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Elizabeth Corzo Jara

Y el hombre, con expresión cansina, agregó:


– Necesito que me pague mis honorarios por adelantado. El proceso se ha extendido más de la cuenta y me
temo que vamos a tener que seguir peleando en los tribunales un par de meses más.
El viejo, que estaba de pie y que no esperaba tremendas malas noticias, solo atinó a recostarse débilmente en
el sillón. Su rostro adquirió una expresión adusta que junto con su mandíbula desencajada y sus ropas
maltrechas componían un cuadro dramático y desolador. Pareció querer decir algo, un par de palabras
seguramente atroces que bien hubieran nacido de lo más profundo de las entrañas, pero, arrepintiéndose al
último minuto, y tomando una gran bocanada de aire, solo soltó un dócil comentario:
– Pensé que ya lo teníamos ganado…el juicio, usted me dijo eso– la voz le temblaba y las manos eran un
manojo de nervios. – He invertido el resto de mis ahorros en eso…usted me garantizó. Me dijo que se acababa
este mes.
El hombre, sin apenas inmutarse ante la mirada, ahora acusadora, del viejo, respondió:
– El tribunal ha fallado a favor del denunciado. Eso es algo que yo no tenía previsto, naturalmente. Parece ser
que su inquilino es más brillante de lo que pensábamos. Sabe darle la vuelta a la ley con cierta…digámosle
así: sutileza. Es astuto y combativo. Como si la ley fuera su espada y escudo, y el tribunal, su campo de batalla
– hizo tal mueca que en su rostro logró armonizar tanto el asombro como el desagrado. – Debate como un
animal.
Se hizo un silencio pesado en la habitación. Al abogado, cuya impaciencia ya le brillaba en el rostro largo y
huesudo, no le quedó más remedio que pasear lentamente por el recinto con movimientos suaves y elegantes,
mirando de reojo al viejo. Apartó delicadamente los bordes de su camisa para fijarse, de manera subrepticia,
en la hora cuando de repente un bramido lo sacudió.
– ¡Pues a ese animal quiero verlo preso! ¡Tras las rejas! ¡Y que me pague todo lo que me debe!
Ahora el viejo temblaba de furia. Si no fuera porque la longevidad le jugaba siempre malas pasadas, habría
hecho añicos el vaso que sostenía entre sus arrugadas y largas manos. El abogado, recuperándose de la
impresión, chasqueó los dedos, entusiasmado, y aulló:
– ¡Pues si eso quiere, ya sabe lo que debe hacer! – bebió un sorbo de la copa que sostenía desde hace largo
rato y se acercó con gesto falsamente amistoso al viejo-. ¡Vamos, señor Molina, un último esfuerzo! Le
prometo que ya casi lo tenemos. Es cosa de ser pacientes nada más y…
El anciano se levantó pesadamente y se puso a caminar, airado, por todo el recinto.
– ¡Paciencia, paciencia! Eso es lo único que he escuchado en todo este tiempo. Y no veo ningún resultado-
hizo una pausa y, con una expresión que pretendía ser amenazadora, añadió-. Escúcheme bien, señor, no pienso
darle ni un céntimo más. ¡Su deber es ganar el juicio!
Una corriente de aire entró por la ventana abierta del despacho refrescando el ahora rígido semblante del
abogado. Frunció los labios. Sus ojos se hicieron más pequeños y oscuros. Con la mano visible sostenía la
copa de vino mientras que la otra, oculta en el bolsillo del pantalón, empezaba a estrechar sus dedos contra la
palma en un gesto de furia contenida. Un par de segundos después, los ojos se abrieron, y se cruzó en su rostro
una de esas típicas sonrisas que apenas enseñan los dientes.
– Señor Molina, entiendo su molestia… no, déjeme terminar, no me interrumpa todavía, por favor. Le digo
que lo entiendo, claro que sí. Viene un jovencito estafador a quedarse en su casa y no contento con no pagarle
lo que le debe, no se quiere ir. ¿Quién no estaría cabreado? ¡Hasta a mí mismo me daría ganas de estrangular
a ese malnacido! Pero usted es consciente de los errores garrafales que cometió, ¿no es así? ¿Es consciente de
la responsabilidad que usted tiene en la extensión del proceso, no?
Miró al viejo esperando una confirmación. El anciano había retrocedido y vuelto a sentar en el sillón de franela
negra, apesadumbrado, con la derrota bañando su rostro arrugado y tiñendo de vergüenza sus cabellos grises.
– No pensé…– apenas susurraba. Sus palabras caían gravemente como gotas en una cañería averiada-.
Parecía…un buen muchacho.
– Lo entiendo, señor Molina. Es propio de estos tiempos caer en las falsas apariencias y confiar en las personas
inapropiadas. Pero no es mi error el que nos tiene aquí, sino su propia desidia, su ingenuidad. El haber
disculpado tantas demoras, el haber confiado en la palabra de otro… Eso ya no se puede hacer ahora. Hacerlo
significa ponerse la soga al cuello – dio una palmada en el aire y miró con desaprobación al viejo que cada
vez más se empequeñecía en el sofá, cubriéndose de culpa–. ¡Y todavía con ese avispado jovencito! ¡Qué tal
colega me espera!
El abogado soltó una risita falsa a la par que se sentaba en el sillón ubicado al lado del viejo. El mueble era un
poco más alto que el sofá en el que descansaba el anciano por lo que el abogado siempre tenía que descender
la vista mientras que el otro hombre debía levantar la mirada para escuchar con atención las reflexiones de su
defensor.
– Llevo años en esto y he visto todo tipo de casos y todo tipo de sinvergüenzas. Y si algo he aprendido es que
errores como el suyo se pagan con sudor y sangre. ¿Usted cree que la gente firma contratos, pagarés, letras,
porque piensa de antemano que va a tener que defenderse? ¡No! ¡Lo hacen para protegerse! Protegerse con
antelación. Usted me preguntará ¿protegerse de qué? Pues de la tiranía de los demás, del abuso. Se trata de
parchar cualquier oportunidad de ser víctima de un atropello. Señor Molina, le hablo de la barbarie del hombre
civilizado, de aquel que usa la ley para sus propios fines, de aquel que usa los mecanismos de la razón para
sus atropellos. Porque, como todo en la vida, todo es relativo y todo depende de una interpretación adecuada,
fina, sutil. La ley es solo un consenso, una interpretación. Es pura lectura.
La espalda del viejo se había encorvado gravemente y su mirada, clavada en el piso, parecía buscar descifrar
en el parqué los misterios de su congoja. El abogado le dio tiempo para que procesara lo que le había dicho.
No falto de verdad, eso sí, pero tampoco desprendía una sinceridad pura. El anciano era ya un cliente conocido
y le había dado sus mejores ganancias en meses. No quería perderlo en vista de que ya se venían algunos
recibos que pagar y deudas que le urgían saldar. Debía convencerlo a como dé lugar.
– No debo continuar con el juicio. Apenas me quedan ahorros y quiero tener una vejez segura, tranquila. Usted
se ha llevado una buena parte de mi pensión, de mi dinerito guardado por si sobrevenía alguna enfermedad o
calamidad, que uno ya no está libre de nada. Y que yo nunca pensé verme envuelto en algo como esto, a mi
edad y hasta estas instancias– alzó los brazos huesudos en gesto derrotado para luego pasearse la mano por la
sien. Ya no apesadumbrado, sino resignado–. Tal vez deba dejar que las cosas sigan su cauce, confiar en el
veredicto de la justicia, no presentar más recursos al tribunal, dejar de contar con usted.
El rostro del letrado se contrajo en una expresión de súbita decepción. Se acomodó los cabellos todavía negros
en un gesto que buscaba ser tranquilizador, hizo unas gárgaras y con voz suave dijo:
– Usted me necesita.
