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1. INTRODUCCIÓN
Los seres humanos aprendemos en gran medida a través de nuestras relaciones con los
demás. Por medio de la interacción social, los niños y las niñas (ya sea con los
familiares o con los amigos) aprenden normas de conducta, actitudes, comportamientos
deseados por la sociedad y aquellos instrumentos culturales (tales como la escritura y la
lectura) necesarios para una buena adaptación al escenario socio-cultural en el que el
niño o la niña se encuentra inmerso. El desarrollo social se halla intrínsecamente
relacionado con el desarrollo cognitivo a lo largo de todo el ciclo vital. Rogoff (1990)
defiende que el desarrollo social y cognitiva son las dos caras de una misma moneda.
Por tanto, es importante el estudio de las relaciones familiares y las amistades que
establecen durante la infancia. Analizaremos el acoso escolar como una de las conductas
problemáticas que nos podemos encontrar en la infancia y que puede tener
consecuencias muy negativas en el desarrollo posterior del niño o la niña.
2. RELACIONES FAMILIARES
- El control paterno se refiere a lo restrictivo que son los padres. Aquellos que
resultan controladores limitan la libertad de sus hijos e imponen muchísimas
normas que los hijos deben cumplir.
- La receptividad paterna se refiere al apoyo emocional que los niños reciben de
sus padres, es por ello que a esa dimensión también se la denomina afecto. Los
padres y las madres receptivas o afectuosas se caracterizan porque intentan
evitar la crítica, el castigo y los signos de desaprobación mostrando un afecto
explícito a sus hijos.
Teniendo en cuenta cómo se pueden combinar estos dos factores, Baumrind describió
tres tipos de estilos de crianza de los padres. Maccoby y Martin (1983) definieron el
cuarto estilo.
Baumrind (1975) y las investigaciones realizadas han mostrado que los estilos
educativos de los padres producen un gran impacto en el desarrollo de sus hijos. Los
niños educados en hogares democráticos tienden a mostrar a lo largo de los años
escolares una gran autoestima, alta competencia social y un óptimo rendimiento
escolar. Los hijos de padres autoritarios tienden a ser dependientes, no son capaces
de crear sus propios criterios porque les han sido siempre impuestos, son muy poco
asertivos y fácilmente irritables. Los padres permisivos suelen tener hijos, por una
parte, agresivos, rebeldes, impulsivos e ineptos socialmente, pero por otra, pueden
ser activos, extrovertidos y creativos (Baumrind, 1975). En general, es un estilo
educativo que en poco beneficia al niño ya que tiene que aprender fuera del hogar
que en la vida hay límites y normas; tiene que aprender que el entorno social no va a
satisfacer todas las demandas a las que sus padres han ido accediendo a lo largo de
su crianza. Por último, los padres indiferentes son los que crían a los niños con
peores resultados. Los estudios de los jóvenes delincuentes muestran que gran parte
de éstos han sido educados en “hogares” con alta permisividad, nulo apoyo
emocional y gran hostilidad.
Francis Bacon, en su ensayo Sobre los padres y los hijos se refirió claramente a la
posición de cada uno de los hermanos dentro de una familia:
Un hombre verá, en una casa llena de niños, cómo los mayores son respetuosos, el
pequeño es un juguetón, y en el medio hay algunos olvidades que, en ocasiones,
llegan a ser los mejores.
Dos han sido las hipótesis que se han planteado a la hora de estudiar la incidencia
que los padres tienen sobre la relación que establecen sus hijos. Por una parte
tenemos que mencionar la hipótesis de la compensación de hermanos (los
hermanos pueden establecer relaciones muy cálidas debido a la ausencia del cuidado
paterno) que defiende que los hermanos pueden desarrollar una relación más
cercana y cálida, y ayudarse mutuamente a realizar las actividades escolares cuando
se encuentran en situaciones en las que experimentan una relativa carencia del
cuidado paterno. Por otra, aludiremos a la hipótesis de hostilidad (los hermanos
pueden establecer relaciones hostiles si no son tratados de la misma manera por
parte d los padres) por el favoritismo de los padres que postula que los hermanos
pueden desarrollar relaciones hostiles si alguno de ellos percibe que es peor tratado
que el otro.
