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DE LA ENFERMERÍA
Julio Vielva Asejo
ÉTICA PROFESIONAL
DE LA ENFERMERÍA
Julio Vielva Asejo
2ª edición
1ª edición: enero 2002
2ª edición marzo 2007
Diseño Colección
Luis Alonso
Impresión
Publidisa, S.A. - Sevilla
ISBN: 978-84-330-1668-3
Depósito Legal:
A la memoria de mis padres
Contenido
DEDICATORIA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
INTRODUCCCIÓN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
SIGLAS. PÁGINAS DE INTERNET . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
PRIMERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
CAPÍTULO 1: ÉTICA Y ENFERMERÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
1.1. La enfermería como profesión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
1.1.1. Concepto de profesión. Rasgos característicos . . . . . 27
1.1.2. La enfermería como profesión . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
1.1.3. Profesiones y ética. Deberes generales de los profe-
sionales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
1.2. La función de la enfermería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
1.2.1. La esencia de la enfermería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
1.2.2. El concepto de cuidado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
1.2.3. La ética del cuidado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38
1.3. Ética y enfermería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
1.3.1. Características del buen cuidar . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
1.3.2. Las virtudes del cuidador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
1.3.3. La dimensión social de la ética en enfermería . . . . . 47
1.3.4. La enfermería, arte del cuidar . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
CAPÍTULO 2: LA RESPONSABILIDAD DEL PROFESIONAL DE
ENFERMERÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
2.1. Qué significa ser responsable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
2.1.1. Sentidos de la afirmación de responsabilidad . . . . . 54
2.1.2. Cuándo somos responsables. Criterios de adscripción
de responsabilidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
2.1.3. De qué somos responsables. Justificaciones y excusas 59
2.2. Tipos y grados de responsabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
2.2.1. Responsabilidad ética y responsabilidad jurídica. . . 60
2.2.2. Responsabilidad individual y responsabilidad colec-
tiva. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
2.2.3. Responsabilidad en la acción y en la omisión . . . . . 63
2.3. La responsabilidad del profesional de enfermería . . . . . . . . 64
2.3.1. Sentidos de la afirmación de la responsabilidad de
la enfermera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
10 ÉTICA PROFESIONAL DE LA ENFERMERÍA
EL CONTENIDO Y SU JUSTIFICACIÓN
El texto aspira a ser útil en general para quienes se interesan por estos
temas, y en particular para los estudiantes (y los docentes) de esta mate-
ria en la carrera de enfermería. La labor de un profesor de ética, quizás la
de cualquier profesor, tiene dos facetas: transmite conocimientos y trans-
mite valores. La proporción que una y otra han de tener es un asunto
debatible. Podríamos pensar que, en el caso de la ética profesional, se ha
de poner el acento en la transmisión de valores. Pero habría que hacer
sobre ello algunas observaciones: Es verdad que en la formación del futu-
ro profesional importan, no sólo los conocimientos y las habilidades, sino
también las actitudes y los valores. El ser un buen profesional, desde el
punto de vista moral, es una cuestión mucho más de adquirir y desarro-
llar los hábitos adecuados que de saber resolver situaciones moralmente
complejas. Ahora bien, la formación de los jóvenes universitarios en el
sentido ético de su profesión muy probablemente depende, más que del
profesor de ética en particular, del ambiente donde viven, estudian y cre-
cen (y está fuertemente condicionada por los ambientes donde han vivi-
do, crecido y estudiado de pequeños). Ello ha de servir para que el pro-
fesor sea consciente de sus limitaciones en este ámbito, pero no justifica-
ría dejar a un lado todo posible objetivo en esa dirección. Al menos, se
ha de pretender en un curso reglado de ética profesional contribuir a la
reflexión de los alumnos sobre los hábitos y las virtudes adecuadas para
el ejercicio apropiado, modélico si se quiere, de la profesión.
Por otro lado, hay que reconocer la legitimidad de diversos plantea-
mientos y escalas de valores en una sociedad plural como la nuestra. Sin
EL USO DE CASOS
SIGLAS EMPLEADAS
servicio que, por otro lado, se halla bien especificado: hay una defi-
nición de las funciones, tareas y competencias asociadas a la profe-
sión.
2. Es realizada por un conjunto de personas que se dedican a ella de
forma estable y para quienes dicha actividad constituye el medio de
ganarse la vida. El profesional normalmente vive de su profesión.
3. Para ejercerla se necesita una acreditación o licencia que es obteni-
da tras un período de preparación especializada y formal, durante el
cual los futuros profesionales adquieren conocimientos y habilida-
des específicos. Esa preparación es dirigida y controlada en buena
medida por el colectivo profesional.
4. Se basa en conocimientos y habilidades especiales. El colectivo pro-
fesional posee un cuerpo propio de conocimientos que se intenta
acrecentar y que guía la actividad profesional. Dicha práctica se
basa, por ello, en unos cánones establecidos con criterios raciona-
les a partir de aquellos conocimientos.
5. Es realizada tomando en cuenta el interés del cliente. El conjunto de
los componentes de una profesión se organiza para defender sus
intereses y buscar su desarrollo, pero al tiempo se preocupa también
por la calidad del servicio que presta, tomando en cuenta el interés
del cliente al que dirige sus servicios y aspirando a que sus relacio-
nes con él estén presididas por la confianza. El beneficio económi-
co no es el principal motivo de su actividad.
6. El colectivo aspira a establecer las normas y modelos de su actua-
ción y reclama juzgar la calidad de sus servicios. Una de las formas
como esta capacidad reguladora se manifiesta es la adopción de un
código ético de conducta, código que es a la vez proclamación
pública de ideales para contribuir a la buena imagen de la profesión
en la sociedad, y exigencia mínima impuesta a todos los miembros
del colectivo profesional. Mediante una capacidad sancionadora, la
profesión garantiza que quienes la ejercen se ajustan a ciertos míni-
mos morales.
han dado los pasos que la han llevado a adquirir en buena medida los ras-
gos antes expuestos como característicos de las profesiones. Así, por ejem-
plo, la definición de un campo propio de actuación y de conocimientos.
Igualmente, son recientes en la historia de la enfermería los códigos deon-
tológicos. Por ello podríamos decir, quizás, que la enfermería, desde una
perspectiva histórica, acaba de dar los pasos indispensables para poder ser
considerada una profesión. Alguien podría sostener que, más bien, los
está dando todavía, porque la autonomía no es una realidad, dada la tra-
dicional dependencia respecto a la profesión médica, y porque las fun-
ciones propias no acaban de ser unánimemente fijadas y públicamente
delimitadas con claridad3.
Es un asunto debatible en qué medida uno u otro de los rasgos ante-
riormente citados se da en el caso de la enfermería. Pero no tiene mucho
sentido discutir sobre ello en términos de si la enfermería es o no es una
profesión, precisamente por lo señalado anteriormente: que las diversas
características pueden darse en mayor o menor medida y, en consecuen-
cia, la profesión lo será en un sentido más o menos pleno. Ser una profe-
sión no es un asunto de todo o nada, sino algo que admite grados. Las
ocupaciones no se dividen en dos grupos totalmente separados, uno el de
las profesiones y otro el de aquellas que no lo son. Refleja mejor la reali-
dad la imagen de las diversas profesiones situadas en una escala, a uno u
otro nivel según el grado en el que cumplen las notas que las caracteri-
zan. En el escalón más alto, aquellas (quizás la medicina, la abogacía…)
que más clara y tradicionalmente se identifican por todos como profesio-
nes, por cumplir en un grado máximo los rasgos característicos. En el
resto, se van colocando aquellas en las que no se cumplen, al menos en
ese mismo grado, todos los dichos rasgos.
Teniendo esto en cuenta, la pregunta apropiada no es la que plantea:
¿es la enfermería una profesión?, sino más bien esta otra: ¿en qué medida
la enfermería presenta los rasgos de las profesiones y, por tanto, se apro-
xima a la profesión-tipo? Es decir, la cuestión es en cuál de los escalones
que el concepto de profesión abarca, se sitúa la enfermería. Y a esto
hemos de responder aceptando que, para llegar a ser una profesión en el
sentido pleno o prototípico, a la enfermería le faltan aún, digámoslo así,
servicios que la sociedad necesita van siendo asumidos por diversos gru-
pos profesionales, que al hacerlo adquieren un considerable poder y, por
ello, una notable responsabilidad; en sus manos queda la satisfacción de
derechos de las personas y la realización de bienes muy importantes. Una
vez que se ha organizado así la sociedad, los individuos dependen de las
profesiones que les prestan servicios y en buena medida son vulnerables
frente a ellas.
¿Qué misión tiene la enfermería como profesión y cuáles son sus fun-
ciones específicas? Estas preguntas no tienen aún una respuesta unánime
y aceptada socialmente, y de ahí provienen algunos problemas, pero sí se
va configurando una idea cada vez más precisa de lo que constituye la
esencia y la razón de ser de la profesión.
El concepto de enfermería se articula en torno al de cuidados. En una
primera aproximación, podríamos estar de acuerdo en que la enfermería,
en cuanto actividad, consiste en cuidar a los enfermos. Así surge histórica-
mente y se concibe de ordinario. A partir de ahí, la enfermería se constitu-
ye como la actividad experta de provisión de cuidados realizada por un
conjunto de personas autorizadas para ejercerla tras un periodo formativo
y la adecuada acreditación. Ese colectivo de profesionales, entonces, será
el encargado de prestar a las personas y a los grupos los cuidados relativos
a la salud. (Serán más o menos amplios tales cuidados según cómo se
entienda el concepto de salud).
El concepto de cuidar nos puede valer como eje central de la enfer-
mería, a pesar de que los límites con el de curar no estén tan claros como
a veces se supone, pues, como ha señalado D. GRACIA, el significado ori-
ginario de curar incluye la idea de cuidar y quizás es verdad que las fun-
ciones de curar y de cuidar son difícilmente separables9. Aun reconocien-
do todo esto, parece aceptarse generalmente que el médico tiene la prin-
cipal responsabilidad en –y se dedica principalmente a– curar, mientras
que la enfermera se dedica casi exclusivamente a cuidar y puede consi-
derarse experta en ese campo. Al menos, eso es lo que se afirma en las
definiciones de la enfermería.
