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Juan Bosch Pero Guarín sabía que estaba hablando mentira:

(República Dominicana, 1909-2001) era un balazo noble el que tenía su compadre.


Amaneciendo el día veinticinco dobló un poco la
cabeza, se esforzó en sonreír, palideció, perfiló la nariz
SAN ANDRÉS y se fue al otro mundo.
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975) Todos los años, en San Andrés, se quemaban velas
en su casa por el descanso de su compadre.

TODA LA TARDE anterior la pasó Guarín hablando de lo Estaba ganando la pinta clara. El primero fue un
mismo: el gallo gallino. jabao de su cuñado Fernando, que mató en la segunda
—Yo quisiera echarlo con el canelito de Toño —le picada. Y siguió la clara arriba. A menos que no
decía a Yoyo—. Dende que asomó por el cascarón cambiara en la tarde… Porque Guarín acostumbraba
sabía yo que se diba a dar legítimo ese gallino. pelear sus gallos a última hora, para coronar bien el
Figúrese, encastado por mí. día.
Se quedó un rato pensativo y dijo, mientras miraba Como a las cinco consiguió casarlo. Le
la puerta. presentaron un girito que salía con el suyo hasta en la
—Lo malo está en que gane la pinta negra. Yo no medida de las espuelas; ni que pesarlos hubo. Su rival
le juego a la pinta ganadora, compai Yoyo. era un desconocido. Claro que pudo haber conseguido
Y al otro día, desde el amanecer, empezó a otro desde temprano, pero él no se tiraba con ningún
prepararse. Se vistió como lo pedía la solemnidad: saco buen amigo. Y eso que Fello le mandó un canelo por
de casimir negro, pantalón de dril, polainas resecas, trasmano.
zapatos amarillos, camisa blanca y sombrero “panza de —Lo que es dende hoy en adelante, a mi compai
burro”. El potro, reluciente a fuerza de aceite de coco y Fello le ando con cuidado, Rogelio. Dizque tirándose
de aguacate, tenía nerviosidad de muchacha que espera conmigo. ¿Usté ha visto?
novio. Guarín se terció el colt, signo de su autoridad Soltaron los gallos, por fin. En la primera picada el
como alcalde pedáneo, y montó de un salto, sin poner de Guarín levantó bien. Se conoció que acabaría
pie en estribo. Ya así, pensó poner su gallo en una matando. La voz del dueño se alzó sobre el griterío que
funda, pero le pareció después que el trayecto era muy llenaba, desde la gallera, todo el poblado.
corto. —¡Doy vente a cinco a mi gallo! ¡Vente a cinco!
—¡Eloísa! —llamó—. Páseme el pollo y no se —Pago —contestó tranquilamente el del giro.
olvide de la vela del difunto. El gallino picó y cortó al vuelo, en el pescuezo.
Clavó. Las patas del animal parecieron deshacer —¡Doy trenta a cinco! —vociferó Guarín
un dibujo del camino. entusiasmado.
—¡Tráigame dulces, taita! —gritó Nandito al —Pago —volvió a decir el otro.
tiempo de despedirse el sol, en el recodo, de las ancas Medio atontado por el golpe, el girito se detuvo y
del potro. aguantó nuevo tiro de su rival; mas de súbito
El día era digno de noviembre. Una brisa fresca y emprendió carrera, como tratando de cansar al matón.
suave bajaba de las lomas y doblaba la yerba páez. De La valla del gallino alborotó de un modo inaudito.
allá arriba bajaban unas manchas blancas. Las En lo mejor de esta explosión de entusiasmo, el gallo
muchachas, de seguro, que venían a la fiesta. En el perdido se detuvo, clavó su pico en el pescuezo del
alambre de una cerca un pollo jabao batió las alas, perseguidor y lanzó un espolazo que, atravesando un
como satisfecho, y cantó con claridad y fuerza. ojo del otro, le vació interiormente el opuesto.
—Buena seña —se dijo Guarín optimista cuando Enloquecido, el gallino dio vueltas tirando picotazos al
vio su gallo erizar las plumas del pescuezo para aire. Tuvo como una heroica lucidez: batió las alas,
contestar al jabao. cantó con voz débil y cayó sobre el lado derecho,
Ahora le hacía falta el compadre Andrés Segura. sacudido por temblores.
Venía, hasta cinco antes, todos los años a su lado, Guarín, sin decir palabra, bajó a la arena, envolvió
sonreído y feliz. Nadie gozaba estas peleas como el su gallo en una mirada de dolor y comenzó a pagar las
difunto. Se armó de pleito, una Nochebuena, y lo apuestas. Luego se echó al brazo su pupilo muerto y
abalearon. salió de la gallera con la garganta seca.
—Compadre —recomendaba en su último día—, No sabía cómo caminaba ni se explicó por qué
sólo le pido que me prenda una vela todos los San había entrado a la pulpería. Ya en ella pidió, sin alzar
Andrés; si no, le salgo y le hago perder su gallo. la vista.
El pretendía consolarle: —Póngame un trago de arial oro, don Antonio.
—No se apure, compadre. Yo tengo tres plomos Lo tomó de un solo golpe, pegó en el mostrador
en el cuerpo y estoy buenesiningo y sano. Total, esto es con el fondo del vaso y tornó a pedir:
una caballaíta. Pa’ el otro santo suyo está usté en la —Echeme otro de la mesma medida.
gallera, como en todos. Bebiendo estaba cuando llegó Fello.
—Arrepare en esto, Guarín —recomendó—: el amarilla, sombrero de cana. Me saludó en voz baja y
hombre del giro vino nada más que a ganarle, porque siguió; pero a pocos metros se detuvo.
naiden lo ha visto dende la pelea. —¿Usté sabe si por aquí habrá finca? —preguntó.
—No converse caballá —escupió él—. —Yo ando en lo mismo —dije.
Acompáñeme a un trago. La cara era como de madera joven: la nariz fina y
Y dirigiéndose al pulpero: recta; abajo se le rompía la piel en carnosa boca; arriba
—¡Ponga dos de a medio oro, don Antonio! le salía el sol tras unos ojos negros, bajo cejas
abundantes.
En el estrecho espacio que dejaba el mostrador, En el modo de pararse, en la voz; en la firmeza
Guarín pretendía caminar, pero tambaleaba. En lo alto, con que miraba, en el entrecejo alto: en todo aquel
hacia el oeste, el crepúsculo venía a lomos de burro hombre había algo atractivo y gallardo.
cansado. Los hombres y las mujeres estaban regados No caminó sino que esperó a que yo estuviera
por el pobladito y de rato en rato salían grupos a los cerca para decir:
que acompañaban ladridos. —Deberíamos andar juntos…
Guarín estaba solo en la pulpería; el gallino, frío, —¡Claro! —dije.
dejaba caer el pescuezo por el brazo de su dueño, que Y ya fuimos dos voces y cuatro pies para pelear
no quería deshacerse de él. Hablaba, mas las palabras aquel camino tan indiferente y tan retorcido.
se le enredaban en la lengua.
—Don Antonio, póngame dos tragos dobles —dijo En estas acogedoras tierras, nuestros dos hombres
trabajosamente. hacen amistad muy pronto, porque nadie desconfía de
Y como el pulpero trajera un vaso, explicó: los demás. Una persona puede ser mala en el Este y
—No, viejo; no. Yo quiero dos tragos en dos buena en el Sur; puede haber muerto otra en la
vasos. Frontera y salvar una vida en el Cibao. Hay tonterías
Don Antonio le miró asombrado. ¿Para quién era de gran importancia para decidir: los tragos, una mujer,
el otro servicio? groserías dichas en momentos de ira: he aquí las causas
—Bueno —asintió—. Como usté quiera, Guarín; por las que un hombre mata. Aquí, en el Cibao, dos
pero sepa que no bebo. cosas deshonran: robar o soportar una injuria.
—No es pa’ usté, compai —replicó—. No es pa’ Aquel hombre me había dicho, como quien tira
usté. Ese otro se lo va a beber el difundo Andrés palabras sobre el camino, que se llamaba Floro y que
Segura, que hoy es día de su santo. venía de Tavera. Quería ver tierra, según él. Después,
Guarín no terminaba de decir esto cuando apareció sin regateos, bajo una jabilla, abrió su bulto rojo y me
en la puerta, hacia su espalda, el desconocido dueño tendió casabe y carne salada. No sabía quién era yo ni
del giro que ganó la pelea. Entró sin hacer ruido, echó le importaba. Probablemente esa misma tarde, a ser
mano al vaso y se bebió el ron de un sorbo; puso su necesario, hubiera dado gustoso la vida por defender la
diestra sobre el hombro de Guarín muerto de asombro, mía.
y dijo: —Todos nosotros sernos hermanos en este mundo
—Dios se lo pagará, compadre; la culpa fue de su —dijo mientras comía.
mujer, que no prendió la vela. En la noche (sobre nosotros la media herradura del
Al bajar la puerta, desapareció. Guarín se tiró cuarto creciente) dormimos bajo un caimito. Yo estuve
afuera sin comprender lo que sucedía. Llegó hasta la buen rato observando el ir y venir de los cocuyos entre
esquina, mudo y sintiendo que la cabeza se le iba, pero los árboles, bajo las negras enaguas del monte que
en ninguna parte vio sombra de persona. Mas, cuando parecía tragarse el camino real. Floro no quiso tender
quiso volver a la pulpería, el gallino muerto se su hamaca “porque yo no tenía”. Su machete durmió
estremeció, levantó el pescuezo y rompió los tímpanos desnudo y en el filo se hacía menudita la alta Luna.
de Guarín con un canto sonoro. Floro y yo vimos, el segundo día de caminata, el
Juan Bosch techo alto de una casa. Era de zinc y las palmeras casi
(República Dominicana, 1909-2001) lo cubrían. Todavía tuvimos que andar bastante para
ver la cerca. El potrero extenso, de un constante color
verde, con algún que otro higüero parido y alguna que
CAMINO REAL otra palma real; las manchas de las reces, berrendas,
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975) blancas, pintas, negras; la yerba de guinea subiendo un
CUANDO TERMINÓ LA cosecha de tabaco, con la cerro, como gruesa e inmensa alfombra; la vivienda,
perspectiva de tiempo de agua por delante, decidí ir sobre pivotes que debían ser troncos de hoja ancha; la
hacia otra tierra en busca de trabajo. En el camino de portada de viraje; el limpio de frente a la casa; la
Los Higos me alcanzó un hombre que andaba de prisa. laguna que se peleaba con el sol, cerca de la entrada;
Llevaba machete al cinto, una hamaca doblada al los patos y las gallinas y hasta los pavos que vimos
hombro y otro pequeño bulto rojo en la mano derecha. cruzar durante el rato que estuvimos detenidos; todo
Vestía pantalones azules y muy estrechos, camisa nos indicaba que estábamos en sitio donde podíamos
encontrar trabajo. Floro me dijo: —Sí, tengo trabajo. Quiero que mis peones se
—Compai, aquí hallamos. ocupen en una cosa cada uno. Me hacen falta un
Abrió la puerta y tomó la ancha avenida. Yo me ordeñador y alguien que entienda de caballos.
entretuve en poner la tranca y le vi, doblado pero ágil, Él no nos miraba ahora. Hablaba como para sí.
alto, fino y dispuesto. Un maldito perro negro se plantó —Vea —observó Floro—. Estamos bien porque
allá, frente a los escalones de la casa, enseñó los yo de caballo entiendo mi chin.
blancos dientes y ladró como loco; pero Floro no —¿Doma? —preguntó el otro.
acortó el paso: quería entrar y le importaba poco el —¿Yo? Yo le amanso hasta al Enemigo Malo.
perro. El señor se movió, como para entrar.
