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Introducción general

Y si alguien os dijere algo, decid: El Señor los necesi-


ta (Mateo 21:3)
Los eventos relacionados a la Semana Santa tienen por
centro a nuestro Señor Jesucristo. Él es su razón de ser y
su significado más profundo. A través de esos aconteci-
mientos la historia adquiere un nuevo sentido, y la vida
del ser humano recibe una nueva esperanza.
Por lo general, cuando revisamos esos acontecimientos,
llama poderosamente nuestra atención la maldad de los
lideres religiosos, la indecisión de las autoridades roma-
nas y, sobre todo, la incomprensión cruel de sus propios
discípulos. La gran mayoría de los actores y espectado-
res de la Semana de Pasión dejan ciertamente mucho que
desear.
Sin embargo, en medio de ese ambiente tan sombrío y
deprimente se encuentran personas y objetos que el Se-
ñor utilizó para poder llevar a cabo su obra expiatoria.
Así sea un burrito humilde o unos jóvenes entusiastas,
un perfume caro o una tosca cruz, todos ellos se convir-
tieron en instrumentos útiles en las manos del redentor.
De esa forma, nos sirven de ejemplo a los seguidores de
Cristo, quienes a veces pudieran sentirse inservibles, o
actuar de manera indiferente en la obra del Señor. No
hay nada ni nadie que Dios en su gracia no pueda llegar
a usar para aportar algo valioso en el extendimiento de
su reino.
Domingo de Ramos
El rabimóvil
(Mateo 21:1-11)

“Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y luego


hallaréis una asna atada, y un pollino con ella;
desatadla, y traédmelos.” (Mateo 21:2)
Batimóvil, troncomóvil, Papamóvil, pochimóvil. Sin du-
da que hay vehículos que se han hecho famosos por el
personaje que trasladan. Pero quizá ninguno haya sido
tan extraño como el burrito en el que Jesús entró a la
ciudad de Jerusalén en la semana más extraordinaria
de la historia.
Estaban Jesucristo y San Pedro en el cielo asomándo-
se hacia la tierra. En eso ven un precioso BMW rojo y
Jesús le pregunta a San Pedro:- ¿De quien será ese
auto?
San Pedro responde: - Es de un Obispo.
Pasa otro rato y ven un flamante Mercedes Benz de
superlujo y de igual forma Jesús pregunta: - Y ese,
¿de quien será?
- Es de un Cardenal, responde San Pedro
Jesús exclamo: - Increíble, ¡y pensar que este ministe-
rio lo comencé con un burrito!
Un burrito. ¡Qué manera más inesperada de comenzar
el movimiento más grande e impactante que haya exis-
tido! Pesebres, cruces, palmas, mantos, se convertirán
en instrumentos útiles en manos del Redentor. Vea-
mos, pues, las lecciones tan importantes que un deta-
lle así puede tener para nuestras vidas.
I. No hay persona, por muy simple que parezca, que
no pueda ser usada por el Señor.
“Y si alguien os dijere algo, decid: El Señor los necesi-
ta; y luego los enviará” (21:3)
Como dijera Martín Lutero, si Dios puede usar un bu-
rro, seguramente le puede usar a usted. Alguien quizá
se atreva a decir: “Con perdón de los burros”. Puede
que tenga algo de razón. El burrito era un animal mul-
tifuncional: servía de transporte, de carga, para el tra-
bajo en el campo. Si logramos imitarlo en eso, cual-
quier iglesia rápidamente notará los resultados.
Desgraciadamente, muchos en la iglesia nos parecemos
a los burros en la resistencia que ponemos para servir
al Señor. Aducimos nuestra falta de talento, de tiempo,
de oportunidades, de reconocimiento, etc. Cuando se
escucha la voz de los hermanos diciendo que el Señor
les necesita, hacemos oídos sordos al llamado.
Sin embargo, el Señor sacará adelante su obra aun si
nosotros no somos dóciles a su llamado. La constante
que vemos en todo su ministerio es esto: El usó lo que
tenía a disposición, aunque fuese prestado. Aquel que
es dueño del universo, utilizó hasta los elementos más
humildes para llevar a cabo su obra.

II. No hay palabra, por muy antigua que sea, que no


vaya a ser cumplida por el Señor
“Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho
por el profeta, cuando dijo: Decid a la hija de Sion: He
aquí, tu Rey viene a ti, Manso, y sentado sobre una
asna, Sobre un pollino, hijo de animal de car-
ga.” (21:4-5)
Nada de lo que sucede el Domingo de Ramos es casua-
lidad, ni siquiera el pollino. Nada acontece que no esté
incluido desde la eternidad en el plan de Dios. Ni el al-
boroto ni la algarabía de la muchedumbre tomaron a
Dios por sorpresa ese domingo, como tampoco lo hi-
cieron la inquina y maldad de la multitud el Viernes
Santo. No hay accidentes en esta historia de la salva-
ción que tiene como centro la obra expiatoria de Jesús.
Esto es evidente a la luz del sinnúmero de profecías y
promesas que se encuentran a lo largo de las páginas
del Antiguo Testamento. Hay algunas de ellas bastante
claras, mientras que hay otras que van a hallar sentido
a la luz de su cumplimiento en Cristo Todo forma par-
te de un plan para salvar al mundo, para reconstruir
este universo. Desde el momento en que Adán y Eva
comieron del fruto prohibido, apareció la sombra de la
cruz, la única manera posible de reparar el daño a la
creación.
Pero las palabras de la Escritura son algo más que eso:
Son un recordatorio de que, no importa la dificultad
que estemos pasando, si Dios cumplió sus promesas
en su Hijo, él cumplirá sus promesas en tu vida.

