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JUAN L VÁSQUEZ S.

Huellas rebeldes
Itinerario de Luis de La Puente Uceda

Nota para los lectores


[Propuesta de investigación periodística]

El 23 de octubre del año 1965, cae en combate Luis Felipe de la Puente Uceda, jefe
del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), junto con siete guerrilleros más
de la columna denominada Pachacútec. Tenía entonces treintainueve años y un
poco más de veinticinco dedicados a la política, a la organización partidaria y,
apenas un año a la lucha armada. Este es el episodio más desgarrador de la política
nacional, pues confluyó en aquella década una rara simbiosis del poder político y de
los partidos políticos tradicionales, especialmente de la Alianza Popular
Revolucionaria (APRA). El gobierno dictatorial de Prado que convoca a sus
acérrimos enemigos políticos y, éstos, que coquetean y se acercan a su verdugo y
principal responsable de penurias, deportaciones y hasta muertes.

Aquel es el marco político que motivó a un grupo liderado por De la Puente


para alzarse en armas, en circunstancias que su partido-según sus propios alegatos-
se había alejado de sus postulados antiimperialistas, de su génesis y, porque no
había otra alternativa, según su visión, para transformar al Perú. Esta determinación
significó un quiebre en lo político y en lo social en el país, pues las repercusiones
históricas comenzaron tres años después, en 1968 cuando el general Juan Velasco
Alvarado da un golpe de Estado e inicia un movimiento militar izquierdista tildado
de la “Revolución Peruana”.
Las primeras medidas de Velasco fueron prácticamente las banderas de lucha
del MIR: reforma agraria, expropiación de las empresas petroleras norteamericanas
que explotaban el petróleo y los metales preciosos en el Perú. Gobernaba por esa
época el acciopopulista Fernando Belaúnde Terry, quien fue sacado de palacio de
gobierno en calzoncillos, la madrugada del tres de octubre de 1968. La onda
insurgente reaparece en abril de 1980 con el surgimiento del poltpotiano Partido
Comunista del Perú-Sendero Luminoso, de Abimael Guzmán y seis años más tarde,
del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, seguidores del primigenio MIR.
La guerrilla de De la Puente duró apenas ocho meses, tiempo en el que
formó tres frentes guerrilleros: Pachacútec, comandado por Luis Felipe, en el sur;

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Túpac Amaru, por Máximo Velando y Guillermo Lobatón en el centro y, Manco
Cápac, en el norte, al mando de Gonzalo Fernández Gasco.
Aniquilada la columna del sur, donde no quedó sobrevivientes, el resto de
frentes guerrilleros fueron cayendo uno a uno, hasta finales de ese fatídico año.
Desde entonces no se sabe con certeza, hasta hoy, donde están sepultados los
cuerpos de los ocho guerrilleros caídos. El gobierno y el Ejército nunca quisieron
informar sobre los hechos. Algunos dicen que están enterrados en las alturas de
Amaybamba; otros, que fueron arrojados desde un helicóptero y desaparecidos
para no dejar rastros de ellos. En cambio, los integrantes de la columna que
operaban por el centro del Perú si fueron identificados y cristianamente sepultados,
por lo menos.
El MIR estuvo compuesto por un grupo de luchadores sociales, desgajados
del Partido Aprista Peruano, el principal partido político del Perú. Sus dirigentes se
autodenominaron APRA Rebelde, y era el ala más izquierdista del partido fundado
por Víctor Raúl Haya de la Torre, a la sazón pariente lejano de De la Puente.
Todo el accionar ideológico y político más o menos conocido de Luis Felipe
proviene de su legado recopilado por Voz Rebelde, el órgano oficial del MIR; pero,
también de ensayos de diversos analistas y, especialmente de los sobrevivientes de
la guerrilla, en su mayor parte del Frente Norte, comandado por Gonzalo Fernández
Gasco. Sin embargo, lo que se conoce muy poco o casi nada es la vida misma de los
personajes, comenzando por el líder del MIR, Luis de la Puente.

Esta historia, por tanto, intenta, por ello, rescatar la parte humana de cada
actor y, a partir de allí, comprender la humanidad desbordante de los jóvenes
guerrilleros que escribieron una página importante en la historia del Perú, y en la
dinámica social de Latinoamérica.
Son estas las motivaciones que me llevaron a presentar el proyecto de un
gran reportaje sobre Luis Felipe de la Puente Uceda y sus compañeros de ruta,
acicateado por la segunda convocatoria del premio Crónicas Planeta/Seix Barral,
convocado el año 2006 por el Grupo Editorial Planeta. Lo que sigue es entonces solo
la estructura presentada hace cinco años de una investigación periodística de largo
aliento que quedó trunca y, despojada de discusiones ideológicas y políticas, temas
brevemente narrados para contextualizar hechos históricos.
He identificado más de cincuenta personajes, entre sobrevivientes de la
guerrilla del 65, camaradas muy cercanos a Luis Felipe de la Puente, sus familiares y
personaje secundarios valiosos para la historia. A ello se agrega una variopinta
bibliografía, especialmente prensa clandestina, pero, también, ensayos e
investigaciones sociológicas e ideológicas que me han servido para el borrador y de
seguro las emplearé en la propuesta final.
El esquema lo he mantenido inédito hasta el momento, aún cuando los
hechos que aquí se narran no lo son. En realidad mi propósito es otro: repito, busco
desarrollar a los personajes, central y secundarios, en su dimensión social y humana
más profunda, no contada hasta ahora.

Trujillo, junio del 2011

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Capítulo uno

Fuego en la pradera

El helicóptero artillado comenzó a tomar altura en medio de un griterío infernal


de los rangers, excitados simultáneamente por el temor y el júbilo. Tres de ellos
se treparon rápidamente, cuando el aparato inició vuelo, pero, los otros siete, de
un total de diez, se quedaron en tierra. El aparato se bamboleaba de un lado
hacia otro, como un gigantesco insecto metálico, herido de muerte.
En ese momento, la incertidumbre invadió al piloto del Bell Twin, de la
Fuerza Aérea del Perú, pues no sabía a ciencia cierta si alguna bala, del tiroteo
producido en tierra minutos antes, había impactado en el fuselaje. Una ráfaga
de metralleta cerca a sus oídos lo sacó no solo de sus casillas sino del estupor de
esos instantes de anarquía. Saltó como un resorte y, al volver la mirada hacia
atrás, se topó con un par de ojos desorbitados del tercer ranger quien, arma en
ristre, le indicaba afanosamente con el brazo y el pulgar hacia abajo, que
aterrizara. Tenía el rostro pintado con betún verde oscuro, como el resto de sus
compañeros, embadurnados para camuflarse en los operativos de rigor. De
modo que el espantado piloto no atinaba a nada. Estaba tan desorientado que el
miedo lo invadió fácilmente. El caos completo -pensó para sí- y se preguntó si
sus compañeros habían enloquecido en la espesura de la selva cuzqueña, o algo
más grave estaba ocurriendo. Atinó a empujar suavemente el timón hidráulico
del helicóptero y trató de estabilizarlo para un aterrizaje forzoso, en el poco
espacio seguro de la trágica montaña.