En relación a la primera hipótesis, Ritvo (1967) señaló que los hermanos mayores
pueden actuar de excelentes sustitutos de los padres cuando éstos no son capaces de
llevar a cabo las funciones de alimentación y protección, ni de asumir las
responsabilidades características del cuidado paterno.
¿En que circunstancias y de qué manera pueden los hermanos mayores ayudar a los
pequeños en superar y progresar en sus experiencias vitales estresantes? ¿Cuándo un
niño busca a su hermana/o mayor en vez de a sus padres para confiarle sus
problemas y necesidades a nivel cognitivo y social que le va planteando la vida?
Bryant (1992) empezó a trabajar con la premisa de que los padres no hablan con sus
hijos en edad escolar sobre las emociones a no ser que decidan tener una charla con
ellos. En estas circunstancias los hermanos pequeños podrían mostrar una gran
tendencia a “buscar” a los mayores a la hora de resolver sus conflictos debido a que
perciben a sus padres como “emocionalmente no-disponibles” para tratar temas
afectivos tales como tristeza, enfado o preocupación. Bryant analizó las
verbalizaciones que los padres o los hermanos mayores mostraban cuando hablaban
con sus hijos/hermanos pequeños y las clasificó en las siguientes categorías:
En este contexto, no sólo los adultos adaptan su habla cuando se dirigen a los bebés,
sino que niños de incluso cuatro años cuando se dirigen a niños de dos, muestran
“clarificadores” en su habla: emisiones cortas y simples, muchas repeticiones y un
gran número de nombres y exclamaciones que atraen la atención del niño más
pequeño. Sin embargo, no se puede concluir que el habla de los niños a los bebés
sea igual que el habla de las madres a los bebés. La primera diferencia es el contexto
en el que esta comunicación se produce. La mayor parte del habla del niño al bebé
sucede en dos tipos de situaciones: cuando el niño prohíbe, restringe o disuade al
bebé y cuando está intentando dirigir la acción del pequeño en un juego compartido.
La segunda diferencia se refiere a la frecuencia de las preguntas: cuando las madres
hablan con sus bebés utilizan muchas preguntas; sin embargo, esto no sucede
cuando los niños establecen una comunicación verbal con sus hermanos. Esto es
debido, fundamentalmente, al deseo por parte de la madre de conocer los estados
emocionales y físicos de su hijo pequeño. Sin embargo, la investigación de Dunn y
Kendrick (1982) arroja resultados que no apoyan esta tesis: sólo un 3% de las
verbalizaciones del niño a su hermano pequeño eran imitaciones totales o parciales
de los comentarios de la madre al bebé. Por tanto, los niños son capaces de ajustar
su habla al nivel del bebé, sin que esto suponga una imitación al habla de la madre.
3. RELACIONES DE AMISTAD
Las relaciones amistosas con el prójimo y aquéllas por las que se definen las
amistades parecen originarse de las de los hombres con relación así mismos. Pues
algunos definen al amigo como el que quiere y hace el bien por causa del otro, o
como el que quiere que otra persona exista y viva por amor del amigo mismo. Esto
es, precisamente, lo que las madres sienten respecto de sus hijos y los amigos que
han discutido. Otros lo definen como el que pasa el tiempo con otro y elige las
mismas cosas que éste, o como el que comparte las alegrías y penas de su amigo; y
esto también ocurre, principalmente, con las madres. La amistad, así, se define pore
alguna de estas maneras (Aristóteles).
La amistad juega un papel fundamental en la vida de los seres humanos. Aristóteles
en el libro VIII de la Ética Nicomáquea defiende que la amistad es lo más necesario
para la vida y que sin amigos nadie querría vivir. El deseo de amistad surge
rápidamente, pero la amistad no.