El viejo alzó la mirada y con ojos vidriosos profirió:
– Dígame, ¿por qué?
– Porque yo puedo leer la ley, su inquilino puede leer la ley. Y usted no- intentó razonar.
El reloj de la pared marcó las nueve. Apenas habían sido conscientes de la invasión de la noche y del frío que
iban instalándose por toda la habitación. Afuera se oían de cuando en cuando algunos autos y voces de gente,
ajenos todos al destino que se estaba debatiendo en ese cuarto del departamento 502 de la Residencial. Al viejo
se le empezaron a subir los colores o, más bien, la temperatura. Estaba rojo, estaba caliente.
– Debe usted continuar.
– No continuaré.
– Señor, le aseguro…
– ¡No lo haré! ¡Basta de mentiras!
– Sin un abogado no va a conseguir nada de los tribunales.
– Esperaré.
– Señor Molina…
– No insista. ¡Ya le dije que no! Si usted es tan buen hombre como quiere hacerme ver, me defenderá aunque
yo no pueda pagarle sus honorarios. Si usted es tan buen hombre, no me arrebatará los últimos centavos que
me garantizan una muerte digna. Si usted considera que yo tengo razón y merezco ganar y ser retribuido,
esperará conmigo, seguirá a mi lado el mismo tiempo que estuvo cuando yo le pagaba. ¿Acaso no debe ser
así? ¿Acaso no es lo suficientemente buen hombre como para no cobrarme luego de tanto tiempo? ¿No ostenta
usted el título de guardián de la justicia?
El silencio se apoderó de la habitación una vez más. Pero en esta ocasión el abogado ya no tenía nada que
decir, ni siquiera encontraba palabras con las cuales encubrir la verdad, embellecerla. Ya no movido por un
interés rapaz, sino por algo cercano a la compasión. De repente, se le habían escabullido los argumentos, los
sofismas, los recursos aprendidos durante tantos años, pero que no preparan nunca para situaciones como esta.
El viejo tenía razón. Le había pagado puntualmente, había acatado todas sus recomendaciones y, lo que era
más grave, había esperado, paciente, tranquilo, algo que no llegaba y que tal vez no llegaría nunca. Pero, ¿por
qué él era el malo? ¿No estaba solo trabajando?
Entendió, pues, que ahí ya no había más que hacer. Era hora de partir.
– Me temo que no puedo hacer eso. Debo pagarle la carrera a mi hijo- murmuró.
El anciano no respondió. Se quedaron ambos respirando el anochecer, callados, durante varios minutos.
Incómodo y agobiado por semejante situación, el abogado rechinó sus dientes blanquísimos. Ni siquiera miró
al viejo cuando, escuetamente, terminó por aniquilar su pedido con las siguientes palabras:
– Puedo recomendarle a un abogado que cobre menos.
José Alberto Molina Campos se mantuvo incólume, quietecito como si sus oídos no hubiesen escuchado
palabra alguna ni siquiera las pisadas de la mujer entrando por la casa y gritando a viva voz: “¡Ricardo,
Ricardo, mira lo que he comprado!”. Sus manos, entrelazadas, acariciaban la parte superior de sus dedos. Sus
hombros se habían echado hacia atrás y se mostraba erguido con la mirada fija en la amplia biblioteca. Se
preguntó, en un fugaz instante, si era posible que alguien leyera tantos libros y qué tanto podía aprender uno
de eso. El abogado, ajeno a estas cavilaciones insólitas y no logrando sostener la conversación un minuto más,
se levantó, un poco harto, un poco apenado, del sillón. Recogió su saco gris y, antes de salir, en un vano intento
de ayuda, le dijo:
– Le dejaré con mi secretaria el número de…
– Yo hablo de justicia- le interrumpió José Molina.
Ambos cruzaron miradas y sus ojos golpearon ruidosamente en medio de tanto vacío. La mujer seguía
llamando a Mario León López, a Marito, con voz estremecida. Solo se podían escuchar sus gritos extasiados.
El abogado tragó saliva, frunció los ojos, recuperó la compostura y con esa expresión fría, producto de la
práctica de tantos años, puntualizó:
– Hay dos clases de justicia, señor Molina. Pero, escúcheme bien, si usted quiere obtener la que conocemos
en la tierra, pues va a tener que pagar por ella.
Se acomodó el saco y salió silenciosamente de la sala. El anciano se recostó en el sillón, desvalido, y lloró.
RAZONES POR LAS CUALES UN ABOGADO SE PODRÍA CONVERTIR EN ESCRITOR
Christian Pastor Cervantes Bautista
Desde New Hampshire hasta Huancané. A muchos miles de kilómetros lo había leído y recién hoy, lo pudo
conocer. ¿Cómo funciona el cerebro de un novelista? Alicia no dejaba de pensar que ese hombre alto, macizo,
de cejas espesas y cabellos ensortijados, tenían la pluma más afilada de los últimos 50 años. Sus personajes
¿Acaso alguna vez existieron en la realidad? Alicia tenía su lista de preguntas, varios libros sin autografiar y
una grabadora con la firme intención de recordarle muchos años después que los sueños si se vuelven realidad,
para la ansiada entrevista al famoso escritor. Eduardo Chavarry se reclinaba en el sofá custodiado por el retrato
al óleo del poeta Cesar Vallejo, esperando la siguiente pregunta. Abajo en la terraza, Naty la sirvienta,
tambaleándose se acercaba con una charola y dos vasos de zumo de melocotón. Bebida favorita de Eduardo.
Alicia terminó de apuntar la última respuesta del escritor: “Había estudiado Derecho hasta el 5° año y allí en
la facultad, conoció a sus mejores amigos. Nando Osterli actual Defensor del pueblo y por aquellos años
maratonista, el intelectual Maxi Arias que dejó los versos y la rima por dedicarse de sol a sol a la cátedra
universitaria en la PUCP y el entrañable Salvatore Vásquez que desde aquellos años en las aulas se perfilaba
como un político prometedor y a la fecha es candidato del partido Alianza Nacional de Peruanos Lideres
(ANAPEL) y empresario transnacional”. Todas unas joyas coyunturales, pensó Alicia. En serio ¿se hacían
llamar “cuarteto de nos” como la novela?
-Su novela “Cuarteto de Nos”, contiene muchos episodios de las aventuras con sus amigos. ¿Todas estas
anécdotas son reales? – dijo Alicia.
– La novela parte de la verdad pero termina en la ficción –dijo el escritor. En esa novela ciertamente hago un
homenaje a aquella larga amistad que nos unió. Respondía mientras tomaba su jugo de melocotón.
– Y, ¿cada cuánto tiempo se reúnen? – preguntó la entrevistadora
-Al primer síntoma de alejamiento nos vemos. Eso sí, no ha pasado un solo periodo que no nos juntemos por
lo menos dos veces. Este año, luego de la entrega del premio Román Callirgos, regresé de España con el único
propósito de compartir una cena con mis amigos, casi siempre, en casa de Salvatore Vásquez.
-¿y su familia?
-¡Pues tengo un primo perdido en los confíes de la Patagonia y a Naty, que está reconocida como mi hija pero
ella no lo sabe! – Dijo Eduardo. Intentando disimular una sonrisa y cambiando de posición.
Fue inevitable. Cuando el escritor escuchaba la palabra “Familia” cambiaba de posición en su asiento y con el
mejor sentido del humor disimulaba su incomodidad. A pesar de los años y las peguntas, Beatriz del Pino
venía a sus recuerdos al igual que su hija, a quien nunca pudo conocer. ¿Por qué no había rehecho su vida?, ni
el mismo lo sabía. Debajo de ese caparazón de escritor cincuentón, sufrido, ermitaño se había escondido la
tristeza de una soledad compensada únicamente con los 20 libros publicados y los incontables viajes como
profesor invitado a México, España o Francia. Cuando regresaba al Perú se sentía como ave en su nido.
