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EN AA.VV.

, 2008, LO QUE HACE


LOS SOCIÓLOGOS. HOME
AJE A CARLOS MOYA
VALGAÑÓ
, CIS, MADRID

Oiga señor profesor, y si el Leviatán ya no existe, ¿para qué la teoría


sociológica?
Gabriel Gatti
Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva
Departamento de Sociología 2
Universidad del País Vasco

La pregunta del título es la única que pretende, si no resolver, sí al menos encarar


este trabajo: “¿para qué la teoría sociológica?”. Es sencilla. La razón que me conduce a
hacerla está muy situada, muy encarnada: me inquieta saber si es viable, y si es que sí cómo,
enseñar teoría sociológica. Me inquieta porque dudo si lo que la enseñanza de la teoría
sociológica legitima —la idea de sociedad y su ciencia— existe dentro de las coordenadas en
las que la teoría sociológica que enseñamos, que enseño, autoriza a hablar. Y si existe, me
preocupa saber de qué lenguaje se requiere para pensarlo. Y si la teoría sociológica sirve, me
ofusca saber cómo trabajo con ella en nuestro aquí y ahora, es decir, en territorios y épocas en
los que se desarbolan las metáforas que sostuvieron nuestras evidencias. Y si, por último, la
teoría sociológica funciona, me alarma ponerla en marcha si con eso corro el riesgo de quedar
atrapado por el viejo sueño de alcanzar la teoría final cuando hoy, salvo preocupantes —por
cómicas o grotescas— excepciones, el proyecto de alcanzar la Razón definitiva se desmoronó
y no podemos soñar más con una teoría sociológica única.
En esas preguntas está en parte Moya. En tres de sus textos (1982, 1984, 1993)
encuentro elementos para agarrar la reflexión. Dos de esos textos tienen como tema al
Leviatán y sus relaciones con la razón y la escritura; el otro habla de la necesidad (y las dudas
acerca de la posibilidad) de una teoría sociológica general y universal. Por todos deambula el
mismo lío: las afinidades entre tres entidades de calibre grueso, Estado, sociología,
modernidad… Guardan relación, ya lo sabemos. Guardan relación, primero, bajo forma de
afinidad electiva, hermandad casi. Guardan relación, segundo, bajo forma de lo contrario, es
decir, de un desacoplamiento entre ellas, desacoplamiento que deja al rey, a los reyes,
desnudos: vemos ahora que esas entidades estaban naturalizadas, que eran nuestros
“mitologemas rituales” (Moya, 1993: 7), que sociedad, Estado, sociología… son, eran, siguen
siendo ficciones, poderosas, pero ficciones.
Nada nuevo, es cierto ¿Por qué insistir entonces? Porque aunque sepamos de estas
crisis y desacoplamientos entre las entidades que hicieron posible la “voluntad de ciencia
social” (ibidem), sin embargo seguimos enseñando sus fundamentos, los teóricos, de forma
muy parecida y con vocaciones muy similares a las que guiaban la formación en la Escritura
del mundo social en el origen de su ciencia.
Esa formación y esa Escritura trabajaron bien: endurecieron un campo blando, el de
las ciencias sociales. Era probablemente necesario, pues éstas nacieron del lado malo de las
cosas, el endeble: si el trabajo de la representación científica estuvo y está garantizado en el
caso de las ciencias dichas “duras” —pues sus objetos son totalmente mudos y de acuerdo a
ese estatuto “sus ciencias” construyen enunciados desprovistos de toda referencia “a la
comunidad de observadores humanos” (D’Espagnat, 1983: 228)—, para el caso de las

1
ciencias adjetivadas como “blandas” —aquéllas en las que la validez de sus enunciados es
susceptible de extenderse a cualquier observador (ibidem), razón ésta de su debilidad—, la
empiricidad es precaria. Y nada es peor: obliga a forzar la rigidez. Para evitar esa tara
fundacional, las ciencias sociales se robustecieron exorcizando sus demonios con la puesta en
práctica de tres artilugios gracias a los que pudieron decirse, ya sí, ciencias duras: no inciden
en lo que observan; sus enunciados refieren a objetos a los que son ajenas.
1) La continuada fragmentación y restricción de su campo, un proceso que se origina
en el asentamiento de esas que Foucault nombró como “tres regiones epistemológicas”
básicas (Foucault, 1997: 343 y ss) —región psicológica, región sociológica, región de
las ciencias del lenguaje—, y que culmina en la especialización extrema de los saberes
asignados a cada una de esas regiones.
2) El endurecimiento de la posición del sujeto que observa y el ablandamiento de las
resistencias de lo observado, es decir, la fortificación de su práctica gracias a la
intermediación de diversas tecnologías de inscripción (Latour, 2001: 365) —
diagramas, listas, fórmulas, transcripciones, gráficos, protocolos de entrevistas o
complejísimos clusters estadísticos—, por medio de las que las se obtienen hechos
más robustos por cuanto que más difíciles de relacionar con su investigador/productor,
que encuentra, así, en esas inscripciones la coartada para afirmar la “veracidad del
hecho”, la firmeza e indeformabilidad del objeto que integra su campo (Latour, 1985:
10).
3) La naturalización de la existencia de ese campo blando y la subsiguiente de lo que
lo relaciona con la disciplina que le corresponde en el universo de la ciencia. Ese
trabajo de naturalización es sobre todo una labor de limpieza, de clarificación de
posiciones y de socialización: “sólo a las ciencias sociales corresponde decir de la vida
social” es el enunciado que resulta de ella. Queda en manos, en general, de la
actividad de enseñanza de la disciplina y, así lo entiendo, en particular de la enseñanza
de su teoría.
Analizaré cómo ejecuta ese trabajo el tercero de estos artilugios pensando la
enseñanza de la teoría sociológica. Considero que lo hace en tres movimientos:
1) El primero es el de promoción de la idea de sociedad.
2) El segundo el de su identificación y asociación cerrada con dos soportes empíricos
históricos y situados, el Estado-nación y el individuo-ciudadano.
3) El tercero es el de la elevación de esos supuestos empíricos a la condición de
supuestos teóricos, universales y abstractos.
De ahí derivó, sí, un campo robusto. De ahí nació, también en ciencias sociales, un
objeto sólido1 —la sociedad— y un lugar único desde el que habar de él —la sociología
académica—. Desde ese lugar el disparate se convierte en coherencia (Foucault, 1992: 10).