Para los adultos las amistad no es una relación unilateral en la que una persona es
atraída por otra, la amistad implica una satisfacción psicológica mutua caracterizada
por la comprensión de los sentimientos y pensamientos de ambas personas, por el
cuidado físico y psíquico entre los seres humanos implicados en la relación, por una
comunicación íntima y sincera, por tener unas expectativas de reciprocidad en
relación a los valores fundamentales de las relaciones humanas (magnanimidad,
lealtad, honradez, sinceridad, etc.) y por una estabilidad a lo largo del tiempo que
transciende los conflictos ocasionales. Todos estos aspectos que constituyen lo que
es una verdadera amistad hacen que estas relaciones sean muy valoradas y
gratificantes para los seres humanos por lo que una ruptura podría incidir muy
negativamente en el desarrollo social y personal del individuo.
Sin embargo, las ideas de los niños sobre la amistad no comienzan de esta manera.
Si preguntamos a niños qué significa tener un amigo nos encontramos con muy
diversas respuestas en función de la edad. A pesar de ello, podremos observar que
todos ellos coinciden al expresar que un amigo es más que un compañero de clase,
es alguien con quien comparte un afecto y con el que siente que la relación que ha
establecido es algo especial.
Las relaciones de amistad evolucionan a lo largo del ciclo vital; las expectativas, el
modo de expresar el afecto, las demandas que se hacen al otro, las necesidades que
surgen en las interacciones y los deseos de comunicación e intimidad varían en
función de la edad de los niños, adolescentes y adultos en cuestión.
- Primera infancia. (0-2 años), Howes (1987) sus estudios nos indican que los
niños pequeños inician y mantienen más interacciones positivas con chavales
conocidos que con aquellos que son desconocidos. Además eligen interaccionar
con aquellos niños con los que establecieron buenas relaciones que con los que
tuvieron algún tipo de conflicto. Por tanto, podríamos hablar de un tipo de
amistad ya que el niño elige con quien mantener un intercambio de juego y
manifestar un afecto positivo.
- Etapa pre-escolar (2-6 años). Los niños tienen una visión egocéntrica a la hora
de analizar y entender la amistad (Selman, 1981). No distinguen la propia
perspectiva de las de los demás y son incapaces de reconocer que sus amigos
pueden interpretar la misma experiencia social de manera diferente a como lo
hace él mismo. La amistad en la etapa preescolar (visión egocéntrica de la
amistad. Se caracteriza por encuentros inestables con muchas rupturas de la
relación) se caracterizan por poder mantener una relación de cooperación y de
ayuda recíproca. El cambio fundamental que se produce en esta etapa en
relación con la anterior es que el niño que vive cerca de él y con el que juega a
diario. En líneas generales son amistades muy inestables y dirigidas y/o
controladas por los padres o cuidadores del niño.
- Etapa escolar (6-12 años). Las relaciones de amistad en la etapa escolar (La
visión de amistad se descentra. Existen ya relaciones de cooperación y
reciprocidad) se caracterizan por poder mantener una relación de cooperación y
de ayuda recíproca. El cambio fundamental que se produce en esta etapa en
relación con la anterior es que el niño no está centrado única y exclusivamente
en sus pensamientos y sentimientos, sino que es capaz de entender las
intenciones, deseos, necesidades y emociones del otro. A estas edades los niños
suelen elegir como amigos a aquellos iguales que les muestran cariño, se
preocupan por sus necesidades y demandas y generalmente son del mismo sexo
(Hartup, 1983). Estas relaciones son más duraderas que en el periodo anterior y
pueden mantenerse por mucho tiempo si se forma un estrecho y verdadero
vínculo afectivo..
