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Raymond Aron 1
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Conflicto y guerra desde el punto de vista de la sociología histórica
Raymond Aron1
*
The Nature of Conflict (Studies on the Sociological Aspects of International Tensions). Asociación Internacional de
Sociología; págs. 177-203. Reproducido con autorización de la UNESCO. The Nature of Conflict es distribuido en
los Estados Unidos a través del Centro de Publicaciones de la UNESCO, 801 Third Avenue, New York 22, Nueva
York.
1
Texto tomado de: Stanley Hoffman, (comp). Teorías contemporáneas sobre Relaciones Internacionales. Traduc.
M.D. López Martínez. Edit. Tecnos, Madrid, 1963, pp. 239-256.
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yo simplemente repetiría que las tensiones intraindividuales no explican por entero el problema
de la tensión interindividual.
Las seis preguntas que acabamos de formular pueden ser aclaradas con ejemplos
históricos. La esfera de las relaciones diplomáticas para Talleyrand o Bismark, Guillermo II o
Delcassé, apenas rebasaba los límites del viejo mundo. Los Estados europeos se extendían a
través de los mares y podrían comprender la cuestión de Oriente o del Extremo Oriente, pero
no esperaban que Estados no europeos desempeñasen un papel importante en el caso de que
se produjese un conflicto general en Europa. El Japón y los Estados Unidos de América no
tenían un puesto en el ámbito de las relaciones diplomáticas en 1913; pero lo tuvieron en 1939
y más evidentemente aún en 1954.
En 1913 las principales potencias estaban unidas por alianzas que podían ser
denunciadas para mantener una especie de equilibrio entre ellas. Varias de ellas pertenecían a
la misma categoría, de modo que las alianzas se hacían casi en pie de igualdad. Actualmente
la concentración del poder militar en manos de dos Estados ha dado lugar a dos bandos, cada
uno de los cuales tiene una cabeza. La característica actual del equilibrio de poder es que es
bipolar, en lugar de ser un equilibrio entre varios Estados de la misma categoría.
La dimensión de los Estados y la dimensión de la esfera de las relaciones diplomáticas
sufren la evidente influencia de la técnica de la guerra, que altera el valor de las distancias y de
las llamadas posiciones estratégicas. A este respecto, el factor que se considera nuevo es el
peligro de aniquilación total que supondría una guerra atómica. La novedad no es tan grande
como se dice, puesto que las guerras de otros tiempos (de la antigüedad griega y romana, por
ejemplo), en la práctica entrañaban el peligro de destrucción total para el vencido. La única
diferencia es que el experimento podría exterminar, casi simultáneamente, a ambos
beligerantes.
La conexión entre estas tres primeras consideraciones es clara -podrían definirse como
los límites, disposición y recursos del poder-, y no lo es menos la conexión entre las tres
siguientes. En 1910 las grandes potencias europeas reconocieron su respectivo derecho a la
existencia, y hasta que se disparó el primer tiro no tenían la menor intención de derribar ningún
régimen concreto ni ningún Gobierno concreto por considerarlo ilegítimo o peligroso para el
equilibrio europeo o para la paz del mundo. La guerra de 1914 se convirtió paulatinamente en
un conflicto ideológico, cuando los aliados se fijaron el objetivo de “liberar” a los grupos
nacionales del Imperio austro-húngaro -y, por tanto, de destruir la monarquía dual- y de instituir
la democracia en Alemania basándose en que la autocracia ponía en peligro la paz. Hay, pues,
muchas clases de no-reconocimiento: Prusia no reconoció la soberanía de Hannover cuando
Bismarck se esforzaba por construir el Imperio alemán; los aliados cesaron de reconocer a
Guillermo II cuando ya no querían tratar con él; cesaron de reconocer a Austria-Hungría cuando
proclamaron que una Hungría independiente y una Checoslovaquia independiente eran
ideológicamente aceptables para ellos y estaban de acuerdo con las finalidades de la guerra;
los europeos no reconocieron a las tribus o reinos de África cuando las convirtieron en colonias
o protectorados; Occidente no otorgó un reconocimiento jurídico a la República popular de
Corea del Norte o de Alemania oriental; no reconocen la legitimidad de los regímenes
comunistas de Europa oriental y, si estallase una guerra total, irremisiblemente habrían de
hacer de la desaparición del comunismo uno de sus fines, al igual que el bloque soviético
instauraría un sistema de gobierno modelado con arreglo al suyo en los países que
conquistase.