Disfrutaba de su mansión construida en Huancané, en honor a su trayectoria literaria. La vida de campo le
permitía escribir y recordar.
-Existe un común denominador en casi toda su obra escrita. En todos ellos aborda el tema de la ley y la justicia.
¿Qué tan determinantes fueron aquellos años universitarios en la facultad de Derecho para escribir en 20 libros
acerca de los abogados y el mundo jurídico?
-En gran medida, creo que si no hubiese estudiado Derecho ahora no sería escritor. – Dijo el novelista mientras
secaba la última gota de melocotón aferrada al vaso.
-¿acaso hay una relación entre el Derecho y la literatura? – pregunto de inmediato Alicia.
-Desde luego. Sino pregúntele a Don Quijote, Shylock o a Joseph K. ¿los ha leído? Cuando era practicante de
un estudio jurídico penal conocí muchos casos dignos de una novela.
-y Recuerda algún caso en especial…
-Sí. El Caso Almeyda logro desanimarme de la carrera.
Los ojos aterciopelados de la entrevistadora se erizaron como la pestaña de un gato. Su bufanda roja parecía
haber contagiado el rubor de sus mejillas quizá disimulando el hecho de estar en la sala de una mansión ubicada
a más de 3000 km de New Hampshire. Estaba nerviosa. Era observada o ¿estudiada? por esos retratos de
escritores extintos, miméticos, filantrópicos desentrañando su silueta femenina con sus miradas fijas, se sentía
como una víctima de estupro en cámara Gessel confesando sus pecados ante un fiscal eclesiástico. Acaso ¿eran
tan intimidantes los rostros de Albújar, Valdelomar o Vallejo? Típica casa de escritor. ¡Los cuadros parecían
reales! La terraza azulgrana, las lumbreras francesas, la losa de mármol cóncava, los floripondios y guirnaldas
pasaron desapercibidas ante sus ojos por culpa de esos cuadros tatuados en ambos lados de la sala. Alicia se
concentró en las preguntas. Pues no todos los días tenía la oportunidad de conversar con su más grande ídolo
literario: Eduardo Chavarry. Ella recordó aquella vez que en el palacio metropolitano cuando se armó de valor
para pedirle al escritor una entrevista. Y el sueño empezó a florecer. Lo había leído desde los 13 años cuando
aún estudiaba en New Hampshire EE.UU. Hasta allá llegó su libro “Buscando a mi hija”. Una novela genial
de un autor peruano. Las palabras enamoran cuando salen del corazón. Alicia siempre creyó que Eduardo
Chavarry escribía para ella. El destino es juguetón, un travieso. Y hoy, 12 años después, ambos eran víctimas
de su enredo. Ella estaba lista para la siguiente pregunta que le formularia al novelista.
-En su obra autobiográfica “Toda una vida” (2014), afirma que el día 27 de diciembre de 1990 decidió ser
escritor. ¿Qué fue lo que sucedió para que en un día decida toda su carrera literaria?
El destino es juguetón, un travieso. Eduardo Chavarry escarbó en el túnel de sus recuerdos viajando muchos
años atrás, hasta donde le alcanzo la memoria. ¿Siempre quiso ser escritor? Allí vio flotando en espirales
elevándose al cielo sus dibujos de la infancia, crayones, temperas, colores faber-castell. Quería ser pintor a los
6 años. Hasta que aprendió a leer. Cambio los paisajes por la lectura. Los retratos familiares por las fabulas de
Esopo. Su imaginación empezó a despegar. Nunca pensó, a su tierna edad, en llegar a ser Neruda o Heinrich
Böll. Leía por placer. Y hasta dejó las canicas y más tarde a las chicas, por morder cualquier libro que llegaran
a sus manos. Cuando ingresó a la facultad llevaba consigo cuentos y novelas de Chejov, Kafka y Malraux.
Incluso en su etapa de practicante resolvía los casos penales inventando historias. Para él, la literatura y el
Derecho eran el anverso y reverso de una misma moneda. Hasta antes de conocer el caso Almeyda.
-El año de 1990 fue clave en mi vida. Aun estudiaba Derecho… en realidad es una larga historia.
-Me gustaría escucharla. – dijo Alicia decidida adoptando una posición firme para no perderse ningún detalle.
Desde la aparición de Alicia en el umbral de la mansión, a las 7:00 am, atildada, puntual, firme y de ojos
negrísimos, ya habían pasado 2 horas de conversación. Eduardo se aseguró de preguntarle por su pasado
académico. Ella había estudiado toda su vida en EE.UU. A los 20 años vino al Perú en busca de su pasado
familiar. Comenzó a estudiar Derecho en la UJOMA[1] y ahora cursaba el 5 año, sus ojos negros eran sinceros.
Gracias a Dios no era periodista. Además había leído todos sus libros. El escritor le creyó porque ella dio
detalles escondidos de varias novelas. Incluso podía decir frases enteras de memoria. Cuando Eduardo la vio
por vez primera, sus ojos se le hicieron muy familiares. ¿Del pino? Eduardo decidió contarle la historia del 27
de diciembre de 1990, cuando era un practicante de Derecho
– Ingrese a la Universidad el año de 1985. Fue todo un acontecimiento. En la humildad de mi vecindario mis
padres alzaron la cabeza por encima del rebaño, irguieron el pecho y dejaron de ser, al menos por un momento,
el herrero y la vendedora de frutas, para ser los padres de un futuro abogado. Soñé con llegar a ser el sucesor
de Roxin y Zaffaroni. Deshuesaba los artículos del código penal, declamaba los tipos penales en las noches,
estudiaba las teorías hechas en clase al detalle. Me estaba convirtiendo en el pequeño Gunter Jacoks peruano.
El Doctor del curso de Penal General IV nos sumergía en los inextricables eslabones de las teorías del Delito.
¿El error de prohibición invencible hace atípica la conducta? Responda, ¿la legitima defensa es un derecho o
un deber? Antes de dormir, Ansioso, empalagoso, oso adicto a miel de colmena, leía los gruesos tomos de
Claus Roxin antes de caer rendido en la cama, y soñar, casi siempre, con el Derecho. “El destino es juguetón,
un travieso”. Al final del curso de Derecho Penal obtuve nota sobresaliente y pronto me entro el bichito de
llevar casos reales. Gracias a un amigo- enemigo conseguí prácticas con el Doctor Taboada, un picapleitos.
Prácticas son prácticas. Y me sentía encaminado en la carrera, como Moisés en dirección a la tierra prometida.
Mi memoria no diluye los recuerdos de esos años. En ese mar de firmas esparcidas como hongos cerca del
poder judicial la oficina que le pertenecía al Doctor Taboada era una espora en una seta, olvidada en la esquina
de la Av. Los escribanos con la Av. Tramitadores. El edificio se llamaba “Galerías de la ley”. Las oficinas del
costado estaban topadas por curanderos, odontólogos, notificadores y litigantes. El aroma a papel sellado, tinta
liquida, billetes arrugados, aranceles judiciales, llenaba mis pulmones hasta la última válvula. Una máquina
de escribir, dos sofás y 5 tomos de Carnelutti eran todo el inventario del estudio. Herramientas suficientes para
empezar a litigar. Llegue preñado de conceptos jurídicos listos para ser disparados ante la situación más
oportuna. Desde las aulas universitarias hasta los primeros peldaños de los procesos me vi envuelto en una
verdad, que hasta entonces desconocía: Los abogados están dispuestos a esperar los problemas o incluso hasta
inventarlos. ¡Los litigantes pueden perder un caso pero un abogado nunca! El mejor reflejo de aquello era el
caso Almeyda.
– Singular aforismo. Ya que lo menciona ¿Qué hace del caso Almeyda algo tan especial?
