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CARRERA: DERECHO
TERCER – CICLO
MODALIDAD A DISTANCIA
PENSAMIENTO SOCIAL
DE LA IGLESIA
CONTENIDO CIENTÍFICO
COMPILADO PROFESOR:
LCDO. JORGE BONILLA MACAS. MGST
CUENCA – ECUADOR
2016
PENSAMIENTO SOCIAL DE LA IGLESIA
ESTRUCTURA DEL MATERIAL DE ESTUDIO
El material auto instruccional de Pensamiento Social de la Iglesia, está conformado por tres
partes: Preliminares, Contenido Científico, Actividades y Foros. Cada una de éstas se encuentra
en archivos separados en la Plataforma www.educacue.net. La lectura y realización de cada acción
es determinante y tiene calificación sobre 100 puntos.
La estructura del material de estudio que esperamos presente una idea general del
contenido de la asignatura.
Continúa con las recomendaciones que usted debe seguirlas si desea tener éxito en el
estudio independiente.
Luego consta la introducción, en donde se indica, entre otros aspectos, por qué y para qué
se ha escrito el presente material de estudio; cómo se han tratado los temas; la forma en
que debe hacer la lectura; y, las fuentes de consulta recomendadas. Sin esta referencia
será difícil captar los enfoques de la obra e incluso podrá tener conclusiones erróneas de
su lectura.
Después encontrará los Objetivos Generales de la asignatura, es decir las metas que
deseamos que usted logre, luego de terminar con el estudio de todas las unidades.
Objetivos Operacionales: que indican lo que usted alcanzará una vez que haya
concluido el estudio de la unidad.
Listado de Contenidos: incluye los temas y subtemas que serán estudiados por usted.
Al final del contenido científico se encuentra la bibliografía básica con las principales obras
que usted puede consultar para apoyar y ampliar el aprendizaje de los contenidos de la
asignatura.
3) En la tercera parte se encuentran las Actividades de cada una de las unidades, divididas
según el número de sesiones presenciales y/o virtuales sincrónicas, que las deberá
Desarrollar para que dinamice y facilite su aprendizaje, para ello deberá cumplir con el
procedimiento y plazo establecidos.
4) Por último, la cuarta parte del material autoinstruccional, consta de los Autocontroles,
instrumento que le permitirá comprobar su aprendizaje y el consiguiente logro de los
objetivos propuestos en cada una de las unidades. Para su resolución y cumplimiento,
deberá cumplir con el procedimiento y plazo establecidos.
RECOMENDACIONES
No intente investigar un nuevo tema sin estar seguro de haber aprendido el anterior.
INTRODUCCIÓN
La importancia del estudio del Pensamiento Social de la Iglesia (PSI), llamada también
Doctrina Social de la Iglesia es fundamental, porque permite un acercamiento a un estudio básico, que
exige de todos un tiempo de dedicación y nos lleva a discernir el modo en que debemos dar respuesta
a las necesidades y los desafíos que nos plantea el nuevo milenio sobre la realidades sociales.
Existen muchos seres humanos y hermanos necesitados que esperan ayuda, muchos
oprimidos que esperan justicia, muchos desocupados que esperan trabajo, muchos pueblos esperan
respeto: ¿Cómo es posible que en nuestro tiempo, hay todavía quien se muere de hambre; quien está
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condenado al analfabetismo; quien carece de asistencia médica más elemental, quien no tiene techo
donde cobijarse?
Mientras que los “Contenidos del Pensamiento Social de la Iglesia”, en los que se fundamenta
la teoría y su vínculo con el resto de áreas del conocimiento, es tratado en la unidad tres. La unidad
cuatro que analiza “Los temas fundamentales del Pensamiento Social de la Iglesia”. Los contenidos
están vinculados con áreas del conocimiento como el derecho, la sociología, la economía, la
educación, el desarrollo social y las ciencias duras como salud y áreas técnicas.
Un elemento básico en este proceso, es el amor que tiene por delante un vasto trabajo al que
la iglesia quiere contribuir también con su doctrina social que concierne a toda persona y se dirige a
todas las personas. La organización comunitaria y social en todo aspecto necesita el apoyo y trabajo
solidario de todas las personas e instituciones nacionales e internacionales, vinculadas o no a la
Iglesia Católica.
La aspiración del Pensamiento Social de la Iglesia es regular la relación del hombre con la
naturaleza, codificándola, sobre la base de los elementos comunes que diversas leyes hasta hoy
vigentes han regulado por separado, incluso a veces en oposición. Estos dos principios básicos son
los pilares sobre los cuales se asienta la construcción institucional que fundamenta la calidad de vida
por un lado, que se logra mediante la tutela del ambiente y el desarrollo sustentable, por el otro, que
consiste en preservar los factores ecológicos y culturales haciendo un uso racional de los recursos
naturales, y a la vez progresista, de los factores creados por la actividad humana.
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Por su carácter supranacional compromete principios del derecho internacional. Este rasgo
destaca la importancia de la cooperación internacional, ya que ni el mar, ni los ríos, ni el aire, ni la flora
y la fauna salvaje conoce fronteras; las poluciones que pasan de un medio a otro, no pueden ser
combatidas sin la cooperación de otros Estados. Es la Comunidad Internacional la que debe en su
conjunto regular la relación entre los hombres y el medio ambiente.
Las relaciones del Pensamiento Social de la Iglesia y el Derecho tiene que ver, que todas las
acciones que realizan el hombre y las instituciones generan daños en las relaciones de las personas
en un extremo pueden repercutir en otro extremo, dándose además la particularidad que los países
que más deterioran el planeta son aquellos que se encuentran en una mejor posición económica para
soportar los desastres, mientras que los que menos dañan el medio ambiente pueden llegar a sufrir
grandes perjuicios y pérdidas humanas por desastres naturales que afectan la vida de las personas.
OBJETIVOS GENERALES
- Conceptualizar correctamente los temas del Pensamiento Social de la Iglesia, que están
inmersos en el mundo contemporáneo y su desarrollo científico tecnológico.
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UNIDAD UNO
OBJETIVO GENERAL
Desarrollar la teoría del Pensamiento Social de la Iglesia y su alcance práctico en la vida de las
personas y sociedad.
OBJETIVOS OPERACIONALES
Durante el proceso de estudio de la presente unidad, usted estará capacitado para:
Distinguir las fases de enseñanza en función del cambio de actitud de las personas e instituciones
en un mucho globalizado y conflictivo.
Identificar el papel que juega la iglesia católica en el contexto del nuevo milenio, su aporte en la
solución de problemas que afectan a la humanidad.
CONTENIDO
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Ser doctrina implica formar un conjunto orgánico de enseñanzas, un cuerpo que en este
caso está especificado por pertenecer a la institución de la Iglesia Católica y por estar formado por
p r i n c i p i o s de reflexión, criterios de juicio y directrices de acción.
Social procede del vocablo latino sociales, adjetivo derivado del nombre socius, que significa:
socio, compañero, asociado. El término social es muy amplio y puede servir para calificar todas las
manifestaciones de la vida de relación de las personas entre sí y esta misma vida en su conjunto o
vida social.
1) El sujeto de la DSI es toda la comunidad cristiana, en unión y bajo la guía de sus legítimos
pastores, en la que también los laicos con sus experiencias cristianas, son activos
colaboradores.
3) El ámbito propio de esta doctrina es el mismo que el de dicha función magisterial, la fe y las
costumbres y de todo lo que guarde relación con ellas, en la vida social.
4) Forma parte de la función pastoral. Tiene la finalidad práctica de orientar las ideas y la
actuación social de los católicos en la vida social institucionalizada, de acuerdo con la
revelación.
Entones se puede definir la Doctrina Social de la Iglesia como conjunto orgánico de principios de
reflexión, criterios de juicio y directrices de acción, sobre las relaciones sociales formales derivadas de
la vida social humana institucionalizadas, enseñado, a la luz del Evangelio y en el ejercicio de su
función pastoral, por el Magisterio de la Iglesia Católica, con la asistencia del Espíritu y la
cooperación de los teólogos y de los especia- listas en ciencias sociales.
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Los elementos fundamentales que regulan y orientan la aplicación práctica en la vida diaria son:
Se preocupa de los derechos humanos de cada uno, en particular del proletariado, la familia y la
educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e internacional, la vida
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económica, la cultura, la guerra y la paz, así como el respeto a la vida desde el momento de su
concepción hasta la muerte.
Tiene dimensión teórica porque está formada por principios teóricos de raíz teológica,
moral oracional, derivados del Evangelio y la experiencia humana de la Iglesia. Es histórica porque
los documentos están en conexión y hacen referencia a situaciones históricas determinadas y
porque los principios de reflexión, criterios de juicio y directrices que contienen se utilizan para
iluminar las situaciones y las ideologías sociales, políticas y económicas vigentes de cada época.
La Iglesia, nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo, reunida en el
Espíritu Santo, recibe toda su competencia, para actuar como Iglesia, de Dios por medio de
Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Por ello es una competencia que tiene su origen divino y en
consecuencia es indiscutible para el que admita la fe en la que se basa la Iglesia.
León XIII, dice acometer la exposición de la DSI confiadamente que no tenemos el derecho y
el deber de juzgar con autoridad suprema sobre estas materias sociales y económicas. La Iglesia no
puede en modo alguno renunciar al cometido, a ella confiado por Dios, de interponer su autoridad, no
ciertamente en materias técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados ni es su
cometido, sino en todas aquellas que se refieren a la moral.
En lo que atañe a estas cosas, el depósito de la verdad, a nosotros confiado por Dios, y el
gravísimo deber de divulgar, de interpretar y aún de urgir oportuna e inoportunamente toda la ley
moral, somete y sujeta a nuestro supremo juicio tanto el orden de las cosas sociales como el de las
mismas cosas económicas.
La competencia de la Iglesia, allí donde el orden social se aproxima y llega a tocar campo
moral, juzgar si las fases de un orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que
el Dios Creador y Redentor ha promulgado por medio del derecho natural y de la revelación.
Dado su origen divino no tiene límites ni en el espacio ni en el tiempo, pero es bueno tener
presente que la Iglesia tiene una palabra que decir tanto hoy como, lo ha hecho a lo largo de la historia de
la humanidad o hace veinte años, así como en el futuro
La DSI se dirige primero y principalmente a los católicos, respecto de los cuales tiene fuerza
obligatoria moral, como ya veremos, pero también, de alguna forma a todas las personas de buena
voluntad. En cuanto a la materia, la competencia de la Iglesia no tiene tampoco unos límites
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restringidos a determinas cuestiones sociales fijas, sino que caen en su campo todas las que se
pueden derivar de la vida social organizada a lo largo del tiempo y del espacio.
b) El carácter moral esencial de la vida social organizada. Las razones éticas constituyen la
dimensión fundamental de la existencia humana, incluso en el campo de la actividad que
suele llamarse política. De aquí saca sus profundas premisas toda la así llamada DSI, que
particularmente en nuestra época, comenzando desde finales del siglo XIX, se ha
enriquecido enormemente con toda la problemática contemporánea.
c) La necesidad de los principios morales y sociales para la paz social. La doctrina de Cristo
es necesaria para la armonía y estabilidad de la vida social humana.
d) La influencia de las condiciones sociales en la vida espiritual y moral de las personas. Esta
influencia es un hecho comprobado científicamente y de experiencia común. Uno de los
factores que influyen en la formación de la personalidad humana en todos sus aspectos
es el ambiente o los ambientes sociales en que desarrolla su vida cada persona. Por eso
hay que reconocer el derecho y el deber de la Iglesia de intervenir con su doctrina para
iluminar y discernir estas condiciones sociales.
1) Validez por el origen de donde procede, la Iglesia Católica. Por su origen institucional,
la DSI será válida si la Iglesia Católica, de la cual procede está legitimada y tiene aptitud
para formular los principios, juicios y directrices y si esta formulación entra dentro de sus
funciones.
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6) Validez social. Uno de los elementos esenciales que conciernen a la formación de los
laicos, es bastante precario en el pueblo cristiano. La deficiente difusión de las
enseñanzas de la DSI y la carencia de una adecuada formación en clérigos y laicos. En
la sociedad en general es muy escasa y es manifiesto su desconocimiento en ambientes
no religiosos. No goza de prestigio en los ambientes universitarios y académicos.
Como en tiempos de León XIII sigue siendo idónea para indicar el recto camino a la hora de dar
respuesta a los grandes desafíos de la hora contemporánea, mientras crece el descrédito de las
ideologías. Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución a la cuestión social fuera
del evangelio y, que por otra parte, las cosas nuevas pueden hallar en él su propio espacio de verdad y
el debido planteamiento moral.
Esto no significa que la DSI haya surgido sólo a caballo de los últimos siglos, existía ya desde
el inicio, como consecuencia del Evangelio y de la visión que del Evangelio lleva a las relaciones con
otros hombres, y particularmente a la vida económica y social.
2.1.- EVOLUCIÓN
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2.2.- ETAPAS
Las etapas efectivas que se pueden distinguir en el desarrollo de la DSI desde la Sagrada
Escritura hasta la actualidad, son:
2.2.1.- EL ANTIGUO T E S T A M E N T O
1) La creación del hombre por Dios. Primer fundamento de la DSI. Y creó Dios al hombre
a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó
2) El pecado original. ¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido del
árbol que te prohibí comer? Sentido social de primera magnitud en cuanto que es la
fuente de todos los pecados y males posteriores de los hombres y explica, por tanto,
las divisiones, las luchas, las injusticias sociales, la imperfección de la misma sociedad.
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Es la culminación y plenitud de la revelación del mensaje divino a los hombres. Por ello
representa la coronación del Antiguo Testamento también en el aspecto social.
1) La creación espiritual. Más allá de la creación, revela a Dios como Padre de todos los
hombres y muestra que los ama tanto que entregó a la muerte a su hijo Único para
salvarlos. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer,
nacido bajo la ley, para salvar a los que se hallaban bajo la ley.
5) Jesucristo es el Profeta por excelencia. El Espíritu del Señor está sobre mí porque me
ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, me ha enviado para liberar y dar
vista a los ciegos... Y comenzó a decirles: hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura
que acabáis de escuchar.
Los santos padres tienen una importancia fundamental, dada su condición de intérpretes de
excepción de las Sagradas Escrituras y de testigos privilegiados de la tradición. Acreditan el sentido
social del Evangelio y prueban que éste es algo esencial en el cristianismo.
b) Documentos pontificios:
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Encíclicas. Carta del Papa a la Iglesia Universal, al mundo católico e incluso a los
hombres de buena voluntad.
Exhortaciones Apostólicas. Documento firmado por el Papa que recoge todo lo
tratado en un Sínodo de Obispos.
Cartas Apostólicas. Carta que el Papa escribe a una persona para que ésta la dé a
conocer a la Iglesia Universal.
Radiomensajes. Mensajes papales transmitidos por radio. Pío XII utilizó esta forma
de comunicación con la Iglesia durante la 2ª Guerra Mundial (1939-1945).
Abarca todos los campos en los que se desarrolla la convivencia humana, se extiende
objetivamente al entero panorama de las realidades temporales que configuran y condicionan la vida
de la persona humana dentro de la sociedad.
Hunde sus raíces en la misma Historia de Salvación. Los cristianos/as, que hoy asumen su
compromiso social como consecuencia de su fe, saben que la práctica social pertenece de manera
inseparable a la Historia del Pueblo de Dios; tiene sus raíces en la Palabra de Dios, en la predicación
del Reino de Jesús, en la experiencia y testimonio de las primeras comunidades cristianas.
Tiene un carácter dinámico e histórico. Esta exigencia del Reino y del seguimiento de Jesús
se convierte en experiencia acumulada a lo largo de la historia, y muestra los diversos modos que
tiene la comunidad para ir descubriendo cómo unir la fe y el compromiso social. Es parte esencial de
la evangelización. El mensaje social de la Iglesia sólo se hará creíble por el testimonio de las obras;
enseñarlo es parte esencial de la fe y de la misión evangelizadora de la Iglesia.
Es especialmente para los católicos/as, aunque no sólo. A través de ella la Iglesia cumple su
misión de ayudar a sus bautizados y a los/as que no siendo católicos/as se identifican sin sus
enseñanzas sociales, a iluminar los problemas sociales, económicos, políticos y culturales de cada
época, en orden a transformarlos a la luz del Evangelio.
Más que una teoría se orienta a la acción. El mensaje social del Evangelio no debe
considerarse como una teoría sino, por encima de todo, un fundamento y estímulo para la acción.
Aunque es una disciplina académica, principalmente se orienta a la vida, está hecha para practicarla.
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Así lo han entendido, en el curso de los siglos, los hombres y mujeres de todas las clases
sociales comprometidos individualmente y en organizaciones en diversas acciones a favor de los
marginados...
Ayuda a entender mejor el alcance de la DSI cuando también se explicita lo que no es. A
veces nos adherimos a corrientes ideológicas sin una clara comprensión de lo que conlleva cada
pensamiento y sin un claro discernimiento de que el pensamiento cristiano tiene otra dimensión, por
eso conviene explicar la postura de la DSI porque en su aplicación el pensamiento social no está
exento de sucumbir a algunas tentaciones y riesgos.
No es una doctrina política ni una doctrina económica: La Iglesia no está para sumir un papel
de poder, sino de testimonio y servicio, le urge el anuncio del Reino de Dios.
Por eso no pone soluciones técnicas que son competencia de los estados o de las
instituciones de la sociedad civil, en las cuales si están llamados a participar los católicos/as.
a) VER: se trata de percibir la realidad con sensibilidad, porque se trata de cuestiones que
afectan a la persona, es ver con preocupación la realidad que tiene rostros humanos
imborrables.
Para ver hay que percibir con la inteligencia, es informarse y comprender los problemas,
las situaciones de injusticia, sus causas, los factores que las producen, los mecanismos y
las personas que las reproducen. Para ver hay que analizar en equipo, organizadamente,
con la ayuda de las ciencias humanas y sociales, desde distintos puntos de vista, una
misma realidad social.
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c) ACTUAR: es dar vida, dar existencia concreta a las elecciones y decisiones coherentes
con los valores del Reino de Dios, porque la DSI está orientada a la praxis. Actuar es
comprometerse en actuaciones concretas, es trabajar para eliminar las barreras de
desigualdades, las estructuras y los mecanismos de injusticia; es crear condiciones,
grupos, comunidades, movimientos para influir en la transformación de la sociedad en
dirección de la justicia social, la verdad, la libertad y la paz.
La enseñanza social de la Iglesia nació del encuentro del mensaje evangélico y de sus
exigencias, comprendidas en el mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo, y en la justicia,
con los problemas que surgen en la vida de la sociedad.
La DSI es algo propio de nuestra fe, que se aprende en la misma Historia de la Salvación: en
la interacción de la Palabra de Dios con la realidad humana y la respuesta de los hombres y mujeres
cristianos. El compromiso social de los cristianos no es una novedad de último siglo. Lo heredamos de
la larga experiencia del Pueblo de Dios a lo largo de la historia: El pueblo de la Biblia sufre la opresión
en Egipto.
La historia de este pueblo está ligada a la fe en el Dios que siente su aflicción y camina con
ellos hacia una patria de libertad y de vida en la cual no vuelvan a ser esclavos que te he sacado del
país de Egipto, de la casa de servidumbre. Por eso el pueblo siempre recordará: Dios escuchó nuestra
voz, vio nuestra miseria.
Todos tenían sus vidas unidas a un destino común, buscar y construir una sociedad libre de
humillaciones y de opresores, de miseria y de sufrimiento. Una nueva manera de ser pueblo. Un
pueblo que reparte las funciones y se organiza para participar: Elige de entre el pueblo hombres
capaces, hombres fieles e incorruptibles.
Un pueblo que cuenta con líderes que no se cansan de proclamar las preferencias de Dios por
los pobres y la práctica de la justicia: Los profetas repiten sin cesar: Practicad el derecho y la justicia,
liberad al oprimido de manos del opresor, y al forastero, al huérfano y a la viuda no atropelléis.
Aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano,
abogad por la viuda.
Los profetas son líderes que mantienen en el pueblo la conciencia de la dignidad del trabajo,
la persona humana creada por Dios y llamada a vivir con todos una vocación de esperanza, amor y
prosperidad. Por eso forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas, No levantará la
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espada nación contra nación; y los trabajadores edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y
comerán su fruto.
Seguir el mensaje de Jesús nos lleva al encuentro del necesitado. Jesús anuncia y practica
en plenitud y con la entrega de la propia vida, el amor a los pobres y el compromiso con los problemas
sociales. Para anunciar la buena nueva del Reino de Dios, he sido enviado. Para estar con los
marginados/as: los niños las prostitutas los extranjeros y los de otra cultura los pecadores públicos; los
enfermos.
Las primeras comunidades cristianas están formadas por personas de vida sencilla, cuyo
distintivo de su valor e importancia no es lo que tienen sino Cristo resucitado. En nombre de Cristo
dan la mano al que está caído en el camino, aman al pueblo y, a partir de su fe, son coherentes con
sus principios:
Tiene una especial sensibilidad y preocupación por los pobres, porque a los pobres se
les ama con obras y no de boca y con buenas intenciones.
Se castigan las conductas de aquellos que intentan engañar y aparentar que dan
cuando en realidad acumulan insolidariamente.
Se movilizan en situaciones de primera necesidad para mandar ayuda a los que están
atrapados en alguna calamidad.
Eligen a algunos bien preparados y llenos del espíritu evangélico para administrar el
dinero, no con mentalidad mercantil y comercial, sino para socorrer a los
desatendidos.
En una sociedad clasista no hacen distinciones entre las personas: los pobres en
dinero e influencias son más ricos en humanismo que los opulentos que se burlan del
pobre.
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Denuncian las riquezas acumuladas a costa del salario no pagado; la vida de lujo y
despilfarro ante las quejas de los trabajadores explotados y la muerte de los
indefensos.
Corrigen a los que no quieren trabajar y son una carga para los demás, a los que no
valoran el trabajo y viven desordenadamente.
Los cristianos son hombres y mujeres como los demás pero tienen claro lo que es
libertad y libertinaje.
Comprenden que no basta con tener una buena organización, medios económicos,
ser expertos en realidades sociales, etc. Si les faltaba el amor les sobraba todo lo
demás.
La Iglesia sigue interpelando a todos los pueblos y a todas las Naciones, porque sólo en el
nombre de Cristo se da al hombre la salvación. Tarea que lo ha realizado a lo largo de la
humanidad y ahora, con mayor fuerza frente a los cambios impuestos por los procesos de
globalización y los avances tecnológicos, principalmente en el desarrollo del conocimiento y las
nuevas tecnologías de la información y comunicación, así como las telecomunicaciones.
La salvación que nos ha ganado el Señor Jesús, y por la que ha pagado un alto precio, se
realiza en la vida nueva que los justos alcanzarán después de la muerte, pero atañe también a este
mundo, en los ámbitos de la economía y del trabajo, de la técnica y de la comunicación, de la
sociedad y de la política, de la comunidad internacional y de las relaciones entre las culturas y los
pueblos.
En esta alba del tercer milenio, la Iglesia no se cansa de anunciar el Evangelio que dona
salvación y libertad auténtica también en las cosas temporales. Proclama la palabra, insiste a
tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un
tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias
pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos
de la verdad y se volverán a las fábulas.
A los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sus compañeros de viaje, la Iglesia ofrece
también su doctrina social. Esta doctrina tiene una profunda unidad, que brota de la Fe en una
salvación integral, de la esperanza en una justicia plena, de la caridad que hace verdaderamente
hermanos a todos los hombres en Cristo. El amor tiene por delante un vasto trabajo al que la Iglesia
quiere contribuir también con su doctrina social, que concierne a todo el hombre y se dirige a todos
los hombres.
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destino con frecuencia está condicionada e incluso impuesta por la técnica o por la economía y
percibe la necesidad de una mayor conciencia moral que oriente el camino común.
Estupefactos ante las múltiples innovaciones tecnológicas, los hombres de nuestro tiempo
desean ardientemente que el progreso esté orientado al verdadero bien de la humanidad de hoy y
del mañana. El cristiano sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia los principios de
re- flexión, los criterios de juicio y las directrices de acción como base para promover un humanismo
integral y solidario.
Difundir esta doctrina constituye, una verdadera prioridad pastoral, para que las personas,
iluminadas por ella, sean capaces de interpretar la realidad de hoy y de buscar caminos apropiados
para la acción. En esta perspectiva, se consideró muy útil la publicación de un documento que
ilustrase las líneas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia y la relación existente entre esta
doctrina y la nueva evangelización.
De este modo se atestigua la fecundidad del encuentro entre el Evangelio y los problemas
que el hombre afronta en su camino histórico. Hay que tener presente que las citas de los textos del
magisterio pertenecen a documentos de diversa autoridad. Junto a los documentos conciliares y a
las encíclicas, figuran también discursos de los pontífices o documentos elaborados por los teólogos
de la Santa Sede.
Se propone, por último, como ocasión de diálogo con todos aquellos que desean
sinceramente el bien del hombre. Los primeros destinatarios en llevar adelante el proceso de
evangelización con la visión son los Obispos, que deben encontrar las formas más apropiadas para
su difusión y su correcta interpretación. Pertenece, en efecto, a su enseñar que según el designio de
Dios, las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas se ordenan también a la salvación de
los hombres, y, por ende, pueden contribuir no poco a la edificación del Cuerpo de Cristo
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Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y en general, los formadores encontrarán en él
una guía para su enseñanza y un instrumento de servicio pastoral. Los fieles laicos, que buscan el
Reino de los Cielos gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios encontrarán
luces para su compromiso específico. Las comunidades cristianas podrán utilizar este documento
para analizar objetivamente las situaciones, clarificarlas a la luz de las palabras inmutables del
Evangelio, recabar principios de reflexión, criterios de juicio y orientaciones para la acción.
Es un tesoro de cosas nuevas y antiguas, que la Iglesia quiere compartir, para agradecer a
Dios, de quien desciende toda dádiva buena y todo don perfecto. Constituye un signo de esperanza
el hecho que hoy las religiones y las culturas manifiesten disponibilidad al diálogo y adviertan la
urgencia de unir los propios esfuerzos para favorecer la justicia, la fraternidad, la paz y el
crecimiento de la persona humana.
La Iglesia ofrece una contribución de verdad a la cuestión del lugar que ocupa el hombre en
la naturaleza y en la sociedad, escrutada por las civilizaciones y culturas en las que se expresa la
sabiduría de la humanidad. Hundiendo sus raíces en un pasado con frecuencia milenario, éstas se
manifiestan en la religión, la filosofía y el genio poético de todo tiempo y de todo pueblo, ofreciendo
interpretaciones del universo y de la convivencia humana, tratando de dar un sentido a la existencia
y al misterio que la envuelve.
¿Quién soy yo? ¿Por qué la presencia del dolor, del mal, de la muerte, a pesar de tanto
progreso? ¿De qué valen tantas conquistas si su precio es, no raras veces, insoportable? ¿Qué hay
después de esta vida? Estas preguntas de fondo caracterizan el recorrido de la existencia humana.
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nivel más alto, porque involucran a la persona en una respuesta que mide la profundidad de su
empeño con la propia existencia.
Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está a la base de la búsqueda libre y
personal que el hombre realiza sobre lo divino. Los interrogantes radicales que acompañan desde el
inicio el camino de los hombres, adquieren, en nuestro tiempo, importancia aún mayor por la amplitud
de los desafíos, la novedad de los escenarios y las opciones decisivas que las generaciones actuales
están llamadas a realizar.
El primero de los grandes desafíos, que la humanidad enfrenta hoy, es el de la verdad misma
del ser-hombre. El límite y la relación entre naturaleza, técnica y moral son cuestiones que interpelan
fuertemente la responsabilidad personal y colectiva en relación a los comportamientos que se deben
adoptar respecto a lo que el hombre es, a lo que puede hacer y a lo que debe ser.
La Iglesia camina junto a toda la humanidad por los senderos de la historia. Vive en el mundo
y, sin ser del mundo, está llamada a servirlo siguiendo su propia e íntima vocación. Esta actitud, que
se puede hallar también en el presente documento, está sostenida por la convicción profunda de que
para el mundo es importante reconocer a la Iglesia como realidad y fermento de la historia, así como
para la Iglesia lo es no ignorar lo mucho que ha recibido de la historia y de la evolución del género
humano.
La Iglesia, signo en la historia del amor de Dios por los hombres y de la vocación de todo el
género humano a la unidad en la filiación del único Padre, sobre su doctrina social busca también
proponer a todos los hombres un humanismo a la altura del designio de amor de Dios sobre la
historia, un humanismo integral y solidario, que pueda animar un nuevo orden social, económico y
político, fundado sobre la dignidad y la libertad de toda persona humana, que se actúa en la paz, la
justicia y la solidaridad.
Este humanismo podrá ser realizado si cada hombre y mujer y sus comunidades saben
cultivar en sí mismos las virtudes morales y sociales y difundirlas en la sociedad, de forma que se
conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el
auxilio necesario de la divina.
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UNIDAD DOS
OBJETIVO GENERAL
Identificar la importancia del estudio de las Encíclicas de la Iglesia Católica como respuestas
históricas a problemas de la sociedad
OBJETIVOS OPERACIONALES
Durante el proceso de estudio de la presente unidad, usted estará capacitado para:
Identificar la trayectoria histórica del pensamiento social de la iglesia hasta el Vaticano II.
Analizar el desarrollo del pensamiento social entre el Vaticano II y el Papa Juan Pablo II
Distinguir las ventajas y desventajas que ofrece el trabajo a la persona y miembros de la sociedad.
CONTENIDO
1.-INTRODUCIÓN
1.1.- ORÍGENES HASTA LA CONVOCATORIA DEL CONCILIO VATICANO II
1.2.- ANÁLISIS DEL SOCIALISMO
1.3.- BIENES CREADOS
1.4.- PROPIEDAD Y LEYES
1.5.- FAMILIA Y ESTADO
1.6.- LA IGLESIA Y PROBLEMA SOCIAL
1.7.- DEBERES DEL ESTADO
1.8.- INTERVENCIÓN DEL ESTADO
1.9.- ASOCIACIONES
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1.- INTRODUCCIÓN
La Iglesia ha ido formulando a través de sus documentos sociales una reflexión orgánica,
aunque cada documento es respuesta histórica a problemas concretos, a través de los que se han ido
tejiendo principios de valor permanente, criterios de juicio y directrices para la acción.
Estos principios no han sido formulados orgánicamente en un solo documentos, sino a lo largo
del todo el proceso de la evolución histórica de la doctrina social. Los fundamentos filosóficos,
teológicos y religiosos se sustentan en la Biblia, esto es en el Antiguo y Nuevo Testamento, donde
están las bases de la iglesia católica y la tarea que corresponde desarrollar.
La estructura y organización de estos principios doctrinarios, constan desde el año 1891, pero
eso no significa que antes no había una Doctrina Social de la Iglesia. Estos documentos sociales
están diseñados por cuatro etapas importantes, en los que han liderado papas considerados
revolucionarios y comprometidos y lectores de la realidad social. Las grandes épocas son:
1ª etapa: De los orígenes hasta la convocatoria del Concilio Vaticano II. Los papas que
lideraron el proceso fueron: León XIII, Pio XI y Pio XII
2ª etapa: Del Concilio Vaticano II a Juan Pablo II. Los papas que actualizaron las encíclicas de
acuerdo a la historia fueron: Juan XXIII, Pablo VI.
3ª etapa: El periodo del pontificado de Juan Pablo II marcado por una proliferación de
documentos sociales.
Encíclicas: Rerum Novarum (León XIII), Cuadragésimo Anno (Pio XI), La Solemnitá (Pio
XII)) RERUM NOVARUM: Sobre la cuestión social. Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII.
15 de mayo de 1891
El afán de novedades que hace ya tiempo agita a los pueblos, necesariamente tenía que
pasar del orden político al de la economía social. La verdad es que las nuevas tendencias de las artes
y los nuevos métodos de las industrias; el cambio de las relaciones entre patronos y obreros; la
acumulación de las riquezas en pocas manos, y la pobreza ampliamente extendida.
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Cuán suma gravedad entrañe esa guerra, se colige de la viva expectación que tiene
suspensos los ánimos, y de cómo ocupa los ingenios de los doctos, las reuniones de los sabios, las
asambleas populares, el juicio de los legisladores, los consejos de los príncipes; de tal manera, que no
hay cuestión alguna, por grande que sea, que más que ésta preocupe los ánimos de los hombres.
Pensando sólo en el bien de la Iglesia y en el bienestar común, así como otras veces los
hemos escrito sobre el poder político, la libertad humana, la constitución cristiana de los estados y
otros temas semejantes, cuanto parecía a propósito para refutar las opiniones engañosas, así ahora y
por las mismas razones creemos deber escribiros algo sobre la cuestión obrera.
Es preciso auxiliar, pronta y oportunamente, a los hombres de la ínfima clase, pues la mayoría
de ellos se resuelve indignamente en una miserable y calamitosa situación. Pues, destruidos en el
pasado siglo los antiguos gremios de obreros, sin ser sustituidos por nada, y al haberse apartado las
naciones y las leyes Civiles de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido que los
obreros se han encontrado entregados, solos e indefensos, a la inhumanidad de sus patronos y a la
desenfrenada codicia de los competidores.
Para remedio de este mal los socialistas, después de excitar en los pobres el odio a los ricos,
pretenden que es preciso acabar con la propiedad privada y sustituirla por la colectiva, en la que los
bienes de cada uno sean comunes a todos, atendiendo a su conservación y distribución los que rigen
el municipio o tienen el gobierno general del Estado.
Pasados así los bienes de manos de los particulares a las de la comunidad y repartidos, por
igual, los bienes y sus productos, entre todos los ciudadanos, creen ellos que pueden curar
radicalmente el mal hoy día existente.
Pero este su método para resolver la cuestión es tan poco a propósito para ello, que más bien
no hace sino dañar a los mismos obreros; es, además, injusto por muchos títulos, pues conculca los
derechos de los propietarios legítimos, altera la competencia y misión del Estado y trastorna por
completo el orden social.
El hombre, al abarcar con su inteligencia cosas innumerables, al unir y encadenar también las
futuras con las presentes y al ser dueño de sus acciones, es quien bajo la ley eterna y bajo la
providencia universal de Dios se gobierna a sí mismo con la providencia de su albedrío: por ello en su
poder está el escoger lo que juzgare más conveniente para su propio bien, no sólo en el momento
presente sino también para el futuro.
Las exigencias de cada hombre tienen, por decirlo así, un sucederse de vueltas perpetuas de
tal modo que, satisfechas hoy, tornan mañana aparecer imperiosas. Luego la naturaleza ha tenido que
dar al hombre el derecho a bienes estables y perpetuos, que correspondan a la perpetuidad del
socorro que necesita. Y semejantes bienes únicamente los puede suministrar la tierra con su
inagotable fecundidad.
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fuerzas de su cuerpo, y así justamente el hombre puede reclamarla como suya, sin que en modo
alguno pueda nadie violentar su derecho.
Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que no se entiende cómo hayan podido
contradecirlos quienes, resucitando viejas utopías, conceden ciertamente al hombre el uso de la tierra
y de los frutos tan diversos de los campos; pero le niegan totalmente el dominio exclusivo del suelo
donde haya edificado, o de la hacienda que haya cultivado.
Y no se dan cuenta de que en esta forma defraudan al hombre de las cosas adquiridas con su
trabajo. Porque un campo trabajado por la mano y la maña de un cultivador, ya no es el campo de
antes: de silvestre, se hace fructífero; y de infecundo, feraz. De otra parte, las mejoras de tal modo se
adaptan e identifican con aquel terreno, que la mayor parte de ellas son inseparables del mismo.
Y si esto es así, ¿sería justo que alguien disfrutara aquello que no ha trabajado, y entrara a
gozar sus frutos? Como los efectos siguen a su causa, así el fruto del trabajo en justicia pertenece a
quienes trabajaron. Con razón, pues, todo el linaje humano, sin cuidarse de unos pocos
contradictores, atento sólo a la ley de la naturaleza, en esta misma ley encuentra el fundamento de la
división de los bienes y solemnemente, por la práctica de todos los tiempos, consagró la propiedad
privada como muy conforme a la naturaleza humana, así como a la pacífica y tranquila convivencia
social.
El derecho individual adquiere un valor mayor, cuando lo consideramos en sus relaciones con
los deberes humanos dentro de la sociedad doméstica. El derecho del matrimonio es natural y
primario de cada hombre: y no hay ley humana alguna que en algún modo pueda restringir la finalidad
principal del matrimonio, constituida ya desde el principio por la autoridad del mismo Dios: Creced y
multiplicaos.
Ley plenamente inviolable de la naturaleza es que todo padre de familia defienda, por la
alimentación y todos los medios, a los hijos que engendrare; y asimismo la naturaleza misma le exige
el que quiera adquirir y preparar para sus hijos, pues son imagen del padre y como continuación de su
personalidad, los medios con que puedan defenderse honradamente de todas las miserias en el difícil
curso de la vida. Pero esto no lo puede hacer de ningún otro modo que transmitiendo en herencia a
los hijos la posesión de los bienes fructíferos.
Con plena confianza, entramos a tratar de esta materia: se trata ciertamente de una cuestión
en la que no es aceptable ninguna solución si no se recurre a la religión y a la Iglesia. Y como quiera
que la defensa de la religión y la administración de los bienes que la Iglesia tiene en su poder.
Problema éste tan grande, que ciertamente exige la cooperación y máxima actividad de otros.
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De hecho la Iglesia es la que saca del Evangelio las doctrinas, gracias a las cuales, o
ciertamente se resolverá el conflicto, o al menos podrá lograrse que, limando asperezas, se haga más
suave: ella procura con sus enseñanzas no tan sólo iluminar las inteligencias, sino también regir la
vida y costumbres de cada uno con sus preceptos; mediante un gran número de benéficas
instituciones, mejora la condición misma de las clases proletarias.
Como primer principio, debe establecerse que hay que respetar la condición propia de la
humanidad, que es imposible el quitar, en la sociedad civil, toda desigualdad. Lo andan intentando, es
verdad, los socialistas; pero toda tentativa contra la misma naturaleza de las cosas resultará inútil. En
la naturaleza de los hombres existe la mayor variedad: no todos poseen el mismo ingenio, ni la misma
actividad, salud o fuerza.
Obligaciones de justicia, para el proletario y el obrero, son éstas: cumplir íntegra y fielmente
todo lo pactado en libertad y según justicia; no causar daño alguno al capital, ni dañar a la persona de
los amos; en la defensa misma de sus derechos abstenerse de la violencia, y no transformarla en
rebelión.
El principalísimo entre todos los deberes de los amos es el dar a cada uno lo que se merezca
en justicia. Determinar la medida justa del salario depende de muchas causas: pero en general,
tengan muy presente los ricos y los amos que ni las leyes divinas ni las humanas les permiten oprimir,
en provecho propio, a los necesitados y desgraciados, buscando la propia ganancia en la miseria de
su prójimo.
Defraudar, a alguien el salario que se le debe, es pecado tan enorme que clama al cielo
venganza: Mirad que el salario de los obreros... que defraudasteis, está gritando: y este grito de ellos
ha llegado hasta herir los oídos del Señor de los ejércitos.
Finalmente, deber de los ricos es, y grave, que no dañen en modo alguno a los ahorros de los
obreros, ni por la fuerza, ni por dolo, ni con artificio de usura: deber tanto más riguroso, cuanto más
débil y menos defendido se halla el obrero, y cuantos más pequeños son dichos ahorros.