Los adolescentes conciben la amistad como una relación duradera que se caracteriza
por un conocimiento mutuo de los seres humanos implicados en la relación, y donde
el afecto es una constante en las interacciones entre ellos. El vínculo afectivo está
totalmente establecido y la lealtad, sinceridad, intimidad, confianza, respeto mutuo y
conductas prosociales son fundamentales para hablar de una verdadera amistad. En
esta etapa los adolescentes valoran y eligen a sus amigos en función de sus
características psicológicas (bondad, generosidad, honradez, lealtad, magnanimidad,
etc.) y tienden a buscar amistad en seres humanos que poseen similares inquietudes,
intereses e incluso enfoque vital. Generalmente suelen suponer un gran refugio y
una seguridad emocional a la hora de resolver problemas psicológicos como la
ansiedad o la soledad debido a la relación de rebeldía que, en ocasiones, mantienen
con sus padres. A estas edades los estudios nos indican que existen diferencias de
género en el sentido de que los varones tienden a formar grupos grandes de amigos
mientras que las niñas limitan el número de relaciones al ser más exigentes con la
intimidad que se establece en la amistad.
Podríamos decir que las características generales que Corsaro expone en relación a
como los niños conciben la amistad coinciden en gran medida con las descritas por
Damon (1977) y Selman (1981). En definitiva, pensamos que la aportación más
importante de Corsaro en su trabajo desde la perspectiva cognitivo-evolutiva es
incidir y ahondar en la importancia del contexto social en el desarrollo de los
conceptos sociales. Por ello, insiste en que la génesis del concepto de amistad está
directamente relacionada con las demandas sociales del entorno en el que se
desenvuelve el niño (Lacasa, Pardo y Herranz Ybarra, 1994). Como habíamos
empezado con palabras de el Estagirita (Aristóteles nacio en Estagira, Macedonia).
Quizá es también absurdo hacer del hombre dichoso un solitario, porque nadie,
poseyendo todas las cosas, preferiría vivir solo, ya que el hombre es un ser social y
dispuesto por la naturaleza a vivir con otros. Esta condición pertenece, igualmente,
al hombre feliz que tiene todos los bienes por naturaleza, y es claro que pasar los
días con amigos y hombres buenos es mejor que pasarlos con extraños y hombres
ordinarios. Por tanto, el hombre feliz necesita amigos.
La agresividad en los niños de cuatro a siete años se caracteriza por mostrar celos y
envidia a sus iguales, y por la aparición de juegos violentos. Sin embargo, entre los seis
a catorce años, los niños empiezan a pelearse físicamente y las niñas verbalmente,
apareciendo los primeros síntomas de autocontrol y racionalidad con relación a la
agresividad.
Un dato importante es el género. A partir de los dos años los niños son mucho más
agresivos que las niñas; además, la agresividad de los varones se caracteriza
fundamentalmente por ataques físicos, mientras que las niñas muestran ya sus sutilezas
desde pequeñas al utilizar el lenguaje como “arma de ataque-defensa”. La agresividad y
la violencia se ha ido aprendiendo de generación en generación (los varones cazaban)
dejando a las mujeres unos papeles alejados de la lucha diaria. A las mujeres se las
educa desde pequeñas a no ser agresivas y en caso de tenerse que defender, se tiende a
que aprendan a utilizar el lenguaje en lugar del enfrentamiento físico.