Los soldados, exhaustos y hambrientos, tuvieron suerte de ser hallados,


después de semanas de travesía por la espesa selva de La Convención, en el
Cuzco. La tripulación del helicóptero los estuvo buscando afanosamente para
reabastecerles de víveres y municiones, pues, ese 23 de octubre de 1965, muy
temprano, reportaron a su comando la presencia de guerrilleros en las alturas
de una zona denominada Amaybamba, enclavado al suroeste de Quillabamba,
capital de la provincia de La Convención y al noreste de la ciudadela inca de
Machu Picchu, en el Cuzco, sur del Perú. En realidad, los comandos nunca
estuvieron solos. Eran la vanguardia de una fuerza mayor de casi doscientos
soldados, apoyados por helicópteros que buscaban desenfrenadamente, como
perro tras su hueso, al comando central del Movimiento de Izquierda
Revolucionario (MIR) y de sus líderes más conspicuos. Ocho meses atrás los
líderes del MIR habían pasado a la clandestinidad para desafiar a un gobierno,

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si bien democrático, pero en la lógica de los sublevados, pro imperialista y
entreguista. Era presidente de la República, el arquitecto Fernando Belaúnde
Terry, un socialdemócrata que había ganado las elecciones al líder del APRA,
Víctor Raúl Haya de la Torre.

Los rangers, un equipo policial de elite, especializado en lucha


antisubversiva, de la Guardia Republicana del Perú, fue la carnada que el
Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas utilizó para el develamiento de la
guerrilla, antes que soldados de las bases militares del Cuzco y Puno, cayeran
como moscas sobre la denominada “zona de seguridad”, en Amaybamba, y
lograran así emboscar a los guerrilleros en Choquellohuanca, una profunda y
peligrosa quebrada que se convertiría en fatídico laberinto para los alzados. No
tenían como escapar. Las colinas adyacentes, en ambos extremos de la
quebrada, estaban cubiertas por soldados, como parte de la estrategia del cerco
que el comando militar planificó con esmero. Una táctica de esa estrategia fue el
“cerco móvil”; es decir, comandos militares especiales que se movilizaban por
varios puntos del accidentado territorio del valle de La Convención, quienes
caminaban cientos de kilómetros hasta converger en la zona por donde se
conocía operaba la guerrilla del Frente Sur. En esas condiciones, el
enfrentamiento era inminente y, las posibilidades de que los guerrilleros salgan
con vida, improbables, aún cuando abandonaran las armas y se rindieran. La
orden militar recibida por el pelotón fue terminante: ¡ Ni heridos, ni testigos…
todos muertos!

La emboscada fue planeada en la montaña misma. El comando militar


tuvo tiempo para cubrir todas las posibles salidas de escape por la quebrada,
cuyas laderas se empinaban en más de doscientos metros de altura. Fue un
combate, a todas luces, desigual. El tiroteo había empezado a las cuatro de la
madrugada y concluyó al despuntar el alba. Dos escasas y decisivas horas en las
que se definió la suerte de todo el movimiento insurgente. Por eso la inmolación
era el único camino para los guerrilleros, pues sabían de su inferioridad
numérica y armamento. Prefirieron morir combatiendo a rendirse o ser
capturados vivos. Al final, de esa sangrienta mañana, se podía contar los
cadáveres de los ocho guerrilleros caídos en combate, arrastrados primero y
tendidos después boca arriba, por los rangers, al pie de la ladera, en espera del
helicóptero. Cuando este apareció y se posó en la zona marcada con una equis,
hecha con sangre de los caídos, se armó el alboroto. A punta de requintadas
alzaron los cuerpos y los echaron a duras penas en el frío piso del Bell Twin.
Uno de los uniformados, quien parecía ser el comandante de ese cuerpo militar
de elite, hizo señas al piloto para que se elevara y éste de inmediato alzó vuelo,
por encima de los soldados. Estuvo dando vueltas en círculos por unos minutos,
cuando de pronto, los de tierra vieron que desde el helicóptero caían como
fardos, uno a uno, los ocho cuerpos que quedaron desperdigados por la tupida
maleza de la quebrada. El helicóptero dio una vuelta más y terminó posándose
en el punto inicial para que suba el resto de la tropa que estuvo esperando.
Mirándose unos a otros, como queriendo decir: ¨todo ha terminado y, nadie ha
visto nada¨, subieron lentamente al Bell Twin que reinició vuelo, rumbo a su
base militar, en la ciudad del Cuzco, apenas a una hora del lugar de la refriega.

Pensaron, con seguridad, haber eliminado a un importante foco


guerrillero de la zona, pero hasta ese momento no sabían exactamente de la

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magnitud del hecho, hasta que llegaron a su centro de operaciones en el cuartel
del Cuzco. No advirtieron que Luis de La Puente Uceda, secretario general del
Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) y comandante en jefe de la
guerrilla y del Frente Pachacútec, estaba entre los caídos. Tenía entonces 39
años. Con él murieron Paúl Escobar, Rubén Tupayachi y Edmundo Busquén, un
viejo y recio obrero chiclayano que bordeaba los sesenta años y el tercero entre
los más altos dirigentes político-militares que operaban junto con Augusto
Marín, Benito Cutipa, Alberto Llanos y Polo Quispe. Todos integrantes del
Frente Sur, cuya base, supuestamente inexpugnable, era un punto en la sierra
cuzqueña, denominada zona de seguridad Illarce Ch´aska, término quechua
traducido al español como Estrella del Amanecer, que denotaba- más que
escenario de guerra- un bucólico paraje altoandino, que los lugareños mal
llamaban «Mesa Pelada», no tanto, por la desnudez de los cerros pelados y
sin mucha vegetación, sino, por el inclemente frío de la puna sureña.

De modo que los comandos no pudieron mostrar pruebas concretas con


los cuerpos de los guerrilleros muertos. Sin embargo, en esa helada mañana de
octubre, los restos de los combatientes fueron arrojados sin miramientos desde
lo alto del helicóptero Bell Twin, No se sabía si estaban con vida o sencillamente
eran ya cadáveres. Lo cierto es que el choque armado fue a todas luces desigual.
Los románticos guerrilleros eran apenas ocho; en cambio, los rangers les
triplicaban en número y capacidad de fuego. En el recuento, las condiciones
eran críticas para los alzados, situación que empeoraba, pues ese día
desembarcaron más de dos centenares de soldados, armados hasta los dientes,
protegidos por tres helicópteros artillados, cargados de napalm, las bombas
incendiarias adquiridas en los Estados Unidos.