No hay duda de que, para resolver la cuestión obrera, se necesitan también los medios
humanos. Cuantos en ella están interesados, vienen obligados a contribuir, cada uno como le
corresponda: y esto según el ejemplo del orden providencial que gobierna al mundo, pues el buen
efecto es el producto de la armoniosa cooperación de todas las causas de las que depende.
Claro que hablamos del Estado, no como lo conocemos constituido ahora y cómo funciona en
esta o en aquella otra nación, sino que pensamos en el Estado según su verdadero concepto, esto es,
en el que toma sus principios de la recta razón, y en perfecta armonía con las doctrinas católicas, tal
como Nos mismo lo hemos expuesto en la Encíclica sobre la constitución cristiana de los Estados.
Los gobernantes vienen obligados a cooperar en forma general con todo el conjunto de sus
leyes e instituciones políticas, ordenando y administrando el Estado de modo que se promueva tanto
la prosperidad privada como la pública.
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agricultura y de tantas otras cosas que, cuanto mejor fueren promovidas, más contribuirán a la
felicidad de los pueblos.
Aunque todos los ciudadanos vienen obligados, sin excepción alguna, a cooperar al bienestar
común, que luego se refleja en beneficio de los individuos, la cooperación no puede ser en todos ni
igual ni la misma. Toda sociedad bien constituida ha de poder procurar una suficiente abundancia de
bienes materiales y externos cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud.
La sociedad, porque la tutela de ésta fue conferida por la naturaleza a los gobernantes, de tal
suerte que el bienestar público no sólo es la ley suprema sino la única y total causa y razón de la
autoridad pública; y luego también las clases, porque tanto la filosofía como el Evangelio coinciden en
enseñar que la gobernación ha sido instituida, por su propia naturaleza, no para beneficio de los
gobernantes, sino más bien para el de los gobernados.
Ahora bien: interesa tanto al bien privado como al público, que se mantenga el orden y la
tranquilidad públicos; que la familia entera se ajuste a los mandatos de Dios y a los principios de la
naturaleza; que sea respetada y practicada la religión; que florezcan puras las costumbres privadas y
las públicas; que sea observada inviolablemente la justicia; que una clase de ciudadanos no oprima a
otra; y que los ciudadanos se formen sanos y robustos, capaces de ayudar y de defender, si necesario
fuere, a su patria.
Los derechos, han de ser protegidos religiosamente, y el poder público tiene obligación de
asegurar a cada uno el suyo, impidiendo o castigando toda violación de la justicia. Claro es que, al
defender los derechos de los particulares, ha de tenerse un cuidado especial con los de la clase ínfima
y pobre. Porque la clase rica, fuerte ya de por sí, necesita menos la defensa pública; mientras que las
clases inferiores, que no cuentan con propia defensa, tienen una especial necesidad de encontrarla en
el patrocinio del mismo Estado.
Verdad es que la mayor parte de los obreros querría mejorar su condición mediante honrado
trabajo y sin hacer daño a nadie; pero también hay no pocos, imbuidos en doctrinas falsas y afanosos
de novedades, que por todos medios tratan de excitar tumultos y empujar a los demás hacia la
violencia. Intervenga, pues, la autoridad pública.
El trabajo en el hombre tiene como impresos por la naturaleza dos caracteres: el de ser
personal, porque la fuerza con que trabaja es inherente a la persona, y es completamente propia de
quien la ejercita y en provecho de quien fue dada; luego, el de ser necesario, porque el fruto del
trabajo sirve al hombre para mantener su vida -manutención, que es inexcusable deber impuesto por
la misma naturaleza.
1.9.- ASOCIACIONES
Son los mismos capitalistas y los obreros quienes pueden hacer no poco mediante
instituciones encaminadas a prestar los necesarios auxilios a los indigentes, y que traten de unir a las
dos clases entre sí. Tales son las sociedades de socorros mutuos, los múltiples sistemas privados
para hacer efectivo el seguro cuando suceda lo inesperado, cuando la debilidad fuere extrema, o
cuando ocurriere algún accidente; finalmente, los patronatos fundados para niños, niñas, jóvenes y
aun ancianos que necesitan defensa.
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Más ocupan el primer lugar las asociaciones de obreros, que abarcan casi todas aquellas
cosas ya dichas. De máximo provecho fueron, entre nuestros antepasados, los gremios de artesanos;
los cuales, no sólo lograban ventajas excelentes para los artesanos, sino aun para las mismas artes,
según lo demuestran numerosos documentos.
Los progresos de la civilización, las nuevas costumbres y las siempre crecientes exigencias de
la vida reclaman que estas corporaciones se adapten a las condiciones presentes. La conciencia de
la propia debilidad impulsa al hombre y le anima a buscar la cooperación ajena.
Pensamos ahora en las sociedades, asociaciones y órdenes religiosas de toda clase, a las
que ha dado vida la autoridad de la Iglesia y la piedad de los fieles, con tantas ventajas para el
bienestar mismo de la humanidad cuantas muestra la historia. Dichas sociedades, aun consideradas a
la luz solar de la razón, al tener un fin honesto, por derecho natural son evidentemente legítimas.
Hoy son mucho más numerosas y diversas las asociaciones, principalmente de obreros, que
en otro tiempo. Pero opinión común, confirmada por muchos indicios, es que las más de las veces
dichas sociedades están dirigidas por ocultos jefes que les dan una organización contraria totalmente
al espíritu cristiano y al bienestar de los pueblos; y que, adueñándose del monopolio de las industrias,
obligan a pagar con el hambre la pena a los que no quieren asociarse a ellas.
Esta sabía organización y disciplina es absolutamente necesaria para que haya unidad de
acción y de voluntades. No creemos que se pueda definir con reglas ciertas y precisas cuál deba ser
dicha reglamentación: ello depende más bien de la índole de cada pueblo, de la experiencia y de la
práctica, de la cualidad y de la productividad de los trabajos, del desarrollo comercial, así como de
otras muchas circunstancias, que la prudencia debe tener muy en cuenta.
El mal padecido por la sociedad en 1891 era la lucha de clases, entendida como “pugnatio
classium” y no como mera "disceptatio classium", entendida como lucha vital, agonal, no como mera
contienda de intereses. En 1931, la lucha de clases no ha desaparecido aun, como desaparecerá de
hecho a fin de la guerra 1939-45; pero el mal ya no radica en ella, sino que se centra en la progresiva
desintegración de la sociedad, mal mucho más vasto que el que representaba aquella lucha.
El socialismo de 1891 era una cosa, y el de 1931 otra distinta. Aquél era, sin distinción y
substancialmente, materialista y antirreligioso; si existía alguna otra forma de socialismo, apenas si
tenía peso sensible ni era conocida como tal. En 1931, como advierte el propio Pontífice, si bien la
esencia del socialismo sigue siendo materialista y arreligiosa, hay muchos que se llaman socialistas
sólo por precisar un conjunto de medidas económicas contra las que nada tiene que oponer la Iglesia.
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La encíclica Rerum novarum, permite recordar los grandes bienes que de ella se han seguido,
tanto para la Iglesia católica como para la sociedad humana; defender dudas de la doctrina de un tan
gran maestro en materia social y económica, desarrollando algunos puntos, y, finalmente, tras un
cuidadoso examen de la economía contemporánea y del socialismo, descubrir la raíz del presente
desorden social y mostrar el mismo tiempo el único camino de restauración salvadora, la reforma
cristiana de las costumbres.
El propio León XIII había enseñado qué se debía esperar de la Iglesia. Es la Iglesia la que
saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto
o, limando sus asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir las
inteligencias, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella
la que mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones.
La doctrina sobre materia social y económica de la encíclica Rerum novarum había sido
proclamada una y otra vez, de palabra y por escrito, por el mismo León XIII y por sus sucesores, que
no dejaron de insistir sobre ella y adaptarla convenientemente a las circunstancias de los tiempos
cuando se presentó la ocasión, poniendo siempre por delante, en la defensa de los pobres y de los
débiles, una caridad de padres y una constancia de pastores; y no fue otro el comportamiento de
obispos.
Nada de extraño, que, bajo la dirección y el magisterio de la Iglesia, muchos doctos, así
eclesiásticos como seglares, se hayan consagrado con todo empeño al estudio de la ciencia social y
económica, conforme a las exigencias de nuestro tiempo, impulsados sobre todo por el anhelo de que
la doctrina inalterada y absolutamente inalterable de la Iglesia saliera eficazmente al paso a las
nuevas necesidades.
La encíclica de León XIII, surgió una verdadera doctrina social de la Iglesia, que fomentan y
enriquecen de día en día con inagotable esfuerzo, y no la ocultan ciertamente en las reuniones cultas,
sino que la sacan a la luz del sol y a la calle, como claramente lo demuestran las provechosas y
celebradas escuelas instituidas en universidades católicas, en academias y seminarios, las reuniones
tan numerosas y colmadas de los mejores frutos.
A consecuencia del enorme progreso de las industrias modernas, no habían logrado todavía
un puesto o grado equitativo en el consorcio humano y permanecía, poco menos que olvidada y
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menospreciada: se refiere a los obreros, a quienes no pocos sacerdotes del clero secular como
regular, aun cuando ocupados en otros menesteres pastorales.
Labor constante emprendida para imbuir los ánimos de los obreros en el espíritu cristiano, que
ayudó mucho también para darles a conocer su verdadera dignidad y capacitarlos, mediante la clara
enseñanza de los derechos y deberes de su clase, para progresar legítima y prósperamente y aun
convertirlos en guías de los demás.
Por lo que se refiere al poder civil, León XIII, desbordando audazmente los límites impuestos
por el liberalismo, enseña que no debe limitarse a ser un mero guardián del derecho y del recto orden,
sino que, por el contrario, debe luchar con todas sus energías para que con toda la fuerza de las leyes
y de las instituciones, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote
espontáneamente la prosperidad, tanto de la sociedad como de los individuos.
Lo mismo a los individuos que a las familias debe permitírseles una justa libertad de acción,
pero quedando siempre a salvo el bien común y sin que se produzca injuria para nadie. A los
gobernantes de la nación compete la defensa de la comunidad y de sus miembros, pero en la
protección de esos derechos de los particulares deberá sobre todo velarse por los débiles y los
necesitados.
La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la tutela pública, la clase
humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía principalmente al patrocinio del Estado.
Este deberá, por consiguiente, rodear de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se
cuentan entre la muchedumbre desvalida".
La encíclica Rerum novarum, a vacilar los principios del liberalismo, que desde hacía mucho
tiempo venían impidiendo una labor eficaz de los gobernantes, impulsó a los pueblos mismos a
fomentar más verdadera e intensamente una política social e incitó a algunos óptimos varones
católicos a prestar una valiosa colaboración en esta materia a los dirigentes del Estado, siendo con
frecuencia ellos los más ilustres promotores de esta nueva política en los parlamentos; más aún,
profundamente imbuidos en la doctrina de León XIII, a la aprobación de los oradores populares,
exigiendo y promoviendo después enérgicamente la ejecución.
De esta labor ininterrumpida e incansable surgió una nueva y con anterioridad totalmente
desconocida rama del derecho, que con toda firmeza defiende los derechos de los trabajadores,
derechos emanados de su dignidad de hombres y de cristianos: el alma, la salud, el vigor, la familia, la
casa, el lugar de trabajo, finalmente, a la condición de los asalariados, toman bajo su protección estas
leyes y, sobre todo, cuanto atañe a las mujeres y a los niños.
El Pontífice demuestra que los patronos y los mismos obreros pueden mucho en este campo,
esto es, con esas instituciones, mediante las cuales puedan atender convenientemente a las
necesidades y acercar más una clase a la otra.
El primer lugar entre estas instituciones debe atribuirse a las asociaciones que comprenden,
ya sea a sólo obreros, ya juntamente a obreros y patronos, y se detiene en exponerlas y
recomendarlas, explicando, con sabiduría admirable, su naturaleza, su motivo, su oportunidad, sus
derechos, sus deberes y sus leyes.
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Enseñanzas publicadas oportunamente, pues en aquel tiempo los encargados de regir los
destinos públicos de muchas naciones, totalmente adictos al liberalismo, no prestaban apoyo a tales
asociaciones, sino que más bien eran opuestos a ellas y, reconociendo sin dificultades asociaciones
similares de otras clases de personas, patrocinándolas incluso, denegaban a los trabajadores, con
evidente injusticia, el derecho natural de asociarse y no faltaban aun entre los mismos católicos
quienes miraran con recelo este afán de los obreros por constituir tales asociaciones.
Debe atribuirse a la encíclica de León XIII, por consiguiente, que estas asociaciones de
trabajadores hayan prosperado por todas partes, hasta el punto de que ya ahora, aun cuando
lamentablemente las asociaciones de socialistas y de comunistas las superan en número, engloban
una gran multitud de obreros y son capaces, tanto dentro de las fronteras de cada nación cuanto en
un terreno más amplio, de defender poderosamente los derechos y los legítimos postulados de los
obreros católicos e incluso imponer a la sociedad los saludables principios cristianos.
Ante todo, debe tenerse por cierto y probado que ni León XIII ni los teólogos que han
enseñado bajo la dirección y magisterio de la Iglesia han negado jamás ni puesto en duda ese doble
carácter del derecho de propiedad llamado social e individual, según se refiera a los individuos o mire
al bien común. Igual que negando o suprimiendo el carácter social y público del derecho de propiedad
se cae o se incurre en peligro de caer en el individualismo, rechazando el carácter privado e individual
de tal derecho, se va necesariamente a dar en el colectivismo.
De la índole misma individual y social del dominio, se sigue que los hombres deben tener
presente en esta materia no sólo su particular utilidad, sino también el bien común. Y puntualizar esto,
cuando la necesidad lo exige y la ley natural misma no lo determina, es cometido del Estado. Por
consiguiente, la autoridad pública puede decretar puntualmente, examinada la verdadera necesidad el
bien común y teniendo siempre presente la ley tanto natural como divina, qué es lícito y qué no a los
poseedores en el uso de sus bienes.
Carácter muy diferente tiene el trabajo que, alquilado a otros, se realiza sobre cosa ajena. A
éste se aplica principalmente lo dicho por León XIII: es verdad incuestionable que la riqueza nacional
proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros. ¿No vemos acaso con nuestros propios ojos
cómo los incalculables bienes que constituyen la riqueza de los hombres son producidos y brotan de
las manos de los trabajadores, ya sea directamente, ya sea por medio de máquinas que multiplican de
una manera admirable su esfuerzo?
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Más aún, nadie puede ignorar que jamás pueblo alguno ha llegado desde la miseria y la
indigencia a una mejor y más elevada fortuna, si no es con el enorme trabajo acumulado por los
ciudadanos. Pero está no menos claro que todos esos intentos hubieran sido nulos y vanos, según su
bondad, no hubiera otorgado generosamente antes las riquezas y los instrumentos naturales, el poder
y las fuerzas de la naturaleza.
Es necesario, que las riquezas, que se van aumentando constantemente merced al desarrollo
económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que
quede a salvo esa común utilidad de todos, tan alabada por León XIII, que se conserve inmune el bien
común de toda la sociedad.
A cada cual, debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la
partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia
social, pues cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme
diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los
necesitados.
La redención del proletariado, hay que afirmarlo enérgicamente y repetirlo con insistencia
cuanto que estos saludables mandatos del Pontífice fueron no pocas veces echados en olvido, ya con
un estudiado silencio, ya por estimar que eran irrealizables, siendo así que no sólo pueden, sino que
deben llevarse a la práctica.
No cabe decir que, por haber disminuido aquel pauperismo que León XIII veía en todos sus
horrores, tales preceptos han perdido en nuestro tiempo su vigor y su sabiduría. Es cierto que ha
mejorado y que se ha hecho más equitativa la condición de los trabajadores, sobre todo en las
naciones más cultas y populosas, en que los obreros no pueden ser ya considerados por igual
afligidos por la miseria o padeciendo escasez.
Luego que las artes mecánicas y la industria del hombre han invadido extensas regiones,
tanto en las llamadas tierras nuevas, ha crecido hasta la inmensidad el número de los proletarios
necesitados, cuyos gemidos llegan desde la tierra hasta el cielo; añádase a éstos el ejército enorme
de los asalariados rurales, reducidos a las más ínfimas condiciones de vida y privados de toda
esperanza de adquirir jamás algo vinculado por el suelo por tanto, si no se aplican los oportunos y
eficaces remedios, condenados para siempre a la triste condición de proletarios.
Mas no podrá tener efectividad si los obreros no llegan a formar con diligencia y ahorro su
pequeño patrimonio, como ya hemos indicado, insistiendo en las consignas de nuestro predecesor.
Pero ¿de dónde, si no es del pago por su trabajo, podrá ir apartando algo quien no cuenta con otro
recurso para ganarse la comida y cubrir sus otras necesidades vitales fuera del trabajo?
De todos modos, estimamos que estaría más conforme con las actuales condiciones de la
convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se suavizara algo
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Ahora bien, la cuantía del salario habrá de fijarse no en función de uno solo, sino de diversos
factores, como ya expresaba sabiamente León XIII con aquellas palabras: para establecer la medida
del salario con justicia, hay que considerar muchas razones. Declaración con que queda rechazada
totalmente la ligereza de aquellos según los cuales esta dificilísima cuestión puede resolverse con el
fácil recurso de aplicar una regla única.
El trabajador hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su
familia. Es justo, desde luego, que el resto de la familia contribuya también al sostenimiento común de
todos, como puede verse especialmente en las familias de campesinos, así como también en las de
muchos artesanos y pequeños comerciantes; pero no es justo abusar de la edad infantil y de la
debilidad de la mujer.
La equitativa distribución de los bienes y sobre el justo salario se refiere a las personas
particulares y sólo indirectamente toca al orden social, a cuya restauración, en conformidad con los
principios de la sana filosofía y con los preceptos de la ley evangélica, dirigió todos sus afanes y
pensamientos del predecesor León XIII.
Pues aun siendo verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en
las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones
pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la
filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable.
La suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos
asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás perdería mucho tiempo, con lo
cual logrará realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva
competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según
el caso requiera y la necesidad exija.
En primer lugar, está a los ojos de todos que la estructura de la economía ha sufrido una
transformación profunda. León XIII puso todo su empeño en ajustar este tipo de economía a las
normas del recto orden, de lo que se deduce que tal economía no es condenable por sí misma.
Es verdad que ni aun hoy es éste el único régimen económico vigente en todas partes: existe
otro, en efecto, bajo el cual vive todavía una ingente multitud de hombres, poderosa no sólo por su
número, sino también por su peso, como, por ejemplo, la clase agrícola, en que la mayor parte del
género humano se gana honesta y honradamente lo necesario para su sustento y bienestar.
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llegado a invadir y penetrar la condición económica y social incluso de aquellos que viven fuera de su
ámbito, imponiéndole y en cierto modo informándola con sus ventajas o desventajas, lo mismo que
con sus vicios.
Después de León XIII, se considerarse, casi único y propugnaba unos principios doctrinales
definidos y en un cuerpo compacto, se fraccionó después principalmente en dos bloques de ordinario
opuestos y aún en la más enconada enemistad, pero de modo que ninguno de esos dos bloques
renunciara al fundamento anticristiano propio del socialismo.
Uno de esos bloques del socialismo sufrió un cambio parecido al que antes hemos indicado
respecto de la economía capitalista, y fue a dar en el comunismo, que enseña y persigue dos cosas, y
no oculta y disimuladamente, sino clara y abiertamente, recurriendo a todos los medios, aun los más
violentos: la encarnizada lucha de clases y la total abolición de la propiedad privada.
Para lograr estas dos cosas no hay nada que no intente, nada que lo detenga; y con el poder
en sus manos, es increíble y hasta monstruoso lo atroz e inhumano que se muestra. Ahí están
pregonándolo las horrendas matanzas y destrucciones con que han devastado inmensas regiones de
la Europa oriental y de Asia; y cuán grande y declarado enemigo de la santa Iglesia y de Dios sea,
demasiado, ¡oh dolor!, demasiado lo aprueban los hechos y es de todos conocido.
