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Los diseños de los sistemas educativos responden a una lógica de desarrollo. Desde
esta perspectiva, “la interculturalidad como oferta ético-política se constituye en una
alternativa al carácter occidentalizante y homogeneizante de la modernización social” (Zavala
et al., 2005:5). En efecto, existe una visión de lo intercultural que cuestiona la
concepción más usual de progreso como mecanismo para recrear una noción de
modernidad desde las diversas aspiraciones de vida de los pueblos. Así, el desarrollo no
se mide de manera unívoca por el crecimiento económico, la industrialización, los
avances tecnológicos y la prestación de mejores servicios. Por el contrario, “la aspiración de
desarrollo integral de una sociedad pluralista se mide por el despliegue, uso y expansión de
las capacidades de personas y organizaciones, en función de mejorar la calidad de
vida material y no material” (Walker, 1999).
Asimismo, en todos los niveles e instancias, las estructuras del Estado continúan operando
con un criterio de desarrollo excluyente no sólo de la visión indígena en la construcción
pedagógica, sino de expresiones de las diversas culturas, implantándose programas sin
consulta y sin consenso con las comunidades a las que se atiende. Esta situación no deja de
ser alarmante en países como México, Colombia y Perú, que por espacio de dos décadas han
adherido, constitucional y legalmente, a una educación culturalmente pertinente para sus
poblaciones indígenas y afrodescendientes. El Brasil indígena moderno ha sido una excepción
a este respecto, logrando estos últimos años el pleno consentimiento a la construcción local
del proceso pedagógico de sus comunidades, alcanzando en pocos años un currículo propio,
diversificado y diferenciado, aunque no plenamente intercultural. Como lo resume Huidobro al
hablar de políticas educativas de equidad: las buenas escuelas son aquellas que cuentan
con comunidades motivadas, comprometidas con el proceso educativo, con maestros y
padres que creen en sus alumnos y sus posibilidades futuras, con directivos que creen
en sus maestros (Huidobro, 2004). Se requiere, cierra Bitar al referirse a Chile (2004),
un consolidado y amplio consenso social y político que permita pasar a la práctica con
decisión y darle permanencia y continuidad a las políticas. Esta es una tarea que para
ser plenamente efectiva requiere de mayor convicción y voluntad de parte de los gobiernos y
los actores ligados tradicional- mente a los medios productivos y de desarrollo.
Junto con ello se ha visto cómo de a poco una visión más amplia de la educación intercultural
ha ido ganando fuerza en los países del estudio. Hoy se comprende con mayor claridad que la
opción por una educación intercultural se enmarca en una decisión comprometida como
proyecto-país. Políticas educativas como las de México y Perú fueron el comienzo de una
apertura del campo de la educación intercultural a todos los estudiantes de la nación. Esto se
traduce principalmente en la transmisión y difusión del conocimiento sobre las culturas
indígenas mediante su inclusión en el currículo. Sin embargo, es necesario abordar la
educación intercultural (EI) como una formación humana para la convivencia receptiva y
valorativa de las diferencias, comprendiendo la diversidad cultural como oportunidad de
crecimiento y no como dificultad.
Se trata, en suma, que las estructuras sociales sean más sensibles a las diferencias
culturales, por lo cual, dar curso a la interculturalidad es también responsabilidad de las
poblaciones no indígenas, de los sectores que han homogeneizado el conocimiento, de los
que generan las situaciones de discriminación y desigualdad. No tiene sentido, como dice
Cavalleiro evaluando la situación de Brasil, que se intente inculcar valores a las poblaciones
tradicionalmente victimizadas e ignora- das, a quienes las culturas dominantes no son
capaces de interiorizar como imprescindibles.
