un modo de leer el mundo, de comprenderlo: no como un todo apresable y verdadero sino
como un terreno en el que las experiencias y la vida no pueden ser selladas y definidas en sus límites. Y,
en este sentido, nos permite pensarnos o percibirnos a nosotros de esa misma manera: menos

3
Barthes, Roland. En “Sobre la lectura”. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Barcelona,
Paidós, 1987.
limitadamente, más provisorios.
Los formalistas, aquellos teóricos rusos de principios del siglo XX, hablaban de desautomatización. Creo
que vale la pena traer esta idea a la mesa: la literatura mira y permite una mirada desautomatizadora, un
volver a percibir lo ya rutinizado (la vida cotidiana, los miedos, el amor, la muerte y el lenguaje mismo),
da la posibilidad de poner ojos-palabras nuevos para ver.
Y eso es lo que sugiere este texto de Cortázar que estamos compartiendo. Releo:
Apretar un cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa.
Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle una
suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para
revolver el café.4

Qué puede significar, entonces, leer este texto en la escuela media y, con eso, enseñar literatura.
Seguramente, no será encontrarse con el tan mentado y gastado en slogans “placer de leer”; ese placer
confortable de la pura placidez sin conflicto. En todo caso, podrá ser encontrarse con el placer o el
displacer de no poder cerrar interpretaciones, de discutirlas, de abrirlas yendo y viniendo del texto y, tal
vez, quedarse pensando o mascullando cómo eso de que
solamente vendrá (…) el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y
tiembla de frío.
No hace mucho, un alumno me decía que ese mono era, para él, una burla a la sociedad burguesa con sus
rutinas y sus seguridades compradas; pero otro opinaba que era algo así como el alma del hombre que
no encuentra una esperanza sino solo un reflejo triste, y que ese reflejo triste parece un mono. Dos modos
de leer la misma imagen en el mismo texto; dos lectores diferentes cuyas preocupaciones y perspectivas
eran interpeladas por la metáfora.
Volviendo a este eje que quise proponer hoy, me gustaría compartir con ustedes un poema brevísimo de
Alejandra Pizarnik, porque es uno de mis caballitos de batalla. (Tal vez ustedes después quieran compartir
los suyos conmigo). Dice el poema:

Una mirada desde la alcantarilla


puede ser una visión del mundo.

La rebelión consiste en mirar una rosa


hasta pulverizarse los ojos.5

También este poema nos habla de la desautomatización (a mí me gusta leerlo así, por ejemplo); pero,

4
Cortázar, Julio. Op. cit.
5
Pizarnik, Alejandra. Obras completas, poesía y prosa. Buenos Aires, 1990, Corregidor.
sobre todo, nos confronta con la desautomatización: ¿qué alcantarilla? ¿qué podrá ser mirar el mundo
desde una alcantarilla? Un alumno, Facundo, me decía que, para él, pulverizarse los ojos era pulverizar la
mirada que uno ya tiene; por eso era rebelión, porque se trataba de mirar de un modo nuevo hasta hacer
desaparecer los ojos viejos. Hermosa lectura, ¿no?