La misma guerra contra la propiedad privada, cada vez más suavizada, se restringe hasta el
punto de que, por fin, algunas veces ya no se ataca la posesión en sí de los medios de producción,
sino cierto imperio social que contra todo derecho se ha tomado y arrogado la propiedad.
Aun cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero cosa que
jamás han negado los Sumos Pontífices, se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia
suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos
contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista.
Vemos con toda claridad que es necesario que a esta tan deseada restauración social
preceda la renovación del espíritu cristiano, del cual tan lamentablemente se han alejado por doquiera,
tantos economistas, para que tantos esfuerzos no resulten estériles ni se levante el edificio sobre
arena, en vez de sobre roca.
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Otra vez hemos llamado a juicio también al comunismo y al socialismo, y hemos visto que
todas sus formas, aun las más moderadas, andan muy lejos de los preceptos evangélicos. Los ánimos
de todos, efectivamente, se dejan impresionar exclusivamente por las perturbaciones, por los
desastres y por las ruinas temporales.
Constituido ciertamente en pastor y defensor de estas ovejas por el príncipe de los pastores,
que las redimió con su sangre, no podemos ver sin lágrimas en los ojos este enorme peligro en que se
hallan, sino que más bien, consciente de nuestro pastoral deber, meditamos constantemente con
paternal solicitud no sólo en cómo podremos ayudarlas, sino invocando también el incansable celo de
aquellos a quienes en justicia y en caridad les interesa.
Raíz y origen de esta descristianización del orden social y económico, así como de la
apostasía de gran parte de los trabajadores que de ella se deriva, son las desordenadas pasiones del
alma, triste consecuencia del pecado original, el cual ha perturbado de tal manera la admirable
armonía de las facultades, que el hombre, fácilmente arrastrado por los perversos instintos, se siente
vehementemente incitado a preferir los bienes de este mundo a los celestiales y permanentes.
Las fáciles ganancias que un mercado desamparado de toda ley ofrece a cualquiera, incitan a
muchísimos al cambio y tráfico de mercancías, los cuales, sin otra mira que lograr pronto las mayores
ganancias con el menor esfuerzo, es una especulación desenfrenada, tan pronto suben como bajan,
según su capricho y codicia, los precios de las mercancías, desconcertando las prudentes previsiones
de los fabricantes.
Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que,
en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente,
todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo. A esta Iglesia, columna y
fundamente de la verdad, confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí, y
la de educarlos y dirigirlos la vida de los individuos y de los pueblos.
La santa Iglesia, aunque tiene como misión principal santificar las almas y hacerlas partícipes
de los bienes sobrenaturales, se preocupa, de las necesidades que la vida diaria plantea a los
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hombres, no sólo de las que afectan a su decoroso sustento, sino de las relativas a su interés y
prosperidad, sin exceptuar bien alguno y a lo largo de las diferentes épocas.
Al realizar la misión, la Iglesia cumple el mandato de su fundador, Cristo, quien, si bien atendió
principalmente a la salvación eterna del hombre. Yo soy el camino, la verdad y la vida; y en otra: Yo
soy la luz del mundo, al contemplar la multitud hambrienta, exclamó conmovido.
El testimonio más insigne de esta doctrina y acción social, desarrolladas por la Iglesia a lo
largo de los siglos, ha sido y es, sin duda, la luminosa encíclica Rerum novarum, promulgada hace
setenta años por el predecesor de inmortal memoria León XIII para definir los principios que habían de
resolver el problema de la situación de los trabajadores en armonía con las normas de la doctrina
cristiana.
En realidad, las normas y llamamientos de León XIII adquirieron tanta importancia que de
ningún modo podrán olvidarse ya en lo sucesivo. Se abrió con ellos un camino más amplio a la acción
de la Iglesia católica, sintiendo como propios los daños, los dolores y las aspiraciones de los humildes
y de los oprimidos, se consagró entonces completamente a vindicar y rehabilitar sus derechos.
Tales hechos constituyen evidente prueba de que tanto los principios cuidadosamente
analizados, como las normas prácticas y advertencias dadas con paternal cariño en la gran encíclica.
Pueden proporcionar a los hombres de nuestra época nuevos y saludables criterios para comprender
realmente las proporciones concretas de la cuestión social, como hoy se presenta, y para decidirlos a
asumir las responsabilidades necesarias.
Ante todo, que la población rural, en cifras absolutas, no parece haber disminuido. Sin
embargo, indudablemente son muchos los campesinos que abandonan el campo para dirigirse a
poblaciones mayores e incluso centros urbanos.
Este éxodo rural, por verificarse en casi todos los países y adquirir a veces proporciones
multitudinarias, crea problemas de difícil solución por lo que toca a nivel de vida digno de los
ciudadanos.
A la vista de todos está el hecho de que, a medida que progresa la economía, disminuye la
mano de obra dedicada a la agricultura, mientras crece el porcentaje de la consagrada a la industria y
al sector de los servicios. El éxodo de la población agrícola hacia otros sectores de la producción se
debe frecuentemente a motivos derivados del propio desarrollo económico.
Pero en el inmensa mayoría de los casos responde a una serie de estímulos, entre los que
han de contarse como principales el ansia de huir de un ambiente estrecho sin perspectivas de vida
más cómoda; el prurito de novedades y aventuras de que tan poseída está nuestra época; el afán por
un rápido enriquecimiento; la ilusión de vivir con mayor libertad, gozando de los medios y facilidades
que brindan las poblaciones más populosas y los centros urbanos.
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La agricultura, no sólo consumirá una mayor cantidad de productos de la industria, sino que
exigirá una más cualificada prestación de servicios generales. En justa reciprocidad, la agricultura
ofrecerá a la industria, a los servicios y a toda la nación una serie de productos que en cantidad y
calidad responderán mejor a las exigencias del consumo, contribuyendo así a la estabilidad del poder
adquisitivo de la moneda, la cual es uno de los elementos más valiosos para lograr un desarrollo
ordenado de todo el conjunto de la economía.
Con mucha frecuencia, en el seno de una misma nación se observan diferencias económicas
y sociales entre las distintas clases de ciudadanos, debidas, principalmente, al hecho de que unos y
otros viven y trabajan en zonas de desigual desarrollo económico. En situaciones como ésta, la
justicia y la equidad piden que los gobernantes procuren suprimir del todo, o a lo menos disminuir.
A este fin se debe intentar que en las zonas económicamente menos desarrolladas se
garanticen los servicios públicos fundamentales más adecuados a las circunstancias del tiempo y
lugar y de acuerdo, en lo posible, con la común manera de vida.
Todas estas medidas son plenamente idóneas, no sólo para promover el empleo rentable de
la mano de obra y estimular la iniciativa empresarial, sino para explotar también los recursos locales
de cada zona. Es preciso que los gobernantes se limiten a adoptar tan sólo aquellas medidas que
parezcan ajustadas al bien común de los ciudadanos.
Las autoridades deben cuidar asiduamente, con la mira puesta en la utilidad de todo el país,
de que el desarrollo económico de los tres sectores de la producción agricultura, industria y servicios
en lo posible, simultáneo y proporcionado; con el propósito constante de que los ciudadanos de las
zonas menos desarrolladas se sientan protagonistas de su propia elevación económica, social y
cultural. Porque el ciudadano tiene siempre el derecho de ser el autor principal de su propio progreso.
Es ésta ocasión oportuna para advertir que no son pocas las naciones en las cuales existe
una manifiesta desproporción entre el terreno cultivable y la población agrícola. Efectivamente, en
algunas naciones hay escasez de brazos y abundancia de tierra laborables, mientras que en otras
abunda la mano de obra y escasean las tierras de cultivo.
El problema mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse entre
las naciones económicamente desarrolladas y los países que están aún en vías de desarrollo
económico: las primeras gozan de una vida cómoda; los segundos, en cambio, padecen durísima
escasez.
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La solidaridad social que hoy día agrupa a todos los hombres en una única y sola familia
impone a las naciones que disfrutan de abundante riqueza económica la obligación de no permanecer
indiferentes ante los países cuyos miembros, oprimidos por innumerables dificultades interiores, se
ven extenuados por la miseria y el hambre y no disfrutan, de los derechos fundamentales del hombre.
Como es evidente, el grave deber, que la Iglesia siempre ha proclamado, de ayudar a los que
sufren la indigencia y la miseria, lo han de sentir de modo muy principal los católicos, por ser
miembros del cuerpo místico de Cristo. En esto -proclama Juan el apóstol- hemos conocido la caridad
de Dios, en que dio El su vida por nosotros, y así nosotros debemos estar prontos a dar la vida por
nuestros hermanos.
Pero de esto no se sigue en modo alguno que las naciones que tienen exceso de bienes
queden dispensadas del deber de ayudar a las víctimas de la miseria y del hambre cuando surge una
especial necesidad; hay que procurar con toda diligencia que esas dificultades nacidas de la
superproducción de bienes se disminuyan y las soporten de manera equitativa todos y cada uno de
los ciudadanos.
En estos últimos tiempos se plantea el problema de cómo coordinar los sistemas económicos
y los medios de subsistencia con el intenso incremento de la población humana, así en el plano
mundial como en relación con los países necesitados. En el plano mundial observan algunos que,
según cálculos estadísticos, la humanidad, alcanzará una cifra total de población elevada, mientras
que la economía avanza con mucha mayor lentitud.
Mientras las cifras de la natalidad exceden cada año a las de la mortalidad, los sistemas de
producción al incremento demográfico. En los países más pobres lo peor no es que no mejore el nivel
de vida, sino que incluso empeore continuamente. Hay así quienes estiman que, para que tal situación
no llegue a extremos peligrosos, es preciso evitar la concepción o reprimir, del modo que sea, los
nacimientos humanos.
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La solución clara de este problema no ha de buscarse fuera del orden moral establecido por
Dios, violando la procreación de la propia vida humana, sino que, por el contrario, debe procurar el
hombre, con toda clase de procedimientos técnicos y científicos, el conocimiento profundo y el
dominio creciente de las energías de la naturaleza. Los progresos hasta ahora realizados por la
ciencia y por la técnica abren en este campo una esperanza casi ilimitada para el porvenir.
Las relaciones entre los distintos países, por virtud de los adelantos científicos y técnicos, en
todos los aspectos de la convivencia humana, se han estrechado mucho más en estos últimos años.
Por ello, necesariamente la interdependencia de los pueblos se hace cada vez mayor.
Los problemas más importantes del día en el ámbito científico y técnico, económico y social,
político y cultural, por rebasar con frecuencia las posibilidades de un solo país, afectan
necesariamente a muchas y algunas veces a todas las naciones.
Sucede por esto que los estados aislados, aun cuando descuellen por su cultura y civilización,
el número e inteligencia de sus ciudadanos, el progreso de sus sistemas económicos, la abundancia
de recursos y la extensión territorial, no pueden, sin embargo, separados de los demás resolver por sí
mismos de manera adecuada sus problemas fundamentales.
Aunque en el ánimo de todos los hombres y de todos los pueblos va ganando cada día más
terreno el convencimiento de esta doble necesidad, con todo, los hombres, y principalmente los que
en la vida pública descuellan por su mayor autoridad, parecen en general incapaces de realizar esa
inteligencia y esa ayuda mutua tan deseadas por los pueblos.
Con este fin se han elaborado y difundido por escrito muchas ideologías. Esta desintegración
proviene de hecho de que son ideologías que no consideran la total integridad del hombre y no
comprenden la parte más importante de éste. No tienen, además, en cuanta las indudables
imperfecciones de la naturaleza humana, como son, por ejemplo, la enfermedad y el dolor,
imperfecciones que no pueden remediarse.
Porque la teoría más falsa de nuestros días es la que afirma que el sentido religioso, que la
naturaleza ha infundido en los hombres, ha de ser considerado como pura ficción o mera imaginación,
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la cual debe, por tanto, arrancarse totalmente de los espíritus por ser contraria en absoluto al carácter
de nuestra época y al progreso de la civilización.
De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la persona, con
la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido, principalmente en el último siglo,
una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los criterios
generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de la
convivencia humana como el carácter específico de la época actual, criterios que precisamente por
esto pueden ser aceptados por todos.
Es necesario que esta doctrina social sea no solamente conocida y estudiada, sino además
llevada a la práctica en la forma y en la medida que las circunstancias de tiempo y de lugar permitan o
reclamen. Misión ciertamente ardua, pero excelsa, a cuyo cumplimiento exhortamos no sólo a
nuestros hermanos e hijos de todo el mundo, sino también a todos los hombres sensatos.
La tesis de que la doctrina social profesada por la Iglesia Católica es algo inseparable de la
doctrina que la misma enseña sobre la vida humana. Exhortamos, a que se enseñe como disciplina
obligatoria en los colegios católicos de todo grado, y principalmente en los seminarios, aunque en
algunos centros de este género se está dando dicha enseñanza acertadamente desde hace tiempo.
Además, que esta disciplina social se incluya en el programa de enseñanza religiosa de las
parroquias y de las asociaciones de apostolado de los seglares y se divulgue también por todos los
procedimientos modernos de difusión, esto es, ediciones de diarios y revistas, publicación de libros
doctrinales, tanto para los entendidos como para el pueblo, y, por último, emisiones de radio y
televisión.
Ahora bien, para la mayor divulgación de esta doctrina social de la Iglesia católica juzgamos
que pueden prestar valiosa colaboración los católicos seglares si la aprenden y la practican
personalmente y, además, procuran con empeño que los demás se convenzan también de su eficacia.
Los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica mediante tres fases:
primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de esta
situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio para
aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo
proceso que suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y obrar.
De aquí se sigue la suma conveniencia de que los jóvenes no sólo reflexionen sobre este
orden de actividades, sino que, en lo posible, lo practiquen en la realidad. Así evitarán creer que los
conocimientos aprendidos deben ser objeto exclusivo de contemplación, sin desarrollo simultáneo en
la práctica.
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tanto, obligatorio. Pero los católicos, en el ejercicio de sus actividades económicas o sociales,
entablen a veces relaciones con hombres que tienen de la vida una concepción distinta.
Las normas que hemos dado sobre la educación hay que observarlas necesariamente en la
vida diaria. Es ésta una misión que corresponde principalmente a nuestros hijos del laicado, por
ocuparse generalmente en el ejercicio de las actividades temporales y en la creación de instituciones
de idéntica finalidad.
Al ejercitar tan noble función, es imprescindible que los seglares no sólo sean competentes en
su profesión respectiva y trabajen en armonía con las leyes aptas para la consecución de sus
propósitos, sino que ajusten su actividad a los principios y norma sociales de la Iglesia, en cuya
sabiduría deben confiar sinceramente y a cuyos mandatos han de obedecer con filial sumisión.
Consideren atentamente los seglares que si no observan con diligencia los principios y las
normas sociales dictadas por la Iglesia y confirmadas por nos, faltan a sus inexcusables deberes,
lesionan con frecuencia los derechos de los demás y pueden llegar a veces incluso a desacreditar la
misma doctrina, como si fuese en verdad la mejor, pero sin fuerza eficazmente orientadora para la
vida práctica.
Nuestra preocupación de pastor universal de todas las almas nos obliga a exhortar
insistentemente a nuestros hijos para que en el ejercicio de sus actividades, y en el logro de sus fines
no permitan que se paralice en ellos el sentido de la responsabilidad u olviden el orden de los bienes
supremos.
Pero la Iglesia enseña igualmente que hay que valorar ese progreso de acuerdo con su
genuina naturaleza, como bienes instrumentales puestos al servicio del hombre, para que éste
alcance con mayor facilidad su fin supremo, el cual no es otro que facilitar su perfeccionamiento
personal, así en el orden natural como en el sobrenatural.
La Iglesia católica, por su parte, desde hace ya muchos siglos, ha ordenado que los fieles
observen el descanso dominical y asistan al santo sacrificio de la misa, que es el mismo tiempo
memorial y aplicación a las almas de la obra redentora de Cristo.
Y trabajo significa todo tipo de acción realizada por el hombre independientemente de sus
características o circunstancias; significa toda actividad humana que se puede o se debe reconocer
como trabajo.
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El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas,
cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo; solamente el
hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su
existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la
humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas.
El trabajo es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre actual y que exige
constantemente una renovada atención y un decidido testimonio. Los nuevos interrogantes y
problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas
relacionadas con esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del hombre
está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad a escala internacional.
En medio de todos estos procesos, el problema del trabajo humano aparece naturalmente
muchas veces. Es, de alguna manera, un elemento fijo tanto de la vida social como de las enseñanzas
de la Iglesia. En esta enseñanza, sin embargo, la atención al problema se remonta más allá de los
últimos noventa años. En efecto, la doctrina social de la Iglesia tiene su fuente en la Sagrada
Escritura, comenzando por el libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos
apostólicos.
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El motivo es que la Iglesia cree en el hombre: ella piensa en el hombre y se dirige a él no sólo
a la luz de la experiencia histórica, no sólo con la ayuda de los múltiples métodos del conocimiento
científico, sino ante todo a la luz de la palabra revelada del Dios vivo. La Iglesia halla ya en las
primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción, la cual el trabajo constituye una
dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra.
El análisis de estos textos nos hace conscientes a cada uno del hecho de que en ellos, han
sido expresadas las verdades fundamentales sobre el hombre, ya en el contexto del misterio de la
Creación. Estas son las verdades que deciden acerca del hombre desde el principio, al mismo tiempo,
trazan las grandes líneas de su existencia en la tierra, tanto en el estado de justicia original como
también después de la ruptura, provocada por el pecado, de la alianza original del Creador con lo
creado, en el hombre.
El trabajo entendido como una actividad transitiva, de tal naturaleza que, empezando en el
sujeto humano, está dirigida hacia un objeto externo, supone un dominio específico del hombre sobre
la tierra y a la vez confirma y desarrolla este dominio. La expresión someter la tierra tiene un amplio
alcance. Indica todos los recursos que la tierra encierra en sí y que, mediante la actividad consciente
del hombre, pueden ser descubiertos y oportunamente usados.
Esta universalidad y a la vez esta multiplicidad del proceso de someter la tierra iluminan el
trabajo del hombre, ya que el dominio del hombre sobre la tierra se realiza en el trabajo y mediante el
trabajo. Emerge así el significado del trabajo en sentido objetivo, el cual halla su expresión en las
varias épocas de la cultura y de la civilización. El hombre domina ya la tierra por el hecho de que
domestica los animales, los cría y de ellos saca el alimento y vestido necesarios.
Pero mucho más somete la tierra, cuando el hombre empieza a cultivarla y posteriormente
elabora sus productos, adaptándolos a sus necesidades. La agricultura constituye así un campo
primario de la actividad económica y un factor indispensable de la producción por medio del trabajo
humano.
Aunque pueda parecer que en el proceso industrial trabaja la máquina mientras el hombre
solamente la vigila, haciendo posible y guiando de diversas maneras su funcionamiento, es verdad
también que precisamente por ello el desarrollo industrial pone la base para plantear de manera nueva
el problema del trabajo humano. La primera industrialización, que creó la llamada cuestión obrera,
como los sucesivos cambios industriales y postindustriales, demuestran de manera elocuente que,
también en la época del «trabajo» cada vez más mecanizado, el sujeto propio del trabajo sigue siendo
el hombre.
El desarrollo de la industria y de los diversos sectores relacionados con ella indica el papel de
primerísima importancia que adquiere, en la interacción entre el sujeto y objeto del trabajo,
precisamente esa aliada del trabajo, creada por el cerebro humano, que es la técnica. Entendida aquí
no como capacidad o aptitud para el trabajo, sino como un conjunto de instrumentos de los que el
hombre se vale en su trabajo, la técnica es indudablemente una aliada del hombre.
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Para continuar nuestro análisis del trabajo en relación con la palabras de la Biblia, en virtud de
las cuales el hombre ha de someter la tierra, hemos de concentrar nuestra atención sobre el trabajo
en sentido subjetivo, mucho más de cuanto lo hemos hecho hablando acerca del significado objetivo
del trabajo..
