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POLÍTICA EDUCATIVAS EN ÁMERICA LATINA Y EN EL PERÚ

La revisión de políticas de atención a la diversidad cultural desde los vectores de pertinencia,


convivencia y equidad, realizada en cinco países de la región, ha querido dar cuenta de la
práctica educativa intercultural desde una perspectiva global. El análisis realizado ha puesto
en evidencia cuán imbricadas se encuentran las políticas de atención a la diversidad con la
integridad del sistema educativo. En efecto, en el análisis de las prácticas concretas de aula, desde
el punto de vista de la atención que se presta a la diversidad cultural, se ha visto cómo las medidas
en materia de gestión y dirección, del clima organizacional, de la participación social y de la
formación docente, terminan apuntando a un cambio de mirada global sobre el sistema educativo.
Esta visión de cambio educativo puede sistematizarse en las siguientes afirmaciones,
presentadas a manera de cierre del análisis realizado en los países aquí estudiados.

1. En Latinoamérica, las políticas educativas interculturales se traducen en políticas


focalizadas para indígenas y afrodescendientes que son marginales dentro del sistema,
mientras que el resto de las políticas nacionales perpetúan modelos curriculares de gestión y
de formación docente homogeneizantes que no se hacen cargo de la diversidad cultural
de los estudiantes.

Los diseños de los sistemas educativos responden a una lógica de desarrollo. Desde
esta perspectiva, “la interculturalidad como oferta ético-política se constituye en una
alternativa al carácter occidentalizante y homogeneizante de la modernización social” (Zavala
et al., 2005:5). En efecto, existe una visión de lo intercultural que cuestiona la
concepción más usual de progreso como mecanismo para recrear una noción de
modernidad desde las diversas aspiraciones de vida de los pueblos. Así, el desarrollo no
se mide de manera unívoca por el crecimiento económico, la industrialización, los
avances tecnológicos y la prestación de mejores servicios. Por el contrario, “la aspiración de
desarrollo integral de una sociedad pluralista se mide por el despliegue, uso y expansión de
las capacidades de personas y organizaciones, en función de mejorar la calidad de
vida material y no material” (Walker, 1999).

Si bien el reconocimiento de la multiculturalidad y multietnicidad en las cartas constitucionales


y en las leyes de educación de algunos países ha significado un especial reconocimiento de
los derechos de las minorías étnicas (mayorías en varios casos), éste no ha sido suficiente
para generar transformaciones educativas de carácter integral, pues éstas tienen que
ver con cambios en las relaciones de poder que se debaten en la sociedad en su conjunto,
y en la revisión y transformación de las estructuras de acceso a recursos materiales y
simbólicos. En el plano de la educación, estas declaraciones significan “apostar por dejar de
asumir la educación como agente civilizatorio, y la diferencia como carencia, para potenciar
esta alteridad como un recurso valioso a ser tomado en cuenta desde el sistema educativo”
(Zavala, 2005).

Las políticas de educación intercultural en los países estudiados se encuentran tensionadas


entre modelos de desarrollo contrapuestos. Por un lado, se ve un modelo funcional al mercado
que interpreta el mejoramiento del sistema educativo como racionalización del gasto,
estandarización de la enseñanza y tecnificación de los medios pedagógicos. Se valora
la calidad de la educación desde la prioridad productiva y desde la inserción de los países
en los mercados globales, para lo cual se pone el énfasis en los insumos (contenidos), los
procesos (metodologías) y los resultados (aprendizajes)1, formulando políticas homogéneas
de intervención. Por otro lado, el desarrollo visto desde una perspectiva intercultural pone el
centro en el sujeto (individual y colectivo), es decir en la dimensión subjetiva del desarrollo,
y propone la construcción de políticas orientadas por los derechos individuales y
colectivos, con atención en la diversidad y las diferencias. El caso de Chile resulta un buen
ejemplo de esta tensión, en que las políticas docentes intentan conjugar dos visiones
contrapuestas: una primera que apunta a la “eficiencia técnica”, dentro del marco de
descentralización y competitividad, y una segunda que se enfoca a la “eficacia política
democrática”, que permita combinar gobernabilidad y apertura a la participación.

Proyectos-país contrapuestos no permiten avanzar en materia educativa, y la implementación


de políticas en este contexto se traduce en acciones que muchas veces se anulan unas con
otras. Ejemplo de ello es la implementación de políticas que estimulan la competencia
entre establecimientos con base en indicadores de logro, por lo cual reciben un más alto
presupuesto del Estado. Esta política contraviene los esfuerzos de inclusión educativa,
pues conduce a concentrar a los niños con mayores problemas y dificultades en los
centros de educación pública. Justamente las escuelas más abiertas a la diversidad y que
no seleccionan o expulsan y que renuevan la matrícula a sus alumnos aunque no alcancen
ciertos niveles de logro, son las que aparecen en desventaja en las mediciones
estandarizadas de calidad de la enseñanza.

Asimismo, en todos los niveles e instancias, las estructuras del Estado continúan operando
con un criterio de desarrollo excluyente no sólo de la visión indígena en la construcción
pedagógica, sino de expresiones de las diversas culturas, implantándose programas sin
consulta y sin consenso con las comunidades a las que se atiende. Esta situación no deja de
ser alarmante en países como México, Colombia y Perú, que por espacio de dos décadas han
adherido, constitucional y legalmente, a una educación culturalmente pertinente para sus
poblaciones indígenas y afrodescendientes. El Brasil indígena moderno ha sido una excepción
a este respecto, logrando estos últimos años el pleno consentimiento a la construcción local
del proceso pedagógico de sus comunidades, alcanzando en pocos años un currículo propio,
diversificado y diferenciado, aunque no plenamente intercultural. Como lo resume Huidobro al
hablar de políticas educativas de equidad: las buenas escuelas son aquellas que cuentan
con comunidades motivadas, comprometidas con el proceso educativo, con maestros y
padres que creen en sus alumnos y sus posibilidades futuras, con directivos que creen
en sus maestros (Huidobro, 2004). Se requiere, cierra Bitar al referirse a Chile (2004),
un consolidado y amplio consenso social y político que permita pasar a la práctica con
decisión y darle permanencia y continuidad a las políticas. Esta es una tarea que para
ser plenamente efectiva requiere de mayor convicción y voluntad de parte de los gobiernos y
los actores ligados tradicional- mente a los medios productivos y de desarrollo.

Junto con ello se ha visto cómo de a poco una visión más amplia de la educación intercultural
ha ido ganando fuerza en los países del estudio. Hoy se comprende con mayor claridad que la
opción por una educación intercultural se enmarca en una decisión comprometida como
proyecto-país. Políticas educativas como las de México y Perú fueron el comienzo de una
apertura del campo de la educación intercultural a todos los estudiantes de la nación. Esto se
traduce principalmente en la transmisión y difusión del conocimiento sobre las culturas
indígenas mediante su inclusión en el currículo. Sin embargo, es necesario abordar la
educación intercultural (EI) como una formación humana para la convivencia receptiva y
valorativa de las diferencias, comprendiendo la diversidad cultural como oportunidad de
crecimiento y no como dificultad.

Pese al impulso de políticas de educación para todos, la EI continúa atendiendo principal-


mente a las poblaciones indígenas, con lo cual se perfila como política marginal dentro del
sistema educativo, mientras el resto de los estudiantes indígenas, emigrantes,
desplazados, personas de distinta procedencia o indígenas que habitan en las urbes, quedan
excluidos de una educación que responda a sus particularidades sociales y culturales; o,
en otros casos, cabe el peligro que una educación “enclaustrada” se convierta en una
educación excluyente que les impida participar en pie de igualdad en la sociedad nacional. A
su vez, a los no indígenas no se les atiende con una pedagogía intercultural que les permita
desenvolverse con seguridad en espacios multiculturales de negociación, muchas veces
conflictivos.

Se trata, en suma, que las estructuras sociales sean más sensibles a las diferencias
culturales, por lo cual, dar curso a la interculturalidad es también responsabilidad de las
poblaciones no indígenas, de los sectores que han homogeneizado el conocimiento, de los
que generan las situaciones de discriminación y desigualdad. No tiene sentido, como dice
Cavalleiro evaluando la situación de Brasil, que se intente inculcar valores a las poblaciones
tradicionalmente victimizadas e ignora- das, a quienes las culturas dominantes no son
capaces de interiorizar como imprescindibles.

Que los Estados asuman una política de educación intercultural para todos no significa que
deba desaparecer la educación indígena. Muy por el contrario, ella debe ser de mejor calidad
y debe constituir una parte esencial de la atención educativa a la diversidad cultural de los
países. Schmelkes (2005) llama la atención de que la educación que se ofrece a las
poblaciones indígenas continúa siendo de mala calidad, pobre en recursos y resultados,
que no ha logrado constituirse en una respuesta pertinente, sustentada en la cultura propia
y que goce de las condiciones básicas que se requieren para su buen funcionamiento:
regularidad en la docencia, aprovechamiento del tiempo destinado a la enseñanza, buena
infraestructura y óptimo equipamiento.