-Pues fue mi primer caso oficial. Un expediente de 500 folios. El protagonista era Ichigo Almeyda, un violador.
Quien diría que años más tarde, Ichigo se convertiría en un gran amigo mío. Jamás me había detenido a analizar
un expediente con tal ahínco como en ese caso. La historia empezó en alguna comisaria de la metrópoli, cuando
Talita Almeyda Chalco, una adolescente de 17 años interpuso una denuncia por violación sexual contra su
padre, Ichigo Almeyda. Con una madurez intimidante les dijo a los policías que el acto se había producido
desde que ella tenía 13 años. Porque a esa edad Talita recién salidita del Albergue “Monjitas del porvenir”,
querendona y mentirosa, era reconocida como hija legítima de Ichigo y Lucrecia. Atrás había quedado su
pasado, su edad y sus antiguos padres, para comenzar una nueva vida junto al matrimonio Almeyda. Desde la
adopción de Talita, en su Curriculum vitae figuraba la edad de 13 años y no 18, ser virgen y no lolita, gustar
de las muñecas y no la polla, y por sobretodo no ver a Ichigo como un padre sino como un amante. Su Madre
Lucrecia Chalco de 40 años que recién se había enterado de todo cuando esa tarde, horas antes de la denuncia,
Talita lloraba desconsoladamente en la cocina y su madre le preguntó qué le había pasado pero ella se convertía
en lagrima y entre sollozos le confesó, según la declaración de Lucrecia, que Ichigo la violaba desde el
momento que la sacaron del Albergue. Su hermanito menor, Moisés Almeyda Chalco de 1 añito solo atinaba
a chuparse el dedo. Ichigo Almeyda fue detenido y gracias a una prisión preventiva, llevado a la carceleta por
20 meses, mientras se ventilaba su proceso. En las declaraciones de Talita, ella refirió haber padecido el ultraje
de los insaciables apetitos sexuales de su padre cada vez que este llegaba de la mina. En el examen médico
legal, se concluyó que ella había dado a luz en algún momento de su vida. Y su hijo, ¿Dónde estaba? Talita
Almeyda negó haberlo concebido, luego dijo no recordar el parto. Se practicó una prueba de ADN a todos los
involucrados. ¿El resultado? Ichigo resultó no ser el padre Biológico de Talita. Talita tampoco era hija bilógica
de Lucrecia. Y el pequeño Moisés paso de ser el ficticio hermano menor de Talita a ser su hijo legítimo
teniendo como padre a Ichigo. Talita, conocida en el barrio como “gripe”, porque todos la habían tenido,
mentía más que pinocho. Mintió acerca de su edad. Mintió ser hermana del pequeño Moisés. Y acaso ¿Mintió
sobre la violación? El examen del médico legista era convincente, había tenido relaciones sexuales en repetidas
veces. Lo cierto es que Ichigo regresaba de la mina solo por 10 días y encontraba en casa a su tierna y nada
discreta hijastra haciéndole señales de poseerla hasta la saciedad. Lucrecia, la hasta ahora abnegada e inocente
madre, trabajaba todo el día. Y allí, cuando Ichigo volvió a Pacasmayo, Talita concebía un hijo diciéndole a
su madre que fue producto de una relación con algún enamoradito del barrio. Lucrecia decidió reconocer al
pequeño Moisés como suyo, para evitar el truncamiento en el futuro de su hija, mientras Ichigo se rompía el
lomo en la mina bajo el sol inclemente pensando en el cuerpo de Talita. La prensa olvido por un mes la
hiperinflación de los años 90´s y se adueñó del caso, anestesiando e incitando a la población, a condenar a
Ichigo, el violador. Lo que no está en el expediente no es de este mundo. Hasta allí las cosas parecían terribles:
Un hombre, fingía ser el padre de una menor de edad. La violaba desde que ella tenía 13 años. La embarazo.
Ocultó el crimen durante 4 años. Acto reprobable a todas luces. Hasta yo creí que era culpable. Como el
derecho vuelve blanco lo negro y negro lo blanco, el Doctor Taboada se entusiasmó por condenar a Ichigo a
cadena perpetua por Violación a la libertad Sexual de menor de edad. Art 173 inc. 2 con agravante del último
párrafo del Código Penal. Si ganamos el caso traerá enorme publicidad a nuestro estudio. Junto al fiscal
emprendimos una alianza a fin de condenar a Ichigo sea como sea. Se formalizó la investigación preparatoria,
se hizo un requerimiento de acusación y llegamos al juzgamiento. Durante el juicio oral el proceso dio un giro
inesperado hasta convertirse en una novela mexicana. Pues antes que Adán y Eva vinieran a ese mundo, Talita
Almeyda no era virgen. En su historial se descubrió su pasatiempo: desvirgar a los pajeros del barrio. De allí
paso a la liga amateur apuntando en su lista a su padre. Pero el Cazador resultó cazado. Ella terminó
enamorándose de él. Antes de la expedición de sentencia, confesó haber consentido todas las relaciones
sexuales. Confesó el amor a su padrastro. Confesó tener la intención de arrebatárselo a su madrastra. Confesó
ser ella la madre biológica de su hermano Moisés. Confesó haber mentido respecto a la violación porque su
madre la amenazó con matarla si no lo hacía. Confesó sentirse presionada por la fiscal. Confesó haber
inventado hechos que nunca sucedieron. Pero que ahora se arrepentía de todo. Ni al Doctor Taboada, ni a la
fiscal, ni al juez les importo está declaración, porque la justicia mediática necesitaba encontrar un culpable y
lo iban a encontrar o, como a los problemas, a inventarlo. El pudor, la moral, los periodistas, el juez y la
sociedad estaban en contra de él. El proceso siguió su cauce y desembocó en el rio de los 30 años de prisión.
Estuve presente en la lectura de su sentencia. Ichigo Almeyda, desgarbado, de cabeza hirsuta, piel agrietada,
minero, sin un debido proceso era condenado en una terrible injusticia sin dar marcha atrás.
Alicia cambio su performance de entrevistadora a ser analista jurídica.
-Si al final se descubrió que Talita mentía y ella misma dijo consentir las relaciones, la condena de Ichigo fue
en absoluto injusta. –dijo. Entonces ¿a partir de este caso se dio cuenta que abunda la injusticia en el campo
del Derecho? Esto influyo en su vocación de escritor. ¿Verdad?
-Así es. – Dijo Eduardo Chavarry. Me di cuenta del mundo en el que me había metido. El Derecho es una caja
de Pandora, Alicia.
-¿a qué mundo se refiere?
-Al que vivía entre la universidad y las prácticas pre-profesionales. Pues mi vida se parecía a la de un camaleón:
cambiaba de color. Mis tardes universitarias enfriaban mis aires de pleitista y me retrotraían a mi verdadera
realidad: una facultad de Derecho con llagas, anquilosada por un centenar de rábulas, roída por la anarquía
ante la falta de estatutos y muchas veces invadida por forasteros que extendían sus colchones cerca de la
estatua de la justicia viendo cómo se fabricaban en las aulas –al por mayor- jueces, fiscales, congresistas,
embajadores, una especie de secta mágico-religiosa conocida bajo el título de “abogados”.
Salvatore Vásquez, comprometido hasta el tuétano con el destino político de la facultad, nos decía como
hervían las tendencias izquierdistas en el área de ciencias sociales y nuestra oportunidad de llegar a
convertirnos en tercio de facto, era más que un capricho una necesidad, hasta que la situación volviera a su
color normal. “Si avanzo, seguidme; si me detengo, empujadme; si retrocedo, matadme”, nos alentaba Maxi
Arias en un tono poético citando al Che Guevara. Nuestras reuniones clandestinas las denominamos “cuarteto
de nos”, eran principios de los 90 y la ilusión de 4 amigos por llegar al poder estudiantil se combinaba con
mítines, seminarios, ferias, huelgas, chicas y la bohemia. Entre estás ultimas llegue a conocer a Beatriz.