No hubo forma que el grupo escapara de Mesa Pelada, pues cinco


semanas antes, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, había tendido un
cerco que movilizó a fuerzas combinadas del Ejército, Marina y Aviación,
ayudados por expertos en lucha antiguerrilla de la Central de Inteligencia
Americana (CIA). La tenaza militar construida fue similar a una mortal telaraña,
pues Mesa Pelada era “una zona de seguridad” del foco guerrillero. La
estrategia represiva se concentró ahí y la operación fue implacablemente
planificada por expertos militares quienes aprovecharon los accidentes
geográficos de la provincia de La Convención donde apostaron tropas que
cubrieran posible salidas del grupo insurgente. Dentro de ese amplio cerco, cuyo
radio de acción abarcaba casi toda la provincia, operaba un segundo cerco móvil
con unidades especiales que se aproximaban lentos, pero seguros, hasta las
probables ubicaciones de los guerrilleros. Fue precisamente uno de esos
pelotones que se topó con los hombres de Luis Felipe y, éste, en lugar de
rendirse, prefirió dar una encarnizada batalla conjuntamente con sus
compañeros, enfrentándose a balazo limpio.
Los trágicos hechos de Mesa Pelada se conocieron en la prensa al día
siguiente. Se esperaba alguna declaración oficial del gobierno y ante la magnitud
de los sucesos, no les quedó otra salida que emitir un comunicado público el
veinticinco de octubre, tres días después de haber ocurrido el enfrentamiento.
Desde que en marzo de 1965 De la Puente pasara a la clandestinidad, le
bastaron al Ejército, ocho meses para exterminar así a la principal columna del
MIR, donde se encontraba casi todo el comando político-militar, incluido su
comandante general. Ese fue el principio del fin de la guerrilla. A partir de allí,

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los focos fueron, uno a uno, sofocados a sangre y fuego. Los primeros días de
enero de 1966 cae muerto, también en acción, Guillermo Lobatón, del frente
Túpac Amaru, quien había asumido la jefatura del MIR, a la muerte de De La
Puente. Dos meses antes había sido capturado, torturado y asesinado, el
comandante Máximo Velando, lugarteniente de Lobatón. Ambos operaban en el
centro del Perú. En la estrategia que diseñaron, apenas se instalaron en Mesa
Pelada, De la Puente quedó como responsable de la columna Sur, llamada
Pachacútec, nombre prestado en honor al primer soberano del Imperio de los
Incas, que comenzó precisamente su expansión de triunfos militares en
Amaybamba, en el hermoso valle de La Convención, aproximadamente en el
siglo trece. Curioso episodio histórico, pues De la Puente pensaba más o menos
lo mismo: incendiar la pradera desde este santuario inca.
El MIR, sin embargo, comenzó a operar simultáneamente con otras
dos columnas guerrilleras. La segunda se desplazaba por el centro del país y fue
conocida como Frente Túpac Amaru, en distinción al insurrecto y legendario
cacique cusqueño, emblemático símbolo nacional de la lucha independentista
del Perú, asesinado de la manera más cruel en 1781, por defender la libertad de
los indios. Este Frente estuvo comandando por Guillermo Lobatón. En el norte
se formó, el Frente Manco Cápac, cuyo nombre fue tomado del personaje casi
mítico, mitad real, mitad leyenda, quien fundara en el siglo XIII la ciudad del
Cusco. La columna guerrillera del norte la asumió Gonzalo Fernández Gasco, un
paisano y compañero de estudios y sueños de Luis Felipe. Fue la única columna
que nunca disparó un solo tiro y que tampoco adoptó la política guevarista de
asentarse en una “zona de seguridad”, lo que le valió una movilización constante
por las alturas de la sierra del departamento de Piura y un blanco difícil de
ubicar para el Ejército. Eso explica por qué la mayoría de sus integrantes fueron
los pocos sobrevivientes de la guerrilla.

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Capítulo dos

Santiago, querido

Luis Felipe siempre tuvo el alma contestataria, aún en el seno familiar. Su


espíritu rebelde, sin embargo, contrastaba con el ambiente apacible de la finca
donde vivían los De la Puente-Uceda, rodeada de trigales y floripondios, en un
marco casi edénico de verdor y un límpido cielo azul sobre la colina, que
dominaba gran parte de la hacienda familiar en la andina ciudad de Julcán,
Santiago de Chuco.
En el verano, el clima seco invitaba a echarse sobre el trigo para mirar
absorto, durante el día, los copos de nubes parecidos a gigantescos algodonales
y, en la noche, un fulgurante firmamento con cientos de miles de estrellas, más
luminosas en cielo serrano que cuando uno los veía desde la costa. Pero, el
joven Luis Felipe estaba prohibido de pasar demasiado tiempo bajo el sol, por
una sencilla razón: los intensos rayos solares dejaban su blanquecina piel como
si lo hubieran puesto en una tostadora gigante.
Los líos con Luis Felipe vinieron desde el parto mismo. Hizo sufrir
demasiado a su madre Rita, una hermosa lugareña, de ojos muy vivaces, cabello
negrísimo, piel color capulí e hija de hacendados pudientes de Santiago de
Chuco, la provincia serrana preferida por terratenientes y ganaderos, donde
abundaba la producción de trigo, papa, mashua y, por supuesto, los quesillos. A
los ocho meses de embarazo, Rita sufría de fuertes contracciones intrauterinas
que su esposo, Juan de Dios, trataba de calmar sólo con la mirada vigilante,
pues había llevado a su finca a dos buenas comadronas de la ciudad para el
cuidado permanente de la parturienta. El dolor se prolongaría en forma
intermitente hasta el noveno mes. En la madrugada del diez de abril del año
1926, nace Luis Felipe, el segundo hijo de Rita Uceda Callirgos y de Juan de
Dios De la Puente Ganoza. El primogénito fue Antonio y después de Luis Felipe
vendrían, Juan Manuel y Teresa, los cuatro hermanos de piel blanca y cabello
castaño, fiel estampa de su padre, un caballero español, cuya familia había
sentado cabeza en el norte del Perú, después de la guerra por la Independencia.

Durante los primeros cinco años Luis Felipe los pasó mataperreando
con Antonio, el hermano mayor, por los trigales de la hacienda, llenando de aire
puro sus pulmones en un bendito clima serrano a 3,115 metros sobre el nivel del
mar. Julcán, es la capital andina del distrito del mismo nombre. Fue un villorrio

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de la entonces Villa Santiago de Chuco, anexada a Huamachuco en 1867 que
luego el gobierno le subió de categoría a Ciudad, en 1874. Había sido fundada
por los españoles en el siglo XVII, en la margen izquierda del río Patarata, en las
faldas de la montaña de La Luna, más conocida como el Cerro Quillajirca.

