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Roma nació como una de las tantas ciudades estado que se levantaban en la península
itálica, en su mayoría de origen etrusco y de estructura similar a las que existían en el
Asia Menor y el Peloponeso. Su destino fue diferente ya que a través de un proceso de
expansión terminó cubriendo ampliamente la cuenca del Mediterráneo convirtiéndose
en el epicentro.
Roma consolidó su capitalidad mediterránea a mediados del siglo II a.C, al finalizar las
guerras púnicas, la majestuosidad del foro y el monte capitolino, los centros
neurálgicos de la urbe, la convirtieron en el modelo arquitectónico a seguir. Roma
estaba en una encrucijada de intenso tráfico y comercio. Los primeros asentamientos
datan del año 1000 a.C. junto al río Tíber, en la colina de Palatino, donde, según la
leyenda popular, Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba.
El talento de los romanos para la ingeniería parece estar directamente en deuda con
los etruscos, si bien el campesino italiano ha hecho suya esta tradición en todas partes.
Pero, aparte de su contorno sagrado, la ciudad romana estaba orientada de modo tal
que armonizara con el orden cósmico. El rasgo típico que las diferencia de las ciudades
helenísticas con un mismo carácter general, es el trazado de sus dos calles principales,
el Cardo, que corre de norte a sur, y el Decumannus que corre de este a oeste.
Las calles principales estaban trazadas de modo tal que se cruzaran en el medio de la
ciudad; allí se cavaba una base para las reliquias sagradas y también ese era el lugar
habitual para el foro. Aunque el principio de orientación tenía un orden religioso,
podían modificar la topografía y los accidentes de un uso anterior, factores que
asimismo podían modificar el trazado en parrilla, cuya existencia se prolongó largo
tiempo después de haber perdido casi toda su significación cósmica.
Por los días de Vitruvio (siglo I a.C.) las consideraciones de higiene y comodidad
modificaron aún más el trazado de la ciudad romana, y así este autor llegaría a sugerir
que las calles secundarias estuvieran orientadas de modo que bloquearan los
desagradables vientos fríos y los calientes e infecciosos.
Si bien hay una relación evidente con Egipto, los romanos transformaron la imagen
estática y eterna de los egipcios en un mundo dinámico de ida y vuelta, buscando
conquistar el entorno como una manifestación existencial de acuerdo con los dioses.
En el curso de los siglos III y II a.C., Roma dejó sus huellas características en una serie
de nuevas poblaciones para emigrantes romanos y regionales. A parte de las iniciales
doce ciudades de Toscana y de las treinta ciudades del Lazio, el estado romano había
sembrado, para los días de Augusto (primer emperador romano entre 26 a.C. – 14 d.C.)
unas trescientas cincuenta ciudades más en la Italia peninsular y otras ochenta en la
Italia septentrional. Estas poblaciones estaban cortadas conforme con el nuevo molde,
eran de escala modesta y de trazado sencillo; en otras palabras, eran casi exactamente
lo opuesto a la ciudad madre que se desparramaba en desorden.
En la literatura de los siglos V y VI d.C., las toscas ciudades nuevas se habían pulido y
cada una de ellas adquirió un carácter propio, el cual solo surge con sucesivas
generaciones y los sedimentos sutilmente matizados que dejan los acontecimiento
históricos.
En Roma las construcciones eran ideadas para servir, lo que primaba no era
únicamente el engrandecimiento del espíritu, sino también enaltecer al propio
imperio. Este afán utilitario le hará emplear materiales nuevos, como son el hormigón
o el ladrillo a los que se les unía el tradicional mármol de la arquitectura griega como
revestimiento, el cual le daba una belleza exterior a la que se le unía la economía de
medios.
Desde el comienzo todo fue colosal en Roma: Ese era el genio mismo de la ciudad
antes de que superara en mucho la condición de aldea; pues cuando el rey decidió el
trazo de la primera gran muralla, abarcó más de 400 hectáreas como para incitar al
desarrollo que todavía no había tenido lugar.