Professional Documents
Culture Documents
El alcance y la significación de los derechos humanos siguen siendo más que nun-
ca materia controvertida. Significan, sin duda, la aportación más valiosa de Occidente a
la humanidad. Pero, ¿hasta qué punto son aplicables al conjunto de los países fuera de
los que comparten el régimen democrático? Y, en el caso de que la respuesta sea positi-
va, ¿no será precisa una laboriosa, y siempre problemática, traducción e interpretación
de los mismos a las categorías socioculturales de cada país? Porque lo cierto es que el
origen de los derechos humanos en Occidente puede remontarse, al menos, hasta el
estoicismo, pero su formulación actual y su vigencia procede de las revoluciones libe-
rales —esto es, burguesas— del siglo XVIII. Es más, durante el siglo XIX y principios
del XX, la doctrina de los derechos humanos quedó oscurecida tras los pliegues del
estatalismo, y posteriormente burlada en los regímenes totalitarios; sólo tras la Segun-
da Guerra Mundial, que significó el triunfo genérico de los regímenes democráticos
sobre los regímenes totalitarios, con la solemne Declaración Universal de 1948, se ha
iniciado la era efectiva de los derechos humanos en occidente y los primeros intentos
para su universalización. En definitiva, para que los derechos humanos se hagan efecti-
vamente derechos civiles, políticos y sociales jurídicamente reconocidos.
Ahora bien, lo menos que se puede decir es que tales intentos de universaliza-
ción, por lo general en el marco institucional de las Naciones Unidas, no han sido ni
hábiles ni efectivos. Porque se ha pretendido universalizar no sólo el espíritu sino
también la letra occidental de los derechos humanos. Ello ha significado, en la prácti-
ca, un intento de universalizar, conjuntamente con la vigencia de los derechos huma-
nos, las categorías e instituciones del liberalismo en todo el planeta, esto es, la
«occidentalización» del mundo. Tal intento no sólo ha fracasado, sino que ha provoca-
do los reproches de imperialismo cultural y de capitalismo etnocéntrico y, lo que es
peor, ha provocado la desconfianza y el prejuicio generalizado de que los derechos
humanos también son solamente categorías y conceptos del liberalismo occidental,
que sólo en su ámbito encuentran sentido, y que no resulta legítimo extender porque
resultan perjudiciales para el desarrollo económico y cultural fuera de sus fronteras
socioculturales.
El clima de confusión ha alcanzado también a Occidente, sobre todo con la eclo-
sión de la postmodernidad en Europa y del comunitarismo en los Estados Unidos.
Hasta el punto de que también aquí ha llegado a ponerse de moda la consideración de
que los derechos humanos son meramente derechos liberales, ya que se corresponden
1
M. Walzer, Moralidad en el ámbito local e internacional, Madrid, Alianza, 1996, pp. 85 y ss.
2
M. Fiovaranti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, Madrid,
Trotta, 1996, pp. 31 y ss.
Tras la brillante acogida que obtuvieron con las solemnes proclamaciones que
culminaron las Revoluciones Americana y Francesa, los Derechos Humanos sufrieron
poco después una larguísima etapa de letargo, interrumpida ocasionalmente con algu-
na declaración constitucional (como la constitución mexicana en 1917, la alemana de
Weimer, en 1919, o la española de 1931) o la «Declaración internacional de los dere-
chos del hombre», preparada por una asociación de juristas, en 1929. Hubieron de
acontecer los horrorosos genocidios de la Segunda Guerra Mundial para que la con-
ciencia internacional recuperase el pulso ético-jurídico que contenían aquellas decla-
raciones casi en estado de hibernación, tanto en el marco político-legal de la Sociedad
de Naciones como en el de los pactos a nivel regional.
La «Declaración Universal de Derechos Humanos», aprobada por la ONU a fi-
nales de 1948, es el primer documento con validez política y moral internacionalmente
vinculante no sólo para los estados entre sí y con sus respectivos nacionales sino tam-
bién para los individuos respecto a su estado. La Declaración fue elaborada por una
comisión de ocho expertos correspondientes a ocho países entre los que casi no hace
falta decir que había mayoría de occidentales. El consenso obtenido fue muy amplio,
pues el texto no tuvo votos negativos, absteniéndose casi únicamente los estados so-
cialistas. A grandes rasgos hay que decir que el texto recoge los derechos civiles y
políticos (con el enorme peso de la tradición liberal), pero recoge también los «dere-
chos de segunda generación» o derechos sociales, ecómicos y culturales, y que habían
sido incluidos por primera vez en la constitución mexicana. Pero sería injusto el repro-
che de no haber incluido los «derechos de tercera generación» o derechos de solidari-
dad, que sólo se incluyeron en la «Carta africana de derechos humanos» en 1981. Más
adelante volveré sobre esta cuestión.
