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N i v e l 1 . Ta l l e r 2 1 1 - F A D U U B A
Conservas
De Samanta Schweblin
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los
entrega –la conozco bien– con algo de tristeza. Dice:
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al
espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre
todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le pido
que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo más flaco. Además, cada vez me
habla menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la
cabeza. No es que ya no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me
adora y sé que –como yo– no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a
tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave
y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da
por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo,
cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las
manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo
entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen
maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro,
descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar
las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan trivial
como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente
no me resigno.
Wolko I Cátedra Wolkowicz
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Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con
obstetras, con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de
una comadrona y hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera
presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen que ver con lo
que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero
tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el doctor Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living,
rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo más
fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el momento en que
sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres y
somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no
hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel lo interrumpe:
–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente: tomamos
esto en serio y esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y al tiempo que
corresponda.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más
aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión de
“respiración consciente”. La respiración consciente es parte fundamental del
tratamiento y es un método de relajación y concentración innovador,
descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me
centro en el contacto con “el vientre húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando
una vez y exhalando dos veces. Prolongo los tiempos hasta inspirar durante
cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y
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Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las
listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse
alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple
su parte con esmero pero lo conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y
que se muere de ganas de abrazarme y decirme lo mucho que me extraña. Pero
así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un
segundo del guión.
primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón,
por último el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide
acariciar por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al lado mío,
y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice: “Esta es mi Teresita,
cómo voy a extrañar a mi Teresita”, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera
podido, si no hubiera tenido que limitarse a su lista, habría llorado.
Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la
verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos
reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al emprender un
viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año de
tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad
de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo.
Hago mi última visita a Weisman.
–Se acerca el momento –dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco
de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda
térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la heladera en cuanto
llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero espesa, como un frasco de
almíbar incoloro.
Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último
nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía
que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene.
La energía parece materializarse a mi alrededor y podría precisar el momento
exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una
sensación purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por
sí mismas al sitio en el que alguna vez estuvieron contenidas.
Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más
fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de
incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba.
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Tengo que avisarle a Manuel para que llame a Weisman. Logro levantarme, me
siento mareada. Me dejo caer al piso y espero un segundo de rodillas. Pienso en
la respiración consciente pero mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo.
Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita. Quizás ella sepa lo que
está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre
hasta mí.
–Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… –le digo–, no quiero que...
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con
Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no
tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma de las manos, me
habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la boca. El
parece reaccionar, me deja sola y corre hacia la cocina. No demora más que
unos segundos: regresa con el vaso desinfectado y el envase plástico que dice
“Dr. Weisman”. Rompe la faja de seguridad del envase, vierte el contenido
translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar, pero no puedo, no
quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más
violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la
posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar.
Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me
atora en la garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces
siento algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua,
es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una sensación
inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a Manuel, que
parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará
bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de
conservación, y al fin, suavemente, la escupo.