Sin desmerecer los esfuerzos y logros considerables que en algunos casos se han
conseguido en la profesionalización de la educación indígena, con exigencias cada vez
mayores, tanto de recursos y autogestión como de formación especializada y oferta
programática, la realidad de los países estudiados dista de ser la deseable. Se debe hacer
notar la falta de preparación de los docentes y sectores indígenas, quienes no dominan
bien la lengua oral y la escrita de los grupos a los que atienden, que no manejan una
pedagogía intercultural y que no cuentan, en la mayoría de los casos, con sistemas de
formación inicial de la mejor calidad.
La educación indígena debe ser fortalecida con la necesaria participación de los
grupos indígenas, tanto en lo que respecta a la consolidación de una educación propia y a la
vigilancia de un servicio educativo efectivo, como en lo que es su aporte cultural al resto de la
población de un país. Ambas acciones requieren de procesos de construcción colectiva de los
conocimientos y aportes productivos de los pueblos, sus saberes ancestrales, cosmovisión,
tradición, expresión y costumbres, que se encuentran “sumergidos” o diluidos bajo el halo
histórico de la cultura dominante.

Tanto el propósito de una educación intercultural para todos como el de una


educación indígena intercultural, deben perseguirse en paralelo y formar un todo articulado
(Schmelkes, 2005). Una comprensión restringida de la educación intercultural limita la
posibilidad de interpelar, involucrar y comprometer a la sociedad en su conjunto en la defensa
de la alteridad y de los derechos de los pueblos, por cuanto se limita a un interés particular
indígena o afrodescendiente, y se traduce en una política periférica, “enclaustrada” o
desarticulada del resto del sistema educativo.

Por el contrario, una política que conjuga ambas dimensiones de la diversidad presenta una
doble virtud: por un lado, es más coherente con un proyecto-país que sustenta una visión de
desarrollo democrático y plural, con base en el libre ejercicio de derechos individuales y
colectivos de todos sus habitantes. Por el otro, y en consecuencia, es una política que
promete más consistencia y sustentabilidad, al implicar al sistema en su totalidad.

La educación intercultural para todos, que incluye la educación indígena, debe traducirse en
una opción diferenciada para los distintos contextos educativos; es decir, debe responder a
visiones y necesidades territoriales. Esto es más claro de precisar hoy en día, cuando los
pueblos indígenas no se encuentran necesariamente radicados en un solo lugar, los procesos
migratorios a las urbes han sido constantes y crecientes y las culturas originarias se
encuentran inmersas en un panorama de progresiva globalización cultural.

No se puede hablar y proponer un único modelo o propuesta de EI, pues los requerimientos
serán distintos si se trata de zonas rurales con mayoría indígena, donde existen comunidades
cuya lengua y tradiciones se conservan con fuerza; a sitios urbanos, donde se
congregan estudiantes provenientes de comunidades indígenas, desplazados o migrantes de
zonas rurales con otros que no lo son; a ciudades, donde existe una mayoría no indígena con
migrantes de otros países. La propuesta intercultural debe abrirse a distintos escenarios y
concebirse como una oferta específica construida desde la misma región.

Desde una perspectiva de progreso en la construcción de naciones pluriétnicas y multilingües


se requiere avanzar en el levantamiento de políticas de Estado, que sostengan y
avancen en los compromisos adoptados con los pueblos indígenas y en la promoción de una
interculturalidad que permee todos los ámbitos de vida de la sociedad. Un problema evidente
sigue siendo que los compromisos adoptados por los gobiernos en materia educativa, no se
sostienen una vez que se producen cambios de autoridad a nivel nacional o territorial, dando
marcha atrás con los logros alcanza- dos sin hacer una evaluación de los mismos y
aplicando una política gubernamental que vuelve muchas veces a partir de cero. Acciones
intermitentes debilitan los resultados y producen falta de sentido al trabajo que realizan
quienes vienen por años trabajando en este campo y forman parte de estos procesos.

La situación de Colombia es preocupante porque prácticamente se ha desmantelado la


División de Etnoeducación, y ésta ha pasado a ser una política menor dentro de las políticas
de atención a poblaciones vulnerables. Con ello se ha desatendido el mejoramiento y
contextualización de la educación que se les brinda a las comunidades indígenas y debilitando
la educación endógena que se había venido desarrollando.
2. Las políticas curriculares no toman en cuenta el marco cultural desde donde se construye el
conocimiento y la existencia de procesos epistemológicos alternos.

Parece no cuestionarse en profundidad el sesgo cultural hegemónico del pensamiento


occidental sobre otros tipos de conocimientos, porque éste se considera la
representación correcta, verdadera y más efectiva. Menos aún se tienen en cuenta los
procesos de construcción cultural. Éstos quedan fuera del ámbito de la pedagogía. La
enseñanza es concebida fundamentalmente como un acto transmisivo, no transaccional,
donde enseñar consiste en “entregar” o “transferir” constructos mentales, consideraciones
intelectuales o representaciones del mundo real, en lugar de “interactuar”, “discernir” o
“resolver” situaciones en interrelación con el mundo. En estas condiciones, la construcción de
currículos interculturales es una fantasía, la “contextualización” del mismo se traduce en un
esfuerzo individual de algunos docentes por trabajar contenidos étnicos, pero la base cultural
de referencia del currículo permanece inalterable y sin discusión.

Por tanto, los contenidos de las distintas áreas del currículo responden a una mirada
universalizadora del conocimiento. Una perspectiva intercultural “implica cuestionar el sesgo
cultural que éste presenta, en el sentido de llamar la atención sobre la hegemonía que tiene el
pensamiento occidental sobre los otros tipos de conocimiento (que se reconocen como
saberes tradicionales y empíricos), con el fin de que en los contenidos de las distintas áreas
se consideren diferentes perspectivas culturales del tema a trabajar, sin jerarquizar
determinados tipos de perspectivas sobre otras y sin adoptar una mirada universalista sobre
los estadios de desarrollo y sobre sus consecuencias para el aprendizaje” (Zavala y otros,
2005).

Asimismo, la jerarquización cultural se evidencia en la falta de coherencia entre la política


educativa intercultural, la normatividad institucional que funda la EIB en los países, y las
prácticas pedagógicas cotidianas de las escuelas indígenas, que toman como modelo la
metodología y contenidos de la escuela nacional. En este sentido, el peso de la
herencia cultural homogeneizadora continúa siendo tan fuerte que dificulta la implementación
de los cambios sugeridos por la EIB. Así ocurre, por ejemplo, que pueden pasar varios años
entre la emisión de las leyes y su regulación para la puesta en marcha, como se ha dado en
Colombia con la Cátedra de Estudios Afrocolombianos, que recién comienza a implementarse
en el 2002. También sucede lo mismo en Brasil con la obligatoriedad de los cursos de historia
y cultura africana y afrobrasileña, acordados en 1996 por la Ley de Directrices y Bases de la
Educación Nacional, y que se hace recién efectivo en junio de 2004 mediante las Directrices
Curriculares Nacionales para la Educación de las Relaciones Étnico-Raciales y la Enseñanza
de la Historia y Cultura Afrobrasileña y Africana.

Por lo mismo, los conocimientos indígenas se abordan de manera parcial, desprendidos de su


contexto de referencia y como un añadido al currículo. La transversalización de los programas
para la incorporación de la interculturalidad se ha traducido en la fragmentación del
conocimiento indígena, su descontextualización y reduccionismo, como un objeto de
conocimiento aislado de su experiencia y de sus referencias históricas y comunitarias. Las
prácticas pedagógicas se caracterizan por la exclusión sistemática de los conocimientos y
de las experiencias previas que los alumnos traen a clases, así como de toda posibilidad
de elaboración propia de conceptos (Luna e Hirmas, 2004). “Ello se debe, en parte, a que
la educación activa o la práctica constructivista no se ven posibilitadas por las rígidas
normativas que regulan la vida cotidiana de las escuelas, especialmente de las públicas, y por
déficit en la formación de los docentes. Pues no se ha desterrado por completo la
interpretación de que conocer es disponer de un mapa mental o de una imagen de la realidad,
que el conocimiento es un algo que se instala en alguna parte de nuestro cerebro (en
la memoria de corto o de largo plazo) y que ello puede hacerse por cualquier vía, incluyendo
la repetición memorística de lecciones” (Rojas, 2004).

Desde la pedagogía tradicional dominante en los países, la cultura se explica como un


producto al que se accede mediante el conocimiento, interpretando el aprendizaje como la
adquisición de elementos teóricos y conceptuales, y no como su elaboración. Por ello, la
cultura del niño y de su contexto son abordadas en forma parcializada, como objetos de
conocimiento y no como experiencias o como procesos de elaboración y reelaboración; es
decir, no se establecen los puentes entre los contenidos y los modos de vivir, resolver, crear,
valorar e interpretar el mundo de los estudiantes y sus comunidades. Consecuentemente, la
pedagogía imperante se impone sobre otras pedagogías, o pedagogías indígenas, con base
a metodologías lejanas a la cultura local, y centrándose en la incorporación de
contenidos más que en atender las interacciones educativas y sus procesos
socioculturales.