7. HARRISON, L. (1990).
8. DUNLOP, M. J.(1986).
9. D. GRACIA, “Prólogo”, en: FEITO, L. (2000). Véase también pp. 34 y ss. del mismo libro.
Igualmente, BISHOP y SCUDER (1985) y KUHSE (1997)
10. Una presentación moderna de esta concepción de la enfermería puede verse en PHANEUF, M.
Ética y enfermería son, pues, convergentes; con tal, eso sí, de que la
primera sea suficientemente realista (que tome en cuenta las condiciones
reales del ejercicio profesional) y la segunda sea integral. Es decir, que
ambas contemplen al hombre en su totalidad y en sus circunstancias. Por
eso, de nuevo parafraseando a SPORKEN (1982: 55), puede afirmarse que,
puesto que se trata precisamente de la asistencia al paciente considerado
en su totalidad, el obrar responsablemente desde el punto de vista de la
enfermería tiende a coincidir con el obrar correctamente desde el punto
de vista de la ética, y viceversa.
Así pues, la enfermería y la ética de la profesión giran en torno al con-
cepto de cuidar, de cuidar bien. Porque este concepto tiene una dimen-
sión más bien profesional, y otra más bien moral. La tarea de una ética en
enfermería consistirá, por tanto, en contribuir a especificar cómo ha de
configurarse ese cuidar bien.
ble. Por supuesto que nos importa la corrección moral, pero aquí se trata
de algo más: buscamos la excelencia moral en nuestro ejercicio profesio-
nal. No nos conformamos con lo éticamente aceptable, sino que aspira-
mos a proponer un modelo ideal de lo que sería el cuidar propio de la
profesión de enfermería.
Al hacerlo, desarrollamos una ética del cuidar o de los cuidados, si por
tal entendemos una propuesta de las características que debe tener el cui-
dado cuando se trata de ejercerlo desde el punto de vista de una profe-
sión como la enfermería. Vamos entonces con esas características.
13. SPORKEN, P. (1982: 54). Sporken lo afirma respecto a la medicina, que es de lo que él está
hablando, pero me parece si cabe más aplicable a la enfermería.
14. En el estudio llevado a cabo en un hospital, K. STEEL Y COLS. (“Iatrogenic Illness on General
Medical Service at a University Hospital”, The New England Journal of Medicine 1981; 304:
638-42) encuentraron que el 36% de los pacientes ingresados había sufrido algún error en la
asistencia, y que de esos fallos el 9% habían generado peligro para la vida y el 2% (0,7% del
total de pacientes admitidos) habían ocasionado la pérdida de la vida. (Citado por A. L.
JAMETON (1983: 128)). Véase también al respecto BRENNAN, T.A. et al. (1991): “Incidence of
adverse events and negligence in hospitalized patients”, N Engl J Med, 324: 370-6. BERWICK,
D.M., LEAPE, LL. (1999): “Reducing errors in medicine. It’s time to take this more seriously”,
British Medical Journal 319: 136-7.
15. Véase SEGURA, A. (1998): “De la revolución de la higiene a la medicina preventiva”. Historia
y Vida; número extra 90. La medicina del siglo XX: 57-75. Citado por SEGURA, A.: “La salud
Para ayudar al que sufre, es menester procurar ‘reunirse’ con él; pero para
ayudarle de verdad, ¡hay que reconocer! su parte de soledad irreductible. La
primera decisión ética de quien desea asistir adecuadamente a un enfermo,
consiste en romper su aislamiento, pero respetando su soledad17.
presente mediante las decisiones y directrices de los gestores sanitarios. Fuera de ahí, “el cri-
terio de justicia distributiva no debe utilizarse en la toma de decisiones sanitarias”.
19. El desarrollo de la enfermería como ciencia no tiene por qué ir en detrimento del ejercicio
del arte de la enfermería, con lo que este implica de atención a los aspectos humanos y rela-
Una decisión voluntaria y una acción pueden sólo tenerse como actos `pro-
pios’ de la persona a quien corresponden si manan directamente del yo cen-
tral de esa persona, si tienen en él su auténtico origen y si ese yo central
domina y dirige la ejecución de la acción resultante de aquella, es decir, que
no sólo se `ocupa’ personalmente de ésta, sino que conserva en `sus manos’
durante todo el desarrollo de la acción que acontece el peso decisivo3.
bien que la conducta sea fruto de una coacción que impida atribuirla a rasgos personales del
impulsos, bien por algo que sucede fuera de uno mismo (sugerencias o
presiones ajenas); y segunda, emprendiendo la acción por una decisión
incondicionada. La falta de condicionamientos (representada por el
segundo de los citados modos de acción) no es lo normal, sino uno de los
casos límite, el ideal. En el otro extremo estaría el caso igualmente límite
en que la persona no dispone de ninguna esfera para la acción verdade-
ramente propia, siendo toda su actuación forzada. Entre ambos extremos
se encuentra la amplia diversidad de las decisiones y acciones propias, a
las que corresponden distintas formas o grados de responsabilidad: plena
cuando la acción se decide en ausencia de condicionamientos; más o
menos limitada, cuando al sujeto le queda margen de actuación libre,
pero existen condiciones que lo reducen de manera significativa.
Esas condiciones, para una enfermera, pueden venir dadas, a modo de
ejemplo, por unas condiciones de trabajo que no permiten un nivel alto
de calidad asistencial, o por amenazas y riesgos para la propia seguridad
en el trabajo si la enfermera se atreve a actuar de acuerdo con lo que le
dicta su conciencia.
c) Existencia de una acción o una omisión. El sujeto, bien hace algo (es
el caso más normal), bien deja de hacer (omite) algo . No siempre que el
sujeto no actúa decimos que omite o deja de hacer algo. Para que la mera
inacción constituya un dejar de hacer (una omisión) es necesario que con-
sista en una abstención o en una omisión negligente (véase el esquema).
El no hacer algo constituye una abstención cuando es consciente, y cons-
tituye una omisión negligente cuando, aun siendo inconsciente, se opone
a lo normal, lo esperado o lo debido. En esquema4:
{
{
Dejar de hacer Omisión negligente (la conducta se
opone a un deber o una expectativa
razonable)
Inacción
(No hacer algo
que se puede hacer)
Inacción simple (mero no hacer algo)
agente, o bien que éste ignore lo que está haciendo (bajo la descripción pertinente).
3. Ingarden (1980:26).
dan situaciones en las que una persona forma parte de un grupo que
como tal tiene una determinada misión que realizar, de manera que la res-
ponsabilidad correspondiente es compartida por sus miembros. En reali-
dad, sucede esto en todas las actividades de equipo. Cada uno tiene la
responsabilidad de realizar bien su función dentro del grupo, y a la vez
participa de la responsabilidad colectiva. Valga como ejemplo el funcio-
namiento de un equipo de fútbol en un determinado partido. Sale al
campo con la misión de ganar el encuentro. Esa es la empresa y la res-
ponsabilidad colectiva. Cada uno tiene su función: jugar por este lado o
por el otro; defender principalmente, distribuir el juego, atacar y marcar
goles, detener los tiros del contrario a la portería propia, etc. Si uno reali-
za mal su tarea (incumple su responsabilidad), dificulta la de los demás
imponiendo sobre ellos nuevas responsabilidades: si uno pierde el balón
tontamente, obliga a todos a un sobreesfuerzo y hace difícil la defensa; si
la defensa es un coladero, el portero se encontrará en frecuentes apuros.
Y al tiempo, cada uno ha de realizar su función de manera coordinada y
reajustarla permanentemente según la situación del equipo y las actua-
ciones de los demás: los extremos pueden intercambiar sus posiciones y
el delantero o centrocampista debe cubrir el hueco del defensor cuando
este sube a atacar. Hay situaciones en las que la responsabilidad indivi-
dual está claramente delimitada. Pensemos en el lanzamiento de penaltis
para un desempate. Tanto el portero como el jugador que tira el penalti
tienen una responsabilidad individual claramente delimitada en esa situa-
ción. El portero podrá estar más o menos inspirado, pararlo o no, pero si
no lo logra parar, no mirará a sus compañeros buscando responsabilida-
des compartidas. Otra cosa es que durante el juego los defensas hayan
dejado que el contrario se presente él solo con el balón ante la meta y
marque gol disparando a bocajarro. En tal caso, el portero probablemen-
te levantará los brazos mirando a sus compañeros y diciendo “¡Cómo me
dejáis tan vendido!”.
Es importante, pues, distinguir dos tipos de situaciones y de responsa-
bilidad:
sión. A veces puede suceder, por ejemplo, que una conducta omisiva sea
condición suficiente para un resultado, dadas determinadas circunstan-
cias. Así ocurre cuando un ciego se va a caer por un precipicio y el único
agente que puede advertírselo no lo hace (1990:149).
A pesar de esta opinión, no parece claro que la responsabilidad en la
omisión sea la misma que en la acción; al menos, no que lo sea siempre.
Puede haber casos en que no haya distinción: Lo mismo que en el ejem-
plo del ciego, si estamos encargados de un enfermo agudo grave y le desa-
tendemos malévolamente con el fin de que muera, no hay quizás dife-
rencia entre eso y matarlo. Pero las omisiones son de diversos tipos y es
verdad que en general no consideramos que quien deja de hacer algo sea
causa de las consecuencias que se deriven de la misma manera que quien
las produce mediante acción.
En resumen, somos responsables de nuestras omisiones, pero el que esta
responsabilidad sea o no igual que en la acción es un asunto debatible y
que podría no tener una respuesta igualmente válida para todos los casos.
5. Véase sobre este asunto BENJAMIN, y CURTIS, (1992:126); C. NINO (1987:112-4); J.L. AUSTIN (1989).
8. Para una exposición amplia del concepto de calidad aplicado a servicios sanitarios, véase
VUORI (1988).
Dado que la atención sanitaria es en gran medida una tarea que se rea-
liza en equipo, el profesional de enfermería puede verse involucrado en
actuaciones de otros que causan un perjuicio al enfermo. Ello da lugar a
situaciones de seria incomodidad moral para aquel profesional, en espe-
cial cuando la actividad maleficente es desarrollada o dirigida por un
médico, porque en tales casos los enfermeros, si bien saben que no pue-
den eludir una cierta responsabilidad moral, saben también que tienen
mucho que perder si se enfrentan a quien tiene más poder. Las situaciones
son de diversos tipos dependiendo fundamentalmente de dos variables:
a. El motivo por el que la acción de otro causa daño: puede ser incom-
petencia, imprudencia, negligencia o malevolencia. Lo más normal
es que se trate, bien de errores, bien de falta de sensibilidad ante
determinados daños para el paciente.
b. La implicación de la enfermera. Puede verse involucrada muy direc-
ta y activamente, por ejemplo en el caso de un paciente en fase ter-
minal, a quien el médico solicita repetidos análisis para lo que la
enfermera ha de realizar extracciones de sangre que a su juicio
molestan innecesariamente al enfermo, pues carecen de sentido y se
realizan más bien con fines de investigación no aprobada debida-
mente. En otros casos su cooperación puede ser pasiva, por ejemplo
la enfermera de la UCI que se entera de que los pacientes de un
determinado cirujano están recibiendo una información sesgada
con el fin de que se sometan a intervenciones experimentales, que
van teniendo lugar con resultados desastrosos.