III. No hay pueblo, por muy reacio que sea, que pue-
da permanecer indiferente ante el Señor.
“Cuando entró él en Jerusalén, toda la ciudad se con-
movió, diciendo: ¿Quién es éste?” (21:10).
El lugar donde se dan citas los eventos de Semana San-
ta es Jerusalén. El pueblo que se convierte en testigo
del arribo del Mesías y de la realización de su obra re-
dentora es el pueblo judío. A lo largo de la historia, la
actitud de ambos ha dejado mucho que desear.
Sin embargo, a pesar de la dureza y rebeldía recurrente
de esta nación, este día los acontecimientos abrumado-
res la dejarán conmovida. Los canticos de la multitud
son un claro reconocimiento al Mesías. Su arribo en un
pollino es cumplimiento de la Escritura De allí que la
pregunta esperada es: ¿Quién es este?
Seguramente el pueblo judío debió sentirse confundi-
do. Ellos querían un Mesías, es cierto, pero indepen-
dientemente de lo que las Escrituras dijeran, su inter-
pretación giraba en torno a un personaje distinto. Sus
expectativas solo tenían lugar para un conquistador
poderoso, capaz de derrocar al imperio romano, y co-
locar a Israel a la cabeza de las naciones. Ellos desea-
ban una gloria, pero de tipo terrenal y humano.
De allí que este Mesías humilde, que usó un burrito pa-
ra llevar a cabo su entrada triunfal no resultaba atrac-
tivo. ¿Quién es, pues, Cristo? ¡Cuán importante resulta
contestar correctamente esa pregunta aún en nuestro
tiempo! Después de dos mil años que el testimonio
acerca de Jesús ha estado a nuestra disposición, y que
ha sido sometido a un extenso escrutinio, mucha gente
no solo sigue confundida, sino que ha decidido darle la
espalda a Jesús. Él no encaja definitivamente en los
moldes arrogantes y humanistas de nuestro tiempo.
Sin embargo, para quienes le conocemos, esa imagen
majestuosa del Señor cabalgando sobre un animal hu-
milde es fuente de gran esperanza. Aunque pudo ha-
ber usado un corcel o un purasangre, él prefirió el bu-
rrito. Así que no lo olvidemos,, si él pudo usar un bu-
rrito, también puede usarnos a nosotros en maneras
poderosas.
Lunes de autoridad
La presencia incómoda de Jesús
(Mateo 21:12-17)