1 Por eso dice Serres que la ciencia piensa en objetos que se construyen por los bordes. Más allá del
borde, otro objeto; otro más allá del segundo; y otro, y otro. Y así. Hasta llegar al límite del campo,
donde el objeto es pieza de otro dominio, y sólo respecto de él es pertinente: “Todo el campo de:
terminar, definir, distinguir, dudar, fluctuar, componer, todo ese campo semántico induce una
tipología de los bordes que no deja ninguna duda, precisamente, sobre aquello de lo que se trata,
delimitar con exactitud los cuerpos en el espacio” (Serres, 1991: 43).

2
1 P RIMER ENDURECIMIENTO : HA NACIDO UNA ESTRELLA . L A PROMOCIÓN DE LA
IDEA DE SOCIEDAD

La ciencia (social u otra) inscribe el mundo y promueve su objeto al rango de


espectáculo visible implementando los recursos epistemológicos, teóricos y técnicos con los
que gestionar ese espectáculo y progresar en su conocimiento. Esa escritura reduce la vida a la
imagen que la Razón produce de ella, a “nuestra etnocéntrica representación política del
mundo” (Moya, 1984: 250).
Trabajo de escritura poderoso, realizado por sujetos dotados de buena pluma: el
Republicanismo, el Liberalismo… y su obra social, que hacen esa “noción estratégica”
(Donzelot, 1984: 77) que es la sociedad y la promueven al rango de “cuestión” y al rango de
“problema” (ibidem: 125 y ss). Crean, no es poco, un territorio de interesamiento desde el que
puede organizarse no sólo una “teoría de la sociedad” —la sociedad en cuanto materia tratable
para las sociologías, superficie donde se despliega la acción analítica—, sino también, y acaso
sobre todo, “una técnica de resolución” (ibidem: 126) —la sociedad como campo tratable para
las políticas y los derechos, lugar para acciones correctivas: la sociedad como “principio
supervisor de los defectos de la sociedad” (ibidem: 225)—. Desde entonces vivimos en esa
magnífica ficción eficaz (ibidem: 77), con el tiempo devenida autónoma y autosuficiente.
Shirley Strum y Bruno Latour han dado con la etiqueta para la sociología que
construye esa ficción: “sociología ostensiva” (1987: 784-785)2. Es una sociología que produce
enunciados que (1) dan forma al nombrarla a la realidad que observan y (2) que generan las
condiciones de posibilidad de su propia relevancia; esto es, que crean las condiciones para
que la observación de esa realidad que describen sea legítima si y sólo si está soportada por
los presupuestos que ella elabora3. Así, la sociología, en esta acepción, construye su objeto
como “sociedad”, habla de su autonomía, y sienta la anterioridad de ese objeto respecto a la
disciplina científica en quien reposa de su observación disciplinada y legítima:
“La sociedad existe, los actores entran en ella adhiriéndose a unos roles y
a una estructura que fueron determinados en otro lugar. La naturaleza
completa de la sociedad es desconocida y no es cognoscible por los
actores. Sólo los científicos, estando fuera de la sociedad, tienen la
capacidad de entenderla y de verla en su integridad” (ibidem: 785).
El trabajo de esta sociología contribuye seriamente a que sociedad sea nuestra
evidencia empírica, el suplemento de cualquiera de nuestras teorizaciones; es lo que en los
textos de ciencias sociales no se explica y lo que, al tiempo, todo lo explica. Un concepto de
sociedad que, forjado en sociología clásica por la conjunción de una serie de rasgos estables
(sociedad como lo opuesto a comunidad; sociedad identificada a un Estado-nación; sociedad
como sistema autosuficiente, actor social como ciudadano… (Dubet, 1994: 42-49)), atrapa la

