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7. El derecho como universo simbólico.

El papel performativo de la teoría

La teoría que aquí se elabora es pues un sistema de principia iuris38, como expresa el título que se
ha elegido para ella, en un triple sentido: porque sus tesis son principios teóricos y, a la vez, las
tesis primeras de una teoría axiomatizada del derecho; porque algunas de ellas, relativas a la
democracia, reflejan también principios de derecho positivo; y porque otras, finalmente, reflejan
la estructura normativa del paradigma constitucional, en virtud del cual el derecho regula tanto la
forma como los contenidos de su propia producción. Estos tres sentidos se hallan conectados: los
principios teóricos están formulados sobre la base de (y dirigidos a explicar la) estructura
normativa en primer lugar del derecho positivo y después del paradigma constitucional, que
consiste en la incorporación en sus niveles superiores de principios jurídicos acerca de la
producción del derecho mismo, que expresan por tanto, como principios normativos, su deber ser
jurídico y político. Naturalmente, repito, la teoría del derecho no nos dice «cuáles son» los
principios jurídicos incorporados a cada ordenamiento, algo que sólo la dogmática jurídica relativa
al ordenamiento estudiado puede decirnos. Ni nos dice «cuáles deben ser» tales principios, algo
que corresponde a una filosofía de la justicia. Se limita a asumir y a definir conceptos, a establecer
relaciones entre los mismos, a desarrollar sus implicaciones y, por consiguiente, a analizar la forma
lógica y la estructura normativa que, allí donde entren en juego tales conceptos, son siempre
propias de los fenómenos jurídicos. No nos dice, por ejemplo, cuáles son o deben ser los
comportamientos prohibidos, las expectativas garantizadas, las normas jurídicas, los derechos
fundamentales o los principios constitucionales. Nos dice tan sólo, en tanto que conjunto de tesis
y de definiciones formales y estipulativas en el sentido mostrado ya en los §§ 4 y 5, qué
convenimos que haya de entenderse con términos como ‘obligación’, ‘prohibición’, ‘expectativa’,
‘garantía’, ‘norma’, ‘derecho fundamental’, ‘constitución’, etc., y qué implicaciones se dan, sobre
la base de dichas convenciones, entre obligación y prohibición, entre expectativas y obligaciones
correspondientes, entre derechos y garantías, entre normas de grado supraordenado y normas de
grado subordinado; y nos dice que por eso, cuando las normas constitucionales incorporen
determinados derechos fundamentales, entonces imponen a la legislación ordinaria, de grado
subordinado a ellas, la introducción de las obligaciones o de las prohibiciones que son las garantías
de aquellos derechos. Sólo en este sentido —en el sentido de que no nos dice nada sobre lo que
sucede de hecho o es justo que suceda— una teoría del derecho es «pura» o «formal» según la
terminología kelseniana o bobbiana. Pero esto no sólo no excluye, sino que, al contrario, conlleva
su dimensión pragmática aquí mostrada. Más allá del carácter convencional y por lo tanto
normativo de sus postulados y definiciones, común a cualquier teoría empírica, precisamente las
relaciones lógicas que elabora la hacen en efecto normativa respecto a su objeto, que es un
universo lingüístico artificial en el que dichas relaciones deben ser, pero de hecho bien pueden no
ser, satisfechas. Así se explica por qué una teoría axiomatizada resulta posible, y a la vez
justificada, sólo en relación con el derecho positivo, especialmente si está articulado en varios
niveles normativos, y no en relación con otros universos empíricos: porque el derecho positivo no
es un fenómeno natural, sino una construcción artificial consistente en un discurso, que supone
alguna racionalidad intrínseca que justamente se trata de explicitar. Por eso podemos hablar de
una «lógica» interna del estado constitucional de derecho, a la que está sujeta su estructura
normativa, mientras que no podríamos hablar de una «lógica» de la naturaleza o de la sociedad:
porque dicha estructura es una estructura lingüística, en la que son debidas pero no están dadas
—deben ser, pero de hecho no siempre están satisfechas— la coherencia y la plenitud entre los
distintos niveles normativos del ordenamiento. «La doctrina del derecho», escribió Leibniz, «es de
la índole de aquellas ciencias que no dependen de experimentos, sino de definiciones, no de las
demostraciones de los sentidos, sino de las de la razón, y son, por así decirlo, propias del derecho