Introducción:
¿Qué pasa cuando la presencia de Cristo no es bienve-
nida en la iglesia? ¿Qué sucede cuando aquel que debe-
ría ocupar el lugar de honor entre su pueblo le resulta
incómodo, y, hasta un extraño? Más importante,
¿cuáles son las consecuencias que una iglesia experi-
menta cuando menosprecia, ignora o, incluso, ataca a
aquel a quien debería someterse?
Seguramente una actitud así hacia Jesús de parte de su
iglesia nos parece lejana e improbable. Resulta difícil
de imaginar que una iglesia pudiera ofender de una
manera tan grosera a nuestro Señor. Después de todo,
la iglesia lleva su nombre, existe para proclamar su
obra redentora, y le reconoce como jefe y cabeza suya.
Sin embargo, el caso de Israel, que convirtió la “casa de
oración” en una cueva de ladrones, nos advierte de los
peligros latentes que pueden existir en toda iglesia
cristiana. ¿De qué forma desvirtuó el antiguo pueblo
del pacto la relación con el Dios vivo y verdadero hasta
convertirse en el objeto del juicio y de la ira de Dios?
 Un pueblo que deshonra el templo
“Y entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a to-
dos los que vendían y compraban en el templo” (v.12).
La mayoría de las naciones han tenido lugares emble-
máticos y significativos para sus ciudadanos. El templo
de Jerusalén, aparte de ser una construcción muy bella,
representaba para los judíos algo muy importante: la
presencia de Dios en medio de ellos. De allí que los Sal-
mos hablaran de la ciudad como la “hermosa provin-
cia, el gozo de toda la tierra”, no porque fuera una
gran ciudad, sino porque era la “ciudad del gran Rey”.
Todo eso contrasta con la imagen que ofrece cuando
Jesús, el Mesías de Israel viene a Su casa: vendedores
gritando, animales seguramente haciendo sus necesi-
dades, la gente regateando. ¡Qué espectáculo! Puede
compararse a una plaza o un mercado, menos a la casa
de oración para lo cuál este lugar había sido consagra-
do.
Aun para los creyentes del nuevo pacto, para quienes
el templo ha perdido algo de relevancia, ya que Jesús
es el verdadero templo (Juan 2:19), y nosotros como
iglesia somos el templo del Dios viviente (1 Corintios
3:16), un espectáculo así ería impensable. Sin embargo,
si un pueblo tan escrupuloso como el judío pudo llegar
a desvirtuar de tal forma su lugar de adoración, debe-
mos de ser cuidadosos de no caer en una situación se-
mejante.
 Un pueblo que desafía a Jesús
“Pero los principales sacerdotes y los escribas, viendo
las maravillas que hacía, y a los muchachos aclamando
en el templo y diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! se
indignaron“ (v. 15).
Una señal evidente de incredulidad y apostasía es
cuando la presencia misma del Señor resulta irritante
para gente que tanto esperaba su venida. En lugar de
haber sido recibido como lo que es, el ungido de Dios,
Jesús se convierte en el blanco de las protestas de los
principales líderes religiosos. Su presencia los abruma,
su poder los atemoriza, su autoridad los desarma.
No se trata de gente ignorante, desprovista de recursos
para averiguar la verdad o examinar las evidencias que
prueban el cumplimiento de las Escrituras. Sin embar-
go, ellos son guardianes de los paños y odres viejos,
que no puede resistir el mensaje de gracia, salvación y
amor que el Señor Jesucristo ofrece. De allí que lo úni-
co que pueden hacer es encarar a Jesús, reprocharle,
sin argumentos, acerca de lo que está sucediendo.
Así que, en lugar de someterse humildemente a la lim-
pieza y renovación que Cristo ha comenzado, los líde-
res religiosos se atreven a desafiar a Jesús. De esta for-
ma, anticipan el desafío extremo que harán en el mo-
mento de la crucifixión: “Su sangre sea sobre nosotros,
y sobre nuestros hijos” (Mat. 27:25). Prefirieron eso,
antes que humillarse y someterse al Salvador.
 Un pueblo que desvirtúa las Escrituras
“Y Jesús les dijo: Sí; ¿nunca leísteis: De la boca de los
niños y de los que maman perfeccionaste la alaban-
za? (21:16).
¿Nunca leyeron? Si de algo se enorgullecían los escri-
bas era de conocer la Escritura al derecho y al revés. Se
sabían de memoria porciones extensas de ella. Eran,
además, sus intérpretes oficiales dentro del pueblo de
Israel y sus guardianes exclusivos.
Sin embargo, sus prejuicios eran más poderosos que
todo lo que pudieran saber. Tenían ojos para ver pero
no veían, oídos para oír pero sin entender. La clave pa-
ra entender la Escritura que es Cristo, simplemente, la
ignoraron.
¿Cómo es, pues, una iglesia y un templo donde la pre-
sencia de Jesús es reconocida correctamente?
 Es una iglesia que reconoce la autoridad de Je-
sús
Él es la cabeza de su iglesia, es su esposo, es su pastor,
es su redentor. De allí que su autoridad es reconocida,
y no importa que él use el látigo, pues “él conoce nues-
tras obras”. La iglesia necesita que Cristo la purifique
de manera constante y completa.
 Es una iglesia que reconoce la adoración a Jesús
La acción de aquellos jóvenes que proclamaban
“Hosanna” al Hijo de David”, no le resulta extraña. Se-
gún los evangelios, si Jesús es el Mesías, es porque es
divino, y nos ofreció pruebas suficientes de ello. Así
que, adorar a Jesús, es una respuesta apropiada, espe-
rada, y aprobada por Dios. Así lo dice Pablo: “para que
en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que
están en los cielos, y en la tierra” (Fil– 2:10)
 Es una iglesia que reconoce la acción de Jesús
Cristo obra de maneras múltiples en medio de su pue-
blo. Su presencia no es decorativa. No proclamamos su
poder para transformar, sanar y limpiar solo como un
formalismo. Creemos que él sigue obrando de forma
poderosa y extraordinaria y cuando la iglesia cree esto,
entonces, los ciegos, los cojos, los indigentes, aquellos
que muchas veces no hayan cabida en nuestros tem-
plos, se acercarán, no al templo, sino a Jesús. Así la
iglesia proclamará la sanidad y la salvación que él vino
a traer como el mesías prometido.
Martes de controversia
¡No estás lejos del reino de Dios!
(Marcos 12:28-34)
Las expresiones que se usan para indicar lo cerca que
hemos estado de lograr algo abundan. Por un poquiti-
to, por un pelito, por una milésima, caliente-caliente,
etc. En algunas ocasiones, el no haber quedado tan le-