2 Sobre estas cuestiones, es muy pertinente la lectura del monográfico de Raisons Pratiques dedicado a
la invención de lo social, en particular los textos de Hacking (2003) y de Kaufmann y Guilhaumou
(2003).
3 Según Strum y Latour (1987) la sociología ostensiva afirma: (A) que es una tarea posible definir las

propiedades típicas de un conjunto social; (B) que estas propiedades son sociales; (C) que los actores
sociales están en lo social tal y como se define en la característica A; (D) que debido a C, los actores
pueden informar de A a los científicos; esto es, a aquellos sujetos que definen su actividad como la
que persigue “descubrir los principios de lo social” (ibidem: 784); (E) que, en conclusión, por
agregación de los puntos de vista aprehendidos a través de la práctica señalada en D, los científicos
sabrán de la existencia de la sociedad, de su naturaleza, mecanismos y procesos.

3
mirada del científico hasta tal punto que, como bien afirma Jean Baudrillard, la sociología no
puede más que describir la peripecia de su propio objeto (1981: 9). Sólo de su objeto.

2 S EGUNDO ENDURECIMIENTO : L EVIATÁN ( Y SU HIJO EL CIUDADANO )


CORPOREIZAN LA SOCIEDAD . L A PROMOCIÓN DE LA SOCIEDAD DE LOS SOCIÓLOGOS

De la lectura de algunos textos de Carlos Moya hemos aprendido la enorme


afinidad histórica y epistemológica que existe entre esa sociedad de la sociología ostensiva, la
“sociedad de la sociología” (Giddens, 1991: 27), y las figuras del Estado-nación y el
individuo-ciudadano. Hablando de la primera, Moya lo dice así: existe una “identidad
sustancial entre el pensamiento de la Razón y el pensamiento del Estado como supuesto
trascendental de nuestra etnocéntrica representación política del mundo, reproduciéndose
implícita o explícitamente en el discurso contemporáneo de la Ciencia y la Política de
nuestros días” (1993: 250).
La afinidad entre sociedad y Estado-nación es enorme: es histórica, es morfológica
y es epistemológica. Más aún, las figuraciones asociadas al Estado-nación sostienen (por
presencia o por ausencia) las grandes propuestas de la sociología, de modo que el Estado-
nación no comparece sólo como el correlato empírico de la idea de sociedad que maneja la
propia sociología (Pérez-Agote, 1996), sino que también opera como su molde cognitivo,
como lo que da forma a nuestro imaginario, como aquello que modela las categorías con las
que en las ciencias sociales pensamos nuestro objeto. En los términos, bien contundentes, de
Carlos Moya: la sociedad “se identifica categorialmente con los límites que se afirman
natura-naturans con toda configuración estatal-nacional” (1993: 6). Esta reducción categorial
de la vida social a la metáfora estato-nacional hace de Leviatán una verdadera “pan-
institución donadora de sentido”, algo así como nuestro “principio general de consistencia”
(Lewkowicz et al., 2003: 31 y 65); es lo que nos proporciona metáforas, ideas del tiempo y
del espacio, conceptos y moldes. Lo que soporta nuestra geometría básica. No es pues una
mera entidad administrativa o una forma de organización históricamente situada, concreta de
la vida social. Es mucho más: es el troquel desde el que se imagina toda forma que adopte lo
colectivo en la modernidad. Tan es así que coloniza toda idea moderna de identidad y de
sociedad, y ello tanto por afirmación como por negación4. Tan es así que hoy funciona como
un supuesto no cuestionado, como la unidad de medida que se usa sin saber que lo es, como la
“clave significante de todo posible discurso sociológico” (Moya, 1993: 5).
Del otro lado está la figura, también de constitución reciente, moderna pues, del
individuo-ciudadano, nuestra herramienta para conformar la idea de persona. Tomando
nombre de “individuo-ciudadano”, una figura plena de historicidad, el yo se ha naturalizado y

4Me sitúo con eso en el lado contrario de algunas sociologías para las que existen formas de vida en
sociedad anteriores al Leviatán (comunidades, tribus…). En la posición que defiendo estas formas
son no antecedentes del Estado-nación en la línea del tiempo que une las formas de organización
colectiva, sino un producto ellas también del imaginario del propio Estado-nación, que las piensa
como sus antecedentes, sus desechos y también como sus aspiraciones. En otros términos, la
sociedad sólo existe desde que es problema y sólo es problema desde que lo social se lee como
“sociedad” y se equipara al Estado-nación. En la misma línea, José Luís Pardo dice que “la
comunidad es el problema que el Estado de derecho permite plantear, no el que no puede resolver.
Lejos de reprimir la comunidad, la sociedad la hace posible (…). La comunidad es una invención de la
sociedad” (2001: 38).

