You are on page 1of 8

Dios es la Verdad suprema, la Verdad misma.

La humildad consiste en andar según la


verdad, es decir en la aceptación verdadera, sincera, de uno mismo. Así ha de entenderse la
célebre frase: conócete a ti mismo.
Mas el conocimiento de uno mismo y de las propias miserias –como así también de las
cualidades de uno– es bueno que siempre vaya de la mano del reconocimiento de la bondad
del Señor para con nosotros, quien nos ama tal como somos en este instante presente.
Dado que, por efecto de la gracia divina, estamos en estado de gracia, o la
recuperamos, lo importante es preciso reconocer desde ahora que somos un verdadero
paraíso en que Nuestro Señor encuentra sus delicias: Porque tú eres de gran precio a mis
ojos, porque eres valioso, y yo te amo (Is 43, 4). Ignorar voluntariamente esto o negarlo
sería rechazar todo progreso espiritual, ya que sería negar la verdad. Incluso sería también
ofender a Jesús, pues implicaría privarse de sus dones.
Tener conciencia de la presencia de Dios en nuestra alma y de las riquezas que Él
derrama en ella es, pues, el primer conocimiento en importancia a adquirir, el primer acto de
la vida espiritual a plantear. Por ello, es muy importante establecer un tiempo de oración, y
todos los días si fuese posible. Comencemos por un cuarto de hora de oración. Aún cuando
no sepamos cómo, hagamos igualmente oración, poniéndonos en los brazos de Jesús o de
María. El Señor hará el resto.
La labor de aceptación de sí no es una cosa siempre sencilla, y esto debido a nuestro
orgullo, a nuestro temor de no ser amados o amables, a nuestras convicciones, al poco valor
que nos atribuimos; todo lo cual está profundamente arraigado en nosotros. Es suficiente
constatar cuan mal vivimos nuestras caídas, nuestros errores, nuestros fracasos, cuánto
pueden estos desmoralizarnos, inquietarnos o hacernos sentir culpables. En este sentido,
uno no puede llegar plena y verdaderamente a aceptarse a sí mismo si no es bajo la mirada
de Dios; y el Señor nos ayuda con esto siempre.
Creados en un estado de justicia y de santidad, nuestros primeros padres recibieron
no solamente los dones sobrenaturales de la gracia sino también dones preternaturales
(dominio de las pasiones, preservación de la enfermedad y de la muerte) que aseguraban la
rectitud y la armonía de las potencias y de las facultades de la naturaleza humana. Privados
por el pecado de desobediencia de los dones sobrenaturales y preternaturales, la naturaleza
humana permaneció intacta aunque herida por esta privación. De ahí en adelante, la
dualidad de las fuerzas divergentes del cuerpo y del espíritu se fortalece y se extiende. En
espera de la muerte que las va a separar, cada una de ellas reclama su propia satisfacción.
El hombre descubre en él mismo la concupiscencia o fuerza desordenada de los sentidos, el
orgullo del espíritu y de la voluntad, o exigencias de independencia de estas dos facultades.
Un desorden innato se ha instalado en la naturaleza humana.
A sus descendientes, Adán y Eva van a transmitir la naturaleza humana tal cual la ha
dejado su pecado, esto es, privada de los dones superiores que la completaban. Esta
privación junto con las tendencias desordenadas que ella libera se llama pecado original.
Dichas tendencias tomarán formas propias de acuerdo a la educación recibida, el
ambiente frecuentado, los pecados cometidos, los hábitos contraídos» (P. Maria-Eugenio del
Niño Jesús, Je veux voir Dieu, p. 48-49).
Si bien el santo Bautismo ha borrado el pecado original, no ha quitado el fomes
peccati, es decir, la raíz del pecado. Esta raíz de la que hablamos es el orgullo, o amor
desordenado y exagerado de la propia excelencia. Natural y espontáneamente nos
atribuimos a nosotros mismos un valor desmesurado. Nuestro carácter se ha moldeado de
acuerdo a lo que hemos recibido durante nuestra infancia: positivamente, las cualidades y
las virtudes, y también negativamente, los defectos y las tendencias negativas.