jos de algo nos llena de satisfacción. En otras, estar tan
cerca de algo y no lograrlo, puede ser motivo de moles-
tia. Más si no tenemos otra oportunidad de lograrlo.
En el pasaje que tenemos para consideración, encon-
tramos una frase que puede parecerse a las ya mencio-
nadas: “No estás lejos del reino de Dios”. El Señor diri-
gió estas palabras a un escriba por su conocimiento
acertado de las Escrituras. Al igual que para el escriba,
para muchas personas unas palabras así podrían signi-
ficar un elogio. Pero si lo meditamos detenidamente,
cuando de nuestro destino eterno se trata, estar cerca
no es suficiente. A menos que demos el paso audaz de
abandonar nuestras falsas pretensiones de autosalva-
ción y depositemos totalmente nuestra confianza en
Jesús, no importa cuán cerca podamos estar. Jamás
disfrutaremos la bendición de estar dentro de su reino.
Para ilustrar esta verdad vamos a examinar las contro-
versias que el Señor tuvo con los líderes religiosos de
Israel y que precedieron su diálogo con el escriba. Esas
controversias nos mostrarán a gente que puede decirse
que estaba cerca, pero no dentro del reino de Dios. Pe-
ro más importante, examinaremos los motivos por los
cuáles una persona tan religiosa puede quedarse tan
cerca y nunca entrar en el reino.
 La indecisión de los sacerdotes, escribas y ancia-
nos. (11:27-33)
Entonces ellos discutían entre sí, diciendo: Si decimos,
del cielo, dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? ¿Y si deci-
mos, de los hombres...? Pero temían al pueblo (11:31-32)
La primera comitiva que se acerca al Señor es un grupo
selecto, cada uno de ellos guardianes celosos de algún
aspecto de la vida del pueblo de Israel. Los sacerdotes
representan la autoridad religiosa, los ancianos la au-
toridad laica, y los escribas la autoridad de la Palabra
de Dios.
Como era de esperarse, el asunto que traen a colación
delante de Jesús no es para nada trivial o mezquino.
Tiene que ver con un tema que hasta el día de hoy si-
gue siendo de suma importancia como lo es la autori-
dad de Jesús. Sin duda que la purificación del templo
es una acción que demandaba una explicación, Nadie
se atrevería a una acción semejante a no ser que estu-
viera respaldado por una autoridad válida. De allí la
pregunta: ¿Con qué autoridad haces estas cosas, y
quién te dio autoridad para hacer estas cosas?
Sin embargo, Jesús va a diferir la respuesta hasta que
ellos contesten una pregunta que él tiene para ellos. En
realidad, puede decirse que la actitud de los líderes ha-
cia la respuesta que Jesús pueda darles acerca de su
autoridad se revela en la actitud que ellos muestren
hacia la pregunta que él les hace acerca del bautismo
de Juan. La gente había reconocido la autoridad divina
de este bautismo, pero ellos no. De modo que no saben
qué hacer, si quedar mal ante Jesús y ante Dios mismo,
o echarse encima al pueblo. Así que ante la dificultad
de qué decisión tomar, prefieren decir, “no sabemos”.
¿Nos resulta extraño? No debería. ¿Acaso no hacemos
lo mismo cuando diferimos nuestra decisión de recibir
a Cristo o comprometernos seriamente con él? Teme-
mos al qué dirán los amigos o la familia y acabamos
indecisos como estos líderes religiosos.
 La hipocresía de fariseos y herodianos
Mas él, percibiendo la hipocresía de ellos, les dijo: ¿Por
qué me tentáis? (12:15).
El segundo grupo que tuvo la osadía de cuestionar a
Jesús delata de lo que eran capaces los líderes religio-
sos con tal de atrapar a Jesús. En realidad, fariseos y
herodianos eran enemigos espirituales, pero, sobre to-
do, políticos. Mientras que los herodianos, como su
nombre lo indica, estaban en favor a la sumisión del
pueblo judío a Roma, los fariseos eran todo lo opuesto.
Sin embargo, en esta ocasión van a hacer una tregua y
se van a unir para venir a Jesús.
Sin embargo, el evangelista nos informa que esta coali-
ción no tiene intenciones honestas. Tiene la finalidad
de encontrar alguna manera de atrapar a Jesús. Así que
diseñan un artilugio que ellos piensan Jesús no podrá
eludir. Cualquier respuesta lo meterá en problemas,
sea con el gobierno romano, o sea con el pueblo de Is-
rael. El dilema presentado e introducido con elogios a
Jesús es el siguiente: ¿Es lícito dar tributo a César, o
no? ¿Daremos, o no daremos?.
El asunto es, sin duda, de suma importancia. Las rela-
ciones iglesia-estado han sido motivo de largas discu-
siones a través de los siglos y los creyentes han toma-
do posturas distintas en relación a este asunto. Y aun-
que la respuesta de Jesús ofrece una ayuda para resol-
ver ese asunto, nuestro interés es en advertir la forma
en que la hipocresía impide a muchas personas cercar-
se honestamente a Jesús. Puede sucedernos a sus se-
guidores contemporáneos que a veces en el templo so-
mos una cosa y en el trabajo o en la vecindad otra.
 La ignorancia de los saduceos
¿No erráis por esto, porque ignoráis las Escrituras, y el
poder de Dios? (12:15).
El día no podía concluir sin que el otro grupo dominan-
te entre los judíos también se ofreciera para hacer un
intento más de atrapar a Jesús. Los saduceos eran el
grupo aristócrata de Israel y ellos presentan a Jesús un
problema hipotético que, desde su perspectiva, resulta
insoluble. Se trata del caso de una mujer que, siguien-
do la ley del levirato, tuvo siete maridos, y que, al lle-
gar a la eternidad, representaría un problema a la hora
de asignarle a uno de ellos como marido.
En realidad, los saduceos ni siquiera creían en la resu-
rrección por lo que presentan este problema solo para
divertirse a costa de Jesús. Estaban muy seguros que la
Escritura apoyaba su punto de vista. Sin embargo, Je-
sús fustiga su ignorancia de la Escritura y del poder de
Dios. Del poder de Dios porque son incapaces de ima-
ginar un mundo en el que las relaciones que experi-
mentamos ahora como el matrimonio serán innecesa-
rias en la eternidad. Y de las Escrituras porque Dios es
un Dios de vivos, no de muertos. Y prueba de esto es
que Dios sigue siendo el Dios de Abraham, de Isaac, y
de Jacob. Él no se avergüenza de llamarse Dios de
ellos, porque les ha preparado una ciudad, en la cual
morarán, no solo ellos, sino todos aquellos que por la
fe sí entrarán en el reino de Dios.
Miércoles de retiro
En memoria de ella
Marcos 14:1-11

