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Llena de Gracia, Llena de Libertad

Ensayo sobre la Primera que vivió bajo la Ley


Nueva

Fr. Nelson Medina, OP,


Santuario de N. S. del Rosario de Chiquinquirá

Te saludo, Llena de Gracia

El nuevo nombre

El saludo que María recibe en el pasaje de la


Anunciación le da un nuevo nombre: Ella es la
Kejaritomene. Sabemos que en la Biblia el nombre
tiene un valor que supera ampliamente lo
funcional, es decir, el nombre de una persona no
es como el nombre de una cosa. A las cosas las
nombramos para tomar posesión de ellas y para
proceder a manipularlas dentro del contexto social
del lenguaje. El nombre de las personas, en

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cambio, alude a su vocación única y a su misterio
intransferible.

¿Qué dice entonces el nombre Kejaritomene? Se


trata de un participio perfecto, es decir, la
consecuencia o fruto de una acción que se
considera ya completada o realizada. En el centro
de ese participio está la palabra “xaris”, que suele
traducirse como “gracia”. El sentido primero de
Kejaritomene es, entonces, el fruto o acción de la
gracia, recibida por María hasta el punto de
convertirse en su nombre propio, su vocación
específica, su horizonte de comprensión de la
voluntad de Dios y de las necesidades de los
hombres.

Se ve inmediatamente, que la gracia de la que aquí


se habla es mucho más que “benevolencia”. María,
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la a-graciada, no es sencillamente “la que le cae
bien a Dios” o “aquella a quien Dios ve con cariño
y misericordia.” Esos elementos, así
informalmente enunciados, están presentes, por
supuesto, pero la ruta de una vida humana es algo
mucho más específico que la bondad general con
la que uno puede contar, simplemente afirmando
que Dios existe. La vida humana puede tomar
luces de lo general y lo abstracto pero se vive sólo
en los actos y actitudes concretas. María, la “Llena
de Gracia”, ha debido recibir algo más específico.

Ley Antigua y Ley Nueva

Por otra parte, conviene inscribir la recta


comprensión de la gracia en el contexto más
amplio de la dialéctica entre la Ley Antigua y la
Ley Nueva. Es el enfoque que sigue Santo Tomás

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de Aquino en la Summa. Lo propio de la Ley
Antigua, dada por Moisés, es brindar el
conocimiento sobre qué es lo bueno, qué es lo
malo, y qué consecuencias se siguen de obrar lo
uno o lo otro. En este sentido la Ley es ya una
victoria de Dios, porque trae luz; pero a la vez, es
una victoria que hace más radical la conciencia de
nuestra propia y existencial derrota.

En efecto, saber del bien no es suficiente para


obrar el bien. Ante todo, porque lo bueno y lo
malo, en la realidad concreta de nuestra vida,
suelen ir estrechamente trenzados. Además, no es
fácil sacrificar el bien pasajero que lleva a un mal
durable. El placer presente y accesible, así sea
moralmente incorrecto, a menudo riñe con el bien
futuro y recto, pero por ahora inaccesible. Por eso

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no es extraño que uno se reconozca en la postura
que San Pablo describe dramáticamente al final
del capítulo séptimo de su carta a los Romanos.
“Hago el bien que no quiero,” se lamenta con
amargura el apóstol. Es el lamento que proviene
de la Ley, en la medida en que mostrar lo bueno
sin conceder la fuerza para practicarlo, termina
siendo una condena anticipada de la cual uno
necesita ser liberado, no porque la Ley sea mala
sino porque la condición de aquel que sólo tiene
ante sí la Ley llega a ser asfixiante y prácticamente
desesperada.

