Professional Documents
Culture Documents
Ricardo Rudolfo.
Considero entonces que una de las (arcas más decisivas que especifican desde el punto de vista
psicoanalítico lo que llamamos adolescencia, es la transformación de lo que es el jugar como práctica
significante en lo que conocemos con el nombre de trabajo; por eso mismo, el corolario de esta hipótesis
es que si dicha tarea queda sin realizar o gravemente fallida en la adolescencia, se compromete todo lo
que va a ser del orden de ese modo específico de la sublimación que es el trabajo más allá de aquel
período, partiendo del adulto joven que hereda la falla.
Me parece más fértil analizar esta hipótesis mediante un material, justamente el primero que me puso
sobre la pista de las articulaciones que procuro fundamentar. No se trataba de un preconcepto que yo
tuviera sobre las relaciones entre jugar y trabajar; las particularidades de un caso me llevaron a ciertas
conclusiones a posteriori. Era un muchacho que empezó tratamiento a los dieciséis años, lo dejó
enseguida, y lo retomó un año después, ahora por mucho tiempo. Como de costumbre seleccione aquellos
trozos que mejor perfilan la problemática en cuestión, dejando de lado en lo posible otros aspectos. Al
mismo tiempo, he procurado evitar una falsa síntesis, para lo cual preferí respetar el orden real en que
dichos fragmentos aparecieron en el curso del análisis, sin someterlos a una excesiva elaboración
secundaria.
El tratamiento se inició por exclusiva iniciativa del paciente, quien convenció al padre para que se lo
pagara. En principio no traía otro motivo que una angustia crónica y difusa, pero muy intensa, que de algún
modo parecía ligada a cierta producción de actuaciones para librarse de ella: pequeños robos y
vandalismos figuraban en esa serie, así como —para la época en que vino a verme— fumar bastante
asiduamente marihuana. Incluso estaba a punto de dar un paso más allá y complicarse en cadenas de
distribución.
Era muy inactivo en todas las demás cosas, incluyendo particularmente la vida sexual en sus
manifestaciones directas reducidas casi por completo a la masturbación: tenía eso sí una especie de trabajo
(primer elemento que conviene recortar) a las órdenes de su padre, ayudas más o menos ocasionales, lo
que en Buenos Aires se dice ‘changas’, no en forma demasiado regular.
Con el tiempo vimos que había aspectos de interés allí (él fue conviniendo el asunto en tema): en primer
lugar, el padre hacía un trabajo de tipo intelectual, y lo convocaba exclusivamente para tareas a realizar con
el cuerpo, sin ninguna clase de inclusión en el otro aspecto, en el nivel en el que el mu chacho hubiese
podido hacerlo. De manera que no se daba la oportunidad de un enriquecimiento por ese lado. Sólo tenía
que usar de su fuerza física, ser un ‘changador’ del padre, como concluyó por nombrarse él mismo.
El segundo punto que conviene marcar es que el padre no le pagaba en forma regular y previamente
convenida, sino con un ritmo errático y teñido de familiaridad, o sea que desde su intervención no se
inscribía, no se introducía la categoría simbólica de trabajo, sea cual fuere el contenido de esa categoría.
El tercer punto muy importante, más de fondo quizás, es que este trabajo del padre fue revelando poco a
poco lo que podríamos cualificar un matiz delirante. En principio, parecía atenerse a parámetros científicos
ya fuertemente consolidados y estandarizados y seguir el método experimental. Pero resultaba que toda
esta sintagmática y paradigmática estaba al servicio de una idea o de un objetivo inocultablemente
mesiánico (si bien de un modo sutil), recordando un poco el ejemplo que da Freud de aquel que se esmera
en probar con el método científico que el centro de la tierra está constituida por mermelada.
De todas maneras, lo que primero surgió como posible de ser analizado era el hecho de aquella
disociación entre ‘mente’ y 'cuerpo', para ponerlo en lenguaje corriente. Disociación y distribución en la
que él se sentía con el aspecto no valorizado, no marcado fálicamente.
Este aspecto llamó mi atención en función de una insinuación do deterioro en el paciente de lo que
serían sublimaciones, no sólo porque, por ejemplo, arrastrase sin gloria su terminación de la escuela
secundaria. Más significativo o más preocupante era verlo demasiado absorbido por actividades
autoeróticas donde se podía descubrir cierto grado de regresión de una sublimación a sus fuentes
pulsionales. Esto también resultó relacionado con la forma compulsiva en que se daba en él la
masturbación. Claramente no al servicio del placer, sino como protección barrera o parapeto contra una
angustia muy penetrante y difícil de soportar.