Qué condición tan especial une a los pacientes con los médicos;
nuestro momento de mayor debilidad se corresponde con el de su máxi-
ma gloria. Es una estricta relación de indefensión y de poder, y por eso
resultan tan angustiosas las historias de doctores malvados. Como Mae-
so, el anestesista de Valencia, cuyo ADN acaba de confirmar que conta-
gió la temible hepatitis C a 171 pacientes. O como Kemnitz, ese patólo-
go alemán cuyos erróneos diagnósticos de cáncer han sido la causa de
que centenares de mujeres hayan sufrido la amputación de uno o ambos
pechos. Kemnitz se suicidó en su laboratorio en 1997; prendió fuego al
lugar, y con ello destruyó la mayoría de las pruebas de sus actos. Una
psiquiatra amiga mía considera posible que el patólogo equivocara los
diagnósticos premeditadamente, como una loca venganza contra las
mujeres.
Ambas historias son espeluznantes, pero lo que de verdad me inquie-
ta no es la catadura psíquica y moral de esos dos individuos, sino que el
entorno les haya permitido tales tropelías. En el caso del patólogo, sus
diagnósticos falsos fueron suficientes para que los médicos llevaran a
cabo mutilaciones bárbaras, aunque algunos cirujanos se sorprendieran
al abrir y no encontrar ningún tumor. Qué nulo interés por sus pacientes.
En cuanto a Maeso, parece imposible que sus compañeros no percibie-
ran graves anomalías en su comportamiento (de hecho, entró en una ope-
ración con botas camperas); pero era el jefe de anestesiología, y sin duda
es mucho más cómodo cerrar los ojos. Por no hablar del corporativismo
médico, que a veces se semeja demasiado al hermetismo mafioso.
Pero lo peor es que no es un problema sólo de médicos. Estamos ha-
blando del abandono de las obligaciones. De la pereza ética y el egocen-
trismo. El sentido de la propia responsabilidad es un deber social que
muchos incumplen (...). Si el caos y los miserables prosperan en el mundo,
es porque hay demasiados vagos de conciencia cerrando los ojos.
el día 1 de octubre de 1998. Las Actas se recogen en el libro Decisiones al Final de la Vida,
Ministerio de Sanidad y Consumo y Consejo General del Poder Judicial, Madrid 1998.
1. Es el del CIE de 1953. Puede verse en B. TATE (1977)
2. Cf. C. DOMÍNGUEZ-ALCON, J.A. RODRÍGUEZ, y J.M. DE MIGUEL, Sociología y enfermería, capítulo
Siendo todo esto así, no es de extrañar que las virtudes que se pedían a
la enfermera tuvieran que ver con la abnegación, la servicialidad, la obe-
diencia y la sumisión, estas últimas sobre todo en relación con el médico.
La enfermera era un instrumento más del médico en su relación paternalis-
ta con el enfermo. La ausencia de autonomía profesional de la enfermera
originaba una falta de independencia moral. Tampoco ha de extrañar en
este contexto que el colectivo de enfermería, aun siendo muy importante,
no se preocupara demasiado de las condiciones para el ejercicio de su tra-
bajo. Si hiciéramos una revisión de los textos de moral profesional para
enfermería escritos hasta hace unas pocas décadas, observaríamos que
constan de dos bloques de temas. De una parte, aquellos que plantean pro-
blemas morales no específicos de la enfermería, aunque la afectan; por
ejemplo el aborto, los trasplantes o la eutanasia. Curiosamente, en los asun-
tos de este tipo sí se contempla la posible objeción de conciencia, es decir,
el derecho (y deber) de negarse a participar en prácticas que uno conside-
re moralmente inaceptables. Y de otra parte, los problemas (o más bien,
deberes) específicos de la enfermería. Pues bien, dentro de este segundo
grupo, se atiende a deberes relativos al paciente (como el de respetar la inti-
midad), pero ocupan el primer plano los relacionados con el médico: obe-
diencia, sumisión, disponibilidad... Estos son absolutamente prioritarios, de
forma que no se contemplan posibles deberes para con el paciente que
puedan entrar en conflicto con ellos. La objeción de conciencia no parece
existir para los enfermeros en los asuntos referidos al trato con el paciente,
donde el médico es el único que toma decisiones morales.
Tales planteamientos responden a una concepción de la enfermería
como totalmente sometida a la medicina, y a la vez a un modo paterna-
lista de relación entre el médico y el enfermo.
Bastantes cosas han cambiado en no muchos años. Por un lado, ha
tenido lugar el movimiento de derechos del enfermo, que ha conducido,
entre otras cosas, a la sustitución de la relación paternalista por otra en la
que ocupa un lugar central la autonomía del enfermo. Por otro, una serie
otras ocasiones, frente al deber hacia el paciente no se sitúa otro deber, sino
una fuerza, una presión que limita la libertad del profesional para actuar
conforme a lo que reconoce como su deber, porque impone un costo muy
elevado. Esto es lo que ocurre cuando los derechos o el bienestar del
paciente se ven amenazados por un médico o por el hospital; defender al
paciente puede suponer para la enfermera sufrir persecución, rechazo, etc.
En última instancia, se niega que el profesional de enfermería pueda
tomar decisiones morales independientes. Por tanto, el asunto es si se
reconoce o no a la enfermería el carácter moral de su compromiso con el
paciente. Dado que éste carácter es un rasgo de las profesiones, lo que
está en juego es el reconocimiento de la enfermería como profesión.
moralmente más aceptable, pero se cuestione realizarla por razón del alto
sacrificio personal que supone. No estamos entonces propiamente ante
un dilema moral (pues está claro lo que la ética nos pide), aunque sí ante
un dilema práctico, que justamente consiste en que se ha de decidir si
seguir o no las exigencias de la moral con el consiguiente sacrificio de los
propios intereses. Al llegar aquí, hay que hacer una distinción que por lo
general suele aceptarse: la diferencia entre la moral de mínimos y la de
máximos, o entre el estándar ordinario y los extraordinarios en moral. El
estándar ordinario viene dado por aquellas exigencias morales que son
generales o comunes, en el sentido de que forman parte de los mínimos
morales que todos debemos cumplir. Es el rasero común con el que se ha
de medir a todos. Pero hay otras exigencias que se salen de ese mínimo
por situarse a niveles que no están al alcance de todos o que la moral
común considera que no son para todos igualmente exigibles, y por eso
constituyen estándares extraordinarios. Es este el terreno de lo superero-
gatorio, término que significa precisamente eso: aquello que está más allá
de lo debido o de lo que se puede exigir.
6. Un dato significativo es que todavía en 1980 sólo un 5% de las Escuelas de Enfermería esta-
4. Traté inicialmente este asunto en “Etica en el desencanto”, Tribuna Sanitaria, nº 26, Mayo
1990, pp. 39-43.
Desde el punto de vista del lugar que ocupan los propios intereses, el
carácter vocacional y el profesional se distinguen sin duda. Y cabe pregun-
tarse en qué medida conviene que uno y otro se mezclen en una profesión
como la enfermería. Me parece que se podría sostener lo siguiente:
menos debe reconocerse que, ante ciertas situaciones, defender los propios
derechos profesionales puede constituir uno de los deberes7.
Hay que añadir dos observaciones. En primer lugar, que una actitud de
defensa de los derechos, para ser coherente, ha de ir acompañada de la
seriedad en el cumplimiento de los propios deberes y las responsabilida-
des éticas en general. Y en segundo lugar, que dicha actitud no significa
olvidar el valor moral de la solidaridad e incluso la entrega generosa y
desinteresada hacia aquellas personas a quienes se dirige nuestra activi-
dad profesional. Para comprender cómo ambas cosas son perfectamente
compatibles basta caer en la cuenta de que las virtudes de la solidaridad,
la empatía o la generosidad tienen su lugar propio (dentro del ámbito de
que estamos hablando) en las relaciones interpersonales que el profesio-
nal establece con los destinatarios de su actividad: los pacientes, o más en
general, si se quiere, los usuarios. Mientras que la reclamación de com-
pensaciones justas para la profesión se presenta ante organizaciones sani-
tarias, en especial ante aquellas instancias que tienen poder en la organi-
zación de la sanidad y en la distribución de recursos.
En resumen: Dejando a un lado a quienes eligen abandonar la enfer-
mería, caben dos posturas principales en aquellos que justificadamente se
encuentran descontentos en su profesión: En primer lugar, la de quienes
deciden aguantar y callar, los cuales (salvo que sean héroes) suelen aca-
bar cansados y “se abandonan” a un modo rutinario y cómodo de ejercer
la profesión. Ya que de ninguna forma nos es compensado –parecen decir-
se– tratemos de que nuestro trabajo sea lo menos exigente posible. Una
actitud claramente rechazable. Frente a ella, está la de quienes se propo-
nen continuar y luchar. Lo cual significa, no sólo exigir por los medios que
sean oportunos un reconocimiento eficaz de la profesión (unas condicio-
nes de trabajo y unas compensaciones dignas); significa también “mere-
cer”, es decir, esforzarse por estar siempre a la altura de aquello que exi-
gimos y que la profesión y los enfermos necesitan. Tal esfuerzo, que ha de
ser a la vez individual y colectivo, contribuye a la dignificación de la
enfermería y ha de acompañar cualquier posible reivindicación para que
gurar y mantener unas condiciones laborales que respeten la atención al paciente y la satis-
facción de los profesionales”.
recibe como un don de parte de aquel que en ella revela una porción de
su intimidad. Pero el respeto que merecen esa intimidad y la propia rela-
ción confidencial debería impedir que lo conocido mediante dicha confi-
dencia sea usado como un obsequio que se ofrece a otros. De lo contra-
rio, se cae en el cotilleo, lo que al parecer ocurre con excesiva frecuen-
cia. Por ello resulta necesaria una reflexión sobre el valor de la intimidad
y la importancia del deber de guardar el secreto profesional en enferme-
ría, así como sobre los límites de dicho deber.
Comenzaremos exponiendo el concepto de intimidad y su relación con
el de confidencialidad. Dedicaremos un apartado al valor de la intimidad
personal. Abordaremos luego algunas exigencias éticas del respeto a la inti-
midad en enfermería, antes de detenernos en el secreto profesional.