4
convertido en un “universal sociológico que acompaña a la condición humana” (Béjar, 1988:
15). Es este “individuo-ciudadano” un agente racional y soberano, el filtro de los imaginarios
colectivos, que por él anclan con el hic et nunc de la experiencia de la realidad, con su
materialidad. Es, en fin, el correlato subjetivo de las ideas de sociedad y de Estado: si éstas
organizan para nosotros, modernos, lo colectivo, aquella de individuo-ciudadano conforma
nuestro molde para pensar lo personal.
Dos rostros, que son dos maneras de presentarse de la misma cosa, la sociedad de la
sociología: el Estado-nación constituye el marco de referencia de la cara que en la tradición
sociológica concierne a la dimensión macro de lo social; el individuo-ciudadano, mientras,
soporta la otra faz de la sociología, el rostro de la acción, su dimensión micro. Ambos son
rostros históricos, situados, contingentes y hasta arbitrarios. Y sin embargo, rostros que con el
tiempo imaginamos universales y hasta eternos.
Tan es así que la sociología convierte esos rostros en límites de su objeto empírico y
luego en supuestos de su perspectiva teórica.
El Estado-nación y el individuo-ciudadano son los límites del objeto de la
sociología desde que pensamos que ésta es la ciencia que habla de la relación entre el uno y la
multitud, lo público y lo privado, lo colectivo y lo individual, la estructura y la acción…
Sociedad, decimos, es totalidad de individuos, individuo, pensamos, es persona en sociedad.
Nada más allá. Resultan de ahí algunas de las tautologías más lastrantes de la ciencia social,
tautologías a través de las que la figura del individuo-ciudadano termina compareciendo como
el correlato de la noción sociológica de “actor”, tanto como la del Estado-nación lo es de la de
“sociedad”. Unas y otras se apoyan en la exigencia de “unidad y de reversibilidad del actor y
del sistema, que aparecen como las dos caras de una misma realidad” (Dubet, 1994: 21), la de
la sociedad de la sociología. Unas y otras encierran al objeto y lo endurecen. Tanto que no le
dejan salir.
Tautologías del pensamiento sociológico
Tautología 1: Sociedad = Individuo = persona en
entre sociedad e individuo ∑ de individuos sociedad
Tautología 2: Estado = Ciudadano = miembro de
entre estado y ciudadano ∑ de ciudadanos un Estado
Tautología 3: Estructura social = Acción = agencia en la
entre estructura y acción ∑ acción estructura

3 T ERCER ENDURECIMIENTO : UN DATO HISTÓRICO DEVIENE “ UNIVERSAL


SOCIOLÓGICO ”. LOS SUPUESTOS TEÓRICOS DE LA SOCIOLOGÍA

La sociología nace de un dato (SOCIEDAD = ESTADO-NACIÓN; PERSONA =


INDIVIDUO-CIUDADANO) que luego convierte en supuesto teórico general y universal. En
efecto, en la historia del pensamiento sociológico se ha producido una importante reducción,
gracias a la que las ciencias sociales, guiadas por esas equivalencias, han concentrado su
mirada casi en exclusiva sobre objetos que respondiesen a la caracterología, historia y
ontología de sus objetos-tipo. Así fue que Estado-nación e individuo-ciudadano pasaron de su
condición original de datos situados e históricos a la de supuestos abstractos y que se
trasladaron a nuestros manuales integrando lo más elemental de la sociología que se aprende,
componiendo las vías mayores de nuestras teorías: por arriba, el Estado-nación tomó la forma

5
de supuesto-sistema; por abajo, en los dominios del individuo-ciudadano, ganó valor de
universal antropológico el supuesto-sujeto. De este último es protagonista en sus comienzos
Weber y la teoría de la acción (sujeto > sistema); del otro, Durkheim, más sensible, decimos,
a la estructura (sistema > sujeto).
Desde entonces la historia de la sociología pivota alrededor de esos dos supuestos;
por eso la narración de la historia de la sociología se reduce desde entonces a la de la
evolución de ambos y a los regulares, aunque circunstanciales, intentos de resolución de lo
que los separa: del lado de la estructura, de Durkheim a Luhmann, pasando por Parsons y
Merton; del lado de la acción, de Weber a la Escuela de Francfort, pasando a menudo por
Mead, a veces por Simmel, y siempre por Goffman o Garfinkel…
Trágico encajonamiento de la teorización sociológica, encerrada entre los límites
que marcan esos dos objetos convertidos ahora en axiomas.

4 ¿Y AHORA , SIN L EVIATÁN , PARA QUÉ Y CUÁL TEORÍA SOCIOLÓGICA ?