Yo observaba la galería de la casa y vi salir un —Hay que suponer que usté ordeña —dijo
hombre alto y ancho de hombros, que apoyó ambas mirándome.
manos en la pasarela; estaba vestido con pantalón —¡Claro! —asentí.
negro y camisa blanca; tenía además la cabeza cubierta Entonces él caminó hasta el extremo de la galería
de sombrero oscuro. Al pronto me pareció criollo, que estaba a su espalda, apoyó ambas manos, como
porque su color era quemado como el de casi todos los cuando nos recibió. Yo le veía la ancha espalda y
de esta tierra de sol, pero cuando habló, por el tono de admiraba su buena camisa blanca. Usaba pantuflas de
la voz, por no sé qué altivez al llamar, pensé que era cuero amarillo.
extranjero. —¡Selmo! —llamó.
—¡Pirata! ¡Quieto! —tronó. Y una voz contestó:
El perro movió el rabo, dejó de ladrar, volvió la —¡Ya voy, don Justo!
cabeza para ver al dueño y entró muy humildemente Un hombre bajito, pero aparentemente fuerte,
bajo la casa. quemado, con ropa burda de trabajo, ojillos inquietos y
Floro se descubrió. Tenía un porte gallardo y negro pelo alborotado, subió a poco los escalones.
atractivo. —Esta gente trabajará aquí —dijo señalándonos el
—Saludo —dejó oír. señor—. Llévalos ahora a la cocina para que coman.
Y yo, cuando estuve cerca, agregué: Y sin esperar nuestras gracias ni agregar una
—Saludo. sílaba, dio la espalda, entró a la casa y le vi sentarse
El señor alto entrecerró los ojos y levantó el labio junto a una mesita que soportaba una increíble carga de
superior. Noté que tenía las cejas casi blancas y muy libros y periódicos.
apretadas. El corral estaba bastante lejos de nuestro
—Buen día —respondió. dormitorio, había que hacer una caminata de casi
E inmediatamente después: media hora, por entre el potrero húmedo. Era redondo
—¿Qué se les ofrece? Están en su casa. y amplio, de troncos gruesos superpuestos hasta una
Floro dejó su bulto rojo sobre un escalón y movió altura superior a la de un hombre. De tarde se arreaban
el cuerpo en media vuelta para deshacerse de la las vacas paridas hasta allí. ¡Cómo cansaba andar a
hamaca. Subió luego con desparpajo, como si la casa saltos entre la yerba cortante, por todo aquel inmenso
fuera suya. potrero, buscando las reses que estaban rezagadas,
—Nosotros quisiéramos un trabajito —dijo cuando escondidas en esa gran alfombra verde! Después había
estuvo frente al señor. que apartarlas de sus crías y encerrar éstas en el
El extranjero volvió a entrecerrar los ojos, observó chiquero, hecho en el mismo corral. Alguna vaca
detenidamente a Floro. recentína enfurecía cuando le llevaban el ternerito y
—¿Un trabajito? —preguntó. constantemente estaba uno expuesto a una cornada, o a
—Cualquiera —observé yo. varias.
Entonces se volvió a mí, hizo lo mismo que con A la semana yo conocía todas las vacas hábiles
Floro y apoyó el codo derecho en la pasarela de la para el ordeño por sus nombres: India, Grano de Oro,
galería. Graciosa, Caprichosa, Rabo Negro, Lirio Blanco, y
—¿De dónde son ustedes? —preguntó de ¡tantas más! Y los nombres de los terneritos, entre los
improviso. que muchos se distinguían porque uno tenía la pezuña
Floro dijo: negra y el otro no; porque uno tenía el rabo grueso y el
—Yo soy de Tavera y mi amigo de La Vega; pero otro delgado.
él viene de la vuelta de Santiago. Eran bastantes las vacas a ordeñar. A las dos de la
—¿De Tavera? —el señor parecía dudar—. ¿De mañana estaba yo en pie; y a esa hora, con el
Tavera? Sí —añadió, como quien se contesta a sí muchacho que debía ayudarme, un trigueñito vivo y
mismo—. Allá tengo buenos amigos: los Núñez. callado, tomaba el camino del corral con mi linterna de
Floro amplió: mano. Siempre, como si hubiera hecho promesa,
—Con los Núñez estoy yo emparentado. Liquito, el ayudante venía tras de mí silbando algún
—Bien, bien —aprobó el señor. merengue.
Y a seguidas: ¡Qué fantástica belleza la del potrero, las noches
de Luna, cuando sobre las palmeras húmedas de sereno fuerza. Si tienes un minuto libre, es para afilar el
se hacía plata la luz! machete o el cuchillo; después de comida, a tejer la
Día a día, muchas veces cuando todavía no había soga que se está desflecando; antes de cena, a
terminado el primer ordeño, se aparecía el señor en su componer el aparejo de tu montura que empezó a
gallardo caballo melao; se arrimaba al corral desde su romperse; al anochecer, echar el caballo flaco y viejo,
montura, una mano sobre la otra en el arzón de la silla; con que arreas las vacas al río, al potrero para que
preguntaba cómo estaba la faena; se interesaba por coma. ¿Y lo otro? Ordeñar, curar las reces con
saber cuánta leche daba cada vaca. Y si yo le decía que gusanos, untarles creolina en las heridas, juntarlas al
tal o cual estaba herida, se tiraba del animal, venía, me atardecer para ver si falta alguna, apartar las paridas de
miraba con aquellos ojos entrecerrados, observaba la las horras. En esto último nada más se te va un día,
herida de la res y decía: mariquita de ciudad.
—Bien, bien. Creolina. ¡Y eres tú solo, tú solo, tal vez como mucho con
O prefería callar. un chiquillo que tenga los ojos grandes, sea delgado y
Al amanecer, empezando el sol a hacer cristales en vivo y se llame Liquito, tan pequeñín que apenas lo ves
las pencas de las palmeras, venía Silvano con los sobre el caballo entre la alta yerba de guinea! ¡Tú solo,
burros para llevar la leche a la casa. Don Justo veía la sin tener con quien charlar, con quien desahogarte! ¡Tú
operación de la carga, decía alguna maldición si se solo en todo aquel campo monstruosamente egoísta!
derramaba algo de líquido y terminaba clavando su ¡Tú solo, sin un espejo donde verte, siquiera!
melao para ir al último potrero, al otro lado del río, ¿Y los otros, los que trabajan en las siembras, en el
donde Floro cuidaba de los caballos y de los mulos y cacaotal, en el maizal; esos infelices a quienes el amo
donde, por no sé qué herencia árabe lejana, don Justo visita todas las tardes “para ver qué hacen los vagos”?
se detenía complacido hasta bien entrado el día, Día a día, ¿sabes?, tumbando, talando, desyerbando
acariciando con mirada y mano enamoradas las ancas para que la maleza no se trague el tabaco; quemando,
de algún bello potro o la crin larga y rizada de alguna cortando los racimos de palma y sancochando rulos
yegua parida. para los puercos; siempre revueltos entre los
platanales, manchados y untados de esa savia pegajosa
¿Eres tú, hombrecillo de ciudad, quien habla que deja el plátano: abriendo la mazorca del cacao,
despectivamente del campesino y le llamas entre otras fermentando y secando el grano de oro; enloquecidos
cosas haragán? entre la cogida del café y la siembra del maíz, entre el
¡En el campo trabaja el hombre sin tregua! Yo lo arreglo de la palizada que se llevó el río y la templada
sé por mí, que tenía el día corto siempre, aunque del ya viejo alambre de púas; entre la peligrosa tumba
Silvano o Selmo me ayudaran cuando tenía que de los cocos de agua y la hachada del viejo árbol seco
estampar una res, capar un toro o despuntar un becerro para leña. ¡Ay, muñequito de ciudad, que en el campo
guapetón. Luego, ¿sabes tú lo desamparada, lo pesada se aprovecha todo y es muy duro el trabajo! ¡Pesa
que es aquella vida? Si llovizna, empiezan los toros a demasiado el hacha, demasiado recia es la tela de
quejarse con mugidos aterradores; de noche nos come fuerte azul con ^que te hacen la camisa y es sobrada la
la oscuridad: dondequiera asegura la tradición que exigencia del señor que te obliga trabajar doce horas
aparece un fantasma, los mismos cocuyos asustan, diarias para darte cinco pesos cada día treinta!
porque “son almas en pena de muertos”; hay alimañas, ¿Y Selmo, que fabrica el queso, echa maíz a las
como la cacata, capaces de poner la vida de un hombre gallinas, atiende a don Justo, le hace sus diligencias en
en peligro; no tiene uno diversión, porque trabaja el pueblo, reparte la leche que deben llevar los
igualmente un día laborable que un domingo, y si juega muchachos a la ciudad, se ocupa en la venta de la leña,
gallos o va a una fiesta, debe doblar el trabajo luego; barre el frente de la casa, tuesta el café?