2. “Sobre los deberes éticos con los demás atendiendo especialmente al de la veracidad”, en
Lecciones de Ética, Ed. Crítica, Barcelona, 1988, p. 272
3. Véase, por ejemplo, BEJAR, E. (1988: 44, 85, 200).
4. Suele reconocerse que el tema comenzó a discutirse públicamente a partir del famoso artí-
culo de WARREN, S. y BRANDEIS, L. (1890), “The right to privacy”, Harvard Law Review 4: 193-
220). Reeditado en SCHOEMAN, F.D., ed., (1984: 75-103).
5. GONZÁLEZ GAITANO (1990: 26), citando el autor la definición que de la voz “Intime” ofrece el
tido más estricto y propio, el significado de este término sería más bien el
que GONZÁLEZ GAITANO señala en segundo lugar. Utilizaré normalmente el
concepto amplio de intimidad, procurando que por el contexto o indica-
ciones expresas quede claro cuándo lo uso en un sentido más estricto.
Ocasionalmente recurriré al neologismo privacidad y también a la expre-
sión ‘vida privada’ como equivalente a aquel sentido lato.
Trésor de la langue français, tomo X, París 1973, p. 474, que resulta válida también para nues-
Así pues, podríamos decir que la intimidad viene constituida por ese
ámbito o margen en el que la persona es y se siente libre de la observa-
ción ajena, de la coacción para elegir o actuar y del conocimiento acer-
ca de sí por parte de los demás8.
4.2.3. CONFIDENCIALIDAD
El ámbito de lo íntimo pertenece a la persona, que es quien normal-
mente controla o decide la información que revela. Con frecuencia, en el
contexto de relaciones personales o profesionales, decide desvelar una
parte de esa intimidad a alguien, con carácter de exclusividad; es decir, se
lo confía sólo a él. Estamos ante una confidencia. La confidencialidad
consiste en el carácter protegido o reservado con que deben tratarse esas
comunicaciones habidas en ciertas relaciones especiales, como son las
que tienen lugar entre amigos o en ciertos ámbitos profesionales.
Obsérvese que la confidencialidad tiene una doble cara y una doble
función9: de una parte, ocultar a los demás, en general, la propia intimi-
dad; de otra, comunicarla a ciertas personas en quien se tiene especial
confianza y que se llaman “confidentes”. Lo cual responde a una doble
necesidad que todos, desde niños, experimentamos: la de tener secretos y
la de revelarlos a ciertas personas con las que mantenemos una especial
relación; es decir, la de ser dueños de nuestra intimidad y la de hacer con-
tra lengua.
6. K. GREENAWALT, “Privacy”, en W. REICH (1978).
7. F. D. SCHOEMAN, “Privacy. Philosophical dimensions of the literature”, en SCHOEMAN (1984).
8. Coincide en señalar los mismos elementos A. SIMMEL en la entrada “Intimidad, esfera de la”,
de la Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales (vol. 6, Aguilar, Madrid 1975, pp.
247-252), si bien cree, al contrario que Schoeman, que el propio concepto de intimidad
incluye también un elemento normativo: “El concepto de intimidad está relacionado con los
de soledad, secreto y autonomía, pero aquella palabra no es sinónima de éstas. Además de
los aspectos puramente descriptivos de la intimidad como aislamiento de la compañía, la
curiosidad y la influencia de otros, la intimidad implica un elemento normativo: el derecho
Intimidad Confidencialidad
fuera del campo de esas relaciones. Viene así a plasmar nuestro reconoci-
miento de los límites del hombre para salir airoso de situaciones en las que
existe al mismo tiempo desacuerdo y necesidad de cooperación.
En la misma línea, y frente a los escépticos ante el valor moral de la
intimidad, F. SCHOEMAN12 argumenta que no siempre es deseable un cono-
cimiento máximo del otro. La revelación de información íntima sólo cabe
(es apropiada y puede tener lugar) en un tipo de relación especial, que se
caracteriza por una cierta implicación mutua. Fuera de ahí es contrapro-
ducente, y ello a la vez en razón del oyente (que no puede responder libre
y positivamente a ese tipo de exigencia en cada relación) y en razón del
hablante (que necesita que el otro comprenda el significado que para él
tiene la información compartida. Tampoco sería deseable un mundo en el
que todas las relaciones fueran de ese tipo. Ni puede decirse que haya
engaño en otros casos. La psicología social y clínica y la sociología expli-
can que la persona adopta diversos roles y presenta diversas facetas según
el contexto. Si no existiera esa multiplicidad (si no hubiera intimidad),
alguna de sus dimensiones se perdería.
A este respecto, son interesantes los estudios de E. GOFFMAN en rela-
ción con la deferencia y los rituales de presentación (invitaciones, salu-
dos, etc.) y de evitación; éstos están constituidos por todos aquellos com-
portamientos y fórmulas de cortesía que llevan a mantener una distancia
con respecto al receptor, respetando así lo que Simmel llamó la “esfera
ideal” alrededor de la persona. Dicho con otras palabras, serían fórmulas
destinadas a no violar la intimidad del individuo, y entre ellas destacan las
diversas formas respetuosas de trato (uso del “usted”) así como la evita-
ción del contacto físico. Es interesante que GOFFMAN resalta la constante
tensión entre los rituales de presentación y los de evitación, que viene a
ser la tensión entre la necesidad de interacción y la exigencia de respeto
a la intimidad de cada ser humano13.
Quizás todo ello se podría resumir diciendo que la intimidad es:
11. Véase R. GAVISON, “Privacy and the limits of law”, Yale Law Journal, 1980; 89: 421-71; en
SCHOEMAN (1984: 346-402).
12. “Privacy and intimate information”, en SCHOEMAN (1984: 404-410).
13. GOFFMAN, E., “The Nature of Deference and Demeanour”, American Atrhopologist, 1956; 58:
473-502. Véase BÉJAR (1988: 159).
20. Cf. “AIDS and a Duty to Protect”, Hastings Center Report, vol. 17, nº 1 (1987) pp. 22-23;
1. Recogida de datos
Entre otras cosas, hay que tomar en cuenta que se trata de una menor,
que quien se interesa es su madre y que el embarazo no está confirma-
do.
2. Planteamiento
Parece que estamos ante un conflicto entre el deber de guardar el secre-
to profesional y el deber de beneficencia hacia la chica, que nos exigiría
buscar lo mejor para su salud y su bienestar. Puede pensarse que está
también en juego la defensa de una vida humana en germen, pero en rea-
lidad esto no es algo que haya de entrar en el planteamiento inicial y
principal, por dos razones: primera, que el embarazo no está confirma-
do, y segunda y fundamental, que desconocemos los efectos que la reve-
lación a la madre pudiera tener sobre la decisión respecto al embrión. Si
el embarazo se confirma, habrá de tenerse en cuenta el valor de la nueva
vida humana que ahí aparece, pero eso no nos debe llevar a pensar que
lo principal que aquí se plantea es un caso de posible aborto. El conflic-
to principal no debe plantearse en términos relativos al aborto.
3. Análisis y razonamiento
A mi entender, este problema no se puede abordar correctamente sin dis-
tinguir dos momentos:
1. En primer lugar, la situación actual que se presenta en el caso; es decir,
la enfermera con la chica y la madre en la consulta y con la sospecha de
un embarazo que no ha sido confirmado. ¿Se dan circunstancias que jus-
tifiquen la violación del secreto profesional? Probablemente, las razones
para romper el secreto no sean suficientes en ese momento.
ÉTICA
ÉTICA DE DE
LASLAS PROFESIONES
PROFESIONES
128 ÉTICA PROFESIONAL DE LA ENFERMERÍA
4. Conclusión.
Debe concluirse cuál sería la conducta recomendable, en la primera situa-
ción y en la segunda. No tiene por qué ser la misma en uno y otro caso.
Antes de proseguir, conviene dejar señalado que hay otro tipo de infor-
mación. O más bien, otro tipo de situaciones en las que se ha de dar al
enfermo información acerca de su estado de salud: aquellas en las que se
trata de contar con su consentimiento antes de proceder a actuar sobre él
con fines diagnósticos, terapéuticos o incluso de investigación. El consen-
timiento informado, como el propio nombre indica, incluye un momento
de adecuada información. Este tema, no obstante, es objeto del capítulo
siguiente porque plantea un problema distinto, aunque relacionado.
La conveniencia de distinguir entre sí estos dos últimos problemas (es
decir, la veracidad sobre el diagnóstico y pronóstico por un lado y el con-
sentimiento informado por otro) se comprende mejor cuando se cae en la
cuenta de las siguientes diferencias:
21. Cf. VALLS MOLINS, R., (1996:122), que me ha sugerido algunas de las preguntas.
1. Véase VILÀ A. (1997).
2. El caso de la investigación pone de manifiesto más claramente que en la información dirigi-
Bien puedo querer la mentira, pero no puedo querer, sin embargo, una ley uni-
versal de mentir, pues, según esa ley, no habría ninguna promesa propiamen-
te hablando, porque sería inútil hacer creer a otros mi voluntad con respecto
a mis futuras acciones, ya que no creerían mi fingimiento, o si, por precipita-
ción lo hicieran, me pagarían con la misma moneda. Por lo tanto, tan pronto
como se convirtiese en ley universal, mi máxima se destruiría a sí misma5.
Juan Miguel Palacios. En Kant, I., Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1986. Con un interesan-
te estudio preliminar de Roberto Rodríguez Aramayo.
7. KANT, o.c., p. 63
8. Permítaseme por ahora decirlo así (“el médico”), dado que la concepción más extendida es
Como se ve, en este texto subyace la idea, muy propia del pensamien-
to clásico antiguo y muy influyente en toda la ética médica, de que el
enfermo es una persona débil en todos los sentidos. La palabra latina infir-
mus recoge ese significado: in-firmus, desprovisto de fuerza o de firmeza.
Se asume que la enfermedad debilita al enfermo, no sólo en el orden bio-
lógico, sino también en el orden psíquico y el moral11. Como consecuen-
cia, se considera necesario tratar al enfermo como a un niño, a quien hay
que proteger y educar. Tal es el origen del paternalismo tradicional en las
relaciones entre el profesional sanitario (el médico principalmente, pero
no sólo) y el enfermo.
A pesar de las profundas raíces históricas que posee esta tendencia al
ocultamiento, y de que pervive en nuestros días, no conviene perder de
vista el hecho de que durante un largo período histórico las cosas fueron
de otro modo. Como nos explica ARIÈS12, hubo un tiempo (más o menos
la Edad Media) en el que la actitud predominante ante la muerte era la
familiaridad. Es lo que él llama la “muerte domada”. El enfermo espera-
ba la muerte en la cama, con tranquilidad, sintiéndose el protagonista y
el presidente de toda una “ceremonia pública y organizada”, que tenía
lugar en la propia habitación y que procedía según un ritual que culmi-
naba en la absolución y que pasaba por ir llamando a los familiares, pedir
perdón, dar consejos y despedirse. Todo ello con solemnidad, pero a la
vez con sencillez, sin dramatismo.