La teoría sociológica contribuyó a construir un campo robusto; hizo de un dato


puntual algo universal, naturalizó un hecho relativamente accidental, la sociedad. A partir de
ese trabajo, también en ciencias sociales el objeto se hizo sólido. Pero ese campo hoy se
ablanda y con esa licuefacción quiebran cuatro de las ecuaciones de más larga data en ciencias
sociales (Dubet, 1994):
1) Ruptura de la equiparación entre sociedad y modernidad (esto es, de la historia
vista como desarrollo de la razón instrumental que se extiende desde Occidente al
mundo; de la historia, asimismo, entendida como tránsito expansivo desde lo
tradicional y local a lo moderno y cosmopolita; y de los Estados-nación, finalmente,
como sujetos privilegiados de esa historia). Es la crisis de la modernidad como
proyecto civilizatorio.
2) Ruptura de la equiparación de sociedad y sistema (o lo que es igual, de la sociedad
como forma de organización coherente y autoreproductiva que comparece a través de
la idea de sistema, que, en la sociología clásica, es un engranaje bien aceitado y
funcional). La crisis de esa equiparación es la crisis de la tradición holista de la
sociología.
3) Ruptura de la equiparación cerrada entre los atributos asignados al “actor
social” y los propios del moderno individuo-ciudadano. La crisis de esta
correspondencia lo es del principio que da sustento a la dimensión amable de la
sociología, la de nuestra idea de acción, la del supuesto-sujeto.
4) Ruptura de la equiparación administrativa pero sobre todo imaginaria entre
sociedad y Estado-nación. Es ésta la crisis del “principio general de consistencia”
(Lewkowicz et al., 2003) de la dimensión estructura de la sociología, la del supuesto-
sistema.
Esas ecuaciones hacen crack y hace crack con ellas la manera de imaginar nuestro
soporte empírico. Pero es más que eso lo que se resquebraja: lo que verdaderamente se
desintegran son las metáforas que nos sostenían, las que eran la condición de nuestra
posibilidad como societarios, las que eran la coartada de nuestra posibilidad como sociólogos,
metáforas que, en efecto, revientan bajo el peso de nuevas imágenes (lo líquido, lo fluido, lo
flexible, lo débil, lo híbrido…). No estamos pues, insisto, sólo ante una crisis de nuestro

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soporte empírico, deprimido o reemplazado por otros, nuevos. Estamos, sí, ante la crisis de
nuestra metáfora, ante la crisis de nuestras pan-instituciones donadoras de sentido.
Ante la destitución de la vieja subjetividad, su cesación, el pensamiento moderno,
miedoso ante el vacío, ha acudido presto en busca de Escrituras de reemplazo para las
anteriores y así lograr, escribe Lewkowicz, que “la novedad subjetiva se inscriba en la
máquina de pensar” (2002: 220) y que advenga la tranquilidad de la mano, añade Lewkowicz,
de un “significante capaz de articular una política de nuevo cuño” (ibidem: 215). Craso error:
destituida la modernidad se agota su lógica y con ella la manera de pensar que genera. Y es
que cuando “las categorías pensadas en condiciones nacionales son incapaces de pensar la
crisis como dato permanente de nuestras vidas” (Lewkowicz et al., 2003: 34), se hace difícil
hasta el pensar mismo. Entonces, ¿cómo pensamos sin Estado? ¿cómo pensamos sin las
garantías meta-institucionales que nos proporcionaban Leviatán y ciudadano y, en su
traslación a la sociología, los supuestos sistema y sujeto? ¿cómo hacemos teoría sociológica?
Para dar respuesta a estas preguntas identifico dos opciones, que en realidad son
tres.
La primera opción da la espalda a las evidencias de crisis, regresa sobre los grandes
opus, los paridos en nuestros orígenes, y encuentra en ellos la verdad. Sólo en ellos, o en su
defecto, en los trabajos que se mantienen enganchados con lo que ellos hicieron. Es la teoría
cuando se confunde con la historia de la sociología (Merton, 1984).
La segunda opción mira de frente a la crisis, no se desanima y apuesta por dos
posibles caminos. El primero considera que hacer teoría requiere pensarse con arreglo a los
tiempos que corren y, en relación a ello, reflexionar sobre cómo la teoría sociológica opera
como una herramienta que legitima formas de entender la vida social, que construye retóricas,
que encarrila los consensos. Ese camino lleva a territorios no siempre fértiles, los de la auto-
observación, terrenos muchas veces autocomplacientes, las más cerrados sobre sí mismos.
Aunque, sin embargo, con un enorme potencial socializador si por ella optamos para
encaminar la enseñanza de la teoría sociológica.
El segundo camino es más arriesgado y conduce a pensar que, hoy, la voluntad de
teoría social pasa (quizás siempre pasó) por situarse en el medio de la tensión (cambiante,
precaria, en permanente negociación) entre la vida social y la ciencia, que primero intervino
promoviéndola al estatuto, bien ordenado, de “sociedad”, y de la que ahora se escapa.

4.1 Opción I: repliegue sobre el Lenguaje único, o a por la verdad, que está en el
origen. Babel según el Génesis 11
En el Génesis 11, uno de los del episodio de Babel, se cuenta que después del
Diluvio “toda la Tierra tenía un solo lenguaje y unas mismas palabras”. Pero la soberbia
empujó a los hombres a hacer una torre que llegara al cielo y Dios, como castigó, embrolló
(embabeló) el habla: dispersó las lenguas. Tras ello fue que los hombres abandonaron el “río
de la lengua única” (Fabbri, 1995: 132) y es desde entonces que se intenta resucitar los
antiguos equilibrios: rehacer la unidad de las cosas con las palabras; recuperar la lengua
común; dar otra vez con el lenguaje adánico, por el que los significados casan bien con sus
objetos. Es decir: en el origen —el estado adánico, prebabélico, el de antes del embrollo—
están el equilibrio y la verdad; después, buscamos aquello, pues vivimos en crisis, con las
palabras separadas radicalmente de las cosas. Hoy nos pasa eso y a algunos eso les aterra.
Pues bien, a la sociología, ahora que sus referentes teóricos se alejan del Leviatán y
del individuo-ciudadano, le pasa otro tanto: se esfuerza en reensamblarse con ese origen