Perú ha realizado grandes avances en dirección hacia una política curricular de


carácter constructivista a través de su formulación con base a competencias, que
conjuga la dimensión cognitiva, ética y procedimental del aprendizaje. Aun cuando no exista
familiaridad con los métodos e instrumentos de esta nueva propuesta curricular y los maestros
no hayan sido formados para esta nueva pedagogía, esta distinción apunta a una
comprensión más integral del aprendizaje, donde “saber algo” equivale a “saber cómo y
para qué hacer algo”; es decir, poder desarrollar la capacidad de actuar con sentido en el
mundo. El caso de Brasil es también significativo, pues producto de su diversidad étnica ha
enfocado el tratamiento de la diferencia como un elemento inseparable de la valoración de
identidad cultural y la interiorización de una educación para la convivencia.

Dentro de esta concepción, la interculturalidad puede ser abordada como una competencia a
desarrollar, que “no implica tan sólo un actuar eficaz para el provecho de uno mismo, sino
también un actuar ético que incluya al otro. No solamente saber evaluar a los otros
con quienes se va a intervenir y los recursos con los que éstos cuentan, sino además la
situación en la que se quiere intervenir” (Zavala et al., 2005). Bajo esta óptica sobre el
conocimiento y el aprendizaje, el currículo concibe la cultura como un proceso de construcción
social, que está en constante cambio, que se enriquece mediante el contacto e intercambio
cultural, siendo tarea de la pedagogía generar las condiciones para aprender y eliminar
las barreras que impiden interactuar, resolver y crear.

Pese a que en todos los países del estudio las reformas educativas han introducido la
flexibilización curricular y la contextualización de los aprendizajes, los contenidos de las
diferentes áreas no son considerados desde perspectivas culturales distintas, contrastando
formas de conocer, resolver y crear. Así también el conocimiento formal se sitúa sobre el
tradicional y los procedimientos científicos se acercan más a la comprensión de la realidad
que las vivencias y experiencias de estudiantes.

Un gran avance se ha producido en la elaboración de textos bilingües para las lenguas


indígenas dominantes, favoreciendo procesos de normalización de las mismas. No obstante,
la tendencia homogeneizadora del conocimiento y de los modos de conocer y aprender se
transfieren también al modo como se elaboran textos y materiales educativos, cuyos
contenidos, diseños y estrategias de aprendizaje consisten comúnmente en una traducción del
castellano a las lenguas indígenas de los mismos textos que rigen para todos los estudiantes
del país.

Las mediciones nacionales sobre la calidad de la educación constituyen otro lugar


desde donde se construye el currículo. Éstas no consideran el factor cultural en la
construcción de los indicadores de logro. Es decir, no sólo no están formuladas en
lenguas distintas –según sea la lengua materna del estudiante–, ni registran este dato
relevante en la determinación de los resulta- dos, sino que además no incluyen como criterio
la pertinencia cultural de la medición. El desafío es grande, pues se requiere de mucho tiempo
para elaborar exámenes en lengua indígena que permitan medir el nivel de aprendizaje de los
estudiantes considerando las variaciones dentro de una misma lengua vernácula.

Este es un campo nuevo y necesario de desarrollar. Pero debe darse un giro más
radical para incorporar el marco cultural en la construcción de los indicadores de logro y para
establecerse sobre concepciones de aprendizaje que recaben en los procesos de elaboración
de los saberes.

Se requiere ampliar el horizonte de la evaluación para ir más allá de la medición de las


competencias básicas en lenguaje y matemática. Es preciso establecer una nueva
conceptualización de la evaluación y repensar su sentido, para que se abra la posibilidad de
que las pruebas de medición nacionales y las específicas que se practican en la escuela,
operen con criterios de “medición de logro” distintos a aquellos con los que se ha trabajado
hasta ahora, donde se dé mayor relevancia a los procesos de aprendizaje y metacognición de
los alumnos y donde se evalúen competencias más que contenidos.
La evaluación y medición de la calidad no sólo debe apoyar procesos de mejora en la calidad
de los aprendizajes, sino también procurar mejorar la equidad de la educación a través de
medidas claramente orientadas por paradigmas solidarios, que ayuden a los centros
educativos a precisar cuáles son las áreas de aprendizajes más deficitarias para los
colectivos de alumnos vulnerables, que cooperen en mejorar la comprensión sobre las
variables que causan esos déficit (metodologías, didácticas, focos, etc.) y que también
contribuyan a aclarar y buscar soluciones para esas situaciones deficitarias (Rojas A., 2005).

En el plano docente, las orientaciones que permiten flexibilizar el currículo son escasas; las
que hay no son claras y ponen el énfasis en la adquisición de conceptos y representaciones
de la realidad (contenidos) y no en el desarrollo de competencias (saber hacer con
conciencia). Por lo mismo, no se prepara a los docentes en los métodos e instrumentos de un
currículo abierto, que es lo que sucede en Perú, México, Colombia y Chile. Las didácticas se
traducen en la entrega de una serie de instrumentos y metodologías aisladas, sin una teoría
de la enseñanza claramente definida.

Se han dado escasas oportunidades de elaborar un currículo propio, destacando experiencias


piloto en Brasil que han dado buenos resultados y en el corto plazo, pero que aún no han sido
implementadas como prácticas generalizadas dentro del proceso pedagógico.

A esto se agrega que se cuenta con pocos docentes bien formados pertenecientes a
las comunidades, con adecuado manejo de la lengua indígena y con conocimientos y
vivencias suficientes sobre las culturas originarias. También es cierto que las políticas de
transformación pedagógica en formación inicial de docentes han quedado rezagadas y
desactualizadas respecto a los cambios que las reformas educativas han querido introducir en
las escuelas. Brasil se ha posicionado en esta materia, pues debido al impulso que estas
políticas han tenido estos últimos años, la oferta formativa en interculturalidad y prácticas
pedagógicas está en aumento y cada vez abarcan nuevas regiones y áreas curriculares.

3. La concepción hegemónica y restringida con la cual se elaboran las políticas del área de
lenguaje, así como los estilos comunicativos y formas de interrelación pedagógica, actúan
como barreras para el desarrollo de oportunidades educativas.

Los procesos de adaptación de los estudiantes indígenas a los entornos de


comunicación formal resultan muy complicados. En ambientes urbanos esto se complejiza aún
más, pues se produce una “lucha entre los propios valores, los valores de la cultura en la que
se ha crecido y una cultura urbana que ofrece la vaga promesa de un futuro mejor” (Carnoy et
al., 2002). El silencio y aislamiento de los niños indígenas, como es natural, se produce por
una barrera de lenguaje y un modo de interrelación pedagógica que les es ajeno.
La educación intercultural bilingüe ha marcado una diferencia que, aunque dispar al interior de
los países, ha permitido a los estudiantes manejarse con mayor soltura y seguridad al hablar
en su lengua, y obtener un mejor rendimiento que los nivela en lenguaje y matemática
respecto de sus pares que viven en lugares con mayor acceso al castellano, según lo revelan
estudios comparativos en la región, como en Perú y Brasil. Las escuelas de educación
intercultural bilingüe (EIB) y las rurales en general demuestran una dinamización de las
relaciones sociocomunicativas en el aula, mediante el ejercicio de una enseñanza más
proclive al trabajo grupal, a un rol más activo y participativo del alumno, a una
organización de la clase más flexible y de mayor confianza y cerca- nía entre maestros y
alumnos.

La situación sociolingüística en la región ha cambiado, aumentando significativamente


el número de estudiantes bilingües que manejan el castellano como lengua materna. La
estandarización- modernización de las variantes dialectales, la complejización de los usos
lingüísticos en la era de las comunicaciones, la transferencia lingüística y la adquisición de la
lengua indígena, en países como Chile, donde la lengua vernácula ha dejado de ser la lengua
materna entre la mayoría indígena, la enseñanza del español como segunda lengua en
zonas como Brasil, con más de 200 dialectos diferentes, y la necesidad de incorporar los
nuevos escenarios lingüísticos provocados por los fenómenos de migración nacionales e
internacionales, son todos temas sin resolver o poco estudiados, realidad a partir de la cual es
necesario estructurar distintas pedagogías para el fortalecimiento de las lenguas vernáculas y
el dominio del castellano.

Desde esta perspectiva, resulta indispensable la realización de estudios sociolingüísticos


que permitan tener un conocimiento más fidedigno de la realidad en la que se desea
intervenir. Por otro lado, como lo expresa Bertely, es necesario superar la reducción de la
cultura a lo lingüístico, puesto que el aprendizaje de la lengua indígena en sí mismo no basta
si no se integra a las actividades sociales, productivas y rituales de los pueblos.

Además, la educación bilingüe debe formar parte de una política mayor que reconozca
la diversidad de lenguas y que facilite su uso en otras instancias de la vida social, cuestión
que no se da con fuerza regulatoria en los países. En el caso peruano ha sido evidente la
contribución de la EIB en la validación de propuestas pedagógicas sobre enseñanza y
normalización de lenguas, alfabetos indígenas y tratamiento de la interculturalidad.