Además, desde el pecado original, vivimos buena parte de los acontecimientos que
nos suceden, de modo poco afortunado, debido o bien a la naturaleza de las cosas (un
accidente, una enfermedad, una discapacidad -pensemos en Tony Meléndez que nació sin
brazos), o bien debido a nosotros mismos (mala interpretación de nuestra parte de una
acción, de una palabra, etc.), o debido a algunas actitudes de nuestro prójimo; y esto con
razón o sin ella (nos afectan sus actitudes, sus palabras, etc. Imaginemos un niño que nace
al momento de caer su madre gravemente enferma debiendo ser hospitalizada por largo
tiempo: el niño podrá creer que su madre lo ha abandonado...).
Sin proponernos hacer recaer la responsabilidad sobre los protagonistas de tales
hechos (pues no tiene ninguna importancia para nuestro propósito), hay que decir que, de
todos modos, hemos sido afectados más o menos fuertemente. Esto es lo que se llama la
herida.
Aclarémoslo prontamente, la herida no es en absoluto una falta moral, puesto que
conlleva un sufrimiento. No hay por qué culparse de ello. Ella es una consecuencia del
pecado original. Todos nosotros la sufrimos en mayor o menor medida. Esta herida provoca
en nosotros reacciones más o menos vivas en virtud de la intensidad del sufrimiento. Así,
con el fin de resguardar nuestra debilidad, hemos establecido protecciones. Nos hemos
aislado (tal vez moralmente). Lo cual en ocasiones, nos lleva a creer que no nos quieren,
que no tenemos ninguna cualidad, que los demás nos rechazan, o que nos juzgan
desfavorablemente, o ¿qué sé yo? El aislamiento aumenta cada vez que propiciamos estos
juicios en nuestro espíritu.
Es así que hemos construido nuestra personalidad cada vez con más defectos y con
una sensibilidad mucho más aguda, por lo que no estamos lejos de creer que no tenemos
más que defectos, que nada nos conviene, que todo está perdido... Por cierto esta no es la
realidad, pero es verdad que hoy, se lo vive así.
Entre nuestras reacciones, hay una, la más importante y que se presenta más
seguido, una que espontáneamente nos aflora porque ella protege especialmente nuestra
herida profunda. Es el defecto particular.
Pues bien, si comprendemos y aceptamos la existencia de nuestra herida también
aceptaremos el liberarnos de la culpa que genera nuestro defecto particular.
La experiencia nos enseña que para protegernos, hemos construido defensas que los
autores espirituales llaman los afectos o apetitos desordenados. Si queremos algunos
ejemplos con respecto a los apetitos desordenados, evocaremos la tendencia a ser
puntilloso, perfeccionista en nuestras tareas, en los quehaceres domésticos (claro que, el
culto del desorden ha de evitarse), el juzgar desfavorablemente a los otros, resaltar sus
defectos, hablar siempre de uno mismo, acaparar el tema de conversación, encerrarse en
uno mismo después de una llamada de atención o algún reproche, todo ello es la
manifestación de una herida. En efecto, pensamos que somos malos, o al menos no
demasiado buenos...
Sin embargo, debemos sobrevivir e ir más allá de esta visión tan negativa. Por ello,
desarrollamos en nosotros ciertas cualidades tratando de llevarlas al extremo. Y es que nos
vemos obligados a presentarnos a nosotros mismos con determinadas cualidades y por esta
razón ponemos todo nuestro empeño en la perfección de la imagen o apariencia, de nuestro
trabajo, etc. (aunque jamás será este empeño suficiente para darnos algún valor), cayendo
en la minucia o el escrúpulo y en la angustia de no estar a la altura de no sé qué –que, por
otro lado, no sabremos jamás- o más bien en la angustia de ser lo que somos pero sin
querer reconocerlo, y es por ello que siempre creemos estar angustiados a causa de otra
cosa...