En relación con estos textos y estas consideraciones, entonces, quisiera abrir brevemente un paréntesis
acerca de la comprensión, que es un concepto rector de las prácticas de lectura y de evaluación en la
escuela. La idea de comprensión supone, en general, unos significados convencionales en los que puede
acordarse; un sentido denotado que sería el mismo para todos. Hay quienes sostienen, incluso, que no se
puede evaluar la interpretación de los textos sino su comprensión.6
Bajo esta impronta, terminamos dejando más o menos lugar a la discusión en el aula sobre los textos,
pero luego, indefectiblemente, evaluamos lo que no es ambiguo. Así, por ejemplo, preguntamos por el
argumento, la caracterización de los personajes (definidos con cinco adjetivos), el tema (y esto merecería
un desarrollo aparte pues pesa sobre esta tradición una idea de ahistoricidad y universalidad que habría
que revisar), el narrador. Esta enumeración daría cuenta de la tradición estructuralista en la escuela. De
la mano de la narratología posterior, podemos sumar a aquellas descripciones las del punto de vista,
focalización y alteraciones del tiempo.
En otra línea, también sucede que, con fuente en estudios críticos, ponemos en juego interpretaciones.
Por ejemplo, para la nouvelle Otra vuelta de tuerca, una lectura psicoanalítica o una lectura alegórica de
La metamorfosis de Kafka. No se trata de que estas no sean lecturas posibles, por supuesto; lo que me
interesa destacar es el carácter monográfico por el cual se les da a los estudiantes una lectura ya hecha
para que la aprendan como significado. (Otras veces, no es la crítica sino los manuales los que nos proveen
las lecturas que damos como producto.)
Por último, también podemos evaluar los textos en el marco de una perspectiva historiográfica y trabajar
sobre los movimientos, las escuelas, los autores y su época, etc. En relación con esto, recuerdo un profesor
de la ciudad de Buenos Aires que me contaba: “Yo estoy dando en cuarto año Literatura, estoy dando
Edad Media y les explico todo. Pero ellos quieren que lea. Yo les explico todo lo que tengo que explicarles,
pero ellos dicen: ¿cuándo leemos?”
De ningún modo estoy proponiendo que estos marcos teóricos, estas tradiciones y estas fuentes diversas
sean desechables. Sí quiero señalar que es cuestionable que estas prácticas de enseñanza lleguen a
obturar la experiencia de lectura (es decir, de interpretación) de la literatura.
Traje a colación la evaluación porque es uno de los aspectos que más peso tiene cuando decidimos qué

6
Apoyados en esta mirada sobre la lectura, también hay quienes sostienen que es mejor no hacer leer literatura a los-
alumnos-que-no-comprenden-lo-que-leen, lo cual lleva a marginar a los grupos sociales que ya están marginados, pues se
confunde un modo de leer propio de la escuela con la lectura y la comprensión.
vamos a hacer con un texto. El discurso de la comprensión parece asegurarnos que hay algo unívoco que
puede calificarse; y entonces resignamos la plurisemia del texto literario y, además, la actividad real de
lectura de nuestros alumnos.
Los paradigmas más “científicos” nos han brindado herramientas para la descripción de los textos; y
entonces nos contentamos con describir, los cuentos pasan a ser ejemplos de tipos de narrador o de
estructuras temporales y resignamos la producción de sentidos.
La crítica (o los prólogos o los manuales) nos han brindado interpretaciones ya hechas y socialmente
legitimadas; entonces resignamos una formación de lectores que tienda a la autonomía. Recuerdo a una
profesora diciéndole a una alumna: “Vos ahora tenés que aprender las interpretaciones que te doy yo.
Después, cuando termines la escuela o cuando leés en tu casa, vas a poder hacer las tuyas.”
No digo –repito- que tengamos que abandonar estas tradiciones en pos de no sé qué innovación.
Propongo que, en todo caso, nos permitamos recuperarlas y revisarlas para darles la dimensión necesaria
de manera que estén al servicio de la lectura de textos literarios; porque lo que nos interesa es formar
lectores de literatura, lectores de ese objeto ambiguo que tiene una densidad formal y semántica tal que
nos permite formularnos preguntas y buscar inagotablemente respuestas sobre nosotros mismos y sobre
nuestra cultura.
Entonces, este ejercicio de hablar hoy sobre la enseñanza de la literatura pretende abrir una puerta,
entornarla apenas, para tratar de desnaturalizar las representaciones sobre las prácticas de lectura y
problematizar las concepciones que las sustentan a fin de evitar cristalizaciones didácticas.
Nuestros saberes acerca de la literatura y nuestros propios modos de leer son valiosos para nosotros y
para nuestros alumnos (por eso damos clase); pero no constituyen el único ni, sobre todo, el único
“correcto modo de leer”. No podemos dejar de lado que la lectura es una práctica social; como dice el
sociólogo Pierre Bourdieu,
“una de las ilusiones del `lector´ consiste en olvidar sus propias condiciones sociales de producción,
en universalizar inconscientemente las condiciones que posibilitan su lectura, como si las situaciones
de lectura del lector letrado fueran necesariamente compartidas y su propia relación con los textos
debiera ser la relación de cada uno de nosotros con la cultura escrita”. 7
Poner de relieve esta perspectiva puede ayudarnos a escuchar y comprender no solamente nuestras
propias lecturas y modelos de lectura sino también otras lecturas y otros modelos –los diversos que
practican y sostienen nuestros alumnos- con los cuales entramos en juego en la clase; poder escuchar a
los lectores tal vez nos ayuda a tornar flexible nuestra propia posición como lectores y, por tanto, como
mediadores o profesores de literatura.
No he hecho, hasta ahora, referencia a los talleres de lectura. Si bien no voy a extenderme en revisar la