Asimismo, Brasil ha avanzado en la adopción no regulada de documentos y materiales


en lengua vernácula como condición indispensable para conducir un aprendizaje
culturalmente pertinente, pero no ha sido capaz de establecer políticas claras en torno a una
normalización de lenguas y alfabetos. Una de las mayores dificultades para alcanzar
este objetivo es la resistencia de las propias comunidades, conscientes muchas de ellas
de la necesidad de adquirir un dominio suficiente del portugués que les permita comunicarse,
interactuar y defenderse de diversas influencias cultura- les, políticas y legales ante las cuales
se ven en desventaja y que de otra manera sería imposible.
La comunicación intercultural no sólo debe contemplar el aprendizaje y uso de la
lengua materna, así como el dominio del idioma hegemónico, sino también debe abarcar el
espectro más amplio de las habilidades comunicativas. Como lo expresan Zavala y otros
(2005), “desde el plano curricular se ha hecho todavía muy poco por tratar de tomar en cuenta
el aspecto de las habilidades comunicativas. En el área de comunicación integral subyace un
modelo de competencia comunicacional uniforme y homogéneo que responde a un tipo
de ciudadano que la institución escolar pretende formar. La escuela no sólo promueve
formas de interacción social y estilos de comunicación específicos, sino que sobredimensiona
el plano de la lectura y escritura como un espacio distante de lo oral y además desestima
una serie de habilidades sociales y comunicativas que los niños traen consigo a la
escuela”. Aún cuando se requiere mejorar el currículo en cuanto a la enseñanza de
lenguas es igualmente necesario trascender el plano puramente lingüístico para desarrollar
habilidades comunicativas.

Si bien las políticas institucionales de los programas de educación intercultural para indígenas
proponen un enfoque comunicativo más amplio, como el caso de la DGEI en México, que
promueve la adopción del enfoque globalizador, lo cierto es que estas ideas están lejos de ser
aplicadas. Finalmente, lo que determina la enseñanza de las lenguas son los programas
oficiales para todo el país. Además, se requiere una identificación de prácticas comunicativas
vigentes en la escuela, y trabajar sobre ellos para mejorar las habilidades comunicativas.

De momento, las prácticas comunicativas e interactivas entre docentes y alumnos se


caracterizan por métodos expositivos, memorísticos, autoritarios, centrados en los contenidos
y no en la relación, donde los canales para una expresión auténtica por parte de los
alumnos son bastante reducidos. Una educación en el desarrollo de competencias sociales y
comunicativas requiere innovar no sólo en las metodologías de enseñanza, sino también
en la generación de programas que amplíen los objetivos del área de lenguaje y
comunicación.

Aun cuando los profesores son conscientes de la necesidad de fortalecer la identidad cultural
del niño, la entidad educativa en su conjunto no ha desarrollado la capacidad de generar
ambientes propicios para el diálogo con y entre los alumnos, que les permitan compartir sus
vivencias comunitarias y familiares, y entregar al profesor y a los compañeros su opinión,
conocimientos y experiencias que puedan eventualmente convertirse en recursos
pedagógicos (Luna e Hirmas, 2005). La centralidad del niño en los procesos de
enseñanza-aprendizaje, que es uno de los principios de las reformas educativas en toda la
región, tiene que hacerse efectiva mediante la creación de espacios de interacción donde el
énfasis no esté puesto en los contenidos, sino en el sujeto que aprende, construye,
aporta conocimiento y se siente reconocido y validado en su forma de interpretar y vivir su ser
indígena.
En la perspectiva de interculturalidad para todos, el tratamiento del área de lenguaje debe
dejar de ser visto únicamente como un instrumento de comunicación, para ser manejado
como un medio de interrelación: de entendimiento o discriminación, de dominación o
reconocimiento del otro, de exclusión o acogida.

Desde la perspectiva indígena, no basta el aprendizaje y uso de la lengua materna como se


ha estado trabajando en las escuelas interculturales bilingües, sino que se requiere su
comprensión crítica como medio de inclusión-exclusión o de dominio-sumisión. Sin negar la
importancia de que la escuela se constituya en un espacio de reproducción y generación del
conocimiento indígena, es posible aseverar que la disolución de la “asimetría valorativa”,
expresión con la cual Schmelkes se refiere a la desvaloración de la propia cultura por
parte de las culturas minoritarias, se puede alcanzar no solamente mediante el
fortalecimiento de “lo propio” y, por tanto, de la autoestima cultural, sino también
abordando la valoración de las diferencias en el entramado de las relaciones humanas tejidas
en los distintos espacios educativos: los de los aprendizajes, de las relaciones
interpersonales y de la gestión escolar.

Por ello, esta área del currículo se presenta propicia para ocuparse de la interacción cultural,
las barreras comunicativas, la escucha activa, el diálogo, la persuasión empática y la
negociación con otros, las bases comunicativas del trabajo cooperativo, la construcción de
confianzas, la resolu- ción de conflictos y la competencia para establecer redes de
colaboración y apoyo, entre otras funciones del lenguaje y la comunicación.

El trabajo en esta área no debe ser considerado políticamente aséptico, pues es evidente que
la interacción cultural se da en un contexto político que genera condiciones de simetría o
asimetría para el diálogo intercultural. Por ello es necesario reflexionar y problematizar la
interacción cultural, promoviendo su comprensión y análisis para evitar seguir introduciendo
los contenidos de las culturas indígenas en el currículo como elementos decorativos. En este
sentido, trabajar sobre los prejuicios, los mecanismos de exclusión, los actos de
discriminación y el racismo, resulta imprescindible.

Es recomendable desarrollar un trabajo integrado entre áreas de aprendizaje. Así, es posible


abordar el área del Lenguaje y la Comunicación dentro de una progresión histórico-política,
estableciendo las ligazones entre las dimensiones humana y social del desarrollo. La
integración de áreas que permita una elaboración más sistémica de los fenómenos dista
mucho de ser enfatizada dentro de las políticas curriculares y menos aún de ser aplicada en la
escuela. La desagregación analítica con que actualmente se abordan los aprendizajes, propia
de la cultura occidental, ofrece barreras para un aprendizaje más comprensivo de los
fenómenos sociales, culturales e inclusive científicos. Respecto a la importancia del clima y
cultura escolar, no basta la construcción de un currículo formal que incentive el conocimiento y
valoración de las culturas, si no se promueven cambios en la gestión institucional
consecuentes con esta visión. Se ha comprobado que el involucramiento directo de la
comunidad y las autoridades en el entorno escolar ha permitido generar condiciones
relacionales que facilitan la convivencia y el ejercicio de la ciudadanía, favoreciendo
también el proceso de enseñanza-aprendizaje al interior de las escuelas. El ejemplo de las
políticas globales que promueven una cultura de paz, como las Escuelas Innovadoras y
Abriendo Espacios en Brasil y que pronto serán implementadas en Chile, demuestran que
muchas veces es posible generar cambios positivos en menos tiempo del que
tradicionalmente se han evaluado los efectos de las políticas en educación.

4. Para construir la democracia se requiere de políticas favorables al pluralismo y la


interculturalidad; asimismo, una política de educación intercultural pone en juego el poder que
se reconoce y asume desde la docencia, la civilidad y la comunidad para la transformación de
la sociedad.

Los Estados de Perú, Brasil, Colombia y México reconocen en sus Constituciones su


condición pluriétnica y multicultural, pero dicho reconocimiento no ha significado, en la
práctica, una completa valoración de su multiculturalidad y de su diversidad étnica y
lingüística. En el caso de Chile, si bien el Estado no se reconoce como pluricultural y
multiétnico, la Ley Indígena ha significado un avance en el reconocimiento de las minorías
indígenas, aunque esto tampoco haya generado una mayor valoración e incorporación de las
mismas en la construcción de la nación. “Y es que la gestión de políticas interculturales
debería ser –ella misma– intercultural” (Zavala et al., 2005:4). Kymlicka sostiene que para
garantizar la afirmación de las diferencias culturales de las minorías se deben ampliar
las libertades ciudadanas democráticas. Desde esta perspectiva, “se requiere que los dife-
rentes sectores sociales y políticos generen acciones encaminadas a construir la
interculturalidad como condición de vida para garantizar la realización individual y
colectiva” (FLAPE Colombia, 2005:6) por parte de sus habitantes.

En el campo de la educación “esto significa que debería hacerse de manera participativa para
que las diferentes perspectivas de aproximación a la interculturalidad estén presentes,
y de esa manera se incluyan la demanda y los reclamos hacia la educación
proveniente de los diferentes actores”. La interculturalidad también pasa por el hecho de que
todos los intereses estén representados y que las decisiones políticas sobre el tema se
generen a partir de un consenso. Después de todo, la política será sostenible en el tiempo en
la medida que sea reconocida y asumida por los propios actores.

A excepción de Brasil, donde el debate nacional sobre la discriminación y la


diversidad cultural ha sido intenso después del impacto que generara la Conferencia de
Durban y las crecientes presiones del Movimiento Negro e Indígena, se aprecia en los demás
países de la región una falta de reflexión pública y socialización sobre los planteamientos del
pluralismo cultural y la riqueza propia de la diversidad cultural. Ello se traduce en distancia y
demora para hacer públicos los lineamientos en materia educativa, como ha ocurrido en
Colombia con la Cátedra de Estudios Afrocolombianos, o en la falta de procesos de
consulta y reflexión entre los niveles centrales de los organismos de educación
intercultural de los países y los gobiernos regionales y locales, a los que “bajan” los
nuevos lineamientos. En Perú, en el último tiempo la Dirección Nacional de Educación
Bilingüe Intercultural, DINEBI, ha impulsado la gestación y elaboración de proyectos
educativos tendientes a la participación de las familias y autoridades locales en el desarrollo
de la EIB, mediante las mesas de dialogo, constituyéndose ellas en un precedente importante
en el reconocimiento de los pueblos originarios a su derecho a participar en la definición y
formulación de su propio plan de desarrollo educativo, a partir de sus necesidades,
identidades y visiones de desarrollo.