de noche grita el campo por boca de los perros ¿Y la negra María, la pobre y vieja negra, que hace
condenados; no puede uno chancear con un humear el fogón de madrugada y tiene café colado a
compañero, que el campesino es susceptible y bravo; las cuatro, como si quisiera brindarle al mismo sol; que
no se gana con qué mudar una mujer; a media cocina en pailas enormes, que lava la sal porque al amo
madrugada hay que vestirse con la ropa sucia y le gusta limpia antes de molerla, y desgalla el arroz
húmeda. Ya soñoliento, cuando los ojos buscan la descascarado a pilón, y sala la carne para que no le
hamaca, le esa al hombre doblarse para lavar sus pies. caigan querezas, y limpia de tierra la papa, la batata, el
¿Y si llueve? ¿Has pensado tú, mariquita de ciudad, ñame, la yuca, antes de pelarlos; parte la cuaba con que
que gastas paraguas y capa de agua, lo que significa ha de encender el fogón, astilla la leña rebelde, baja al
tomar, friolento y cansado, bajo la lluvia fina de la patio en busca de cilantro; recorre los nidales tras los
madrugada, sin que nada te abrigue, el camino del huevos y va hasta el alambre para conseguir un musú
potrero? ¿Lo has pensado? ¿Sabes acaso lo que es que le sirva de estropajo? ¿Y esa pobre negra que
desatar el nudo de un lazo de majagua que en la noche cocina para más de veinte hombres, no habla en todo el
se hinchó con la lluvia? Hay que prenderse de él con día, la cerca la noche fregando y tiene todavía que
los dientes, porque los dedos entumecidos no tienen subir a la casa para rezar al amo la letanía, el rosario, la
oración y todos los rezos juntos? montones de tusa, higüeros secos, aparejos, sillas de
¿Y Liquito, trigueñito pequeñín, de cejas negras y montar, frenos. Las gallinas andaban por ella todo el
finas, de ojos sinceros y asombrados, que no abre la día, buscando cucarachas y otras alimañas; ensuciaban
boca porque si hablara empezaría a quejarse para no los dos bancos largos de madera amarilla donde nos
terminar? Liquito el niñito, que recuerda desde cuándo sentábamos y hacían sus nidales entre la tusa o en los
está aquí y sabe muy bien que dejará esto cuando la viejos aparejos. Las rendijas anchas, por donde nos
muerte lo sorprenda; que crecerá acomodándose a esta entraba el sol, estaban cubiertas de telarañas.
vida sufrida, sin esperanza de mejorar, sin ambición, Por la mañana se veían las hamacas pegadas a la
sin conciencia. pared, pequeños bultos de tela azul o amarilla, pero a
¿Y Floro? ¡Ah, diablos! Floro está allá, en la prima noche empezábamos a desatarlas y colgarlas.
humedad, como hongo de camino, metido entre el Hacia las siete, si no teníamos que desgranar maíz,
estiércol de los mulos todo el día con la cal sobre la íbamos a la laguna, cerca de la entrada, nos lavábamos
matadura del animal que se peló cargando leña, que la los pies y volvíamos para echarnos cada uno en su
cal impedirá la culebrilla y con la culebrilla se hamaca; charlábamos luego un rato, pues que sin ver la
desgracian las monturas. Floro está allá: medio día cara del otro y con el cachimbo en la boca, descansado
para bañar los caballos de silla y cortarles la comida; ya, es mejor hablar y contar al grupo silencioso algo
medio día para tejer sogas, componer angarillas y nuevo para ellos o algo viejo en ellos, aunque lo
arreglar árganas; la madrugada para lanzar los diez ignoren.
mulos que hoy y mañana y pasado mañana tienen que Entre dos puertas, en la pared que daba al oeste,
llevar la carga, sea cacao, leña, leche, cocos, maíz, colgábamos la linterna de mano y su luz roja nos
café, andullos, plátanos, tabaco, naranjas, batatas, encendía los ojos. En la pared de enfrente se
yuca; los diez, los veinte, los treinta que han de estar agigantaba cada movimiento de la hamaca o se hacía
continuamente pisoteando caminos enlodados o monstruoso el tamaño del hombre que, de pronto, se
caminos secos, bajo la amenaza del fuete, cuyos incorporaba para ver mejor al hablar. Después, cuando
trallazos los enloquecen de terror; los veinte, los treinta el sueño empezaba a mordernos, íbamos limpiando el
mulos que no pueden quejarse y a los que se les da cachimbo, golpeándolo contra la palma de la mano
demasiada paga con un poco de cal sobre la matadura y zurda, medio doblados en la hamaca, como quien va a
un potrero amplio donde comer cinco o seis días tirarse. Luego uno decía:
corridos, si no hay carga. Los mulos de la recua de don —Noche.
Justo, como nosotros, recua infeliz de don Justo o de Y las voces iban gradualmente apagándose; pero
cualquier otro amo. siempre se despedía cada quien del grupo con un:
¿El campesino? ¿El campesino haragán? ¿El —Que duerman bien…
campesino que paga todos los impuestos igual que el —Hasta mañana.
rico, que no tiene escuela ni teatro ni luz eléctrica? ¿El Hasta que, improviso, alguno preguntaba:
campesino a quien reclutan para mandarle a las —¿Se puede apagar la luz?
revoluciones, a la matanza? ¿El campesino a quien el Y si alguien contestaba:
comisario del pueblo quita su caballo “para hacer una —Sí.
diligencia oficial” y se lo devuelve deshecho? ¿El O si el silencio se tragaba la pregunta, el que la
campesino bondadoso, con su casa abierta a todos los había hecho se tiraba de su hamaca, levantaba el tubo y
caminantes, la mesa puesta a todo hambriento, la soplaba. La noche entraba de pronto, como un
hamaca o el catre tendidos a todo soñoliento, la murciélago inmenso y silencioso. Acaso Pirata o Boca
voluntad presta a señalar el buen camino para quien se Negra trataran de romperla a ladridos, en la entrada o
perdió en las lomas o en la sabana o en el monte? ¿El bajo el piso de la casa del amo.
campesino que trabaja desde antes del sol mañanero
hasta más allá del sol de la tarde, sembrando el tabaco Con el tiempo de agua me trajo don Justo un
para que fume el hombre de ciudad, sembrando el compañero, porque las vacas daban más leche y mi
cacao para la golosina o el chocolate, el café para el trabajo se hacía largo. Se llamaba Prieto y era indio
vicio o la fortaleza, los frijoles y el arroz para la oscuro, con cejas peladas, nariz ancha, boca gruesa y
comida; que cría cerdos y vacas y gallinas; que lo ojos glaucos. Se le veía, en el pelo castaño, en la
produce todo y lo vende por centavos miserables, para disparidad entre su color y sus ojos, entre sus pómulos
enriquecer a los demás, los otros, los echados del y sus cabellos, que era hombre endemoniado.
templo a latigazos? ¿Es haragán ese hombre? Regularmente son bravos y callados estos cibaeños que
traen encima todas las razas.
Nuestro dormitorio era una sola habitación larga, Prieto trabajaba mucho y reía más. Tenía unos
de tablas de palma, sin pintar, techada con yaguas. grandes y blancos dientes de negro que le daban
Tenía tres puertas al oeste y dos ventanas al norte. El aspecto de hombre fuerte. Rezongaba a menudo,
piso era la misma tierra, alisada por tantas pisadas; los porque el amo no le dejó llevar sus gallos de pelea, “mi
rincones rezumaban humedad y criaban yerbas. Había único vicio”, como decía él. Don Justo creía que los
peones perdían tiempo en atender a sus gallos. Yo distinguía bien el pedazo de sala que tenía enfrente;
Prieto me tomó pronto gran cariño. Me decía que no así los rincones de la izquierda, envueltos en
había dejado su mujer encinta, en Palmarejo, y que sombras.
andaba “por el mundo” en busca de dinero para el Don Justo resopló, hizo un esfuerzo y se puso en
parto. No se explicaba, entre otras cosas, por qué yo pie. Me pareció un poco cargado de espaldas.
era tan cordial con Floro, “un hombre que tiene las —Bien, Juan —dejó oír.
cejas tan paradas y que con naide habla”. Poco a poco Se acercó a la mesilla, puso en ella el libro, abierto
se me fueron haciendo largos los ratos de ocio; pero bocabajo, como para no perder la página que había
comprendía que si el amo llevó a Prieto no fue para estado leyendo cuando yo le interrumpí, y se volvió a
aliviarme la faena, sino porque temía que con la mí. Levantó los brazos y me pareció que iba a
abundancia de trabajo, el ordeño terminara tarde y se apretarse el cinturón.
perdiera leche. Sin embargo, Prieto acabó siendo mi —¿Qué te gustaría leer? —preguntó de repente.
Cirineo y yo llegué a quererle como a hermano menor. —Algo importante, don Justo, que enseñe —
expliqué.
Una lluviosa tarde, después de pensarlo mucho, —¿Que enseñe?
me atreví hacer lo que durante tanto tiempo fue mis Pero esta última pregunta la hizo en un tono
más hondo deseo en la finca. especial, como si al mismo tiempo se estuviera
Cuidadoso de no ensuciar con mis enlodados pies haciendo otra por dentro. Oí como si hubiera alargado
los escalones, subí, la palabra prieta en la garganta y demasiado la primera sílaba.
una ligera liviandad en el pecho; me detuve en la —Sí —dije—. De carácter social o político; algo
galería y esperé a que don Justo levantara la cabeza y que no sea novela, por ejemplo.