Una secuencia en que esta regresión se constata merece transcribirse. El muchacho era muy dado a
bromas que solían rozar el vandalismo y había tomado a su vecina del piso de abajo como víctima
preferencial. Esta mujer tenía un gran patio al que él accedía desde su balcón; entonces dedicaba largos
ratos a tirar anilinas de diversos colores, cosa que cuando su vecina (muy dada a la limpieza, al parecer)
baldeaba, se teñía todo ese extenso rectángulo de un mar de verdes, azules, rojos, pequeño océano
multicolor. Pero lo verdaderamente interesante fue el siguiente paso: abandonó las anilinas y las
reemplazó por su propia caca, que acumulaba en un balde y luego arrojaba. Todo desembocó finalmente
en una denuncia policial. Da qué pensar este pasaje de los colores a la materia fecal, que ya en las viejas
teorizaciones psicoanalíticas se colocaba como primer horizonte pulsional de lo que luego serán ese tipo
de sublimaciones. Transformando una idea de Mareuse (idea que es útil conservar, sirve a mantener una
tensión diferencial entre la sublimación y adaptación lisa y llana) es lícito llamar a este proceso
desublimación.
Otra característica que apareció en los primeros tiempos del tratamiento era la aparente ausencia o
silenciamiento de lo que reunimos bajo el concepto de ideal del yo, sobre todo la falta de horizonte, del
serás, de fantasías prospectivas o proyectos, de efectos de anticipación respecto de alguna cosa, en fin, de
futuro: el ideal del yo es inentendible en psicoanálisis; sin considerar la dimensión del futuro, la lleva en su
esencia y en el paciente la echábamos de menos (él tomó conciencia de ello en análisis). En cambio, lo
encontramos con una hipertrofia del yo ideal, de lo que contrariamente se sitúa en lo que ya es,
presentificación pura. Por ejemplo, pasaba, mucho tiempo coleccionando determinados afiches, posters,
etc., y luego quedábase contemplándolos fascinado, lo que el análisis descubrió como movimiento de
fusión imaginaria. Acabó por comprar una guitarra eléctrica, en apariencia para seguir los pasos de una
figura del rock que admiraba, pero bien pronto se puso en evidencia que no se trataba de aprender a tocar,
en referencia a cieno ideal: en realidad, aprender fue totalmente imposible, la guitarra pronto fue
2
abandonada. La operación enjuego era la del yo ideal: él ya era su ídolo. Se apoderaba del otro a través de
la mirada, luego al pretender tocar. La frustración de no encontrar en sus dedos la maestría era un golpe
insuperable y no remontable, al darse las cosas en el plano de la identificación primaria y no en el de las
identificaciones secundarias “en cascada” (Lacan) por el efecto estructurante del ideal del yo. La deficiencia
en este registro cerraba al muchacho la posibilidad de encarar cualquier cosa que implicase un ponerse a
trabajar, un proceso. Había abandonado así ya muchas actividades, invariablemente comenzadas con ese
mismo rapto harto fugaz.
En este punto se produce un primer efecto del análisis en el sentido de que, después del primer intento
abortado de comenzarlo, una vez que lo reinicia, casi un año más tarde, es capaz de sostenerlo. Es decir
que, por un efecto ligado al orden de la transferencia, la primera actividad sublimatoria que en su
adolescencia logró hacer marchar adelante, remontando la corriente de la desublimación que se insinuaba,
es el análisis mismo.
Entre tanto, nuevos hechos van dando cuenta de la disociación apuntada: termina finalmente el
secundario y se anota (sin gran convicción) en una carrera universitaria de las llamadas menores. Fue
bastante claro que así repetía, y a la vez variaba un poco, la disociación entre trabajo físico e intelectual
planteada en su relación con el padre. Era una típica transacción no seguir una carrera mayor, tal como
aquél la tenía, fiero tampoco lisa y llanamente no estudiar. Pero una transacción no es una elección, y no
podía causar extrañeza verlo con escaso entusiasmo y sin una meta clara.