Que los Estados asuman una política de educación intercultural para todos no significa que
deba desaparecer la educación indígena. Muy por el contrario, ella debe ser de mejor calidad
y debe constituir una parte esencial de la atención educativa a la diversidad cultural de los
países. Schmelkes (2005) llama la atención de que la educación que se ofrece a las
poblaciones indígenas continúa siendo de mala calidad, pobre en recursos y resultados,
que no ha logrado constituirse en una respuesta pertinente, sustentada en la cultura propia
y que goce de las condiciones básicas que se requieren para su buen funcionamiento:
regularidad en la docencia, aprovechamiento del tiempo destinado a la enseñanza, buena
infraestructura y óptimo equipamiento.
Sin desmerecer los esfuerzos y logros considerables que en algunos casos se han
conseguido en la profesionalización de la educación indígena, con exigencias cada vez
mayores, tanto de recursos y autogestión como de formación especializada y oferta
programática, la realidad de los países estudiados dista de ser la deseable. Se debe hacer
notar la falta de preparación de los docentes y sectores indígenas, quienes no dominan
bien la lengua oral y la escrita de los grupos a los que atienden, que no manejan una
pedagogía intercultural y que no cuentan, en la mayoría de los casos, con sistemas de
formación inicial de la mejor calidad.
La educación indígena debe ser fortalecida con la necesaria participación de los
grupos indígenas, tanto en lo que respecta a la consolidación de una educación propia y a la
vigilancia de un servicio educativo efectivo, como en lo que es su aporte cultural al resto de la
población de un país. Ambas acciones requieren de procesos de construcción colectiva de los
conocimientos y aportes productivos de los pueblos, sus saberes ancestrales, cosmovisión,
tradición, expresión y costumbres, que se encuentran “sumergidos” o diluidos bajo el halo
histórico de la cultura dominante.
Por el contrario, una política que conjuga ambas dimensiones de la diversidad presenta una
doble virtud: por un lado, es más coherente con un proyecto-país que sustenta una visión de
desarrollo democrático y plural, con base en el libre ejercicio de derechos individuales y
colectivos de todos sus habitantes. Por el otro, y en consecuencia, es una política que
promete más consistencia y sustentabilidad, al implicar al sistema en su totalidad.
La educación intercultural para todos, que incluye la educación indígena, debe traducirse en
una opción diferenciada para los distintos contextos educativos; es decir, debe responder a
visiones y necesidades territoriales. Esto es más claro de precisar hoy en día, cuando los
pueblos indígenas no se encuentran necesariamente radicados en un solo lugar, los procesos
migratorios a las urbes han sido constantes y crecientes y las culturas originarias se
encuentran inmersas en un panorama de progresiva globalización cultural.
No se puede hablar y proponer un único modelo o propuesta de EI, pues los requerimientos
serán distintos si se trata de zonas rurales con mayoría indígena, donde existen comunidades
cuya lengua y tradiciones se conservan con fuerza; a sitios urbanos, donde se
congregan estudiantes provenientes de comunidades indígenas, desplazados o migrantes de
zonas rurales con otros que no lo son; a ciudades, donde existe una mayoría no indígena con
migrantes de otros países. La propuesta intercultural debe abrirse a distintos escenarios y
concebirse como una oferta específica construida desde la misma región.
Por tanto, los contenidos de las distintas áreas del currículo responden a una mirada
universalizadora del conocimiento. Una perspectiva intercultural “implica cuestionar el sesgo
cultural que éste presenta, en el sentido de llamar la atención sobre la hegemonía que tiene el
pensamiento occidental sobre los otros tipos de conocimiento (que se reconocen como
saberes tradicionales y empíricos), con el fin de que en los contenidos de las distintas áreas
se consideren diferentes perspectivas culturales del tema a trabajar, sin jerarquizar
determinados tipos de perspectivas sobre otras y sin adoptar una mirada universalista sobre
los estadios de desarrollo y sobre sus consecuencias para el aprendizaje” (Zavala y otros,
2005).