él mismo me empujara a decir qué deseaba. Repentinamente el viejo alzó la cabeza. Otra vez
Estaba en su mecedora amarilla; tenía a su lado la arrugó el labio superior. Me di cuenta, entonces, de que
mesita de mármol cargada de libros, revistas y tenía dientes postizos.
periódicos; entre sus piernas largas y delgadas, La oscuridad del rincón que yo veía se iba
cubiertas con pantalones negros, había un libro grande, haciendo más espesa y empezaba a invadir el cuadro
de canto dorado; la mano oscura de tanto sol acariciaba de luz que entraba por la puerta abierta en cuyo vano
la página que no tardaría en volver. Don Justo respiró estaba yo de pie, con el sombrero de cana entre las
hondo y levantó la cabeza. Era la suya una cara manos. Don Justo parecía también una sombra, algo de
cuadrada, de frente alta y arrugada, de cejas blancas y otro mundo con las lucecillas de sus ojos interrogando,
apretadas, nariz alta y despótica desde el entrecejo, alto, la camisa blanca impecable, los brazos colgantes,
junto al que se escondían los ojillos negros de párpados las manos oscuras inmóviles junto a las piernas, la cara
arrugados, hasta las ventanillas levantadas; tenía la corroída por la penumbra y la pelamen blanca.
boca fina y ancha, sobre mentón cuadrado, entre la El viejo dio la espalda, respiró fuerte una vez más
blanca pelambre de la barba. De la quijada al pescuezo y pareció buscar algo sobre la mesilla.
le sobraba piel. Probablemente don Justo fuera calvo; —Bien, Juan —dejó oír—. Busca tú mismo. Aquí
yo no puedo decirlo porque nunca le vi destocado, sino hay mucho que leer.
siempre con aquel sombrero de fieltro oscuro, bajo el Yo no me acordé de que podía ensuciar el piso con
que parecía escondido. mis pies enlodados. La mancha blanca de la camisa se
—¡Hola, Juan! —dijo. hizo a un lado y las pantuflas de don Justo rasgaron el
Su voz era gruesa y autoritaria, aunque no silencio que yo llevaba dentro.
quisiera. Ese día parecía estar de buen humor.
Entrecerró el libro, el índice derecho entre las páginas ¡Ah, el asombro de aquella gente cuando, al
que leía, y agregó, al tiempo que se estrujaba la cara, saludar, tropezaban con el compañero embebido en su
como quien tiene la vista cansada, con la mano zurda: lectura! Yo estaba sentado en uno de los largos bancos,
—Descansando, ¿eh? bajo la luz roja de la linterna. Por las tres puertas
—Un poco, don Justo —contesté. entraba el aire en ráfagas y ululaba en las rendijas de la
Él debió leerme la indecisión en la cara. pared de enfrente. Del potrero venía el viento húmedo.
—¿Qué te trae? —preguntó. Olía a sal y estiércol el viento.
—Desearía que me prestara algo de leer —dije. Los hombres llegaban, duros, callados y mal
El viejo se llevó la mano izquierda a la rodilla del olientes, con su burda ropa azul, descalzos y
mismo lado, meció el cuerpo hacia alante, entrecerró enlodados; saludaban, sorprendidos; iban a un rincón,
más los ojillos y levantó el labio superior. dejaban el colín o la soga o el aparejo y buscaban
—¿Qué leer? —dudó. asiento en el otro banco. Después desenvainaban el
Se le veía el asombro en las arrugas de los ojos, en cuchillo que lleva cada campesino a la cintura, sacaban
las de la boca, en aquel labio levantado, en la actitud la vejiga de puerco, extraían de ella el andullo y lo
de espera que tenía todo él. picaban cuidadosamente sobre un extremo del banco.
Había una agradable penumbra en la habitación. Yo adivinaba los ojos prendidos en mí cuando
estrujaban el tabaco entre ambas manos, cuando revistas. Una luz clara y violenta iluminó, a través de
llenaban el cachimbo, cuando guardaban la vejiga. Les las rendijas, nuestra habitación. Selmo se santiguó y
veía la cara enrojecer al llevar el fósforo encendido murmuró:
hasta cerca de la boca, para encender mejor. Después —Ave María Purísima.
ellos, un brazo cruzado sobre el vientre y el otro Yo me quedé mirándole y pregunté:
ocupado en el cachimbo, herméticos y calmosos, se —¿Por qué has hecho eso, Selmo?…
daban a verme. —Para que la Virgen me libre de los relámpagos
Oí dos, apoyados a una ventana, quejarse del mal —contestó.
tiempo. Hablaban con voz apagada, pero yo Nada dije, pero me atormenté pensando si
comprendía que hubieran querido hablar de mí. Las convenía explicar a esta gente que una tempestad nada
letras me bailaban ante la vista. Me sentía satisfecho y tenía que ver con Dios; que eso consistía,
lleno de una gran ternura. sencillamente, en un choque de nubes. ¡Señor! ¿Cómo
Aquella noche llegó Floro un poco más tarde. No es posible que los hombres vivan ignorantes de por qué
se fijó en mí al entrar, sino que fue derecho hacia el oyen; en la creencia de que todas las cosas vienen de
rincón más cercano y tiró un bulto de sogas. un ser milagroso; de que sus vidas están dispuestas así
—Me están fuñendo las sanguijuelas —dijo. y no tienen derecho a rebelarse, a pretender una vida
Prieto estaba tendiendo su hamaca, el cachimbo a mejor?
la boca y cubierto todavía con su sombrero de cana. Se La lluvia seguía roncando en las yaguas. De rato
volvió como azorado. en rato venía la luz clara, rápida, y sobre nosotros
—¿Le han caído a usté? —preguntó. resonaba el trueno. De pronto me mordió la
—¿A mí? —Floro parecía malhumorado—. Al desigualdad, la horrible desigualdad entre estos
melao de don Justo se lo están comiendo. hombres buenos, trabajadores, sufridos, conformes con
Selmo cruzó las piernas. su vida miserable, descalzos, hediondos y sucios; y los
—Jum —observó—. Cuídelo, porque lo quiere otros, retorcidos entre sus lacras morales, codiciosos,
más que a la niña de sus ojos. fatuos, vacíos, innecesarios; o los menos, los amos
Prieto dijo: autoritarios, rudos, despóticos. Una amargura que
—Dejemos el conversao, que a Juan le molesta. venía de muy hondo me subió a los labios, y hablé. Yo
—Ustedes no molestan —protesté. no recuerdo qué dije, pero lo que fuera lo hice con
Entonces Floro me miró, endureció la vista, arrugó calor y sinceridad, porque la gente callaba y me
el entrecejo y vino hacia mí. miraba; algunos, acostados ya, levantaron la cabeza y
—Adiós, Juan, y ¿qué es eso? me observaron. Arriba resonaba la lluvia, a veces el
—Leyendo —expliqué. relámpago alumbraba y entonces retumbaba el trueno;
—¿Leyendo? —dudó—. ¿Usté sabe de letra? entre las rendijas mugía el viento. Pero mi voz era más
Yo sonreí. Floro estaba de pie ante mí, las manos a fuerte que la voz de la naturaleza.
la cintura, alto, delgado. La luz de la linterna le Alguien aprobó, aprovechando una pausa mía:
enrojecía la cara y escondía sus ojos en sombras. —Asina es, señores.
Caminó y se sentó a mi lado. Yo hablaba. Les decía que en la ciudad los
—Vea —dijo—. Yo hasta había pensado que usté hombres viven con toda comodidad, limpios y
sabía de letra. tranquilos; que no debían creer en aparecidos, en
Tenía las manos entre las piernas y el cuerpo fantasmas, en brujerías; que sobre nosotros descansaba
tirado sobre éstas. Yo observé sus manos largas y la carga de todo el país; que la tierra era de todos y
ásperas, con gruesas venas de relieve. Se movió y tomó para todos y puesto que nosotros la trabajábamos,
una revista. La acercó a los ojos. Veía las figuras, los nuestro debía ser el provecho.
grabados. Estuvo así un largo rato; después se levantó, —La única riqueza de la República —explicaba—
fue hacia su hamaca y la desató. es su agricultura; si nos negamos a trabajar el país
—Yo daría hasta un brazo por saber un chin —dijo morirá de hambre.
mientras la colgaba. En el calor de mi discurso, cuando me parecía fácil
Y una voz aseguró, allá en la sombra de una convencerles de qué era un amo, me atajó Selmo.
ventana: —Pero don Justo es un buen hombre —dijo.
—Dichoso el que pueda. Ojalá yo y mi alma. Y entonces Floro, que había estado callado y me
Yo me quise hundir en la lectura, pero me parecía miraba, tronó:
estar caminando sobre barro resbaladizo. Hasta muy —¡Buen hombre! ¡Carajo!
tarde tuve en el cráneo, mortificándome como un Prieto agregó:
abejón, esas palabras. —A mí no me dejó traer mi gallo.
—Ojalá yo y mi alma. Y otro dijo:
Una noche, la recia lluvia queriendo destrozar el —Verdá es; mire a ver si nosotros tenemos
techo de yaguas, estábamos arrinconados unos, los más acordeón pa’ divertirnos. Don Justo se ha creído que
en sus hamacas, Prieto y Floro mirando grabados de las todos nosotros somos sus hijos.
Yo me sentía molesto y callé ¡Señor, que los estrellado cielo azul nos cobijaba. Por sobre los cerros
hombres vivan como cerdos y cabritos, ignorantes de del oeste se levantaba la uña cortada de la luna
sus más elementales derechos! creciente.
Me dolía la cabeza de un modo horrible, pero Los muchachos habían encendido hogueras en el
había de seguro alguna parte del cuerpo que me dolía patio, junto a la puerta del potrero, y nosotros
más. Yo no podía localizarla. sentíamos el calor pegarnos en el rostro. Floro,
Esa noche soñé con millares de hombrecillos, mirando el suelo, las manos juntas entre las abiertas
abrumados bajo el peso de enormes fardos; pasaban piernas, preguntó:
lejos de mí, doblegados, y apenas les distinguía los —¿Por qué está usté aquí, Juan?
rostros estirados por viejos sufrimientos. Yo estaba Yo no hubiera querido contestarle; pero la noche,
amarrado con cadenas, en medio de la gran llanura las estrellas allá arriba, la brisa cargada de olores que
cruzada por aquellos hombrecillos, y no podía doblaba las yerbas en el potrero… ¡qué sé yo cuántas
desatarme a pesar del violento deseo que tenía de cosas más!, me obligaron.
correr y ayudarles. Hablaba en voz baja, metido en mis recuerdos. Mi
—¡Idiotas! —grité—. ¡Tirad los fardos! voz me sonaba rara, como si una emoción contenida
Y una voz sin entonación salida de todas aquellas me cerrara la garganta. Yo era, esa noche, como un
bocas, contestó: árbol del camino, las hojas abiertas a todos los vientos,
—¡Estamos bien así! dueño del paisaje; un árbol de esos que se duermen
Como perdíamos tiempo en la enseñanza, cuando llueve y se rizan al sol mañanero.
dormíamos dos o tres horas menos. Yo estaba la mitad Frente a las fogatas cruzaban los muchachos, las
de ese tiempo enseñándoles las letras, el resto saltaban, bailoteaban; las sombras largas, entre
explicándoles mil cosas. Floro conocía ya los resplandores rojos, llegaban a mis pies. Floro tenía los
veintiocho signos, pero no sabía escribirlos; a Prieto le ojos como carbones encendidos y parecía de piedra.