Elegida Reyna de la primavera de los cachimbos. Mi menor por 4 años, dueña de una madurez real, me quede
prendado de sus ojos negros aterciopelados. Fue mi único gran amor.
Eduardo Chavarry observo a Alicia con el rabillo del ojo. Ella lo observaba con esos ojos húmedos, negros,
sin despegarle la mirada, concentrando su atención en sus palabras, disecándolas, vocalizando su significado:
lo escuchaba de verdad. El escritor sentía unos deseos de abrazarla pero se abstenía. Alicia se impaciento por
el torpe silencio que género Eduardo. Ella se parecía tanto a Beatriz. Tanto. “El destino es juguetón, un
travieso”. Y hoy, 12 años después ambos eran víctimas de su enredo”.
Entre Beatriz, el tercio y los procesos judiciales transcurría mi vida universitaria aquel agosto de 1990. De
oficinista por las mañanas y de Romeo por las tardes, aun soñaba con el despacho propio. Con esta idea onírica,
iba hacia el estudio del Doctor. Taboada. Él solía trastornarse con la comida y el Derecho. Siempre me decía:
Hoy toca “Bistecs de audiencia preliminar, estofado de alegatos y un picante de trámites en los juzgados”.
Estar en el palacio de justicia significaba esquivar las minas ocultas en las losetas, erguir la cabeza, enderezar
la espalda, esculpir una sonrisa y moverse rápidamente para no levantar sospechas, aparentando seguridad.
Actitudes insoslayables de todo hombre de leyes. No olvido el hecho de cargar, en todo momento, un
expediente de Nulidad o un tomo de Planiol, símbolo de erudición, ante cualquier emboscada de algún cliente
insatisfecho. A eso le sumamos el surtido vocabulario del abogado: entre latinazgos y eufemismos se encuentra
algo de fuerza jurídica. “Que sería de un perfume sin el empaque correcto”. Sacos y corbatas, pantalones y
zapatos, todos usaban lo mismo pero les calzaba distinto. El terno: es el uniforme escolar del abogado. ¡Camisa
blanca y saco negro!, contrasta su función diádica: defensor o acusador, demandante o demandado, ofensor u
ofendido, acreedor o deudor. Con ciertas pinceladas, de este representante de intereses ajenos, tenemos el
retrato completo: la misión ambivalente que desempeña el abogado. Corbata: Signo de gallardía y vanguardia.
Se entrevé en su pecho un pedazo de tela, especie de boleto a las más exquisitas salas, o alcurnias reuniones
de corbatas singulares. Como si fueran quipus, sus nudos son anchos o delgados, de 3 o 4 pasos, todos las usan
como elemento homogeneizador de estirpe, de casta. En los tribunales reflejan su poder ¿acaso una corbata de
marca, bien planchado y de vistosos colores no tiene impacto en una decisión judicial? Quizá para la dama
ciega de la espada y la balanza esto tenga poca relevancia pero para aquel magistrado, pendiente de la moda,
sin duda será un reflejo de una relación simbiótica con su interlocutor. Esa corbata que aprisiona, arrincona,
estruja sus cuellos, que en un desliz y sin querer queriendo pueden causarle una morbidez facial si el que la
usa, de sus labios profiere mentiras y patrañas será a cuenta de lo ajustado del nudo o de lo largo de su lengua.
Zapatos: la descripción del abogado termina con una brillantez del cuero de sus herrajes cuya parte inferior
parece estar dotado de un graznido tenue al dar marchar a su rápido andar, los zapatos son el alma, la pureza
o la cochambrosa intención del letrado al enlistarse en un juicio. Por ellos deducimos si esa persona es aseada,
responsable, cuidadosa, atolondrada o mentirosa. En su lustre se nos impregna la rigurosidad y el tiempo
necesario que tuvo que ser empleado para obtener tal brillantez, ¡le dedicamos tan poco tiempo a los zapatos!,
que si nos detenemos a observarlos a detalle obtendremos un rápido escáner óptico del perfil de una persona
y más aún, la de un abogado. Palacio de justicia: Es Estadio jurídico donde todos juegan contra todos. No falta
algún practicante distraído que en su iter tramitis, confunde los papeles, y entrega un ensayo sobre Kelsen al
juzgado de paz letrado o un escrito de constitución en actor civil al profesor de teoría general del Derecho. A
fuego lento hervían los procesos. Los sumarísimos eran los más lerdos y otros “de conocimiento” eran
olvidados como juguetes viejos en el sótano. Hasta los catedráticos se volvían magistrados. Y los muros de
palacio poseían una pulcritud etérea, escondiendo algún procesado para convertirlo, luego, en secretario.
Inmenso, aparatoso, engranaje judicial, rey del sacro imperio: vistos y considerando. Implacable con los
pequeños, triturador del tiempo, se ramificaban sus tentáculos hacia todos los despachos, engrosando
expedientes o abortando casos. La justicia sin fuerza es impotente y la fuerza sin justicia es tiránica, filósofo
Pascal. “Aquí el único impotente es el Juez Zamalloa”. Repetía siempre el Doctor Taboada. “Postergarme la
Audiencia” ¿a mí? “¿Ya olvido la facultad que lo engendro?”. “Lameculos”. “Mequetrefe”. “Paquetero”. Solía
vociferar mi maestro de prácticas. Acostumbrado a romper la mano o aceitar alguna voluntad en favor suyo,
armaba escenas así en su espora. Pero cuando veía al juez Zamalloa en los zaguanes de la corte, era inevitable
llamarlo “hermanito del alma” o “mi querido doctor”. A pesar de ello el juez, un hueso duro de roer, no caía
en esas palabrerías baratas.
El sistema penitenciario de aquellos años era una cloaca a reventar. Los resocializados salían más avezados,
con muchos contactos y tan fríos como el hielo. Se matricularon en la reincidencia al cometer una vez más el
mismo delito. Otros en la habitualidad. En ambos casos nuestra función como penalistas era: demostrar la
existencia o no del delito e identificar si el investigado era o no el autor. Y si algo no funcionaba siempre
quedaba como un as bajo la manga, el “hermanito del alma” o la aceitada. Si había dinero de por medio,
abogábamos por nuestro patrocinado, en busca de la inocencia o en otros casos el olvido de la pena. A juzgar,
todo el sistema de justicia se movía, empezando con una denuncia y terminaba –casi siempre- con la condena
de nuestro cliente, luego de 3 años litigando. A veces el dinero no alcanzaba. Entonces, como armas letales,
esgrimíamos códigos y coimas y favores y defensas técnicas y ¿el resultado? ¡No siempre se gana, no siempre
se pierde, pero siempre se cobra!
Era mediado de los 90. Y ya olía a abogado. Mi hedor se esparcía a cientos y miles de centímetros a la redonda.
Termine con la mochila de espalda e inicie una nueva relación con un maletín de cuero negro que le adquirí
en una subasta a un martillero procesal. Los meses avanzaban imperdonables hacia el fin de año. Mi vida
sentimental oxigenaba mis noches de estudio jurisprudencial. De algunos procesos judiciales podía succionar
unos cuantos soles. Nada podía estar mejor. En la universidad junto a Maxi, Nando y Salvatore emprendimos
una campaña de sublevación contras las autoridades universitarias, por enquistarse en el poder. El Perú de los
90 se caía a pedazos. Había convulsión social y los militares asumieron el control absoluto de las calles. La
inflación evaporaba nuestras esperanzas. En esa anarquía, Maxi nos propuso formar comisiones para vigilar
la Universidad, durante las noches. Al parecer se rumoreaba que el rector introducía al campus insumos
armamentistas en favor de sendero. La autoridad tenía alianzas con los izquierdistas, marxistas y rojos. La
universidad, como bien sabes Alicia, es un área intangible no apta para la policía nacional. A falta de
justicieros, nosotros éramos los guardianes de la legalidad dentro de nuestra alma mater. A pesar de la
insistencia de Beatriz por verme, le prohibí que nos acompañara por ser peligroso para su embarazo de 5
meses. Lo recuerdo con claridad. Desde las 9:00 pm sobrevolábamos la periferia en busca de algún acto
subversivo que delatase al rector. Todo se originó aquella noche. Caían gotas gruesas, dejando cráteres en la
tierra, vaporizando el polvo en un sonido singular. Nos protegimos con sacos impermeables y avanzamos entre
las sombras de las facultades, inmaculadas de día, siniestras por la noche. Nos detuvimos. Un iré gélido se
coló por nuestras espaldas. Las luces del campus simbolizaban calma. No habíamos traído nuestro máuser.