Si se nos reprocha este defecto de exageración o cualquier otra imperfección,
entonces montamos en cólera porque ese reproche pone en peligro la pobre visión de
nuestra persona que viene a confortar nuestra mala impresión primera. Perdemos pie. Es
por eso que la cólera viene “en nuestro auxilio” como diciendo: “¡No me toques!” Este
movimiento irascible, extremadamente rápido, no es en sí mismo un pecado, pues es un
primo primi, es decir el primerísimo movimiento sin consentimiento de la voluntad. Sin
embargo, a menudo defendemos nuestra actitud, nuestra reacción, y entonces pecamos en
el segundo movimiento. Podríamos habernos detenido precisamente en el primer
movimiento y el hecho hubiera tenido muy pocas o ninguna consecuencia... pero...
He aquí lo que podría llamarse afecto desordenado de insatisfacción de ser lo que
soy. Yo sueño con ser otra cosa. A este afecto lo mantengo y como resultado de ello me
obstino en defenderlo, lo cual me debilita, ya que me produce la sensación de estar
agobiado, de verme despreciado por los demás. Mientras más me dejo ganar por este
sentimiento, más me hiero a mí mismo. No son los demás quienes me hieren puesto que a
menudo no hay ningún fundamento para esa sensación de desprecio. Puede ocurrir que yo
haya estado presionado por los acontecimientos o por efecto de la miseria humana, pero no
es necesario inferir sistemáticamente que lo acontecido se deba a un menosprecio formal
por parte de terceras personas.
La valoración de los demás me perjudica porque a partir de ella inmediatamente
deduzco que no soy amado, o que no valgo nada. Como resultado de ello, comienzo a
envidiarlos y mis juicios se vuelven injustos. Me complazco en realzar los defectos de los
demás para demostrarme a mí mismo que ellos no valen más que yo y por consiguiente,
que tengo derecho al afecto de los otros, o si se quiere, que los demás no tienen derecho a
más afecto que yo. Si tengo necesidad de ser reconocido, valorado, estimado tanto como
los demás, y esto legítimamente, debo considerarlo bien merecido. Ello debe resultar de una
actitud sincera de mi parte. Ahora bien, es siendo lo que soy, ni más ni menos, que seré
apreciado y reconocido. Entonces, en lugar de encerrarme en mí mismo, me preocuparé por
olvidarme de mí mismo. Porque es olvidándome de mí que perderé la mala costumbre de
juzgar a los otros y de querer ser perfecto en todo lo que hago (lo cual, por otra parte, me
paraliza por el miedo de no hacer todo bien, y por consiguiente, perder el afecto o la
consideración de los que amo).
Para tratar de detener este círculo vicioso, el remedio es la indulgencia y la dulzura
hacia uno mismo y hacia los otros. Lo que yo valgo no depende del juicio de los demás: yo
valgo lo que valgo, y ya está, y esto solamente a los ojos de Dios, el único que me conoce
tal como soy. Aunque se aparten las montañas?y vacilen las colinas, mi amor no se apartará
de ti, mi alianza de paz no vacilará, dice el Señor, que se compadeció de ti (Is 54, 10). Si yo
me contento con la mirada del Buen Dios dando lo mejor de mí en su amor, entonces, poseo
la paz interior.
Si nos ofrecieran un billete de 500 dolares, ¿lo aceptaríamos? Pero si antes de
dárnoslo, lo doblaran en dos, ¿lo aceptaríamos de todos modos? y si estuviera doblado en
ocho, ¿lo tomaríamos? Y si este billete estuviera arrugado o pisoteado, ¿lo recibiríamos
aún? Sí, ¿por qué? Porque el billete conserva siempre su valor. Así sucede también con
nosotros. No son las críticas de los otros o sus alabanzas las que nos volverán mejores, ni
son sus condenas o sus injurias, su mala actitud hacia nosotros las que nos harán perder
nuestro valor; tampoco son nuestras miserias las que disminuyen nuestra valía. Dios no
tiene en cuenta la apariencia ni la estatura. Dios no mira como mira el hombre; porque el
hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón (1 Sam 16, 7). Nosotros tenemos
nuestro valor ni más ni menos, y además sabemos que tenemos un precio a los ojos del
Buen Dios. Cada uno tiene una relación personal, irreemplazable, un lazo absolutamente
único, privilegiado con el Señor. Tú eres de gran precio a mis ojos, dice el Señor. Tú eres mi
Hijo muy querido... (Mc 1, 11) porque es menester que todos sepan que yo te amo (Ap 3, 9).