era difícil señalar la “q”, porque la confundía con la Los compañeros iban llegando, silenciosos y
“p”. Nunca, en los años que he vivido, gocé de tanta graves; algunos tomaban asiento en los bancos, dentro;
satisfacción como en aquellos días. otros se ponían en cuclillas, un brazo sujetando el otro
Una mañana, terminado el ordeño, Liquito me y ese ocupado en el cachimbo; pero todos callaban
llamó para que viera su nombre, hecho a punta de para oírme. La emoción me fue dando calor, más calor
cuchillo en uno de los maderos que formaba el corral. que el que de las hogueras nos llegaba. Veía las caras
Aquel niño suscitaba en mí una emoción rara, como si enrojecidas pendientes de mi conversación; sentía la
en él se encerrara mi esperanza. Los otros tenían respiración cansada de esos hombres; me aturdían las
mucho lastre, pero él… ¡Quién sabe cuánto podía risas de los muchachos que saltaban las fogatas. Y fui,
florecer la semilla que yo sembraba en Liquito! inconscientemente alzando la voz, alzándola, hasta que
Pero mi situación se hacía difícil en la finca. Don ella fue como el roncar del río desbordado. Lo decía
Justo no me hablaba con la buena voluntad de antes; todo, todo lo que había ido la vida amontonando en mí
noté que procuraba esquivar mi conversación; le de amargo, de doloroso, de nauseabundo. Todo…
molestaba a ojos vistas que le pidiera periódicos y Hasta que una voz, quebrada por la cólera, hizo volver
revistas. Una madrugada estaba el viejo como siempre, las caras azoradas.
arrimado desde encima del caballo a la pared del —¿Conque el sabio, eh?
corral; se clareaba el limpio cielo tropical y yo le veía Di el frente al que hablaba, como si no fuera yo.
la cara amarillenta y arrugada. Liquito me trajo a No me dolía esa burla, porque estaba muy hundido en
Grano de Oro, una vaca mansa, que no necesitaba mí mismo.
“maneo” para el ’ ordeño; como quería ganar tiempo, Por la ventana, los ojillos negros brillando en rojo,
puesto que me quedaban algunas vacas por despachar y la cuadrada quijada dislocada por una sonrisa de
otras tantas a Prieto, no le puse la “manea” en las patas sarcasmo, estaba don Justo.
traseras. Yo no sé qué demonio raro le entró a Grano —Ya comprendo —agregó— por qué se trabaja
de Oro: tiró una patada, cabeceó y dio media vuelta. La ahora a disgusto aquí.
lata de leche que estaba a mi lado, hacia mi izquierda, Ni entonces tuve deseos de contestarle. El calor de
fue volcada por el animal. las hogueras me envolvía. Además, ¡estaba allá arriba
—¡Condenado! —rugió don Justo, los ojos un cielo tan limpio, tan limpio, tan estrellado!
brillantes y la barbilla levantada. Los hombres se levantaron callados, como
Yo le miré y observé después a Prieto. Había siempre; pero Prieto quedó allí, en cuclillas, a mis pies,
levantado el rostro y miraba extrañado a don Justo. los brazos agarrados; y Floro, la cabeza baja y las
A mí me ardía el pecho y parecía tener una brasa manos juntas.
en la boca, pero me hice el fuerte y nada dije. El viejo dio la vuelta. Oía el rac-rac lento de sus
pantuflas y, sin alzar la cabeza, vi sus negros
Dos días después, en la noche, estábamos sentados pantalones. Llegó a la puerta. Tenía la boca estirada
Floro y yo a la entrada del dormitorio. Un limpio y todavía por esa sonrisa sarcástica que tanto daño hacía.
—No trabaje mañana, Juan —dijo. —¡Dése preso!
No contesté, pero me dolió la despedida. Y vi los ojos enrojecidos de un hombre oscuro,
Él se detuvo apenas un segundo, el tiempo justo con los labios gruesos y nariz agresiva, prendidos en
para decir eso, y siguió en dirección de las hogueras; mí.
pero se volvió, ya algo retirado, y remachó: —¿Yo? —pregunté.
—Por la mañana le arreglo la cuenta. Entonces asomó la cara de don Justo tras la
Entonces Prieto, poniéndose en pie, preguntó espalda del hombre oscuro.
asombrado: —Sí, a ti, a ti, desvergonzado —dijo.
—¿Lo bota? Me clavó las uñas en la hombrera de la camisa; me
—Claro —dije. miró por primera vez, sin arrugar la cara; pero tenía el
Floro me miró como quien insulta. No dijo media mentón desencajado por aquella odiosa sonrisa.
palabra, pero se incorporó y se fue. Le vi abrir la Yo agregué retazos de murmuraciones que
puerta del potrero. Bajo la luz lunar parecía verde, estallaron en el coro, palabras del viejo y del
como la alta yerba en la que se perdió su figura. desconocido que llegó con él: Floro había robado el
Cuando entré, vi a Selmo, la cara terrosa y la caballo melao de don Justo y me acusaban de
mirada huida. Liquito también estaba allí y parecía complicidad. Pensé, abrumado y lejano, que lo que se
asustado. Yo comprendí que quería llorar. perseguía era no pagarme. Entonces me sacó de hondo,
como una luz violenta que me deslumbraba, la voz del
Para la vida de estos trópicos no hay leyes, o están viejo.
desorganizadas: tras la noche alta y clara, estrellada y —¡Amarre a ese canalla!
fresca, viene el día ahogado, ronco de lluvia. Aquel —¿A mí? ¿A mí? —interrogué angustiado.
que yo debí esperar en el camino real, de espaldas a Me saltaba algo en la cabeza. Había muchos ojos
don Justo, al corral, a Prieto, a Floro, a Liquito, a mi clavados en mí. La gran tierra era de todos. Había que
sudor mezclado con estiércol, fue un día en que parecía dejarse comer por ella un día.
derrengarse el cielo. Regaba el ventarrón la lluvia en —¡Que me amarre, si se atreve! —grité.
menudas gotas grises, que entraban por las rendijas y Entonces oí la voz de Prieto, colérica y sonora:
rociaban la habitación. La nubes lentas, oscuras y —¡Juan no es ladrón, carajo!
pesadas, estaban tan bajas que no tardarían en tocar las Pero me llevaron, codo con codo, doblado. El
cimas de los cerros. En el potrero se doblaba la yerba y patio estaba resbaloso. Ya en él volví la cara: Liquito
las palmas se dormían sobre el paisaje. se estrujaba los ojos con los puños, sacudido por los
Me levanté temprano. Despacio, como si me sollozos; en el rostro de Selmo asomaba una sonrisa
sobrara tiempo, arreglé mi bulto; dos mudas de ropa, la fría y dolorosa.
hamaca que había mandado comprar al pueblo, el La lluvia gris, que parecía levantarse de la tierra,
machete. Después me senté recostado a la pared del me envolvía hasta ahogarme, como si hubiera sido una
fondo. Por la puerta se me daban las cosas veladas. En niebla espesa y cálida. Todavía vi, en la ventana de la
el patio había charcas de agua sucia. cocina, los pómulos lustrosos de la negra María
Cerca de medio día asomó un rayo de sol por entre suspendidos sobre mí.
las bajas nubes. Todavía teníamos agua, pero no tanta.
Yo pensé entonces ver a don Justo; no pude: en aquella Me dejaron en la sala, tirado sobre una silla
finca inmensa y desolada estaba sembrada gran parte desvencijada. Por lo que decían entendí que esperaban
de mí mismo. Los potreros se cercan con alambre de a Floro. Lo habrían mandado perseguir, de seguro.
púas y la res que quiere escapar deja trozos palpitantes Lo trajeron al fin, a la caída de la tarde, amarrado.
de su carne entre ellas; yo sería tan sólo una res que Levantó la cabeza cuando entró a la medio oscura sala
escapaba. de don Justo. Su mirada era dura y altiva. Nadie
Los compañeros empezaron a llegar, cubiertos con hubiera podido resistir aquellos ojos negros, audaces y
yaguas o envueltos en sacos de pita para guarecerse de luminosos. Su cara se había hecho filosa y el perfil
la lluvia. Venían a comer; se arrinconaban, en cuclillas, cortaba.
friolentos, me miraban. Después Selmo, ahogado por —Para qué me procura usté —dijo, más bien que
aquel silencio tan sembrado de lástima dijo: preguntando, ordenando.
—Lo que ha hecho Floro… Don Justo juntó los labios. Le silbaba la palabra
Yo oí esa voz apagada. Al rato dijo alguien a quien entre ellos.
se le adivinaba el cachimbo en la boca: —¡Ladrón! —exclamó.
—Y vea, don Justo no se lo perdona. —¡Más ladrón es usté!
Otra vez el silencio. Pesaban demasiado las nubes El viejo levantó sus grandes y quemadas manos.
sobre nosotros. Yo observaba aquellas caras con el Parecía invocar algún santo.
deseo de no olvidarlas después. —¡Canalla!
De pronto oscureció la habitación. Había alguien a —¡Mejor cállese! —gritó Floro.
la puerta. Una voz aguardentosa y recia dijo: Entonces el hombre oscuro, con los labios
apretados, se adelantó, el puño cerrado y el brazo alto. cibaeños que no tienen fundo; además, no abundan las
Mi compañero le miró como si hubiera querido grandes fincas. Por eso dos hombres que buscan
fulminarle. trabajo pueden encontrarse un día, aunque el Cibao sea
—¡No me ponga la mano! —rugió. grande y rico, aunque hayan estado años sin verse,
Pero el hombre oscuro no hizo caso. Yo dejé caer aunque la cárcel le haya podrido a uno un buen trozo
los párpados. A un mismo tiempo me sentí frío y de la vida.
medio asfixiado. Cuando miré de nuevo vi a Floro Floro y yo estamos aquí, bajo la jabilla desde la
sacudir la cabeza, tembloroso de ira. que caen gotas pesadas y sonoras. Ha llovido en la
El otro, el que le había traído bajo la fría lluvia, madrugada. Cerca muge el río Jima, que corre raudo y
por todo aquel enlodado camino, sonrió. sucio.
El viejo habló con voz ronca. Parecía que entraban Esperamos a que el Jima se calme para cruzarlo.
sonidos por todas las puertas. Yo cerré los ojos y Floro tiene rámpanos en un pie y no quiero que atrape
esperé. una infección entre las turbias aguas.