Este sombrío panorama sirve de fondo apropiado


para comprender en dónde radica la novedad de la
que Santo Tomás llamó “Ley Nueva.” Visto lo que
faltaba en la Ley Mosaica, resulta casi natural

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esperar que la Ley Nueva ofrezca mucho más que
disposiciones o normas, por saludables y
razonables que sean. Lo que uno necesita es la
fuerza interior, la convicción indeclinable y la
alegría estable que le permitan a uno perseverar en
el bien conocido y pregustado.

La Ley Nueva es el Espíritu de Dios

Santo Tomás identifica esta Lex Nova con el


Espíritu Santo: él mismo es la norma viva de aquel
creyente que vive por él. La Ley Nueva equivale
así a la ley “inscrita en el corazón” que fue
anunciada por los profetas.

Lo maravilloso de tal imagen veterotestamentaria


es descubrir que el corazón en el que Dios
“escribe” su Ley, que es Ley Nueva, se vuelve un

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“corazón nuevo”, como lo habían anunciado
también los profetas. No es simple juego
intelectual tomar nota de la tensión que hay entre
esas dos imágenes: un corazón en el que se escribe
una ley nueva, y un corazón que se vuelve nuevo.
Algo semejante habrá que decir de la obra de la
gracia: es a la vez el advenimiento de un don que
enriquece lo que ya existe, y la renovación radical
que tiene como término algo que no existía, esto
es, la “nueva creatura.”

Dicho de otro modo, el Espíritu es, al mismo


tiempo, un regalo que recibo y una fuerza tan
extraordinariamente creadora que hace de mí
mismo un regalo. Se trata de un perfeccionamiento
—palabra que habla de un modo de continuidad—
y se trata también de una renovación radical—

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expresión que habla de una ruptura, una especie
de superación trascendental.

Estas reflexiones toman su matiz más existencial


cuando nos preguntamos qué sucede con el “yo”
una vez que se asume con toda seriedad la acción
de la gracia, y por tanto, de la obra del Espíritu de
la Nueva Alianza.

Más íntimo en mí que yo mismo

Dicho de manera simple: ¿El Espíritu me hace


crecer o me suplanta? ¿Escribe algo nuevo en mi
corazón o me da otro nuevo? Este modo de
interrogación ayuda a precisar la absoluta unicidad
del Espíritu y su carácter estrictamente divino,
bien que revelado en nuestra humanidad. En el
lenguaje oridnario la imposición de una voluntad

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sobre otra es tiranía e implica sumisión forzada.
¿Por qué el Espíritu no es fuente de esclavitud
sino, todo lo contrario, fuente de liberación? ¿En
qué sentido el Espíritu nos ha “liberado” de la
Ley?

San Agustín admira el misterio de Dios, que es


“más íntimo a mí que yo mismo.” Una
antropología que imagine al ser humano como
interiormente inaccesible a todos tiene que
condenarlo a la trágica soledad de una mónada
incomunicable, y por lo mismo, irredimible. Al
contrario, una antropología que afirme el vacío
interior, ese vacío que, en la línea de San Agustín,
es vacío mío pero accesible a Dios, permite hablar
de una manera de encuentro con el totalmente

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único; literalmente el encuentro con el totalmente
Otro.

Dios es aquel que no me violenta cuando me


cambia ni me suplanta cuando mueve mi voluntad.
Su acción transformante y redentora no está
disociada de su acción creadora. Así como no
deshace mi yo al crearlo tampoco lo destruye al
redimirlo. Al poseerme, Dios me hace no menos
dueño de mí, sino más; al cambiar y elevar mis
ideales me permite ser más yo mismo.

Redimida y Corredentora

Estas reflexiones nos ayudan a calibrar la densidad


implícita en la expresión y el nombre
Kejaritomene. Lo primero, en efecto, es la
afirmación de María como primera redimida—un

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saludable complemento a la afirmación devocional
que quiere exaltarla como corredentora. O mejor:
María es el lugar revelatorio en donde
descubrimos que todo beneficio de redención lleva
incoada una vocación corredentora. Es así que
Pablo siente la urgencia de evangelizar: “¡Ay de
mí si no evangelizara!” (1 Corintios), y siente
también que ha de “completar” en sí mismo lo que
“falta” a la Pasión de Cristo (Colosenses 1).