7
donde se presume que se encierra la Palabra Justa, la Escritura Correcta, la nominación
precisa. Y por eso confunde, confundimos, fatalmente (Merton, 1984) teoría con historia:
creemos que hacer teoría es regresar a ese momento en donde todo arrancó. Cualquier cosa
que se diga que escape de ese origen, será falsa o incorrecta; y si algo parece nuevo, es que no
es cierto; y si resulta ser cierto, es que no es nuevo; y si resulta ser nuevo y cierto, es que no
es importante (ibidem). Así decimos, “la Palabra justa está en el origen”, en la Escritura de
alguno de los dos grandes linajes —Max Weber y las sociologías de la acción; Émile
Durkheim y las sociologías de la estructura— a través de los que toma voz, respectivamente,
el supuesto-sujeto y el supuesto-sistema. Una “Escritura como escenario ritual de la
Revelación” (1983: 26), dijo Moya hablando de Hobbes y del Leviatán. No cambió mucho la
cosa.
Si se entiende que por ahí pasa el ejercicio teórico se entenderá en consecuencia
que se trabajará con ella de manera que se enseñará, primero, lo que dijeron Los Que
Supieron Nombrar, y, segundo —segundo tanto en el orden temporal como en el de las
jerarquías— las obras que mantienen y/o recuperan el espíritu de lo que dijeron Los Que
Supieron Nombrar:
1) Lo primero nos acerca a los resultados de la genialidad creadora propia de los
“teóricos épicos”. El mismo Anthony Giddens es sensible a ésta cuando afirma que la
singularidad de estos teóricos pasa por su potencia para penetrar en lo nuclear de la
vida social, potencia por la que merecen ser atendidos: “Los teóricos épicos (…) —
escribe Giddens en la introducción de Política, Sociología y Teoría Social— son
individuos cuyo trabajo contiene (…) estos [aspectos de larga duración de la
existencia humana]. Constituyen —continúa— empresas heroicas al nivel del
pensamiento (…). Algunos teóricos épicos por tanto superan la prueba del tiempo
precisamente debido a la magnitud de sus logros, en comparación con los pensadores
anteriores o subsiguientes” (1997: 16).
2) Lo segundo nos aproxima a la gran obra, aquélla cuya importancia se justifica por su
enjundia, dimensión que se mide tanto en el tiempo (la gran obra es imperecedera),
como en el espacio (sirve para dar cuenta de cualesquiera sociedad). Patrick Baert
defiende así este género de trabajos: “Una teoría social es una reflexión relativamente
sistemática, abstracta y general sobre el funcionamiento del mundo social, [que
alcanza] un alto nivel de generalización, es decir, cuyo objetivo [es] abarcar diversos
aspectos del ámbito social, en diferentes periodos y sociedades (…), en cualquier
sociedad en vez de en una sola” (2001: 9. Cursivas añadidas).
Entre una y otra forma de acercarnos al trabajo teórico corre un hilo no demasiado
invisible: la presunción de que es posible alcanzar una teoría general de la sociedad,
identificar algo así como un principio de la vida social. Esfuerzo mayúsculo el que comporta
esa presunción, que requiere creer que es factible construir un “sistema de proposiciones
universales y apodícticas que explanen la totalidad de la sociedad (…) [que sea] de vigencia
relativamente internacional” (Moya, 1982: 201; 204). Parecía olvidado, pero esta búsqueda de
la ontología del hecho social es una cuestión a la que últimamente tienden algunos
sociólogos, prisioneros, entiendo, de los aires conservadores que acechan a las ciencias
sociales.