La oscuridad avanzaba cansada y se escondía en El camino está aquí, a nuestra vera; es pedregoso y
los rincones de la sala. Oí la voz del viejo. gris. Baja de pronto y se ahoga en el río.
—Lléveselo —dijo. Yo pienso y bostezo; Floro hace, con el cuchillo,
Yo pensé: dibujos en la tierra. De pronto habla:
—¿A cuál de los dos? —Vea, Juan —dice.
Pero a mí me dejaron, y me soltaron, además. Señala los dibujos. Leo distintamente: Floro. Y
Tenía las manos amoratadas, frías, y me dolían los entonces me asalta, como llama voraz y rápida, el
brazos. recuerdo.
Don Justo, sin mirarme la cara, me despachó: —¿Por qué robaste, Floro? —pregunto de
—Váyase a dormir —rezongó. improviso.
Y al rato: El mira asombrado y calla. De seguro había
—Se irá de aquí mañana. olvidado aquello. Además, en el Cibao es deshonra
En la noche, todas las miradas clavadas en mí y robar. Pero, apagadas y lentas, me llegan sus palabras:
conociendo cuánto hubieran dado por poder preguntar —Yo estaba cansado de verlo a usté asina.
algo, pensé que el viejo había tenido miedo de que yo —¿A mí? —inquiero.
fuera tras Floro en la negra noche. Podría soltarlo, —Tenía ganas de que usté tuviera cuartos para
hasta matar al alcalde pedáneo que le llevaba. Y sabe dirse.
Dios si hubiéramos vuelto a pedirle cuentas a él. Comprendo. Un nudo me cierra la garganta. Tengo
Una lasitud suprema me invadía. Antes de dormir miedo de gritar.
tuve pena por el viejo don Justo, que pensaba tan mal —Usté no es gente de esto, compadre —asegura
de los demás. Pero no me pregunté por qué había violentamente, la mano apoyada en una raíz de la alta
robado Floro. jabilla.
Al otro día, solo bajo el turbio cielo, con la fe —¿Yo? —pregunto, por decir algo.
arruinada, salí de aquella casa. Tan sólo la mano negra Y entonces, él, como si todavía le pesara haber
de la vieja María se sacudió, desde la ventana de la fracasado, sonríe amargamente y dice:
cocina, para decirme adiós. Pirata, el perro que nos —Hubiera vendido el caballo en cuarenta pesos.
ladró a la llegada, llegó conmigo hasta el portón. Vi las Con eso le sobraba a usté.
palmas adormecerse sobre el paisaje y un pato con su —¿Y tú? —digo.
andar inseguro acercarse a la laguna. Después, el —A mí naiden me conoce. Contimás que yo había
camino enlodado, desolado, largo. estado en la cárcel una vez que malogré un
sinvergüenza.
Rica y grande es esta tierra cibaeña. Se alza al Él calla. Arriba barre el viento las hojas de la
cielo en la loma, se arrastra en el valle; silba allá el jabilla. Veo el tobillo de Floro hinchado, el rámpano
viento entre los recios pinos y desmelena aquí la palma como una cueva. Probablemente fuera el grillo. ¡Y por
serena. mí! ¡Por mí! Claro: él se fue por el potrero la misma
Rica y grande tierra ésta. Hay muchos caminos noche que don Justo me despidió.
reales, tantos como pies que los busquen. Se hunde el Me levanto. Del otro lado del río, por la ladera
camino entre el follaje, baja a las hondonadas, se escarpada, sembrado de piedras menudas y grises, sube
enloda en las charcas y en la sabana pelada se tuesta al el camino cansado. A su lado muge el Jima de aguas
sol. Crecen a su vera el mango y el cajuil, la guanábana raudas y turbias.
y el caimito, el zapote y el níspero; la ceiba gigante y Pienso:
la jabilla lo ven, desde sus altas ramas, saltar sobre sus —Debí tomar otra vía.
raíces. Recuerdo la parte norte del Cibao, por donde gime
Somos pocos los hombres que hollamos estos la tierra bajo la locomotora. He visto allá, junto a los
caminos en busca de trabajo, porque son contados los raíles largos y paralelos, los restos de alguna potente
máquina inglesa ahogada por la yerba, por el monte. El colt o de máuser con un pañuelo azul al cuello…
monte cibaeño se ha señoreado de la civilización. Nada Gritaba, empinándose:
que no salga del corazón mismo de esta tierra podrá —¡Vivan los bolos!
dominarla. Y el corazón del hombre aquí es tan Y si el jinete se volvía y, entusiasmado, replicaba:
dadivoso y tan fragante como la tierra. —¡Vivaaannn!
El camino real está a nuestra vera, esperándonos. Bucandito, niño aún, me clavaba en el brazo las
Otro lado del río sube por la ladera pedregosa. Floro y uñas y enseñaba los dientes en una sonrisa
yo no sabemos adonde vamos. inexplicable.
¡Es tan rico y tan grande este Cibao, y son tantos Yo recuerdo lo sucedido una mañana de sol: el
los caminos que lo cruzan! viejo Valerio, Bucandito y yo, renovábamos las yaguas
del bohío; habíamos abierto las nuevas al sol y las
Juan Bosch pisábamos con montones de piedra y troncos pesados.
(República Dominicana, 1909-2001) Él estaba sobre el caballete, recibiendo las que yo le
entregaba. Se veía pequeñín, comparado con las
palmas que rodeaban el bohío, entre cuyas ramazones
GUARAGUAOS se enredaba el sol caprichosamente. Sentimos pisadas
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975) de caballo y nos detuvimos un momento para ver pasar
la cabalgata: era un grupo armado, con pañuelos rojos
al cuello. El que parecía ser jefe, de anchas espaldas y
EL VIEJO VALERIO señaló las aves y dijo: jinetear elegante, gritó, en pasando frente a nosotros:
—¿Usté los está aguaitando? Bueno… Esos son —¡Viva Horaciooo!
querebebés. Atrás de los querebebés vienen las Mecánicamente miré a Bucandito: se había alzado
golondrinas, atrás de las golondrinas viene el agua, y sobre el caballete y parecía tan seguro como sobre una
atrás del agua… ¡Cristiano! Dios sabe lo que viene roca. Levantó su bracito derecho, quemado por el sol, y
atrás del agua. su vocecita se coló a través de los mangos y los joberos
A diez pasos corría el río; inmediatamente después que servían de espeques:
se alzaba el monte tupido: capá, quiebrajacha, amacey, —¡Embuste! —dijo—. ¡Vivan los bolos!
algarrobo, amapolo, palma. El grupo se detuvo como clavado.
¡Monte! ¡Monte! —¡Muchacho! —regañó el jefe.
Al atardecer, no importa dónde esté, si me hallo Los ojos del viejo Valerio iban del jinete a su hijo;
solo y sentado en una silla serrana, recuerdo aquel pero Bucandito, como si le hubiera enardecido el
monte. Todo él se iba alzando envuelto en enredaderas: regaño, gritó más recio aún:
bejuco, camarón, cundeamor, bejuco musú. Todo él —¡Que vivan los bolos!
estaba como arropado por las hojas que se juntaban, Entonces el otro volvió repentinamente la cabeza,
apretaban y confundían hasta no saber uno si bajo las miró a los suyos, se viró a nosotros con una sonrisa
hojas de capá había, verdaderamente, capá. Ahí amplia y, sacando el revólver que brillaba como
mismo, a la orilla del río, la tierra se escondía en la espejo, disparó al aire y clavó su montura que se alzó
tramazón magnífica de raíces de pomos; agua abajo gallarda sobre sus patas traseras.
iban siempre los frutos rosados y amarillos. A media —¡Tú vas a gritar agora que vivan los rabuses,
tarde sentíamos, arriba, arrullos de palomas. muchacho e porra! —rabió el hombre.
¡Monte! ¡Monte! ¡Vientre de árboles y de Y Bucandito:
sombra…! —¿Quién? ¿Yo? Mejor máteme.
Ya tenemos aquí diez meses el viejo Valerio y yo, El hombre enfundó otra vez su revólver, hizo
diez meses esperando. No sabemos cuándo ha de caracolear el caballo, metió mano en un bolsillo, sacó
volver Bucandito; no sabemos en qué lejana parte del un clavao y lo tiró a mis pies a la vez que señalaba a
país estará ahora; pero le esperamos. Bucandito y decía:
Bucandito se fue antes de que Desiderio se alzara. —Eso es pa’ ti, muchacho. ¡Tú vas a ser un
Bordas había pasado ya para Puerto Plata, al frente de hombre de a verdá!
las fuerzas, y nosotros tuvimos la esperanza de que Con las pisadas de los caballos se confundió la voz
terminara pronto aquello; sin embargo… de Bucandito:
—Vea, Juan —sopló el viejo Valerio en esos —¡Yo no le cojo cuarto a rabuses!
días—. Tanto rogarle al muchacho, y nada. Cuando el ¡Cierto que Bucandito Valerio fue un hombre!
cuerpo pide una cosa… Recuerdo un caso, por aquellos meses, que me
Así era. ¿Cómo podría yo decir de aquella fiebre impresionó: salimos a montear nidos de guineas
que le hacía los ojos brillantes, de aquella admiración alzadas. Con nosotros iba Princesa, una perra negra,
que le dejaba mudo, de aquel estarse quedo? Bucandito flaca y lenta, huevera como ella sola. En el primer
enloquecía cuando veía pasar un buen jinete armado de nidal ella se dio a comer huevos y como Bucandito la
acosara le fue encima. Se le llevó entre los dientes
blancos el meñique de la zurda. El muchacho no se
inmutó por aquel chorro de sangre que le salía de la Fue tal como lo dijo el viejo Valerio: tras los
mano: alzó el colín, vomitó una imprecación y de un querebebés vinieron las golondrinas; tras las
mandoble partió en dos la cabeza del animal como si golondrinas vino al agua; sin embargo, nadie sabía lo
hubiera sido un melón. Desde entonces no hubo más que podía venir tras el agua.
