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Turín, 16 de mayo de 1878

Queridos Cooperadores y Cooperadoras,

No sé si debo, ante todo, darles las gracias o invitarlos a que las den, juntamente conmigo,
al Señor, por habernos unido en un grupo organizado, dispuesto a hacer mucho bien.

Hace treinta y cinco años que el espacio ocupado hoy por esta Iglesia era un lugar de
reunión de muchos jóvenes traviesos, que venían aquí para alborotar, reñir y blasfemar. Había al
lado dos casas en las que se ofendía mucho al Señor: una, la taberna a la que venían los borrachos
y toda clase de mala gente; la otra, colocada aquí mismo donde está el púlpito y que se extendía a
mi izquierda, era una casa de libertinaje e inmoralidad.

Por aquel entonces, llegaba aquí un pobre sacerdote y alquilaba a muy alto precio dos
habitaciones de esta segunda casa. Aquel sacerdote venía acompañado de su madre. Pretendía
ver la manera de hacer algún bien a la pobre gente del vecindario. Todo su patrimonio se contenía
en la cesta que llevaba su madre al brazo. Pues bien, ese sacerdote vio a los muchachos que se
reunían para hacer de las suyas, pudo acercarse a ellos, y quiso el Señor que oyeran y
comprendieran su palabra.

Más aquel sacerdote estaba solo. Ciertamente le ayudaban algunos otros, pero no
bastaban: aumentó la necesidad con las escuelas nocturnas y dominicales, y unos cuantos
sacerdotes no eran suficientes. Cuando he aquí que varios señores acudieron también en su
ayuda. Era precisamente la Divina Providencia quien los enviaba y, gracias a ellos, se fue
multiplicando el bien. Estos primeros Cooperadores Salesianos no se preocupaban de
incomodidades y trabajo, sino que, al ver cómo muchos jóvenes emprendían el camino de la
virtud, se sacrificaban a sí mismos por su bien.

Mientras tanto, se hacía cada día mayor la necesidad de ayudar materialmente a aquellos
chicos. Algunos llevaban unos pantalones y una chaqueta hechos jirones, cuyos trozos les colgaban
por todas partes. Otros no podían cambiarse nunca el andrajo de camisa que llevaban encima.
Hubo quien empezó a resaltar lo bueno y lo útil de la labor de las Cooperadoras. Muchas de ellas
no hacían asco de tomar en sus manos aquellas chaquetas, aquellos calzones y arreglarlos; recibir
aquellas camisas totalmente rasgadas y que quizá no habían pasado nunca por el agua, tomarlas
ellas mismas y lavarlas, remendarlas y entregarlas después a los pobres muchachos, los cuales,
atraídos por el perfume de la caridad cristiana, perseveraron en el Oratorio y en la práctica de las
virtudes.

He aquí, pues, cómo gracias al concurso de muchas personas, Cooperadores y


Cooperadoras, se pudieron hacer cosas, que cada uno por su cuenta jamás hubiera podido
realizar. ¿Qué sucedió con una ayuda tan poderosa de sacerdotes, señores y señoras? Vinieron
millares de muchachos para aprender e instruirse religiosamente en el mismo lugar en donde
antes aprendían a blasfemar; vinieron a aprender el camino de la virtud en el mismo lugar que
antes era centro de inmoralidad. Se pudieron abrir escuelas nocturnas y festivas y los más pobres
y abandonados de aquellos muchachos fueron internados; la pequeña plaza se convirtió en esta
iglesia en 1852 y la casa llegó a ser el internado de aquellos pobres muchachos. Esta es la obra de
ustedes, beneméritos Cooperadores y Cooperadoras.

La misión no mira lugares, ciudades ni personas; es universal, quiere que se haga el bien
en todas partes y exige que los esfuerzos de la caridad sean mayores allí donde hay más
necesidad. Son cientos las iglesias y casas abiertas y son miles los muchachos que son instruidos
en nuestras casas. ¿Quién ha hecho todo esto? ¿Un sacerdote? ¡No! ¿Dos, diez, cincuenta?
¡Tampoco! Fueron los muchos Cooperadores y Cooperadoras que, en todas partes, en todo pueblo
y ciudad, se pusieron de acuerdo para ayudar a estos pocos sacerdotes. ¡Sí, ellos son! ¡Y no
solamente ellos! Hay que reconocer, además, la mano de Dios que quiso sacar tanto de la nada. Sí,
es la Divina Providencia quien envió tantos medios para salvar a tantas almas. De no haberlo
querido precisamente el Señor, yo juzgaría que es imposible para cualquiera el poder hacer tanto.
Pero la necesidad era real y grande y el Señor siempre envía grandes socorros para las grandes
necesidades. Estas necesidades son cada día más apremiantes. ¿Acaso nos va a abandonar el
Señor?

Sin la labor de los Cooperadores, los Salesianos se hubieran estancado y no podrían


ejercer su misión. Es verdad que siempre se encuentran dificultades para llevar a cabo estas obras,
pero el Señor dispuso que siempre se pudieran superar. Este año se multiplicaron las dificultades,
y así hemos podido ver que la mano del Señor nos sostiene siempre.

Las obras de caridad son la finalidad más importante de hoy, la que debe ocupar a los
Cooperadores Salesianos. Hay que continuar las obras ya empezadas; más aún, hay que
centuplicar estas obras. Para ello se necesitan personas y medios. Nosotros sacrificamos nuestras
personas: el Señor nos las envía cada día dispuestas a todo sacrificio, hasta a dar la vida por la
salvación de las almas. Pero no bastan las personas: se requieren también medios materiales.
Adviertan lo grande que es la gracia del Señor, que pone en sus manos los medios para cooperar a
la salvación de las almas. Sí, en sus manos está la salvación eterna de muchas almas. Ya se ha visto,
por los hechos que hasta ahora les he narrado, que son muchísimos los que encuentran el camino
perdido del cielo, gracias a la cooperación de los buenos.

Sac. Juan Bosco

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