Si se piensa bien, es cosa sorprendente que alguien


diga que algo faltó a la Pasión del Señor. Sin
embargo, desde el esquema dinámico que lleva de
“ser redimido” a “ser corredentor,” la cosa se
entiende: sólo soy completamente “emptus”
(comprado) por Cristo cuando todo lo que es
Cristo acontece en mí, con lo cual soy, por

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participación, co-emptor. La más pura Mariología
se convierte en Cristología: en el corazón de la
Madre sólo habita el Hijo, y el pensamiento y el
corazón de María están radical y ontológicamente
sujetos al pensamiento y el querer de Dios. El
nombre de ella sólo puede ser “Esclava” de Señor,
porque su intelecto es esclavo de la verdad divina,
y su voluntad, esclava del amor que no muere.

Te saludo, Llena de Libertad

Una nueva noción de libertad

Es interesante preguntarse cómo cambia la noción


de libertad en el paso de la Ley Antigua a la Ley
Nueva. Según se ha mencionado ya, la Ley Nueva
nos “libera” de la Ley Antigua, así que este sólo
hecho debe hacernos suponer que la noción misma

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de “ser libre” ha quedado transformada con el
hecho de la redención. A su vez, este dato nos
invita a mirar a la Virgen María como el prototipo
de la persona libre, en el sentido más genuino del
término. No habrá entonces “liberación femenina,”
ni masculina tampoco, al margen de aquello que
vemos sucederse en la A-Graciada.

El punto de partida, en este caso, habrá de ser


aquello que enseña san Pablo, que la libertad es
término ad quem de la redención: “Para ser libres
nos liberó Cristo.” Santiago, en su Carta, nos
habla, a su turno, de una “ley perfecta,” y la
identifica escuetamente como “la que hace libre.”
Queda evidentemente sugerido que hay otra ley
imperfecta que “hace esclavos” o por lo menos,
que falla en dar la libertad. Aunque en realidad,

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estos dos casos se identifican: aquello que no me
libera, reafirma mi esclavitud.

Es interesante el contexto semántico inmediato de


la afirmación de Santiago: “El que se concentra en
el estudio de la ley perfecta, la que hace libre...”
(Santiago 1,25). Esa es su premisa. Llama la
atención aquello de “concentrarse en el estudio de
la ley.” Aparte del evidente sabor judaico—o ya
judaizante, dirán algunos—¿qué enseña eso de
concentrarse en el estudio de la Ley? Resulta
inevitabla la impresión de que la Ley de la que él
habla es “perfecta” sólo para quien la estudia
atenta y concentradamente: como una perla
escondida que tiene que ser hallada; como un
tesoro que debe ser desenterrado.

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La sintaxis griega impide que pensemos que
Santiago se está refiriendo a un modo de estudiar
la Ley de Moisés. El adejtivo “perfecto” (téleion)
sencillamente califica ley (nómon). Así que no es
la manera de estudiar lo que resulta perfecto, sino
la Ley misma. Los ingredientes entonces son: una
ley que es “nueva” (porque no es la Moisés), la
cual hay que “estudiar” para alcanzar libertad.

Si bien el contenido es nuevo, pues se trata de esa


nueva ley, se ve que Santiago usa en su Carta un
lenguaje que debía resultar familiar a sus oyentes,
a quienes ha llamado “las Doce Tribus que están
en la diáspora” (Santiago 1,1). Esto indica que el
“estudio” concentrado de que aquí se habla ha de
corresponder no con el puro ejercicio intelectual
que uno, como oyente occidental, se imaginaría,

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sino como aquella ponderación del corazón tan
típica, por ejemplo, del salmo 119 (118). Tal
estudio es una meditación sabrosa, un aprender a
gozarse encontrando las riquezas de lo que uno
escucha, memoriza y proclama como expresión
del querer divino.