y no del hecho»: puesto que sus «principios», añadió, «son todos ellos condicionales, y ni siquiera
necesitan que algo exista, sino que se siga algo a su supuesta existencia»39. Y esto es tanto más
cierto cuando la razón jurídica ya no es la iusnaturalista de la que habla Leibniz, que hace que
«pued[a] entenderse que algo es justo, aunque no haya quien ejerza la justicia», entendida ésta
como «un cierto acuerdo y proporción»40. Es por el contrario la artificial reason de la que habla
Hobbes, en virtud de la cual las leyes y los pactos «los hemos hecho nosotros»41, incluido el pacto
constitucional en el que hemos positivizado, como principios y garantías normativas, límites y
vínculos para las leyes mismas. La teoría del derecho, cuando toma en serio su objeto, está dirigida
a explicitar y reconstruir esta lógica interna, imponiendo a la dogmática la tarea de identificar las
antinomias y las lagunas que con arreglo a aquella se dan de hecho en el derecho vigente. De este
modo la normatividad de la teoría refleja la del derecho respecto a sí mismo. Por ejemplo, los
principia iuris tantum de la equivalencia entre ‘permitido’ y ‘no prohibido’ (T1.10) y entre
‘expectativa positiva’ y la ‘obligación’ correspondiente (T2.60) enuncian implicaciones lógicas que
no excluyen que, de hecho, un mismo comportamiento esté permitido o exista la expectativa del
mismo a nivel constitucional y, al mismo tiempo, esté prohibido o no esté establecida su
obligación correspondiente a nivel de la legislación ordinaria. Diremos en estos casos que el
permiso resulta violado por la presencia de la prohibición y que la expectativa resulta violada por
la ausencia de las correspondientes garantías: que es precisamente la crítica del derecho vigente
que viene impuesta a la dogmática jurídica por la teoría. Justamente porque reflejan la estructura
del estado constitucional de derecho y el diseño teórico que está tras ella, las relaciones lógicas
entre los conceptos formulados por la teoría sirven, por una parte, para fundamentar la crítica de
las antinomias y de las lagunas y, por otra, para exigir su superación mediante la reparación de las
violaciones de las garantías existentes o la introducción de las garantías ausentes. El garantismo
es, en este aspecto, la otra cara del constitucionalismo. Si esto es así, una teoría axiomatizada del
derecho y del paradigma constitucional no es sólo, como se ha dicho antes, una teoría del
garantismo, sino que cumple ella misma, por así decirlo, un papel garantista respecto al derecho
mismo42. Porque nos dice que han de tomarse en serio tanto el derecho como los conceptos
jurídicos y que han de extraerse de ellos las debidas implicaciones. Considérese de nuevo, como
ejemplo, la relación —que será formulada en la teoría— entre derechos subjetivos y garantías. Si
definimos a) ‘derecho subjetivo’ como expectativa positiva de prestaciones o negativa de no
lesiones, b) ‘expectativa’ como figura deóntica a la que corresponde una obligación o una
prohibición y c) ‘garantía deóntica’ como la obligación o la prohibición correspondientes a las
expectativas, podremos afirmar también que d) la existencia de esos específicos derechos
subjetivos que son los derechos fundamentales implica la existencia de las obligaciones y
prohibiciones que constituyen sus garantías. Pero esta tesis teórica, evidentemente, es descriptiva
del «deber ser» del derecho vigente, en el que es perfectamente posible que no se hayan
dispuesto las obligaciones y las prohibiciones correspondientes a los derechos establecidos; de
manera que, en tal caso, ese «deber ser» equivale al deber de introducirlas. Lo mismo cabe decir,
por otra parte, de la tesis teórica de la equivalencia entre «permiso» y «no prohibición», que es
igualmente descriptiva del «deber ser» del derecho vigente, siendo posible que exista en éste una
prohibición legal en conflicto con una libertad constitucional; de modo que en tal caso,
nuevamente, ese «deber ser» equivale al deber de suprimir la prohibición ilegítima. En este
sentido la teoría es normativa respecto a su propio objeto: en el sentido de que exige leer la
indebida ausencia o la indebida presencia de obligaciones o prohibiciones como indebidas lagunas
que deben ser colmadas o como indebidas antinomias que deben ser eliminadas. Y en ambos
casos es la formalización del lenguaje teórico lo que permite a la teoría, en virtud de las leyes de la
lógica que rigen el desarrollo de sus tesis, operar como clave de lectura del derecho ilegítimo,
orientando a la dogmática hacia su crítica y a la legislación y a la jurisdicción hacia su reforma o