Transcurrida una buena parte del período inicial del análisis, ya sobrepasados los diecisiete años, el
material empezó a incluir malestar con respecto a su total dependencia económica, acentuada por las
características erráticas e imprevisibles de los pagos que el padre le hacía (en verdad, esto mismo
dificultaba inscribirlos como tales). Surgida la inquietud por tener un verdadero trabajo, se puso en marcha
una fase de despliegue, un recorrido por lo que me tienta llamar ‘simulacros' de trabajar, apuntalada en
parte en lo que en Buenos Aires se conocen como ‘curros’: por ejemplo, daba muy a menudo con lugares
donde le prometían significativas sumas de dinero sin experiencia previa y sin referencia alguna. Le decían
cosas del estilo de “acá necesitamos gerentes jóvenes”. Lo importante es que invariablemente el paciente
lo acogía en un primer momento con credulidad y hasta con euforia; pronto me di cuenta que dominaba la
renegación: en un nivel él percibía que algo no encajaba en lo que se le estaba ofreciendo, pero no
obstante, prevaleciendo su escisión, lo aceptaba como bueno.
No ganó dinero, por supuesto, pero en el largo recorrido que inició, llegamos al primer descubrimiento
trascendente de su análisis (también para la reflexión teórica, por lo que a mí respecta). El conocía la
palabra “trabajo” y la manejaba en el registro preconsciente más superficial, 'pegada con alfileres' como se
dice, en términos más que nada intelectuales; per se, en cambio, la categoría simbólica de trabajo no se
hallaba inscripta en serio para él, no existía en el marco de las investiduras que deben entrar en juego para
que se produjese cualquier asunción subjetiva de lo que fuere.
El balance de esos primeros tiempos del tratamiento arroja entonces este saldo: no existencia del
trabajaren tanto categoría simbólica; expulsado o en todo caso ausente de su circuito de
representaciones, lo que retoma en lo real del simulacro, de un objeto trabajo en la figura del simulacro;
una acentuada disociación entre una dimensión corporal y otra intelectual; una actividad de jugar que
tiende a diluirse progresivamente en actings, en dirección a la tendencia antisocial, y además a perder su
contenido sublimatorio y regresar a sus fuentes pulsionales; por lo anterior, no encontramos ninguna
circulación del orden lúdico al orden del trabajo, no hay flujo ni transformación de libido que permita
nuevas adquisiciones subjetivas.
Fue algo muy costoso de procesar para el paciente: cada vez que decía “voy a trabajar” era una
mentira, era “un delirio" como a la larga empezó a advertir y a decir, en cuyo desarrollo caminaba horas y
3
horas por las calles, tratando de vender objetos totalmente improbables y, por otra parte, sin ninguna
disposición a hacerlo; todo asunto se volvía una especie de deambulación hiperrealista. Que lo llamara
“delirio” no dejaba de tomar particular interés, pues tendía un puente significante con las investigaciones
de su padre: era él y no yo el que había señalado el carácter delirante que ellas nunca dejaban de tener.
Añadiré que conviene tomar el término al pie de la letra, es decir, como una actividad restitutiva de una
dimensión fallante, relleno de una categoría simbólica de la que el sujeto carece; para seguir la propuesta
de Nasio, una flagrante muestra de forclusión local.
Cuando pudo medianamente analizar lodo esto, fue desplegándose una serie de imagos que
implicaban diversos fragmentos de ideales, asaz heteróclitos: uno era la imago del ‘linyera’ que formaba
parte del mito familiar vía un lejano antepasado, que si bien no era exactamente un “linyera” se
aproximaba lo suficiente a ese tipo de personaje, y reveló estar en la raíz de la gran atracción que sobre
el paciente ejercía siempre todo lo que llevase sello de marginal, de lumpen.
Succionante como era, esta imago (cuyo desbroce llevó tantas sesiones) tenía también una contracara
atemorizante, una dimensión siniestra y destructiva: es que en definitiva impregnaba su vida con un
presagio de fracaso y de inercia. Además, fue asociando su fijación a esta imago con su incapacidad (muy
marcada a la sazón) de trabajar en grupos, de integrarse creativamente a ellos, jugando o estudiando. En
esta dirección analizó poco a poco su fracaso en los deportes que exigiesen juntarse con otros. Dio
cuenta que, cuando intentaba jugar al fútbol o al básquetbol no lo hacía en verdad para nadie. El punto
no residía en ser bueno o malo —en ambos casos esto es interior a un equipo—, su posición era distinta.