Dentro de esta concepción, la interculturalidad puede ser abordada como una competencia a
desarrollar, que “no implica tan sólo un actuar eficaz para el provecho de uno mismo, sino
también un actuar ético que incluya al otro. No solamente saber evaluar a los otros
con quienes se va a intervenir y los recursos con los que éstos cuentan, sino además la
situación en la que se quiere intervenir” (Zavala et al., 2005). Bajo esta óptica sobre el
conocimiento y el aprendizaje, el currículo concibe la cultura como un proceso de construcción
social, que está en constante cambio, que se enriquece mediante el contacto e intercambio
cultural, siendo tarea de la pedagogía generar las condiciones para aprender y eliminar
las barreras que impiden interactuar, resolver y crear.
Pese a que en todos los países del estudio las reformas educativas han introducido la
flexibilización curricular y la contextualización de los aprendizajes, los contenidos de las
diferentes áreas no son considerados desde perspectivas culturales distintas, contrastando
formas de conocer, resolver y crear. Así también el conocimiento formal se sitúa sobre el
tradicional y los procedimientos científicos se acercan más a la comprensión de la realidad
que las vivencias y experiencias de estudiantes.
Este es un campo nuevo y necesario de desarrollar. Pero debe darse un giro más
radical para incorporar el marco cultural en la construcción de los indicadores de logro y para
establecerse sobre concepciones de aprendizaje que recaben en los procesos de elaboración
de los saberes.
En el plano docente, las orientaciones que permiten flexibilizar el currículo son escasas; las
que hay no son claras y ponen el énfasis en la adquisición de conceptos y representaciones
de la realidad (contenidos) y no en el desarrollo de competencias (saber hacer con
conciencia). Por lo mismo, no se prepara a los docentes en los métodos e instrumentos de un
currículo abierto, que es lo que sucede en Perú, México, Colombia y Chile. Las didácticas se
traducen en la entrega de una serie de instrumentos y metodologías aisladas, sin una teoría
de la enseñanza claramente definida.
A esto se agrega que se cuenta con pocos docentes bien formados pertenecientes a
las comunidades, con adecuado manejo de la lengua indígena y con conocimientos y
vivencias suficientes sobre las culturas originarias. También es cierto que las políticas de
transformación pedagógica en formación inicial de docentes han quedado rezagadas y
desactualizadas respecto a los cambios que las reformas educativas han querido introducir en
las escuelas. Brasil se ha posicionado en esta materia, pues debido al impulso que estas
políticas han tenido estos últimos años, la oferta formativa en interculturalidad y prácticas
pedagógicas está en aumento y cada vez abarcan nuevas regiones y áreas curriculares.
3. La concepción hegemónica y restringida con la cual se elaboran las políticas del área de
lenguaje, así como los estilos comunicativos y formas de interrelación pedagógica, actúan
como barreras para el desarrollo de oportunidades educativas.
Además, la educación bilingüe debe formar parte de una política mayor que reconozca
la diversidad de lenguas y que facilite su uso en otras instancias de la vida social, cuestión
que no se da con fuerza regulatoria en los países. En el caso peruano ha sido evidente la
contribución de la EIB en la validación de propuestas pedagógicas sobre enseñanza y
normalización de lenguas, alfabetos indígenas y tratamiento de la interculturalidad.
Si bien las políticas institucionales de los programas de educación intercultural para indígenas
proponen un enfoque comunicativo más amplio, como el caso de la DGEI en México, que
promueve la adopción del enfoque globalizador, lo cierto es que estas ideas están lejos de ser
aplicadas. Finalmente, lo que determina la enseñanza de las lenguas son los programas
oficiales para todo el país. Además, se requiere una identificación de prácticas comunicativas
vigentes en la escuela, y trabajar sobre ellos para mejorar las habilidades comunicativas.
