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La palabra castillo continuó empleándose tras la caída del Imperio Romano de Occidente,
cuando pueblos de origen germano se apoderaron del antiguo solar del Imperio para fundar
sus propios reinos. Durante los siglos de las invasiones bárbaras Europa entró en una
profunda crisis política, pues sin un poder hegemónico los distintos reinos entraron en una
guerra continua por el control del territorio. En esta época los ejércitos eran bandas mal
organizadas, pequeños, sin máquinas de asedio, cuya principal táctica era la razzia o rápida
incursión sobre territorio enemigo.
Los castillos de entonces, sobre todo en el norte de Europa, consistían en una torre, muchas
veces realizada de madera, sobre una colina artificial llamada «mota», rodeada por una
empalizada. En ellos residía el líder militar y, en caso de ataque enemigo, la población
ingresaba dentro de su estacada y se preparaba para la lucha. Fue un sistema eficaz y barato
de defensa hasta que se desarrolló la organización militar y las tácticas de guerra a lo largo
de la Edad Media, demostrando que las torres de madera no ofrecían una protección eficaz.
Valga a modo de ejemplo la mota de Chichester, ilustrada idealmente arriba (Imagen 1).
Los más antiguos castillos medievales conservados provienen de la plena Edad Media. Con
anterioridad quedan algunos vestigios, como es el caso de la muralla del castillo de los
Mouros en Sintra, Portugal, pero la mayor parte de las estructuras defensivas anteriores al
año 1000 han desaparecido. Durante este periodo los castillos se ubicaban en zonas
estratégicas del territorio para su protección, generalmente en lugares fácilmente
defendibles como en lo alto de una colina. Además, constituían el lugar de residencia de los
distintos señores feudales, así como del rey, que no dejaba de ser un señor más. El
feudalismo se había impuesto en la plena Edad Media en Francia, Alemania e Inglaterra
como sistema de organización política, de tal forma que el poder centralizado del Estado
prácticamente desapareció a favor de pequeños núcleos, autosuficientes desde el punto de
vista económico (agricultura autárquica), y militar (pequeños ejércitos feudales cobijados
bajo castillos).
Encontramos diferentes tipologías de castillo, aunque en todas ellas se extiende el empleo
de la piedra como material de construcción en detrimento de la madera. El castillo más
simple lo constituye la torre vigía para el control del territorio; se trata de una torre exenta,
sin muralla, de diferentes plantas, algunas para guardar el grano y los víveres, otras para
alojar a la guarnición. Similar a la anterior, aunque de mayores proporciones, es el castillo-
casa del señor feudal, un edificio fortificado que suele aparecer sin muralla, articulado en
plantas, con puerta en altura a la que se accedía mediante una escalera retráctil.
Sin embargo, el tipo de castillo de mayor éxito consistía en una muralla, generalmente
cuadrangular, con torres en sus vértices, en cuyo interior se extendía el patio de armas
rodeado con edificios destinados al establo, acuartelamiento de tropa, capilla, etc., así como
un fortín para la defensa extrema, conocido como la torre del homenaje. Esta última podía
estar en el centro del castillo o anexa a la muralla, de mayor altura que el resto de las torres,
y solía ser la residencia del señor feudal. Junto a los castillos se congregaban las aldeas de
los campesinos, que buscaban su amparo en caso de guerra, fruto de lo cual los castillos se
convirtieron en la génesis de muchas ciudades a lo largo de la Edad Media.
Desgraciadamente, debido a las acciones militares y al tiempo transcurrido, son pocos los
castillos bien conservados de esta época que han llegado hasta nuestros días. La mayor
parte de ellos han sobrevivido en un estado ruinoso, o bien fueron remozados
posteriormente, guardando poco parecido con el castillo original. Algunos ejemplos
destacables son el castillo de Pemboke en Gran Bretaña, o el de Loarre en España (Imagen
2).
Durante los siglos XIV y XV se produjo la génesis del Estado moderno, con la
centralización de la administración del reino por parte de los monarcas, en contra de los
poderes feudales, lo que provocó frecuentes guerras civiles contra la nobleza y, por
consiguiente, la proliferación de los castillos. Pero las principales necesidades bélicas no
provenían del interior, sino del extranjero; en esta época se producen grandes conflictos
entre reinos y regiones independientes por el control del territorio, caso de la Guerra de los
Cien Años (1337-1453), guerras entre Inglaterra y Escocia, los frecuentes 62 Isagogé, 3
(2006) enfrentamientos entre Castilla y Aragón, o las fortificaciones fronterizas mandadas
realizar por el rey portugués Dionisio I (1279- 1325) para protegerse de los castellanos.