La ciudad está rodeada por extensas zonas de cultivo y bosques de


eucaliptos. No es, digamos, un lugar paradisíaco, pero tiene un encanto
inigualable. De aquél lugar Eduardo de Habich se preguntaba: "¿Que hay en ese
lugarcito escondido, frío, sordo, misérrimo, en ese tan humilde Santiago de
Chuco, cuna de Vallejo y Arias Larreta? Y se responde: "¡Ah! en su raíz más
honda reposan dos de las más ciertas fuerzas de la poesía: la soledad que
transmuta su ambiente y el dolor, que siempre envuelve el alma de sus
habitantes. Por eso han surgido dos poetas de su seno; uno que tuvo que morir
para que su inmortalidad sea sentida y otro aún prácticamente desconocido y
que continúa volcando en estrofas toda esa inagotable tristeza de un factor
telúrico y de una emoción racial....”
Su interés por la poesía, el legado de otros ilustres santiaguino como
él, le vendría en la escuela, pero, lo cultivaba casi a hurtadillas. Para entonces, a
pesar de su corta edad, Luis Felipe iba forjando, en cambio, su amor por
aquellos acontecimientos que le parecían injustos. Su desprendimiento era
extraordinario. El mismo obsequiaba muchas veces sus propias vestimentas a
otros niños con menos suerte que él. Antonio siempre le recriminaba por ese
comportamiento, pero, Luis Felipe siempre hacía un desdén levantando los
hombros acompañado con una frase lapidaria: “él lo necesita más que yo…”

Cuando Luis Felipe cumplió seis años, sus padres lo matricularon en el


colegio Santiago El Mayor. Era el año 1932 y en la capital de La Libertad, a 162
kilómetros de Santiago de Chuco, habría de acontecer en julio de ese año, lo que
con el tiempo se le llamó “El año de la Barbarie” y, para los protagonistas,
simplemente, la Revolución de Trujillo. El gobierno militar del general Luis
Sánchez Cerro, había acabado, en una carnicería sin nombre, no sólo con un
grupo de alzados, comandados por Manuel “El búfalo” Barreto, sino que la
represalia se extendió a más de seis mil militantes o simpatizantes apristas,
sacados de sus casas, siempre en la madrugada y, fusilados en los mudos
tapiales de las ruinas incaicas de Chan Chán, acusados de pertenecer al Partido
Aprista Peruano (APRA), el principal partido político opositor en el Perú.

El inicio de los estudios primarios de Luis y el ambiente de tensión


política y social en el Perú, y que se respiraba, incluso, en lugares tan lejanos
como Santiago de Chuco, iban a ser los ingredientes que darían forma a la
personalidad de un joven inconforme con todo lo que le rodeaba. En el colegio
Luis Felipe pasó cinco largos años. No fue un muchacho brillante, pero se
interesó desde pequeño por las letras. En realidad no solo él. Santiago de Chuco,
había sido cuna de grandes literatos, entre ellos, el poeta universal César A.
Vallejo, y Felipe Arias Larreta. Ambos eran referentes infaltables en sus años
mozos. Con el tiempo, Luis Felipe cultivó la poesía, pero a su manera y modo.
No era la poesía melosa y romanticona, era poesía que sublevaba, como su
espíritu.
Apenas terminó la primaria y con escasos once años, la familia decidió
enviarlo a Trujillo a continuar estudios secundarios. Corría el año 1938 y la
masacre de los mártires apristas en Trujillo estaba aún fresca en la memoria de

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casi todos. Fue en ese ambiente social convulso y tenso cuando Luis Felipe pisó,
por primera vez, la cuna del APRA, el partido político a cuya ideología se
abrazaría, sin reservas, hasta transformar su vida completamente.

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Capítulo tres

Vivir a los 16

Si su natal Julcán y Santiago de Chuco, las ciudades de su feliz infancia, fueron


un remanso donde forjó su humanidad solidaria, Trujillo, vendría a ser para
Luis Felipe, la metrópoli costeña no sólo donde se formaría profesionalmente,
sino el centro inspirador de su espíritu rebelde, social y político. Comenzó a
estudiar la secundaria en el Instituto Moderno, centro adquirido en propiedad
por un pariente suyo, Carlos E. Uceda. Por eso, sus padres, con la confianza en
la familia, creyeron dejar al hijo en buenas manos. Además, tendría la compañía
de su hermano Antonio, quien le aventajaba tres años en los estudios. El
Instituto, ubicado en la quinta cuadra del jirón José de San Martín, a pocos
pasos de la plaza de armas, era depositario de los hijos de ricachones,
hacendados o comerciantes de Trujillo. Un lugar preferido por aquellos padres
de creencias más mundanas que clericales. La antítesis era el colegio Seminario
de San Carlos y San Marcelo, ubicado en el jirón Gamarra, apenas a media
cuadra del colegio donde estudiaría Luis Felipe.
El Seminario, si era de inflexible formación religiosa y, de hecho, el
centro de educación más elitista de la ciudad. Por sus aulas pasaron, además de
Víctor Raúl Haya de la Torre, años más tarde convertido en el líder del APRA,
Luis José de Orbegoso y Moncada, el primer liberteño, huamachuquino para
más señas, convertido en presidente del Perú en 1833. No terminaría Luis
Felipe la secundaria en el Instituto Moderno, por dos sencillas razones: el joven
tenía un conflicto interno que lo acercaría paulatina pero inexorablemente a las
ideas revolucionarias de Víctor Raúl Haya de la Torre y, de otro lado,
comenzaba a detestar su condición de “niño bien” e hijo privilegiado. Cuando,
el diez de abril del año 1941, cumplió sus quince años, el mozo lo celebró
enrolándose como militante del APRA. Su desazón juvenil lo llevó a abandonar
el Instituto Moderno, contra la oposición, por supuesto, del director y de sus
padres Rita y Juan de Dios. Duró solo tres años en el Instituto Moderno, y
decidió, de facto, trasladarse a un centro estatal: el legendario Colegio Nacional
San Juan.
Este colegio era la antítesis del Instituto Moderno y del Seminario.
Estudiaban ahí los hijos del pueblo. Aquellos que no llevaban nombre de
abolengo, como los Ganoza, los De la Puente, los Bracamonte o los de La Piedra.
Abundaban en cambio, los Vásquez, los Pérez, los Ucañán, los Campos y los
Asmat.