La agresión es, en cierto modo, una forma de interacción aprendida, por lo que las
primeras relaciones familiares podrían considerarse como una variable predoctora de las
conductas agresivas de los niños e, incluso, de una futura delincuencia. No es muy
descabellado pensar que las conductas agresivas se generan en el ambiente familiar y
que de manera no consciente, son los padres los responsables y los docentes de la
agresividad de sus hijos. Se ha observado que los padres de niños con problemas de
conducta agresiva suelen ser bastante duros en sus actitudes y en sus prácticas
disciplinarias (Farrington, 1978; Kazdin, 1985). Además, tienden a preocuparse poco
por el control de sus hijos y la ausencia de reglas supone una de las máximas de la
convivencia familiar. En general, son padres menos afectivos y que dan menor apoyo
emocional a sus vástagos que aquellos padres a cuyos hijos no se les cataloga de
agresivos (Henggeler, 1989). Al igual que las relaciones familiares, la violencia en los
medios de comunicación supone un factor que puede favorecer la aparición y posterior
desarrollo de conductas agresivas. Wood, Wong y Chachere (1991) demostraron que en
un 70% de los estudios llevados a cabo, el hecho de ver películas violentas suponía un
aumento significativo en la aparición de conductas agresivas en los sujetos. Debemos
ser cautelosos a la hora de interpretar estos resultados porque evidentemente no toda
persona que presencia una película agresiva tiene mayor número de sentimientos
agresivos a la salida del cine o al apagar la TV que antes de “deleitarse” con el film. Los
datos indican que sólo aquellas personas que poseen fuertes inclinaciones a la agresión
pueden ver aumentados sus pensamientos agresivos después de ver la película
(Berkowitz, 1993). Debemos buscar la explicación a este hecho en determinados
componentes cognitivos que harían que el sujeto interpretara que los protagonistas de la
película tratan de matar o herir de manera intencionada al otro y que por lo tanto, existe
una relación entre las acciones que ven y la agresión.
Los estudios llevados a cabo al respecto indican que los sujetos agresivos carecen de
estrategias no agresivas en su abanico de respuestas a situaciones aversivas (Cerezo
Ramírez, 1997). Esta carencia podría ser debida a problemas a la hora de interpretar la
información que les viene del exterior y por lo tanto no generar respuestas alternativas a
la agresión.
Según los estudios un gran número de los niños que poseen conductas agresivas suelen
tener tendencia hacia rasgos psicóticos. Además, parecen ser niños extravertidos que
les gusta el contacto social, pero que tienen una manera de interactuar a través de
muchos enfados y muestran sentimientos muy inestables.
Contextos geográficos: aula, pasillos, patio y el bar. Cerezo Rámirez (1997) distingue en
el aula:
Los estudios revisados nos indican a través de sociogramas, encuestas y demás técnicas
de recogida de datos, en casi todas las aulas se pueden observar tres grupos bien
diferenciados de alumnos. En concreto, los alumnos bien adaptados, que son aquellos
que no participan de las situaciones violentas; ni agraden ni son agredidos y, por lo
general, tienen unas relaciones sociales muy buenas con sus compañeros; el grupo de
los agresores que son niños que alteran la marcha del aula; y el grupo más sufridor que
son los niños-victima que son los niños que reciben las continuas agresiones de los
agresores. Desafortunadamente la interacción dinámica que se crea entre los tres grupos
de alumnos mantiene y refuerza la conducta agresiva de los “bullies” (el niño que
abusa, maltrata o intimida a sus iguales) y la situación de victimización de las víctimas.
Esto es debido a que los agresores suelen declarar al resto de sus compañeros que en
realidad sus conductas agresivas son bromas que las víctimas no saben sobrellevar y que
ellos no tienen ninguna intención de hacer daño. Al mismo tiempo, los niños bien
adaptados tienden a tener una actitud pasiva ante las agresiones que observan a su
alrededor y suelen declarar que no es su problema solucionar las situaciones de
violencia.
Las conductas agresivas que los niños pueden manifestar en el contexto escolar pueden
ser diversas. Trabajos de Dot (1998):
Las respuestas que se dan a todo este tipo de agresiones suelen ser expresiones
denominadas “débiles” ya que el niño agredido no suele responder con la misma cara de
la moneda sino que tiende a llorar, pedir auxilio, mantener conductas de sumisión, y en
general, toda conducta que suponga la cercanía de un tercero para que le proteja y le
consuele.
El trabajo de Ekblad (1986) nos da claves sobre lo que le pasa a un niño agresivo (se
muestran así porque se encuentran mal).