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4.2 Opción II: huida hacia adelante, o a reeditar la voluntad de ciencia social,
que está en el choque entre la sociología y la sociedad. Babel según el Génesis
10
Más atrevida es la segunda opción. Tiene dos versiones, que van de menos a más en
una secuencia marcada por el incremento del riesgo: del riesgo de perder certeza acerca de la
dureza del propio objeto de investigación, del riesgo de ganarla acerca de la debilidad del
sujeto que lo observa, y de su teoría.
La primera versión es más suave y hace de la teoría un lugar para trabajar sobre las
dinámicas internas de una disciplina de suyo cambiante. El argumento lo sostiene bien un
valedor del peso de Jeffrey C. Alexander (1990), que afirma que en una disciplina no
exclusivamente empírica como la sociología, acechada como estuvo y está por las debilidades
de un campo blando, la teoría es una herramienta irrenunciable para establecer marcos de
consenso y líneas de reflexión compartidas dentro de la comunidad académica. Anthony
Giddens explica la finalidad de ese trabajo, construir identidad: “todas las disciplinas tienen
sus historias ficticias, todas son comunidades imaginadas que invocan mitos del pasado a fin
de fijar su propia unidad y desarrollo interno, y también de trazar las fronteras con otras
disciplinas vecinas” (1997: 14-15). La cosa es así: siendo las sociales ciencias que se
construyen en el ámbito de los discursos, sus teorías operan como elemento clave de la
gestión de éstos, como uno de los dispositivos que ordenan los consensos y los disensos
internos de disciplinas por necesidad cambiantes y débiles, pues sus objetos —de eso permite
tomar conciencia esta apuesta— lo son. En ese marco, la teoría comparece como un
instrumento útil para definir las líneas de reflexión institucionalizadas por una comunidad y
para marcar los hitos que contribuyan a establecer consensos o abstracciones ordenadas y
naturalizarlos. Incorporada a ese enorme rubro —“discurso”— la teoría ayuda a que una
comunidad científica comparta evidencias y establezca acuerdos acerca de su límites.
Trabajando así se renuncia a la pretensión de universalidad y atemporalidad a la que
aspiran las sociologías que se repliegan sobre el Lenguaje Único. Pero la apuesta no es lo
radical que los tiempos demandan: no cuestiona lo que, en lo esencial, pone de manifiesto la
actual crisis de la sociología, la obsolescencia de “conceptos y esquemas analítico-hipotéticos
substancialmente vinculados a una teorización sociológica sobredeterminada políticamente
por su propia génesis y desarrollo en el contexto del viejo sistema eurocéntrico de los Estados
nacionales” (Moya, 1993: 8). En otros términos, esta apuesta no ayuda a preguntarse a fondo
sobre la posibilidad misma de la sociología cuando sus supuestos empíricos y sus bases
teóricas se desmoronan.
La segunda versión de esta segunda opción arranca lejos, en el Génesis 10, donde la
historia de Babel se lee de manera bien distinta a como se hace en el 11. Dice ¿no estuvieron
las lenguas siempre dispersas? Y siendo así, ¿por qué aspirar a la unidad de los lenguajes?
¿por qué hacer de la historia la del alejamiento y acercamiento a esa unidad? “¿Por qué
interpretar —se pregunta Umberto Eco— la confusión como una desgracia?” (1994: 21). ¿Por
qué, en efecto, pensarlo así si, como bien dice Paolo Fabbri, no hay origen, pues todo origen
es siempre reconstrucción, y toda reconstrucción es origen (1995: 138)? Sigamos los dictados
de las leyes de la metaforización y movamos estas consideraciones desde esta segunda
interpretación del relato de Babel al campo de la teoría sociológica; podremos dar con una
forma de abordarla en la cual importan tanto el objeto de la teoría, como el embrollo entre
ésta y aquello sobre lo que la teoría teoriza, como, en fin, los infructuosos empeños por anular
ese endiablado loop; es decir, daremos con una historia, la de la sociología, que es parte del
disparate que quiere conjurar.

9
Esta babelización de la sociología tiene importantes consecuencias para el trabajo
teórico, de las que la más relevante es que en el tono general de ese trabajo ya no resuenan los
ecos de la Gran Teoría sino, en todo caso, los de su relativización: del objeto, de su sujeto y de
lo que los une. Por eso, si el trabajo de los grandes de la ciencia social a lo largo de su
nacimiento y de la llamada “Edad de Oro” fue de endurecimiento, el actual, puede decirse así,
que es de ablandamiento.
En ese panorama, el ejercicio teórico se manifiesta como un lugar de conexión de
la disciplina con su objeto, un lugar de negociación de la sociología con la realidad social
cuando éste se le escapa. La enseñanza de ese trabajo, preocupación de este texto, ha de saber
trasladar esto mismo. No es fácil.
En un magnífico artículo, François Dubet (2004), y procurando contestar a una
pregunta con no poca trampa del colectivo GEODE (¿Es pensable una teoría sociológica
general?), nos proporciona el argumento para responder a esa preocupación. Dice Dubet que
la teoría sociológica es posible y pensable siempre y cuando concentremos la mirada en lo
que constituye, tanto en la fundación, como en la institucionalización, y en fin en la crisis
(actual) de la ciencia social, nuestro problema, en lo que da fuste a la voluntad de ciencia
social: las trenzadas relaciones, de atracción y separación, entre la sociología y la sociedad.
Es ésa la clave de bóveda de esta apuesta: pensar que el trabajo de la teoría no es
(sólo) dar fe de los rasgos (universales y atemporales) de la realidad social y de quienes
acertaron a sistematizarlos; que su particularidad tampoco radica (sólo) en descoser las
entretelas del discurso que permite hablar de forma sistemática sobre esa realidad a la
comunidad académica de cada época, sino que consiste (también) en apuntar el foco hacia los
procesos de (des)acoplamiento entre la sociología y lo social a través del concepto de
sociedad.
Ese acople se da en tres fases, dos de ellas son cómodas, productoras de certezas y
de mitologemas nunca cuestionados, molde de nuestras teorías más asentadas y de nuestras
convicciones nunca cuestionadas; una tercera es agreste e ingrata, propicia para desnaturalizar
las evidencias sobre las que no nos hacíamos preguntas:
1) La primera fase refleja el advenimiento de la sociología, advenimiento que tuvo lugar
al tiempo que lo tuvo el del concepto que (la) definía (Hacking, 2003), “sociedad”. En
esa primera fase la “sociedad” se gesta como problemática y se va moldeando a
medida que los dos supuestos empíricos e históricos de la sociología (Estado-nación e
individuo-ciudadano) devienen supuestos teóricos y no históricos (supuestos sistema y
sujeto) y colonizan la idea de sociedad. Es ése un período de fragua, de efervescencia
nominalista (Kaufmann y Guilhaumou, 2003: 11); un momento fundacional, de
génesis, de “autoarticulación conceptual de la ‘sociedad’” (ibidem). Un momento
fascinante para observarlo si sabemos ver en él un “campo de invención formidable
que permite analizar las innovaciones semánticas y pragmáticas que abre y que limitan
las posibilidades de uso del término, así como las experiencias y las expectativas
históricas que lo han hecho inevitable” (ibidem: 12). Nace un objeto —“sociedad”— y
con él un problema y una ciencia.
2) La segunda fase es la que refleja los movimientos que tienen lugar en la era de la
institucionalización de la sociología, que es la de la deshistorización de nuestros
supuestos, es decir, la de su naturalización. En ella estos supuestos se desplazan desde
un contexto específico a uno general, desde un dato histórico (la sociedad como
concepto organizador de la vida colectiva del XVIII) a una presunción ontológica (la
sociedad como concepto organizador de toda vida colectiva). La sociología se
institucionaliza así, transformando la condición coyuntural y situada del concepto