En el orden de esa desublimación y que habíamos notado en incremento, el iba a lo largo de un partido
en hemorragia de las referencias simbólicas. Una cancha no es un potrero cualquiera; implica un cierto
trazado y las posiciones que cada jugador ocupa en ella no son ni mucho menos posiciones sólo físicas,
sino localizaciones simbólicas respecto de las reglas, que diferencian al defensor del atacante, etc. Sin
esto, terminaba perdido en lo real, corriendo sin objetivo alguno en un espacio ya sin marcas viales, sin
señalizaciones, donde no funcionaban las oposiciones atrás/adelante, a la izquierda/a la derecha, zonas
del equipo contrario/zonas del propio equipo, que organizan culturalmente un ámbito ‘físico’.
Lo único posible de hacer en grupo eran actuaciones del tipo de los pequeños hurtos ya narrados, y que
asociaba a disipar una angustia en común, o algo del género de la depresión tensa, que impulsaba a la
imperiosa necesidad (en el estricto sentido narcisista del término) a buscaren el acting-out alguna forma
de salida.
Conviene reparar en que la imago del linyera es no sólo desocializada, sino también una fracasada en lo
tocante a sublimación, no porque el linyera no trabaje desde el punto de vista convencional de lo que una
sociedad demanda. Más concluyente que eso, es que no genera una alternativa creadora que más allá de
lo normativo usual revele de un modo u otro su validez. Su desocialización es interna, no sólo exterior. Es la
cara visible de lo que propuse denominar como pérdida de sublimación, disgregación de su andadura.
Algunos rasgos en esta imago del linyera conducían nuevamente al padreen cuanto a la calidad delirante
que coloreaba su trabajo; tenía como uno de sus principales efectos la marginalidad. Era imposible
figurárselo, por ejemplo, en un equipo de investigación. El padre pertenecía formalmente a una institución,
pero ocupaba allí posiciones que bordeaban hasta lo delictivo, no por factores económicos, ames bien
porque no parecía poder convivir con regulaciones y normas.
Cuando lentamente empezó a inscribir su no inscripción del trabajo emergió otra imago de inocultable
interés que, en justicia, podemos llamar imago del terrateniente, y que también conducía a otro
segmento del mito familiar: no se trataba ni mucho menos de una familia de terratenientes, pero es
cierto que había un pasado un poco mejor y bastante más desahogado en esa familia; unas módicas
hectáreas en el interior del país quedaban como resto. Lo que a continuación se asoció a ellas fue lo que
4
sobre ellas pesaba: por algún motivo tenían la peculiaridad de no servir para nada, si eran un resto se
literalizaba como resto muerto, puro emblema nostálgico de un pasado mejor, muy idealizado por el
paciente y por otros miembros de su familia. Parecía imposible hacer algo con ellas, ya que el abuelo y el
padre atestiguaban de un fracaso al respecto, pues intentaron en vano en su momento transformarlas en
algo que redituara, no sólo económicamente, sino en muchos otros sentidos, por ejemplo, en el campo
de la sublimación. Quedó claro para el muchacho que no existía ningún impedimento concreto, pero
fatalmente, cuando cada tanto alguien volvía a la carga se enredaba en una especie de inercia del tejido
familiar, porque había unas cuantas personas que tenían que ver con esas propiedades y al final eso se-
guía resto muerto allí; al mismo tiempo, se mantenía una intensa idealización del vivir de rentas (en
realidad nadie en la familia lo hacía), como estatuto deseable al máximo y vinculado a hombres activos
en el pasado, generadores de riqueza.
Llegamos juntos a concluir lo siguiente: los verdaderos hombres, los viriles y vitales, los hombres que
emprendían cosas, estaban confinados en un pasado de varias generaciones atrás“. Su estatuto muy poco
tenía que ver con el ideal del yo, sino a la inversa, era un ideal metido en el pasado con el que la única
relación posible era de veneración y nostalgia. En comparación con aquellos antepasados, estos hombres
de ahora, los de las últimas generaciones, eran fracasados en mayor o menor medida y, en todo caso
rezaba el mito, lo poco que pudieran hacer era siempre al margen de aquellos restos reducidos a la pura
dimensión del significante.
En la penosa, inacabable elaboración de este material encontramos una resonancia filo feudal, una suene
de ensueño aristocrático descontextualizado, pero que en esta familia operaba bien concretamente como
denegación de asignar algún valor libidinal al trabajar. Característicamente, cuando el paciente por fin
empezó a hacerlo y se incorporó a una cuadrilla de pintores, durante mucho tiempo lo ocultó a su familia
racionalizándolo en que le avergonzaba un poco ese tipo de actividad.