La herida de la que hablo, no siempre se cura fácilmente, ya que ella se expresa
frecuentemente a manera de primo primi, de movimiento incontrolado que no ha tenido el
consentimiento de la voluntad. Este primer movimiento no es culpable, por más que haya
podido, no obstante, herir a alguien. Entonces, aunque este acto no se me puede imputar
como pecado, constituye igualmente un desorden y una falta material con relación al
destinatario. No hay, sin embargo, por qué culparse de ello, sino simplemente pedir perdón.
Si el otro nos conoce, comprenderá que esta reacción nuestra se debe a nuestra herida.
Sabrá entonces tener compasión y misericordia hacia nosotros, sobre todo si yo procuro
corregirme.
La experiencia puede ayudarme a identificar mi herida gracias a sentimientos o
sensaciones de los cuales es difícil defenderse:
– Sensación de incompetencia desalentadora
– Sensación de inutilidad
– Sensación de no ser amado
– Sensación de humillación
– Sentimientos negativos, pesimistas
– Sentimiento de ser perseguido
– Sentimiento de ser menospreciado, etc.

¿Qué hacer?
Estas sensaciones y sentimientos son el resultado de un falso razonamiento instintivo
y crónico que provoca en nosotros la opresiva impresión de pérdida de confianza en uno (y
también del afecto de los otros –sobre todo del ser amado). Yo no soy verdaderamente
adulto a menos que acepte en mí esas zonas de resistencia y de oscuridad que no puedo ni
dominar plenamente ni conocer totalmente. El acceso a la madurez moral se logra por la
aceptación de mis vulnerabilidades, mis debilidades, las que sería en vano creer algún día
totalmente superadas. Desconfiemos por eso de un entorno que no haga más que adularnos
e ignore nuestras debilidades y nuestros fallos. Desconfiemos también de dar una imagen
de nosotros mismos indemne de toda fragilidad. No olvidemos que la humildad es la verdad
total sobre uno mismo.
Acabamos de evocar un elemento importante en nuestro trabajo espiritual: ser adulto.
Ser realmente adulto es asumir plenamente nuestra condición de hijo o de hija,
abandonando la de niño.
Podemos hacernos esta pregunta, y tener la necesidad de trabajar con valentía para
adquirir nuestra autonomía, pero no hay que creer que concierna a todos.
Tengamos el valor de preguntarnos: ¿qué relación tengo con mi padre o con mi
madre? Puede ser que haya una reacción de rechazo. A menudo, se quiere ser autónomo
en relación a los padres, cosa excelente, pero lo importante es hacerlo con serenidad,
dulzura y caridad. El rechazo violento hace que en vez de cortar el cordón umbilical con
nuestros padres, demos un portazo a la casa paterna, y el cordón quede enganchado. Del
golpe, persiste un gran sufrimiento, haciéndonos inconstantes, angustiados, indecisos, sin
voluntad, etc. De hecho, no sabemos quienes somos. Diría que nos hemos quedado como
niños.
El niño es el que siempre está pendiente de la mirada de su padre o de su madre, y
puede ser que la culpa sea de ellos porqué ejercen, más o menos conscientemente, una
presión psicológica de infantilismo de la que nunca llegará a deshacerse realmente.
El hijo o la hija es el adulto que guarda su verdadera relación filial, llena de afecto, de
respeto, de caridad, de asistencia, pero siempre en una libertad plena, en plena autonomía.