Si las palabras del libro del Génesis, a las que nos referimos en este análisis, hablan
indirectamente del trabajo en sentido objetivo, a la vez hablan también del sujeto del trabajo; y lo que
dicen es muy elocuente y está lleno de un gran significado. Como persona, el hombre es pues sujeto
del trabajo. Como persona él trabaja, realiza varias acciones pertenecientes al proceso del trabajo;
éstas, independientemente de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su
humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de persona, que tiene en virtud de su misma
humanidad.
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UNIDAD TRES
PRINCIPIOS DEL PENSAMIENTO SOCIAL DE LA IGLESIA
OBJETIVO GENERAL
Identificar los principios fundamentales del Pensamiento Social de la Iglesia, su aplicación y
vigencia en la vida de la comunidad cristiana
OBJETIVOS OPERACIONALES
Durante el proceso de estudio de la presente unidad, usted estará capacitado para:
Destacar los beneficios que genera el trabajo en la riqueza personal y de las naciones.
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Estos principios, expresión de la verdad íntegra sobre el hombre a través de la razón y de la fe,
brotan del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias con los problemas que surgen en la
vida de la sociedad. La Iglesia, en el curso de la historia y a la luz del Espíritu, reflexionando sabiamente
sobre la propia tradición de fe, ha podido dar a tales principios una fundación y configuración cada vez
más exactas, clarificándolos progresivamente, en el esfuerzo de responder con coherencia a las
exigencias de los tiempos y desarrollos de la vida social.
Estos principios tienen un carácter general y fundamental, porque se refieren a la realidad social
en su conjunto: desde las relaciones interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez,
hasta aquellas mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones entre
comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las Naciones. Su permanencia en el
tiempo y universalidad de significado, la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de
referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales.
La dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del bien
común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido. Una
primera y vasta acepción, por bien común se entiende el conjunto de condiciones de la vida social, que
hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro pleno y fácil de la propia
perfección
El bien común no consiste en la simple suma de bienes particulares de cada sujeto del cuerpo
social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque solo juntos
es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar moral del
individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la realización
del bien común.
El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral. Una
sociedad que, en todos sus niveles, quiere positivamente estar al servicio del ser humano es aquella que
se propone como meta prioritaria el bien común, en cuanto bien de todos los hombres y de todo el
hombre. Esta verdad le impone no una simple convivencia en los diversos niveles de la vida social y
relacional, sino también la búsqueda incesante, de manera práctica y no sólo ideal, del bien.
Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están
estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de la persona y de sus derechos
fundamentales. Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización
de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la
prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo,
derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte,
salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa.
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El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de
colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo. El bien común exige ser
servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno puede
obtener, sino en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad.
El bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre, pero es un bien arduo
de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como si fuese el
bien propio. La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de las personas particulares,
también al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política.
Las múltiples implicaciones del bien común, adquiere inmediato relieve el principio del destino
universal de los bienes: Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres
y pueblos. Los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y la
compañía de la caridad. El principio del destino universal de los bienes de la tierra está en la base del
derecho universal al uso de los bienes.
Todo hombre debe tener la posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo:
el principio del uso común de los bienes, es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social y
principio peculiar de la doctrina social cristiana. Es inherente a la persona concreta, a toda persona, y es
prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento jurídico,
a cualquier sistema y método socioeconómico.
La actuación concreta del principio del destino universal de los bienes, según los diferentes
contextos culturales y sociales, implica una precisa definición de los modos, de los límites, de los objetos.
Destino y uso universal no significan que todo esté a disposición de cada uno o de todos, ni tampoco que
la misma cosa sirva o pertenezca a cada uno o a todos los seres humanos.
El principio del destino universal de los bienes invita a cultivar una visión de la economía
inspirada en valores morales que permitan tener siempre presente el origen y la finalidad de tales bienes,
para realizar un mundo justo y solidario, en el que la creación de la riqueza pueda asumir una función
positiva. La riqueza presenta en la multiplicidad de las formas que pueden expresarla como resultado de
un proceso productivo de elaboración técnico económica de los recursos naturales y derivados.
La propiedad privada y las otras formas de dominio privado de los bienes aseguran a cada cual
una zona necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de
la libertad humana. La propiedad privada es un elemento esencial de una política económica
auténticamente social y democrática y es garantía de un recto orden social.
Destino universal de los bienes y opción preferencial por los pobres. El principio del destino
universal de los bienes exige que se vele con particular solicitud por los pobres, por aquellos que se
encuentran en situaciones de marginación y, en cualquier caso, por las personas cuyas condiciones de
vida les impiden un crecimiento adecuado. Esta es una opción o una forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio la tradición de la Iglesia.
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persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en
definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo,
profesional, político.
El principio de subsidiaridad protege a las personas de los abusos de las instancias sociales
superiores e insta a estas últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar
sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de
original que ofrecer a la comunidad. La experiencia constata que la negación de la subsidiaridad, o su
limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y
anula el principio de libertad e iniciativa.
La participación puede lograrse en todas las relaciones posibles entre el ciudadano y las
instituciones: se debe prestar particular atención a los contextos históricos y sociales en los que la
participación debería actuarse verdaderamente. La superación de los obstáculos culturales, jurídicos y
sociales que con frecuencia se interponen, como verdaderas barreras, a la participación solidaria de los
ciudadanos en los destinos de la propia comunidad, requiere una obra informativa y educativa.
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El proceso de aceleración de la interdependencia entre las personas y los pueblos debe estar
acompañado por un crecimiento en el plano ético-social intenso, para así evitar las nefastas
consecuencias de una situación de injusticia de dimensiones planetarias, con repercusiones negativas
incluso en los mismos países actualmente más favorecidos.
Los valores requieren, tanto de la práctica de los principios fundamentales de la vida social,
como el ejercicio personal de las virtudes y, por ende, las actitudes morales correspondientes a los
valores mismos. Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona humana, cuyo
auténtico desarrollo favorecen a la verdad, la libertad, la justicia, el amor.
Su práctica es el camino seguro y para alcanzar la perfección personal y una convivencia social
más humana; constituyen la referencia imprescindible para los responsables de la vida pública, llamados
a realizar las reformas sustanciales de las estructuras económicas, políticas, culturales y tecnológicas, y
los cambios necesarios en las instituciones.
A. VERDAD Los hombres tienen una especial obligación de tender continuamente hacia la
verdad, respetarla y atestiguarla responsablemente. Vivir en la verdad tiene un importante
significado en las relaciones sociales: la convivencia de los seres humanos dentro de una
comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda y conforme a su dignidad de personas, cuando
se funda en la verdad. Las personas y los grupos sociales cuanto más se esfuerzan por
resolver los problemas sociales según la verdad, tanto más se alejan del arbitrio y se
adecúan a las exigencias objetivas de la moralidad.
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Jesús nació y vivió en una familia concreta aceptando todas sus características propias y dio así
una excelsa dignidad a la institución matrimonial, constituyéndola como sacramento de la nueva alianza.
En esta perspectiva, la pareja encuentra su plena dignidad y la familia su solidez.
Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia de tipo
individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro de la atención en cuanto fin y
nunca como medio. Es evidente que el bien de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad
están estrechamente relacionados con la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Sin familias
fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se debilitan.
En la familia se inculcan desde los primeros años de vida los valores morales, se transmite el
patrimonio espiritual de la comunidad religiosa y el patrimonio cultural de la Nación. En ella se aprenden
las responsabilidades sociales y la solidaridad. La familia, al menos en su función procreativa, es la
condición misma de la existencia de aquéllos. En las demás funciones en pro de cada uno de sus
miembros, la familia precede, por su importancia y valor, a las funciones que la sociedad y el Estado
deben desempeñar.
Todo modelo social que busque el bien del hombre no puede prescindir de la centralidad y de la
responsabilidad social de la familia. La sociedad y el Estado, en sus relaciones con la familia, tienen la
obligación de atenerse al principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, las autoridades públicas
no deben sustraer a la familia las tareas que puede desempeñar sola o libremente asociada con otras
familias.
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Nace, también para la sociedad, y se funda sobre la misma naturaleza del amor conyugal y
exclusivo, de persona a persona, comporta un compromiso definitivo expresado con el consentimiento
recíproco, irrevocable y público. Este compromiso pide que las relaciones entre los miembros de la
familia estén marcadas también por el sentido de la justicia y el respeto de los recíprocos derechos y
deberes.
Ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar sus características ni su
finalidad. El matrimonio tiene características propias, originarias y permanentes. A pesar de los
numerosos cambios que han tenido lugar a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras
sociales y actitudes espirituales, en todas las culturas existe un cierto sentido de la dignidad de la unión
matrimonial, aunque no siempre se trasluzca con la misma claridad.
El matrimonio tiene como rasgos característicos: la totalidad, en razón de la cual los cónyuges se
entregan recíprocamente en todos los aspectos de la persona, físicos y espirituales; la unidad y la
indisolubilidad y la fidelidad que exige la donación recíproca y definitiva; la fecundidad a la que
naturalmente está abierto.
La subjetividad social de las familias, tanto individualmente como asociadas, se expresa también
con manifestaciones de solidaridad y ayuda mutua, no sólo entre las mismas familias, sino también
mediante diversas formas de participación en la vida social y política. Se trata de la consecuencia de la
realidad familiar fundada en el amor: naciendo del amor y creciendo en él, la solidaridad pertenece a la
familia como elemento constitutivo y estructural.
Es una solidaridad que puede asumir el rostro del servicio y de la atención a cuantos viven en la
pobreza y en la indigencia, a los huérfanos, a los minusválidos, a los enfermos, a los ancianos, a quien
está de luto, a cuantos viven en la confusión, en la soledad o en el abandono; una solidaridad que se
abre a la acogida, a la tutela o a la adopción; que sabe hacerse voz ante las instituciones de cualquier
situación de carencia, para que intervengan según sus finalidades específicas.
Las familias tienen el derecho de formar asociaciones con otras familias e instituciones, con el fin
de cumplir la tarea familiar de manera apropiada y eficaz, así como defender los derechos, fomentar el
bien y representar los intereses de la familia. En el orden económico, social, jurídico y cultural, las
familias y las asociaciones familiares deben ver reconocido su propio papel en la planificación y el
desarrollo de programas que afectan a la vida familiar.
La familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según los cuales debe
formarse el orden socio ético del trabajo humano. Esta relación hunde sus raíces en la conexión que
existe entre la persona y su derecho a poseer el fruto de su trabajo y atañe no sólo a la persona como
individuo, sino también como miembro de una familia, entendida como sociedad doméstica
El trabajo es esencial en cuanto representa la condición que hace posible la fundación de una
familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren mediante el trabajo. El trabajo condiciona también el
proceso de desarrollo de las personas, porque una familia afectada por la desocupación, corre el peligro
de no realizar plenamente sus finalidades.
El punto de partida para una relación correcta y constructiva entre la familia, y la sociedad es el
reconocimiento de la subjetividad y de la prioridad social de la familia. Esta íntima relación entre las dos
impone también que la sociedad no deje de cumplir su deber fundamental de respetar y promover la
familia misma. La sociedad y, en especial, las instituciones estatales, están llamadas a garantizar y
favorecer la genuina identidad de la vida familiar y a evitar y combatir todo lo que la altera y daña.
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Esto exige que la acción política y legislativa salvaguarde los valores de la familia, desde la
promoción de la intimidad y la convivencia familiar, hasta el respeto de la vida naciente y la efectiva
libertad de elección en la educación de los hijos. La sociedad y el Estado no pueden, ni absorber ni
sustituir, ni reducir la dimensión social de la familia; más bien deben honrarla, reconocerla, respetarla y
promoverla según el principio de subsidiaridad.
El reconocimiento, por parte de las instituciones civiles y del Estado, de la prioridad de la familia
sobre cualquier otra comunidad y sobre la misma realidad estatal, comporta superar las concepciones
meramente individualistas y asumir la dimensión familiar como perspectiva cultural y política,
irrenunciable en la consideración de las personas.
El trabajo pertenece a la condición originaria del hombre y precede a su caída; no es, por ello, ni
un castigo ni una maldición. El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza o de condiciones
para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la pobreza. Pero no se debe ceder a la
tentación de idolatrarlo, porque en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida.
El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre. El
trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no sólo como participación en la
obra de la creación, sino también de la redención. Desde esta perspectiva, el trabajo puede ser
considerado como un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el Espíritu de
Cristo.
Con el trabajo y la laboriosidad, el hombre, partícipe del arte y de la sabiduría divina, embellece
la creación, el cosmos ya ordenado por el Padre; suscita las energías sociales y comunitarias que
alimentan el bien común, en beneficio sobre todo de los más necesitados. El trabajo humano, orientado
hacia la caridad, se convierte en medio de contemplación, se transforma en oración devota, en vigilante
ascesis y en anhelante esperanza del día que no tiene ocaso.
El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En sentido objetivo, es el
conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir,
para dominar la tierra, según las palabras del libro del Génesis. El trabajo en sentido subjetivo, es el
actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones que pertenecen al
proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal.
El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, que varía
incesantemente en sus modalidades con la mutación de las condiciones técnicas, culturales, sociales y
políticas. El trabajo en sentido subjetivo se configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no
depende de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que ejercita, sino sólo y
exclusivamente de su dignidad de ser personal.
El trabajo humano no solamente procede de la persona, sino que está también esencialmente
ordenado y finalizado a ella. Independientemente de su contenido objetivo, el trabajo debe estar
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orientado hacia el sujeto que lo realiza, porque la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo, es siempre el
hombre. Aun cuando no se puede ignorar la importancia del componente objetivo del trabajo desde el
punto de vista de su calidad, esta componente, sin embargo, está subordinada a la realización del
hombre.
El trabajo humano posee también una intrínseca dimensión social. El trabajo de un hombre, en
efecto, se vincula naturalmente con el de otros hombres: Hoy, principalmente, el trabajar es trabajar con
otros y trabajar para otros: es un hacer algo para alguien. También los frutos del trabajo son ocasión de
intercambio, de relaciones y de encuentro.
El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier otro factor de producción.
Este principio vale, en particular, con respeto al capital. En la actualidad, el término capital tiene diversas
acepciones: en ciertas ocasiones indica los medios materiales de producción de una empresa; en otras,
los recursos financieros invertidos en una iniciativa productiva o también, en operaciones de mercados
bursátiles.
La doctrina social ha abordado las relaciones entre trabajo y capital destacando la prioridad del
primero sobre el segundo, así como su complementariedad. El trabajo tiene una prioridad intrínseca con
respecto al capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa
instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del
hombre.
En la reflexión acerca de las relaciones entre trabajo y capital, sobre todo ante las imponentes
transformaciones de nuestro tiempo, se debe considerar que el recurso principal y el factor decisivo de
que dispone el hombre es el hombre mismo y que el desarrollo integral de la persona humana en el
trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo.
El mundo del trabajo, está descubriendo cada vez más que el valor del capital humano reside en
los conocimientos de los trabajadores, en su disponibilidad a establecer relaciones, en la creatividad, en
la capacidad de afrontar conscientemente lo nuevo, de trabajar juntos y de saber perseguir objetivos
comunes. La relación entre trabajo y capital presenta, a menudo, los rasgos del conflicto, que adquiere
caracteres nuevos con los cambios en el contexto social y económico. Ayer, el conflicto entre capital y
trabajo se originaba, sobre todo, por el hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus fuerzas para el
trabajo, las ponían a disposición del grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el principio del
máximo rendimiento, trataba de establecer el salario más bajo posible para el trabajo realizado por los
obreros.
La relación entre trabajo y capital se realiza también mediante la participación de los trabajadores
en la propiedad, en su gestión y en sus frutos. Esta es una exigencia frecuentemente olvidada, que es
necesario, valorar mejor: debe procurarse que toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga
pleno título a considerarse, al mismo tiempo, copropietario de esa especie de gran taller de trabajo en el
que se compromete con todos.
La nueva organización del trabajo, en la que el saber cuenta más que la sola propiedad de los
medios de producción, confirma de forma concreta que el trabajo, por su carácter subjetivo, es título de
participación: es indispensable aceptar firmemente esta realidad para valorar la justa posición del trabajo
en el proceso productivo y para encontrar modalidades de participación conformes a la subjetividad del
trabajo en la peculiaridad de las diversas situaciones concretas.
El Magisterio social de la Iglesia estructura la relación entre trabajo y capital también respecto a
la institución de la propiedad privada, al derecho y al uso de ésta. El derecho a la propiedad privada está
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subordinado al principio del destino universal de los bienes y no debe constituir motivo de impedimento al
trabajo y al desarrollo de otros.
La propiedad, que se adquiere sobre todo mediante el trabajo, debe servir al trabajo. Esto vale
de modo particular para la propiedad de los medios de producción; pero el principio concierne también a
los bienes propios del mundo financiero, técnico, intelectual y personal.
Los medios de producción no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera
poseídos para poseer. Su posesión se vuelve ilegítima cuando o sirve para impedir el trabajo de los
demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza
social, sino más bien de su limitación, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la
solidaridad en el mundo laboral.
La propiedad privada y pública, así como los diversos mecanismos del sistema económico, de-
ben estar predispuestas para garantizar una economía al servicio del hombre, de manera que con-
tribuyan a poner en práctica el principio del destino universal de los bienes. En esta perspectiva ad-
quiere gran importancia la cuestión relativa a la propiedad y al uso de las nuevas tecnologías y
conocimientos que constituyen, en nuestro tiempo, una forma particular de propiedad, no menos
importante que la propiedad de la tierra y del capital.
Estos recursos, como todos los demás bienes, tienen un destino universal; por lo tanto deben
también insertarse en un contexto de normas jurídicas y de reglas sociales que garanticen su uso
inspirado en criterios de justicia, equidad y respeto de los derechos del hombre. Los nuevos
conocimientos y tecnologías, gracias a sus enormes potencialidades, pueden contribuir en modo decisivo
a la promoción del progreso social, pero pueden convertirse en factor de desempleo y ensanchamiento
de la distancia entre zonas desarrolladas y subdesarrolladas, si permanecen concentrados en los países
más ricos o en manos de grupos reducidos de poder.
El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre, un bien útil, digno de él, porque
es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana. La Iglesia enseña el valor del trabajo no sólo
porque es siempre personal, sino también por el carácter de necesidad. El trabajo es necesario para
formar y mantener una familia, adquirir el derecho a la propiedad y contribuir al bien común de la familia
humana.
La consideración de las implicaciones morales que la cuestión del trabajo comporta en la vida
social, lleva a la Iglesia a indicar la desocupación como una verdadera calamidad social sobre todo en
relación con las jóvenes generaciones. El trabajo es un bien de todos, que debe estar disponible para
todos aquellos capaces de él.
La plena ocupación es, por tanto, un objetivo obligado para todo ordenamiento económico
orientado a la justicia y al bien común. Una sociedad donde el derecho al trabajo sea anulado o
sistemáticamente negado y donde las medidas de política económica no permitan a los trabajadores
alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz
social.
La capacidad propulsora de una sociedad orientada hacia el bien común y proyectada hacia el
futuro se mide también, y sobre todo, a partir de las perspectivas de trabajo que puede ofrecer. El alto
índice de desempleo, la presencia de sistemas de instrucción obsoletos y la persistencia de dificultades
para acceder a la formación y al mercado de trabajo constituyen para muchos, sobre todo jóvenes, un
grave obstáculo en el camino de la realización humana y profesional.
La conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades profesionales. El
sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la formación humana y técnica, necesaria para
desarrollar con provecho las tareas requeridas. La necesidad cada vez más difundida de cambiar varias
veces de empleo a lo largo de la vida, impone al sistema educativo favorecer la disponibilidad de las
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El deber del Estado no consiste tanto en asegurar directamente el derecho al trabajo de todos
los ciudadanos, constriñendo toda la vida económica y sofocando la libre iniciativa de las personas,
cuanto sobre todo en secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren
oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis.
