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HOMENAJE AL HABLA CHILENA

por Dario Rojas

Por Darío Rojas, U. de Chile

Algo que define a una comunidad son sus formas de hablar. Los chilenos nos
reconocemos como tales por ciertas formas de pronunciar, de construir frases, de
usar ciertas palabras, de teñir de personalidad la lengua castellana. Muchas de
nuestras particularidades en el idioma, sin embargo, históricamente han sido
asediadas desde la “alta cultura”, que las ha considerado síntomas de falta de
educación, de despreocupación, de decadencia o incluso de deficiencia intelectual.

“Los chilenos hablamos muy mal” dice el lugar común, y se afirma que la escuela
tiene el deber de extirpar los vicios del habla chilena y enseñar a hablar bien. A este
buen hablar se le atribuye transparencia (y máxima eficiencia para la comunicación,
por tanto) y ser libre de connotaciones. Un hablar aséptico, desarraigado, anónimo.
“No sabemos hablar”, se nos dice, por lo cual supuestamente hay que aprender a
hacerlo de nuevo (y el que no quiere es porque es flojo).

Es evidente que la idea anterior está viciada por prejuicios. La forma de lenguaje
escogida como estándar, como la norma exigida en la esfera de lo público, de hecho
no es tan aséptica como se pinta.Sospechosamente, coincide en muchos puntos
con la forma de hablar de los grupos privilegiados, de modo que contribuye a
naturalizar una supuesta superioridad (intelectual, moral, etc.) de estos y a
perpetuar un statu quo que los beneficia.

¿Por qué “haiga” está mal y “haya” está bien? ¿Por qué se acepta “el calor” y no “la
calor”? ¿Por qué se considera incorrecto decir “shaleco” (o “shaleca”)? Nadie podría
defender seriamente que “haiga” es más claro que “haya”, o que si alguien dice “la
calor” no se entiende. Quizá alguien podría pensar que una forma es más bonita o
agradable que otra, pero eso es una mera opinión (y muy subjetiva, por lo demás).
Tampoco se trata de meros inventos o corrupciones recientes de las formas
originales: de hecho, muchas formas censuradas en realidad son tanto o más
antiguas que las formas consideradas normales.

Resulta simplemente que las formas censuradas (haiga, la calor, shaleco) son las
que usan las personas que no tienen poder (económico, político o cultural). Se
puede pensar, entonces, que es un prejuicio de clase lo que subyace a la elección
de ciertas formas; lo que está claro es que dicha elección no es “natural” ni objetiva,
y que no se fundamenta en criterios puramente lingüísticos.

Qué es correcto e incorrecto, qué se puede usar en el lenguaje y qué no, en síntesis,
tiene un descarnado trasfondo político. A veces se justifica el statu quo diciendo que
no se trata de clase social, sino de educación, de cultura; que el modelo sería el
habla de las personas cultas, que no es lo mismo que el de una clase social. Pero
sabemos muy bien lo relacionados que en nuestro medio están la condición
socioeconómica y el acceso a la educación. Por lo demás ¿a qué se refieren
“cultura” y “culto”? Todos tenemos cultura, pero acá se restringe al sentido de “alta
cultura”, es decir, la desarrollada al alero de las élites. Cuando algunos dicen que
“hay que ampliar el vocabulario” no están pensando en adoptar palabras como
pichochoy ococodrilear, obviamente, sino en serendipia, óbelo, inmarcesible y
cosas por el estilo.

Una respuesta posible a este discurso esafirmar que la clave estaría no en la


corrección en abstracto, sino en la adecuación a contextos específicos: hay ciertas
formas de hablar adecuadas para los discursos públicos, por ejemplo, mientras que
hay otras formas adecuadas para la conversación con amigos. En la escuela,
entonces, ya no habría que simplemente enseñar una única forma correcta que
reemplace a las diversas formas de hablar de los individuos. Ahora, la tarea sería,
además de ampliar el repertorio de registros de los estudiantes, enseñar cuál es el
contexto adecuado para cada uno de ellos: la famosa competencia comunicativa.

Lo anterior está bien para comenzar a concientizar (como yo mismo hice en un libro
de divulgación reciente), en comunidades fuertemente convencidas de que
necesariamente hay una sola forma correcta de lenguaje, respecto de que no existe
una única forma legítima de hablar, pero en realidad no es más que patear el
problema para más adelante. Uno puede preguntarse: pero, bueno, ¿y quién
determina qué es apropiado para la esfera pública y qué es apropiado para la esfera
privada? ¿Y por qué razón? Y entonces se vuelve a revelar la condición política del
lenguajey de toda norma y opinión valorativa acerca del hablar.

Hablar de cierta manera es un acto político (en sentido amplio) y también lo es


determinar qué es bueno y qué es malo, qué es adecuado y qué es inadecuado.
Las justificaciones lingüísticas que se dan a veces para relegar al ámbito de lo
privado ciertas variedades (por ejemplo, que no se prestan tan bien como el
estándar para la expresión del pensamiento complejo) suelen tener fundamentos
muy débiles o bien son derechamente erradas.

Los sociolingüistas modernos han hecho ver claramente el problema de la postura


del “cada forma de hablar donde corresponda”, que en realidad es una versión
lingüística del “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”.
En apariencia, se valora la diversidad del lenguaje, pero se la comprende mal y se
termina legitimando la posición dominante de los grupos con poder.Jennifer Leeman
ha propuesto que una manera de salir de este círculo es que la enseñanza escolar
de la lengua materna asuma como tarea principal promover que los estudiantes
comprendan el papel del lenguaje en su propia vida como sujetos políticos, creando
una conciencia que contribuya a la verdadera emancipación cultural. Esto, por
supuesto, requiere abandonar la idea de que el lenguaje es un mero instrumento de
comunicación, y asumir radicalmente lo político del lenguaje (como dice José del
Valle).
Entonces, ¿en qué consistiría exactamente un homenaje al habla chilena? Para mí,
no puede tratarse de un mero reconocimiento folclórico, que se complazca en alabar
con mucho afecto un elemento de nuestra cultura que, en la práctica, seguiríamos
reconociendo implícitamente como inapropiado o inferior. No. Debe tratarse de un
homenaje en el sentido de un reconocimiento, y digo reconocimiento en el sentido
de “re-conocer”, de volver a descubrir, de volver a tomar conciencia de nuestro
lenguaje y de las implicaciones políticas de hablar, lo cual conlleva reestructurar
valores y jerarquías, remecer y desnaturalizar los fundamentos de lo que hoy parece
ser uno de los últimos refugios del prejuicio social.

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