Aun cuando los profesores son conscientes de la necesidad de fortalecer la identidad cultural
del niño, la entidad educativa en su conjunto no ha desarrollado la capacidad de generar
ambientes propicios para el diálogo con y entre los alumnos, que les permitan compartir sus
vivencias comunitarias y familiares, y entregar al profesor y a los compañeros su opinión,
conocimientos y experiencias que puedan eventualmente convertirse en recursos
pedagógicos (Luna e Hirmas, 2005). La centralidad del niño en los procesos de
enseñanza-aprendizaje, que es uno de los principios de las reformas educativas en toda la
región, tiene que hacerse efectiva mediante la creación de espacios de interacción donde el
énfasis no esté puesto en los contenidos, sino en el sujeto que aprende, construye,
aporta conocimiento y se siente reconocido y validado en su forma de interpretar y vivir su ser
indígena.
En la perspectiva de interculturalidad para todos, el tratamiento del área de lenguaje debe
dejar de ser visto únicamente como un instrumento de comunicación, para ser manejado
como un medio de interrelación: de entendimiento o discriminación, de dominación o
reconocimiento del otro, de exclusión o acogida.
Por ello, esta área del currículo se presenta propicia para ocuparse de la interacción cultural,
las barreras comunicativas, la escucha activa, el diálogo, la persuasión empática y la
negociación con otros, las bases comunicativas del trabajo cooperativo, la construcción de
confianzas, la resolu- ción de conflictos y la competencia para establecer redes de
colaboración y apoyo, entre otras funciones del lenguaje y la comunicación.
El trabajo en esta área no debe ser considerado políticamente aséptico, pues es evidente que
la interacción cultural se da en un contexto político que genera condiciones de simetría o
asimetría para el diálogo intercultural. Por ello es necesario reflexionar y problematizar la
interacción cultural, promoviendo su comprensión y análisis para evitar seguir introduciendo
los contenidos de las culturas indígenas en el currículo como elementos decorativos. En este
sentido, trabajar sobre los prejuicios, los mecanismos de exclusión, los actos de
discriminación y el racismo, resulta imprescindible.
En el campo de la educación “esto significa que debería hacerse de manera participativa para
que las diferentes perspectivas de aproximación a la interculturalidad estén presentes,
y de esa manera se incluyan la demanda y los reclamos hacia la educación
proveniente de los diferentes actores”. La interculturalidad también pasa por el hecho de que
todos los intereses estén representados y que las decisiones políticas sobre el tema se
generen a partir de un consenso. Después de todo, la política será sostenible en el tiempo en
la medida que sea reconocida y asumida por los propios actores.
En el ámbito político más liberal de los países en estudio, se ve cada vez con mayor claridad
la necesidad de que las políticas educativas adoptadas sean iniciadas, sostenidas y
perfeccionadas por la sociedad implicada: beneficiarios, equipos territoriales y profesionales a
cargo. Para ello se requiere la generación y animación de movimientos sociales por la
educación, el fortalecimiento de los gobiernos territoriales en sus capacidades para provocar
el diálogo, la participación y el compro- miso de los actores locales con procesos de
desarrollo social, económico y cultural. La idea de empezar por “problematizar” la
educación intercultural en lugar de partir de un concepto normativo o ideal, como lo proponen
Zavala y otros, apunta precisamente a partir desde la realidad intercultural tal cual ésta se
presenta, analizando cuáles son las condiciones que se dan para el diálogo intercultural y de
qué manera en el escenario se observan factores facilitadores u obstaculizadores para la
puesta en marcha de un proceso de cambio con esta orientación.
Con relación a la docencia, la formación que ofrecen los institutos de capacitación para el
trabajo en EIB suele partir de un concepto abstracto de educación intercultural, en lugar de
hacerlo desde donde están situados los docentes, tomando como punto de referencia sus
competencias, sus visiones sobre interculturalidad, sus aspiraciones y preocupaciones, lo que
permitiría conectar estas situaciones con las posibilidades cercanas de actuación y
cambio. La literatura disponible sobre capacitación docente da cuenta de una realidad
muchas veces prescriptiva, que se concentra en el “deber ser” en lugar de permitirles
reconstruir su realidad. La formación docente debiera orientarse hacia la reflexión sobre los
objetivos y sentido de una educación intercultural, hacia una reflexión crítica sobre sus
propias prácticas pedagógicas y un análisis de los problemas y situaciones que plantea
la formación en sus propios contextos multiculturales.