Según este análisis, la ley “que hace libre” es


aquella revelación de la voluntad sapientísima de
Dios, que en el acontecimiento “Jesucristo” nos ha
dado cuanto es necesario para ser plenamente
libres, y de hecho, plenamente felices, como
también afirma Santiago (1,25).

¿Por qué esa es una “ley”? Así la llama Santiago


razonando desde la Torah judía, que en muchos
aspectos es “testimonio” y “testamento,” esto
último, en la medida en que revela un querer
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decisivo, irreformable, que comunica una herencia
que ya no se ha de perder.

La Ley en cuanto Alianza

La perfección de una ley no radica en las cosas


buenas que busque sino en aquellas que alcance.
Es verdad que el salmo dice: “La Ley del Señor es
perfecta, y es descanso del alma,” y ello se refiere
a la Torah, pero esa perfección sólo puede brillar
si ella se cumple. Por dar un ejemplo ridículo,
¿qué diríamos de un alcalde que produjera un
decreto según el cual las cucarachas deben comer
a ciertas horas en ciertos lugares? Sería un
prodigio de organización pero un prodigio inútil,
si se puede hablar así.

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Lo maravilloso de una ley está en la adaequatio .
Tal es la palabra que usa Santo Tomás para
referirse a la verdad, como sabemos: adaequatio
rei et intellectus; adecuación entre las cosas y el
entendimiento. Decimos que se piensa o se habla
con verdad cuando lo que decimos o creemos de
las cosas corresponde con lo que ellas son. Y si
notamos discrepancia decimos que hay error o
mentira. De manera semejante, la Ley es más
perfecta cuanto más adecuada, aunque en la
dirección contraria, o sea, si el conocimiento va de
las cosas al entendimiento, la ley, en cambio,
proviene del entendimiento—en últimas del
entendimiento divino—para in-formar las cosas, o
sea, para darles su modo y estructura y función
propias.

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Así se expresa Tomás sobre la Ley Eterna, en la I-
II, q. 93:

Así como en cualquier artífice


preexiste la razón de cuanto produce
con su arte, así en el gobernante tiene
que preexistir la razón directiva de lo
que han de hacer los que están
sometidos a su gobierno. Y al igual
que la razón de lo que se produce
mediante el arte se llama precisamente
arte o idea ejemplar de la obra
artística, así la razón directriz de quien
gobierna los actos de sus súbditos es lo
que se llama ley, habida cuenta de las
demás condiciones que el concepto de
ley entraña, según ya vimos (q.90).

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Ahora bien, Dios es creador de todas
las cosas por su sabiduría, y respecto
de esas cosas guarda una relación
semejante a la del artífice respecto de
sus artefactos, según expusimos en la
Parte I (q.14 a.8). El es además quien
gobierna todos los actos y
movimientos de cada una de las
criaturas, como también dijimos en la
misma Parte I (q.103 a.5). Por
consiguiente, la razón de la sabiduría
divina, al igual que tiene la condición
de arte o de idea ejemplar en cuanto
por medio de ella son creadas todas las
cosas, así tiene naturaleza de ley en
cuanto mueve todas esas cosas a sus
propios fines. Y según esto, la ley

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eterna no es otra cosa que la razón de
la sabiduría divina en cuanto principio
directivo de todo acto y todo
movimiento.

Según esta noción la Ley no viene a sancionar los


hechos “como son,” ni tampoco a imaginar hechos
que nunca serán, sino viene a hacer posible la
verdad divina en las cosas creadas. Una
formulación o ley particular es entonces más o
menos perfecta en tanto en cuanto participe de esta
característica que es propia de la Ley Eterna.