“Todo tiene un precio”, decimos a menudo. No nos re-


ferimos solamente a aquellos productos que llevan
impreso un código de barras. Cada decisión que toma-
mos tiene su precio. Pero también lo tienen algunas
cosas que se consideran invaluables para algunos. Las
piernas de un futbolista famoso, el bello rostro de una
artista, la voz única de un cantante, y cosas como esas
tienen un precio.
En esta ocasión nos preguntamos, ¿cuánto vale Cristo
para nosotros? ¿De qué es digno él de nuestra parte?
¿Cuánto valoramos todo lo que él ha hecho por noso-
tros? Seguramente, nuestra reacción inicial será decir,
que él no tiene precio, que él no es un producto comer-
cial. Sin embargo, el día de hoy vamos a ver, a través
de las acciones de distintos personajes, que, al igual
que ellos, nosotros estamos valuando a Cristo de dis-
tintas formas. Nuestras actitudes hacia él, nuestras
reacciones a sus demandas, la intensidad de nuestra
devoción hacia él, entre otras, delatan cuánto vale Cris-
to para nosotros.
La respuesta a nuestra pregunta la vamos a encontrar
en la actitud tomada por los distintos personajes que
aparecen en este pasaje, que, según se nos dice, ocu-
rrió dos días antes de la pascua. Son personajes disími-
les, de distintos trasfondos, pero que no será difícil
encontrarlos, incluso, en nuestras iglesias. Ellos nos
mostrarán cuánto puede valer Cristo para una persona.
La hostilidad criminal de los sacerdotes
“...y buscaban los principales sacerdotes y los escribas
cómo prenderle por engaño y matarle” (v. 1)
La actitud negativa más extrema hacia Jesús es repre-
sentada por los líderes religiosos de Israel. Son perso-
nas que tienen en poco la vida de Jesús. No toman esta
postura porque Cristo no sea valioso, sino porque él
representa una amenaza a sus intereses y un peligro
para su posición de privilegio entre el pueblo. De allí
que han tomado una determinación criminal: acabar
con la vida de Jesús.
Sin embargo, tampoco quieren meterse en problemas.
Buscan cometer el crimen a escondidas para evitar to-
do tipo de alboroto. Lo que resulta inesperado es que
quienes perpetran este asesinato sean personas que se
precian de religiosidad y de moralidad. Esto nos dice
que los enemigos de Jesús no se encuentran solamente
entre los filósofos y científicos ateos, sino que pueden
estar incluso en las bancas de una iglesia. Son perso-
nas que van minando sus enseñanzas, suavizando sus
demandas, y distorsionando la figura del verdadero
Jesús. Hay muchos libros de teología que hacen evocar
las palabras de María ante el sepulcro: “se han llevado
a mi Señor, y no sé dónde le han puesto” (Jn 20:13).
La hipocresía traidora de Judas Iscariote
“Entonces Judas Iscariote, uno de los doce, fue a los
principales sacerdotes para entregárselo” (10)
Las intenciones criminales de los líderes del pueblo
van a encontrar una ayuda inesperada que acelerará el
desenlace: uno de los mismos discípulos de Jesús está
dispuesto a entregárselos por una suma de dinero.
Que haya sido uno de los discípulos de Jesús nos
muestra que tan cerca podemos estar de él y no tener
una relación personal con el maestro. Judas fue testigo
de los momentos más sublimas al lado de él, y, sin em-
bargo, permaneció solo como un observador.
Las treinta plazas de plata representan el precio conve-
nido por la vida de Jesús. En aquel tiempo era bastante
dinero. Hoy, sin embargo, muchos creyentes están dis-
puestos a traicionar al Señor por mucho menos que
eso. Treinta minutos de sexo, un ascenso en el trabajo,
un matrimonio por conveniencia. La historia se repite,
entre quienes nos decimos seguidores de Jesús.
Las prioridades desenfocadas de los discípulos
“Y hubo algunos que se enojaron dentro de sí, y dijeron:
¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?” (4)
La siguiente actitud es la más peligrosa porque se viste
de un manto de espiritualidad y de preocupación ge-
nuina por los demás. Es el caso de los discípulos ante
el acto espontáneo de aquella mujer que vino con el
frasco de perfume carísimo en la cabeza del Señor. Su
reacción inmediata es criticar tal acción, la cual consi-
deran un desperdicio innecesario. Y para justificar su
indignación colocan este acto en el contexto de la po-
breza humana, una experiencia que toca las fibras más
profundas del corazón.
Su actitud quizá pudiera justificarse en otro contexto
(cuando quiera les pueden hacer bien), pero no en éste.
Su problema fue el de no considerar el momento y el
significado de aquella acción. Si hubieran valorado
realmente a Cristo, y su sacrificio inminente, difícil-
mente hubieran considerado un desperdicio ese acto.
Sin embargo, ¿cuántos creyentes no se revisten de la
piedad calculadora de los discípulos? ¿Cuántos creyen-
tes consideran un desperdicio pasar demasiado tiempo
en la iglesia u ofrendar para determinadas causas de la
obra del Señor? ¿Cuántos no terminan desviando el
diezmo que debería ser traído al alfolí, para causas que
consideran benéficas?
Un devoción total
“De cierto os digo que dondequiera que se predique este
evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que
ésta ha hecho, para memoria de ella” (9).
El Señor ofrece como ejemplo de una valoración ade-
cuada de su persona la acción de esta mujer. No es por
el costo del perfume, sino por el costo del sacrificio. Es
cierto que el perfume era sumamente costoso, pero lo
que resulta remarcable en su acción es que ella rompió
el frasco, no se guardó nada. Al igual que la viuda que
dio todo las únicas monedas que tenía, ella decidió
usar todo aquel perfume en Jesús.
Esta mujer supo valorar a Cristo lo suficiente en mo-
mentos en que nadie más lo hizo. Solo ella supo hacer
algo que podía considerarse apropiado ante la inmi-
nente muerte y sepultura del Señor. Así que, mientras
que otros maquinan contra él, y sus discípulos le me-
nosprecian, ella estuvo dispuesta a hacer de Jesús su
devoción suprema. Ella entendió que no hay adoración
que resulte extravagante cuando del Hijo de Dios se
trata. Por eso, su acción quedó registrada como recor-
datorio para nosotros, que a veces estaremos tentados
a medir y calcular nuestro compromiso con Cristo. O
Jesús lo vale todo, o puede resultar costándonos todo
aquello que consideramos más valioso que él.
Jueves de comunión
El amor no acaba
(Juan 13:1-20)
El Señor Jesús nunca deja de sorprendernos, ni si-
quiera cuando se encontraba a pocas horas de que
sus manos fueran clavadas en la cruz. Esas manos
que son lo suficientemente fuertes para sostener el
universo, pero tan tiernas que sirvieron para tocar a
los enfermos y a los niños, están a punto de enseñar-
nos una valiosa lección. En una escena cargada de
significado, el Señor va a usar sus manos puras y pre-
ciosas para lavar los pies sucios de sus discípulos.
Esta acción tan solemne e inesperada nos ofrece así
una ventana para admirar el corazón amoroso de Je-
sús. Uno a uno, sin omitir a alguno de ellos, el Señor
llevó a cabo su labor, aun cuando horas después le
abandonarían al estar colgando en la cruz. No eran
en realidad pies delicados ni finos, sino callosos y
polvorientos, llenos de mugre que necesitaba ser re-
movida para celebrar la última cena.
¿Qué tenía de especial este grupo de modo que Jesús
le haya hecho objeto de tan grande honor? ¿Qué vio
Jesús en ellos que lo llevaron a realizar una acción
semejante? En realidad, no fue por ningún mérito. Es
simplemente que estos son los suyos, los que el Pa-
dre le dio, quienes creyeron en él, y a quienes les con-
fió el mensaje más poderoso que haya existido. Y aun
cuando él sabe bien lo que ellos harán en unas horas,
el evangelio nos dice que a esos que él amó, los amó
hasta el fin. Ése es el amor en su máximo esplendor,
que nos enseña que…
 El amor de Jesús no es un accidente, es su natu-
raleza
“Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su
hora había llegado para que pasase de este mundo al
