Professional Documents
Culture Documents
Algo que define a una comunidad son sus formas de hablar. Los chilenos nos
reconocemos como tales por ciertas formas de pronunciar, de construir frases, de
usar ciertas palabras, de teñir de personalidad la lengua castellana. Muchas de
nuestras particularidades en el idioma, sin embargo, históricamente han sido
asediadas desde la “alta cultura”, que las ha considerado síntomas de falta de
educación, de despreocupación, de decadencia o incluso de deficiencia intelectual.
“Los chilenos hablamos muy mal” dice el lugar común, y se afirma que la escuela
tiene el deber de extirpar los vicios del habla chilena y enseñar a hablar bien. A este
buen hablar se le atribuye transparencia (y máxima eficiencia para la comunicación,
por tanto) y ser libre de connotaciones. Un hablar aséptico, desarraigado, anónimo.
“No sabemos hablar”, se nos dice, por lo cual supuestamente hay que aprender a
hacerlo de nuevo (y el que no quiere es porque es flojo).
Es evidente que la idea anterior está viciada por prejuicios. La forma de lenguaje
escogida como estándar, como la norma exigida en la esfera de lo público, de hecho
no es tan aséptica como se pinta.Sospechosamente, coincide en muchos puntos
con la forma de hablar de los grupos privilegiados, de modo que contribuye a
naturalizar una supuesta superioridad (intelectual, moral, etc.) de estos y a
perpetuar un statu quo que los beneficia.
¿Por qué “haiga” está mal y “haya” está bien? ¿Por qué se acepta “el calor” y no “la
calor”? ¿Por qué se considera incorrecto decir “shaleco” (o “shaleca”)? Nadie podría
defender seriamente que “haiga” es más claro que “haya”, o que si alguien dice “la
calor” no se entiende. Quizá alguien podría pensar que una forma es más bonita o
agradable que otra, pero eso es una mera opinión (y muy subjetiva, por lo demás).
Tampoco se trata de meros inventos o corrupciones recientes de las formas
originales: de hecho, muchas formas censuradas en realidad son tanto o más
antiguas que las formas consideradas normales.
Resulta simplemente que las formas censuradas (haiga, la calor, shaleco) son las
que usan las personas que no tienen poder (económico, político o cultural). Se
puede pensar, entonces, que es un prejuicio de clase lo que subyace a la elección
de ciertas formas; lo que está claro es que dicha elección no es “natural” ni objetiva,
y que no se fundamenta en criterios puramente lingüísticos.
Qué es correcto e incorrecto, qué se puede usar en el lenguaje y qué no, en síntesis,
tiene un descarnado trasfondo político. A veces se justifica el statu quo diciendo que
no se trata de clase social, sino de educación, de cultura; que el modelo sería el
habla de las personas cultas, que no es lo mismo que el de una clase social. Pero
sabemos muy bien lo relacionados que en nuestro medio están la condición
socioeconómica y el acceso a la educación. Por lo demás ¿a qué se refieren
“cultura” y “culto”? Todos tenemos cultura, pero acá se restringe al sentido de “alta
cultura”, es decir, la desarrollada al alero de las élites. Cuando algunos dicen que
“hay que ampliar el vocabulario” no están pensando en adoptar palabras como
pichochoy ococodrilear, obviamente, sino en serendipia, óbelo, inmarcesible y
cosas por el estilo.
Lo anterior está bien para comenzar a concientizar (como yo mismo hice en un libro
de divulgación reciente), en comunidades fuertemente convencidas de que
necesariamente hay una sola forma correcta de lenguaje, respecto de que no existe
una única forma legítima de hablar, pero en realidad no es más que patear el
problema para más adelante. Uno puede preguntarse: pero, bueno, ¿y quién
determina qué es apropiado para la esfera pública y qué es apropiado para la esfera
privada? ¿Y por qué razón? Y entonces se vuelve a revelar la condición política del
lenguajey de toda norma y opinión valorativa acerca del hablar.