perros en la casa. ¡Monte! ¡Monte! ¡Yo te veía escondido en la
El tiempo, a esa edad, se nos va de prisa. Un día lluvia gris, aquellos interminables días ahumados! El
nos encontramos con dieciocho años encima. Yo tenía río bajaba sucio y veloz. Tú estabas allí, tan inmutable,
poca noción de las cosas que sucedieron entonces, pero tan sereno como si nada sucediera. A tu sombra se
Bucandito tenía anhelo de pelea e inteligencia clara y fueron a esconder palomas, calandrias, carpinteros,
se hacía idea precisa de los motivos que hacían trepidar petigres, guineas, perdices. Los becerros y las gallinas
el país a cada paso. se salvaron de las aguas porque tú les brindaste la
Una tarde nos fuimos a Jamao Arriba. Empezaban seguridad de tu tierra empinada. ¡Monte! ¡Monte!
las corridas de San Andrés y había baile allá. A El viejo Valerio tampoco se inmutaba; seguía
Bucandito parecía no interesarle la diversión, porque se callado, encerrado en una costra irrompible, oscura.
mantenía por el patio o los rincones, conversando con Día a día, con los pies en el travesaño de la silla, los
sus amigos en voz baja. brazos cruzados y los ojos semicerrados, se pasó aquel
Tengo muy vagamente el recuerdo de aquella tiempo esperando, esperando. ¿Qué le importaban al
noche: la tambora, un acordeón que alargaba las notas, viejo Valerio la lluvia, los becerros, los relámpagos? Él
la güira… A ratos me quemaba la garganta con tragos esperaba… Nada más.
de aguardiente. Bailé con Yeya, la trigueña de Bijero. No vimos el sol en dos meses. Zumbaba en
¡Qué duros y qué cálidos eran los senos de Yeya! nuestros oídos el ras-ras lento del aguacero. Ni leña
Camino de casa, cerca del amanecer, Bucandito seca con que encender una hoguera para calentar café,
me dijo: ¡siquiera! La cuaba era algo precioso que debíamos
—Esperémonos un chin, Juan. economizar como oro.
Se estuvo un rato callado, como si rumiara algo. Yo tenía los pies blancos y blandos, como la flor
Al cabo dijo: de la campanilla. Y el río… ¡Monte noble y fuerte!
—Tú sabes que abajo de la ceiba salen muertos. Fuiste benigno como para permitir que la orilla del río
Yo quiero verlos antes de dirme. llegara hasta los troncos de tus primeras palmeras!
—¿De irte? —pregunté.
—Sí hombre… Pa’l monte. ¡Qué día aquél, viejo Valerio, cuando vimos el sol
Quise mirarle. Sus facciones se desleían en la empujar suavemente las nubes grises! Las palmas
media luz de la madrugada. ¡Pero yo no podía estar parecían esponjadas, rizaditas, y el gallo manilo batió
equivocado! ¡Si Bucandito era casi un niño! ¿Sus las alas satisfecho.
dieciocho años? ¿Y qué? ¿Dejaba por eso de ser un ¡Qué día aquél, viejo Valerio! Te levantaste pasito
cuerpecito enclenque, bajito, como si tuviera apenas de la silla, fuiste a la puerta y dijiste, con una voz sin
quince? Tres años antes, nada más, le había dicho un emoción:
hombre que llegaría a ser macho de verdad. ¿Acaso —Pue’ ser que venga agora.
aquel tiempo que anunciaba el hombre había llegado? Cierto que el río bajaba sucio aún, cierto que la
¡Bucandito! ¡ Bucandito! El viejo Valerio no dij o tierra fangosa necesitaba muchos días de sol; cierto que
palabra cuando no te encontró por la mañana; pero yo en la tarde lloviznó. Mas a pesar de todo, ¡qué mañana
sé con seguridad que lo sintió porque sus ojos tan eterna en mi alma, viejo Valerio!
estuvieron opacos más de una semana. Aquella noche me eché en mi barbacoa con una
Bucandito envió noticias desde la Línea Noroeste: alegría rara, amarga, que me mordía como perro bravo.
los bolos triunfaban bajo la jefatura de Desiderio y se Ya me hacía falta el zumbar de la lluvia para
acercaban a Santiago, ciudad que pretendía sitiar. adormecerme. Sentía al viejo Valerio moverse;
Recomendaba que dejáramos el lugar y nos fuéramos a esperaba oírle quejarse. Pero se me fueron haciendo
Loma Tocaya, donde tenía el viejo terrenos, porque pesadas las piernas, los brazos, la cabeza… Sentí,
probablemente todo el Cibao ardería con la llegada de como si aquello sucediera muy lejos, el cacareo
Horacio. El hombre que nos trajo nuevas mientras desasosegador de las gallinas. Me despertó, al fin, la
esperaba el café que calentaba en el fogón, nos decía: voz de Valerio que decía:
—Muchacho ese que se ha dado guapo… El —Juan, las gallinas están cacareando. Eso es
general lo quiere y nada más lo oye usté con Bucandito anuncio de desgracia.
pa’ arriba y Bucandito pa’ bajo. ¿Cómo no iba yo a comprender que, lo mismo que
Yo sentía el calorcillo que me subía por los pies. en el mío, la imagen de Bucandito se había clavado en
Vi la cara del viejo: por los ojos, por los carrillos, su cerebro?
por la frente, por todo el rostro le salía una luz rara, Pero el sueño me dominó, precisamente cuando
que le hacía joven y bello. Pero no habló. hubiera querido llorar un poco. Una lágrima,
siquiera… guanábanos. Sólo el monte rompía la línea suave de la
curva y se empinaba poco a poco, como si pretendiera
Nada más sentí uno: el último. Sonó igual que si alcanzar el sol.
hubieran dado una pedrada en un tronco de palma. Él, Valerio estaba sentado a la puerta del patio; de vez
sin embargo, los había oído todos y preguntó: en cuando se apretaba la mano contra el rostro y
—¿Oyó los tiros, Juan? sonaba la nariz. Yo llegué a pensar que quizá estuviera
—¿Tiros? —dudé yo. enfermo. Pero el viejo, pasado un rato, se levantó,
—Sí hombre, un droteíto por allá, pa’ los lados de entró la silla al bohío, tomó un machete y me dijo:
La Pelada. —Ayúdeme a talar el frentecito, Juan.
El viejo hablaría, probablemente, con la vista en Y nos pusimos a trabajar.
dirección al techo. Yo estaba así, por lo menos. Por El sol caía de refilón en nuestras espaldas.
debajo de la puerta se colaba un vientecillo Estábamos silenciosos y parecíamos oír solamente el
desagradable, que entraba hasta mi rincón, buscaba las ritmo de los machetes que tenían un alegre grito
rendijas de la barbacoa y me enfriaba la espalda. Yo no metálico al tronchar los guayabos y los pajonales de
pensaba; pregunté, seguramente con la intención de no cola de gato. Era un trabajo bastante largo, pero
dejar al viejo así, esperando que yo hablara: agradable; empezábamos a sudar y yo creía tener en la
—¿Será alguna fiesta? espalda una gran plancha recién sacada del fuego. Vi
Él contestó: eso en el viejo: se había erguido sin prisa; a poco tomó
—Hubiéramos oído la tambora. el machete en la mano zurda y con la otra hizo
Dije luego: pantalla: miraba por encima del monte.
—Debe estar amaneciendo. Hay impresiones que no se olvidan: he ahí una.
—Falta mucho todavía —le oí decir. Recordaré siempre la bella figura del viejo Valerio,
Y a continuación: firme, con el pecho salido y la cabeza hacia atrás, la
—Me tienen caprichoso esos tiros… mano sobre los ojos, el machete al final del brazo que
El sueño pudo más que todo ese montón de descansaba alargado, lacio. A pocos metros estaba el
preguntas que se me iba agrupando en el cerebro y en río y parecía haberse detenido para verle. El sol se
el corazón. Doblé las piernas, pegué casi las rodillas a apretaba contra la piel quemada del viejo; le brillaba en
la cara, me volví a la pared y me fui hundiendo otra los bigotes canos, en la frente ancha y recta, en la
vez en el lodo blando y negro de la noche. punta de la nariz y en la barbilla avanzada.
Aquella mirada fija me arrastró; quise ver también.
Me tiré de la barbacoa, soñoliento aún, Pero mis ojos azules debieron hundirse en el azul del
precisamente cuando el gallo manilo saludaba la cielo. La claridad me hacía daño y se me clavaba en
mañana con un canto recio y prolongado. ellos como espinas. Sólo me pareció ver dos pequeñas
Todavía la tierra del piso estaba húmeda y se cruces muy altas, perdidas, que se movían con
sentía la brisa mañanera cargada de agua. El viejo elegancia y trazaban grandes círculos cada vez más
Valerio salió de la otra habitación; se apretaba el bajos.
cinturón y dijo: El viejo Valerio, como si se le hubiera roto aquel
—Buen día, Juan. hilo que le sostenía erguido, bajó de golpe la cabeza y
—Buen día —respondí. se cruzó de brazos, sin soltar el machete. Después se
Abrió la puerta del patio, se detuvo un momento, fue moviendo poco a poco y se quedó frente a mí. Su
vio el tamarindo donde dormían las gallinas y se metió mirada indefinible, serena, inmutable, parecía
en el ranchón que nos servía de cocina. Yo cogí el acariciarme. Dijo:
jigüero y me fui al río. Sobre sus aguas se posaba una —Vea, Juan… Esos tiros…
luz azul tenue. En el monte había tal cantar de pájaros Se le apagó la voz, pero volvió a hablar en tono
que no parecía sino que celebraban fiestas. Yo vi opaco:
algunas calandrias en los pomos que orillaban el río, —Dios quiera. Para mí debe haber algún hombre o
con las plumas levantadas y la cabeza bajo el alita, algún animal malogrado.
buscando algún piojillo molestoso, sin duda. Yo estaba agachado, con una rodilla en tierra, y
El agua estaba más limpia que el día anterior. Tal mientras él hablaba me sostenía con la diestra en el
vez hoy, aquí en la ciudad, tiraría una que no fuera cabo del machete y la punta de éste en tierra.
cristalina; pero allá… ¡cuántos días alimentándonos —¿Qué le pasa? —pregunté.
con agua sucia como de poza! ¡Y menos mal que Entonces él señaló muy vagamente el lugar donde
siquiera eso nos quedaba: agua sucia! estaban aquellas manchitas y explicó:
—Esos son guaraguaos y están por los lados de La
Un cuarto de camino había hecho sol y nos miraba Pelada.