Existe una “maldita” correlación positiva entre el castigo que utilizan algunos padres
para mantener el orden en casa y la agresión que posteriormente utiliza el niño en el
aula como mecanismo de interacción social. El castigo debe ser impuesto en el
momento adecuado y no como desahogo de los padres. Además, se deben evitar
castigos físicos que no sirven para nada y pueden dejar importantes secuelas. Existe otra
correlación (en este caso negativa) entre el rendimiento escolar del niño y sus conductas
agresivas. Con otras palabras, aquellos niños que no acaban de adaptarse al sistema
educativo y “fracasan” en el más tradicional sentido de la palabra (suspenden gran parte
de las asignaturas de manera reiterada) suelen ser niños agresivos. En definitiva, cuanto
menor es el éxito escolar, mayor es la aparición de conductas agresivas. Habría que
intervenir de manera preventiva con todos aquellos niños que desde pequeños muestran
un rechazo y una mala adaptación a la escuela para que en el futuro no se conviertan en
los agresores de la clase. La tercera correlación: los niños impopulares en las aulas; es
decir, aquellos niños con los que la mayoría no quiere jugar ni compartir tareas
escolares son los que muestran más alto índice de conductas agresivas. Por último hay
que citar un dato que debería preocupar a más de un padre y/o madre por la cantidad de
ocasiones que dejan a sus hijos viendo la TV para que “no den la lata” y así estén
entretenidos. En el estudio de Ekblad (1986) se encontró que los niños puntuaban alto
en el ítem “ver la TV los días de diario” solían tener una actitud más negativa hacia la
escuela, y además, las relaciones establecidas con los padres se consideraban negativas.
Si las relaciones familiares son negativas es muy probable que el niño establezca el
mismo tipo de interacción en el aula dando lugar a situaciones violentas. Una vez más
nos encontramos con el mal uso (abuso) de la televisión que en vez de tener fines
educativos fomenta la no creatividad del niño, la pasividad y las malas relaciones.
En relación a las características de los agresores típicos diremos que estos niños suelen
ser muy impulsivos y tienen una imperiosa necesidad de dominar a las demás. En
general, son un par de años mayores que el resto de sus compañeros de clase y su
aspecto físico es más bien corpulento y fuerte. Además, como ya se había indicado la
mayoría de los sujetos clasificados en este grupo son de sexo masculino por lo que
tendríamos que volver a la polémica de lo heredado y lo culturalmente adquirido.
Ortega y Monks (Sevilla, 2005) se encontró que los varones fueron más nominados
como agresores tanto por sus iguales, como por los docentes. En cualquier caso, sea
cual fuere la causa y el origen, el dato está ahí: los varones son más agresivos que las
mujeres.
Entre las características de personalidad de los chicos agresivos podemos destacar las
siguientes (Cerezo Ramírez, 1997): alto nivel de ansiedad, de agresividad y de
asertividad. Esta última, en ocasiones se puede traducir en un claro desafío y
provocación. Suelen ser niños sinceros y no se ven en la necesidad de aparentar ser
mejores de lo que en realidad son. En los que test que se les aplican puntúan alto en
psicoticismo, neuroticismo, extraversión y sinceridad. Tienen la autoestima ligeramente
alta y muestran un bajo autocontrol en sus relaciones sociales. Hay que resaltar otro
perfil de personalidad violenta (Olweus, 1993) diferente al que acabamos de describir.
En este caso se caracteriza porque, normalmente, son niños que no toman la iniciativa,
pero dirigen e inducen a la agresión desde la sombra: es el perfil denominado social-
indirecto. Este grupo de agresores “pasivos” suele ser muy heterogéneo, pero siempre
está “repleto” de niños ansiosos e inseguros (Olweus, 1973, 1978).