7
Citado en: Chartier, Roger. “Palabras de lectores”. En Cultura escrita, literatura e historia. Coacciones
transgredidas y libertades restringidas. Conversaciones de Roger Chartier con Carlos Aguirre Anaya, Jesús Anaya
Rosique, Daniel Goldín y Antonio Saborit. México, Fondo de Cultura Económica, 1999. Pág. 146
historia de estos talleres en y fuera de la escuela, me interesa retomar de esa tradición algunos aspectos
que son apropiados para pensar el trabajo en el aula.
El taller de lectura es, aunque suene redundante, fundamentalmente, un espacio en el que se lee, un
espacio en que se despliega la lectura. Esto puede significar el encuentro personal del lector con
diversidad de libros: la tarea de tocar, mirar, hojear, elegir, leer y luego compartir con los demás aquello
que se leyó; un momento para hacer crecer escenas de lectura en las que el deseo reserve su intimidad
con los textos. Y también puede ser, alternativamente, un tiempo y un lugar en el que todo un grupo
comparte un mismo texto.
En este último sentido, el taller de lectura es un espacio de diálogo, de intercambio, en el que las voces
quedan en pie de igualdad: no porque las experiencias de lectura de cada integrante sean idénticas sino
porque la voz de todos los participantes es igualmente legítima; es decir que toda actividad de atribución
de sentidos (aunque parezca incompleta o alejada de lo que un especialista podría concebir como sentido
correcto o deseable) teje y va armando, como en un hilván pero también en polémica, el texto leído. Por
eso y en relación con lo que veníamos diciendo antes acerca de la necesidad de dar lugar a la lectura de
literatura en su complejidad, vale señalar que esta práctica en la que el pensamiento crítico y el
compromiso afectivo se conjugan es una vía para propiciar ese “escribir la lectura” del que habla Roland
Barthes, un modo de lograr la apropiación de los textos y, más ampliamente, de la literatura.8 Siguiendo
a Michel de Certeau, podemos tomar la idea del viajero, los lectores como “nómadas que cazan
furtivamente a través de los campos que no han escrito” 9 y pensar la lectura en la tradición del taller no
como el resultado, el producto (al modo de un análisis guiado por una hipótesis y fijado en un texto
monográfico o un artículo crítico) sino como el proceso, el devenir, el mientras-tanto, pensar un leyendo
que es sólido y provisorio. Este devenir aloja la lectura como la entiende Barthes cuando plantea que el
lector “ya no descifra, sino que produce, amontona lenguajes, se deja atravesar por ellos infinita e
incansablemente: él es la travesía.”10 Desde esta perspectiva podemos hablar de esa lectura que preserva
la multiplicidad simultánea de los sentidos.11 Barthes sitúa esta lectura que llama “auténtica” en el Texto
(es importante la mayúscula). Yo propongo que la pensamos en estas prácticas de lectura de taller, como
prácticas sociales que involucran a cada persona en su subjetividad y en las relaciones intersubjetivas de
quienes forman parte del tejido de vinculaciones, tradiciones y conflictos culturales e históricos.
Por otra parte, es interesante revisar –ya que hablamos de talleres- el lugar de la escritura en las clases