10
“sociedad” en supuesto universal, en presunción no cuestionada. A partir de entonces,
asumimos que es posible hacer la historia de ese objeto y la de sus pensadores, pues ya
nos creemos seriamente que uno y otros existen como singularidades desde siempre
diferenciadas.
3) La tercera y última fase —desde ella escribimos— marca el tercer movimiento de la
historia del acoplamiento entre la sociología y lo social a través del concepto mediador
de sociedad, que es, precisamente, el que se produce cuando se rehistoriza esa relación
y las tuercas que ensamblaban el engranaje que hacía que ésta fuese de buen
entendimiento se desajusten. Sucede esto cuando la “sociedad” y sus supuestos hacen
crisis como conceptos organizadores de la vida colectiva, cuando se desacoplan
sociología y sociedad y nos preguntamos qué sucede con la vida que antaño sólo
transcurría en “sociedad” y cuál es la relación que con esa vida social que se le escapa
puede establecer la sociología.

Tras una simple ecuación se esconde la posibilidad de la teoría sociológica:
ESTADO-NACIÓN E INDIVIDUO-CIUDADANO = SOCIEDAD (aspectos estructurales, aspectos
subjetivos) = TEORÍA SOCIOLÓGICA (supuesto sistema y supuesto sujeto)5. Crujida esa
ecuación, interrogarnos sobre qué teoría sociológica es posible no es pregunta baladí y
cualquier respuesta ha de asumir el radical cambio de registro al que obliga la era de lo POST–
(humano, moderno, social, industrial…) y de lo DES– (afección, apego, institucionalización,
orientación…) (Gatti, 2005).
En esa era no hay reemplazo para nuestras ficciones. Está señalada, sí, por una
crisis de Leviatán y de la identidad colectiva, pero por una crisis que no ofrece reemplazo: la
vida social no se va a otra parte, se sigue desarrollando dentro de las coordenadas en las que
se desenvuelven las instituciones creadas al amparo de los referentes modernos, al amparo de
la sociedad, pero esos referentes están derruidos: “La crisis actual resulta de la disgregación
de una lógica totalizadora sin que se constituya, en sustitución, otra totalidad equivalente en
su efecto articulador” (Lewkowicz et al., 2003: 32). Entonces, repito, ¿qué teoría sociológica
es posible en situación tan paradójica? ¿La construida al amparo de viejas figuras —viejas
porque modernas—, al cobijo de nuestros viejos soportes empíricos y de los supuestos
teóricos, sistema y sujeto, que les eran correlativos? Radicalmente no ¿La elaborada bajo la
protección de nuevas imágenes totalizantes, nuevas, sí, pero tan esféricas y rotundas como las
que reemplazan? Tampoco: no es tan fácil ¿Las que se limitan a señalar nuestras
responsabilidades y los procesos de construcción interna de consensos? Parece también
insuficiente.
Opto por creer que acertará con la respuesta quien piense que la única teoría
sociológica posible es la que se haga trabajando sobre el desacople de la sociología y la
sociedad; es decir, teorizando sobre un lugar que se te escapa.

5 R EFERENCIAS CITADAS

Alexander, J. C., “La centralidad de los clásicos”, en AA.VV., La teoría social hoy, Madrid,
Alianza, 1990, 22-80

5 Algunos detalles de esa ecuación se desarrollan en Gatti, 2007.

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12
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