Las características de las victimas típicas son muy claras en todas las muestras
estudiadas: en principio son niños muy ansiosos y con alto grado de inseguridad
personal. Además suelen ser prudentes, sensibles y con baja autoestima que les hace
sentirse fracasados y avergonzados de su propia situación. Muestran poca asertividad y
son excesivamente tímidos, por lo que tienden a un aislamiento y retraimiento social. En
ocasiones (aquí se desenmascara la crueldad infantil) son niños que tienen un problema
físico o alguna pequeña incapacidad con la que el agresor o agresores se ceban. En
líneas generales no contestan con actitud violenta a la agresión sino más bien se retraen,
lloran y buscan consuelo en terceras personas alejadas del conflicto. En cuanto a sus
relaciones familiares, éstas son mejores que las que mantienen los agresores en sus
familias, pero no llegan a ser consideradas como buenas. Se sienten muy protegidos,
con poca independencia y se quejan de un exceso control familiar (Cerezo Ramírez,
1997). Probablemente nos encontramos ante un estilo educativo permisivo. Sus
compañeros de clase los consideran débiles y cobardes. Además muestran una actitud
pasiva hacia la escuela. Olweus (1993) ha descrito-, en líneas generales, dos tipos de
víctima: la activa, que de alguna manera está siempre provocando al agresor y con
frecuencia informa de que está siendo agredido y la víctima pasiva que tiende a callar y
a sufrir en silencio el “infierno” por el que está pasando. El Informe del Defensor del
Pueblo (2000) declara que las víctimas contarían su situación de sufrimiento en primer
lugar a sus amigos (65%), en segundo lugar a la familia (36%) y, por último, al
profesorado (10%). Sin embargo, no hay que olvidar que entre un 8 y un 20% de los
niños agredidos no les cuentan a nadie su situación de sufrimiento por lo que no es de
extrañar que se suiciden. En algunas ocasiones temen un castigo posterior, piensan que
los profesores o no pueden o no quieren hacer nada, no quieren preocupar a sus padres
o, incluso, se sienten culpables de la situación que están viviendo.
Para evitar esta situación, es muy importante que se tomen medidas preventivas con el
objetivo de disminuir y evitar la violencia escolar. El proyecto SAVE (Ortega, 1997; del
Rey y Ortega, 2001) propone fundamentalmente una intervención preventiva, aunque
no olvida a los niños que están implicados en una situación de violencia escolar. Dichas
medidas preventivas no se deberían aplicar con exclusividad en aquellos centros
considerados “de alto riesgo”, sino en todos; es decir, en todo centro educativo debería
haber un programa de prevención de la violencia. Así podríamos contribuir a que se
cumpliera el deseo de Adorno (1967): Pensar de tal manera que Aushwitz no se vuelva
a repetir.
¿Qué es lo que pasa con estos niños cuando llegan a la adolescencia y juventud? ¿Qué
tipo de vida llevan unos y otros; es decir, ¿tienen secuelas los que han sido agresores y
los que han sido víctimas? Los escasos estudios (Olweus, 1993) no son nada halagüeños
puesto que en ambos casos manifiestan reminiscencias del pasado. En concreto, el 60%
de los chicos de 11 años a los que se les clasificaba como agresores habían recibido, a
los 24 años de edad, como mínimo una sentencia inculpatoria. Además el 40% de ellos
se les había declarado culpables en diversos juicios por delincuencia juvenil. En
definitiva, los niños que en su primera infancia y adolescencia se muestran acosadores y
agresores de sus compañeros multiplican por cuatro el grado de delincuencia, según
consta en los informenes correspondientes. En relación a las víctimas el panorama no es
tan gris, pero tienen sus secuelas: en la edad adulta las personas que han sido
“torturadas” en la escuela son mucho más propensos a la depresión y puntúan más bajo
en autoestima que aquellos sujetos que no son atacados durante la edad escolar. Una
consecuencia trágica puede ser el suicidio. En España se ha relacionado el suicidio de
Jokin con el fenómeno del bullying (del Barrio, van der Meuler y Barrios, 2002; del
Barrio, 2006). Parece como si el sufrimiento por el que pasaron en el aula hubiera
dejado cicatrices en la mente y en el alma difíciles de borrar.
5. A MODO DE RESUMEN