Padre, como había amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el fin.” (13:1)
La sombra de la muerte se cierne sobre Jesús. Sus ho-
ras están contadas y Él estaba además plenamente
consciente de ello. ¿Qué pensaría usted en esos mo-
mentos? ¿Qué pensamientos pasan por la mente de
una persona cuya muerte se avecina? El apóstol Juan,
quien fue testigo de estos acontecimientos, y quien
más que todos conocía de cerca el corazón de Jesús, lo
expresa claramente en este versículo. “Como había
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el fin.”
Él estaba pensando en los suyos, en el grupo de segui-
dores que le acompañaron durante su ministerio. Más
de uno quisieran ingresar en la escena, y decirle a Je-
sús, “Señor, no se lo merecen, mira lo que van a hacer.
Te van a traicionar”. Como si usted y yo lo mereciéra-
mos. Como si alguno pudiera hacer algo para ganar el
favor de Dios.
Pero es innecesario adelantarse a los acontecimientos.
Aquí mismo, en este momento, los discípulos dan
muestras suficientes de ser indignos de tan gran privi-
legio. Cuando todos ellos llegaron allí, el lebrillo y la
toalla habían sido colocados para que alguno tomara
la iniciativa de lavarle los pies a los otros. Sin embar-
go, nadie lo hizo. Cada uno pensó que era tarea del
otro. Nadie quiso hacer algo tan humillante.
Así que, mientras ellos están todavía pensando, Cris-
to dobló sus rodillas e hizo lo inimaginable: se levan-
tó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toa-
lla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y co-
menzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos
con la toalla con que estaba ceñido (v. 4-5)
Todo lo hizo él. Lo que hace es consistente con su
carácter. Él no vino para ser servido, sino para servir.
Cada acción fluye de ese amor que él tiene por los
suyos. Cuando un millonario de viaje en Asia, vio a
una joven misionera enfermera limpiar a un anciano
sucio, que acababa de salir del baño, dijo: “yo no ha-
ría esto por un millón de dólares.” La enfermera res-
pondió: “Tampoco yo”. Es solo el amor que nos per-
mite cruzar la barrera de lo que otras personas no
harían ni por un millón de dólares.
 El amor de Jesús no es una cortesía, es una nece-
sidad.
“Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le
respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmi-
go.” (Juan 13:8)
Es ya hasta después que el Señor está lavando los
pies de sus discípulos que aparece la oposición. Vie-
ne de Pedro quien parece haber perfeccionado la ma-
nera de decirle a Jesús lo que tiene que hacer. Prime-
ra hace obvio lo extraño de la situación: ¿Cómo es
posible que el Señor le lave los pies a él? Su atención
se centra en el hecho de ser lavado, no en lo que el
Señor quiere representar a través de eso.
Después su negativa es rotunda. El uso del doble ne-
gativo enfatiza su terquedad e ignorancia. No me la-
varás los pies jamás. Sin embargo, Jesús le hace notar
paciente y sabiamente su necesidad. No hay acceso a la
eternidad sino permitimos que el Señor lleve a cabo su
obra en nuestras vidas. No hay transformación ahora,
sino permitimos que sea el Señor que nos limpie de
manera total.
Sin embargo, quienes hemos sido limpiados ya no ne-
cesitamos un baño, como Pedro parece suponer. Basta
con la renovación de los votos como en aquel día de
santa comunión.
 El amor de Jesús, no es una sugerencia es una
norma.
“Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros
pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a
los otros.” (13:14).
El Señor culmina esta lección haciendo de ella una nor-
ma para su pueblo. Él no permite que esta acción que-
de simplemente en buenas intenciones. Sus acciones y
su carácter se convierte en el modelo para la conducta
de su pueblo. Nosotros debemos conducirnos como e
maestro lo hizo
Más tarde lo repetirá de esta forma: “Un mandamiento
nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os
he amado, que también os améis unos a otros. En esto
conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis
amor los unos con los otros.” (13:34-35)
No seremos bienaventurados solo por saber estas co-
sas, por sentir algo de emoción y de contrición en un
día como hoy. Como el Señor dijo: “Si sabéis estas co-
sas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (13:17).
Viernes Santo
Las siete palabras a la cruz
La semana de la pasión de Cristo llega su clímax en el
viernes santo. Es el día en que el pueblo de Israel debe-
ría estar de fiesta celebrando los grandes actos de Dios
en el pasado, que constituyen hasta ese momento, el
tiempo más glorioso de su historia. Sin embargo, el ac-
to más cruel de la historia humana de que se tenga me-
moria se va a gestar en medio de este ambiente festivo
que prevalecía en Jerusalén. La fiesta de la pascua se
convertirá en la ocasión para la crucifixión del Hijo de
Dios, el Cordero sin mancha, hacia quien aquella festi-
vidad apuntaba.
La descripción que nos hacen los cuatro evangelistas
de los sufrimientos del Salvador son bastante gráficos.
Durante su juicio se trajeron testigos falsos, cuyos tes-
timonios no pudieron soportar la evidencia. A pesar de
la inocencia de Jesús, reconocida por un tribunal ro-
mano, Jesús fue condenado a ser azotado con un látigo
cuyas puntas metálicas puntiagudas estaban diseñadas
para cortar la piel. 39 latigazos, que era lo estipulado
por la ley judía, debieron causar un daño profundo en
la espalda de Jesús.
El Señor soportó además la burla de ser disfrazado co-
mo rey, para convertirse en la mofa de la gente. La co-
rona de espinas que colocaron sobre su cabeza y los
golpes que le deban en ella debió producir igualmente
dolores indecibles. Y qué decir de los clavos que tras-
pasaron sus manos y sus pies, al ser levantado y colga-
do en la cruz.
Sin embargo, aunque el sufrimiento físico era terrible,
el tormento emocional al que fue sometido fue todavía
peor. Las burlas, las blasfemias, las falsas acusaciones,
todas ellas tenían el objetivo de doblegar su espíritu.
Nosotros nos preguntamos, ¿No era ya castigo sufi-
ciente? ¿Puede alguien después de tan brutales accio-
nes, todavía sentir alguna misericordia por estas perso-
nas? ¿Es todavía el ser humano capaz de algo peor que
lo que ya hemos relatado? La respuesta es afirmativa.
Vamos a acercarnos al momento en que Jesús está
pendiendo en la cruz a escuchar las siete palabras. Sin
embargo, en esta ocasión no nos referimos a las siete
palabras de la cruz, las que Jesús pronunció al estar
allí, que la tradición ya ha consagrado. Escucharemos
las siete palabras a la cruz. Las palabras que la gente
que estuvo en aquel momento, espectadores en prime-
ra fila dirigieron a Jesús. Palabras que buscaban que-
brantar su espíritu. Porque quiero que recordemos,
que la cuenta regresiva no es tanto de Jesús, sino de
nosotros, que podemos estar, como los soldados, al pie
de la cruz, jugando a los dados. Tan cerca de la cruz, y
tan lejos de Cristo. ¿Cuál de estas palabras o reaccio-
nes representa nuestra respuesta a la cruz? Veamos,
pues, estas siete palabras:
1. La palabra de la diversión inoportuna
Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza, y
diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo re-
edificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, descien-
de de la cruz. (Mateo 27:39, 40)
La primera palabra representa un ataque a la veracidad
de Jesús. No llevan la intención de corroborar hechos,
sino de divertirse con el Señor. La incredulidad respira
en el hecho de que al decirlas y frasearlas lo hacían
menando la cabeza.
Así que buscan un momento de diversión a costa de
Jesús. Encuentran algo que creen es una incongruen-
cia en el mensaje de Jesús. Son personas que saben de
la Biblia y recuerdan exactamente lo que Jesús ha di-
cho. Estas palabras Cristo las había pronunciado tres
años antes cuando entró al templo al inicio de su mi-
nisterio y llevó a cabo una purificación de ese recinto.
