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I.- LOS ORÍGENES. En el s. VIII a.J.C., dos grandes civilizaciones habían echado
sus raíces en la península Itálica. En las tierras de lo que más tarde sería la
Toscana, las evolucionadas ciudades etruscas se encaminaban a su máximo
esplendor. En el Sur de la península y en Sicilia, la colonización griega hacía
florecer una cultura semejante a la de la Hélade en ciudades como Tarento y
Siracusa. El resto de los pueblos de Italia, como los latinos y samnitas, situados
entre los dos anteriores, se hallaban en un nivel bajo de civilización. En la parte
central de la península Itálica, el río Tíber, cerca ya de su desembocadura, cruzaba
un área de tierras pantanosas, entre las que sobresalían unas colinas cubiertas de
bosques. El lugar era estratégico para los pueblos vecinos: los latinos
pastoreaban en él sus ganados, los sabinos comerciaban la sal de la costa
trasportándola río arriba y los etruscos acudían desde el N. a vender sus
manufacturas a los pueblos ribereños menos evolucionados. En la colina del
Palatino, junto al río, se estableció a mediados del s. VIII un núcleo de población
compuesto de agricultores y ganaderos, entre los cuales debía haber también
mercaderes.
A comienzos del s. I a.J.C. Roma reanudó su expansión por Asia Menor, Siria y
Judea. A partir del 125 a.J.C. comenzó la ocupación romana de la Galia
Narbonense, con objeto de establecer un pasillo de comunicación terrestre entre
Italia y los dominios hispanos. Cimbrios y teutones, pueblos procedentes de la
península de Jutlandia, descendieron por Europa central, hasta chocar con las
legiones romanas, a las que batieron en Orange en el 105 a.J.C. Roma, recordando
la antigua invasión gala, aprestó todas sus fuerzas, y el cónsul Cayo Mario
consiguió hacer retroceder a los invasores nórdicos, venciendo a los teutones en
Aquae Sextiae (102 a.J.C.).
Los últimos decenios del s. II a.J.C. conocieron las luchas sociales que tuvieron
como protagonistas a los hermanos Tiberio y Cayo Graco, elegidos tribunos de
la plebe. Ya no se trataba, como en los comienzos de la república, de la
reivindicación de igualdad de derechos por parte de los plebeyos, sino la protesta
del pueblo, reducido a la miseria, contra los ricos, y muy especialmente contra la
nobleza senatorial, ostentadora de la gran propiedad de las tierras de Italia. Más
tarde, generales victoriosos, como Mario, vencedor de los cimbrios y teutones, y
Sila, pacificador de Italia, aprovecharon el poder de sus ejércitos y su popularidad
entre el pueblo para tratar de apoderarse del Estado romano. El Senado, temeroso
de su prepotencia, intervino más o menos abiertamente contra ellos. La guerra
social estalló en Italia cuando los habitantes de la península reclamaron la
ciudadanía romana, para tener acceso al reparto de tierras públicas. En el 91 a.J.C.
se extendió por la península una verdadera guerra civil, que sólo tuvo final cuando
al cabo de tres años fue concedida la ciudadanía romana a todos los italianos.
El largo período durante el que Augusto fue dueño de los destinos de Roma (27
a.J.C.-14 d.J.C.) se caracterizó por la paz interna (pax romana), la consolidación de
las instituciones imperiales y el desarrollo económico. Las fronteras europeas se
fijaron en el Rin y el Danubio, se completó el dominio de las regiones montañosas
de los Alpes y la península Ibérica, y se emprendió la conquista de Mauritania. El
problema más importante que quedó sin solucionar por completo fue el de la
sucesión en el poder. No existió nunca un orden sucesorio definido, ni dinástico ni
electivo.
El S. III vio acentuarse el aspecto militar de los emperadores, hasta eclipsar todos
los demás. Se produjeron varios períodos de anarquía militar en el transcurso de
los cuales varios emperadores se repartieron el poder y el territorio, luchando
entre sí. Las fronteras orientales, con Persia, y las del N, con los pueblos
germanos, amenazaron con verse desbordadas. Bretaña, Dacia y parte de
Germania fueron abandonadas, ante la imposibilidad de garantizar su defensa.