invalidación. Hay por tanto una circularidad normativa entre derecho y ciencia jurídica, entre
paradigma constitucional y teoría del derecho, entre iuspositivismo y garantismo. El enfoque
iuspositivista obliga a la ciencia jurídica a tomar el derecho positivo en serio, descartando la idea
de que las leyes y menos aún las constituciones sean flatus vocis, carentes —a pesar de existir
positivamente— de eficacia vinculante: de que un derecho desprovisto de garantías, por ejemplo,
sea un no-derecho aunque esté expresamente establecido, o de que un acto inválido no anulable
por falta de jurisdicción sea no-inválido por más que se halle en conflicto con las normas relativas
a su producción. A su vez la teoría, tanto más si está dotada del rigor lógico que le confiere la
axiomatización, condiciona y dirige la práctica jurídica vinculándola al respeto, por así decirlo, de la
gramática y de la sintaxis diseñadas por la red de los conceptos y las tesis teóricas. En suma, si el
derecho positivo es, como resulta evidente, normativo respecto a la ciencia del derecho, que tiene
en las normas jurídicas sus referentes empíricos o «dogmas», también lo es la ciencia jurídica
respecto al derecho, elaborando a nivel teórico sus modelos normativos y promoviendo el análisis
crítico a nivel dogmático y la eliminación a nivel operativo de sus perfiles jurídicos de ilegitimidad.
Todo esto no impide el carácter puramente formal y estructural de la teoría del derecho, en el
sentido ya aclarado de que ella, por sí sola, no nos dice nada acerca de los contenidos del derecho
mismo; ni menos aún supone alguna clase de compromiso ideológico o valorativo de la teoría. De
los dos tipos de principia iuris distinguidos en los parágrafos precedentes, en efecto, los principia
iuris et in ure, que expresan opciones valorativas —como la igualdad, la paz, los derechos
fundamentales, el principio de legalidad, el de representación política y la separación de
poderes—, son principios de derecho positivo, explícita o implícitamente dictados por las
constituciones de los ordenamientos avanzados. Por el contrario, los principia iuris tantum, que
son los únicos que no pertenecen al derecho sino sólo a la teoría, no son en ningún sentido
principios axiológicos o valorativos: se trata de los clásicos principios de unidad, coherencia y
plenitud43, que se refieren a la estructura formal que los ordenamientos jurídicos de hecho no
tienen pero que de derecho deben tener, cualesquiera que sean los principios sustanciales y
normativos incorporados a ellos como su deber ser jurídico. En suma, mientras que los principia
iuris et in iure sí que son principios axiológicos, pero no de la teoría sino del derecho, de manera
que la teoría se limita a explicar su significado y a extraer sus implicaciones necesarias, los
principia iuris tantum son principios teóricos externos al derecho positivo, pero no consisten en
principios axiológicos, sino en tesis que reflejan la estructura normativa interna del derecho, con
independencia de sus contenidos. Resulta por tanto evidente que la conjunción de las dos clases
de principios, al poner de manifiesto la divergencia interna al derecho entre su deber ser y su ser,
genera la dimensión pragmática de la teoría de ese modelo normativo que es el actual estado
constitucional de derecho. Pero esta dimensión no es en modo alguno el fruto de una arbitraria
opción ideológica, sino el reflejo necesario de la específica estructura normativa de las
democracias constitucionales objeto de la teoría. Porque, en efecto, forman parte de dicha
estructura la incorporación y la positivación, en forma de principia in iure de rango constitucional,
de aquellos principios sustanciales de justicia en los que las constituciones expresan, cualesquiera
que sean nuestras opciones personales, los valores propios de dichas democracias. Hay que
reconocer, finalmente, que el valor pragmático de la teoría del derecho no se limita al papel
normativo desempeñado por los principios teóricos de los que se ocupa. Las teorías, y más en
general las doctrinas jurídicas y políticas, producen también imágenes y visiones de conjunto del
derecho y de cada una de sus instituciones: imágenes del «derecho como es», pero también —y
sobre todo— del «derecho que debe ser», con arreglo a su propia lógica y a los contenidos,
diversos y cambiantes, impuestos a sus niveles normativos más altos por las transformaciones
políticas y sociales que han marcado su historia. En efecto, el derecho es un universo simbólico,
cuyos paradigmas, hechos no sólo de principios institucionales sino también de valores políticos y