En todos los países, la acción intersectorial es una iniciativa aún poco desarrollada, pero que
demuestra grandes potencialidades para una intervención integral en atención a las
demandas indígenas por la educación y en otros ámbitos de su desarrollo. En las regiones de
Chile donde las Mesas Técnicas Regionales del Programa Orígenes han sido empleadas
como plataforma de instalación política, ha sido posible una intervención intersectorial
que ha potenciado recursos y generado sinergias en el levantamiento de programas de
desarrollo educativo con mayor sustentabilidad.
En Brasil, y de forma similar, la apropiación cada vez mayor de los Consejos Escolares como
instancias de poder local y toma de decisiones, han hecho llegar a esferas superiores las
inquietudes y elaboradas propuestas que representan de forma más directa las
verdaderas necesidades de las comunidades donde estos espacios de reflexión están
operando. En la medida que estos espacios se transforman no sólo en encuentros de
reflexión, sino en instancias previas a la implementación de propuestas políticas y sociales, las
comunidades van ganando mayor involucramiento y conciencia de la responsabilidad sobre
los cambios a que desean conducir a sus pueblos.
Dentro del micromundo de las escuelas se ha visto la necesidad de “que la elaboración del
currículo, como la conducción de los procesos de enseñanza aprendizaje en el aula, sean
asumidos y vigilados por los diversos actores, de modo de permitir la aproximación al
conocimiento desde diversas perspectivas. En Perú, esto aún no es claro, pues la gestión
institucional muestra falta de consenso sobre la necesidad de utilizar los proyectos de
desarrollo institucional y los proyectos curriculares de centro como herramientas que
aseguren una buena valoración de la diversidad cultural. En Chile, esto recién se ha
comenzado a hacer de manera más sistemática con las escuelas focalizadas del PEIB
Orígenes a partir de 2004, atendiendo a las escuelas según niveles de apropiación de la EIB y
antecedentes didácticos pertinentes a ésta.
Sin embargo, el conflicto existente entre la sociedad nacional y las comunidades indígenas se
ha trasladado a una relación tensionada entre la escuela y la comunidad, por el rol
asimilacionista y homogeneizante que ésta ha cumplido históricamente. Por ello no es
de extrañar el recelo o rechazo con que desde el mundo indígena se mira la propuesta
educativa intercultural, porque ésta es interpretada como una educación de menor calidad que
los margina de su inserción en la sociedad global. Junto con asegurar una educación de
calidad en sectores indígenas vulnerables, es necesario fomentar iniciativas de sensibilización
a los padres y profesores acerca de los fines y objetivos de la EIB, y de las ventajas de la
utilización de las lenguas de uso predominante para el mejoramiento de los resultados
pedagógicos en general.
En Brasil se han conseguido logros significativos en esta materia, gracias a la apuesta por una
mayor libertad de acción que se ha dejado a los distintos sectores involucrados en el proceso
educativo. Se ha insistido en “directrices” no obligatorias, permitiendo la adecuación
diferenciada y específica a cada realidad escolar. Sin embargo, el principal problema de
resistencia a esta práctica ha sido la ausencia de una preparación que oriente al uso libre de
las directrices, pues se ha demostrado que romper con una estructura tradicional no se
logra sólo con permitir un laissez faire, si éste no va acompañado de un proceso de
educación en nuevas metodologías y epistemologías que permitan a los docentes ser
capaces de desarrollar y potenciar su propia capacidad innovadora.