8
Barthes, Roland. “Escribir la lectura”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Buenos
Aires, Paidós, 1987.
9
de Certeau, Michel. “Leer: una cacería furtiva”. En: La invención de lo cotidiano. I Artes de hacer. México,
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, 2000.
10
Barthes, Roland. “Sobre la lectura”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Buenos
Aires, Paidós, 1987. Pág. 49
11
Barthes, R. Op. Cit. Pág. 48
de Literatura. La escritura de invención –tal como la denomina Maite Alvarado 12- (es decir, la escritura
que explora lúdicamente el lenguaje, manipula sus posibilidades semánticas y formales a la vez y recrea
las reglas de lo que el maestro Gianni Rodari13 llamó “gramática de la fantasía”) reconoce su tradición en
los talleres argentinos como Grafein y sus recreaciones posteriores como las de Gloria Pampillo y Maite
Alvarado. Esa escritura nos interesa porque tiende a democratizar el acceso a la literatura en tanto se la
concibe de modo tal que todos pueden ejercitarla.
Las consignas de escritura provocan un extrañamiento respecto del lenguaje y del mundo; cuestionan, en
alguna medida, los puntos de vista más naturalizados y llevan a adoptar una perspectiva diferente de la
que organiza la cotidianeidad. (Imaginemos, para seguir los pasos de Cortázar, una consigna para escribir
instrucciones para pedir un deseo o rascarse la cabeza en público o bañar al perro sin mojarse, o una
profusión de metáforas para nombrar la rutina o la tristeza o los pies: “pequeño sostén de mi cuerpo”,
escribió un estudiante de una escuela de Avellaneda, provincia de Buenos Aires14).
En el taller de escritura, los textos producidos se leen en voz alta y se busca que todos hagan comentarios
sobre ellos. Esta actividad reubica la escritura pues, desde la práctica, favorece una nueva representación:
escribir es probar, experimentar, hacer algo inacabado que puede reescribirse; los comentarios de los
compañeros, en un taller, devuelven al autor del texto una lectura y lo confirman en una posición flexible
de escritor. Esta lectura en voz alta reubica también la lectura: leer es también leer los textos producidos
por los pares, hacer comentarios sobre aspectos globales o recortar algo que llamó la atención, compartir
una emoción, valorar un hallazgo del texto. Esto fortalece, entonces, la posición de lector. De hecho, todo
taller de lectura ayuda a formar escritores y todo taller de escritura ayuda a formar lectores. Entonces,
tal vez podamos pensar cuánto sobre la literatura enseña la escritura. Y cuánto del mundo nos devuelve
la literatura.
Hace pocos días, la antropóloga francesa, Michèle Petit, decía, refiriéndose a qué significa tomar la
palabra en el campo particular de la lectura, que la literatura presta palabras y dispara el pensamiento y
ejemplificaba con lo que suele suceder con los escritores, quienes dicen que escriben, muchas veces,
porque han leído y esa lectura, que disparó el pensamiento, los ha llevado a querer decir.

Nada de lo que he señalado aquí es nuevo; al contrario, he pretendido retomar aquella confianza en la
literatura, en su lectura, en los lectores –entre los que estamos nosotras, nosotros mismos– de la que
hablaba al principio y recuperar un “saber hacer”, un conocimiento práctico que los docente sabemos
poner en juego. Cuando con otros colegas hemos propuesto a los profesores, en cursos y talleres, que

12
Alvarado, Maite. “Escritura e invención en la escuela”, en AAVV. Los CBC y la enseñanza de la lengua. Bs. As.
AZ. 1997.
13
Rodari, Gianni. Gramática de la fantasía. Buenos Aires, Colihue, 1998.
14
Esta metáfora fue escrita en un taller de lectura y escritura coordinado por las practicantes de Metodología 1 del
Departamento de Castellano del Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González, María Cecilia Pesce,
Silvana Olivera, Gabriela Arias en la ESB nro.11 de Avellaneda, pcia. de Buenos Aires.
contaran una escena feliz, esa que sale bien, esa que queremos compartir con colegas (consigna a la que
llamamos “la edad de oro”), la enorme mayoría de las veces, han narrado situaciones de lectura y de
escritura de literatura en las que se combinan el interés, el descubrimiento de la literatura –leyendo y
escribiendo poesía o narrativa–, la escucha y el trabajo compartido. ¿Qué confianza se guarda allí? ¿Por
qué no tomarnos tiempo para recordarlas, compartirlas y pensar cuál es su clave, es decir, por qué “salen
bien” pero, además, por qué las valoramos?
Romperle la cabeza al mono, como nos propone Cortázar, no es, entonces, inventar de cero unas prácticas
de lectura y escritura en la escuela sino volver a mirarlas y desnaturalizar nuestra relación con ellas y con
nuestras propias prácticas de lectura; abrir la puerta de todos los días, pero esta vez:

cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya
aceptado, no las cosas ya sabidas, no el hotel de enfrente: la calle, la viva floresta donde cada instante
puede arrojarse sobre mí como una magnolia.



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