No tiene miedo de sus reacciones ni de sus críticas. Sabe discutir sin disputar, escucha con
plena libertad, pide consejo, y hará su discernimiento personal, sin miedo de su mirada.
Cuando sea necesario, sabe decirles que no piensa como ellos, pero que los respeta con
todo su afecto.
La falta de autonomía en relación a nuestros padres, el hecho de rechazarlos diciendo
que esto es autonomía moral, provoca, en nosotros, inconstancia e inseguridad. Es también
una de las causas de las dificultades en casarse, o, si se casa, puede engendrar
sufrimientos en el hogar con el riesgo de destrozar el matrimonio. Antes de comprometerse
en el santo matrimonio, hay que tener la delicadeza moral de trabajar en este campo, sin
culpabilizarse, porqué siendo del dominio de la inconciencia, queremos tomar
conciencia..(cf. Más abajo por los remedios)..

Remedios
Si hemos comprendido lo que nos ha pasado en nuestra vida, el por qué de nuestro
sufrimiento actual, hasta dejar de culpabilizarnos, y desear encontrar la paz del alma, así
como un cierto dinamismo en la alegría, la primera etapa es (si es que aún no se ha hecho)
de comenzar por una buena confesión.
En efecto, como ya se ha dicho, los pecados mortales son también una de las causas
de nuestra tristeza y de nuestra angustia. Pero como que tenemos miedo de humillarnos no
nos atrevemos a confesar nuestras faltas. De golpe, nuestras confesiones son malas y sin
efecto y nuestras comuniones en estado de pecado mortal, cosa que es un sacrilegio. Si
volvemos al estado de gracia, sentiremos de nuevo la paz del alma (y normalmente la
alegría interior).
No miraremos más al Buen Dios como a Alguien que nos debiera castigar,
condenarnos. Hay que reencontrar nuestra condición filial con el Buen Dios, instaurar una
referencia de intimidad con El y con el Corazón Inmaculado de María, a través de una
simple plegaria, corazón con corazón que no tenga necesidad de forma ni de fórmula, sin
por ello caer en falta de respeto.
Constataremos que las cosas se presentan mejores de lo que pensábamos al
comienzo. Todo se vuelve más simple. La gracia de Dios trabaja en nosotros más
libremente porqué le hemos quitado el principal obstáculo: nuestro propio pecado.
Pero hay una dificultad: puede ser que nos cueste perdonar a alguien. Después de
pedir perdón al Señor, es a los que nos han ofendido, o que pensamos que nos han
ofendido, que debemos ofrecerles nuestro perdón, incluso si no nos lo piden. Le cuesta a la
naturaleza hacer esto, pero es esencial en nuestro progreso espiritual, moral, e incluso
temporal. Por el contrario, no es necesario notar que lo hemos perdonado, sólo hace falta
hacerlo desde nuestra voluntad. De todas maneras, este perdón no es una cosa que se
haga de una vez por todas: es necesario a menudo reiterar este perdón, puesto que puede
volver la tentación de acusar otra vez a los que nos han hecho sufrir…
Y después de haber perdonado en nuestro corazón, podremos pedir perdón. En
efecto, hemos visto que hemos sido heridos malinterpretando palabras o comportamientos
de los demás. Es así que hemos echado la responsabilidad de nuestro comportamiento
hacia otra u otras personas. En relación a Adán que decía al Buen Dios: Es la mujer que me
has dado, o de Eva: es la serpiente que me ha seducido (Gn 3,12-13). No busquemos la
responsabilidad que pudiera tener esta persona, porqué no se trata de ella, sino de
nosotros. No buscaremos la venganza, sinó un remedio con la ayuda de la gracia de Dios.
El primer paso es el perdón a esta persona.