En México, la formación ética y democrática está todavía muy poco desarrollada a nivel de
aula y de gestión escolar, y menos aún en la formación docente. Si bien se ha instituido el
Programa de Educación Intercultural Bilingüe para Todos, lo que muestra avances en
la comprensión de la diversidad y cambia la forma de ver la educación cívica y su
implementación está recién partiendo.
La información disponible indica que en las escuelas se fomenta un fuerte nacionalismo, los
métodos pedagógicos son frontales y se percibe, especialmente, la ausencia de participación
activa de los estudiantes. La convivencia escolar es un tema poco estudiado en México, las
políticas parecen concentrarse en incluir contenidos cívicos y no se promueven pedagogías
que propicien el aprendizaje de la convivencia a partir de las interacciones cotidianas.
Por otro lado, las políticas de gestión institucional, de convivencia, de derechos humanos, de
formación democrática y educación para la paz, se han constituido por caminos distintos a las
políticas de educación intercultural, separando de este modo el ejercicio de derechos y la
generación de una convivencia democrática, de los modos que se dan las distintas culturas
para organizarse políticamente y convivir. Esta visión se corresponde con el manejo de un
concepto de ciudadanía que alude, según expone Tubino (2004), a un sujeto
descontextualizado, sin cultura, sin género y sin historia singular, cuya identidad primaria es
esencial, universal y permanente. A su vez, Kymlicka (2002) refiere el hecho que “la
ciudadanía no sólo está definida por un conjunto de derechos y responsabilidades
enmarcados en un ‘estatus legal’, sino que también está definida en una identidad y en una
expresión de la propia pertenencia a una comunidad política. Esto hace que uno realmente no
pueda ser ciudadano sin ser intercultural”.
5. La inclusión cultural puede formar parte del movimiento más amplio por la educación inclusiva
mediante políticas enfocadas a la diversidad y apoyadas en el concepto de “barreras para el
aprendizaje y la participación”.
La educación inclusiva se ocupa desde hace algunos años de hacer efectivo el derecho a la
educación de todos los niños y niñas, independientemente de su condición social,
cultural o individual, “en el entendido que hay muchos niños y niñas, además de
aquellos que tienen discapacidad, que no tienen igualdad de oportunidades educativas ni
reciben una educación adecuada a sus necesidades personales” (Blanco, 2005). Esto se ha
convertido en un postulado expreso dentro de todas las Constituciones políticas de los
países y en un derecho confirmado en su legislación educativa.
Sin embargo, para intervenir de manera efectiva en una política de inclusión educativa, la
interculturalidad debe partir del análisis social compartido respecto de “las asimetrías
sociales, económicas, políticas y de poder y de las condiciones institucionales que limitan la
posibilidad de que el ‘otro’ pueda ser considerado como sujeto con identidad, diferencia y
agencia” (Walsh, 2001, en Zavala et al., 2005). La interculturalidad requiere ser sentida y
vivida como un proceso a largo plazo, de carácter intencional y sistemático, que vaya de la
mano con la voluntad política dirigida a la búsqueda de la equidad social (FLAPE Colombia,
2005).
La presión impuesta a los sistemas educativos nacionales para la incorporación efectiva de las
economías en mercados cada vez más competitivos, se tradujo en un significativo aumento
del acceso y cobertura en todos los países. Dentro de las reformas educativas de los noventa,
los gobiernos se propusieron concentrar prioritariamente los esfuerzos en las zonas urbanas
marginadas, en la población rural e indígena y en localidades aisladas. En México se dio
prioridad a combatir la deserción y el rezago educativo mediante programas compensatorios,
siendo Conafe la entidad encargada de esta tarea. En Perú se actuó con una fuerte
disciplina fiscal que limitó el gasto público en personal y aumentó el aporte de las familias
al financiamiento de las escuelas. En el caso chileno, la mayor cobertura se logró mediante
la creación y equipamiento de más escuelas, especialmente privadas con subsidio estatal.