Teniendo en cuenta las dimensiones planetarias que han asumido vertiginosamente las
relaciones económico-financieras y el mercado de trabajo, se debe promover una colaboración
internacional eficaz entre los estados, mediante tratados, acuerdos y planes de acción comunes que
salvaguarden el derecho al trabajo, incluso en las fases más críticas del ciclo económico, a nivel nacional
e internacional.
El genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello se ha de
garantizar la presencia de las mujeres en el ámbito laboral. El primer e indispensable paso en esta
dirección es la posibilidad concreta de acceso a la formación profesional. El reconocimiento y la tutela de
los derechos de las mujeres en este ámbito dependen, de la organización del trabajo, que debe tener en
cuenta la dignidad y la vocación de la mujer, la promoción exige que el trabajo se estructure de manera
que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico y en perjuicio de la familia, en
la que como madre tiene un papel insustituibles.
La inmigración puede ser un recurso más que un obstáculo para el desarrollo. En el mundo
actual, en el que el desequilibrio entre países ricos y países pobres se agrava y el desarrollo de las
comunicaciones reduce rápidamente las distancias, crece la emigración de personas en busca de
mejores condiciones de vida, procedentes de las zonas menos favorecidas de la tierra; su llegada a los
países desarrollados, a menudo es percibida como una amenaza para los elevados niveles de bienestar,
alcanzados gracias a decenios de crecimiento económico.
Las instituciones de los países que reciben inmigrantes deben vigilar cuidadosamente para que
no se difunda la tentación de explotar a los trabajadores extranjeros, privándoles de los derechos
garantizados a los trabajadores nacionales, que deben ser asegurados a todos sin discriminaciones. La
regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y de equilibrio es una de las condiciones
indispensables para conseguir que la inserción se realice con las garantías que exige la dignidad de la
persona humana.
Los cambios profundos y radicales que se presentan en el ámbito social y cultural que afectan a
la agricultura y a todo el mundo rural, precisan con urgencia una profunda reflexión sobre el significado
del trabajo agrícola y sus múltiples dimensiones. Se trata de un desafío de gran importancia, que debe
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afrontarse con políticas agrícolas y ambientales capaces de superar una cierta concepción residual y
asistencial, y de elaborar nuevos procedimientos para lograr una agricultura moderna, que esté en
condiciones de desempeñar un papel significativo en la vida social y económica.
Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de
la persona humana y en su dignidad trascendente. El Magisterio Social de la Iglesia ha considerado
oportuno enunciar algunos de ellos, indicando la conveniencia de su reconocimiento en los
ordenamientos jurídicos: el derecho a una justa remuneración; el derecho al descanso; el derecho a
ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los
trabajadores y no dañen su integridad moral, el derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad
en el lugar de trabajo.
Una justa distribución del rédito debe establecerse no sólo en base a los criterios de justicia
conmutativa, sino también de justicia social. Un bienestar económico auténtico se alcanza también por
medio de adecuadas políticas sociales de redistribución de la renta que, teniendo en cuenta las
condiciones generales, consideren oportunamente los méritos y las necesidades de todos los
ciudadanos.
La doctrina social reconoce la legitimidad de la huelga. La huelga, una de las conquistas más
costosas del movimiento sindical, se puede definir como el rechazo colectivo y concertado, por parte de
los trabajadores, a seguir desarrollando sus actividades, con el fin de obtener, por medio de la presión
así realizada sobre los patrones, sobre el Estado y sobre la opinión pública, mejoras en sus condiciones
de trabajo y en su situación social.
La huelga, aun cuando aparezca como una especie de ultimátum, debe ser siempre un método
pacífico de reivindicación y de lucha por los propios derechos; resulta moralmente inaceptable cuando va
acompañada de violencias cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados
con las condiciones del trabajo o contrarios al bien común
Ante los cambios introducidos en el mundo del trabajo, la solidaridad se podrá recuperar, e
incluso fundarse mejor que en el pasado, si se actúa para volver a descubrir el valor subjetivo del trabajo:
Hay que seguir preguntándose sobre el sujeto del trabajo y las condiciones en las que vive. Por ello, son
siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con
los hombres del trabajo.
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Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal.
Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino
universal que Dios creador asignó a todos los bienes. La salvación cristiana es una liberación integral del
hombre, liberación de la necesidad, pero también de la posesión misma.
Las riquezas son un bien que viene de Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer circular, de
manera que también los necesitados puedan gozar de él; el mal se encuentra en el apego desordena- do
a las riquezas, en el deseo de acapararlas. La riqueza, explica es como el agua que brota cada vez más
pura de la fuente si se bebe de ella con frecuencia, mientras que se pudre si la fuente permanece
inutilizada.
Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como
irracional toda consideración de orden meta económico, precisamente porque el fin de la economía no
está en la economía misma, sino en su destinación humana y social. A la economía, tanto en el ámbito
científico, como en el nivel práctico, no se le confía el fin de la realización del hombre y de la buena
convivencia humana, sino una tarea parcial: la producción, la distribución y el consumo de bienes
materiales y de servicios.
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dondequiera que existan, las estructuras de pecado que generan y mantienen la pobreza, el
subdesarrollo y la degradación.
Para asumir un perfil moral, la actividad económica debe tener como sujetos a todos los hombres
y a todos los pueblos. Todos tienen el derecho de participar en la vida económica y el deber de
contribuir, según sus capacidades, al progreso del propio país y de la entera familia humana. Si, en
alguna medida, cada uno tiene el deber de comprometerse en el desarrollo económico de todos: es un
deber de solidaridad y de justicia, pero también es la vía mejor para hacer progresar a toda la
humanidad.
Esta enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que se derivarían de la
restricción o de la negación del derecho de iniciativa económica. La experiencia demuestra que la
negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida igualdad de todos en la sociedad
reduce o destruye de hecho el espíritu de iniciativa, la subjetividad creativa del ciudadano.
En este sentido, la libre y responsable iniciativa en campo económico puede definirse también
como un acto que revela la humanidad del hombre en cuanto sujeto creativo y relacional. La iniciativa
económica debe gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado tiene la obligación moral de imponer
vínculos restrictivos sólo en orden a las incompatibilidades entre la persecución del bien común y el tipo
de actividad económica puesta en marcha, o sus modalidades de desarrollo.
Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función
social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las
personas implicadas. En la empresa, la dimensión económica es condición para el logro de objetivos no
sólo económicos, sino también sociales y morales.
El objetivo de la empresa se debe llevar a cabo en términos y con criterios económicos, pero sin
descuidar los valores auténticos que permiten el desarrollo concreto de la persona y de la sociedad. En
esta visión personalista y comunitaria, la empresa no puede considerarse únicamente como una
sociedad de capitales; es una sociedad de personas, en la que entran a formar parte de manera diversa
y con responsabilidades los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su
trabajo.
Los componentes de la empresa deben ser conscientes de que la comunidad en la que trabajan
representa un bien para todos y no una estructura que permite satisfacer exclusivamente los intereses
personales de alguno. Sólo esta conciencia permite llegar a construir una economía verdaderamente al
servicio del hombre y elaborar un proyecto de cooperación real entre las partes sociales.
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La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer indicador del buen
funcionamiento de la empresa, cuando una empresa da beneficios significa que los factores pro- ductivos
han sido utilizados adecuadamente. Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el beneficio
indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad. Esto sucede cuando la empresa
opera en sistemas socioculturales caracterizados por la explotación de las personas, propensos a rehuir
las obligaciones de justicia social y a violar los derechos de los trabajadores.
La empresa se mueve hoy en el marco de escenarios económicos de dimensiones cada vez más
amplias, donde los Estados nacionales tienen una capacidad limitada de gobernar los rápidos procesos
de cambio que afectan a las relaciones económico-financieras internacionales; esta situación induce a
las empresas a asumir responsabilidades nuevas y mayores con respecto al pasado.
Una de las cuestiones prioritarias en economía es el empleo de los recursos, de todos aquellos
bienes y servicios a los que los sujetos económicos, productores y consumidores, privados y públicos,
atribuyen un valor debido a su inherente utilidad en el campo de la producción y del consumo. Los
recursos son cuantitativamente escasos en la naturaleza, lo que implica, que el sujeto económico
particular, así como la sociedad, tengan que inventar alguna estrategia para emplearlos del modo más
racional posible, siguiendo una lógica dictada por el principio de economicidad.
De esto dependen tanto la efectiva solución del problema económico más general, y
fundamental, de la limitación de los medios con respecto a las necesidades individuales y sociales,
privadas y públicas, cuanto la eficiencia global, estructural y funcional, del entero sistema económico. Tal
eficiencia apela directamente a la responsabilidad y la capacidad de diversos sujetos, como el mercado,
el Estado y los cuerpos sociales intermedios.
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de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo económico. Existen buenas razones para retener
que, en muchas circunstancias, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos
y responder eficazmente a las necesidades.
La doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrecen los mecanismos del libre
mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el intercambio de productos: estos
mecanismos, sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el
contrato, se confrontan con las de otras personas
El libre mercado no puede juzgarse prescindiendo de los fines que persigue y de los valores que
transmite a nivel social. El mercado, no puede encontrar en sí mismo el principio de la propia
legitimación. Pertenece a la conciencia individual y a la responsabilidad pública establecer una justa
relación entre medios y fines. La utilidad individual del agente económico, aunque legítima, no debe
jamás convertirse en el único objetivo.
El mercado asume una función social relevante en las sociedades contemporáneas, por lo cual
es importante identificar sus mejores potencialidades y crear condiciones que permitan su concreto
desarrollo. Los agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las di-
versas opciones. Sin embargo la libertad, en ámbito económico, debe estar regulada por un apropiado
marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la libertad humana integral: La libertad económica es
solamente un elemento de la libertad humana.
La acción del Estado y demás poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiaridad y
crear situaciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica; debe también inspirarse en el
principio de solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para defender a la más débil.
La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la
subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta.
Para respetar estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito
económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la
sociedad. El Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que
aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos
de crisis.
La tarea fundamental del Estado en ámbito económico es definir un marco jurídico apto para
regular las relaciones económicas, con el fin de salvaguardar las condiciones fundamentales de una
economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere
talmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud.
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El respeto del principio de subsidiaridad debe impulsar a las autoridades públicas a buscar las
condiciones favorables al desarrollo de las capacidades de iniciativa individuales, de la autonomía y de la
responsabilidad personales de los ciudadanos, absteniéndose de cualquier intervención que pueda
constituir un condicionamiento indebido de las fuerzas empresariales.
El Estado, en este caso, resulta nocivo para la sociedad: una intervención directa demasiado
amplia termina por anular la responsabilidad de los ciudadanos y produce un aumento excesivo de los
aparatos públicos, guiados más por lógicas burocráticas que por el objetivo de satisfacer las necesidades
de las personas. Los ingresos fiscales y el gasto público asumen una importancia económica crucial para
la comunidad civil y política.
Los consumidores, que en muchos casos disponen de amplios márgenes de poder adquisitivo,
superiores al umbral de subsistencia, pueden influir notablemente en la realidad económica con su libre
elección entre consumo y ahorro. En efecto, la posibilidad de influir sobre las opciones del sistema
económico está en manos de quien debe decidir sobre el destino de los propios recursos financieros.
Hoy, más que en el pasado, es posible evaluar las alternativas disponibles, no sólo en base al
rendimiento previsto a su grado de riesgo, sino también expresando un juicio de valor sobre los
proyectos de inversión que los recursos financiarán, conscientes de que la opción de invertir en un lugar
y no en otro, en un sector productivo en vez de en otro, es siempre una opción moral y cultural.
La utilización del propio poder adquisitivo debe ejercitarse en el contexto de las exigencias
morales de la justicia, de la solidaridad y de responsabilidades sociales precisas. No se debe olvidar el
deber de la caridad, el deber de ayudar con lo propio superfluo y, a veces, incluso con lo propio
necesario, para dar al pobre lo indispensable para vivir.
El fenómeno del consumismo produce una orientación persistente hacia el tener en vez de hacia
el ser. El consumismo impide distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción
de las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad
madura. Para contrastar este fenómeno es necesario esforzarse por construir estilos de vida, a tenor de
los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, que determinen las opciones del consumo,
de los ahorros y de las inversiones.
Es innegable que las influencias del contexto social sobre los estilos de vida son notables. El
desafío cultural, que hoy presenta el consumismo, debe ser afrontado en forma más incisiva, sobre todo
si se piensa en las generaciones futuras, que corren el riesgo de tener que vivir en un ambiente natural
esquilmado a causa de un consumo excesivo y desordenado.
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de operadores asume un horizonte global para las decisiones que debe realizar en función de las
oportunidades de crecimiento y de beneficio.
Resulta cada vez más decisivo y central el papel de los mercados financieros, cuyas
dimensiones, a consecuencia de la liberalización del comercio y de la circulación de los capitales, se han
acrecentado enormemente con una velocidad impresionante, al punto de consentir a los operadores
desplazar en tiempo real, de una parte a la otra del planeta, grandes cantidades de capital.
Puede producir efectos potencialmente beneficiosos para toda la humanidad: entrelazándose
con el impetuoso desarrollo de las telecomunicaciones, el crecimiento de las relaciones económicas y
financieras ha permitido simultáneamente una notable reducción en los costos de las comunicaciones y
de las nuevas tecnologías, y una aceleración en el proceso de extensión a escala planetaria de los
intercambios comerciales y de las transacciones financieras.
Analizando el contexto actual, además de identificar las oportunidades que se abren en la era de
la economía global, se descubren también los riesgos ligados a las nuevas dimensiones de las
relaciones comerciales y financieras. No faltan, indicios reveladores de una tendencia al aumento de las
desigualdades, ya sea entre países avanzados y países en vías de desarrollo, ya sea al interno de los
países industrializados. La creciente riqueza económica, va acompañada de un crecimiento de la
pobreza relativa.
El crecimiento del bien común exige aprovechar las nuevas ocasiones de redistribución de la
riqueza entre las diversas áreas del planeta, a favor de las más necesitados, hasta ahora excluidas o
marginadas del progreso social y económico. El desafío consiste en asegurar una globalización en la
solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen. El mismo progreso tecnológico corre el riesgo
de repartir injustamente entre los países los propios efectos positivos.
Dada la naturaleza de las dinámicas en curso, la libre circulación de capitales no basta por sí
sola para favorecer el acercamiento de los países en vías de desarrollo a los países más avanzados. El
comercio representa un componente fundamental de las relaciones económicas internacionales,
contribuyendo de manera determinante a la especialización productiva y al crecimiento económico de los
diversos países. Hoy, más que nunca, el comercio internacional, si se orienta oportunamente, promueve
el desarrollo y es capaz de crear nuevas fuentes de trabajo y suministrar recursos útiles.
La doctrina social muchas veces ha denunciado las distorsiones del sistema de comercio
internacional que, a menudo, a causa de las políticas proteccionistas, discrimina los productos
procedentes de los países pobres y obstaculiza el crecimiento de actividades industriales y la
transferencia de tecnología hacia estos países. El continuo deterioro en los términos de intercambio de
las materias primas y la agudización de las diferencias entre países ricos y países pobres, ha impulsado
al magisterio a reclamar la importancia de los criterios éticos que deberían orientar las relaciones
económicas internacionales.
La persecución del bien común y el destino universal de los bienes; la equidad en las relaciones
comerciales; la atención a los derechos y a las necesidades de los más pobres en las políticas
comerciales y de cooperación internacional. La extensión de la globalización debe estar acompañada de
una toma de conciencia madura, por parte de las organizaciones de la sociedad civil, de las nuevas
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La globalización no debe ser un nuevo tipo de colonialismo. Debe respetar la diversidad de las
culturas que, en el ámbito de la armonía universal de los pueblos, constituyen las claves de
interpretación de la vida. En particular, no tiene que despojar a los pobres de lo que es más valioso para
ellos, incluidas sus creencias y prácticas religiosas, puesto que las convicciones religiosas auténticas son
la manifestación más clara de la libertad humana.
La solidaridad entre las generaciones exige que en la planificación global se actúe según el
principio del destino universal de los bienes, que hace moralmente ilícito y económicamente
contraproducente descargar los costos actuales sobre las futuras generaciones: moralmente ilícito,
porque significa no asumir las debidas responsabilidades, económicamente contraproducente porque la
corrección de los daños es más costosa que la prevención.
Los mercados financieros no son ciertamente una novedad de nuestra época: desde hace ya
mucho tiempo, de diversas formas, se ocuparon de responder a la exigencia de financiar actividades
productivas. La experiencia histórica enseña que en ausencia de sistemas financieros adecuados no
habría sido posible el crecimiento económico.
Las inversiones a gran escala, típicas de las modernas economías de mercado, no se habrían
realizado sin el papel fundamental de intermediario llevado a cabo por los mercados financieros, que ha
permitido, entre otras cosas, apreciar las funciones positivas del ahorro para el desarrollo del sistema
económico y social.
El mercado global de capitales ha producido efectos benéficos, gracias a que la mayor movilidad
de los capitales ha facilitado la disponibilidad de recursos a las actividades productivas, el
acrecentamiento de la movilidad, por otra parte, ha aumentado también el riesgo de crisis financieras. El
desarrollo de las finanzas, cuyas transacciones han superado considerablemente en volumen, a las
reales, corre el riesgo de seguir una lógica cada vez más auto referencial, sin conexión con la base real
de la economía.
La pérdida de centralidad por parte de los actores estatales debe coincidir con un mayor
compromiso de la comunidad internacional en el ejercicio de una decidida función de dirección
económica y financiera. Una importante consecuencia del proceso de globalización, en efecto, consiste
en la gradual pérdida de eficacia del Estado Nación en la guía de las dinámicas económico- financieras
nacionales.
Los gobiernos de cada uno de los países ven la propia acción en campo económico y social
condicionada cada vez con mayor fuerza por las expectativas de los mercados internacionales de capital
y por la insistente demanda de credibilidad provenientes del mundo financiero. A causa de los nuevos
vínculos entre los operadores globales, las tradicionales medidas defensivas de los Estados aparecen
condenadas al fracaso y, frente a las nuevas áreas de atribuciones, la noción misma de mercado
nacional pasa a un segundo plano.
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Es, indispensable que las instituciones económicas y financieras internacionales sepan hallar las
soluciones institucionales más apropiadas y elaboren las estrategias de acción más oportunas con el fin
de orientar un cambio que, de aceptarse pasivamente y abandonado a sí mismo, provocaría resultados
dramáticos sobre todo en perjuicio de los estratos más débiles e indefensos de la población mundial.
En los organismos internacionales deben estar igualmente representados los intereses de la gran
familia humana; es necesario que estas instituciones, a la hora de valorar las consecuencias de sus
decisiones, tomen siempre en consideración a los pueblos y países que tienen escaso peso en el
mercado internacional.
También la política, al igual que la economía, debe saber extender su radio de acción más allá
de los confines nacionales, adquiriendo rápidamente una dimensión operativa mundial que le per- mita
dirigir los procesos en curso a la luz de parámetros no sólo económicos, sino también morales.
El objetivo de fondo será guiar estos procesos asegurando el respeto de la dignidad del hombre
y el desarrollo completo de su personalidad, en el horizonte del bien común. Asumir semejante tarea,
conlleva la responsabilidad de acelerar la consolidación de las instituciones existentes, así como la
creación de nuevos organismos a los cuales confiar esta responsabilidad. El desarrollo económico,
puede ser duradero si se realiza en un marco claro y definido de normas y en un amplio proyecto de
crecimiento moral, civil y cultural de toda la familia humana.
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UNIDAD CUATRO
POLÍTICA Y PENSAMIENTO SOCIAL DE LA IGLESIA
OBJETIVO GENERAL
Conocer la relación científica y social entre política y el Pensamiento Social de la Iglesia, desde
la perspectiva del poder y la relaciones sociales.