Si amas a tu prójimo, tu luz iluminará como la aurora, tu herida se curará rapidamente,
serás como un jardín bien regado, una fuente floreciente en la que sus aguas no cesan de
Salir (Is 58, 6-12). Seguramente que no podamos hacerlo directamente, pero con la ocasión
de un aniversario, es posible regalar un ramo de flores, con unas palabras que traduzcan
nuestro afecto, y nuestra voluntad de olvidar el pasado del que nos arrepentimos, incluso
nuestro viejo comportamiento. Este perdón tiene la ventaja de reconciliarnos con nuestro
pasado, y con todo lo que de negativo hayamos hecho. Todo es gracia, porqué todo
concurre al bien de los que aman a Dios. (Rm 8,28)
Para el perdón, no hay que ser negligente, ni estimarlo como facultativo. No, es
esencial: es el primer paso en nuestro camino para curarnos, para salir de nuestra propia
cárcel interior.
Pasemos a otras consideraciones para reencontrar nuestro equilibrio. La educación
interior, el equilibrio moral y espiritual se consigue a través de un lento dominio de si mismo,
por el manejo de la paciencia a través de nuestra sensibilidad. Lo que importa es pasar de la
impresión, es decir, de aquello que noto de la realidad, a la misma realidad, es decir, lo que
soy en realidad, a saber, una persona normalmente dotada, con mis límites y mis
cualidades, y que no debe dejarse impresionar por los comportamientos de mi entorno hasta
el punto de perder una sabia confianza en mi mismo (esta confianza en si mismo no es
orgullo, el cual es la estima desmesurada de su propia excelencia). Por esto hay que cortar
con los falsos razonamientos : desde que hay malestar, hay falsos razonamientos y tristeza;
nos defendemos, despertamos nuestra herida, o, mejor dicho, el hecho despierta en
nosotros nuestra herida, perdemos nuestra confianza porqué creemos que perdemos el
afecto de los demás. Para ayuda a cortas estos falsos razonamientos, la oración jaculatoria
es preciosa y eficaz. Nos permite unirnos al Buen Dios, a Jesús y a los santos a través de la
plegaria.
Debe ser una oración jaculatoria concreta que servirá de resolución particular contra el
defecto dominante. Por ejemplo: “Jesús, dulce y humilde de corazón, concédeme no
encerrarme en mi mismo”. O bien: “Jesús, dulce y humilde de Corazón, transforma mi
corazón para que parecido al tuyo olvidándome de mi mismo”.
Esta plegaria podrá ser formulada de manera negativa en relación al defecto, o
positiva en relación a la virtud opuesta, o las dos a la vez, como en el segundo ejemplo. Esta
oración tiene la ventaja de poderse repetir varias veces durante el día, centrándonos en su
esencia, es decir, en la gracia del Buen Dios, permitiendo trabajar constantemente para
conservar nuestro equilibrio moral.
Dicho esto, después del perdón y de la lucha contra los falsos razonamientos, hay que
hablar de un trabajo que se debe ejercer en relación a todo lo que es negativo, es decir, que
se trate de una falta en la que hayamos caído, en un error, un descuido, etc.
Se trata de un proceso en cuatro tiempos:
- Tomar conciencia
- Aceptar
- Amar, para…
- Ofrecer
Tomar conciencia de lo que se ha hecho: para corregir algo de negativo en nosotros,
es necesario, primeramente, conocerlo, tomar conciencia. Para esto no es necesario estar
ciego sobre si mismo. Es el “conócete a ti mismo” de Sócrates, señalado en el comienzo. Se
trata del defecto dominante en nosotros, y también del motivo que lo ha provocado, es decir,
de la herida.
De la toma de conciencia viene la aceptación. Este punto es muy importante, y puede
ser el más difícil de llevar a cabo. En efecto, tenemos tendencia a condenarnos cuando
hemos cometido un error: es el amor propio que está herido y que no acepta verse por los
suelos. Sin embargo, el primer paso en la humildad es aceptar pura y simplemente nuestra
pobre condición de pecador, justamente para corregirnos por la gracia de Dios.