Esto significó un sostenido incremento del gasto público en educa- ción, siendo mayor la
proporción que se destina en México (5,1%) y Colombia (4,9%), respecto de Chile (4,0%) y
Perú (3,0%) (UNESCO, Global Educational Digest, 2006).
Sin embargo, pese al mejoramiento del acceso, no se observaron efectos positivos en
términos de calidad y equidad. En todos los países, el impulso a la equidad dado por las
Constituciones fue beneficioso, pero no suficiente para lograr el acceso universal de los
grupos más pobres. En Brasil, la escolarización inicial de los primeros años de
educación básica alcanza casi el 100%, aunque eso no ha significado mejores índices de
conclusión escolar, calidad y mucho menos movilidad social para las poblaciones de color.
Ha quedado demostrado que a igual o incluso mayor escolarización, los sectores
afrobrasileños e indígenas siguen manteniendo enormes dificultades para salir de la
condición de pobreza, exclusión y discriminación a la que siguen sometidos.
Si bien es posible hablar de igualdad de oportunidades cuando el país ofrece una capacidad
instalada para atender la totalidad de la demanda de un nivel o modalidad, ello es importante
pero no suficiente. El acceso debe ir asociado a una oferta de calidad tal que les permita a los
estudiantes acceder a competencias sociales y culturales significativas, acordes a sus
necesidades de desarrollo individual y colectivo, y al mismo tiempo alcanzar los denominados
“códigos de la modernidad”. En este sentido, las políticas compensatorias pueden obedecer a
dos enfoques distintos, según Schmelkes (1996): uno es el de organizar y ejecutar programas
en función del déficit cultural, y el otro es el que fundamenta en ellos el criterio de la diversidad
cultural.
En el primer caso, lo que buscan las políticas compensatorias es “integrar” a los estudiantes
considerados en “desventaja cultural” a los modos de pensar y actuar de la cultura dominante
y, por tanto, darles un “apresto” en los códigos de dicha cultura; lo que ciertamente es
rechazado por los representantes más lúcidos de las comunidades indígenas, por tratarse de
una postura “asimilacionista”. En el segundo caso se trata de una política de inclusión que
estimula a las regiones y territorios indígenas a construir un currículo propio y, al mismo
tiempo, sitúa a los estudiantes en condiciones de establecer un diálogo enriquecido y abierto a
nuevas experiencias de aprendizaje. En otras palabras, una política de inclusión cultural
reconoce puntos de partida diferentes, busca adaptarse a las características de la demanda y
se propone obtener resultados equiparables pero no iguales a los del medio no indígena,
porque reconoce habilidades especiales de ciertos grupos (Schmelkes, 1996).
Pese a que en países como Chile el gasto público por estudiante en moneda constante se ha
triplicado en los últimos quince años, la política de financiamiento compartido ha beneficiado
principalmente a las familias de clase media y alta, las que ahora pueden enviar a sus hijos a
colegios más caros y en los cuales existen mayores restricciones en la selección de
estudiantes. Esto ha favorecido la segregación de alumnos del sector subvencionado y ha
desincentivado a estas escuelas para abrir cupos a alumnos más vulnerables, con problemas
de aprendizaje o discapacitados, quienes resultan claramente más costosos de atender
(Contreras y Elacqua, 2005).
La aplicación del sistema de subvención por alumno en Perú, Chile y Colombia ha terminado
reforzando y aumentando la brecha entre la calidad del servicio educativo que se ofrece a los
sectores altos y medios, de la población y la calidad de la educación de las escuelas que
atienden a los sectores más pobres, entre ellos a los indígenas. Así, en Perú, los gastos
familiares en el quintil más rico de la población representan trece veces más que el total
gastado en educación por el quintil más pobre. Esto explica, en buena medida, las diferentes
condiciones físicas y de recursos de las escuelas de zonas pobres y rurales, en términos de
servicios básicos, materiales educativos, construcciones escolares y, en definitiva, de calidad
de la oferta del servicio educativo.