OBJETIVOS OPERACIONALES
Durante el proceso de estudio de la presente unidad, usted estará capacitado para:
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El pueblo de Israel, en la fase inicial de su historia, no tiene rey, como los otros pueblos, porque
reconoce solamente el señorío de Yahvé. Dios interviene en la historia a través de hombres
carismáticos, como atestigua el Libro de los Jueces. Jesús rechaza el poder opresivo y despótico de los
jefes sobre las Naciones y su pretensión de hacerse llamar benefactores, pero jamás rechaza
directamente las autoridades de su tiempo.
En la diatriba sobre el pago del tributo al César, afirma que es necesario dar a Dios lo que es de
Dios, condenando implícitamente cualquier intento de divinizar y de absolutizar el poder temporal: sólo
Dios puede exigir todo del hombre. La sumisión, no pasiva, sino por razones de conciencia, al poder
constituido responde al orden establecido por Dios.
San Pablo define las relaciones y los deberes de los cristianos hacia las autoridades. Insiste en
el deber cívico de pagar los tributos. Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a
quien tributo, tributo; a quien respeto, respe- to; a quien honor, honor.
El apóstol no intenta ciertamente legitimar todo poder, sino más bien ayudar a los cristianos a
procurar el bien ante todos los hombres, incluidas las relaciones con la autoridad, en cuanto está al
servicio de Dios para el bien de la persona y para hacer justicia y castigar al que obra el mal.
La libertad no puede ser usada para cubrir la propia maldad, sino para servir a Dios. Se trata
entonces de una obediencia libre y responsable a una autoridad que hace respetar la justicia,
asegurando el bien común. La oración por los gobernantes, recomendada por San Pablo durante las
persecuciones, señala explícitamente lo que debe garantizar la autoridad política: una vida pacífica y
tranquila, que transcurra con toda piedad y dignidad.
La Iglesia anuncia que Cristo, vencedor de la muerte, reina sobre el universo que Él mismo ha
rescatado. Su reino incluye también el tiempo presente y terminará sólo cuando todo será consignado al
Padre y la historia humana se concluirá con el juicio final. Cristo revela a la autoridad humana, siempre
tentada por el dominio, que su significado auténtico y pleno es de servicio. Dios es Padre único y Cristo
único maestro para todos los hombres, que son hermanos. La soberanía pertenece a Dios.
Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su
naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el
gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los
que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia
divina.
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material para resolver los problemas de la vida individual y social, así en el interior de las naciones como
en el seno de la sociedad internacional.
Este orden debe ser gradualmente descubierto y desarrollado por la humanidad. La comunidad
política, realidad connatural a los hombres, existe para obtener un fin de otra manera inalcanzable: el
crecimiento más pleno de cada uno de sus miembros, llamados a colaborar establemente para realizar el
bien común, bajo el impulso de su natural inclinación hacia la verdad y el bien.
La comunidad política encuentra en la referencia al pueblo su auténtica dimensión: ella es, y debe
ser en realidad, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo. El pueblo no es una multitud
amorfa, una masa inerte para manipular e instrumentalizar, sino un conjunto de personas, cada una de
las cuales la posibilidad de formar su opinión acerca de la cosa pública y la libertad de expresar su
sensibilidad política y hacerla valer de manera conveniente al bien común.
El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales, es
una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus convicciones. La sociedad humana, tiene
que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los
hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender
sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu.
Considerar a la persona humana como fundamento y fin de la comunidad política significa trabajar,
por el reconocimiento y el respeto de su dignidad mediante la tutela y la promoción de los derechos
fundamentales e inalienables del hombre. En la época actual se considera que el bien común consiste
principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana.
La comunidad política tiende al bien común cuando actúa a favor de la creación de un ambiente
humano en el que se ofrezca a los ciudadanos la posibilidad del ejercicio real de los derechos humanos y
del cumplimiento pleno de los respectivos deberes. La plena realización del bien común requiere que la
comunidad política desarrolle, en el ámbito de los derechos humanos, una doble y complementaria
acción, de defensa y de promoción.
La amistad civil, es la actuación más auténtica del principio de fraternidad, que es inseparable
de los de libertad y de igualdad. Se trata de un principio que se ha quedado en gran parte sin practicar
en las sociedades políticas modernas y contemporáneas, sobre todo a causa del influjo ejercido por las
ideologías individualistas y colectivistas.
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cotidiana.
La autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la
libre actividad de los personas y de los grupos, sino disciplinándola y orientándola hacia la realización del
bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales.
La autoridad debe dejarse guiar por la ley moral: toda su dignidad deriva de ejercitarla en el
ámbito del orden moral. En razón de la necesaria referencia a este orden, que la precede y la funda, de
sus finalidades y destinatarios, la autoridad no puede ser entendida como una fuerza determinada por
criterios de carácter puramente sociológico e histórico.
La autoridad debe reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales.
Estos son innatos, derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la
persona. Son valores, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear,
modificar o destruir.
Estos valores no se fundan en mayorías de opinión, provisionales y mudables, sino que deben
ser simplemente reconocidos, respetados y promovidos como elementos de una ley moral objetiva, ley
natural inscrita en el corazón del hombre y punto de referencia normativo de la misma ley civil.
La autoridad debe emitir leyes justas, es decir, conformes a la dignidad de la persona humana y
a los dictámenes de la recta razón. Cuando por el contrario una ley está en contraste con la razón, se le
denomina ley inicua; en tal caso cesa de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia. La
autoridad que gobierna según la razón pone al ciudadano en relación no tanto de sometimiento con
respecto a otro hombre, cuanto más bien de obediencia al orden moral y, por tanto, a Dios mismo que es
su fuente última.
La doctrina social indica los criterios para el ejercicio del derecho de resistencia. La resistencia a
la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las
condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos
fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar des- órdenes
peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones
mejores
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Una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que
es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la
dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del como fin y
criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el
significado de la democracia y se compromete su estabilidad.
La doctrina social individúa uno de los mayores riesgos para las democracias actuales en el
relativismo ético, que induce a considerar inexistente un criterio objetivo y universal para establecer el
fundamento y la correcta jerarquía de valores. Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el
relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas
democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no
son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la
mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos.
Entre las deformaciones del sistema democrático, la corrupción política es una de las más
graves porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social;
compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre
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gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas,
causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el
consiguiente debilitamiento de las instituciones.
La corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas, porque las usa
como terreno de intercambio político entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De
este modo, las opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para
influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos. La administración
pública, a cualquier nivel como instrumento del Estado, tiene como finalidad servir a los ciudadanos.
El Estado, al servicio de los ciudadanos, es el gestor de los bienes del pueblo, que debe
administrar en vista del bien común. Esta perspectiva se opone a la burocratización excesiva, que se
verifica cuando las instituciones, volviéndose complejas en su organización y pretendiendo gestionar
toda área a disposición, terminan por ser abatidas por el funcionalismo impersonal, por la exagerada
burocracia, por los injustos intereses privados, por el fácil y generalizado encogerse de hombros.
Los medios de comunicación social se deben utilizar para edificar y sostener la comunidad
humana, en los diversos sectores, económico, político, cultural, educativo, religioso. La información de
estos medios es un servicio del bien común. La sociedad tiene derecho a una información fundada en la
verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad.
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La Iglesia se organiza con formas adecuadas para satisfacer las exigencias espirituales de sus
fieles, mientras que las diversas comunidades políticas generan relaciones e instituciones al servicio de
todo lo que pertenece al bien común temporal. La autonomía e independencia de las dos realidades se
muestran claramente sobre todo en el orden de los fines.
El deber de respetar la libertad religiosa impone a la comunidad política que garantice a la Iglesia
el necesario espacio de acción. La Iglesia respeta ilegítima autonomía del orden democrático; pero no
ni
posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional
tiene tampoco la tarea de valorar los programas políticos si no es por sus implicaciones religiosas y
morales.
La recíproca autonomía de la Iglesia y la comunidad política no comporta una separación tal que
excluya la colaboración: ambas, aunque a título diverso, están al servicio de la vocación personal y social
de los mismos hombres. La Iglesia y la comunidad política, en efecto, se expresan mediante formas
organizativas que no constituyen un fin en sí mismas, sino que están al servicio del hombre, para
permitirle el pleno ejercicio de sus derechos, inherentes a su identidad de ciudadano y de cristiano.
La convivencia entre las naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la de los
seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. La enseñanza de la Iglesia en el
ámbito de los principios constitutivos de la Comunidad Internacional, exhorta a las relaciones entre los
pueblos y las comunidades políticas encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho,
la negociación, al tiempo que excluye el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación,
de intimidación y de engaño.
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El respeto universal de los principios que inspiran una ordenación jurídica del Estado, la cual
responde a las normas de la moral es condición necesaria para la estabilidad de la vida internacional. La
búsqueda de tal estabilidad ha propiciado la gradual elaboración de un derecho de gentes que puede
considerarse como el antepasado del derecho internacional.
Para resolver los conflictos que surgen entre las diversas comunidades políticas y que
comprometen la estabilidad de las Naciones y la seguridad internacional, es indispensable pactar reglas
comunes derivadas del diálogo, renunciando definitivamente a la idea de buscar la justicia mediante el
recurso a la guerra.
La guerra puede terminar, sin vencedores ni vencidos, en un suicidio de la humanidad; por lo cual
hay que repudiar la lógica que conduce a ella, la idea de que la lucha por la destrucción del adversario, la
contradicción y la guerra misma sean factores de progreso y de avance de la historia.
La Carta de las Naciones Unidas repudia no sólo el recurso a la fuerza, sino también la misma
amenaza de emplearla esta disposición nació de la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial.
El Magisterio no había dejado de señalar, durante aquel conflicto, algunos factores indispensables para
edificar un nuevo orden internacional: la libertad y la integridad territorial de cada Nación; la tutela de los
derechos de las minorías; un reparto equitativo de los bienes de la tierra; el rechazo de la guerra y la
puesta en práctica del desarme; la observancia de los pactos acordados; el cese de la persecución
religiosa.
La Iglesia favorece el camino hacia una auténtica comunidad internacional, que ha asumido una
dirección precisa mediante la institución de la Organización de las Naciones Unidas en 1945. Esta
organización ha contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la libertad de
los pueblos y la exigencia del desarrollo, preparando el terreno cultural e institucional sobre el cual
construir la paz.
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Una política internacional que tienda al objetivo de la paz y del desarrollo mediante la adopción de
medidas coordinadas, es más que nunca necesaria a causa de la globalización de los problemas. El
magisterio subraya que la interdependencia entre los hombres y entre las naciones adquiere una
dimensión moral y determina las relaciones del mundo actual en el ámbito económico, cultural, político y
religioso.
Los organismos internacionales deben, garantizar la igualdad, que es el fundamento del derecho
de todos a la participación en el proceso de pleno desarrollo, respetando las legítimas diversidades. El
magisterio valora positivamente el papel de las agrupaciones que se han ido creando en la sociedad civil
para desarrollar una importante función de formación y sensibilización de la opinión pública en los
diversos aspectos de la vida internacional, con una especial atención por el respeto de los derechos del
hombre.
La solución al problema del desarrollo requiere la cooperación entre las comunidades políticas
particulares. Las Naciones, al hallarse necesitadas las unas de ayudas complementarias y las otras de
ulteriores perfeccionamientos, sólo podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente al
provecho de los demás.
El subdesarrollo parece una situación imposible de eliminar, casi una condena fatal, si se
considera que éste no es sólo fruto de decisiones humanas equivocadas, sino también resultado de
mecanismos económicos, financieros y sociales y de estructuras de pecado que impiden el pleno
desarrollo de los hombres y de los pueblos.
La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han marginado han
experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países
que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas a nivel
internacional.
Parece, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al mercado internacional,
fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la
valoración de los recursos humanos. Entre las causas que en mayor medida concurren a determinar el
subdesarrollo y la pobreza, además de la imposibilidad de acceder al mercado internacional, se
encuentran el analfabetismo, dificultades alimenticias, ausencia de estructuras y servicios, carencia de
medidas que garanticen la asistencia básica en el campo de la salud, falta de agua potable, corrupción,
precariedad de las instituciones y la misma vida política.
La lucha contra la pobreza encuentra una fuerte motivación en la opción o amor preferencial de la
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Iglesia por los pobres. En toda su enseñanza social, la Iglesia no se cansa de confirmar también otros
principios fundamentales: primero entre todos, el destino universal de los bienes. Con la constante
reafirmación del principio de la solidaridad, la doctrina social insta a pasar a la acción papa promover
para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. La comunidad internacional no puede
desentenderse de semejante situación: incluso reafirmando el principio de que la deuda adquirida debe
ser saldada, es necesario encontrar los caminos para no comprometer el derecho fundamental de los
pueblos a la subsistencia y al progreso.
La visión bíblica inspira las actitudes de los cristianos con respecto al uso de la tierra, y al
desarrollo de la ciencia y de la técnica. El Concilio Vaticano II declara que tiene razón el hombre,
participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior
al universo material.
Los padres conciliares reconocen los progresos realizados gracias a la aplicación incesante del
ingenio humano a lo largo de los siglos, en las ciencias empíricas, en la técnica y en las disciplinas
liberales. El hombre en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue
dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza.
Los resultados de la ciencia y de la técnica son positivos: los cristianos lejos de pensar que las
conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende
rivalizar con el creador, están, por el contrario persuadidos de que las victorias del hombre son signo de
la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio.
Las consideraciones del magisterio sobre la ciencia y la tecnología, se extienden también en sus
aplicaciones al medio ambiente y a la agricultura. La Iglesia aprecia las ventajas que resultan del estudio
y de las aplicaciones de la biología molecular, completada con otras disciplinas, como la genética, y su
aplicación tecnológica en la agricultura y en la industria. En efecto, la técnica podría constituirse, si se
aplicara rectamente, en un valioso instrumento para resolver graves problemas, comenzando por el del
hambre y la enfermedad, mediante la producción de variedades de plantas más avanzadas y resistentes
y de muy útiles medicamentos.
Es importante, reafirmar el concepto de recta aplicación, porque sabemos que este potencial no es
neutral: puede ser usado tanto para el progreso del hombre como para su degradación. Por esta razón,
es necesario mantener una actitud de prudencia y analizar con ojo atento la naturaleza, la finalidad y los
modos de las diversas formas de tecnología aplicada
Punto central de referencia para toda aplicación científica y técnica es el respeto del hombre, que
debe ir acompañado por una necesaria actitud de respeto hacia las demás criaturas vivientes. Incluso
cuando se plantea una alteración de éstas, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su
mutua conexión en un sistema ordenado.
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su voluntad, como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el
hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar.
La naturaleza aparece como un instrumento en las manos del hombre, una realidad que él debe
manipular constantemente, especialmente mediante la tecnología. A partir del presupuesto, que se ha
revelado errado, de que existe una cantidad ilimitada de energía y de recursos utilizables, que su
regeneración inmediata es posible y que los efectos negativos de las manipulaciones de la naturaleza
pueden ser fácilmente absorbidos, se ha difundido y prevalece una concepción reductiva que entiende el
mundo natural en clave mecanicista y el desarrollo en clave consumista.
Una correcta concepción del medio ambiente, si por una parte no puede reducir utilitariamente la
naturaleza a un mero objeto de manipulación y explotación, tampoco debe absolutizarla y colocarla, en
dignidad, por encima de la misma persona humana. En este último caso, se llega a divinizar la
naturaleza o la tierra, como puede fácilmente verse en algunos movimientos ecologistas que piden se
otorgue un reconocimiento institucional internacionalmente garantizado a sus ideas.
Una visión del hombre y de las cosas desligada de toda referencia a la trascendencia ha llevado a
rechazar el concepto de creación y a atribuir al hombre y a la naturaleza una existencia completamente
autónoma. El ser humano ha llegado a considerarse extraño al contexto ambiental en el que vive. Debe
darse un mayor relieve a la profunda conexión que existe entre ecología ambiental y ecología humana.
La tecnología que contamina, también puede descontaminar; la producción que acumula, también
puede distribuir equitativamente, a condición de que prevalezca la ética del respeto a la vida, a la
dignidad del hombre y a los derechos de las generaciones humanas presentes y futuras
La tutela del medio ambiente constituye un desafío para la entera humanidad: se trata del deber,
común y universal, de respetar un bien colectivo, destinado a todos, impidiendo que se puedan utilizar
impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados, como mejor apetezca, según las
propias exigencias. Es una responsabilidad que debe crecer, teniendo en cuenta la globalidad de la
actual crisis ecológica y la consiguiente necesidad de afrontarla globalmente, ya que todos los seres
dependen unos de otros en el orden universal establecido por el creador.
Esta perspectiva adquiere una importancia particular cuando se considera, en el contexto de los
estrechos vínculos que unen entre sí a los diversos ecosistemas, el valor ambiental de la biodiversidad,
que se ha de tratar con sentido de responsabilidad y proteger adecuadamente, porque constituye una
riqueza extraordinaria para toda la humanidad. Al respecto, cada uno puede advertir con facilidad, la
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importancia de la región de amazónica, uno de los espacios naturales más apreciados en el mundo por
su diversidad biológica, siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.
Corresponde a cada Estado, en el ámbito del propio territorio, la función de prevenir el deterioro de
la atmósfera y de la biosfera, controlando atentamente, entre otras cosas, los efectos de los nuevos
descubrimientos tecnológicos o científicos, y ofreciendo a los propios ciudadanos la garantía de no verse
expuestos a agentes contaminantes o a residuos tóxicos
El contenido jurídico del derecho a un ambiente natural seguro y saludable será el fruto de una
gradual elaboración, solicitada por la opinión pública, preocupada por disciplinar el uso de los bienes de
la creación según las exigencias del bien común y con una voluntad común de instituir sanciones para
junto
quienes contaminan. Las normas jurídicas, no bastan por sí solas; a ellas deben madurar un firme
sentido de responsabilidad y un cambio efectivo en la mentalidad y en los estilos de vida.
La decisión debe ser proporcionada a las medidas ya en acto para otros riesgos. Las políticas
preventivas, basadas sobre el principio de precaución, exigen que las decisiones se basen en una
comparación entre los riesgos y los beneficios hipotéticos que comporta cada decisión alternativa
posible, incluida la decisión de no intervenir. Las circunstancias de incertidumbre y provisionalidad
hacen especialmente importante la transparencia en el proceso de toma de decisiones.
Cualquier actividad económica que se sirva de los recursos naturales debe preocuparse también
de la salvaguardia del medio ambiente y prever sus costos, que se han de considerar como un elemento
esencial del coste actual de la actividad económica. En este contexto se deben considerar las relaciones
entre la actividad humana y los cambios climáticos que, debido a su extrema complejidad, deben ser
oportuna y constantemente vigilados a nivel científico, político y jurídico, nacional e internacional.
El clima es un bien que debe ser protegido y requiere que los consumidores y los agentes de las
actividades industriales desarrollen un mayor sentido de responsabilidad en sus comportamientos. Una
economía que respete el medio ambiente no buscará únicamente el objetivo del máximo beneficio,
porque la protección ambiental no puede asegurarse sólo en base al cálculo financiero de costos y
beneficios. Todos los países, en particular los desarrollados, deben advertir la urgente obligación de
reconsiderar las modalidades de uso de los bienes naturales.
La investigación en el campo de las innovaciones que pueden reducir el impacto sobre el medio
ambiente provocado por la producción y el consumo, deberá incentivarse eficazmente. Los recursos no
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renovables, a los que recurren los países altamente industrializados y los de reciente industrialización,
deben ser puestos al servicio de toda la humanidad.
Estas responsabilidades deberán ser iluminadas y guiadas por la búsqueda continua del bien
común universal. La relación que los pueblos indígenas tienen con su tierra y sus recursos merece una
consideración especial: se trata de una expresión fundamental de su identidad. Muchos pueblos han
perdido o corren el riesgo de perder las tierras en que viven, a las que está vinculado el sentido de su
existencia. Los derechos de los pueblos indígenas deben ser tutelados oportunamente.