Pronto pude demostrarle que en realidad el punto no era ése (junto al padre no hacía cosas ‘mejores’ o
menos manuales), sino que el trabajar mismo aparecía como una categoría denigrada; el verdadero ideal
era poder vivir sin hacerlo, lo cual era en lo que él, a su manera y con poca fortuna, había perseverado
bastante tiempo.
El análisis de todos estos aspectos provocó, después de cuatro años, una serie de efectos que se fueron
escalonando. Por lo pronto, recuperó primero su actividad de jugar, la recuperó del deterioro en que se iba
sumiendo al empezar el análisis, abandonó luego espontáneamente las actuaciones que venían
reemplazando a aquél y, en cambio, se reinstaló de otra forma en el deporte, con un tono placentero
inédito hasta entonces, claro que haciendo una torsión: encaró ahora prácticas individuales y competitivas
con otros hombres, enfrentamientos duales pero tercerizados por reglas. Una dedicación seria y sostenida
a entrenarse, un auténtico proceso de aprendizaje, fue el primer índice de una incipiente capacidad para la
derivación del jugar a través de actividades hegemonizadas por las leyes del pensamiento preconsciente.
Otra modificación notable en este nuevo curso de su vida fue superar su torpeza motriz, que en el pasado
solfa acarrearle el enojo de sus compañeros de equipo, ya que chocaba constantemente con ellos tanto
como con los rivales, no porque se propusiese un juego brusco, sino porque al perder las referencias
simbólicas se quedaba sin lugar propio y se encimaba constantemente a los otros como una defectuosa e
inconsciente tentativa de conseguirlo allí, en el cuerpo concreto del semejante, sin importar que —reglas
mediante— éste fuese aliado o rival.
No habrá tampoco de asombramos que el análisis descubriera un trabajo que sí le había encomendado el
padre y que él sin saberlo cumplía concienzudamente, trabajo que implicaba dimensiones de misión y de
reenvío muy difíciles de remontar para un hijo. Sus padres estaban separados y vivía con su madre, nada
fuera de lo común en estos casos, hasta que, repeticiones mediante, fue tomando forma una consigna
5
implícita, las más de las veces, formidable en su poder de diseminación. Todo ocurría como si el padre,
autor material de la separación, dejase al hijo en pago por liberarse de su mujer, éste era el contenido
latente de que desde entonces (cuando él cumplía ya los catorce años) ambos viviesen solos. Aquí se
insertaba la consigna en cuestión, que había llegado inclusive a asomar explícitamente en los labios del
padre: "vos tenés que cuidarla”.
La madre aparecía con una patología histérica abigarrada y seria que descargaba masivamente sobre el
muchacho; esta significación inconsciente de ‘trabajo’ —en la cual un padre reenvía a la situación edípica,
y se invierte la función paterna en cuanto al corte con lo materno primordial— de hecho trababa e impedía
toda otra significación más socializada de la categoría. Él ya trabajaba, trabajaba de hijo que cuida a su
madre, cosa de la que acabó por darse cuenta más allá de la superficie espectacularmente ocupada por las
peleas que tenían. Este trabajo lo cumplía a pie juntillas, con la mayor de las responsabilidades y no debía
resultar ajeno a las inhibiciones y falta de deseo que poblaban sus acercamientos heterosexuales.
Este era también el único trabajo autorizado a realizar en términos del discurso familiar. El padre seguía
sosteniendo económicamente en forma total a la madre, sin que eso se cuestionara, sin que fuese tomado
como algo transitorio, aun cuando la madre tuviese un título universitario usado menos que a medias. En
esta disposición de factores, (os pagos que el padre le hacía, esos flujos de di ñero de ritmo caprichoso y
errático, correspondían a su misión junto a la madre y a ninguna otra cosa. Tal era el verdadero sentido de
las ‘changas’.
A la sazón resignificamos anteriores protestas porque cuando había que hacer algo, “la parte sucia’*, el
padre se la encomendaba a él. La parte sucia era lo incestuoso, la perseveración en lo edípico, el cargar con
la madre. La falta de coraje del padre para separarse realmente de su mujer había determinado un pacto
perverso entre ambos, según el cual el hijo era entregado a cambio, chantajeado por permanentes
amenazas de suicidio o dramatizadas por su progenitora.