En el ámbito político más liberal de los países en estudio, se ve cada vez con mayor claridad
la necesidad de que las políticas educativas adoptadas sean iniciadas, sostenidas y
perfeccionadas por la sociedad implicada: beneficiarios, equipos territoriales y profesionales a
cargo. Para ello se requiere la generación y animación de movimientos sociales por la
educación, el fortalecimiento de los gobiernos territoriales en sus capacidades para provocar
el diálogo, la participación y el compro- miso de los actores locales con procesos de
desarrollo social, económico y cultural. La idea de empezar por “problematizar” la
educación intercultural en lugar de partir de un concepto normativo o ideal, como lo proponen
Zavala y otros, apunta precisamente a partir desde la realidad intercultural tal cual ésta se
presenta, analizando cuáles son las condiciones que se dan para el diálogo intercultural y de
qué manera en el escenario se observan factores facilitadores u obstaculizadores para la
puesta en marcha de un proceso de cambio con esta orientación.

Con relación a la docencia, la formación que ofrecen los institutos de capacitación para el
trabajo en EIB suele partir de un concepto abstracto de educación intercultural, en lugar de
hacerlo desde donde están situados los docentes, tomando como punto de referencia sus
competencias, sus visiones sobre interculturalidad, sus aspiraciones y preocupaciones, lo que
permitiría conectar estas situaciones con las posibilidades cercanas de actuación y
cambio. La literatura disponible sobre capacitación docente da cuenta de una realidad
muchas veces prescriptiva, que se concentra en el “deber ser” en lugar de permitirles
reconstruir su realidad. La formación docente debiera orientarse hacia la reflexión sobre los
objetivos y sentido de una educación intercultural, hacia una reflexión crítica sobre sus
propias prácticas pedagógicas y un análisis de los problemas y situaciones que plantea
la formación en sus propios contextos multiculturales.

A su vez, el mantenimiento de una visión idealizada de la interculturalidad se sostiene por una


falta de investigación sociolingüística, socioeducativa y sociocultural, y por condiciones
políticas que interfieren en una mejor comprensión de la realidad. Para avanzar en la
acumulación de conocimientos relevantes sobre los procesos emprendidos también se
requiere recoger, analizar y sistematizar las múltiples experiencias realizadas. Asimismo,
hacen falta políticas más fuertes de monitoreo, acompañamiento y evaluación de programas.

La descentralización educativa no se ha ligado expresamente a procesos de mayor


participación social y de una mejor atención a la diversidad cultural. El Acuerdo Nacional para
la Modernización de la Educación Básica, ANMEB, de México fue principalmente un acuerdo
para reorganizar la administración del sistema educativo público, que concibió como actores
principales a los estados de la República. Por tanto, el discurso de mayor diversidad y
participación se refiere a las relaciones entre los gobiernos estatales y el gobierno federal. En
Chile se esperaba que una educación descentralizada tuviese más capacidad de conectar con
las demandas y necesidades de su población y, al mismo tiempo, fuese capaz de rendir
cuenta pública de su gestión a sus ciudadanos. Pero para ello se requiere fortalecer las mesas
de debate y articulación territorial, con representación no solo del Estado sino también de
actores de la sociedad civil organizada.

Sin embargo, todavía el sistema refleja una cultura centralizadora en la formulación de


políticas que permiten sólo limitadas oportunidades para la toma de decisiones por parte de
los padres o incluso de las organizaciones políticas de nivel medio. Las regiones y provincias
deben actuar con decisiones adoptadas en Santiago, sin considerar la información entregada
por los gobiernos locales para ajustarlas a las necesidades propias.

Brasil ha sufrido un proceso creciente de descentralización y municipalización que ha


permitido avances notables en cuanto a la gestión autónoma, tanto de recursos como
de procesos de aprendizaje, así como ha favorecido y fomentado una mayor participación e
involucramiento social en todos los ámbitos del proceso educativo. Sin embargo, muchos de
los avances registrados parecen deberse más a gestiones específicas de determinadas
esferas de poder local, que a criterios formales legalmente constituidos, pero interiorizados
como una práctica institucionalizada que supere las decisiones discrecionales de turno.

En México y Colombia, grupos indígenas están planteando, negociando y desarrollando


propuestas educativas interculturales construidas desde las bases, aprovechando el
resguardo político que representa el planteamiento oficial de la EIB. Sin embargo, las
estructuras del Estado en todos los niveles e instancias continúan, en la práctica, operando
con esquemas centralistas. Se sigue imponiendo una visión de desarrollo que excluye la
visión indígena en la construcción pedagógica, implantándose programas sin consulta y
consenso con las comunidades que atienden. La gestión institucional etnocentrista también
muestra la desconfianza y falta de valoración por parte del Estado de las capacidades,
competencias y posibilidades de actuar autónomamente de las comunidades indígenas.

Ejemplos como el de la “Educación Contratada” en regiones indígenas de Colombia ha


significado un paso atrás en el reconocimiento de las organizaciones comunitarias para
participar en la construcción de una educación propia. Por el contrario, estrategias de
participación, como los Proyectos Educativos Comunitarios (PEC), dentro de los Planes de
Vida de las comunidades indígenas, han permitido ampliar en años recientes la reflexión
pedagógica más allá del ámbito institucional, involucrando en el diálogo a las organizaciones
indígenas y a otros actores locales.
En las localidades de los distintos países donde los funcionarios del Estado y los actores de la
sociedad civil han trabajado por medio de alianzas, se ha logrado una mejor construcción
curricular que une la teoría y práctica de la interculturalidad. A su vez, formas emergentes de
intermediación civil en la creación de proyectos educativos interculturales, llevadas a cabo por
organismos gubernamentales o no gubernamentales, además de favorecer la
apropiación de políticas de educación adecuándolas a sus intereses comunitarios, han
permitido ir afirmando a las etnias en sus procesos de construcción identitaria e inserción
ciudadana. Según explica Bertely (2003), la relación de las políticas educativas con las
dinámicas locales está signada por ciclos de apropiación recíproca (Rockwell, 1996a),
que no sólo permiten romper con visiones estáticas de lo indígena en la escuela, todavía
vigentes en la formulación de políticas educativas nacionales, sino que además propician
relaciones interétnicas y étnico-nacionales menos desventajosas y capacidad contestataria
frente a intentos de esencializar lo indígena mediante definiciones oficiales.

En todos los países, la acción intersectorial es una iniciativa aún poco desarrollada, pero que
demuestra grandes potencialidades para una intervención integral en atención a las
demandas indígenas por la educación y en otros ámbitos de su desarrollo. En las regiones de
Chile donde las Mesas Técnicas Regionales del Programa Orígenes han sido empleadas
como plataforma de instalación política, ha sido posible una intervención intersectorial
que ha potenciado recursos y generado sinergias en el levantamiento de programas de
desarrollo educativo con mayor sustentabilidad.

En Brasil, y de forma similar, la apropiación cada vez mayor de los Consejos Escolares como
instancias de poder local y toma de decisiones, han hecho llegar a esferas superiores las
inquietudes y elaboradas propuestas que representan de forma más directa las
verdaderas necesidades de las comunidades donde estos espacios de reflexión están
operando. En la medida que estos espacios se transforman no sólo en encuentros de
reflexión, sino en instancias previas a la implementación de propuestas políticas y sociales, las
comunidades van ganando mayor involucramiento y conciencia de la responsabilidad sobre
los cambios a que desean conducir a sus pueblos.

Dentro del micromundo de las escuelas se ha visto la necesidad de “que la elaboración del
currículo, como la conducción de los procesos de enseñanza aprendizaje en el aula, sean
asumidos y vigilados por los diversos actores, de modo de permitir la aproximación al
conocimiento desde diversas perspectivas. En Perú, esto aún no es claro, pues la gestión
institucional muestra falta de consenso sobre la necesidad de utilizar los proyectos de
desarrollo institucional y los proyectos curriculares de centro como herramientas que
aseguren una buena valoración de la diversidad cultural. En Chile, esto recién se ha
comenzado a hacer de manera más sistemática con las escuelas focalizadas del PEIB
Orígenes a partir de 2004, atendiendo a las escuelas según niveles de apropiación de la EIB y
antecedentes didácticos pertinentes a ésta.
Sin embargo, el conflicto existente entre la sociedad nacional y las comunidades indígenas se
ha trasladado a una relación tensionada entre la escuela y la comunidad, por el rol
asimilacionista y homogeneizante que ésta ha cumplido históricamente. Por ello no es
de extrañar el recelo o rechazo con que desde el mundo indígena se mira la propuesta
educativa intercultural, porque ésta es interpretada como una educación de menor calidad que
los margina de su inserción en la sociedad global. Junto con asegurar una educación de
calidad en sectores indígenas vulnerables, es necesario fomentar iniciativas de sensibilización
a los padres y profesores acerca de los fines y objetivos de la EIB, y de las ventajas de la
utilización de las lenguas de uso predominante para el mejoramiento de los resultados
pedagógicos en general.