Se puede denegar, pues, el reconocimiento a un Estado en muchas circunstancias
distintas: cuando el conquistador considera que la población no merece independencia; cuando
pretende someter al conquistado a su dominación, o, por último, cuando ambos beligerantes
creen que sus respectivos sistemas de gobiernos e ideologías son incompatibles y, en nombre
de la paz del mundo o del rumbo de la historia, tratan de extirpar el sistema de gobierno y la
ideología del enemigo.
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El enfoque interdisciplinario
El anterior esquema conceptual, que requiere un análisis más detenido (en cada uno de
los seis epígrafes podrían formularse cuestiones subsidiarias para aclarar los diversos tipos de
situaciones), tiene por objeto únicamente dar forma a los estudios que ya se están realizando
no tanto por sociólogos como por historiadores o por estudiosos de la ciencia política. Algunas
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personas se niegan a ver la conexión entre este análisis de complejos históricos y los estudios
psicológicos, psicoanalíticos y sociológicos de las tensiones. Pero yo pretendo demostrar que
ningún estudio de los conflictos internacionales, ni psicológico, ni psicoanalítico, ni sociológico,
puede dar resultados realmente informativos mientras los ejemplos considerados no se
contemplan contra el fondo de un complejo político real.
Tomemos por ejemplo los intentos hechos para explicar la política exterior de un país
por el método de análisis de la comunidad utilizado por la antropología cultural. En un extremo,
en caricatura, estos intentos conducirían a explicar la actividad rusa por los efectos de una
determinada manera de vestir a los niños. La agresividad diplomática, sin agresión militar, sería
considerada como consecuencia de la mentalidad rusa. Este ejemplo, que es un resumen
apresurado de un método de estudio que es en sí mismo apresurado, no significa que haya que
condenar a toda la escuela; que la escuela propenda a basar su obra sobre premisas falsas,
aun cuando sea lo bastante cauta para dar apariencia de verosimilitud al error.
La investigación de la base cultural de una determinada política exterior en una
comunidad dada cae bajo nuestros epígrafes 5 y 6. Los políticos piensan con referencia a un
determinado sistema de valores, una concepción de su comunidad y del mundo que refleja la
individualidad especifica de la nación. Es perfectamente legítimo -y necesario- determinar, en
cada serie de circunstancias y en cada país, el sistema ideológico que suscriben los políticos y
las influencias a que están sometidos en forma de tradición y opinión pública. Pero lo mismo
que los exponentes de la teoría del equilibrio de poder deforman los hechos de la política
internacional cuando consideran a todos los jefes de Estado como Talleyrands o Bismarcks,
calculando de nuevo cada día el equilibrio de fuerzas, así también el antropólogo cultural que
pasa más o menos directamente del patrón cultural y de la interpretación psicoanalítica de ese
patrón a la dirección de la diplomacia, cae en un error. Las comparaciones históricas pueden
permitirnos descubrir ciertos rasgos comunes a la política exterior de un determinado país en
periodos distintos, siempre que el país en cuestión conserve sus características peculiares;
estos rasgos comunes se refieren probablemente a un planteamiento y actitud generales, y no
determinan realmente el contenido de las decisiones, las cuales son siempre dictadas, al
menos parcialmente, por el equilibrio de poder.