de lado, radiante en el cielo más azul que he visto. Uno Se dobló, apretó los labios y, como si nada hubiera
veía así, a su alrededor, y le parecía estar metido en un dicho, se dio a talar con bríos renovados. Los machetes
círculo de palmeras, tamarindos, cañafístulos, daban pequeños gritos agudos y los primeros arbustos
tumbados se mareaban al sol. Algunas veces levantaba el brazo y cortaba a
machetazos los bejucos. Después los retiraba con la
Yo pensaba muchas cosas. El trabajo parecía punta del arma. Teníamos muy a menudo necesidad de
acelerar en mí una fiebre nueva y noble: no sentía el sujetarnos a ramas de árboles para poder subir. Y era
sudor ni el sol; quería nada más trabajar, pero hacerlo como si a cada instante el monte se fuera alzando más,
sin descanso. Iba abriendo una especie de trochita entre más, más…
los arbustos, directa al río, y calculaba todo lo que nos
era necesario hacer, ya que había sequía. Pronto La Pelada es una planicie entre las lomas Tocaya y
estarían los caminos transitables y podría uno ir a la Guarina. Una vegetación pobrísima, de pajonales
tierra llana en busca de carne. Además tendríamos que pardos, resecos, y algún que otro palo de cabirma, es
traer las tres vacas paridas, que ahora vagaban por los todo lo de admirar en ella. La tierra rojiza, abundante
terrenos incultos. Y todo esto venía a tiempo: la carne en piedras, parece hozada por cerdos. No se puede
de la puerca gacha se estaba acabando. ¡Qué caminar de prisa entre aquellos montones de pedruscos
satisfacción saber que el cacao secaría y que no disimulados por el pajonal.
tardaríamos en tener café bueno! A nosotros se nos fue metiendo el sol poco a poco,
En ese montón de ideas me asaltó una: los poco a poco; y lo encontramos de pronto completo,
guaraguaos. ¿No habría muerto, por casualidad, uno de vaciado en La Pelada.
los terneritos nuevos? ¿Alguna vaca, tal vez? ¿Para Yo no vi nada, lo juro; pero ¿cómo no había de
qué, si no para comer carne muerta, habían venido los sorprenderme aquel súbito arrancar de Valerio; su
guaraguaos? Es seguro que estarían lejos, porque las andar preciso, como si supiera a conciencia qué quería
gallinas no habían cacareado temerosas. ¡Hombre! hacer? De pronto vi los cerdos correr acompañándose
—¡Viejo! —llamé antes de terminar el de gruñidos. Valerio alzó el machete, lo tiró a los
pensamiento. animales y dijo:
Él me miró con ojos acariciadores. —¡Chonchos condenados! ¡Comiendo carne de
—Si las gallinas cacarearon anoche, fue por los gente!
guaraguaos —terminé. Fue en ese preciso instante cuando sentí el mal
Y su voz suave me llegó: olor que se me pegó a la nariz y se prendió de ella lo
—No, hijo. La gallina no ve de noche. Eso fue mal mismo que una mano.
anuncio. Lo que había allí no era más que algo deforme, un
—Será que las aguas han ahogado uno de los montón impreciso de carnes, con el vientre y la cara
becerritos… roídos. Los perros de los alrededores, los ratones, los
Valerio tenía en ese momento una matita de pomo jíbaros, los cerdos, quizá los guaraguaos, ¡qué sé yo
en la mano, pegada a tierra, y la iba a trozar con su cuántos animales se habían alimentado durante una
machete afilado; pero no lo hizo: se levantó, me miró noche y medio día con la carne de un hombre muerto!
hondo, sacudió la cabeza. Quería hablar y no se Yo me quedé algo retirado; el viejo Valerio
atrevía. Al fin… parecía un árbol, porque hasta media pierna se veía
—Lo mejor es dir a La Pelada. hundido entre la yerba tostada de los pajonales. Tenía
Y se quedó viendo el monte. la mano izquierda en la nariz, y ni un músculo de su
Estuvo un instante callado; después movió la cuerpo se movía. Sólo que aquellos ojos estaban muy
cabeza de arriba abajo y, como asustado, consintió: opacos cuando se volvió para decirme:
—Sí… Vámonos. —Tráigase un yaguacil, o dos; y si no halla busque
Rompió marcha de una vez, decidido. Yo quise yaguas.
lavarme las manos emporcadas de lodo. El agua lenta y Antes de marchar le vi sentarse y dejar el brazo
turbia del río era fría como mano de muerte. derecho caído entre las piernas. Parecía irse
disolviendo en el sol del medio día.
¡Monte! ¡Monte! ¡Vientre de árboles y de
sombras…! Eres húmedo y acogedor. Mis pies Eso no podría explicarse nunca y por tanto no me
desnudos se pegaban a tu tierra negra; mis ojos azules detendré en ello, pero yo ruego a todos procurar huir
se enredaban en tus árboles serenos; mis manos de las tierras incultas porque son crueles como
ansiosas se prendían de tus bejucos. Era una hora antes hombres malos. Nadie podría figurarse lo que supone
de medio día; en la tierra llana el sol se extendía como caminar hora y media, atravesar un monte sombrío,
verdolaga blanca; en mis espaldas era plancha recién con los restos de un hombre a cuestas. Aquel montón
sacada del fuego; pero en tu seno pardo parecía de huesos y carne hedía de un modo horrible. En mi
tardecita. Yo vi la perdiz, color de hoja seca, brincar vida, el recuerdo de esa hora y media es atormentador
confiada; y la paloma gris en las ramas del yagrumo y y me sabe a pesadilla. ¡Yo siento a cada instante aquí,
del cigua prieta, sin temores. en la nariz, en la boca, en el estómago, el asco de
El viejo Valerio caminaba de prisa; su respiración aquella jornada!
era sonora. No volvía la cara atrás ni decía palabra. Cuando soltamos el yaguacil, frente al bohío,
procuré no mirar lo que había en él. De lo que la ropa largas, lentas, estaban juntas entre las piernas. Yo me
azul dejaba ver sólo la mano izquierda se había quedé mirándole y, al rato, como si algo me obligara a
conservado intacta, pero llena de manchas azulosas, hacerlo, dije:
casi moradas. Yo reconozco que no era yo quien vivía —Vámonos a Jamao, viejo. Yo no puedo seguir
entonces; me parece que no anduve sobre la tierra, sino viviendo aquí…
en el aire, y que entonces estaban las cosas sujetas Con la vista clavada en la cruz, igual que
entre sí con telarañas. reanudando una conversación rota, el viejo Valerio
¡Huid de las tierras incultas, porque son crueles recomendó:
como hombres malos! —No mate nunca un guaraguao, Juan, y procure
que no lo mate naiden.
Yo no hablé media palabra mientras hoyábamos, Y, a mi silencio lleno de asombro que se tragó sus
ni hubiera podido hacerlo. La tierra pegajosa por las palabras, explicó:
lluvias recientes se hacía rebelde. El sudor y el barro —Si no hubiera sido por ellos no estuviera mi hijo
nos ponían una costra que parecía apretarnos por todos enterrado ’ aquí agora.
lados. No teníamos más que dos machetes y el deseo Yo grité:
de acabar pronto. ¡Cómo nos miraba desde el oeste el —¿Qué, viejo?
ojo blanco del sol! Entonces fue cuando me miró.
El viejo Valerio se fue a cortar la madera mientras —¿No vido el dedo que le faltaba en la mano, el
yo echaba tierra. Después aquella cruz, rama un que le llevó la perra?
momento antes y ahora mondada, blanquecina, parecía
un niño que nos llamara con sus bracitos abiertos. Viejo Valerio: dejé La Tocaya después de tu
Yo sentía las manos torpes, los dedos hinchados, y muerte; pero no debes ignorar que voy a veces para
un deseo de no hacer nada, como si estuviera por adornar tu tumba y la de Bucandito.
dentro lleno de humo. Valerio se sentó a la puerta, ¡Todavía está mi alma de rodillas frente a tu
frente a la tumba. Tenía los ojos muy opacos todavía y magnífica serenidad, viejo Valerio!
hacía ya cuatro horas que no hablaba. Sus manos
mientras que ruge la tormenta airada,
Salomé Ureña de Henríquez y el infortunio azota
la ilusión por el bien acariciada,
Sombras y huye la luz de inspiración fecunda,
y la noche del alma me circunda.
Alzad del polvo inerte,
del polvo arrebatad el arpa mía, Mas ¡ah! venid en tanto
melancólicos genios de mi suerte. y adormeced el pensamiento mío
Buscad una armonía al sonoro compás de vuestro canto.
triste como el afán que me tortura, ¡Meced con vuestro arrullo el alma sola!
que me cercan doquier sombras de muerte Dejad que pase el huracán bravío,
y rebosa en mi pecho la amargura. y que pasen del negro desencanto
las horas en empuje turbulento,
Venid, que el alma siente como pasa la ola,
morir la fe que al porvenir aguarda; como pasa la ráfaga del viento.
venid, que se acobarda
fatigado el espíritu doliente Dejad que pase, y luego
mirando alzar con ímpetu sañudo a la vida volvedme, a la esperanza,
su torva faz al desencanto rudo, al entusiasmo en fuego:
y al entusiasmo ardiente que es grato, tras la ruda
plegar las alas y abatir la frente. borrasca de la duda,
despertar a la fe y a la confianza,
¿No veis? allá a lo lejos y tras la noche de dolor, sombría,
nube de tempestad siniestra avanza cantar la luz y saludar el día.
que oscurece a su paso los reflejos
del espléndido sol de la esperanza.

Mirad cuál fugitivas


las ilusiones van, del alma orgullo;
no como ayer, altivas,
hasta el éter azul tienden el vuelo,
ni a recibirlas, con piadoso arrullo,
sus pórticos de luz entreabre el cielo.
¿Cuál será su destino?
Proscritas, desoladas, sin encanto,
en vértigo van del torbellino,
y al divisarlas, con pavor y espanto
sobre mi pecho la cabeza inclino.

Se estremece el alcázar opulento


de bien, de gloria, de grandeza suma,
que fabrica tenaz el pensamiento:
¡bajo el peso se rinde que le abruma!
Conmuévese entre asombros,
de la suerte a los ímpetus terribles,
y se apresta a llorar en sus escombros
el ángel de los sueños imposibles.

Venid genios, venid, y al blando halago


de vuestros himnos de inmortal tristeza,
para olvidar el porvenir aciago
se aduerma fatigada mi cabeza.
Del arpa abandonada
al viento dad la gemebunda nota,

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