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No bien hubo terminado el cuarto año de secundaria, cuando Luis se
metió en problemas de mayores. Fue detenido por la policía una fría mañana de
enero por pintarrajear paredes en el centro de la ciudad con lemas alusivos al
APRA y confinado a los calabozos de la policía ubicada en la calle Ayacucho,
felizmente, en la misma ciudad. Fue su primera, pero no última, de sus
carcelerías por asuntos políticos. Tenía entonces sólo dieciséis años y se
perfilaba, como un militante de acción de aquel movimiento partidario que su
familia veía siempre de reojo. Pero, la reprimenda familiar no le preocupaba
demasiado. Fueron las historias de la revolución del 32 el episodio que marcaría
su vida y su inquebrantable fe del cambio social y que, años más tarde, trazaría
una línea divisoria- según él- entre la consecuencia e inconsecuencia de los
ideales.
Como sea, en el fragor de la agitación política y de encargos
partidarios, Luis, llegó a terminar sus estudios secundarios en 1943, cuando el
país estaba gobernando por Manuel Prado y Ugarteche, régimen que había
proscrito inicialmente al Partido Aprista y, sus principales dirigentes, o estaban
presos o deportados.

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Capítulo cuatro

Aprendiz de gavilán

La mirada fija y la mandíbula tensa que acompañaba con los puños sobre la
mesa, le daban a la conversación un aire enrarecido. Ansiosamente había
esperado este encuentro en el vetusto local partidario, de la cuadra siete del
jirón Francisco Pizarro. Armando Villanueva del Campo, hombre de extremada
confianza del jefe del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, no era un don nadie.
Plantearle, a modo de queja, su punto de vista acerca del manejo de los asuntos
partidarios con el régimen del presidente Manuel Prado, era de alguna forma un
acto osado e irreverente. Pero, Luis Felipe no lo creyó así. Furibundo y
observando directamente a su ilustre interlocutor, le dijo con energía:

─ “Compañero Armando, no podemos permitir esta situación. La


convivencia con un régimen corrupto y asesino es la negación a nuestros
postulados. El descontento entre los compañeros se ha generalizado, y
eso nos compromete a replantear la estrategia del partido.”.

─ Y usted como sabe, compañero, que este pacto que hemos concretado,
no es positivo para nuestro movimiento, le respondió, también colérico,
Villanueva.

─ La mayor parte de la militancia -retrucó Luis, de inmediato- no


aprueba esta posición del partido. Muchos han amenazado con
renunciar, si es preciso, le dijo tratando de impresionarlo.

Era el año 1945 y Luis Felipe comenzaba a enfrentarse abiertamente con


los jerarcas de su partido. Armando Villanueva, era fiel representante de la
fuerza de choque del APRA. Todos le respetaban y, temían, a la vez. Ahora, Luis
Felipe, estaba frente al recio dirigente y no podía ser más franco y abierto
durante el diálogo. El bisoño político le tenía respeto, pero no miedo. Era como
decirle que él era también de armas tomar.
A pesar de los ajetreos políticos y partidarios que lo consumían todos los
días, fue ese mismo año que decidió estudiar medicina en la Universidad
Nacional de Trujillo, donde encontró un mayor espacio para el debate político,
pero insuficiente para que las ciencias médicas lo puedan atrapar en el servicio
social, pues dos años después lo abandonaría para trasladarse a la Facultad de
Derecho. Su paso, por el claustro universitario, en el cual desarrolló una activa
agenda política, lo lleva a saborear el trago amargo de la lucha permanente que

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había emprendido y que coronaría en 1948 en los calabozos del Panóptico, preso
durante siete meses por protestar contra la convivencia apro-pradista.

Luis Felipe de la Puente Uceda era de mediana estatura. Apenas 1,67.


Flaco y narigón. Su rostro cuadrado terminaba en un mentón pronunciado, que
le daba un aire de seriedad. Luis decía que las cosas en el país no estaban para
bromas. Su piel blanca pasaba fácilmente a un color rosáceo intenso en
cualquier discusión o ajetreo. Y eso ocurría permanentemente, pues el tipo ni
estaba quieto, menos callado. Siempre activo y de fácil hablar. Su cabello lacio y
de color castaño lo peinaba hacia atrás. Aún cuando era joven ya se notaba su
amplia frente, señal que la calvicie le llegaría muy pronto. Con sus gruesos
lentes a la medida y su estampa casi monacal confundía a muchos y parecía más
un cura de barrio, que experimentado dirigente político; pero, clérigo foráneo,
pues lo nativo no era, a simple vista, su fuerte.
Pocos podían apostar que Luis Felipe era oriundo de la sierra liberteña,
concretamente, de Santiago de Chuco. Su fisonomía daba más para misionero
europeo que rebelde de causas perdidas. Sus ojos pequeños y vivaces escrutaban
realidades injustas, pero su mirada penetrante aturdía con mucha frecuencia a
sus interlocutores. Durante los primeros años en la universidad, se le veía
siempre con una tenida formal, como suelen vestirse los abogados. Después,
colgó saco y corbata y frecuentaba las reuniones, en mangas de camisa. Ese era
el perfil más conocido de Luis Felipe que sus allegados recuerdan durante su
paso por la Universidad Nacional de Trujillo, desde 1949 hasta comienzos del
año 1953. En 1949 dirigió una huelga universitaria que hizo historia. Tacharon,
primero, y no levantaron la medida, después, hasta que 48 catedráticos fueron
separados definitivamente por incapacidad académica. Fue todo un record a
nivel latinoamericano, como parte de los nuevos aires de reforma universitaria
que recorría el continente. A esas alturas, el liderazgo de Luis Felipe en los
ambientes universitario y político, era indiscutible.

Elegido, en 1951, presidente de la Asociación Universitaria de Trujillo,


máximo organismo estudiantil, asume nuevas tareas que lo llevarían a viajes
frecuentes a Lima, donde al poco tiempo lo convertiría en una poderosa y
temida Federación Nacional de Estudiantes Universitarios. Tales pergaminos
fueron suficientes para que el gobierno lo incluyera en la lista negra y,
capturado en Trujillo, fue llevado a Lima el primero de febrero de 1953 a purgar
carcelería por tercera vez en su azarosa vida. Estuvo preso durante cuatro meses
y, en la madrugada del mes de junio del 51 fue llevado al aeropuerto Jorge
Chávez, lo pusieron en un avión y, sin más miramientos lo deportaron hacia
México.

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Capítulo cinco

Hecho y derecho

Era un disfraz perfecto. El mismo lo había escogido. Terminaba así su exilio en


México donde pasó cinco años y ahora retornaba a su patria, clandestinamente,
vestido de cura. Escogió la frontera con Ecuador. Su aire de cura y la sotana que
lucía, adornada con un sombrero de copa y crucifijo en mano, confundió hasta
al más avispado de los policías. Por eso, cuando llegó hasta la frontera, en el
puente internacional de Zarumilla, avanzó a paso seguro, sacó su pasaporte y los
gendarmes de la Aduana lo miraron de pies a cabeza.