Pues bien, en este contexto de actitudes sociales, el momento de la
muerte era previsto por el propio enfermo. El retraso notable de la muer-
te sólo se producía en casos excepcionales, al igual que la muerte repen-
tina, que por cierto era temida (a subitanea et improvisa morte, libera nos,
Domine). Ese temor se debía, en parte, a que la muerte imprevista no
dejaba tiempo para el arrepentimiento y el arreglo de cuentas con Dios,
pero también a que impedía que el sujeto fuera el dueño de su muerte y
tuviera en ella el protagonismo que le correspondía13. Y si alguien se
negaba a reconocer los signos claros del final de su vida, era juzgado con
severidad: a la vez criticado por los moralistas y ridiculizado por los satí-
ricos. En esta mentalidad, pues, no se concebía que el paciente descono-
10. Sobre la decencia, en Escritos hipocráticos (ed. C. García Gual), vol. 1, Biblioteca Clásica
Gredos, Madrid, 1983, p. 209.
11. D. Gracia ha expuesto estas ideas con amplitud en diversas publicaciones. Véase, por ejem-
plo, GRACIA (1989ª:41).
enfermo de cáncer toda la verdad. “Dígasele que puede morir, que proba-
blemente morirá, pero no (...) que morirá, que va morir”.
Por contra, el propio GARCÍA-SABELL, citando las experiencias de los
campos de concentración nazis, observa que la criatura humana está pre-
parada para soportar todo lo soportable, que posee una fuerza de reserva
que no siempre sale al exterior, pero que permite aceptar las situaciones
más desesperadas y superarlas. Hay un momento decisivo en que, desde
la hondura de la miseria, el hombre que había caído en un proceso de
regresión, se yergue y entra en progresión al vislumbrar una luz que viene
dada por los valores; valores que otorgan sentido a la vida humana y que
a la vez son exteriores y forman parte esencial de su ser. Son valores
morales y también religiosos. “La palabra Dios es la que mejor abarca esa
enérgica, indestructible y misteriosa estructura. Con ella de la mano, el
hombre se siente autónomo, señor de sí mismo e invulnerable”. Y cita
estas frases de V. FRANKL (que pasó por la experiencia de los campos):
“Muchos prisioneros han salido de la cárcel con la impresión de no temer
ya a nada, salvo a Dios. Para ellos el campo de concentración fue una
ganancia”18.
De manera que a las puertas de la muerte, puede haber una positivi-
dad, aunque no sea fácil acceder a ella, pues exige un punto de acepta-
ción absoluta, y muchos ciegos impulsos plantan obstáculos en el cami-
no. Y añade que ello puede ser un argumento a favor de los partidarios de
comunicar la verdad al enfermo con claridad. “Pues es evidente que la
objetividad que no adorna la realidad sin máscara se soporta a la larga
con más holgura que la revelación cautelosa lograda con pequeñas insi-
nuaciones y mínimos sobreentendidos. Como siempre sucede en la vida,
todo lo que es nítido es soportable, por cruel que nos parezca. Y todo lo
que está nublado y difuso, acaba por sernos insoportable. Las certezas a
medias son malas certezas. Y para que haya progresión tiene que haber
antes regresión” (1999: 130).
Quizás esta claridad puede ser entendida como transparencia, en
lugar de como transmisión fría y seca de la verdad. Y si así se toma, no
tiene por qué entrar en conflicto con lo antes expuesto sobre la necesi-
(1990: 40). Y expresa así su dificultad para hablar con la gente acerca de
su enfermedad:
“Ojalá no existiera esta pregunta mecánica: ¿Qué tal? Basta con responder
sencillamente ‘no demasiado bien’ para provocar nuevas preguntas. Hoy he
caído dos veces en la trampa, al encontrarme en poco tiempo a dos colegas
cuando volvía de la Universidad. La verdad a medias no se la creen, eso lo
tendría que haber pensado antes. Sólo puedo decir que estoy bien o que
tengo cáncer. Lo primero es una mentira y lo segundo una verdad innecesa-
ria. Probablemente sea mejor decir la mentira” (1990: 41).
17. Stay of Execution, The Bodley Head, Londres, Sydney, Toronto, 1973.
Los críticos de este modelo señalan, con bastante razón: (a) que esa
no puede ser la única ni la principal función de la enfermería, (b) que
parece presuponer el conflicto en lugar de la cooperación entre los diver-
sos profesionales de la salud y (c) que la protección de los derechos de
los pacientes es una tarea que desborda a la enfermería y en la que deben
participar también otros profesionales.
Creo que pueden aceptarse estas críticas y, no obstante, reconocer que
la preocupación por el respeto de los derechos de los enfermos es algo
que también incumbe a la enfermera. No como función principal quizás,
y no sólo a ella, pero le incumbe. Se trate del derecho a la información o
de cualquier otro, aunque no sea la enfermera la responsable de satisfa-
cerlo, puede interesarse por que se respete. Si esto se reconoce así, aun-
que se siga aceptando que es el médico el encargado de informar sobre
el diagnóstico (o incluso mientras se siga pensando que lo es), la enfer-
mera tiene algunas vías de intervención. Por ejemplo, recordarle al enfer-
mo que tiene ese derecho y ayudarle a reclamarlo.
“Un médico tiene que estar a nuestro lado, inspirarnos confianza, ayu-
darnos, explicarnos; incluso, si es necesario, tiene que ser capaz de men-
tirnos.
... A mí me mintieron y considero que me hicieron un gran favor, porque
gracias a esa mentira, tuve ganas de luchar. Con sus engaños, mis fami-
liares y mis médicos me dieron la esperanza de que podía salir bien.
De manera que puesta ante la crucial pregunta, yo contestaría que sí, que
en ciertos casos extremos estoy a favor de la mentira piadosa y en contra
de la información ‘a la americana’” (p. 123).
“La pregunta es: ¿hasta qué punto el médico debe decirle al paciente la
verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad? Yo quería saber la ver-
dad, pero sólo ‘mi’ verdad, la que me convenía saber. Pero está bien que
me hayan engañado. Ya sé que es una contradicción, pero... ¿qué ser
humano no tiene contradicciones?” (123-4).
Creo que es más fácil estar de acuerdo con la autora después de ver
los matices que se introducen en este último texto. Hay que dejar siem-
19. Cf. MAY, C., (1990: 307-315). En el capítulo 10 trato este tema más ampliamente.
OCULTAR EL PRONÓSTICO
ra. El tono general de la respuesta del Dr. Montenegro, sin ser hostil, fue
de seguridad en sí mismo y desaprobación.
Luego, Mar expuso esto a la supervisora y le pidió consejo. Tras reco-
nocer que la postura del médico colocaba a Mar ante un serio dilema,
la supervisora le recomendó seguir las instrucciones del Dr. Montenegro
para evitar una confrontación desagradable. Si este tipo de asuntos de
verdad molestaba a Mar, añadió la supervisora, ella trataría de reducir
todo lo posible el número de veces que tuviera que hacerse cargo de
pacientes del Dr. Montenegro22.
1) Recogida de datos. Señálense los datos que se nos ofrecen y que pue-
den ser relevantes. Entre ellos: el carácter incurable de la enfermedad,
que se da por seguro; la situación personal y familiar de la señora
Hernández, recientemente divorciada; la relación con las hijas y la opi-
nión de éstas sobre el asunto; la relación establecida con la paciente por
la enfermera y el conocimiento que tiene de ella; las actitudes del médi-
co y de la supervisora. Quizás algún otro…
CONCLUSIONES
BACKHURST, D. (1992): “On lying and deceiving”, Journal of Medical Ethics, 18: 63-6.
CATTORINI, P. (ed.) (1994), Una verità in Dialogo, Europa Scienze Umane Editrice,
Milán. (Segunda parte: “La verità al malato”).
JACKSON, J. (1991): “Telling the truth”, Journal of Medical Ethics, 17: 5-9.
OKEN, D. (1967): “What to Tell Cancer Patients: A Study of Medical Attitudes”, en:
GOROVITZ, S. et al., Moral Problems in Medicine, Prentice-Hall, Englewood
Cliffs, Nueva Jersey, 1976.
VEATCH, R. M. y BOK, S. (1978), “Truth telling”, en REICH, W.T. (coord.), Encyclopedia
of Bioethics, The Free Press, Nueva York, pp. 1677-1688.
Cuando faltaban veinte años para terminar el siglo XX, apenas se había
oído hablar del consentimiento informado en España. Dos décadas des-
pués, recién iniciado el siglo XXI, es uno de los temas sobre los que más
se debate y se publica en el ámbito de la bioética y la ética de las profe-
siones sanitarias. Por lo que respecta a la enfermería, quizás no ha habi-
do tiempo aún de asimilar y desarrollar todas las implicaciones de esos
nuevos planteamientos. Algunos códigos deontológicos recientes, como
el de la enfermería española, se hacen eco de ellos, no sin ciertas vacila-
ciones, como veremos más adelante. Parece ser éste un tema que requie-
re aún reposo, reflexión y maduración, una tarea que habrá que realizar
entre todos. En el presente capítulo trataré de exponer las razones de la
irrupción reciente de este tema en el panorama de la ética sanitaria, el
concepto y los componentes del consentimiento informado, sus funda-
mentos morales y algunas implicaciones para la profesión de enfermería.
ciales en las primeras décadas del siglo XX. La más famosa es una de 1914
en la que el juez Benjamin Cardozo afirmaba que:
Todo ser humano de edad adulta y juicio sano tiene el derecho a determinar lo
que debe hacerse con su propio cuerpo; y un cirujano que realiza una interven-
ción sin el consentimiento del paciente comete una agresión (assault) por la que
se le pueden reclamar legalmente daños3.
de 1973. En España, el Insalud hizo pública en 1984 una Carta similar, que quedó recogida
con algunas modificaciones en el artículo 10 de la Ley General de Sanidad de 1986.
3. Se trata de la sentencia del caso Scholoendorff v. Society of New York Hospitals. La cita está
tomada de Simón, P. (2000: 52).
4. El conocido como Informe Belmont es el producto de los trabajos durante cuatro años de una
Comisión nombrada por el Congreso Norteamericano para el estudio de los problemas éticos
relacionados con la investigación biomédica. El Informe se ciñe a ese terreno, pero su influen-
cia se ha extendido más allá de él.