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que existían ya antes de que se explicase el fenómeno y continuaron después de él. El patrón
cultural es más duradero que una política exterior agresiva o pacífica, imperialista o defensiva.
Además, si nos limitamos a estudios psicológicos o psicoanalíticos, corremos el riesgo
de tomar por una causa algo que es simplemente un efecto. Para descubrir si los estereotipos
nacionales influyen en la determinación de las decisiones de los políticos o simplemente
reflejan esas decisiones pasados unos meses o años, sería necesario seguir los cambios que
producen los hechos, la propaganda y las circunstancias diplomáticas en estos estereotipos.
De igual modo es extremadamente difícil para el psicólogo determinar si la expectativa
de guerra es un factor que puede provocar la guerra. No es imposible investigar esta cuestión
en un caso dado. Se puede demostrar con cierta plausibilidad que en un país dado, en un
momento dado, la convicción de que la guerra era inevitable ha contribuido a provocarla
(induciendo a los responsables de los asuntos del país a tomar ciertas decisiones). Pero la
expectativa de guerra fue producida, a su vez, por hechos reales y no imaginarios. Si nos
limitamos al punto de vista psicológico, ¿cómo podemos evitar la confusión de causa y efecto,
tomando la expectativa de guerra por la causa cuando esa expectativa deriva simplemente de
la existencia de conflictos insolubles entre los Estados y de una bien fundada creencia en que
las naciones, o los que las gobiernan, están preparándose para resolver estos conflictos
mediante las armas? No hay pruebas de que la “expectativa de la guerra”, como causa
secundaria, no haya tenido escasa importancia en ciertas circunstancias (por ejemplo, antes de
1939), aunque la tuvo considerable en 1910-14. Desde 1936-37 en adelante todo observador
inteligente podía ver que, por una serie de causas objetivamente observables, era probable que
se produjese una guerra europea en los años próximos; los hechos confirmaron esta
expectativa, y cualquiera que hubiese intentado defender la paz suprimiendo la expectativa de
guerra hubiera trabajado en vano, porque no habría logrado cambiar ni a Hitler ni las
reacciones de los franceses, los ingleses y los rusos frente a la actuación de Hitler.
Este segundo ejemplo nos lleva a la segunda especie de conclusión que cabe extraer
de este análisis: cualesquiera medidas recomendadas para “mejorar el entendimiento
internacional”, basadas en un estudio abstracto de uno de los muchos factores implicados,
pueden producir, en una situación histórica real, resultado contrarios a los deseados.
Supongamos que el antropólogo considera la estricta disciplina de los impulsos,
inseparable del patrón de cultura japonés, como origen de la agresividad nacional o de los
repentinos estallidos de violencia por parte de los individuos japoneses. Supongamos que la
alta estima otorgada a la obediencia y al culto de los valores heroicos son interpretados como
una de las causas del militarismo y que se sostiene que esto, a su vez, es una de las
principales causas del imperialismo que condujo a la guerra contra China en 1895, a Pearl
Harbour y a la capitulación. Los americanos ocupantes tratarán de cambiar el patrón cultural,
de “emancipar” a las mujeres, de reducir las limitaciones que impiden el desarrollo espontáneo
del individuo, de suprimir el carácter “divino” del emperador, de atacar los valores heroicos, etc.
El Japón, una vez que quede más o menos americanizado, sería notablemente menos “militar”
o “militarista” si el proceso de americanización ha sido efectivo. El Japón pudiera no haber
provocado la guerra de 1939 si hubiese sufrido antes ese mismo proceso (es difícil asegurar
que la situación no hubiese alentado a la agresión incluso a un pueblo menos militarista: la
situación fue suficiente en 1940 para producir agresión por parte del pueblo italiano, que estaba
muy lejos de ser militarista, a pesar de su forma de gobierno). Pero un pueblo puede servir de
instrumento para provocar una guerra concreta por debilidad como por fuerza, por pasividad
como por exagerada violencia. Mientras los políticos sigan pensando en función de las
relaciones de poder un vacuum de poder es tan peligroso para la paz como un poder
irresistible. Si el Japón o Alemania, una vez “democratizados” continuasen afirmando que no se
defenderían con la fuerza armada, ¿conduciría este pacifismo absoluto a la paz o a la guerra?