Para que la enseñanza se desarrolle en simbiosis con el medio se requiere fortalecer


los vínculos entre la escuela y la comunidad, materia que debiera formar parte de la formación
inicial de todo maestro. En el caso de Chile, el aporte de la comunidad a la escuela en la
construcción del currículo se ha dado a través de la institucionalización del “asesor cultural”, lo
que ha permitido acceder al conocimiento indígena y a reconocer el valor que comporta su
transmisión para la vigencia de su cultura. En los sectores rurales, los docentes tienden a un
trabajo más ligado a la comunidad, en comparación con los sectores urbanos, donde la
vida comunitaria se diluye y pierde. En México, si bien se han creado los Consejos de
Participación Escolar, para una mayor participación de los padres en las escuelas, éstos son
aún una promesa.

La interculturalidad en el aula y en los procesos de enseñanza requiere mayor reflexión, pues


si bien se ha avanzado en el aprovechamiento inicial de conocimientos y saberes locales, ello
no se traslada al tratamiento de las relaciones interculturales al interior de la escuela como
organización. Las propuestas de formación docente en estos aspectos son aún incipientes.
Los talleres de capacitación docente en EIB se focalizan en el conocimiento indígena aplicado
al trabajo educativo, en el uso de materiales educativos y en la diversificación curricular. Nada
de ello conduce a un trabajo en la formación de actitudes y competencias para el diálogo
intercultural o en una gestión participativa y democratizadora de las relaciones en la escuela.

La manera cómo funcionan internamente las escuelas interculturales debiera responder


al mismo principio de participación cooperativa y deliberativa con que se espera que
funcione el Estado en su gestión de programas e implementación de políticas. Lo cierto es
que la cultura escolar sigue actuando, en gran medida, bajo una tradición autoritaria,
antidemocrática y excluyente, reflejo a su vez de una dinámica social basada en una
comunicación asimétrica, hegemónica y unilateral.

La experiencia latinoamericana indica que la convocatoria de las instituciones educativas a la


participación de los padres moviliza a una minoría, actúa con una racionalidad “cooperadora”,
es decir contributiva y no participativa en los principales procesos escolares, y
generalmente se les da y ocupan una posición subordinada frente al poder de las
autoridades escolares.
En países como Perú, Brasil, Colombia y Chile, donde se ha avanzado en el diseño de
políticas de convivencia, educación para la paz y formación democrática, los instrumentos de
gestión que se desarrollan (Municipio Escolar, Manual de Convivencia, Consejos
Escolares), muchas veces son interpretados burocráticamente y desprovistos de su sentido
generador de modos de participación distintos. Los estudios muestran una institucionalidad en
crisis, cargada de normas y reglas, donde con frecuencia las acciones del profesorado se
fundan en la arbitrariedad y el abuso. El discurso de los derechos existe, pero el problema es
el de su ejercicio, ya que por parte de docentes y directivos éstos son vistos como un arma de
doble filo, por el poder que otorgan a los estudiantes.

Pese a existir los instrumentos para la transformación de la dinámica escolar, su interpretación


y ejercicio responde a patrones autoritarios, lo que transforma a estos instrumentos en
una “formalidad democrática”. La participación estudiantil consiste, básicamente, en colaborar
con actividades que organizan las escuelas, pero no se dan los espacios para que los
y las estudiantes planteen iniciativas propias. Hay una fuerte resistencia de la escuela
a abrirse hacia la cultura juvenil, e incluso a una mayor participación de los padres, bajo el
supuesto que ese involucramiento significaría más una intromisión que cooperación por un
proyecto común, que denostaría la autoridad y el orden institucional. No se reconoce al
alumno como interlocutor válido.

En Brasil se han conseguido logros significativos en esta materia, gracias a la apuesta por una
mayor libertad de acción que se ha dejado a los distintos sectores involucrados en el proceso
educativo. Se ha insistido en “directrices” no obligatorias, permitiendo la adecuación
diferenciada y específica a cada realidad escolar. Sin embargo, el principal problema de
resistencia a esta práctica ha sido la ausencia de una preparación que oriente al uso libre de
las directrices, pues se ha demostrado que romper con una estructura tradicional no se
logra sólo con permitir un laissez faire, si éste no va acompañado de un proceso de
educación en nuevas metodologías y epistemologías que permitan a los docentes ser
capaces de desarrollar y potenciar su propia capacidad innovadora.

En México, la formación ética y democrática está todavía muy poco desarrollada a nivel de
aula y de gestión escolar, y menos aún en la formación docente. Si bien se ha instituido el
Programa de Educación Intercultural Bilingüe para Todos, lo que muestra avances en
la comprensión de la diversidad y cambia la forma de ver la educación cívica y su
implementación está recién partiendo.

La información disponible indica que en las escuelas se fomenta un fuerte nacionalismo, los
métodos pedagógicos son frontales y se percibe, especialmente, la ausencia de participación
activa de los estudiantes. La convivencia escolar es un tema poco estudiado en México, las
políticas parecen concentrarse en incluir contenidos cívicos y no se promueven pedagogías
que propicien el aprendizaje de la convivencia a partir de las interacciones cotidianas.
Por otro lado, las políticas de gestión institucional, de convivencia, de derechos humanos, de
formación democrática y educación para la paz, se han constituido por caminos distintos a las
políticas de educación intercultural, separando de este modo el ejercicio de derechos y la
generación de una convivencia democrática, de los modos que se dan las distintas culturas
para organizarse políticamente y convivir. Esta visión se corresponde con el manejo de un
concepto de ciudadanía que alude, según expone Tubino (2004), a un sujeto
descontextualizado, sin cultura, sin género y sin historia singular, cuya identidad primaria es
esencial, universal y permanente. A su vez, Kymlicka (2002) refiere el hecho que “la
ciudadanía no sólo está definida por un conjunto de derechos y responsabilidades
enmarcados en un ‘estatus legal’, sino que también está definida en una identidad y en una
expresión de la propia pertenencia a una comunidad política. Esto hace que uno realmente no
pueda ser ciudadano sin ser intercultural”.

Los Programas de Convivencia Escolar que operan en Chile y Colombia no abordan


claramente la pertinencia y discriminación cultural, y los Objetivos Transversales no
incluyen la dimensión cultural en la formación de la identidad, como tampoco abordan
temáticas como los derechos colectivos de los pueblos, los derechos culturales y las
desigualdades sociales, económicas y culturales. Por lo mismo, “en el ejercicio del derecho a
la educación se halla comprometido el ejercicio de otros derechos, y entre ellos los derechos
culturales, de tal forma que no hay garantías para el ejercicio del derecho a la educación en la
escuela si no hay condiciones para un auténtico ejercicio de los derechos culturales y de
participación dentro de ella” (FLAPE Colombia, 2005).

El cumplimiento de las normativas políticas depende de la estructura y organización que los


sistemas educativos se den. En este sentido se observa “la tendencia a generar nuevos
rótulos para iniciativas educativas asociadas con departamentos específicos, en vez de
vincularlas con políticas existentes. Hay áreas de los ministerios en que, a pesar de la
escasez general de recursos, hay más intervenciones de las que el sistema puede
efectivamente absorber” (Blanco, 2005).

Desde un punto de vista administrativo y financiero, la generación de programas


desagregados, con escaso presupuesto, estrecha cobertura y de corto plazo, duplican
esfuerzos y significan un fuerte derroche de recursos en países económicamente pobres.
Pero quizá lo más importante en este punto es remarcar que las políticas de educación
intercultural y las de convivencia, formación ética y democrática, derechos humanos y
formación para la paz, debieran actuar integradamente para permear la cultura escolar,
no sólo a través del currículo formal, sino a través del currículo oculto en que se desenvuelve
la vida de las instituciones.

La educación de las personas puede mejorar en la medida que se promuevan formas


de interacción en la diversidad, respetuosas y valorativas de las diferencias. No es suficiente
contar con un currículo formal que trate estos temas si no se crean climas escolares que
signifiquen cambios sustantivos en el plano institucional y en la mentalidad de directivos y
docentes. Sin embargo, la aplicación de un currículo transversal y de una cultural escolar
democrática, donde se respete, valore y promueva la expresión de la alteridad, no ha operado
por decreto en ninguno de los países. Este es un tema que ofrece grandes resistencias, pues
implica el combate a discursos hegemónicos históricamente heredados.

Desinvisibilizar y, por tanto, trabajar la interculturalidad, así como la construcción de socie-


dades de derecho, significa pensar no sólo en lo metodológico, sino sobre todo en las
ideologías dominantes –y también en los fundamentalismos étnicos, religiosos o culturales–
que impiden que esto pueda ser abordado por las escuelas desde la gestión, la pedagogía y la
cultura escolar.