Oímos un crujido. Nuestros estómagos habían estado en abstinencia desde hacía 6 horas. Hundimos nuestros
pies en el frontis del estacionamiento, cuando, allí entre los arbustos se desprendió un sonido gutural sordo.
Nos agazapamos a la luz de la luna. Un bulto se movía cimbreándose entre la hierba. Dejamos de avanzar. La
niebla nos encegueció por un instante dejando hebras encima de los árboles. El bulto negro parecía flotar entre
la maleza. Lo vimos alejarse hacia dos yardas a la izquierda dejando en su lugar una flama que devoraba trozos
de cartón y madera. Se acurrucó cerca del pino y prendió otra hoguera. A mi costado, Maxi se arrebujó y me
jalo del brazo: “Es un soplón piro maniaco, vamos por él”. Pero yo solo, salí. Me acerque bajo la luz de la luna
que doblegaba mi sombra. A muy pocos metros de distancia, vi como este tipo, bulto negro, era fulminado por
una decena de balas, muriendo al instante. Maxi, desde los arbustos, hechos a correr y yo frente al
estacionamiento, me quede petrificado. Segundos después personal de las Fuerzas Armadas ingresaban al
estacionamiento, recogían el cuerpo y me decían “terruco asesino” mientras me sujetaban los brazos.
¿Terrorista yo? el cuerpo de aquel hombre usado como carnada yacía remojado en pólvora. A pesar de no
tener mi máuser, las FF.AA me sembraron el rifle. Según ellos, todo encajaba: yo lo había matado. De la
comisaria, a la INPE, al cuartel y luego a El Frontón. “Te jodiste, terruco de m…”. Me derivaron a una celda
junto a un tipo desgarbado, cabeza hirsuta, piel agrietada, minero…
– ! Ichigo! – gritó Alicia sorprendida.
-Si el mismo. De victimario a víctima. Se memorizó mi rostro durante su juicio oral. ¿Cómo iba a olvidar al
estudio de abogados que lo condeno a 30 años de prisión? ¿Y yo? Pues condenado a él por 24 horas durante
25 años. Asesinos excomulgados, abominaciones humanas, el excremento de la sociedad se concentraban en
esa prisión sin mediar la raza, religión o el delito. Ese año algo murió en mí. A todos los nuevos los bautizaban
la primera noche, seis o siete gorilas. No fui la excepción. Luego tenías que pagar cupos si no querías terminar
siendo la golfa de ese infierno. Y si antes, la Tuberculosis o la Sífilis, no te devoraban, la soledad te podría las
entrañas. En otra dimensión o hasta quizá en otra época, Beatriz era presionada por sus padres para abortar.
La universidad era cerrada por ser nido de pro senderistas. El Doctor Taboada exiliado por dirigir una red de
magistrados corruptos. Todo en mi primer año de cárcel. Les pedí a mis padres que me llevaran mis libros de
Derecho. Después del almuerzo diario, arroz agusanado con lentejas guardadas, masticaba el código penal
hasta que llegaba la hora de esparcimiento. Tenía aun la esperanza de recibirme como abogado. Iluso. Con
frecuencia extrañaba a Beatriz. En la frialdad de la celda, le escribía cartas anhelando verla cuando cumpliera
mi sentencia. Jamás ocurrió. Sin Beatriz, sin carrera, sin nada que perder, surgió ese ímpetu de escribir mi
historia desde el dolor. La tristeza se empozaba en la prisión como la garúa sobre el pétalo. ¿Y mis sueños?
Pues desechos por cada día más de encierro. Luego de un par de meses, conservando la esperanza, decidí
acceder ante el pedido inclemente de mis vecinos que pedían papel para el baño, así fue como regale todos
mis libros de Derecho. Ichigo, el silencioso compañero que hasta aquel instante me había tenido un odio
sincero, decidió hablarme de su tristeza. Durante un par de semanas nos mostramos sin caretas y descubrimos
que nuestras vidas estuvieron aclimatadas en las injusticias de la ley. Me confesó que aún amaba a Talita. A
pesar de todas las mentiras que había dicho, no le guardaba rencor. Me contó que su relación inicio por qué
pasaba mucho tiempo a solas con ella, mientras Lucrecia se iba a trabajar, Talita le comprendía. Al principio
la consideraba como una hija más, pero luego cuando regresaba a la mina, no hacía más que pensar en ella. La
edad era un problema. La relación con Lucrecia se fue enfriando, porque sus constantes reclamos lo agobiaban.
La única razón de su regreso a la casa era para ver a Talita que ya mostraba su feminidad a todas luces. Se
terminaron enamorando. Cuando Lucrecia descubrió su clandestina relación, decidió alejarlos a toda costa. En
algún momento Ichigo pensó en dejarla para escaparse con su hijastra, pero la denuncia esfumo todo el plan.
Talita, obligada por su madre fue llevada a declarar al Ministerio Publico acusándolo por violación sexual
cuando en realidad lo hicieron con amor. Más tarde cuando Talita se arrepintió, todo estaba consumado.
Aunque Ichigo, jamás llegará a sentir otra vez la libertad, sentía simpatía por mí, luego de haberme desecho
de esos libros. Era un ardiente enemigo de los abogados y del Derecho, muy a pesar de conocer mi procedencia
como estudiante de leyes, compartía su espíritu desgarrado de ser un nombre más en un papel, olvidado en
alguna oficina o peor aún convertirse algún día en un expediente estudiado para sustentar un grado profesional
de alguna universidad del país.
A los 3 meses de no saber en manos de quien estaba mi caso me presentaron a Joaquín Parrales, abogado.
Barba precolombina, lentes de Carey, ojos de mosca, flaco. Todas sus palabras las adornaba con un acento
francés. Compensaba en su labia la escasez de sus carnes. Su mediocridad solo era superada por su
mediocridad. La presencia de su nariz en el expediente termino por gangrenarlo completamente. Mi libertad
se esfumaba gracias a sus escritos. Era de oficio. Sin posibilidad de cambiarlo, fui negándome a sus visitas
conforme iba moviendo los labios. Me hablaba de la justicia. ¡Qué mentira más grande! ¿Justicia?, estar
encarcelado sin motivo, viendo mi vida derrumbada por un delito que no recuerdo haber cometido, me hablaba
de Justicia. Luego de conocer el caso de Ichigo, me hablaba de justicia. Comemierda. Un 27 de diciembre de
1990, fue la última vez que vi a Parrales, un 27 de diciembre, vi como 7 gorilas violaban a un joven ayacuchano
recién llegado, un 27 de diciembre recordaba con rabia la injusticia de mi encierro, un 27 de diciembre Beatriz
murió, un 27 de diciembre Ichigo me regalo su amistad, un 27 de diciembre los abuelos de mi hija decidieron
llevársela a los EE.UU, un 27 de diciembre decidí volverme escritor. Para ahogar mí rabia y maldecir ese país
estigmatizado, escribía, Para mostrar la realidad del Frontón, escribía, para escapar de mi mundo hecho
pedazos, escribía y mientras escribía, escribía.