Pero la ONU había previsto, sin embargo, desde el primer momento conferirle
validez jurídica a la Declaración e incluso, ulteriormente, establecer medidas de
implementación o cumplimiento de los derechos humanos. Estos trabajos llevaron a
la aprobación en 1966 de un tratado con validez internacional, desdoblado en dos
Convenciones: la primera relativa a los derechos de primera generación y la segunda,
a los económico-sociales. Actualmente dichas convenciones han sido suscritas por
casi dos tercios de los miembros de la ONU, aunque sorprendentemente Estados Uni-
dos no los había suscrito todavía en 1990. No hace falta insistir en que el texto de este
tratado tiene una redacción mucho más jurídica, con indicaciones sobre garantías ju-
diciales, etc., sobre todo en el caso de los derechos civiles y políticos. Las medidas de
implementación de los derechos no han podido tomarse según el esquema previo: en
efecto, el proyecto inicial consideraba una comisión de arbitraje específico, la amplia-
ción de competencias al Tribunal Internacional de Justicia y, como culminación del
proceso, la institución de un Tribunal internacional de derechos humanos. La realidad
es que hasta ahora sólo se ha creado una comisión de dieciocho expertos para cada
una de las dos Convenciones, cuyo funcionamiento es decepcionante: atienden las
reclamaciones contra los estados, exigen a cada estado informes periódicos a los que
los miembros de la comisión hacen observaciones, pero no la comisión como tal; por
último, sólo en el caso de la convención de derechos civiles y políticos, y si el estado
respectivo ha suscrito un protocolo facultativo, los particulares pueden reclamar a la
comisión, una vez que han agotado las posibilidades intraestatales. Los dictámenes
tienen, de hecho, más validez moral y política que verdaderamente jurídica. De hecho,
buscando mejorar la eficacia en la observancia real de los derechos, la ONU ha creado
en 1993 la figura del «Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos
humanos», sin duda a partir de los resultados relativamente aceptables de la misma
figura para los refugiados3.
Otra vía prometedora tanto para proteger la realización de los derechos humanos
como para sancionar legalmente las violaciones de los mismos ha sido la creación de
3
K.-P., Sommermann, «El desarrollo de los derechos humanos desde la declaración universal
de 1948», en A.-E. Pérez Luño (coord.), Derechos humanos y constitucionalismo ante el tercer
milenio, Madrid, Marcial Pons, 1996, pp. 98 y ss.
derecho colectivo. Porque existen algunas objeciones de indudable peso que es preci-
so resolver. La primera es la siguiente: «¿A quién vinculan los deberes correlativos a
tales derechos?». Si no puede responderse a la cuestión es que no se trata de verdade-
ros derechos, sino tal vez de simples, aunque muy legítimas, aspiraciones morales y
políticas. Pero es que, además, quedan otras preguntas: ¿quién es el responsable de
exigir su cumplimiento? ¿Qué instituciones de implementación podrían crearse en su
caso? ¿Cómo puede neutralizarse la no-exigibilidad judicial de los nuevos derechos?
Una primera respuesta podría ser que estas objeciones o muy similares fueron las
presentadas a la inclusión de los derechos económicos, sociales y culturales y, sin
embargo, finalmente fueron positivados y admitidos (aunque no por la Convención
Europea). Hay que reconocer, sin embargo, que los llamados derechos de los pueblos
son un caso muy distinto y mucho más complicado. Es claro que recogen aspiraciones
muy importantes de la humanidad, pero las instituciones jurídicas y políticas que po-
seemos (ONU, convenciones regionales-continentales, etc.) no puede garantizarlas ni
siquiera con una eficacia mínima. Como ha sugerido Sommermann4, tal vez fuera
preferible desarrollarlos como convenios concretos, al estilo como se ha tratado la
Discriminación Racial (1966), la Discriminación de la Mujer (1979), el Tribunal In-
ternacional de Crímenes de Guerra de La Haya o el convenio de 1984 contra la Tortu-
ra. Tales pactos o convenios concretos podrían desarrollarse también a nivel regional-
continental. Estas regulaciones internacionales habrían de atender, por lo demás, no
sólo a sancionar a los infractores, sino también a implementar políticas preventivas
como forma más eficaz de protección de los derechos humanos.
Una de las objeciones más intimidatoriamente presentadas contra la admisión de
los nuevos derechos es que provocan una «contaminación de las libertades», esto es,
que por su misma naturaleza colectiva e imprecisa provocarían el desprestigio de todo
el conjunto de los derechos humanos. La objeción ha de ser tenida en cuenta, pero no
es menos cierto que los derechos y libertades de la tercera generación están poniendo
a prueba la superioridad pretendidamente incontestable del derecho occidental sobre
los instrumentos jurídicos de otras culturas, mucho más simples, por lo general, y no
necesariamente menos justos y eficaces. También desde este punto de vista el trata-
miento de los nuevos derechos mediante convenciones internacionales puede ser una
vía media entre las diversas formas de tratamiento jurídico, aunque, eso sí, su cumpli-
miento habrá de ser exigido por nuevas figuras de poder ejecutivo internacionalmente
reconocidas.