─ Buenos días padre, le dijeron.


─ Buenas, hijos míos -contestó con aplomo. ¿Todo bien?
─ Por aquí todo bien padre. Donde está mal la cosa es en el Perú…

Era, en efecto, un mal día para el Perú. El calendario marcaba el año


1955 y eran tiempos de persecución encarnizada de los enemigos del gobierno
derechista. Él, por supuesto era uno de ellos. Pero no pasaron ni veinticuatro
horas y, delatado por no se sabe quien, fue detenido con sotana y todo cuando
trataba de ingresar a Trujillo, su ciudad de origen, a unos 800 kilómetros de la
frontera norte. Allí terminó la aventura de reingreso. El gobierno dispuso su
juzgamiento y, el poder judicial digitado, lo condenó a cinco años de un nuevo
destierro, esta vez a España, pero que por buena gracia se frustró.

Dos años más tarde, en 1957, ya como vicepresidente de la Federación


de Estudiantes del Perú viaja a Nigeria, en África, donde ampliará su visión del
mundo, conocerá mejor acerca de los problemas que agobian a los países menos
desarrollados, como el continente que lo cobijó durante una semana, y en el cual
establecería contactos con jóvenes de su edad de distintas razas y creencias.

Al año siguiente, ya en el Perú su vida daría un cambio radical cuando


sustenta su tesis sobre “La reforma del Agro Peruano”, en la Universidad
Nacional de Trujillo, con la que se gradúa de bachiller en Derecho. Seis meses
antes se había recibido de profesor en Filosofía y Ciencias Sociales, que estudió
simultáneamente con la carrera de Derecho.. Estaba convertido a esas alturas,
como decían nuestros abuelos, en un mozalbete hecho y derecho.

Tiempo después, quiso sentir otra vez el bicho de salir del país para
reestablecer sus contactos internacionales. Esa oportunidad le llegaría como

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anillo al dedo con el triunfo de la revolución cubana, en 1959. Viaja por primera
vez a Cuba y conoce a Fidel y al “Che” Guevara, con quienes entabla una larga
amistad, pero también, discrepancias de orden estratégico y militar.

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Capítulo seis

Quiebre político

Más ducho en el arte de la polémica política e ideológica, formó un bloque


opositor con sus mejores amigos, convencido de que había que batallar
duramente al interior de su partido para remover los cimientos de la jerarquía
partidaria.
Luis Felipe decidió entonces asistir el primero de octubre de 1959 a la
IV Convención Nacional del APRA, en Lima, con el propósito de dar una dura
batalla ideológica contra la política conocida como la convivencia. Esta se podía
entender como una alianza política entre dos agrupaciones supuestamente
enemigas e irreconciliables: el APRA y el régimen pradista, el más rabioso
perseguidor de apristas, a muchos de los cuales los confinó en la cárcel, incluido
al propio Víctor Raúl Haya de la Torre. Un extraño pacto entre Víctor Raúl y el
presidente Manuel Prado, un terrateniente oscuro y corrupto, había sellado la
coalición con el APRA que desató furias y tempestades, hecho convertido con el
tiempo en el quiebre político más nefasto que ha cargado como una cruz el
partido más popular y organizado del Perú.

De allí que, ese primero de octubre de 1959, el ambiente en el local


del partido, en la avenida Alfonso Ugarte estaba muy caldeado. Para entonces se
conocía que el grupo trujillano liderado por Luis Felipe se perfilaba como el más
acérrimo enemigo de la llamada convivencia, que el jefe del Partido, Víctor Raúl
había sellado dos años antes, argumentando que ello significaba la
supervivencia del partido y el retorno a la legalidad, después de años de
persecuciones, destierros, encierros y asesinatos de apristas.
Antes de que Luis Felipe pueda siquiera fundamentar su moción
crítica que presentara para el debate por el pleno de asistentes, otra moción
dispensada de todo trámite presentada y sustentada, esta vez, por Armando
Villanueva del Campo, cambió totalmente el panorama de la convención aprista.
Los ánimos se caldearon, cuando Villanueva terminó la moción pidiendo la
expulsión no sólo de Luis Felipe, sino de otros de sus compañeros quienes lo
secundaron en la firma de su moción cuestionadora, entre ellos Gonzalo
Fernández Gasco, Héctor Béjar y Luis Olivera.

Descontento con la medida, Luis Felipe forma con todos los


expulsados, el Comité de Lucha por la Democracia Interna y la Vigencia de los

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Principios Primigenios del APRA, que la prensa y gran parte de los militantes lo
conocería simplemente como el APRA Rebelde.

No esperó mucho tiempo y, tres meses más tarde, rompería


totalmente con su pasado aprista al fundar el Movimiento de Izquierda
Revolucionario- MIR con el que se iría años más tarde a los andes del Cuzco a
pelear, fusil en mano, por la revolución peruana. Luego de formar el MIR
analiza las condiciones en el país y enrumba por segunda vez a Cuba, esta vez a
tomar clases ya no de filosofía y derecho, sino de guerra de guerrillas. Había
llegado al total convencimiento de que la única forma de lucha para transformar
al Perú era la lucha armada. En Cuba se encuentra con otros peruanos, entre
ellos, Rubén Gadea, el hermano de Hilda, la esposa peruana del Che Guevara y,
de su ex compañero, Héctor Bejar, con quienes compartirían ideales pero no
necesariamente estrategias militares y políticas.

En Cuba estuvo hasta febrero de 1960 y, a su retorno, a mediados de


ese mes, se contacta con otros amigos en Lima para consolidar el movimiento
que había formado. El cuatro de marzo regresa a Trujillo. Para entonces, sus ex
compañeros de partido no le habían perdonado la insolencia de enfrentarse
nada menos que al jefe del APRA y a toda la dirigencia aprista, durante la
Convención de Lima. Planearon darle entonces un escarmiento.

Una noche, por las oscuras calles de la catedral, en el jirón Orbegoso,


cuando se dirigía a casa de Gonzalo Fernández Gasco, su fiel compañero de
ideales, fue asaltado por un grupo de exaltados apristas, que le seguían los pasos
apenas se enteraron que Luis Felipe había regresado a Trujillo. Casi todos
sabían que él no se amedrentaba así nomás y, en aquella ocasión, Luis Felipe
portaba un arma en el cinto. Rechazó el ataque haciendo disparos al aire, pero
un tiro impactó en el abdomen de uno de los asaltantes, quien murió
desangrado antes de que fuera atendido en el hospital Belén de la ciudad.
Esta muerte le valió un nuevo juicio y condena por más de año y
medio en una cárcel de Trujillo, de la cual salió en libertad el 17 de marzo de
1962, tras una memorable defensa ejercida personalmente, emulando a Fidel
Castro. Allí probó que la muerte del desgraciado compañero fue en legítima
defensa, pues los asaltantes tenían toda la intención de matarlo.

