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LA ADOLESCENCIA:

¿EVOLUCIÓN O ACONTECIMIENTO SIMBÓLICO? Fabiana Bertin - Néstor Aliani.

Cuando nos acercamos a la noción de adolescencia, nos encontramos con que uno de los conceptos que se
le asocia es el de desarrollo. En la psicología del desarrollo, la posición piagetiana remarca la incidencia de
lo evolutivo, y el desarrollo es así asimilado a crecimiento y naturaleza. En su obra, Piaget natu raliza el
progreso racional en pro de una ciencia que normaliza y regula. El conocimiento deja de ser una categoría
social para transformarse en una competencia individual que debe asegurar la evolución del niño para
transformarse en adulto. El binomio psicología del desarrollo - pedagogía na producido todo un campo de
prácticas qué generaron la construcción de un niño en particular, y el formato escolar adhiere a estas
concepciones y obra en consecuencia, en la expectativa de que el joven debe ajustar su “crecimiento” a
una serie de competencias y fases etarias.
No acordamos con esta mirada hegemónica que describe a la adolescencia como una evolución sucesiva
y natural, donde se espera que el pensamiento formal, por la vía de la utilización de sistemas lógicos,
reconcilie al adolescente con la realidad. No creemos que el adolescente esté a merced de una
“personalidad incipiente” que evolucionará hasta alcanzar su objetivo. Tampoco ere irnos que el sujeto
adolescente ponga en juego un proceso de estructuración otro, diferente de aquél que, en su trayectoria
edípica, hizo factible una significación fática. A pesar de esto, no podemos hacer oídos sordos a lo que la
cultura insiste en nombrar como diferencial de este período.
¿Sobre qué insiste esta diferencia? La adolescencia se define por la entrada en el orden de la
reproducción sexuada; esto implica un real diferente al que se enfrentaba el niño quien, aún en estado de
aprender la sexualidad, no podía ejercerla. Bien sabemos que la ley de prohibición del incesto pone a jugar
el mandato de que no se ejercita la sexualidad con aquellos de quienes se la aprende. Esto nos lleva a
considerar la relación entre la estructura de la ley y la reproducción sexuada, y sostener la importancia de
la función paterna como anudamiento necesario en un momento donde lo real del cuerpo irrumpe.
Si no se trata de un hecho “natural ” el que la madurez alcance al joven recién cuando sus genitales están
preparados, podríamos sospechar que será en función del armado de una estructura significante que la
sexualidad “parecerá iniciarse”.
Si el adolescente se encuentra en un lugar diferente del niño en relación a la reproducción sexuada, no es
debido al “desarrollo hormonal”, no es porque como niño la sexualidad no estaba presente y ahora sí -bien
sabemos que la sexualidad es infantil-", sino porque la entrada en la reproducción sexuada obliga a poner
en juego nuevamente la función simbólica de la paternidad. Es decir, la posibilidad de abandonar la
posición infantil y autorizarse en una elección exogámica de objeto.
Freud aborda la cuestión de la adolescencia en uno de sus tres ensayos sobre la sexualidad. El término
que utiliza para denotar el límite evolutivo entre infancia y adultez es Jügendlich que, en alemán, indica
todo aquello referente a la juventud. Es un término que expresa en su amplitud una armoniosa convivencia
entre los cambios biológicos, fundamentalmente aquellos referidos a la actitud adquirida por el organismo
para su reproducción, y los acontecimientos sociales que comprometen a los jóvenes; el más destacado: la
elección de un objeto amoroso no incestuoso. Aun cuando Freud sostiene esta amplitud de criterio, las
bases sociológicas centradas en los aportes estructuralistas nos obligan a una clara separación entre los
asuntos derivados de la biología que se encuadran en el concepto de pubertad, y los sucesos culturales
que definen periodos de transición.
¿Qué hace límite? ¿Sobre qué principios se sostiene la adolescencia como acontecimiento? El estado de
latencia es definido por Freud como el período que establece una separación entre la infancia y la
pubertad. Período de la vida en el cual las adquisiciones de la sexualidad infantil normalmente caen bajo la
represión. Durante éste se observa una disminución de las actividades sexuales, la desexualización de las
relaciones de objeto y de los sentimientos concomitantes a la aparición de otros como el pudor, el asco y
las aspiraciones morales y estéticas. Este período sobreviene ante la declinación del complejo de Edipo,
intensifica la represión y establece una amnesia de todas aquellas pasiones infantiles. Un esfuerzo que
tiene como fin establecer una serie de negaciones de aquellas primeras identificaciones con los padres, y
acentuar los procesos sublimatorios en el niño. El pasaje de la latencia a la adolescencia reedita una
experiencia que como acontecimiento tiene por objetivo hacer posible un espacio habitable. Atravesado
por la función fálica, el hombre no se hace tal hasta no incluirse entre sus semejantes, nos dice J. Lacan.
Función fálica que conlleva la exigencia social de acatamiento de la ley de prohibición del incesto.
Como lo han demostrado Claude Levi-Strauss y Sigmund Freud, la prohibición del incesto funda el acceso
del hombre al registro simbólico, a su existencia social. Para ambos, es la primera ley que nos aparta del
estado de naturaleza en una discontinuidad absoluta con lo universal, espontáneo, reproductivo, instintivo
y azaroso. La prohibición regula y codifica las relaciones entre los humanos a través de los lazos de