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Lo menos que se puede decir es que la respuesta, en uno u otro sentido, suscitaría discusiones
entre los científicos.
Podemos aceptar como hipótesis que el antropólogo puede atraer la atención hacia
aquellos cambios de la estructura psicológica y social de la comunidad que la harían menos
hostil al mundo exterior, más dispuesta a la conciliación y menos convencida de la superioridad
de las virtudes militares sobre las cívicas. Evidentemente, el antropólogo no puede prever las
consecuencias históricas de esta conversión: puesto que el militarismo del agresor de ayer sólo
era peligroso en el contexto de una situación pasada determinada, la “civilización” de ese
agresor, en las circunstancias de mañana puede ser una cosa buena o mala. En términos
generales, estas conversiones suelen ser inoportunas. Se hacen esfuerzos por convertir al
vencido cuando es ya, al menos temporalmente, inofensivo, por la derrota sufrida, cuando lo
necesario es “convertir” a uno u otro de los vencedores. Es más fácil tomar medidas efectivas
contra la guerra de ayer que contra la de mañana2.
La misma idea podría expresarse en la siguiente forma: a lo largo de la historia ha
habido pocas grandes potencias capaces de hacer alto o dispuestas a hacerlo. Las actitudes de
los pueblos, las pasiones de las masas, el sistema político y la presión demográfica han
ejercido su influencia sobre la dirección de la política exterior. Los fenómenos de las relaciones
internacionales son fenómenos globales que reflejan el cuerpo y el alma el equipo material y los
valores de la comunidad. Pero, al menos en la época moderna3, la disposición de las fuerzas es
un factor tan significativo en política internacional que todo intento de influir sobre factores
intracomunitarios sin referencia al complejo diplomático podría dar lugar a imprevisibles
consecuencias.
Sociología histórica.
2
No es necesario decir que esta observación no es susceptible tampoco de aplicación general. Existen numerosos
ejemplos de países “militaristas” que, habiendo fracasado una vez, se han embarcado de nuevo, tras un breve
intervalo, en una nueva agresión.
3
En cierto sentido este aspecto era más evidente en otros tiempos, cuando el peligro de exterminación se extendía a
la comunidad toda en caso de derrota; pero no había complejos cálculos de las respectivas fuerzas o del equilibrio
existente; sólo una lucha elemental por la vida.
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estado de guerra más o menos efectivo. Ha habido siglos en que guerras de religión han
acabado con paces de compromiso que obligaban a hombres de convicciones o creencias
fanáticas aparentemente incompatibles a tolerarse recíprocamente dentro de las fronteras de
un Estado, definiendo al propio tiempo las regiones o naciones en que triunfaba una u otra
doctrina. Las analogías no faltan, pero el programa está en saber si las diferencias no merman
el valor de las analogías.
Dejando aparte las reservas inseparables del hecho de que las comparaciones son
incompletas, hay otra dificultad relacionada con la determinación del mejor nivel para llevar a
cabo la investigación. Suponemos que queremos descubrir la influencia ejercida por la presión
demográfica sobre la política exterior de los Estados. Los historiadores propenden a decir que
el imperialismo japonés fue, si no causado, al menos agravado por el escaso espacio de que
disponía el país y el aumento de su población - opinión que a primera vista parece razonable -.
Pero la India sufre actualmente una superpoblación semejante sin mostrar la más leve
tendencia a la agresión o la menor beligerancia. Esto no quiere decir que sea falso afirmar que
existe una conexión entre las tensiones demográficas y la agresividad (o tendencias
beligerantes). El contraste entre el Japón y la India indica que debemos investigar las
circunstancias en que el aumento de la población o el incremento del número de jóvenes
contribuye a aumentar la agresividad de las naciones.