¿Cuántos años tendría Alicia? ¿Hoy, 12 años después ambos eran víctimas de los enredos del destino? Esos
ojos aterciopelados, cejas arqueadas, y hasta la misma sonrisa ¿Beatriz? Luego de 25 años como poder
olvidarlos. Eduardo Chavarry había dispersado en sus escritos a miles de personajes con los rasgos de Beatriz.
Esos ojos, se le hacían tan familiares…
La batería de la grabadora falleció. Alicia había sido testigo de la catarsis del escritor. Eduardo Chavarry, había
sacado de su corazón algo que tenía atorado hace mucho tiempo. Ahora, miraba hacia el vacío de la terraza,
ante él una verdad parecía habérsele relevado.
– ¡Alicia! Quiero que seas lo más sincera conmigo– Dijo Eduardo Chavarry, mirándole sus ojos aterciopelados,
Necesito saber algo, ¿a qué edad te llevaron a vivir a los EE.UU?
– Apenas nací, mis abuelos me llevaron allá. Mi madre murió cuando me dio a luz y a mi padre jamás lo
conocí. Dijo Alicia – Algo contrariada por la repentina pregunta del escritor.
– ¡Dios mío! ¡No! ¿Por qué juegas conmigo de esa manera Dios? – Suplicaba Eduardo mirando al cielo.
– ¿Qué le sucede Doctor Chavarry? – se alarmó Alicia.
– ¡Respóndeme con la verdad, Alicia! ¿Cómo se llama tu madre? – Dijo Eduardo levantando la mirada para
no dejar caer una lágrima.
– Beatriz del Pino. ¿Por qué me lo pregunta?
Eduardo Chavarry se desvaneció.
“El destino es juguetón, un travieso. Y hoy, 12 años después ambos eran víctimas de su enredo”.
CUENTA 3
PRESOS DE LAS CIRCUNSTANCIAS
Vanessa Rischmoller Vargas
Habían pasado 2 años desde que Lucía y Manuel perdieron a su madre Teresa y a su hermano Juan; y aunque
a éste nunca lo pudieron conocer, siempre recordaban el día de su cumpleaños y le pedían a Dios que algún
día lo puedan ver.
El tiempo había transcurrido muy rápido desde aquel trágico incidente; los meses fueron pasando sin sentido,
igual que la vida de los dos hermanos, quiénes de un momento a otro habían perdido lo más importante que
tenían, su familia.
Lucía tenía 16 años, y como la mayor, tuvo que hacerse cargo de Manuel, de 7 años. Nunca fue fácil para ella
tener que despedirse involuntariamente de estudiar, de crecer sin preocupaciones, de poder vivir tranquila y
feliz su pubertad, de recibir los consejos y el amor de mamá. Lucía de la noche a la mañana, intercambió el
rol de hija por el de madre, la madre de Manuel.
Ella recordaba casi como si hubiera sido ayer lo que había pasado con su madre; nunca le dieron motivos ni
respuestas exactas de la situación, pero tenía grabado en la mente las últimas palabras de su mamá: “todo lo
que hago es por tratar de buscar su bien, estaremos juntos pronto. Nunca olviden que los amo, nunca duden de
mamá.” Manuel, en cambio, no recordaba con claridad lo que había pasado con su madre, y mucho menos con
su hermano Juan. Había noches en donde los recuerdos le mostraban imágenes de él acariciando el vientre de
su madre, muy emocionado por conocer a quien sería su compañero de juegos. Él siempre busco respuestas,
pero nunca las encontraba. Lucía le decía que existía un momento ideal en el que entendería las cosas; pero
para él, ese momento ya se estaba tardando demasiado. Su hermana había tratado de llenar ese vacío y sinsabor
que tenía; pero seguía faltándole ese amor especial, el amor de su mamá.
Para los hermanos la vida no había sido nada fácil; pero por suerte, contaban con su abuela Julia, quien los
cuidó desde que no tuvieron a su mamá. Ella los acobijó en su casa y les dio todo lo que estaba a su alcance.
Julia por su parte, contenía el llanto y la tristeza que la envolvía; por lo menos lo hacía delante de sus nietos,
ella sabía que ellos ya habían pasado por mucho como para tener que ver a su abuela sufriendo; además, ella
tenía que ser fuerte por los pequeños, por su hija y por su nieto Juan, que aunque no había podido disfrutarlo
como hubiera querido, lo había podido conocer, y verlo le daba esperanzas de volver a tener a su hija junta a
ella, a su familia reunida otra vez. Esto la llenaba de fortalezas para seguir luchando porque se haga justicia,
porque se cumpla con la ley y se le dé la libertad a una persona que la merece.
Hace 2 años atrás
Hoy sería el último día de Teresa en la empresa en la que había trabajado los últimos 5 años; hace un tiempo
había presentado su carta de renuncia, pues no se sentía cómoda con algunas situaciones de las que había sido
testigo, específicamente, con algunos tratos que se acordaron y algunas cantidades de dinero demás que no
tenían explicación en la caja de la empresa. Ella, como contadora, no se quería involucrar en asuntos que no
fueran legítimos; no solo por su ética profesional, sino porque sabía que tenía dos pequeños hijos que contaban
con ella, además de Juan, el bebé que ya crecía dentro de ella. Lo que Teresa no esperaba, es que posiblemente
hoy sería su último día de libertad.
Al finalizar el día, Teresa ya estaba terminando de guardar todas sus pertenencias que se encontraban en la
que hasta hoy era su oficina; de repente, todo pasó muy rápido y sin explicación. Vio como la policía entraba
en el pequeño cuarto donde se encontraba, le decían algo que, en ese momento, su cerebro no podía procesar;
pero que después de un rato entendería como su orden de arresto por lavado de activos. Todos sus miedos se
hicieron presentes y el presentimiento que tenía, y por el cual había decidido dar un paso al costado, había
resultado en una realidad, cruda y absoluta.
Teresa no opuso resistencia, tenía muy claro su inocencia en todos los actos ilegítimos que se le imputaban y
se le responsabilizaba. Por lo único que tenía temor, era por sus hijos; no quería que ellos se vean involucrados
en un procedimiento tan engorroso que sólo les traería angustia y preguntas, que aunque ella quisiera, en este
momento no podía responder.
Pasaron las horas y Teresa ya había terminado de rendir su manifestación, se había comunicado con un
abogado de confianza y éste ya tenía conocimiento de todo lo que había pasado. Después de comunicarse con
el abogado, Teresa llamó a su madre Julia, no le explicó detalladamente lo que había ocurrido porque no quería
que se preocupe más de lo que ya estaba; sólo le pidió que vaya a buscar a Lucía y a Manuel y los trajera
donde estaba, ella necesitaba verlos y sacar las fuerzas necesarias para afrontar todo el proceso legal que se le
venía, tenía la esperanza de ver a sus pequeños muy pronto, tenía la esperanza de encontrar justicia en su país,
tenía la esperanza de que se castiguen a los verdaderos culpables para que otro incidente así no quede impune.
Lamentablemente, después de haber visto por última vez a sus hijos, le informaron que se le había impuesto
prisión preventiva y que no se le podía brindar el tiempo exacto en el que se quedaría hasta que se comience
con el proceso judicial. Le explicaron que los demás implicados se habían enterado de su orden de arresto y
se habían dado a la fuga antes de que los atraparan; es por esto que le habían ordena prisión preventiva, para
evitar la huida de todos los acusados y se quedaran sin ningún testimonio. Teresa no entendía como en unas
cuantas horas su vida había dado un vuelco tan grande; pasar de ser una ciudadana libre y que acata las leyes,
a una interna de un centro penitenciario que tiene que cumplir una condena que no le corresponde. Lo único
que atinó a decir es que estaba embarazada y pidió que tengan en cuenta eso para brindarle un trato correcto
para su estado. Ella seguía teniendo esperanza en que esta pesadilla no duraría mucho y que con el pasar de
los días se podría encontrar a los reales responsables; pues aún no podía entender cómo la habían involucrado
y falsificado su firma para ingresar el dinero mal obtenido en las cuentas de la empresa, sin que ella se diera
cuenta.