Por ello, en Perú, el manejo coordinado de los programas educativos orientados a la equidad
educativa, como el Plan Nacional de Alfabetización, los Centros de Cuidado Diurno y el Plan
Nacional de Acción por la Infancia, aunque han logrado atender mejor las necesidades
educativas básicas de las poblaciones en situación de pobreza, han contribuido todavía muy
poco a disminuir la brecha entre la educación urbana y la rural, y entre las escuelas públicas
con distinto aporte familiar.
Brasil ha enfrentado la realidad desigual con programas que se han ido perfeccionando en el
tiempo, comprendiendo la igualdad de oportunidades en el acceso como el punto inicial de
una política compensatoria de carácter integral. Con el Programa Beca Familia (antiguo Beca
Escuela o Salario Escuela) se ha conseguido un mayor avance en la permanencia de los
alumnos menos favorecidos en materia económica, que aunque posean la intención y
motivación de continuar con su educación, se ven enfrentados a la necesidad de trabajar para
contribuir a la precaria economía familiar.
Este tipo de políticas constituye un giro radical y un modo diferente de comprender que las
condiciones generales de vida de cada persona casi determinan las posibilidades de éxito de
cualquier programa que no vaya acompañado de la cobertura material necesaria para su
logro. En menor proporción, y aún de carácter marginal, esta política de acción
compensatoria está siendo implementada en la educación superior focalizada en alumnos
negros e indígenas, conscientes de que los mejores resultados de movilidad social se
producen en los niveles educativos donde las ventajas comparativas de la especialización
profesional pueden marcar una diferencia real.
Una expresión concreta de la inequidad del sistema educativo para la población indígena, aún
presente y muy visible, es el hecho de que éste no trasciende el nivel de la educación
primaria. Las y los alumnos que desean continuar con sus estudios deben salir de su
comunidad, o bien cursar el siguiente nivel educativo en una modalidad que no atiende
los objetivos de bilingüismo e interculturalidad. Así como tampoco existen opciones de
educación media y superior que respondan a las necesidades de las poblaciones indígenas o
a las que éstas puedan fácilmente acceder (Schmelkes, 2005). Ello se constituye, en todos los
países, en una barrera estructural del sistema educativo. Convertir las escuelas en centros
inclusivos supone crear culturas inclusivas; es decir, “la creación de una comunidad escolar
segura, acogedora, colaboradora y estimulante, en la que cada uno es valorado, lo cual es la
base fundamental para que todo el alumnado tenga mayores niveles de logro” (Booth y
Ainscow, 2000: 17). Supone, asimismo, crear políticas inclusivas; es decir, capacidades para
dar apoyo a la diversidad desde la perspectiva de desarrollo de los alumnos y no desde la de
desarrollo de la escuela o de las estructuras administrativas. Se presta apoyo, por ejemplo,
cuando los docentes programan conjuntamente considerando distintos puntos de partida y
diferentes estilos de aprendiza- je. El movimiento de escuelas inclusivas ha significado poner
el foco de la reflexión sobre la cultura de las escuelas y cómo ésta puede facilitar o limitar el
aprendizaje y los cambios en la enseñanza.
Por último, los procesos de descentralización territorial no han significado una mejor
incorporación de la diversidad regional en lo educativo y, aun cuando han permitido
incrementar la cobertura, bajar las tasas de repitencia y deserción escolar, no se puede decir
lo mismo frente a la calidad de la educación. Las pruebas de medición de calidad dan cuenta
de los bajos niveles de logro en general, lo que se agudiza ostensiblemente en áreas rurales,
particularmente entre niños y niñas indígenas. La educación indígena en México y Perú no es
preferida por las familias, debido a su baja calidad, lo cual habla de un mal funcionamiento del
sistema de EIB, e impone a la DGEI en México y a la DINEBI en Perú mejorar la calidad de la
educación que ofrecen.