5. Actualmente en España por Ley 25/1990 (del Medicamento), de 20 de Diciembre, que estable-
mación que se debe dar es aquella que una hipotética persona razonable
que estuviera en el lugar del enfermo desearía conocer. Probablemente es
éste el mejor criterio que se puede seguir para redactar formularios escri-
tos de consentimiento informado. Pero también se ha sugerido que en este
asunto no deberían seguirse criterios objetivos, sino más bien subjetivos;
es decir, que la información adecuada es la que el enfermo concreto
requiere en cada caso.
INFORMACIÓN Y CONSENTIMIENTO
LAS TRES CARAS ÉTICAS DE LA INFORMACIÓN RESPECTO AL PACIENTE
Así pues, la primera se distingue de las otras dos en que afecta a cualquier
dato sobre el paciente y sobre todo en el carácter de reserva frente a los
demás. Se trata de información que se debe ocultar a los demás, mientras que
en las otras dos se trata de información que se debe dar al paciente.
La segunda y la tercera se distinguen básicamente entre sí en que la
segunda se refiere a información no dirigida a un fin, como es en la tercera
obtener el consentimiento. Por ello podríamos decir que la última es una
información instrumental (destinada a conseguir algo) y su exigencia moral
es indirecta o derivada (es una consecuencia de la exigencia moral primaria
de pedir el consentimiento para actuar sobre una persona) mientras que la
segunda no es medio para ningún fin, sino una exigencia directa de la ética,
con independencia de su necesidad para tomar decisiones.
Quizás resulta excesivo decir ‘siempre’ y sería más exacto haber pre-
cisado ‘salvo excepciones’ (de urgencia, por ejemplo). Por otro lado, se
omite decir que el consentimiento ha de ir precedido de la adecuada
información, pero este aspecto se recoge en el artículo 10, donde se
establece que “es responsabilidad de la enfermera/o mantener informa-
do al enfermo, tanto en el ejercicio libre de su profesión como cuando
ésta se ejerce en las instituciones sanitarias, empleando un lenguaje
claro y adecuado a la capacidad de comprensión del mismo”. Dejando
a un lado el problema de que en este nuevo artículo no se indica ningún
límite a la responsabilidad de la enfermera de mantener informado al
Es algo comúnmente aceptado lo que señala este artículo, que por eso
no parece discutible en su fondo.
ce las exigencias básicas para la realización de un ensayo clínico, y por el Real Decreto 561/
1993, donde se detallan los requisitos para la aceptación de proyectos de investigación clínica.
6. Algo se dice al respecto en los dos artículos siguientes (11 y 12), que parecen dedicados a la
veracidad con el enfermo en la información no necesariamente relacionada con el consenti-
miento, mientras que este artículo 10 parece pensado para la información como requisito
para la validez del consentimiento.
7. Comento este punto en el Apéndice 2, donde hago alguna conjetura acerca de por qué puede
dad es más fácilmente perseguible por la vía judicial, pero desde el punto
de vista moral la enfermera ha de sentirse obligada a proteger la autono-
mía del paciente tanto en un caso como en el otro.
Por el otro extremo, basta con una capacidad básica para decidir en
aquellos casos en que el enfermo:
haber sido redactado así el artículo 7. En cualquier caso, entiendo que habría de eliminarse
de dicho artículo el inciso “en el ejercicio libre de la profesión”.
8. DRANE, J.F. (1984), (1985).
9. En el caso extremo de que los beneficios no compensen en absoluto los peligros, podría ser
inmoral para el sanitario actuar, por ir en contra del principio de no maleficencia. Lo dicho
aquí hay que entenderlo referido a ese margen en que la actuación no va contra el deber de
no hacer daño.
La manera como nos comprendemos a nosotros mismos hoy día está aún
parcialmente influida por la metafísica y la antropología del racionalismo
del s. XVII, particularmente por la idea de sustancia. En esa filosofía suele
perderse de vista el carácter activo del ser humano y la importancia de sus
interrelaciones con los demás seres del mundo, así como su continuo hacer-
se en dicha interacción. Puede decirse, sobre todo después de Darwin, que
este carácter de continuo hacerse y de esencial intercambio con el mundo
son los rasgos básicos del ser humano. Y en este trato con los demás seres
se va construyendo nuestra identidad personal. La persona humana es en el
mundo a la vez agente y paciente, se halla en flujo dinámico constante
(como opuesto a la fijeza de la sustancia) y tiene un carácter esencialmente
temporal (no tiene sentido considerarla fuera del tiempo) y mundano.
Todo lo cual tiene las siguientes implicaciones para la ética en el ámbi-
to de la enfermedad crónica y la rehabilitación: Quienes han quedado
afectados por una enfermedad incurable o un deterioro permanente, han
sido tocados en lo más profundo. Ya no pueden interactuar como antes.
Sus yos dinámicos, sus identidades personales, han sufrido pérdidas irre-
cuperables. La tarea que se les presenta es desarrollar un nuevo yo a par-
tir de las cenizas del anterior. Hay que tener en cuenta esto y no limitar-
se a tratar el cuerpo (la res extensa), como si la res cogitans fuera por otro
lado y no estuviera esencialmente afectada.
Pero además, en relación con el respeto a la autonomía, las obligacio-
nes éticas no se reducen a obtener el consentimiento informado. Pues el
verdadero yo no es solamente racional y tomador de decisiones, ajeno a
las vicisitudes corporales y mundanas. Cuando se produce un trauma que
deja lesiones graves permanentes, ese yo dinámico orientado hacia el
mundo ha de experimentar cambios muy importantes. Mientras ese ajus-
te, que puede resultar atormentador, se produce, ¿quién es y dónde está
el yo que ha de ser informado y manifestar lo que quiere? Piénsese en el
jugador de fútbol o el joven atleta que, tras un accidente, queda tetraplé-
gico o ha de sufrir la amputación de una pierna; o en el ama de casa que,
por cualquier causa, no puede ya cuidar de su hogar ni de sus hijos.
¿Cómo saber lo que estas personas quieren? ¿Pueden en realidad saberlo
ellas mismas antes de desarrollar un nuevo yo, de regenerar su propia per-
sonalidad, adaptándose a las nuevas condiciones?
Desde el punto de vista ético, en esas circunstancias, parece perverso
(o sencillamente miope) centrarse en el respeto a la autonomía, el con-
10. Entre esos dos polos caben, desde luego, muchos niveles intermedios. DRANE establece una
tipología de tres nieveles. Véanse los dos artículos citados.
11. Anagrama, Barcelona 1997. Véase, por ejemplo, el capítulo titulado “El caso del pintor ciego
al color”, en el que se nos presenta la historia de un pintor que, tras un accidente, sufre cegue-
ra al color (acromatopsia). En una primera etapa parece incapaz de soportar la visión acromá-
tica, busca ayuda desesperadamente e incluso piensa en el suicidio. Pero poco a poco va
aprendiendo a desenvolverse con su nueva visión, se adapta a la nueva percepción del mundo,
que ya no le parece lamentable sino sencillamente distinta; incluso le encuentra algunas ven-
tajas y le saca provecho para la creación artística. Hasta el punto de que, cuando alguien se
acerca con un supuesto remedio para su pérdida del color, la contestación del pintor es que él
se encuentra muy a gusto y no se plantea alterar su particular percepción del mundo.
12. A veces, incluso, el paciente aprende a sacar partido a la nueva situación, que sirve para reve-
lar capacidades y desarrollar formas de vida antes totalmente desconocidas, como dice en el
Prefacio el autor, quien apunta que en tales ocasiones se produce una adaptación e incluso
una transmutación del yo, con frecuencia apoyada en la plasticidad y la capacidad de rege-
neración de nuestro cerebro.
13. Merece la pena destacar el artículo de P. SIMÓN e I.M. BARRIO (1995), del que tomo algunas
ideas en lo que sigue.
14. Firmado el día 4 de abril de 1997, y publicado en el BOE nº 251 del miércoles 20 de octu-
bre de 1999.
15. No se trata aquí de abogar en favor de la teoría de la enfermera como “representante del
paciente” y la defensora de sus derechos. Como bien se expone en el artículo citado en la nota
anterior, dicha teoría presenta numerosos problemas, entre ellos el dar a entender que la pre-
ocupación por los derechos del enfermo puede ser asunto propio de una profesión, cuando
más bien debe serlo de todos los implicados en la atención sanitaria. Pero sí es verdad que
algunos influyentes modelos (V. Henderson, D. Orem, H. Peplau) de lo que es la enfermería
TESTIMONIO
rófano, apareció otra vez la misma señora para hacerme el siguiente inte-
rrogatorio:
– ¿Sabe usted que se puede morir? –me espetó.
– Sí, y usted también –le respondí.
– Quiero decir, ¿es usted consciente de que puede morir durante la ope-
ración? –remachó.
Yo, aterrada desde la camilla, contesté con un débil:
– Sí.
Pero esto tampoco le pareció suficiente y arremetió de nuevo:
– ¡Ah! Entonces tiene que firmarme que le he dicho que se puede morir.
– De acuerdo –dije.
Pero cuando ya mi camilla estaba en medio de las puertas de vaivén, que
se me antojaban como las puertas de ‘El infierno’ de Dante (‘Vosotros, los
que entráis, abandonad toda esperanza’), la señora insistió:
– ¿Y aún así, a pesar de saberlo, quiere usted seguir adelante?
Yo contesté:
– ¿Acaso tengo alguna otra alternativa razonable? (113-4)
Comentario:
La obsesión legalista y la actitud defensiva puede conducir a una falta
de sensibilidad al pedir el consentimiento.
5) Cada cosa, cada prueba, el más mínimo procedimiento clínico van pre-
cedidos de un papel en el que te informan sobre todos los efectos y con-
secuencias nocivos que aquello puede causar en tu organismo y, si no lo
firmas, no se realiza la prueba en cuestión. Por regla general, esto se lleva
al extremo.
Por ejemplo: para hacerse un análisis de sangre hay que firmar un papel
que exime al personal del hospital de responsabilidad en caso de que,
después de realizada la extracción, se produzca un shock hipovolémico
(...) que pueda causar la muerte. Y eso tratándose de un simple análisis de
sangre (113).
Comentario:
Determinadas actitudes en este tema pueden dar lugar a exageraciones;
es lo que podríamos llamar ‘sacar las cosas de quicio’ al pedir el con-
sentimiento.
P. Simón,
“El consentimiento informado y la participación del enfermo en las
relaciones sanitarias”
Medifam 1995; 5(5): 264-71
[Reeditado en A. Couceiro, Bioética para clínicos, pp. 133-44, de
donde está tomada la cita, pp. 140-1]
Conclusiones:
• En el caso de aceptar la negativa del paciente, convendría anotar en la
historia de enfermería que se le ha informado de los riesgos, y que él se
ha negado. Quizás estaría bien que firmara su rechazo a la sujeción
mecánica.