No habrá remedio mientras no hayamos aceptado este error, esta falta, esta mala
experiencia, esta triste circunstancia, esta dificultad que nos pone nerviosos, esta persona
que tenemos atravesada, etc.
La experiencia nos muestra que mientras no aceptemos ni amemos esta circunstancia
que nos parece dramática o inaceptable, sentimos la tristeza en el fondo de nosotros
mismos.
Es por esto que a la aceptación es necesario unir otra exigencia: tenemos que amar.
Amar nuestra condición presente, porqué el Buen Dios nos ama donde estamos, no para
encerrarnos en nuestros errores, sinó para elevarnos a la santidad, porqué nuestra
condición actual es el terreno donde tendrán lugar las maniobras necesarias que harán de
nosotros unos santos.
Es necesario amar, pero no las faltas en si mismas., sinó que debemos estar
contentos de tener una ocasión favorable que nos permita crecer moral y espiritualmente.
En efecto, este error me permite crecer en la humildad y en el trabajo moral. Me encuentro
en mi terreno de maniobras que me permitirá convertirme en un soldado de Cristo, en un
especialista en santidad.
Amar… para hacer una ofrenda. De nuestra miseria es necesario hacer una ofrenda
al Señor.
Sólo tenemos un regalo para poder ofrecerle: la ofrenda de nuestra miseria yde
nuestros pecados. Vino por esto: es la única alegría que le podemos dar. El bien que
hacemos, le pertenece, puesto que es su gracia que obra en nosotros; debemos devolverle
nuestros talentos, ¡y con interés! Nos dice, a través de santa Faustina: No me has dado lo
que es exclusivamente tuyo: entrégame tu miseria (que incluye el pecado y la herida) porqué
es de tu exclusiva propiedad (PJ 1317). Esta debiera ser nuestra única felicidad, puesto que
poseemos el arma que nos da todo poder en el Corazón del Buen Dios, porqué es esto que
le seduce, y no los dones que ya nos ofreció o que está a punto de repartir en abundancia.
En efecto, desde el momento en que reconocemos nuestra pobre condición
pecadora hasta que la aceptamos llegando a amarla realmente, Jesús no espera más,
viene a nosotros: tus pecados, tus numerosos pecados te son perdonados porqué has
amado mucho. Pero aquel que perdona poco, ama poco (Lc 7,47). No temas pues, yo te he
rescatado y te he llamado por tu nombre: eres mío. Desde que te has convertido en
honorable a mis ojos, y glorioso por el perdón de tus pecados, te he amado (Is 43, 1-4). Nos
devuelve nuestra condición de hijos de Dios, y de su Verbo, el Hijo en esencia, nos dice: tu
eres mi hijo amado (Mc 1, 11), porqué te he amado con un amor eterno (Jr 31,3). Y aún
más, el Buen Dios no nos ama como consecuencia de los bienes que somos capaces, del
amor que tenemos por El, nos ama de una forma totalmente incondicional, en virtud de Si
mismo, de su misericordia y de su ternura infinitas, en virtud de su Paternidad sobre
nosotros.
Después del perdón, después de la ofrenda por amor, es necesario cumplir con el
deber de estado, y olvidarse de si mismo. Hemos visto que después de una humillación, de
una palabra hiriente, nos encerramos en nosotros mismos como reacción para no sufrir,
como manera de protección.
Pero, de hecho, lo que se produce es todo lo contrario. Cuanto más nos aislamos,
más alimentamos nuestro sufrimiento. Nos encerramos en nosotros mismos, nos volvemos
hacia nosotros mismos, es el pliegue sobre si mismo, el egoísmo. Todas las enfermedades
psíquicas y mentales actuales vienen de aquí. El olvido de si mismo (no la negligencia
espiritual) será el gran remedio a estas tendencias. No a lo que siento o resiento, a la
sensación, al sentimiento de…no a la búsqueda de si para si mismo, sinó para el valor y la
confianza. La apertura hacia el otro, la bondad hacia los que me rodean, no para si mismo
de forma egoísta, para beneficiarme en alguna cosa, sinó de forma gratuita, solamente por
amor, que es don de si mismo en la renuncia a si mismo, puesto que el verdadero amor se
nutre de sacrificio. El hecho de hablar a los demás permite confrontar nuestras ideas a las
de los demás, y ver que no estamos excluídos, que no estamos condenados, etc.