De otra parte, la instalación de una política de convivencia o de formación ética y ciudadana


se orienta a la lógica que busca establecer y ampliar la comprensión entre los sujetos, la ética
en el convivir, y a un pensar reflexivo, que medita acerca del sentido de todo cuanto existe. Es
decir, se trata de políticas democratizadoras que entran en tensión con una racionalidad
modernizadora, orientada por principios como el progreso técnico, las exigencias de
eficiencia y productividad, marcadamente instrumentales, y que han sido predominantes en
las reformas modernizadoras de los sistemas educativos (Arístegui et al.). Ambas pueden
actuar complementariamente; sin embargo, sintonizar estas dos lógicas es una tarea mayor
que implica una visión más amplia, donde la modernización no es interpretada en términos
puramente instrumentales. Ello explica por qué hasta ahora las políticas de convivencia se
desapegan del resto de las políticas de mejoramiento de la calidad de la educación y queden
en un segundo lugar, como políticas aleatorias a los objetivos centrales que persigue el
sistema político educativo.

5. La inclusión cultural puede formar parte del movimiento más amplio por la educación inclusiva
mediante políticas enfocadas a la diversidad y apoyadas en el concepto de “barreras para el
aprendizaje y la participación”.

Ello permitiría avanzar efectivamente desde una creencia fundada en un supuesto


déficit cultural de los estudiantes y sus familias debido a su origen socioeconómico, etnia,
color o género, hacia un enfoque centrado en las fortalezas, potencialidades y riqueza propia
de la diversidad. Este enfoque se conjuga con una visión robustecida sobre las competencias
de los docentes y equipos directivos para romper con las barreras que limitan el pleno acceso
a la educación y a las oportunidades de aprendizaje. Coincidentemente, la concepción de que
el conocimiento es una representación de la realidad que se adquiere, “sirve para alimentar
argumentos que hacen del no aprendizaje, de la repetición y la deserción un problema de los
niños, las niñas y los jóvenes. Son ellas y ellos los que ‘no aprendieron’, que no fueron
capaces de aprehender los conceptos o ideas que reflejan la realidad. Si el profesor o la
profesora les enseñó, y ellos no aprendieron, el problema es de ellos, o de sus familias al no
proveerles el ambiente adecuado para aprender. Es la coartada estructural, que pone el
problema no en quienes tienen por deber profesional el lograr que los aprendizajes ocurran,
sino en quienes no aprendieron” (Rojas, 2004). Desde una visión contrapuesta, la
educación intercultural es una apuesta por considerar la diferencia como una riqueza a ser
tomada en cuenta desde el sistema educativo, en consonancia con los propósitos de la
educación inclusiva.

La educación inclusiva se ocupa desde hace algunos años de hacer efectivo el derecho a la
educación de todos los niños y niñas, independientemente de su condición social,
cultural o individual, “en el entendido que hay muchos niños y niñas, además de
aquellos que tienen discapacidad, que no tienen igualdad de oportunidades educativas ni
reciben una educación adecuada a sus necesidades personales” (Blanco, 2005). Esto se ha
convertido en un postulado expreso dentro de todas las Constituciones políticas de los
países y en un derecho confirmado en su legislación educativa.

Sin embargo, para intervenir de manera efectiva en una política de inclusión educativa, la
interculturalidad debe partir del análisis social compartido respecto de “las asimetrías
sociales, económicas, políticas y de poder y de las condiciones institucionales que limitan la
posibilidad de que el ‘otro’ pueda ser considerado como sujeto con identidad, diferencia y
agencia” (Walsh, 2001, en Zavala et al., 2005). La interculturalidad requiere ser sentida y
vivida como un proceso a largo plazo, de carácter intencional y sistemático, que vaya de la
mano con la voluntad política dirigida a la búsqueda de la equidad social (FLAPE Colombia,
2005).

No debiera llamar la atención el hecho de que los pueblos indígenas y afrodescendientes de


Latinoamérica concentren los peores indicadores económicos y sociales. Ello es parte de una
historia de pérdida progresiva de sus tierras, el quiebre de sus economías comunitarias, los
procesos de migración e inserción en las ciudades y las precarias competencias laborales con
que ingresan en los procesos de globalización y creciente tecnologización de los mercados
nacionales.

La presión impuesta a los sistemas educativos nacionales para la incorporación efectiva de las
economías en mercados cada vez más competitivos, se tradujo en un significativo aumento
del acceso y cobertura en todos los países. Dentro de las reformas educativas de los noventa,
los gobiernos se propusieron concentrar prioritariamente los esfuerzos en las zonas urbanas
marginadas, en la población rural e indígena y en localidades aisladas. En México se dio
prioridad a combatir la deserción y el rezago educativo mediante programas compensatorios,
siendo Conafe la entidad encargada de esta tarea. En Perú se actuó con una fuerte
disciplina fiscal que limitó el gasto público en personal y aumentó el aporte de las familias
al financiamiento de las escuelas. En el caso chileno, la mayor cobertura se logró mediante
la creación y equipamiento de más escuelas, especialmente privadas con subsidio estatal.
Esto significó un sostenido incremento del gasto público en educa- ción, siendo mayor la
proporción que se destina en México (5,1%) y Colombia (4,9%), respecto de Chile (4,0%) y
Perú (3,0%) (UNESCO, Global Educational Digest, 2006).
Sin embargo, pese al mejoramiento del acceso, no se observaron efectos positivos en
términos de calidad y equidad. En todos los países, el impulso a la equidad dado por las
Constituciones fue beneficioso, pero no suficiente para lograr el acceso universal de los
grupos más pobres. En Brasil, la escolarización inicial de los primeros años de
educación básica alcanza casi el 100%, aunque eso no ha significado mejores índices de
conclusión escolar, calidad y mucho menos movilidad social para las poblaciones de color.
Ha quedado demostrado que a igual o incluso mayor escolarización, los sectores
afrobrasileños e indígenas siguen manteniendo enormes dificultades para salir de la
condición de pobreza, exclusión y discriminación a la que siguen sometidos.

En Colombia, la cobertura en primaria se concentra en las principales ciudades, donde es


prácticamente universal, mientras en los sectores rurales y en los municipios más pobres está
muy por debajo del nivel nacional. En México, los pueblos indígenas tienen los más bajos
índices de escolarización y se concentran en ellos las más altas tasas de abandono escolar,
reprobación y analfabetismo. La educación secundaria se ha extendido en los departamentos
y municipios más desarrollados, mientras en las zonas rurales es casi inexistente. Los datos
entregados sobre asistencia, permanencia, retraso escolar y deserción, en todos los
países, muestran la brecha escolar existente entre los diferentes estratos
socioeconómicos, entre regiones y entre sectores urbanos y rurales.

La asignación de recursos a través de programas focalizados caracterizados por un uso


integrado y contextualizado de los recursos ha permitido, como en el caso de Chile, donde la
inversión ha sido sostenida y sustantiva, reducir la brecha entre las escuelas de bajo
rendimiento y el promedio nacional. Sin embargo, los más bajos índices de calidad, en todos
los países, se encuentran en las zonas más pobres. Con todo, la tendencia es a disminuir la
importancia de acciones afirmativas o programas focalizados a favor de programas más
universales de educación básica, especialmente en lectoescritura y matemáticas,
desatendiendo las variables de contexto que intervienen en la construcción de los
aprendizajes. El problema es, además, que se refuerza una tecnología de proceso sustentada
en una figura estandarizada del estudiante y que desconoce las competencias docentes y las
realidades locales con que les toca interactuar.

En Perú, pese a que la Dirección General de Educación Bilingüe Intercultural (Digebil)


convocó a los institutos superiores pedagógicos (ISP) por primera vez en 1991 para elaborar
el Modelo Curricular de la Formación y Profesionalización Docente en Educación Bilingüe
Intercultural, en general, la trans- formación pedagógica y curricular de la educación básica no
se condice con el nivel de retraso en los programas de formación inicial. En todos los países,
el bajo desempeño docente en las zonas rurales, que redunda en los bajos rendimientos y
escasos logros de aprendizaje de sus alumnos, se debe a que quienes postulan a dichas
plazas son los docentes menos capacitados, allí donde se requieren precisa- mente
tratamientos pedagógicos especializados y más exigentes en educación bilingüe y multigrado.
Faltan incentivos para que los docentes mejor capacitados se postulen a las zonas más
difíciles.
Las políticas compensatorias, frecuentemente, han ido transitando hacia una visión más
integrada de intervención, como ejemplifican el caso del Programa Orígenes en Chile, el Plan
Nacional por la Infancia y la Adolescencia en Perú, Escuela Nueva o Postprimaria Rural en
Colombia, la Educación Comunitaria de Conafe en México y los Programas Brasil
Alfabetizado, Escuela Abierta y el Fondo de Desarrollo y Mantenimiento de la Educación
en Brasil. Sin embargo, los programas compensatorios para disminuir el rezago educativo
en México, los bajos logros educativos en Chile, actúan en función de la desigualdad de
oportunidades pero no contemplan como factor clave la pertinencia cultural de los
aprendizajes o la valoración de la diversidad lingüística y cultural, como un eje fundamental de
sus programas.