• Convendría avisar a la familia y pedirles la colaboración que puedan
prestar. A veces, distribuyéndose la jornada, se puede lograr acompa-
ñarle bastante tiempo. Porque es frecuente en los hospitales que las visi-
tas se concentren en determinados momentos del día, de manera que el
paciente está a veces excesivamente acompañado y en otras ocasiones
se encuentra solo.
16. Sobre esos dos modelos del consentimiento, el puntual y el progresivo o procesual, véase
LIDZ, C. W, APPELBAUM, P. S. y MEISEL, A., (1988).
1ª) Por los profesionales que conoces, ¿crees que la enfermería tiene la
sensibilidad suficiente hacia la autonomía de los pacientes? ¿Y la medi-
cina? ¿Seguimos siendo paternalistas los profesionales sanitarios?
2ª) ¿Cómo crees que debe repercutir en las actitudes y actividades de una
enfermera el compromiso con la autonomía de los pacientes?
por motivos éticos (a veces mezclados con los religiosos) se niega a cum-
plir una norma. Habremos de precisar luego esta noción, que entre noso-
tros puede hallarse algo contaminada por el hecho de que la expresión
‘objeción de conciencia’ durante algún tiempo ha estado asociada a una
forma o caso particular de ella, como es la objeción al servicio militar,
dejando un tanto en la sombra otros ámbitos donde también puede darse,
sobre todo el del ejercicio profesional; no sólo en profesiones sanitarias,
sino también en otras, como el periodismo o la abogacía.
Para comprender lo mejor posible el tema, conviene situarlo mediante
dos coordenadas: La primera de ellas viene dada por la relación entre
conciencia y moralidad, es decir, el papel que la conciencia representa en
la vida moral de la persona. La segunda, por la relación entre legalidad y
moralidad, o derecho y ética. Sobre este segundo aspecto, me limitaré a
hacer algunas reflexiones para enlazarlo con el tema que nos ocupa.
Dedicaré un poco más de atención a la primera de las dos coordenadas.
La conjunción de ambas nos proporcionará el marco adecuado para plan-
tear el problema de la objeción de conciencia.
Se trata de una actitud privada que únicamente busca una salida al con-
flicto entre lo impuesto por la ley y la conciencia propia, optando a favor
de ésta. En ocasiones, la actividad en cuestión puede no ser mandada por
la ley sino sólo tolerada por ella y acostumbrada en la sociedad, o espera-
da de la persona por razón del papel que le corresponde desempeñar en
la sociedad (por ejemplo, por razón de su rol profesional). La negativa a
ellos hay una cláusula “si”, que introduce la condición. El juicio categó-
rico, en cambio, es del tipo “esto es bueno”, “en estas circunstancias se
debe actuar así”, donde, como se ve, lo afirmado no se condiciona al
cumplimiento de ninguna condición. Pues bien, el desacuerdo puede sur-
gir en el plano moral de los juicios categóricos; por ejemplo, ante la cues-
tión de si se debe reanimar o no a un paciente concreto; o bien en el
plano técnico de los juicios hipotéticos, es decir, sobre cuál es la forma de
actuar si pretendemos reanimarlo. La pregunta ¿cómo hacer para conse-
guir reanimar a este enfermo? nos sitúa en el terreno de lo técnico; en
cambio, la pregunta ¿debemos proceder a reanimar? nos introduce en el
terreno moral.
Un mero desacuerdo sobre cuál es la forma técnicamente más adecua-
da de proceder para conseguir lo que se pretende, la salud del enfermo, no
da lugar por sí mismo a una objeción de conciencia. En particular, en enfer-
mería puede darse el caso de que un profesional considere, con razón,
equivocada una determinada orden médica. Si está convencido de ello y
los bienes en juego son importantes, probablemente tendrá buenas razones
morales para incumplirla, pero no se trata propiamente de un caso de obje-
ción de conciencia. Es verdad que uno se puede sentir obligado en con-
ciencia a incumplir la orden, pero la confrontación radica en el plano téc-
nico y no en el moral. Comparemos estas dos situaciones: (a) Ante una
paciente con una crisis cardíaca, el médico ordena inyectar x mg de w IV.
La enfermera lo considera un error y le inyecta la décima parte; (b) Ante la
misma situación, la enfermera sabe ahora que se trata de una paciente cró-
nica que ha manifestado por escrito su deseo de no ser reanimada, por lo
cual considera que hacerlo sería abusivo y se niega por tanto a iniciar la
reanimación. En el primer caso, se trata de un desacuerdo técnico, sobre lo
más adecuado para lograr un fin, que es el restablecimiento de la pacien-
te. Al existir acuerdo sobre la cuestión moral (que se debe reanimar) no
parece que haya lugar a la objeción de conciencia. En el segundo, en cam-
bio, el desacuerdo radica en la misma cuestión moral de si se debe reani-
mar o no, por lo que sí cabe la objeción de conciencia.
Se trata, pues, de razones morales. Como tales, serán razones perso-
nales, no provenientes de instancias externas. Se basarán en juicios refle-
xivos de la persona sobre lo que es correcto y lo que es incorrecto. Esos
son rasgos de todas las razones morales. Ahora bien, para que pueda
En tales casos, y al igual que ocurre con la ley, el objetor, en cuanto tal,
rechaza únicamente participar él mismo en la actividad en cuestión. Ese
rechazo en que consiste la objeción de conciencia es, en principio, com-
patible con la aceptación de que otros lleven a cabo la misma acción. Es
el caso más normal. Ahora bien, es también compatible con la condena
moral absoluta de la acción en sí hasta el convencimiento de que uno
debe también impedir que otros la lleven a cabo. Pensemos en el caso del
ejemplo número cinco de los inicialmente expuestos. La enfermera de qui-
rófano puede negarse a participar ella (objeción de conciencia) en la
acción que considera inmoral. Pero al tiempo puede estar tan convencida
de la inmoralidad de la acción que se considere obligada a tratar de impe-
dirla (o impedir que se repita) denunciando la situación ante quien corres-
ponda. Esto, lo mismo que la desobediencia civil, va más allá de lo que
propiamente es la objeción de conciencia.
Así pues, en la objeción de conciencia dentro del ejercicio profesional
se plantea un serio conflicto entre lo que socialmente (o jerárquicamente)
se define como deber de una determinada profesión y lo que un miembro
particular de esa profesión entiende como exigencia ineludible de su con-
ciencia.
colectiva bajo la dirección de M. VIDAL. Trotta, Madrid, 1992, pp. 709-723; citado en M. VIDAL
Si [la máquina injusta del gobierno] es de tal naturaleza que os obliga a ser
agentes de la injusticia, entonces os digo, quebrantad la ley. Que vuestra vida
sea un freno que detenga la máquina. Lo que tengo que hacer es asegurarme
de que no me presto a hacer el daño que yo mismo condeno7.
(1995:.80).
6. Suma Teológica, I-II, q. 96, a. 2; citado en LÓPEZ AZPITARTE (1995: 7).
7. THOREAU (1987: 41).
Así pues, en el campo de juego que ofrecen, por una parte, la com-
prensión y el respeto de los directivos evitando las penalizaciones y, por
otra, la disposición del objetor para asumir un cierto costo, deben hallarse
las mejores soluciones a cada caso particular de objeción de conciencia.
9. Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1º de Octubre de 1948, art. 18.
10. Declaración sobre a libertad religiosa, 2.
2. Critical Care Committee of the Massachussetts General Hospital (1976),“Optimum care for
the hopelessly ill patients”, New England Journal of Medicine 295: 362-364; véase también
BRENAN, T.A. (1988).
3. F. ABEL (2001: 44-47) narra brevemente los inicios y la historia de este comité. Nos explica
que “el problema concreto que desencadenó la puesta en marcha del [comité], en los años
setenta, fue el de las ligaduras tubáricas”, y destaca la importancia de contar con “una fuerte
motivación en el seno de una comunidad moral, constituida por la Orden Hospitalaria y cola-
boradores seglares”.
8.1.3. CARACTERÍSTICAS
Tres rasgos principales definen a los CEAs:
1. Los CEA corresponden a los Institutional Ethics Committees de los Estados Unidos, y los CEIC,
a los que allí se denominan Institutional Review Board, como señala F. ABEL (1993).
8.1.5. COMPOSICIÓN
Partiendo de que han de tener carácter interdisciplinar, la composición
es variable, dependiendo del tamaño y las características del centro (o
agrupación de centros) en que el CEA nace y al que sirve. No tienen por
qué tener la misma composición el comité de un gran hospital general
público y el de un hospital más bien pequeño y monográfico; el comité
de un área de salud y el de una agrupación de hospitales de la Iglesia6.
Pero pueden darse algunos criterios:
8.1.6. FUNCIONAMIENTO
a) Una vez constituido el Comité, lo primero que han de hacer sus
miembros es dedicar un período de tiempo no inferior a un año a la pro-
pia formación ética; esta formación ha de estar dirigida por un experto en
nando, por ejemplo, desde hace varios años el Comité de Ética de los Hermanos de San Juan
de Dios para la ‘Provincia’ (religiosa) de Castilla (CECAS).
Los CEICs, a diferencia de los CEAs, están regulados en España por una
ley, la Ley 25/1990 (del Medicamento), de 20 de Diciembre, que estable-
ce las exigencias básicas para la realización de un ensayo clínico (arts. 60-
63), así como la necesidad de que todo ensayo pase por la aprobación de
un Comité Ético de Investigación Clínica (art. 64). Es desarrollada por el
Real Decreto 561/1993, donde se detallan los requisitos para la realiza-
ción de ensayos clínicos.
El segundo problema tiene que ver con la importancia del daño previ-
sible, sobre todo con la proporción entre beneficio esperado y riesgo asu-
mido.
• No hay mayor problema si se trata de un riesgo mínimo, equivalen-
te al propio de las actividades de la vida ordinaria, porque tal ries-
go es siempre asumible.
• En todo caso, debe darse una adecuada proporción entre beneficios
y riesgos.
• El protocolo ha de contemplar la suspensión de la investigación si
se presentan daños importantes no previstos.
• Igualmente, ha de prever compensación por las posibles lesiones.