parentesco y alianza, garantizando la existencia y continuidad de un grupo. Es la regla que introduce el
orden en el caos y en el azar de las relaciones; en tanto ley vehiculizada por el lenguaje, limita un impulso
sexual primitivo. La prohibición del incesto es al grupo lo que el complejo de Edipo es al sujeto.
La instauración de la prohibición consiste en una transformación, un pasaje que no está previsto en
ninguna evolución natural caracterizada por la espontaneidad. Es un acontecimiento cultural sujeto a
normas que no le son inmanentes, y establece atributos relativos y particulares en sus mandatos. La
prohibición, como mandato, abre el espacio de su propia transgresión como el lugar de una demanda inex-
tinguible. Tal vez por ello, todo ritual de iniciación adulta exponga un monto de dolor. Así, el dolor
comportaría la exigencia de la instauración de una marca que recuerde la renuncia a una antigua
satisfacción natural (siempre supuesta, en definitiva mítica) que, al mismo tiempo, pueda recordamos la
existencia de un castigo.
¿Es necesario sufrir para poder crecer? ¿Qué simboliza la marca de una herida? ¿Qué implica soportar la
herida? Freud reedita un escenario conflictivo donde incesto y parricidio juegan papeles centrales, y
deduce de su puesta en escena la aparición de la marca más llamativa de todas las marcas -ya que no es
consecuencia de una herida empírica-, la castración. Esta impronta permite ordenar lo-psíquico, pone a
funcionar la ley, hace surgir la posición sexuada como límite que nos enfrenta a la muerte. Límite que, al
mismo tiempo, arma enigmas que se relacionan con el nacimiento, la muerte y el ser. Una marca que nos
humaniza, que hace que tanto el hombre como la mujer, para acceder al encuentro del partenaire en el
juego sexual, estén dispuestos a pagar el precio de la castración.
El incesto se instituye en un tabú, quien lo infrinja amenaza la existencia del grupo, libera las figuras de lo
horroroso en cada comunidad, en un retomo mítico de la horda salvaje.1 Las huellas dejadas por el deseo
de transgresión están dramatizadas en los síntomas. Una solución de compromiso que el yo constituye
defensivamente entre el deseo incestuoso y la censura del superyó, que dramatiza los avatares singulares
de un advenimiento a la cultura. En este sentido, no es casual que muchos de los casos freudianos sean
adolescentes o jóvenes que enfermaron a partir de sus primeras experiencias sexuales. Como si las
vicisitudes sintomáticas y el sufrimiento concomitante fuera parte de un rito íntimo de iniciación a la vida
adulta. El síntoma aparece portando el mensaje cifrado de una renuncia, de una herida narcisista por la
que no se termina de hacer duelo.
Podríamos decir, entonces, que el sujeto para poder vivir y hacer lazo necesita tramitar las marcas que le
vienen del Otro. Resabios de una ley que hace surco, que deja huella, que opera como soporte de nuestra
1Es interesante observar cómo el estado de naturaleza, una vez instaurada la prohibición, adquiere un valor antitético como de
“edén horroroso”, un valor sagrado.
cultura y nuestra humanidad, y a la cual cada actor social debe poder subjetivar.
Varios autores hacen alusión a los ritos de iniciación en la adolescencia como si hubiese algo diferente o
nuevo que realmente empezase ahí, algo que la experiencia del ritual debe permitir simbolizar. En “La
secta del Fénix” Jorge Luís Borges alude a un secreto que une a los hombres del Fénix. Un secreto que hoy
han olvidado y del que sólo guardan la oscura tradición de un castigo. “El rito constituye el secreto. Éste,
como ya indiqué, se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo
enseñen a los hijos...
“No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un
zaguán se juzgan lugares propicios...
“No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o mejor
dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos
han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado el secreto”.2
Sexualidad, rito, secreto, dolor. En sus principios, los ritos de iniciación consistían en separar al púber de
la madre e incluirlo en la vida de los adultos, y este pasaje de una etapa a otra solía implicar experiencias
dolorosas.
Hoy el paso por la adolescencia también se hace de ritos y, a pesar de la diferencia con experiencias
tribales, no son menos dolorosos. Estos ritos convocan a pares con el fin de tramitar las fantasías que
representan ese “secreto” que se dibuja en el cuerpo, y que se contornea con palabras.
Si el rito trabaja como acto de inscripción de un acontecimiento biológico, de un real sin inscripción, es
porque no hay un estadio producto de una sucesión metonímica natural, sino quo se requiere de un
suceso simbólico que anoticie y nomine, que enlace y separe al mismo tiempo.
Lo humano se constituye como una serie de actos simbólicos que vienen a repetir lo irrepresentable del
acontecimiento biológico.3 La crisis adolescente es un suceso traumático que demanda ser tramitada con
el auxilio del Otro y los otros. Es necesaria la construcción de una trama simbólica que arme genealogía allí
donde la paternidad se ofrece como límite articulador del sexo y la muerte; espacio donde el rito iniciático
de la adolescencia cobrará su dimensión estructurante al abordar en sus límites la posibilidad de procrear.

2Jorge Luis Borges: “La secta del fénix”. Obras Completas. Emecé. Barcelona, 1986.
3Repetir en su imposibilidad, en lo sustraído, en lo no realizado. Distinto a la reproducción de lo idéntico de la especie.

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