El olvido de si mismo ofrece múltiples ventajas, de forma notable es la de minimizar
nuestras impresiones: sin pensarlas demasiado. Hay que ir hacia adelante. El olvido de si
mismo también abarca la prohibición de juzgar a los demás, puesto que nuestra tendencia
natural es la de hacer recaer sobre los demás la responsabilidad de todo aquello que es
negativo. Pero, sobre todo, el olvido de si mismo , que es la suprema desnudez, es la llave
del progreso espiritual. No hay más secretos: es el Fiat mariano y de Cristo.
En fin, el remedio al falso razonamiento, es la apertura a un sacerdote que nos ayuda
en este trabajo espiritual: esta apertura es importante, y es fuente de enriquecimiento
espiritual. Si se trata de un conflicto o de un malentendido con otra persona, es necesario
poder hablar del tema con serenidad. Será entonces que caerán falsas ideas. Vuelve,
entonces la confianza junto con la alegría.
En conclusión .

El gran remedio a mi herida es el olvido de si mismo, y la aceptación de si mismo tal cual


soy, ni más ni menos. Incluso, si el tejido del que está hecha mi vida cotidiana, no me
parece glorioso, no es en ninguna otra parte que podría dejarme tocar por la gracia divina.
La persona que Dios ama con el cariño de un Padre que quiere encontrarse y
transformar a través de su contacto y su amor, no es la persona que me hubiera gustado
ser, o que debía ser, es, simplemente la que soy. Ser feliz siendo quien soy, o, mejor dicho,
amar mi estado, no para quedarme encerrado en mi miseria, sino con este pobre equipaje
(mis talentos) me santifico, voy al cielo, es así que soy amado por el Buen Dios.
Es de la manera que soy, que El me atrae para que me vuelva perfectamente a su
imagen: Sed perfectos como vuestro Padre Celeste es perfecto. Debo estar contento de ser
quien soy, no en consideración a mi valor, según mis competencias o talentos, porqué ellos
son accidentes de mi persona, no la esencia.
Es entonces que podré cantar con Nuestra Señora, modificando ligeramente su
palabra (si el Buen Dios me lo permite) : El Señor hizo de mi una maravilla, Santo es su
Nombre (Lc 1,49)- Pero sólo podremos perseverar en este trabajo cotidiano si somos fieles
a la oración diaria. Perdamos el tiempo que consagramos a Jesús exponiéndole nuestras
necesidades y nuestras dificultades. Aquí es donde aparece la necesidad de hablarle de
nuestro defecto particular, nuestra dificultad a confiar en El, nuestra dificultad a olvidarnos
de nosotros mismos, nuestra dificultad a amar, es decir, a dar gratuitamente, y también a
recibir gratuitamente (Mt 10,8) sin reivindicar el derecho a exigir de los demás, un
reconocimiento o de una gratificación. Jesús nos enseñará a no tener más miedo de
nuestras limitaciones o de nuestras caídas personales como si el amor tuviera que pagarse
o meritarse o solo fuera consecuencia de las buenas acciones.
Jesús nos hará comprender que debemos abandonar nuestras categorías de mercancías,
de derechos y deberes. Con su ejemplo, nos enseñará a amar. Os he dado ejemplo para
que hagáis lo mismo que yo (Jn 13,15).
Acabemos con una palabra de la Santísima Virgen. Es nuestra Madre: es Jesús que me la
ha dado. Ella me conducirá a su Divino Hijo y al Padre Eterno. Es la mediatriz de todas las
gracias: si quiero ser exalzado más rápidamente, tengo que pasar por Ella.

P. Cipriano María

You might also like