No hay que olvidar, por lo demás, que los nuevos derechos poseen, aparte de su
componente jurídico, otro contenido fuertemente utópico, esto es, una exigencia ética
que reclama incesantemente su cumplimiento. Lo que presumiblemente hará que su
proceso histórico haya de recorrer un itinerario de dificultades parecido al de los dere-
chos de primera y de segunda generación.
4
Ibid., pp. 107-108.
5
A.-E. Pérez Luño, «Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad: ¿continuidad o
cambio de paradigma?», en ibid., p. 15; e I. Ara Pinilla, Las transformaciones de los derechos
humanos, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 113 y ss.
humanos sino también en la reelaboración de sus textos legales, y hasta —si era el
caso— de la propia constitución, para que reflejasen la lógica interna de aquéllos, a la
vez que indirectamente inducía la implantación de la democracia. Porque el estado
nacional, lejos de jugar un papel meramente subsidiario, ha de ser colaborador princi-
pal en la aplicación y vigilancia de los derechos humanos positivados en los textos de
la ONU y de las convenciones regionales.
Otra cuestión, que ha traído un notable descrédito al impulso occidental dado a
los derechos humanos y a la extensión de la democracia, ha sido el doble rasero o la
doble moral, aplicada incluso por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Baste
mencionar los casos de Irak, China, Haití, Somalia, Cuba o Israel: China parece de-
masiado fuerte y demasiado importante comercialmente como para imponerle sancio-
nes o embargos; el caso de Israel es distinto, pero todavía más privilegiado. De todos
modos, parece claro que Asia es la mancha global respecto de los derechos humanos
y la democracia: ni siquiera se ha producido un intento de elaborar una convención
regional asiática.
Otros autores han cuestionado la estrategia minimalista que se ha seguido en la
universalización de los derechos humanos, como es el caso de John Rawls6, quien
selecciona los siguientes derechos básicos universalizables: derecho a la vida y a la
seguridad, a la propiedad personal y a los elementos del Rule of Law, así como a cierta
libertad de conciencia y de asociación, y, finalmente, «el derecho a emigrar». Tal
estrategia que ha restringido su vocación universalista a los derechos humanos esen-
ciales, a la vez que éstos mismos derechos básicos marcan los límites de la tolerancia
y del pluralismo, es acertada, a mi parecer, con independencia de que la selección
efectuada sea discutible. Y, por el contrario, todo enfoque maximalista de los mismos
acarrearía el fracaso del conjunto, no tanto por el número de cambios a que obligaría
de un solo golpe, sino porque muchos de tales cambios no son tan esenciales y pueden
esperar a que arraiguen los primeros. Hay que tener en cuenta, además, que la ONU
considera como «crimen internacional del estado» solamente los seis siguientes: es-
clavitud, genocidio, apartheid, tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones suma-
rias arbitrarias. También en este punto se manifiesta que, pese a las torpezas y errores
cometidos en su implementación, los derechos humanos mantienen una fuerza
emancipatoria y un poder subversivo que hacen ociosa, y perjudicial, la intervencional
unilateral, incluso democrática, a no ser en ocasiones excepcionales en las que se han
agotado verdaderamente todas las vías alternativas.
Por otra parte, suele hacerse una rotunda contraposición entre universalismo y
diferenciación de los derechos humanos, que creo carente de una base sólida. Toda
idea o proyecto con potencial verdaderamente emancipador tiene siempre vocación
universal, pero simultáneamente, tal idea o proyecto, sin dejar de ser la misma, habrá
6
J. Rawls, «The Law of Peoples», en S. Shute & S. Hurley (eds.), On Human Rights The
Oxford Amnesty Lectures 1993, New York, Basic Books, 1993, p. 57.
7
S. Giner, «La urdimbre moral de la modernidad», en S. Giner y R. Scartezzini (eds.),
Universalidad y diferencia, Madrid, Alianza, 1996, p. 72.
8
R. Scartezzini, «Las razones de la universalidad y las de la diferencia», en ibid., p. 21.
9
J. Rubio-Carracedo, «Ciudadanía compleja y democracia», en J. Rubio Carracedo y J.M.
Rosales (eds.) La democracia de los ciudadanos, Málaga, Contrastes, 1996, pp. 141-163.
10
J. Rawls, «The Law of Peoples», op. cit., pp. 80-82.