La Torah era “perfecta” según lo afirma el salmo,


sólo en el sentido de la meta última que quería
alcanzar, a saber, la unión entre el querer humano
y el querer divino. Por el contrario, la Lex Nova es
perfecta en todo sentido de perfección, porque ella
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sí alcanza la adaequatio que permite que se realice
el querer divino en su creatura. La Torah era una
alianza, por supuesto, pero así como esa alianza
tuvo que ser reemplazada por una nueva alianza,
así la ley antigua tenía que dar paso a la ley nueva
y perfecta.

El Espíritu, Agente del Pensamiento Divino

Desde otro punto de vista, el límite intrínseco de la


Ley Antigua estaba de modo particular en su modo
de alcanzar el entendimiento. Es lo que está
sugerido con la metáfora bíblica de “escribir la
ley” en el corazón, y ya no en tablas de piedra. Lo
escrito afuera, en la piedra, , queda a merced de
nuestro entendimiento. y es allí donde surgen
aquellas “tradiciones humanas” que compiten con
el querer divino. Tal es la crítica que Jesús hace a

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los expertos de aquella ley: “anulando así la
Palabra de Dios por vuestra tradición que os
habéis transmitido” (Marcos 7,13). Esas
tradiciones interpretativas “humanas” son las que
engendra el entendimiento humano cuando se
adueña o apodera de lo escrito en piedra, o sea,
afuera.

La Nueva Ley, en cambio, es escrita adentro, de


modo que nunca queda en nuestro poder, sino que
nosotros quedamos bajo su poder. Ya los profetas
habían experimentado esa clase de poder del
pensamiento y la Palabra de Dios adentro de ellos.
Jeremías dice: “Si digo: No le recordaré ni hablaré
más en su nombre, esto se convierte dentro de mí
como fuego ardiente encerrado en mis huesos;
hago esfuerzos por contenerlo, y no puedo”

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(Jeremías 20,9). La experiencia no es
necesariamente dulce: “¡Mis entrañas, mis
entrañas! Me duelen las telas de mi corazón: mi
corazón ruge dentro de mí; no callaré; porque voz
de trompeta has oído, oh alma mía, pregón de
guerra” (Jeremías 4,19). Amós lo expresa de otro
modo: “Porque el Señor no hace nada sin revelar
su secreto a sus servidores los profetas. El león ha
rugido: ¿quién no temerá? El Señor ha hablado:
¿quién no profetizará?” (Amós 3,7-8).

Esa clase de experiencia, fragmentaria pero


intensísima, en el caso de los profetas, es la que
resulta propia y permanente cuando se habla de la
Ley Nueva. El Espíritu escribe en los corazones de
modo tal que el pensamiento divino permanece
vigoroso, inalterado y soberano al grabarse dentro

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de nosotros. Sólo en la Lex Nova Dios permanece
siendo Dios dentro de nosotros y no sólo delante
de nosotros, como delante estuvieron aquellas
tablas con preceptos que resultaban luego
imposibles de vivir.

La raíz de toda esclavitud y el principio de toda


libertad

Es curioso, en la noción de esclavitud, la dificultad


de establecer qué es exactamente un esclavo. Uno
puede pensar que todo estriba en el hecho de
seguir una voluntad que no es la propia pero,
¿habría entonces que decir que sólo se es libre
cuando uno hace lo que le viene en gana?
Ciertamente es el pensamiento que prima hoy, y
que subyace en el uso común del término liberado
o liberada.

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Sin embargo, la libertad como pura ausencia de
restricciones es, por supuesto, algo ilusorio,
bastante cercano a la alienación. Lo que esto
demuestra es que no se puede construir un
concepto de libertad sin tener en cuenta la razón y
lo razonable. Una libertad que quiera definirse
sólo desde la voluntad y el querer termina en
enajenación y locura.