En la baja Edad Media se produjo otro hecho de gran relevancia para la civilización
occidental: el auge del comercio y de las ciudades. Muchas urbes crecieron bajo la sombra
de un castillo, dotándose de murallas, y otras, celosas de su independencia y seguridad,
levantaron murallas de piedra y una fortaleza interior que las protegiese del enemigo y un
castillo urbano como último bastión defensivo. Dentro de este capítulo destacan el
palaciocastillo de los papas de Avignon, en Francia, o el castillo y doble anillo de murallas
de Carcasona (Imagen 4). En España tenemos elocuentes ejemplos de fortalezas urbanas:
en el reino nazarí, en Granada, dentro del recinto de la Alhambra, se levantó un fastuoso
castillo-palacio de ornato extremo, emulado por el alcázar de Sevilla.
Otro tipo de castillo, que a la postre será el empleado como fortaleza a lo largo de toda la
Edad Moderna (siglos XVI- XVIII) es el baluarte, consistente en un poderoso y grueso
lienzo de muralla en talud, capaz de resistir la fuerza destructiva de los cañones. Muchas
veces esta fortificación tiene planta poligonal, con lienzos de muralla con salientes en
forma de cuña. Los baluartes también contaban con baterías de cañones para hacer frente a
la artillería o a los navíos de guerra enemigos. Podemos apreciar un ejemplo de baluarte en
Colliure (siglo XVI), Francia, el más cercano de la Guardia, siglo XVI, o San Fernando en
Figueras, ya del siglo XVIII.
Respecto al castillo-palacio,
era centro de fiestas y lugar de esparcimiento de la aristocracia, donde podía practicar su
afición favorita, la caza, por lo que se ubicaban en zonas boscosas y de sublime belleza
natural. Los castillos estaban tan asociados a la idea de residencia de la nobleza que ésta no
quiso deshacerse de ellos, transformándolos en bellas mansiones, aunque en muchas
regiones europeas, caso de Italia, tuvo que competir con las villas suburbanas, con formas
más elegantes y clásicas, propias del Renacimiento. Las características de los castillos
palacio del siglo XVI, y de la Edad Moderna en general, son: el menor empleo de la
muralla/foso e incluso su desaparición; paulatinamente el patio de armas se fue
transformando en un jardín de recreo; la torre del homenaje se suprimió para convertir la
estructura en una mole arquitectónica exenta, de grandes proporciones, con la finalidad de
servir de lujosos aposentos a sus ocupantes, por lo que se multiplicaron vanos y ventanas,
desapareciendo el coronamiento almenado. El único elemento de arquitectura militar que
pervivió fue la torre, casi siempre anexa a las esquinas del edificio, alta y de planta circular.
Los mejores ejemplos de castillo palacios renacentistas se encuentran en Francia, en la
región del Loira, como el castillo Chambord o Blois, de bellas y elegantes formas.
El siglo XIX fue una época desastrosa para los castillos. A la dejadez provocada por la
marcha de sus ocupantes a majestuosas mansiones, se unieron las revoluciones liberales,
que provocaron el ataque y destrucción por parte de los campesinos de los castillos de su
región, símbolo del poder inamovible de la aristocracia. Será a finales del siglo XIX, y
sobre todo del XX, cuando la sociedad recupere la fascinación por los castillos y se
reformen buena parte de ellos, presentando su actual aspecto.
El interés por recuperar los castillos nace en la segunda mitad del siglo XIX. Gran parte de
la alta sociedad y del mundo artístico, influidos por el las consecuencias negativas del
mundo industrial y movidos por un espíritu romántico, volvieron la vista atrás, al evocador
recuerdo de los castillos medievales en medio de frondosos bosques, al placer de
contemplar la naturaleza más evocadora. Buena parte de los artistas quisieron recuperar las
formas medievales, rechazando el neoclasicismo y la nueva arquitectura del hierro. De
nuevo se puso de moda el estilo gótico, sobre todo en regiones como Gran Bretaña, Francia
y Alemania, y con ello los castillos. Proliferaron los estudios sobre el gótico, como los de
Viollet le-Duc, quien restauró Carcasona o el castillo de Pierrefonds, y se levantaron de
nuevo edificios en este estilo, sobre todo templos. Por su parte, algunos mecenas decidieron
construirse mansiones que simulasen las formas de un castillo. Evidentemente su función
no era militar, pero se pueden consideran castillos al seguir las pautas del castillo-palacio
renacentista, aunque con decoración típicamente medieval. Existen dos castillos románticos
paradigmáticos: el Palacio da Pena de Sintra y el Castillo de Neuschwanstein (Imagen 5).
Puig i Cadafalch, en Barcelona (Imagen 6)
Por último, en la actualidad los castillos de nueva construcción siguen las pautas del
historicismo decimonónico. Se trata de casas que añaden algún elemento estructural propio
de los castillos, con una finalidad más plástica que arquitectónica, como son altas y esbeltas
torres. Un ejemplo interesante español es la casa modernista de Terrades, de Joseph Puig i
Cadafalch, en Barcelona (Imagen 6) donde un bloque de viviendas ha adquirido algunos
elementos visuales del castillo centroeuropeo, como las torres cilíndricas de tejado picudo*.