Los efectos del descubrimiento y la elaboración de todas estas cuestiones había de ser múltiple y
diseminado en el tiempo, por lo que creo importante no descuidar en la masa de hechos un
acontecimiento subjetivo verdaderamente esencial: el análisis era el primerísimo trabajo que hacía en
provecho de sí mismo y tenía que sostenerlo él, ya que yo no tomaba su lugar. A la larga este factor, en
general poco aparente, suponía un potencial transformador más profundo y envolvente que la
desaparición o remodelación de síntomas.
Una de sus consecuencias, probablemente, es que en la transferencia empezó a ocurrir otra cosa, algo
que incluso provocó una interrupción del análisis en un momento dado. Durante todo este transcurso el
padre seguía pagándole el tratamiento, sólo que con el mismo estilo de imprevisibilidad que era su sello en
relación con el dinero, por lo que regularmente se atrasaba en los pagos. Esto empezó a molestar al
muchacho, a sentir su palabra involucrada en la cuestión. Por entonces yo lo consideraba como una de las
reglas del juego que provisoriamente no había más remedio que aceptar para que la terapia fuera posible,
de manera que me abstenía de presionar. Fue pues espontáneo que el paciente se incluyese como
responsable en lo que pasaba. Aparte de su apone de una corriente de culpabilidad (que a la postre tiene
sobre todo una función resistencial), lo subjetivamente valioso de esto reside en el apresto para defender
aquello que deseaba, llevarlo a pelear sus lugares. Sobre todo, hizo que a los tropezones avanzase en
reposicionarse respecto del trabajar.
El que fuera un paso importante no lo libraría, por cieno, de la repetición. Por influencia de un amigo se
incorporó a una cuadrilla de pintores, esperando aprender el oficio sobre la marcha. Era un grupo con
características muy particulares: casi nadie, salvo el patrón, sabía efectivamente pintar. En segundo lugar,
eran casi todos adolescentes. La tercera peculiaridad eran los rasgos de personalidad del que los dirigía,
que lo emparentaba a su padre en algunas cosas.
6
Por tanto, lo diferencial tardó en hacerse notar. En un principio parecíamos reencontrar la inconsistencia
de costumbre: él iba y no sabía qué hacer allí, dónde colocarse, qué nombre ponerle a eso; poco a poco se
fue configurando una de esas situaciones “delirantes” cuyo sentido era la puesta en escena de elementos
de tipo perverso y aun psicòtico, especialmente durante una época en que pintaban casas vacías, cuyos
dueños sólo venían a verificarci trabajo cada tanto.
En estos casos, una vez instalada la cuadrilla, insensiblemente la actividad “oficial” que los convocaba se
iba desdibujando y desplazando: fumaban marihuana, se emborrachaban, se contaban fantasías no
exentas de aspectos homosexuales que a él en particular lo angustiaban mucho. Por su parte, dio con un
ignorado componente fetichista: excitarse y masturbarse a la vista de ropa interior do mujer que buscaba
en esas casas. Entre el insight y las defensas maníacas él contaba cómo, a la llegada del propietario, éste se
iba “deformando” al constatar la dilación que sufría el trabajo. De hecho, no era lo único que se
“deformaba", los potenciales sublimatorios habían caído por el camino.
Periódicamente, alguno de los miembros del grupo ya no soportaba más y se marchaba, intensificando la
sensación de catástrofe final. Y sin embargo no fue así. Cuando todo lo anterior forzaba a concluir en un
nuevo extravío del muchacho en un espacio confusionante por sus carencias simbólicas, inesperadamente
(la confianza en los efectos del tratamiento estaba bastante tironeada por tanta repetitividad) empezó a
tomar distancia, incluso a poder reírse de la situación de otra manera, con ojos más críticos y más lúdicos a
la vez. Se puso en marcha un proceso en dirección inversa, donde lo perverso y lo delirante se transforma
en jugar y se produce un resto: aprende en serio (jugando) el oficio, estrictamente por añadidura. Con esto
se sorprendió a sí mismo, no estaba en sus cálculos, había entrado al grupo como a una actividad “de
paso”, sin saldo alguno. En su lugar, de buenas a primeras se descubrió poseedor de una cierta técnica que
le daba un medio de vida concreto y sobre todo propio.
Otra diferencia importante: si el patrón recordaba aspectos familiares del padre, en un punto decisivo
diverge, le enseña algo, le transmite significantes de un oficio. Entre ambas figuras, el trabajo de lo
transferencial da la medida de su diferir al par que tiende un puente.