Si bien es posible hablar de igualdad de oportunidades cuando el país ofrece una capacidad
instalada para atender la totalidad de la demanda de un nivel o modalidad, ello es importante
pero no suficiente. El acceso debe ir asociado a una oferta de calidad tal que les permita a los
estudiantes acceder a competencias sociales y culturales significativas, acordes a sus
necesidades de desarrollo individual y colectivo, y al mismo tiempo alcanzar los denominados
“códigos de la modernidad”. En este sentido, las políticas compensatorias pueden obedecer a
dos enfoques distintos, según Schmelkes (1996): uno es el de organizar y ejecutar programas
en función del déficit cultural, y el otro es el que fundamenta en ellos el criterio de la diversidad
cultural.

En el primer caso, lo que buscan las políticas compensatorias es “integrar” a los estudiantes
considerados en “desventaja cultural” a los modos de pensar y actuar de la cultura dominante
y, por tanto, darles un “apresto” en los códigos de dicha cultura; lo que ciertamente es
rechazado por los representantes más lúcidos de las comunidades indígenas, por tratarse de
una postura “asimilacionista”. En el segundo caso se trata de una política de inclusión que
estimula a las regiones y territorios indígenas a construir un currículo propio y, al mismo
tiempo, sitúa a los estudiantes en condiciones de establecer un diálogo enriquecido y abierto a
nuevas experiencias de aprendizaje. En otras palabras, una política de inclusión cultural
reconoce puntos de partida diferentes, busca adaptarse a las características de la demanda y
se propone obtener resultados equiparables pero no iguales a los del medio no indígena,
porque reconoce habilidades especiales de ciertos grupos (Schmelkes, 1996).

Los sistemas educativos se han vuelto altamente estratificados y ya no se constituyen en un


mecanismo de movilidad social, como lo fueron hasta hace poco tiempo. La creciente
privatización de la educación en los países no ha sido especialmente acompañada de una
función compensatoria entre regiones, estados, departamentos y municipios, para
equilibrar limitaciones y carencias, así como para diseñar y ejecutar programas especiales
de manera autónoma.
La creciente descentralización y privatización fragmentadora del sistema educacional ha
significado, en países como Chile, Perú y Colombia, una mayor contribución económica de las
familias para acceder a una mejor oportunidad educativa. La segmentación del sistema
educacional ha aumen- tado el potencial para que las ineficiencias administrativas y técnicas,
y la ambigüedad funcional en la división de responsabilidades, se hagan evidentes y se
aumente la distancia entre el discurso y la implementación de las políticas.

Pese a que en países como Chile el gasto público por estudiante en moneda constante se ha
triplicado en los últimos quince años, la política de financiamiento compartido ha beneficiado
principalmente a las familias de clase media y alta, las que ahora pueden enviar a sus hijos a
colegios más caros y en los cuales existen mayores restricciones en la selección de
estudiantes. Esto ha favorecido la segregación de alumnos del sector subvencionado y ha
desincentivado a estas escuelas para abrir cupos a alumnos más vulnerables, con problemas
de aprendizaje o discapacitados, quienes resultan claramente más costosos de atender
(Contreras y Elacqua, 2005).

La aplicación del sistema de subvención por alumno en Perú, Chile y Colombia ha terminado
reforzando y aumentando la brecha entre la calidad del servicio educativo que se ofrece a los
sectores altos y medios, de la población y la calidad de la educación de las escuelas que
atienden a los sectores más pobres, entre ellos a los indígenas. Así, en Perú, los gastos
familiares en el quintil más rico de la población representan trece veces más que el total
gastado en educación por el quintil más pobre. Esto explica, en buena medida, las diferentes
condiciones físicas y de recursos de las escuelas de zonas pobres y rurales, en términos de
servicios básicos, materiales educativos, construcciones escolares y, en definitiva, de calidad
de la oferta del servicio educativo.

Por ello, en Perú, el manejo coordinado de los programas educativos orientados a la equidad
educativa, como el Plan Nacional de Alfabetización, los Centros de Cuidado Diurno y el Plan
Nacional de Acción por la Infancia, aunque han logrado atender mejor las necesidades
educativas básicas de las poblaciones en situación de pobreza, han contribuido todavía muy
poco a disminuir la brecha entre la educación urbana y la rural, y entre las escuelas públicas
con distinto aporte familiar.

Brasil ha enfrentado la realidad desigual con programas que se han ido perfeccionando en el
tiempo, comprendiendo la igualdad de oportunidades en el acceso como el punto inicial de
una política compensatoria de carácter integral. Con el Programa Beca Familia (antiguo Beca
Escuela o Salario Escuela) se ha conseguido un mayor avance en la permanencia de los
alumnos menos favorecidos en materia económica, que aunque posean la intención y
motivación de continuar con su educación, se ven enfrentados a la necesidad de trabajar para
contribuir a la precaria economía familiar.
Este tipo de políticas constituye un giro radical y un modo diferente de comprender que las
condiciones generales de vida de cada persona casi determinan las posibilidades de éxito de
cualquier programa que no vaya acompañado de la cobertura material necesaria para su
logro. En menor proporción, y aún de carácter marginal, esta política de acción
compensatoria está siendo implementada en la educación superior focalizada en alumnos
negros e indígenas, conscientes de que los mejores resultados de movilidad social se
producen en los niveles educativos donde las ventajas comparativas de la especialización
profesional pueden marcar una diferencia real.

Es necesario diseñar sistemas de subvención diferenciada según instituciones


educativas, que distinga su nivel socioeconómico, su condición lingüística y cultural, o bien
sus necesidades educativa especiales. Este sistema atraería más recursos y mejores
remuneraciones para quienes trabajan en escuelas con mayorías indígenas. Asimismo, es
necesario regular los procesos de incorporación a estos beneficios para que éstos sean justos
y abiertos, y que ningún grupo de estudiantes pueda ser excluido por ingresos, escolaridad de
sus padres o su origen étnico. Esto supone, además, que las escuelas, independientemente
de si están ubicadas en zonas con mayoría indígena o en zonas donde los indígenas
son un tercio, un medio o una minoría, puedan recibir una atención educativa que
responda en mayor medida a sus necesidades educativas particulares.

Una expresión concreta de la inequidad del sistema educativo para la población indígena, aún
presente y muy visible, es el hecho de que éste no trasciende el nivel de la educación
primaria. Las y los alumnos que desean continuar con sus estudios deben salir de su
comunidad, o bien cursar el siguiente nivel educativo en una modalidad que no atiende
los objetivos de bilingüismo e interculturalidad. Así como tampoco existen opciones de
educación media y superior que respondan a las necesidades de las poblaciones indígenas o
a las que éstas puedan fácilmente acceder (Schmelkes, 2005). Ello se constituye, en todos los
países, en una barrera estructural del sistema educativo. Convertir las escuelas en centros
inclusivos supone crear culturas inclusivas; es decir, “la creación de una comunidad escolar
segura, acogedora, colaboradora y estimulante, en la que cada uno es valorado, lo cual es la
base fundamental para que todo el alumnado tenga mayores niveles de logro” (Booth y
Ainscow, 2000: 17). Supone, asimismo, crear políticas inclusivas; es decir, capacidades para
dar apoyo a la diversidad desde la perspectiva de desarrollo de los alumnos y no desde la de
desarrollo de la escuela o de las estructuras administrativas. Se presta apoyo, por ejemplo,
cuando los docentes programan conjuntamente considerando distintos puntos de partida y
diferentes estilos de aprendiza- je. El movimiento de escuelas inclusivas ha significado poner
el foco de la reflexión sobre la cultura de las escuelas y cómo ésta puede facilitar o limitar el
aprendizaje y los cambios en la enseñanza.

Por último, los procesos de descentralización territorial no han significado una mejor
incorporación de la diversidad regional en lo educativo y, aun cuando han permitido
incrementar la cobertura, bajar las tasas de repitencia y deserción escolar, no se puede decir
lo mismo frente a la calidad de la educación. Las pruebas de medición de calidad dan cuenta
de los bajos niveles de logro en general, lo que se agudiza ostensiblemente en áreas rurales,
particularmente entre niños y niñas indígenas. La educación indígena en México y Perú no es
preferida por las familias, debido a su baja calidad, lo cual habla de un mal funcionamiento del
sistema de EIB, e impone a la DGEI en México y a la DINEBI en Perú mejorar la calidad de la
educación que ofrecen.

En este sentido, calidad y descentralización de la gestión pedagógica e institucional, aun


cuando deben ir de la mano, requieren de un Estado que vigile, capacite y monitoree los
procesos de descentralización, otorgando recursos y apoyos adicionales a los territorios más
desposeídos y vulnerables. Sin embargo, ello no es posible sin el respaldo de un movimiento
social por la educación.

Es indispensable el fortalecimiento de las competencias y participación de los docentes, así


como el desarrollo de capacidades de gestión participativa e incorporación activa de los
gobiernos regionales, departamentales y municipales en la consecución de una visión
compartida de desarrollo educativo y social. El logro de una educación más pertinente y
contextualizada a las necesidades locales, con una mirada de alcance nacional y mundial,
depende altamente de la participación de la sociedad civil y de los educadores que la
respalden y la sostengan. Una educación intercultural de calidad, que promueva una cultura
de inclusión social, requiere apoyarse en la organización ciudadana y comunitaria,
participativa, deliberante, comprometida y responsable de su propio bienestar y futuro.

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