Después de este episodio, Luis Felipe parte por tercera y última vez a
Cuba, viaje que lo llevaría también a Europa y Asia, en una travesía
transoceánica cuyo epílogo fue la entrevista que tuvo ese año con el líder de la
revolución china, Mao Tse Tung. De regreso al Continente, visitó otros países
latinoamericanos, antes de retornar a Perú. La idea de transformar el campo y
revolucionar el agro se le cruzaba por la cabeza constantemente. No por algo su
tesis de bachiller en derecho había abordado el tema con mucha pasión. Decidió
realizar entonces la revolución en su propia casa al iniciar la reforma agraria en
la Hacienda Julcán, una propiedad familiar que la entregó totalmente en favor
de los campesinos. El hecho como era natural provocó adhesiones entre los
campesinos, pero rechazo de los sectores oligárquicos de Trujillo.

No contento con ello, elaboró un proyecto de ley, en nombre del MIR,


sobre reforma agraria en el Perú que lo presentó en 1963 ante el Parlamento
Nacional. Nunca debatieron su iniciativa, pero sentaría las bases de una

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demanda que cinco años más tarde lo tomaría como bandera, la Junta
Revolucionaria del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado.

El año 1964 es el preludio de una serie de acontecimientos políticos


que marcarían una etapa final de su accionar en la legalidad. El seis de enero de
ese año es detenido en Lima por un supuesto complot contra Haya de la Torre.
Lo soltaron a fines de ese mismo mes sin encontrarle pruebas. El siete de
febrero lanza su proclama revolucionaria en la plaza San Martín en Lima y, el 23
de mayo cae en una redada preventiva de la policía ante la visita del presidente
de la República Federal de Alemania. El diez de junio, luego de brindar una
conferencia de prensa en Lima, parte hacia el Cuzco y se internaría en la
espesura del valle de La Convención. Su objetivo era llegar y establecerse en la
zona alta de Amaybamba, conocida por los lugareños como Mesa Pelada, e
iniciar una guerra de guerrillas que lo había inspirado durante los últimos años,
sin aprobación, por supuesto, de su padres y de su hasta entonces poca conocida
esposa e hijo.

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Capítulo siete

Viaje sin retorno

Juan Ernesto no recuerda el beso de despedida que le dio su padre Luis Felipe
aquel diez de junio. Tenía apenas seis meses de nacido. Había llegado a este
mundo convulso y violento el día 31 de diciembre del año 1963. Estaba en
brazos de su madre Carmen cuando su padre se acercó tiernamente para
acariciarlos en una escena irrepetible pues horas más tarde haría otro de sus
tantos viajes, pero esta vez, sin retorno.

Carmen Puente Losno, su esposa y prima, en segundo grado, lo


acompañó hasta la puerta de la casa alquilada, le puso el brazo en el hombro y
se quedaron petrificados unos minutos, frente a frente. Luis Felipe no le había
dicho que se iría a las montañas a guerrear contra el gobierno, pero Carmen algo
presentía. Estaba embarazada de María Eugenia, la segunda del clan De la
Puente-Puente. María Eugenia nació seis meses después de que su padre se
marchara hacia los andes, fusil al hombro por lo que él -siempre decía así a
Carmen- creía justo y necesario para transformar al país.

Era el 28 de diciembre de 1964 cuando María Eugenia nació para


alegrar la vida solitaria en la que había quedado Carmen tras la marcha de Luis
Felipe. Ya, para entonces, los únicos datos que obtenía del paradero de su
esposo fue a través de los periódicos o la radio. Y, las noticias no eran buenas
para los De la Puente. Todas preocupaban. A comienzos del año 1965, Luis
Felipe era el comandante en jefe de la guerrilla que había formado el MIR, con
apoyo relativo del campesinado del sur. Dirigía la columna Pachacútec, pero su
estrategia incluía otros dos frentes más. Uno en el centro, con dos de sus
entrañables camaradas, Guillermo Lobatón y Máximo Velando, al mando de la
columna Túpac Amaru.

En el norte había confiado las operaciones en su paisano, Gonzalo


Fernández Gasco, quien dirigía la columna Manco Cápac. Aseguran los
sobrevivientes que en realidad fueron cinco los frentes de combate. Los dos
restantes eran Atahualpa y Manco Inca cuyas columnas guerrilleras
deambulaban por el centro del Perú, la región preferida por la facilidad con la
que podían no solo movilizarse sino recibir apoyo del campesinado. En
conjunto, la guerrilla estuvo operativa menos de un año. Comenzó con acciones
audaces, como el asalto a la hacienda del hacendado Ramón Marín, quien salvó
milagrosamente que lo fusilen pero no pudo hacer nada por sus propiedades
que fueron confiscadas y distribuidas a los campesinos de Amaybamba, en el
Cuzco.

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Luis Felipe, pensaba que bastaría el foco guerrillero en varios frentes
para “incendiar la pradera”, al más ortodoxto pensamiento de Mao Tse Tung.
Trataba de diferenciarse así de la estrategia guerrillera del Che Guevara, quien sí
creía que era suficiente un solo foco, como ocurrió con el alzamiento de Fidel, en
Cuba. Por lo menos, eso es lo que se desprende del tenor de una carta enviada a
los periódicos de Lima por Luis Felipe, desde el campamento Illarce Ch´aska, o
simplemente Mesa Pelada: "Pensamos que nuestra insurrección iniciada por las
acciones guerrilleras se transformará, en un breve plazo, en una revolución
agraria en las montañas y en el campo, y que las masas, respaldará a los grupos
armados y dirigidas por el partido revolucionario, invadirán masivamente las
tierras de los grandes propietarios y un poco más tarde explotará la bomba de
tiempo de los arrabales marginalizados que rodean a las ciudades de la costa".
El frente más activo fue sin duda el Túpac Amaru, que operaba en la
sierra central, especialmente en las punas de Jauja y Huancayo. Allí estaban
Lobatón y Velando, dos osados lugartenientes de Luis Felipe que tenían por
misión, atraer al enemigo hacia su territorio para evitar que las Fuerzas
Armadas concentraran su poder de fuego en Mesa Pelada, el puesto de mando
de la guerrilla. En efecto, al principio, el gobierno pensó que la mayor fuerza de
la guerrilla era precisamente la del centro y hacia allá envió fuerzas combinadas
y tropas de elite del Ejército, Marina y Aviación, además de los rangers de la
Guardia Republicana. La columna Túpac Amaru concentró así en poco tiempo
el mayor peso de las acciones, en un marco desesperado del gobierno del
arquitecto Fernando Belaúnde Terry, que dispuso que las Fuerzas Armadas se
encargaran de la situación, pues las acciones guerrilleras iban en aumento en el
centro y sur. Del norte no se conocía casi nada. Para un mayor consenso a la
decisión gubernamental, el belaundismo se blindó con el apoyo del Parlamento,
especialmente del Partido Aprista, que no tuvo reparos en impulsar un proyecto
de ley que declaraba la pena de muerte para los insurgentes. La Ley fue
aprobada en forma mayoritaria y el Ejecutivo lo promulgó y la puso en vigencia
de inmediato.