A través de su nueva actividad fue restituyendo y diríamos incluso reparando su capacidad de jugar con
ese plus para él que era la primera vez que se producía: aprendizaje de algo que lo ayudaba a convertirse
en adulto. Estimo que doblegar la represión fue determinante para estos logros, ya que todo lo que se le
venía encima de perverso, de psicótico inclusive (uno de sus compañeros era un muchacho esquizofrénico
que había estado internado e imprimía mucho de su tónica al grupo), lo hubiera compelido a fugarse de la
situación de no estar en tratamiento. Huir era un recurso generosamente usado cuando lo reprimido
amenazaba con su pujanza. Creo que devino esencial que todo lo apuntado se pudiese analizaren el
momento que sucedía, sesión tras sesión, después de una jomada prolongada de seudo pintura, y sin
reprimir el despliegue algo surrealista de los hechos, transformándolos en material.
El desenlace fue que abandonó el grupo y se puso a trabajar solo, pues aquí también advino la soledad
como condición para soportar una tarea. Surgieron dificultades nuevas para analizar, dificultades que
formaban parte principalísima en la dificultosa inscripción del trabajar como categoría simbólica: en
especial, hacerla conexión entre su tarea en un lugar y lo que le pagaran por ella. Tal relación de causa a
efecto en modo alguno era algo sabido. Todo lo contrario. Sólo existía un simulacro preconsciente
(‘memorizado’ por su socialización, diríamos). Tanto la imago del linyera como la del terrateniente se
oponían, reforzándose mutuamente, como pura que una ligazón, en apariencia tan inmediata, tan simple,
del orden de hice este trabajo, luego me pagan por él’ pudiera establecerse; por supuesto, esto se trasuntó
en otras tantas contrataciones ambiguas en lo tocante al dinero y dejaría “cicatrices” (Freud) en el
psiquismo del paciente. Reparemos en que ni el señor feudal ni el vagabundo lo reciben jamás a causa de
su actividad: por caminos muy distintos, el dinero supone en lo que a ellos respecta una cesión del trabajo
7
del otro.
En el registro imaginario, el dinero era una maravilla que aparecía (o se desvanecía) con la mayor
facilidad, y durante mucho tiempo fue incapaz de asociar ganarlo, fuera poco o mucho, con esfuerzo suyo.
Un acto sintomático de esta condición era olvidarse de acordar el aspecto económico, y ponerse a trabajar
con eso en suspenso, no dicho, a costa por supuesto de verse perjudicado y abusado en más de una oca-
sión. No se trataba de un acto fallido puntual (como el que a veces marca el primer hecho de trabajo adulto
en la vida de un sujeto); se daba regularmente, la conexión se le caía una y otra vez. No hemos de
considerarla entonces una inscripción momentáneamente reprimida sino una “forclusión local” (Nasio),
una inscripción en negativo. Arduidad tras arduidad, el análisis no las desalojó fácilmente. La presión
repetitiva no daba respiro. Cuando ya pasados los veinte años egresó de la universidad, trasladó a su
flamante carrera posible la disociación que habíamos encontrado proveniente de su relación con lo paterno
y que escindía lo físico de lo intelectual. Siguió trabajando como pintor y el título quedó a un lado. Lo
susceptible de análisis era no el conseguir usarlo en el plano de la realidad, cuestión que hace intervenir
otras variables, sino prioritariamente la imposibilidad de armar una fantasía desiderativa en torno a su
título que demostrase al ideal del yo en funcionamiento.
Algo de la imago del linyera retomó entonces y se infiltró en su oficio de pintor, así lo fantaseó al llegar un
día —como muchos otros—- vestido con ropa vieja, manchado, desaliñado, de trabajar. Pero era también la
suciedad puesta en como se lo miraba desde la instancia anónima o transubjetiva del mito familiar, a causa
de estar, pese a todo, en una actividad productiva. La resolución (¿definitiva?) de esta escisión, de esta
doble vida entre su oficio y su título profesional no llegaría sino mucho más tarde, a posteriori de la
terminación formal del análisis, cuando el paciente rondaba ya los treinta años. I-a problemática del trabajo
sobrevivió así —con atenuaciones y metamorfosis importantes— a nuestra relación efectiva, si bien un par
de visitas a mi consultorio escandidas en el tiempo me demostraron que algo del impulso interior del
análisis seguía aún discurriendo a través de los días.