En los últimos años se ha impuesto con fuerza la cuestión del uso de las nuevas biotecnologías
con finalidades ligadas a la agricultura, la zootecnia, la medicina y la protección del medio ambiente. Las
nuevas posibilidades que ofrecen las actuales técnicas biológicas y biogenéticas suscitan, por una parte,
esperanzas y entusiasmos y, por otra, alarma y hostilidad.
Las aplicaciones de las biotecnologías, su licitud desde el punto de vista moral, sus consecuencias
para la salud del hombre, su impacto sobre el medio ambiente y la economía, son objeto de profundo
estudio y de animado debate. Se trata de cuestiones controvertidas que afectan a científicos e
investigadores, políticos y legisladores, economistas y ambientalistas, productores y consumidores.
La visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones
del hombre en la naturaleza, sin excluir los demás seres vivos, y, al mismo tiempo, comporta una
enérgica llamada al sentido de la responsabilidad. La naturaleza, no es una realidad sagrada, vedada a
la acción humana. Es, un don entregado por el Creador a la comunidad humana, confiado a la
inteligencia y a la responsabilidad moral del hombre.
Las modernas biotecnologías tienen un fuerte impacto social, económico y político, en el plano
local, nacional e internacional: se han de valorar según los criterios éticos que deben orientar siempre las
actividades y las relaciones humanas en el ámbito socioeconómico y político. Es necesario tener
presentes, los criterios de justicia y solidaridad, a los que deben sujetarse, en primer lugar, los individuos
y grupos que trabajan en la investigación y la comercialización en el campo de las biotecnologías.
En cualquier caso, no se debe caer en el error de creer que la sola difusión de los beneficios
vinculados a las nuevas biotecnologías pueda resolver todos los apremiantes problemas de pobreza y
subdesarrollo que subyugan aún a tantos países del mundo. La solidaridad implica también una llamada
a la responsabilidad que tienen los países en vías de desarrollo y, sus autoridades políticas, en la
promoción de una política comercial favorable a sus pueblos y del intercambio de tecnologías que
puedan mejorar sus condiciones de alimentación y salud.
En estos países debe crecer la inversión en investigación, con especial atención a las
características y a las necesidades particulares del propio territorio y de la propia población, sobre todo
teniendo en cuenta que algunas investigaciones en el campo de las biotecnologías, potencialmente
beneficiosas, requieren inversiones relativamente modestas.
Los científicos y los técnicos que operan en el sector de las biotecnologías deben trabajar con
inteligencia y perseverancia en la búsqueda de las mejores soluciones para los graves y urgentes
problemas de la alimentación y de la salud. No han de olvidar que sus actividades atañen a materia- les,
vivos o inanimados, que son parte del patrimonio de la humanidad, destinado a las generaciones futuras.
Los científicos han de saber empeñar sus energías y capacidades en una investigación apasionada,
guiada por una conciencia limpia y honesta.
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Los políticos, los legisladores y los administradores públicos tienen la responsabilidad de valorar
las potencialidades, las ventajas y los eventuales riesgos vinculados al uso de las biotecnologías. Es
inaceptable que sus decisiones, a nivel nacional o internacional, estén dictadas por presiones
procedentes de intereses particulares.
Las autoridades públicas deben favorecer también una correcta información de la opinión pública y
saber tomar las decisiones más convenientes para el bien común. Los responsables de la información
tienen también una tarea importante en este ámbito, que han de ejercer con prudencia y objetividad.
También en el campo de la ecología la doctrina social invita a tener presente que los bienes de la
tierra han sido creados por Dios para ser sabiamente usados por todos: estos bienes deben ser
equitativamente compartidos, según la justicia y la caridad. Se trata fundamentalmente de impedir la
injusticia de un acaparamiento de los recursos: la avidez, ya sea individual o colectiva, es contraria al
orden de la creación.
Los actuales problemas ecológicos, de carácter planetario, pueden ser afrontados eficazmente
sólo gracias a una cooperación internacional capaz de garantizar una mayor coordinación en el uso de
los recursos de la tierra. El principio del destino universal de los bienes ofrece una orientación
fundamental, moral y cultural, para deshacer el complejo y dramático nexo que une la crisis ambiental
con la pobreza.
La actual crisis ambiental afecta particularmente a los más pobres, bien porque viven en tierras
sujetas a la erosión y a la desertización, están implicados en conflictos armados o son obligados a
migraciones forzadas, bien porque no disponen de los medios económicos y tecnológicos para
protegerse de las calamidades.
El estrecho vínculo que existe entre el desarrollo de los países más pobres, los cambios
demográficos y un uso sostenible del ambiente, no debe utilizarse como pretexto para decisiones
políticas y económicas poco conformes a la dignidad de la persona humana. La utilización del agua y de
los servicios a ella vinculados debe estar orientada a satisfacer las necesidades de todos y sobre todo de
las personas que viven en la pobreza.
El acceso limitado al agua potable repercute sobre el bienestar de un número enorme de personas
y es con frecuencia causa de enfermedades, sufrimientos, conflictos, pobreza e incluso de muerte: para
resolver adecuadamente esta cuestión, se debe enfocar de forma que se establezcan criterios morales
basados precisamente en el valor de la vida y en el respeto de los derechos humanos y de la dignidad de
todos los seres humanos.
El agua, por su misma naturaleza, no puede ser tratada como una simple mercancía más entre las
otras, y su uso debe ser racional y solidario. Su distribución forma parte, tradicionalmente, de las
responsabilidades de los entes públicos, porque el agua ha sido considerada siempre como un bien
público, una característica que debe mantenerse, aun cuando la gestión fuese confiada al sector privado.
El derecho al agua, como todos los derechos del hombre, se basa en la dignidad humana y no en
valoraciones de tipo meramente cuantitativo, que consideran el agua sólo como un bien económico. Sin
agua, la vida está amenazada. El derecho al agua es un derecho universal e inalienable.
Los graves problemas ecológicos requieren un efectivo cambio de mentalidad que lleve a adoptar
nuevos estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como
la comunión con los demás hombres para un desarrollo común, sean los elementos que determinen las
opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones. Tales estilos de vida deben estar presididos
por la sobriedad, la templanza, la autodisciplina, tanto a nivel personal como social.
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Es necesario abandonar la lógica del mero consumo y promover formas de producción agrícola e
industrial que respeten el orden de la creación y satisfagan las necesidades primarias de todos. Una
actitud semejante, favorecida por la renovada conciencia de la interdependencia que une entre sí a todos
los habitantes de la tierra, contribuye a eliminar diversas causas de desastres ecológicos y garantiza una
capacidad de pronta respuesta cuando estos percances afectan a pueblos y territorios.
La cuestión ecológica no debe ser afrontada únicamente en razón de las terribles perspectivas que
presagia la degradación ambiental: tal cuestión debe ser, principalmente, una vigorosa motivación para
promover una auténtica solidaridad de dimensión mundial.
La paz se funda en la relación primaria entre todo ser creado y Dios mismo, una relación
marcada por la paz es la meta de la convivencia social, como aparece de forma extraordinaria en la
visión mesiánica de la paz: cuando todos los pueblos acudirán a la casa del Señor y Él les mostrará
sus caminos, ellos podrán caminar por las sendas de la paz.
La paz de Cristo es, la reconciliación con el Padre, que se realiza mediante la misión apostólica
confiada por Jesús a sus discípulos y que comienza con un anuncio de paz. Paz a esta casa. La paz es
además reconciliación con los hermanos, porque Jesús, en la oración que nos enseñó, el Padre nuestro,
asocia el perdón pedido a Dios con el que damos a los hermanos, perdónanos nuestras deudas, así
como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores
La paz es fruto de la justicia entendida en sentido amplio, como el respeto del equilibrio de todas
las dimensiones de la persona humana. La paz peligra cuando al hombre no se le reconoce aquello que
le es debido en cuanto hombre, cuando no se respeta su dignidad y cuando la convivencia no está
orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica y lograr el desarrollo integral de los
individuos, pueblos y naciones, resulta esencial la defensa y la promoción de los derechos humanos.
y
La paz se construye día a día en la búsqueda del orden querido por Dios sólo puede florecer
cuando cada uno reconoce la propia responsabilidad para promoverla. Para prevenir conflictos y
violencias, es absolutamente necesario que la paz comience a vivirse como un valor en el interior de
cada persona: así podrá extenderse a las familias y a las diversas formas de agregación social, hasta
alcanzar a toda la comunidad política.
y
El magisterio condena la crueldad de la guerra pide que sea considerada con una perspectiva
completamente nueva. En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo
sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado. La guerra es un flagelo y no
representa jamás un medio idóneo para resolver los problemas que surgen entre las Naciones.
La guerra es, el fracaso de todo auténtico humanismo siempre es una derrota de la humanidad
nunca más los unos contra los otros. La búsqueda de soluciones alternativas a la guerra para resolver
los conflictos internacionales ha adquirido hoy un carácter de dramática urgencia, ya que el ingente
poder de los medios de destrucción, accesibles incluso a las medias y pequeñas potencias, y la conexión
cada vez más estrecha entre los pueblos de toda la tierra, hacen muy arduo o prácticamente imposible
limitar las consecuencias de un conflicto.
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Los Estados no siempre disponen de los instrumentos adecuados para proveer eficazmente a su
defensa: de ahí la necesidad y la importancia de las organizaciones internacionales y regionales, que
deben ser capaces de colaborar para hacer frente a los conflictos y fomentar la paz, instaurando
relaciones de confianza recíproca, que hagan impensable el recurso a la guerra.
Las exigencias de la legítima defensa justifican la existencia de las fuerzas armadas en los
Estados, cuya acción debe estar al servicio de la paz: quienes custodian con ese espíritu la seguridad y
la libertad de un país, dan una auténtica contribución a la paz. Las personas que prestan su servicio en
las fuerzas armadas, tienen el deber específico de defender el bien, la verdad y la justicia en el mundo;
no son pocos los que en este contexto han sacrificado la propia vida por estos valores y por defender
vidas inocentes.
Los miembros de las fuerzas armadas están moralmente obligados a oponerse a las órdenes que
prescriben cumplir crímenes contra el derecho de gentes y sus principios universales. Los militares son
plenamente responsables de los actos que realizan violando los derechos de las personas y de los
pueblos o las normas del derecho internacional humanitario.
Los objetores de conciencia, que rechazan por principio la prestación del servicio militar en los
casos en que sea obligatorio, porque su conciencia les lleva a rechazar cualquier uso de la fuerza, o bien
la participación en un determinado conflicto, deben estar disponibles a prestar otras formas de servicio.
El derecho al uso de la fuerza en legítima defensa está asociado al deber de proteger y ayudar a
las víctimas inocentes que no pueden defenderse de la agresión. En los conflictos de la era moderna,
frecuentemente al interno de un mismo Estado, también deben ser plenamente respetadas las
disposiciones del derecho internacional humanitario. Con mucha frecuencia la población civil es atacada,
a veces incluso como objetivo bélico.
3.2.3.- EL DESARME
Las armas de destrucción masiva biológicas, químicas y nucleares representan una amenaza
particularmente grave; quienes las poseen tienen una enorme responsabilidad delante de Dios y de la
humanidad entera. El principio de la no-proliferación de armas nucleares, junto con las medidas para el
desarme nuclear, así como la prohibición de pruebas nucleares, constituyen objetivos estrechamente
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unidos entre sí, que deben alcanzarse en el menor tiempo posible por medio de controles eficaces a
nivel internacional.
La prohibición de desarrollar, producir, acumular y emplear armas químicas y biológicas, así como
las medidas que exigen su destrucción, completan el cuadro normativo internacional para proscribir estas
armas nefastas. El desarme debe extenderse a la interdicción de armas que infligen efectos traumáticos
excesivos o que golpean indiscriminadamente, así como las minas antipersona, un tipo de pequeños
artefactos, inhumanamente insidiosos, porque siguen dañando durante mucho tiempo después del fin de
las hostilidades.
Los estados que las producen, comercializan o las usan todavía, deben cargar con la
responsabilidad de retrasar gravemente la total eliminación de estos instrumentos mortíferos. La
Comunidad Internacional debe continuar empeñándose en la limpieza de campos minados, promoviendo
una eficaz cooperación, incluida la formación técnica, con los países que no disponen de medios propios
aptos para efectuar esta urgente labor de sanear sus territorios y que no están en condiciones de
proporcionar una asistencia adecuada a las víctimas de las minas.
El terrorismo es una de las formas más brutales de violencia que actualmente perturba a la
Comunidad Internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de venganza y de represalia. De estrategia
subversiva, típica sólo de algunas organizaciones extremistas, dirigida a la destrucción de las cosas y al
asesinato de las personas, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades
políticas, que utiliza también sofisticados medios técnicos, se vale frecuentemente de in- gentes
cantidades de recursos financieros y elabora estrategias a gran escala, atacando personas totalmente
inocentes, víctimas casuales de las acciones terroristas.
Los objetivos de los ataques terroristas son, en general, los lugares de la vida cotidiana y no
objetivos militares en el contexto de una guerra declarada. El terrorismo actúa y golpea a ciegas,
fuera de las reglas con las que los hombres han tratado de regular sus conflictos, por ejemplo
mediante el derecho internacional humanitario: En muchos casos se admite como nuevo sistema de
guerra el uso de los métodos del terrorismo.
La promoción de la paz en el mundo es parte integrante de la misión con la que la Iglesia pro-
sigue la obra redentora de Cristo sobre la tierra. La Iglesia, en efecto, es, en Cristo sacramento, es decir
signo e instrumento de paz en el mundo y para el mundo. La promoción de la verdadera paz es una
expresión de la fe cristiana en el amor que Dios nutre por cada ser humano.
Movida únicamente por esta fe, la Iglesia promueve la unidad de los cristianos y una fecunda
colaboración con los creyentes de otras religiones. Las diferencias religiosas no pueden y no deben
constituir causa de conflicto: la búsqueda común de la paz por parte de todos los creyentes es un
decisivo factor de unidad entre los pueblos. La Iglesia exhorta a personas, pueblos, Estados y Naciones
a hacerse partícipes de su preocupación por el restablecimiento y la consolidación de la paz destacando,
en particular, la importante función del derecho internacional.
La Iglesia enseña que una verdadera paz es posible sólo mediante el perdón y la reconciliación.
La Iglesia lucha por la paz con la oración. La oración abre el corazón, no sólo a una profunda relación
con Dios, sino también al encuentro con el prójimo inspirado por sentimientos de respeto, confianza,
comprensión, estima y amor.
a
La oración infunde valor y sostiene a los verdaderos amigos de la paz los que tratan de
promoverla en las diversas circunstancias en que viven. La oración litúrgica es la cumbre a la cual tiende
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la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza en particular la
celebración eucarística, fuente y cumbre de toda la vida cristiana es el manantial inagotable de todo
auténtico compromiso cristiano por la paz.
Consciente de la fuerza renovadora del cristianismo también en sus relaciones con la cultura y la
realidad social la Iglesia ofrece la contribución de su enseñanza para la construcción de la comunidad de
los hombres, mostrando el significado social del Evangelio. A finales del siglo XIX, el Magisterio de la
Iglesia afrontó orgánicamente las graves cuestiones sociales de la época, estableciendo « un paradigma
permanente para la Iglesia.
Ésta, en efecto, hace oír su voz ante de- terminadas situaciones humanas, individuales y
comunitarias, nacionales e internacionales, para las cuales formula una verdadera doctrina, un corpus,
que le permite analizar las realidades sociales, pronunciarse sobre ellas y dar orientaciones para la justa
solución de los problemas derivados de las mismas.
La Iglesia, con su doctrina social, ofrece sobre todo una visión integral y una plena comprensión
del hombre, en su dimensión personal y social. La antropología cristiana, manifestando la dignidad
inviolable de la persona, introduce las realidades del trabajo, de la economía y de la política en una
perspectiva original, que ilumina los auténticos valores humanos e inspira y sostiene el compromiso del
testimonio cristiano en los múltiples ámbitos de la vida personal, cultural y social.
La Iglesia es consciente de que debe dar un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar
en una nueva etapa histórica de su dina- mismo misionero. En esta perspectiva pastoral se sitúa la
enseñanza social: La nueva evangelización, de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad...
debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia
La Iglesia vive y obra en la historia, interactuando con la sociedad y la cultura de su tiempo, para
cumplir su misión de comunicar a todos los hombres la novedad del anuncio cristiano. La pastoral social
es la expresión viva y concreta de una Iglesia plenamente consciente de su misión de evangelizar las
realidades sociales, económicas, culturales y políticas del mundo.
El mensaje social del Evangelio debe orientar la Iglesia a desarrollar una doble tarea pastoral:
ayudar a los hombres a descubrir la verdad y elegir el camino a seguir; y animar el compromiso de los
cristianos de testimoniar, con solícito servicio, el Evangelio en campo social.
La doctrina social dicta los criterios fundamentales de la acción pastoral en campo social:
anunciar el Evangelio; confrontar el mensaje evangélico con las realidades sociales; proyectar acciones
cuya finalidad sea la renovación de tales realidades, conformándolas a las exigencias de la moral
cristiana. Una nueva evangelización de la vida social requiere ante todo el anuncio del Evangelio.
La acción pastoral de la Iglesia en el ámbito social debe testimoniar ante todo la verdad sobre el
hombre. La antropología cristiana permite un discernimiento de los problemas sociales, para los que no
se puede hallar una solución correcta si no se tutela el carácter trascendente de la persona humana,
plenamente revelado en la fe. La acción social de los cristianos debe inspirarse en el principio
fundamental de la centralidad del hombre.
De la exigencia de promover la identidad integral del hombre brota la propuesta de los grandes
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valores que presiden una convivencia ordena- da y fecunda: verdad, justicia, amor, libertad. La pastoral
social se esfuerza para que la renovación de la vida pública esté ligada a un efectivo respeto de estos
valores. De ese modo, la Iglesia, mediante su multiforme testimonio evangélico, promueve la conciencia
de que el bien de todos y de cada uno es el recurso inagotable para desarrollar toda la vida social.
El valor formativo de la doctrina social debe estar más presente en la actividad catequética. La
catequesis es la enseñanza orgánica y sistemática de la doctrina cristiana, impartida con el fin de iniciar
a los creyentes en la plenitud de la vida evangélica. El fin último de la catequesis es poner a uno no sólo
en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo para que así pueda reconocer la acción del
Espíritu Santo.
La doctrina social ha de estar a la base de una intensa y constante obra de formación, sobre todo
de aquella dirigida a los cristianos laicos. Esta formación debe tener en cuenta su compromiso en la vida
civil. A los seglares les corresponde, con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y
directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de la
comunidad en que viven.
El primer nivel de la obra formativa dirigida a los cristianos laicos debe capacitarlos para a
encauzar eficazmente las tareas cotidianas en los ámbitos culturales, sociales, económicos y políticos,
desarrollando en ellos el sentido del deber practicado al servicio del bien común. Un segundo nivel se
refiere a la formación de la conciencia política para preparar a los cristianos laicos al ejercicio del poder
político.
Las instituciones educativas católicas pueden y deben prestar un precioso servicio formativo,
aplicándose con especial solicitud en la inculturación del mensaje cristiano, es decir, el encuentro
fecundo entre el Evangelio y los distintos saberes. La doctrina social es un instrumento necesario para
una eficaz educación cristiana al amor, la justicia, la paz, así como para madurar la conciencia de los
deberes morales y sociales en el ámbito de las diversas competencias culturales y profesionales.
La doctrina social se caracteriza también por una llamada constante al diálogo entre todos los
creyentes de las religiones del mundo, a fin de que sepan compartir la búsqueda de las formas más
oportunas de colaboración: las religiones tienen un papel importante en la consecución de la paz, que
depende del compromiso común por el desarrollo integral del hombre. La Iglesia sigue invitando a los
creyentes de otras religiones al diálogo y a favorecer, en todo lugar, un testimonio eficaz de los valores
comunes a toda la familia humana.
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BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
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