En la columna de Jauja se había enrolado en 1965 un muchacho de


escasos 19 años, llamado Antonio Meza Bravo, bajo el mando directo de Juan
Paucarcaja Chávez, otro jaujino alistado en el pelotón inicial de los sublevados.
Cuando la tenaza militar se puso en marcha, uno a uno los focos guerrilleros
fueron aniquilados. Meza se salvó que lo ejecuten, pero no de la cárcel a donde
fue a parar con otros pocos sobrevivientes. Fue indultado durante el gobierno
militar de Juan Velasco y se dedicaría a organizar a los campesinos de su región
hasta formar la Confederación Agraria del Perú. Veinticuatro años más tarde, o
sea en abril de 1989, Meza Bravo cae en combate en un enfrentamiento entre la
policía y una columna del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, MRTA, el
nuevo movimiento guerrillero que había contribuido a formar e integrar. Tenía
entonces 65 años. El, conjuntamente con otros de sus camaradas iban en la
parte trasera de un camión que habían confiscado, por uno de los polvorientos
caminos de Jauja, rumbo a Los Molinos, un caserío donde pensaron instalar su
campamento.

Hacía pocas semanas que se había alistado y cuando subió al camión


para una misión guerrillera, como antaño, su pensamiento voló hasta el año
1965, y recordó cuando muy joven se había alistado a la guerrilla del MIR

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compartiendo entonces penas y glorias con Lobatón, Velando y Paucarcaja. En
eso estaba cuando un compañero le avisó que en el mismo camión viajaba
Ernesto Paucarcaja, nieto de Juan, su camarada de armas y su jefe inmediato en
la guerrilla del 65. Su emoción no tuvo límites. Se acercó al muchacho, le
confesó quien era y, luego, se confundieron en un abrazo eterno, como si fueran
padre e hijo en un melancólico reencuentro familiar. Horas después, él, Ernesto
y sesenta guerrilleros más del MRTA caían en combate en las pampas de Los
Molinos en un enfrentamiento con soldados de la Zona de Seguridad Militar del
Centro. Esta vez no pudo salvarse. Murió en su ley. Lo abrazó la muerte y el
infortunio, casi medio siglo después que pusiera el pecho y su juventud al
servicio de una causa de la cual nunca se arrepintió.

Cuando el presidente Belaúnde recurre el expediente de apoyarse en


las Fuerzas Armadas para enfrentar a la guerrilla de 1965, el destino del MIR
estaba prácticamente sellado. Luis Felipe, había subestimado la capacidad
operativa de las fuerzas represivas del gobierno, que además contaba con el
apoyo logístico y financiero de la Central de Inteligencia Americana. De este
modo el Comando Conjunto movilizó en poco menos de ocho meses, más de
cinco mil hombres de las tres fuerzas militares, además de las fuerzas policiales.
Las bajas según versiones oficiales no llegaron ni al medio centenar. En cambio,
en la guerrilla, el descalabro fue total. Sus principales dirigentes muertos y, las
columnas desarticuladas.

Replanteada la estrategia de una primera fase, el Comando Conjunto


gira su interés, de la zona del centro al sur, donde operaba la columna
Pachacútec, al mando de Luis Felipe de la Puente. Envía hacia Mesa Pelada
tropas aerotransportadas de las bases de Arequipa y Cuzco y deja las unidades
intactas en el centro para que continúen combatiendo a la columna Túpac
Amaru. Era octubre de 1965, cuando el cerco militar sobre el Valle de La
Convención, en el Cuzco estaba rindiendo sus frutos. En esas circunstancias,
Luis Felipe decide arriesgar a su tropa y se dividen en dos pelotones en la
inmensa quebrada de Choquellohuanca con la finalidad de romper el cerco
militar que ya había caído sobre ellos.
De esa manera, en el intento por sobrevivir y subiendo por las laderas
para ganar la puna y pasar luego a la otra vertiente, se toparon de pura
casualidad con una de las columnas militares que deambulaba por la zona
tratando de llegar a un lugar seguro para que un helicóptero los recogiera. Sus
movimientos ya habían sido alertados ese día fatal, el 23, y los ranger trataban
de escoger el mejor recodo de la inmensa quebrada para emboscarlos. No
necesitaron planificar demasiado. Los hombres de Luis Felipe prácticamente se
le pusieron enfrente y comenzó en la madrugada un tiroteo infernal que duró
hasta que comenzó a perfilarse, entre la enmarañada selva y las frías montañas,
pálidos resplandores de un sol serrano casi doliente, mudos y trágicos testigos
de lo que sería luego el principio del fin…de la guerrilla.

Trujillo, setiembre del 2006

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Referencias bibliográficas

ARISTA, Luis. Mesa Pelada: la épica de un error. Revista Nueva Nº 27, Lima oct.-nov
1972
AÑI C. Gonzalo. El Secreto de las Guerrillas. Ed. Más allá, Lima 1967
BEJAR, Héctor. Las Guerrillas del 65: balance y perspectivas. Ed. Peisa, Lima 1973
BUENO León, Eduardo. El regreso de la memoria histórica (¿Y si De la Puente hubiese
permanecido en el APRA?) en http://balcon1.tripod.com/eduardo20nov-01.htm
COMISION de la Verdad. Los actores Armados, Tomo II, Lima, Comisión de la Verdad
y Reconciliación Nacional, Lima, 2004
DE LA PUENTE U. Luis. El camino de la Revolución. En, Obras de Luis de la Puente
Edc. Voz Rebelde, Lima. 1980.
GILLY, Adolfo. La senda de la guerrilla. México. Editorial Nueva Imagen, 1986.
PUMARUNA, Américo. Las guerrillas en el Perú, abril-mayo 1966.
OEBEGOSO, Manuel Jesús. Luis de la Puente Uceda: Rebelde con causa, en Entrevistas
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MERCADO, Roger. Las Guerrillas del MIR. Editorial de Cultura Popular. Lima 1982.
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Referencias hemerográficas
Revistas Voz Rebelde, vocero oficial del MIR, de los años 65 al 68
Caretas, revista de actualidad, años 65 al 68
La Prensa, El Comercio, La Crónica de los años 65 al 68

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