Lo interesante para las articulaciones que venimos persiguiendo del jugar al trabajares que su profesión,
(nidiamente asumida y siempre con ecos desvalorizantes en relación con las mayores insignias fálicas de
la del padre, fue verdaderamente incorporada al campo de la sublimación una vez que ‘accidentalmente’
la vinculó a la recuperación de adolescentes drogadictos, delincuentes, marginales, o sea, con los que
años antes constituyera un peligroso polo de atracción para él. Allí pudo por vez primera ponerla a jugar,
sólo allí, retroactivamente, haberla estudiado cobró sentido.
Con el tiempo llegamos a pensar (y éste fue uno de los temas de nuestra última entrevista) que su
arribo a un trabajo profesional no se cumplió sin una condición previa estructuralmente indispensable
para estabilizar una posición adulta más o menos satisfactoria en lo que hace a sí mismo: me refiero —a
su turno— a lidiar con ese territorio —pequeño en sí mismo, insondable como nudo de sobre
determinaciones— donde estaba depositado lo más inercial y antiproductivo del mito familiar, es decir,
aquella herencia inutilizable. Él se esforzó por insertarse en este ámbito impenetrable e inamovible:
transformar en trabajo la fantasía del terrateniente; por cierto que, como el padre y el abuelo, no lo
logró; se estrelló contra sus propias limitaciones, pero más aún contra los significantes del superyó allí
enclavados desde largo tiempo atrás, pero fue algo que él tuvo que poner en juego para sentirse más
libre de esa carga hereditaria y tuvo el efecto positivo de separarlo de la dura roca de ese pasado
demasiado presente. Aprendió a reconocer menos renegatoriamente y andarse con más cuidado del
deseo de fracaso y destrucción que un mito puede albergan aprendió que ese fracaso no era él. La
denegación originaria, como la hemos llamado, entró en funciones.
Lo que hasta aquí he desarrollado creo que permite, y sobre bases fundamentalmente clínicas,
diferenciar con mayor rigor que el que hemos tenido los psicoanalistas, y sin necesidad de incurrir en
8
declamaciones ideológicas en última instancia demasiado abstractas para servir de ayuda a nadie, entre el
trabajar en el registro de la adaptación social — registro sobre el que también opera el analista, le guste o
no, y aun las más de las veces excesivamente— regulada por las identificaciones derivadas del ideal del yo
y ¿por qué no? (¿cómo evitarlo?) del yo ideal y otro orden que se le intersecta, que se intrinca con él a
veces en el límite de lo indiscernible, pero que de derecho es otra instancia. Lo esencial de ésta es que en
mayor o menor grado las formaciones de deseo largamente desplegadas y desarrolladas en el campo del
jugar infantil y adolescente pasan, ceden gran parte de su fuerza y de su poder intrínseco al trabajar como
actividad central en la existencia adulta, otorgándole así una base pulsional decisiva, y que la supremacía
visible del proceso secundario en el diseño de los "proyectos anticipatorios" (Aulagnier) y en la realización
técnica del trabajo no deben escabullimos. Sin esta base el trabajar o no puede constituirse o se
seudoconstituye como una fachada acaso socialmente muy redituable pero subjetivamente vacía de
significación.
Sin ir a los casos más graves, muchas particiones ‘naturales' sancionadas por la cultura portan en su
núcleo el síntoma de una mutación fallida, desde los ensueños diurnos como casi único testimonio del
jugaren muchos adultos neuróticos, hasta la semana ‘para trabajar’ y el fin de semana para ‘divertirse’ que
escande la existencia de multitud de seres humanos.
Digamos finalmente que respecto al necesario y saludable desenvolvimiento y primacía del proceso
secundario allí "donde ello era” (y en relación al cual el jugar del niño da un primer e importante envión),
este análisis prodigó material, permitiendo estudiar, sobre todo, cómo el surgimiento de una verdadera
actividad de trabajo ayuda a la organización y a la reorganización de secuencias de tiempo con principio y
fin. Antes de eso, el análisis mismo le parecía al muchacho un antiproceso infinito, donde estaba detenido
en una especie de mar inmóvil, donde cada sesión era y sería igual a la anterior y nunca iríamos a ninguna
parte. Sólo mucho después de consolidar su posibilidad de trabajar, le fue imaginarizable la idea de final,
de duración limitada, de variación en el tiempo; y el ámbito donde esto se ventiló originalmente fue
justamente el de su oficio, rompiendo con la época de la instalación indefinida en una casa, poniéndose
plazos a sí mismo y uniendo esto al deseo de juntarse más rápido con el dinero que le pagaban.
20