Seguramente las recordaron porque Jesús volvió a en-
trar al templo a hacer lo mismo durante esta semana.
En todo caso, hemos escuchado a este tipo de perso-
nas cuando nos preguntan ¿Con quién se casó Caín?
¿Dónde está el infierno? Creen encontrar en estos
asuntos incongruencias en la Palabra de Dios, pero al
igual que aquellos, sus objeciones no van a funcionar.
2. La palabra del ofrecimiento equivocado
De esta manera también los principales sacerdotes, es-
carneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancia-
nos, decían: A otros salvó, a sí mismo no se puede sal-
var; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y
creeremos en él. (Mateo 27:41-42)
Esta palabra representa un ataque malogrado a su mi-
sión. Proviene de los máximos líderes de Israel, quie-
nes tienen un ofrecimiento que hacer, pero que creen
que no puede responder. Para ellos, Cristo está en sus
manos, pero si fuera capaz de zafarse, creerían en él.
La oferta es diabólica. Describe de manera clara lo que
sería la salvación desde un punto de vista humano. Se
presenta atractiva porque ofrece fe a cambio de que
Cristo baje de la cruz. Solo eso, ¡pero qué condición!
Quieren eliminar del cristianismo algo que pertenece a
su esencia: el sacrificio expiatorio de Cristo.
Sin embargo, la tentación persiste hasta nuestro tiem-
po, y muchas iglesias han caído en la tentación. Han
removido, minimizado o menospreciado la cruz de
Cristo. Prefieren un cristianismo sin cruz, una vida
cristiana sin sacrificio, un mensaje que no ofenda a la
gente. Diluimos conceptos como el pecado, y, al hacer-
lo, la gente no ve la necesidad de un Salvador. Pero,
¿por qué no hacerlo? Al fin y al cabo, mucha más gente
vendría a nuestras iglesias. Sin embargo, aun cuando
Cristo podía llamar a una legión de ángeles no sucum-
bió a la tentación, y tampoco sus seguidores debemos
hacerlo.
3. La palabra de la malicia blasfema
Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha di-
cho: Soy Hijo de Dios. (Mateo 27:43)
Los líderes religiosos de Israel continúan con sus ata-
ques a Jesús y ahora lo hacen hacia su relación con
Dios. ¿Es él verdaderamente el Hijo de Dios? Ellos testi-
fican que Cristo verdaderamente se identificó de esa
forma y que fue una persona que depositaba su con-
fianza en Dios. Pero si es verdaderamente su Hijo,
¿Cómo puede un padre hacerle esto a su Hijo? ¿Cómo
puede dejarlo Dios a su Hijo a merced de esta muche-
dumbre enardecida?
Sin embargo, el evangelio responde de manera contun-
dente a esta manera de pensar cuando afirma que lo
que sucede con Cristo no se encuentra fuera de la esfe-
ra del amor de Dios. Al contrario, “De tal manera amó
Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito…” La
muerte de Cristo es precisamente la demostración más
grandiosa del amor de Dios.
Alguien preguntó un vez, “¿Dónde estaba Dios cuando
perdí a mi hijo?”, a lo que un anciano sabio respondió,
“en el mismo lugar que cuando perdió al suyo”.
Muchas personas creen que Dios debe ser solo amor, y
que por ese amor debe siempre estar esperándonos
hasta cuando nosotros queramos responder, y perdo-
narnos cuando a nosotros se nos plazca. Sin embargo,
olvidan que Él es también justicia. A muchos les gusta
escuchar que la salvación es gratuita, pero la malen-
tienden como si fuera algo que no tiene costo: por el
contrario, nuestra redención costó la vida del Hijo de
Dios. Él hizo esto porque, así como ama a su Hijo, tam-
bién amó a este mundo que ha dado a su hijo…
4. La palabra del interés egoísta
Y uno de los malhechores que estaban colgados le inju-
riaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y
a nosotros. (Lucas 23:39)
Hasta la cuarta palabra todas son frases que recuerdan
la tentación de Satanás en el desierto: Si eres Hijo de
Dios… Todas ellas tienen algo en común: representan
el intento diabólico para hacer desistir al Señor de con-
tinuar con su obra redentora, de beber la copa que el
Padre le dio para beber.
En el caso del malhechor que se encontraba colgando a
su lado, no es que haya sido invadido por un repentino
interés teológico o espiritual por averiguar la verdade-
ra identidad de Jesús. La venida del Mesías, que repre-
sentaba la más grande expectativa israelita, no juega
ningún papel en su petición a Jesús. Todo lo que le in-
teresa queda resumido en su petición: sálvate a ti mis-
mo y a nosotros.
No le interesan las implicaciones trascendentales de
que la persona que está a su lado sea verdaderamente
el Cristo. Se trata simplemente la misma petición que a
veces se escucha en muchas personas: Señor si me sa-
nas a mi hija, si me devuelves a mi esposo., entonces te
entrego mi vida.
Cuando nos acercamos a Dios con nuestros propios
intereses en mente, por lo general terminamos con una
visión distorsionada de Dios, aun si Dios en su miseri-
cordia accede a nuestra petición. Todo se reduce a un
dios similar al de la lámpara de Aladino.
5. La palabra de la última esperanza
Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu
reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy
estarás conmigo en el paraíso. (Lucas 23:42-43)
No todas las palabras dirigidas a Dios fueron de carác-
ter negativo. En medio de las más densas tinieblas hu-
bieron destellos de luz, de aquellos a quienes Dios les
permitió ver en Jesús lo que otros no vieron. Ése es el
caso del otro malhechor que se encontraba cerca de
Jesús.
A veces nos preguntamos que vio aquel malhechor en
Jesús. No parece el conquistador de las esperanzas me-
siánicas. Su única apariencia de rey es una corona de
espinas. ¿Cómo podía ser esta persona el Mesías? Sin
embargo, es más asombroso preguntarnos que vio Je-
sús en él. Esta es una persona que no tendría la opor-
tunidad de predicar las buenas nuevas, mucho menos
ministrar en alguna forma en el reino. Ni siquiera ten-
dría tiempo de bautizarse y de hacerse miembro de
una iglesia. Con todo, el Señor estuvo dispuesto a con-
vertirlo en el primer fruto de su obra expiatoria, asegu-
rándole su entrada inmediata al paraíso celestial.
6. La palabra del malentendido inoportuno
Algunos de los que estaban allí decían, al oírlo: A Elías
llama éste. Y al instante, corriendo uno de ellos, tomó
una esponja, y la empapó de vinagre, y poniéndola en
una caña, le dio a beber. Pero los otros decían: Deja,
veamos si viene Elías a librarle. (Mateo 27:47-49)
El momento climático de la expiación efectuada en la
cruz por Jesucristo se alcanza cuando sufre el desam-
paro del Padre. Él mismo lo identifica con las palabras
del Salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” Es el momento de su mayor dolor.
Algunas personas alcanzaron a escuchar su lamento,
pero ¡vaya error! No entendieron las palabras. Confun-
dieron, Elí (Dios mío), por Elías. Todavía algunos van a
aprovechar el momento para divertirse. Vemos si viene
Elías a librarle. Como sucede con muchas personas, el
destino eterno de la humanidad estaba en ese momen-
to en juego, y ellos no alcanzan a comprenderlo.
7. La palabra de la confesión inesperada
El centurión, y los que estaban con él guardando a Je-
sús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido he-
chas, temieron en gran manera, y dijeron: Verdadera-
mente éste era Hijo de Dios. (Mateo 27:54)
Sin embargo, Dios no permite que la muerte de su Hijo
termine en una nota triste. Al final, la última palabra
que se dirige a la cruz representa el reconocimiento
pleno de la identidad de Jesús. No viene de parte de
los judíos, mucho menos de sus líderes. Tampoco lo
hacen los discípulos de Jesús, quienes, aparte de Juan,
han puesto tierra de por medio.
Se trata de un gentil, junto con sus compañeros, quie-
nes, al pie de la cruz, y observar los acontecimientos
durante horas, confiesan a Jesús como el Hijo de Dios.
Eso es lo que Dios espera de cada uno de nosotros que
hoy revivimos esos momentos trascendentales.
Domingo de resurrección