Así pasaron las primeras semanas en prisión, Teresa siempre había visto noticias de las limitaciones de los
recursos y las sobrepoblación que tenían los penales, pero no es lo mismo escucharlo que vivirlo en carne
propia. Todo lo que decían esos reportajes no se comparan con la realidad en la que viven las internas del
Penal de Santa Mónica, éstas no reciben los servicios básicos porque muchas veces no alcanzan y la
infraestructura no ayuda a cumplir con las condiciones óptimas de vida. Teresa pensaba en el futuro de su bebé
al ver que niños que vivían con sus madres en el penal tenían que compartir celda con ellas y acomodarse en
el reducido espacio que se les había designado a cada una de ellas. La habían puesto en una celda junto a cinco
presas más, se sentía agotada anímicamente pero no lograba dormir con facilidad. Frotaba su vientre creciente
de 6 meses y 16 días de gestación; pensando en la realidad en la que nacería Juan, alejado de sus hermanos y
de su derecho esencial de libertad; pero, era el punto de pensar que después de los 3 años se lo arrebatarían de
su lado, lo que la hacía quebrarse y llorar hasta quedarse dormida.
Los dos meses siguientes transcurrieron sin ninguna noticia positiva que le indique que pronto podría obtener
su libertad, Teresa perdía poco a poco la fe, ya no aguantaba más la situación en la que se encontraba; pero
tenía que ser fuerte por el bebé que pronto nacería, ya no faltaba mucho para dar a luz y no podía deprimirse
porque eso afectaría a Juan. La reconfortaban las visitas de su madre, quien le contaba lo que pasaba con sus
dos hijos y le decía que la extrañaban mucho, pero que eran dos niños muy valientes que estaban saliendo
adelante. Justo el día en que Julia la visitó, fue el día que dio a luz. A las 11:25 de la noche, Teresa se convertía
en madre por tercera vez, aunque en esta ocasión fuera de una manera distinta. Mirar por primera vez al
pequeño Juan, le hizo recuperar toda la fe que había perdido. Ella ahora no sólo tenía que luchar por ella; sino
también por él, la nueva vida de su vida.
En la actualidad El pequeño Juan ya tiene 1 año y 7 meses; y aunque no los conoce en persona, cada vez que
su madre le muestra una fotografía de Lucía y Manuel, él los reconoce y sabe que son sus hermanos.
Teresa no puede creer cuanto tiempo ha pasado, ya son 2 años desde que no ve a sus dos pequeños y ha dejado
su libertad de lado injustamente. Pero, para ella no todas son malas noticias. En todo este tiempo, encontraron
a los implicados que se habían escapado y se pudo comenzar el juicio; es más, éste ya está por acabar y la
sentencia ya estaba muy cerca de llegar.
Por una parte, Teresa está tranquila con que todo esto acabe; pero por otro lado, siente que casos como el suyo
no pueden darse con frecuencia, pues no es justo que pase tanto tiempo para poder conocer una sentencia o
simplemente para poder iniciar un proceso. Teresa tuvo la oportunidad de poder conocer más casos de
injusticia que se dan en el penal; casos de muchas mujeres como ella, que llevan encerradas años sin darle
ninguna información de su situación legal. Es fácil arrestar a alguien, pero no lo es sanar todos los daños por
los que pasa dentro de un penal; y también fuera de éste, porque reciben el rechazo de la sociedad por ser ex–
presidiarias.
Teresa nunca dejó de luchar por defender y demostrar su inocencia, y es por esto que ya no falta mucho para
que su libertad sea una realidad; pero quién le devolverá los años perdidos, esta es la duda que le deja un
sinsabor de la justicia de su país. No sólo ella fue víctima de toda esta situación; sino también sus hijos, quienes
tuvieron que ser separados de su madre y pasar por muchos momentos complicados. Lucía, por ejemplo, tuvo
que dejar el colegio para ayudar a su abuela con la crianza de su hermano menor, Manuel. Cómo explicar que
a su pequeña niña se le obligó a despedirse de su rol de hija para tomar responsabilidades que no le
correspondían. Y en el caso de Manuel, quién lo ayudará a entender lo que pasó con su madre todo este tiempo
y a tener que hacerse la idea de tener que sacar a su madre de planes tan importantes pero simples como no
llevar a nadie a la celebración del Día de la Madre en el colegio, o simplemente a cualquier reunión o charla
de padres. Pensar en cosas como éstas es lo que genera en Teresa un deseo de justicia; y no sólo basta con ser
justo, sino también poder apoyarse en un sistema judicial eficaz, que no demore 2 años o más para dar una
sentencia que condene o declare inocente a quien se lo merezca.
Y justo hoy es la lectura de la sentencia, hoy acaba la pesadilla que comenzó hace 2 años para Teresa. Para
esto, en la última visita que tuvo de su madre le pidió que no les dijera nada a sus hijos todavía, que prefería
hacerlo ella misma.
Teresa se sentía segura que hoy concluiría esta mala etapa de su vida, desde el momento en el que se comenzó
con la lectura sintió un estado de tranquilidad que la acompañó hasta el final; en el que se le declaró inocente
de todo cargo. Lo primero que hizo fue agradecer mentalmente a Dios por darle la fe y la fortaleza para seguir
luchando para que se sepa la verdad; después, ella y su madre se unieron en un abrazo interminable donde las
lágrimas de emoción y felicidad no se hicieron esperar. Todo esto terminó, ahora podría empezar una nueva
etapa rodeada de la gente que ama y que tanto extraña.
Teresa fue llevada de vuelta al penal, en donde pasaría su última noche para salir en libertad al día siguiente.
Esta noche tuvo como compañeras las miles de emociones juntas que sentía Teresa; tenía alegría de por fin
ver a sus pequeños y que ellos puedan conocer por primera vez a su hermano Juan, pero también tenía nervios
por cómo la recibirían. Sentía temor de ser juzgada por sus hijos y que ellos piensen que los abandonó, trataba
de recrear mil formas de explicarles lo que había pasado, pero ninguna la convencía del todo y por eso decidió
que lo mejor sería esperar a que llegue el momento para decirles lo que sienta y crea que sea lo más correcto
en ese instante. Con esa idea, Teresa se quedó dormida, esperando que las horas pasen rápido para que llegue
el nuevo día.
Y el día en que vería de nuevo a sus hijos llegó. Su madre la recogió temprano para llevarla a casa. El pequeño
Juan aún dormía en sus brazos, todavía no era su hora de levantarse. Ella seguía sintiéndose nerviosa y para
ayudarla Doña Julia trató de tranquilizarla y decirle que todo estaría bien.
Y así fue, al abrir la puerta de la calle, Teresa se encontró con dos niños recién levantados, quienes al verla se
despertaron por completo y fueron corriendo a su alcance gritando: “¡Mamá, volviste!”. Ella no pudo contener
más las lágrimas y dejo que corrieran con libertad, la misma libertad que ahora tenía ella.
Teresa sabía que no sería fácil explicarles a sus hijos por todo lo que pasó, pero ya nada de eso importaba
sabiendo que el final de su pesadilla terminó con despertar en una realidad en donde cumplía lo que tanto
anhelaba, y con un futuro por delante al lado de sus hijos.
Para ella el mejor momento que pudo existir fue este, en el que abrazaba fuerte a sus motivos de lucha;
cumpliendo la promesa que alguna vez le hizo a Lucía, la promesa de estar juntos otra vez.

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