Con otras palabras: toda comprensión de la


libertad implica una forma de ratio. No se es libre
en la anarquía aunque haya quien así lo piense.
Esa ratio agendi o en algun caso, ratio patiendi,
razón del actuar o del padecer, es la que determina
si hay o no esclavitud y si hay o no libertad. Y por
supuesto la razón del actuar sólo se puede obtener
del bien proporcionado a la creatura que obra. O

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con otras palabras: ser libre es obrar según razón
en la dirección de un bien proporcionado, es decir,
un bien posible y adecuado.

Ahora bien, obrar según una ratio que uno no


acepta, no entiende o no le gusta, es también
esclavitud, porque equivale a imposición. Por eso
al verdadera libertad implica obrar según razón
comprendida y acogida en la dirección del mejor
bien posible. Es aquí donde es crítica e
irreemplazable la acción del Espíritu Santo, que,
en palabras de Cristo, “guía a la verdad completa”
(véase Juan 16,13). El Espíritu revela al
entendimiento no sólo la ratio divina del bien
obrar, sino que la presenta como el bien
proporcionado y fuente de alegría y de paz estable.
Esta revelación interior, que persuade con dulzura

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y eficacia incomparables, es el principio de la
libertad cristiana.

María, la Llena de Libertad

No se puede estar colmado de la acción del


Espíritu sin participar de la libertad que da el
Espíritu. El Espíritu hace que el bien posible sea el
bien real, y que el bien deseado sea el bien
correcto. El Espíritu de alguna manera funde el
horizonte propio de la interioridad—lo que a mí
me gusta, lo que yo prefiero—con el de la
exterioridad—lo que es realizable, lo que es
debido.

Sobre la base de tales resultados podemos hacer


algunas afirmaciones sobre la vida concreta de la

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Llena de Gracia, que ahora aparece ante nosotros,
de modo nítido, como Llena de Libertad.

1. El Padrenuestro es la oración de María. La


libertad de acoger el plan de Dios está
perfectamente expresada en la petición de la
Oración de Jesús: “Hágase tu voluntad en la
tierra, como se hace en el cielo.”

2. María lee los signos de los tiempos. Jesús


nos invita a menudo a ver los signos de los
tiempos, y descubrir en ellos, por ejemplo,
que la cosecha está madura para el
Evangelio. Semejante “ver” no es
simplemente “constatar” porque Dios no es
obvio ni sus planes triviales. La insinuación
de la gracia, sin embargo, otorga aquella

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sabiduría de la que escribió Pablo en
Primera Corintios 2,14-16:

El hombre puramente natural no


valora lo que viene del Espíritu de
Dios: es una locura para él y no lo
puede entender, porque para juzgarlo
necesita del Espíritu. El hombre
espiritual, en cambio, todo lo juzga, y
no puede ser juzgado por nadie.
Porque, ¿quién penetró en el
pensamiento del Señor, para poder
enseñarle? Pero nosotros tenemos el
pensamiento de Cristo.

3. El sufrimiento de María es ofrenda, y tiene


carácter sacerdotal. Una vida en libertad no
es una vida sin contratiempos, decepciones,
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dolores y contradicciones. La ratio divina no
elimina el mal pero sí lo hace paso que
conduce hacia un bien mayor. Pero ese
“paso” no es automático, en el sentido de
algo que sucediera de modo externo a
nuestro propio querer o padecer. Sufrir es
participar de la gestación del mundo que ha
de venir; sufrir interior y conscientemente es
ofrecerse como se ofrece una víctima de
suave aroma.

4. María participó, ya en vida de aquella paz


que Cristo prometió a los suyos. Aquella paz
que “el mundo no puede dar” (Juan 14,27),
el mundo tampoco la puede quitar. Es
hermana de la alegría indestructible de Juan
16,22, y ambas provienen de la acción

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interior que hace que uno no dependa de lo
que ofrece el mundo. Todo está en tener un
solo Señor, y un solo amor, y una sola
esperanza. Así habría que comprender la
vida de la Virgen Llena de Gracia y Llena de
Libertad.

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