Hay que tener en cuenta, aquí, que el riesgo no proviene sólo de los
posibles efectos del tratamiento a prueba, sino que también se pueden
derivar perjuicios por el uso de un placebo en el grupo control, si ello sig-
nifica privar a los sujetos de dicho grupo de un tratamiento reconocido
como eficaz. En general, debe emplearse en el grupo control el mejor tra-
tamiento existente. Se podría utilizar placebo cuando se dan alguna de
estas condiciones:
La Ley del Medicamento (art. 64.3) establece que han de formar parte
de un CEIC, además de médicos, farmacólogos clínicos y farmacéuticos
de hospitales, personal de enfermería y personas ajenas a las profesiones
sanitarias, entre las que al menos una será jurista. En todo CEIC debe
haber, pues, al menos un profesional de enfermería. Su presencia es
importante por tres razones principales:
para éstos, etc. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las inves-
tigaciones clínicas son ensayos clínicos llevados a cabo por médi-
cos que, con frecuencia, no están suficientemente cerca de los
pacientes para valorar adecuadamente estos aspectos. En este senti-
do, es muy revelador el dato aportado por un estudio llevado a cabo
en Gran Bretaña, según el cual el 65% de los comités constituidos
exclusivamente por médicos aprobaban todos los protocolos some-
tidos a su consideración; mientras que eso sucedía sólo en el 30%
de los comités en los que participaba una enfermera9. El dato pare-
ce indicar que la presencia de la enfermera aporta a los comités una
mayor escrupulosidad moral.
b. Dado que los profesionales de enfermería suelen participar de hecho,
aunque de manera muchas veces oficialmente no reconocida, en la
realización de investigaciones médicas con pacientes (por ejemplo,
administrando productos experimentales), no sobra en absoluto que
estén representados en estos comités. Ello puede facilitar que ese
colectivo sea tenido en cuenta con sus intereses y su perspectiva
como agentes participantes en llevar a cabo de hecho muchas inves-
tigaciones, aunque sean dirigidas por otros.
c. La enfermería protagoniza pocas investigaciones experimentales de
carácter clínico, pero la presencia de una enfermera en estos comi-
tés puede animar a quienes se lo propongan y, sobre todo, garanti-
zar que aquellos proyectos que se presenten con el protagonismo o
la participación importante de la enfermería no son juzgados con
desdén por parte del comité, como algo raro y secundario, por falta
de comprensión o del conocimiento de su importancia. La presen-
cia de la enfermera facilita que esos proyectos se valoren compren-
diéndolos desde dentro10.
1989.
8. ROBERTSON, D.W. (1996).
9. Cf. F. ABEL (1993[1999: 247).
10. Por estas razones, la profesión de enfermería debe gratitud a los compañeros que han dedi-
cado tiempo y energía a trabajar en estos comités. Deseo mencionar en particular a Manuela
Santana, enfermera del Hospital Niño Jesús de Madrid y miembro del CEIC del Hospital y de
Por humanizar entendemos, de una manera general, hacer que algo sea
humano o más humano; es decir, digno de la persona humana o acorde con
las exigencias de la condición humana. La persona tiene una dignidad, unas
necesidades y unas aspiraciones de realización de una vida plena. Huma-
nizar algo, la asistencia sanitaria en nuestro caso, será entonces ponerlo a la
altura de esa dignidad, hacer que responda en lo posible a esas necesidades
y procurar que ayude a esa realización, o al menos no la dificulte.
Podríamos decir también que humanización, en el ámbito sanitario,
significa no dejar de lado los aspectos y las necesidades más específica-
mente humanas de los implicados, contrarrestando de ese modo algunas
tendencias que vienen a dar lugar a lo que se conoce como deshumani-
zación de la asistencia. Definiríamos entonces la humanización por su
contrario, diciendo que consiste en evitar la deshumanización. Lo cual
puede tener sentido, porque en este caso quizá nos sea más fácil captar el
significado del término negativo. Probablemente todos tenemos una idea
de en qué consiste esa deshumanización y podríamos poner algún ejem-
plo de ella, quizás vivido de cerca. Hay situaciones sobre las cuales es
fácil estar de acuerdo en que no están a la altura de lo que corresponde
al ser humano. A veces incluso las calificamos de “inhumanas”. Ser explo-
rado sin suficiente aislamiento en una habitación con varios pacientes
más, o agonizar en un pasillo de Urgencias pueden valer como ejemplos.
1. Cf. P.L. MARCHESI, “Humanicemos el hospital”, en Marchesi, Spinsanti, Spinelli (1986: 20-21).
Pues se ven enfrentados a la muerte casi a diario. Las muertes de los pa-
cientes les afectan por un doble motivo: En primer lugar, porque la muer-
te parece contradecir, al menos en una primera aproximación, el propio
objeto de su profesión, que se concibe ordinariamente como orientada a
conservar la vida y mejorar la salud. Esta perspectiva sobre los objetivos
de la enfermería no es adecuada por insuficiente, pero sigue estando
vigente en buena medida. Desde ella, la muerte es, ante todo, un fracaso.
Y en segundo lugar, porque, como a toda persona, la muerte cercana del
otro le obliga a afrontar el hecho de su propia muerte y le provoca el
temor y las reacciones de huida que hemos comentado. Tener que enfren-
tarse a la muerte del otro ineludiblemente e incluso con frecuencia –como
le ocurre al profesional de enfermería– obliga a afrontar el hecho de la
propia muerte. Por ello, salvo que ésta haya sido asumida e integrada de
manera positiva, esa situación genera angustia (pues los mecanismos de
evitación se complican). Y en la medida en que se huye, se deja de aten-
der adecuadamente al enfermo.
Ocurre entonces que el personal que rodea al enfermo (no sólo sani-
tario) no actúa de acuerdo con las necesidades de éste, sino con las suyas
propias, que consisten sobre todo en protegerse contra la ansiedad. Si sus
creencias (en sentido amplio, cosmovisiones) no le facilitan tal protec-
ción, y puesto que la evitación tosca y simple del enfermo no es posible,
se buscan otros mecanismos de defensa, como son:
Desde luego, diría yo que nunca las reformas en esa línea son sufi-
cientes. Y además, probablemente son las más fáciles de lograr a medida
que avanza la asistencia en un país. Quizás sean más difíciles de atacar
los factores relativos a la organización de la asistencia. Algunas conse-
cuencias, como aglomeraciones para recibir atención o largas listas de
espera pueden ser debidas tanto a falta de recursos como a una deficien-
te planificación. Pero hay algo más que decir acerca de los factores de tipo
organizativo, porque ellos pueden influir condicionando la calidad de la
relación entre el profesional y el paciente.
3) Más allá de todo eso, que es compatible con una relación poco com-
prometida, queda un margen considerable para la humanización de la
asistencia; un margen donde cabe todo aquello que hace referencia al
contenido, a la riqueza, a la profundidad de la comunicación con el
enfermo, para el cual ser tratado como persona significa también encon-
trar una cierta disposición para abordar contenidos, para recibir y contes-
tar preguntas. Es aquí donde cobran una gran importancia los factores
“contextuales” que han quedado señalados. Ellos apuntan hacia una res-
ponsabilidad colectiva, quizás en un triple nivel: (A) En primer lugar, quie-
nes en cada Unidad o institución concretas organizan de un determinado
modo el trabajo de enfermería; particularmente, las supervisoras y, en
general, los gestores de enfermería. (B) Además, toda la profesión, en
cuanto acepta y mantiene en la práctica una definición de su trabajo que
minusvalora la atención a las necesidades más propiamente humanas del
paciente. (C) Finalmente, quienes desde dentro o desde fuera de la profe-
sión contribuyen a una definición estrecha de las funciones de enferme-
ría, de forma que el profesional carece de una mínima autonomía para
afrontar las cuestiones que le pueda plantear el enfermo. Pueden incluir-
se aquí, desde instancias superiores de poder hasta los médicos que en
una unidad no son capaces de compartir con las enfermeras algunas res-
ponsabilidades, por ejemplo la de informar al paciente.
Naturalmente, todo esto es sumamente complejo y nos conduce a plan-
tear cuestiones que afectan profundamente a la profesión de enfermería
como tal. Pero es suficiente para mostrar que en el campo sanitario la
humanización es un asunto que desborda la responsabilidad de las perso-
nas concretas que realizan la asistencia. Por ello me parece una verdad a
medias la expresada por A. Pardo (1990) cuando habla de “el error de pen-
sar que se conseguiría una mejor atención mejorando la organización, sin
darse cuenta de que esa mejora es ineficaz mientras no pase por una mejo-
ra de las personas. La organización (...) no tiene capacidad de mejorar a las
personas”. Es verdad, lo hemos dicho, que ciertos aspectos de la humani-
zación dependen de la calidad del trato de las personas, y la organización
no mejora esa calidad. Pero hay que reconocer que, si no todas, algunas
mejoras en la organización (ciertamente entendida en un sentido amplio)
pueden conducir a una mayor calidad de la atención desde el punto de
vista humano, que es el que aquí nos interesa. Y ello, no porque tales refor-
mas organizativas tengan la capacidad de mejorar a las personas, sino por-
que establecen las condiciones necesarias para que éstas lleven a cabo una
atención más humana. Digamos que ciertas modificaciones en la organi-
zación, o más generalmente en el contexto, dan lugar a una atención de
mayor calidad humana, no porque impulsen un mejor actuar de las perso-
nas, sino porque remueven los obstáculos que a éstas les estorban.
Resumiendo, la humanización de la asistencia ha de apoyarse en dos
pilares igualmente fundamentales: uno de ellos está constituido por las
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1. RECOGIDA DE DATOS
3. ANÁLISIS Y ARGUMENTACIÓN
4. CONCLUSIÓN
Se trata de alcanzar finalmente una conclusión sobre el obrar correc-
to. El razonamiento anterior debe conducirnos a una decisión final sobre
lo que debemos hacer.
Al llegar a este punto, conviene tener en cuenta que:
DRANE (1999).
1. Recogida de datos
(Indicación de los datos del caso que pueden resultar pertinentes)
• Referidos al cuadro clínico
• De carácter psicosocial
• Relativos a los valores y preferencias de agentes e implicados
• En relación con el contexto
3. Análisis y razonamiento
(Elaboración de una argumentación sólida y coherente)
• Principios en juego: ¿Existen criterios aceptados para decidir la prioridad
entre esos principios?
• Consecuencias de cada opción: ¿En qué medida los datos del caso con-
creto y las consecuencias de cada opción influyen en la fuerza de los
principios en juego?
• Argumentar con: claridad de conceptos; validez lógica, y coherencia.
4. Conclusión
(Decisión a la que nos conduce el razonamiento anterior)
• ¿Una o varias opciones éticamente aceptables?
• Justificación del curso de acción elegido y respuesta a posibles objeciones
• Examen desde la imparcialidad (regla de oro, imperativo categórico).
• ¿Conviene consulta ética o legal?
• ¿Qué medidas se han de tomar?
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