No hay otro evangelio

1 Corintios 15:1-11
En el fondo, el mensaje poderoso del evangelio se re-
duce a una cruz sangrienta y a una tumba vacía. Am-
bos son emblemas de dolor y muerte. ¿Podemos estar
seguros que este mensaje será capaz de sostener los
embates de humanismo, secularismo y paganismo que
buscan derribar esas creencias? ¿Podrán nuestros refi-
nados hijos cibernéticos en una era digital conmoverse
ante un mensaje así?

Muchas iglesias han sucumbido a la tentación de suavi-


zar, reducir, o cambiar el mensaje. A veces pensamos
en iglesias fundadas por personajes extravagantes,
“amadores más de sí mismo que de Dios”. Pero la igle-
sia a la que se dirigen las palabras del pasaje leído fue
fundada por un apóstol. No solo eso, sino que este
apóstol había pasado suficiente tiempo con ellos para
instruirlos en las verdades centrales del evangelio. Sin
embargo, algunos en esta iglesia intentaron, poco tiem-
po después que el apóstol se marchó, suprimir esas
doctrinas de sus convicciones centrales.

La iglesia a la que nos referimos es la iglesia de Corin-


to, y su fundador es el apóstol Pablo. La razón por la
que algunos decidieron hacer a un lado la cruz de Cris-
to es porque no la consideran compatible con la sabi-
duría que creían haber alcanzado. Sus motivos para
rechazar la resurrección son parecidos: consideran el
cuerpo como algo inferior, e indigno de participar de la
vida celestial, honor que solo le pertenece al alma.
Sin embargo, para Pablo, la cruz y la resurrección no
pueden ser eliminadas sin asestar un duro golpe al
evangelio de Jesucristo, de allí que llame en esta carta
a los cristianos corintios a regresar a los fundamentos.
Los tiempos pueden cambiar, pero los fundamentos de
la iglesia seguirán incólumes. Mientras que Pablo de-
fiende el mensaje de la cruz en el capítulo 2 de esta
carta, su defensa de la resurrección la va a realizar en
el capítulo 15. En este capítulo va él a mostrarnos la
vigencia y relevancia de estas doctrinas.

La muerte y la resurrección de Cristo son las verda-


des centrales de la fe cristiana

Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo


recibí (15:3a)

De acuerdo a estas palabras, el apóstol dio prioridad


en su ministerio a los corintios a la predicación de la
muerte y resurrección de Cristo. Fue lo primero que
predicó no porque fuera mas simple, sino porque son
las verdades centrales del evangelio. Aunque otras doc-
trinas como la encarnación y la divinidad de Cristo son
importantes, el corazón del evangelio se encuentra en
el sacrificio expiatorio de Cristo y su resurrección vin-
dicatoria. “Creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Tes.
4:14) es el resumen de la fe cristiana. Pablo reafirma
esto al mostrarles a los corintios que este es:

 Es el evangelio predicado por los apóstoles. “sea


yo o sean ellos, así predicamos” (v.11)

 Es el evangelio recibido por los corintios: “el cual


también recibisteis, en el cual también perseve-
ráis” (v.1)
 Es el evangelio por el cual los corintios han sido
salvados: “por el cual asimismo, si retenéis la pa-
labra que os he predicado, sois salvos, si no creís-
teis en vano” (v.2).

La muerte y la resurrección de Cristo son verdades


verificables de la fe cristiana

y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día (15:4)

La muerte y la resurrección de Jesucristo son aconteci-


mientos históricos. A diferencia del hinduismo y el bu-
dismo que son sistemas filosóficos y éticos, el cristia-
nismo es una religión histórica. Nuestra fe se sostiene
o cae en base a la veracidad de estos acontecimientos.
La resurrección de Cristo sucedió “al tercer día” de que
“murió por nuestros pecados”. Del mismo modo, el
Credo de los apóstoles hace mención de que Cristo
“padeció bajo Poncio Pilato” , un personaje cuya exis-
tencia se encuentra documentado en la historia huma-
na. Se trata, pues, de hechos históricos, no de leyendas
o mitos fabricados por la imaginación humana.

De igual modo, el apóstol afirma que el Cristo resucita-


do fue visto, no solo por los discípulos, sino también
por una gran muchedumbre, y, al final, por Pablo mis-
mo. No fue una alucinación de sus discípulos, ni una
histeria colectiva de las 500 personas a quienes se apa-
reció. Tampoco se trataba de un fantasma, porque, co-
mo Cristo mismo dijo, “un espíritu no tiene carne ni
huesos, como veis que yo tengo.” (Luc 24:39). Cristo
resucitó corporalmente y si se quería investigar, Pablo
dice que, en su tiempo, de los testigos de la resurrec-
ción “muchos viven aún”.
La muerte y la resurrección de Cristo son verdades
indispensables de la fe cristiana

Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las


Escrituras (15:3)

La muerte y resurrección de Cristo dieron cumplimien-


to a las Escrituras y, de esa forma, atestiguan su veraci-
dad. A esto se añade el testimonio apostólico, ya que
para ser apóstol, se requería, no el tener una megaigle-
sia, sino haber visto a Cristo resucitado. Pedro dice: A
este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros so-
mos testigos (Hech. 2:32) Pablo le dice a los Corintios:
“¿No soy apóstol? ¿No he visto al Señor?” (I Cor. 9:1)

Sin embargo, lo más importante es el significado teoló-


gico de estos acontecimientos. Cristo murió por nues-
tros pecados. Su muerte era necesaria debido a nuestro
pecado. Su muerte es algo que ocurrió en nuestro lugar
para librarnos de la pena del pecado que había en
nuestra contra.

Negar, pues, estas doctrinas tiene consecuencias de-


vastadoras. Los apóstoles serían hallados falsos testi-
gos (v. 15). La fe cristiana sería vana, aun estaríamos
en nuestros pecados (17). los que creyeron, perecieron
sin ninguna esperanza (18). Somos, además, los más
dignos de conmiseración (19).

“Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos”, y eso


es solo el comienzo. Cristo resucitado es el primer fru-
to de la cosecha. De allí que como iglesia necesitamos
seguir siendo fieles al evangelio que predica la muerte
y resurrección de Cristo.

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