En 1931 el paro impulsó a Alemania al rearme, pero no tuvo el mismo efecto en los
Estados Unidos de América, donde, en la misma época había millones de parados. El Japón
fue incitado, al parecer, por el rápido crecimiento de su población a buscar mercados o fuentes
de abastecimiento más allá de sus fronteras, mientras que la India no se lanzó por el mismo
camino. Existen demasiadas diferencias entre la India y el Japón para que podamos determinar
con precisión lo que en un caso provocó belicosidad y en el otro pacifismo. La primera fase de
la investigación debe ser estudiar las diferencias en el comportamiento de los dirigentes:
durante este siglo los dirigentes japoneses han fomentado el aumento de la población mientras
que los indios han procurado generalizar el control de la natalidad. Los primeros pensaban en
función del número y la fuerza, mientras que los segundos se interesaban primordialmente -o
pretendían interesarse primordialmente- por las condiciones de vida del pueblo. Ni el paro ni la
superpoblación conducen directamente a una política de agresión; la condición esencial es un
determinado modo de pensar o actuar por parte de la clase dirigente.
¿Es este modo de pensar del pequeño grupo dirigente una consecuencia casi inevitable
de fenómenos psicosociales atribuibles a la superpoblación? No puedo dar una respuesta
dogmática: en ciertos casos no hay signos de la efervescencia que parece apoderarse de la
clase dirigente, pero sería necesario hacer un examen general del pasado para confirmar o
refutar la realidad de los efectos de la superpoblación. Este examen daría quizá una visión de
conjunto “a vista de pájaro” de un cierto período. Si el observador presta demasiada atención a
los detalles de los hechos es obvio que los efectos de una causa permanente se le escaparán.
Los fenómenos demográficos, entre otros, suelen escaparse de la mirada del historiador
porque no son visibles para quien sigue día a día los actos y hechos de los hombres. Las
comparaciones generales entre períodos distintos quizá sean necesarias para revelar la función
desempeñada por estos factores permanentes.
¿Cuál es el modo lógico de plantear el problema de la causalidad? En primer lugar, a mi
juicio, podemos buscar la causa inmediata o suficiente de una guerra concreta en fenómenos
demográficos. En la mayor parte de los casos la causa demográfica, suponiendo que exista, no
es la única, sino que está reforzada o debilitada por la psicología de los dirigentes y del pueblo,
expresada de un modo peculiar en una situación histórica dada. Las guerras que parecen ser
debidas directamente a factores demográficos son aquellas en las que fundan colonias unos
hombres que ya no tienen en su país de origen los recursos necesarios para vivir.
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Paz y guerra.
Como todas las civilizaciones que conocemos han sufrido guerras éstas parecen estar
en conexión con ciertas características, no de la naturaleza humana investigada por los
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histórica pueda decir con certeza lo que se debe hacer para tener la seguridad de que no
estallará la tercera guerra mundial en los próximos años o decenios. Simplemente digo que
sólo la sociología histórica -y no los análisis parciales ni las teorías abstractas- puede plantear
el problema en la forma en que han de afrontarlo los políticos. Sólo un sociólogo que utilice el
método histórico puede llegar a ser el Consejero del Príncipe.
Si el Príncipe o su Consejero acariciaban más altas ambiciones y soñaban con
establecer para siempre la paz en el mundo tendrían que diagnosticar primero las causas
fundamentales, ligadas a la estructura misma de las civilizaciones conocidas, que han hecho
imposible una paz duradera y universal. No creo que esta tarea sea científicamente infructuosa,
pero no estoy seguro de que la ciencia la aliente. Temo que la conversión que las comunidades
habrían de sufrir para no recurrir nunca a la violencia organizada no es considerada por la
ciencia como inminente ni, a la larga, como probable.