de modelos culturales y deontológicos —el estado de derecho y el principio de legalidad, la
separación de poderes y la vinculación del juez a la ley, la igualdad y los derechos
fundamentales—, han sido diseñados en gran parte por las teorías elaboradas por la filosofía
jurídica y política y por su interacción con las opiniones comunes. Bajo este aspecto la teoría y,
más en general, la cultura jurídica y filosófico-política, han desempeñado siempre un papel por así
decirlo constituyente, actuando en la construcción tanto del artefacto jurídico como del
imaginario jurídico colectivo, empezando por el de los propios juristas y de los operadores
jurídicos44. Y precisamente porque el derecho es esencialmente un universo simbólico, las
distintas imágenes o concepciones producidas por sus teorizaciones han tenido siempre un papel
decisivo tanto en su construcción como en la formación del sentir común, de ese «sentido cívico»
o «sentido del derecho» que constituye, entre otras cosas, el principal presupuesto social y
cultural de su efectividad. También en la producción de este imaginario hay por otra parte una
circularidad normativa entre teoría del derecho y derecho. Si bien es verdad que la teoría no se ha
limitado nunca a reflejar sino que también ha diseñado las estructuras normativas del derecho y
sus transformaciones, también lo es que con mucha frecuencia la práctica jurídica se ha anticipado
a la teoría: baste pensar en las codificaciones y en las constituciones y en los profundos cambios
de paradigma producidos por ellas, de manera independiente y a veces en contraste con las
orientaciones de la cultura jurídica dominantes en cada caso. La dimensión pragmática de la teoría
del derecho reside también en esta doble interacción —en cuanto a los principios y en cuanto a las
imágenes de conjunto— que mantiene con el derecho. Tal dimensión es a menudo ignorada o
peor aún discutida por cuantos continúan fieles al viejo método técnico-jurídico, descriptivista y
avalorativo, en la ilusión paracientífica de que el derecho puede ser estudiado como un objeto
natural, autónomo respecto a la política y a la reflexión teórica y filosófica. Hemos de reconocer
por el contrario, como corolario metacientífico del positivismo jurídico y por tanto de la tesis del
carácter artificial del derecho, el papel por así decir performativo de la cultura jurídica respecto al
derecho. Porque el derecho es un mundo de signos y de significados. Es el lenguaje necesario para
tratar los problemas políticos y sociales: para nombrarlos, para aclarar y precisar sus términos,
para articular sus múltiples aspectos, para exponer sus concretas soluciones posibles. Y es como lo
pensamos, teorizamos, proyectamos, producimos, interpretamos, defendemos y transformamos,
de manera que todos tenemos una parte de la responsabilidad por cómo es. El horizonte del
jurista no es el del mero espectador. Formamos parte del universo que describimos y contribuimos
a producir con nuestras teorías. Es claro que esta dimensión pragmática de la ciencia jurídica
contradice cualquier concepción aséptica y puramente descriptiva de la misma. Pero al estar
inscrita en la propia estructura del paradigma constitucional, no puede ser ignorada sin
comprometer, junto al papel civil y político de la ciencia jurídica, su mismo alcance empírico y su
capacidad explicativa. Tenemos en suma cuatro aparentes paradojas en la metateoría pragmática
de una teoría axiomatizada del derecho. A pesar de las dificultades y complicaciones del cálculo, la
axiomatización del discurso teórico conlleva su máxima clarificación y simplificación. Además, la
teoría, no a pesar de ser, sino precisamente por ser lógicamente coherente y avalorativa en su
desarrollo, desempeña un papel normativo —en el sentido que hasta aquí se ha mostrado— y no
meramente descriptivo respecto a su objeto. Por otra parte, no a pesar de ser, sino precisamente
por ser normativa en ese sentido, resulta apta para describir y explicar, como no podría hacerlo
ninguna teoría que pretendiera ser puramente descriptiva, la estructura normativa de las actuales
democracias constitucionales. Finalmente, no a pesar de estar, sino precisamente por estar
formalizada, permite dar cuenta, por una parte, de la dimensión sustancial —además de la
formal— impuesta al derecho por el paradigma constitucional y, por otra, de la inevitable
divergencia, interna al propio derecho positivo, entre su modelo normativo y su concreta
efectividad.

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