Professional Documents
Culture Documents
Sabemos por la ciencia que todos los seres humanos compartimos la misma
naturaleza. La naturaleza humana es el genoma humano, idéntico en todos
nosotros en el 99,9%. El uno por mil de diferencia genética nos distingue a
unos de otros, y hace que seamos hombres o mujeres, clavos o peludos,
rápidos o lentos, etc. Esto no es una hipótesis, sino una verdad científica, y
puede aplicarse a todos los individuos de nuestra especie que han habitado en
este planeta y a todos los que vengan después de nosotros, mientras los
cromosomas de sus células contengan la misma información genética que
contienen los nuestros.
Hay otra manera de decirlo, quizás más intuitiva y directa, y consiste en afirmar
que el ser humano es todo aquel individuo que ha nacido de padres humanos.
Todos nosotros hemos sido engendrados por una pareja de humanos, macho y
hembra, y por esa razón somos humanos, al margen de que seamos altos o
bajos, más o menos sociables, inteligentes, bondadosos o malvados. Este
criterio nos permite distinguir a los seres humanos de otros animales que no lo
son (desde las hormigas a los gorilas), y nos diferencia de los robots y otras
máquinas "inteligentes", así como de posibles criaturas extraterrestres, de los
ángeles, los dioses, o cualesquiera otros seres que pudiera haber y que
presentaran características humanas sin serlo.
La Persona
También definida como Un ser social dotado de posibilidad(al igual que el resto
de los animales), junto con la inteligencia y la voluntad propiamente humanas.
Persona física
En España, las leyes de Toro impusieron un triple requisito para que un hijo se
tuviese por nacido: Que naciese vivo todo, que viviese 24 horas después de
nacido y recibiese bautismo. El artículo 60 de la Ley del Matrimonio Civil de
1870 suprimió el requisito del bautismo y estableció dos solas condiciones para
reputar legalmente nacida la persona: Que naciese con figura humana y que
viviese 24 horas desprendida enteramente del seno materno. El Código Civil
establece en su artículo 30 que "Para los efectos civiles, sólo se reputará
nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas
enteramente desprendido del seno materno". De la lectura de este artículo se
podría afirmar que el derecho español sigue la teoría de la viabilidad pero el
artículo 29 establece que "... el concebido se tiene por nacido a todos los
efectos que le sean favorables, siempre que nazcan con las condiciones del
artículo siguiente". La doctrina española mayoritaria entiende que de la
compresión conjunta de ambos artículos el sistema español es ecléctico,
puesto que mientras acoge la teoría de la viabilidad para determinar el inicio de
la personalidad, el artículo 29 garantiza derechos al concebido pero no nacido.
Hay que tener en cuenta que en derecho español los fetos en el vientre
materno se denominan nasciturus, y tienen una protección jurídica específica
para el caso de que finalmente nazcan y tengan personalidad jurídica plena. De
esta forma, un niño aún no nacido puede llegar a heredar los bienes de su
padre, si este hubiese muerto durante su gestación. A efectos constitucionales
sobre la protección del feto ante la posibilidad de prácticas abortivas, existe una
sentencia del Tribunal Constitucional (STC 53/85) que declara al feto como
bien jurídicamente protegido y exige su protección, a todos los efectos civiles
(para la consideración como persona se remite a la legislación civil).
Por ello, en España aunque hagan falta 24 horas para que una bebé sea
considerado persona según el Código civil, el homicidio, para ser considerado
como tal, no necesita que se cumplan esos requisitos, sino que basta con que
el bebé haya nacido. Si no hubiese nacido, estaríamos ante un posible delito de
aborto, pero nunca de homicidio.
Por lo tanto, podemos tener casos en los que una persona humana es persona
desde el punto de vista penal pero no civil (nacido con sólo unas pocas horas
de vida). Su homicidio o asesinato daría lugar a consecuencias penales, pero
no civiles (por ejemplo, no habría herencia).
Uno cree que su forma de expresarse es genuina; pero cuanto más se observa
mejor comprende que lo que cree ser se asemeja más a un cuerpo con muchas
caras que a un ser humano con un comportamiento coherente y armonioso.
Un hombre o una mujer pueden brillar puliendo lo que ya son sin salir por eso
de su pequeñez; pero para dar un sentido trascendente a sus vidas no tienen
otro camino que el de universalizar su experiencia ubicándose dentro del gran
acontecer cósmico y humano con equilibrio y sabiduría.
Ningún ser es el centro del Universo; ni siquiera es más importante que otros
aspectos de la realidad. Pero cada uno tiene un lugar único e
irremplazable en el Mundo.
Cada uno debe ser consciente de la relevancia que tiene su vida para el
conjunto de la sociedad en que se desenvuelve, para su familia, sus amigos y
para quienes dependen de él, de su experiencia en el núcleo en que vive. Esto
lo lleva al siguiente punto de su trabajo interior.
Respetarse a sí mismo.
Cuando uno está pendiente de lo que le pasa vive para sí mismo. No percibe
los puntos de vista ni las necesidades de otros. No se da cuenta que al mirarse
sólo a sí mismo e importarle sólo lo que le ocurre desecha la posibilidad
de expandir su conciencia. La vida se escurre entre sus dedos mientras oscila
entre sentimientos de irritación, exaltación o depresión.
No ayuda que uno se irrite cuando le pasan cosas que le desagradan, porque
el enojo no evita los errores cometidos ni cambia la realidad. Las
equivocaciones son valiosas cuando se usan para aprender a no a caer en los
mismos errores y a mantener un espíritu de humildad.
No ayuda que uno se exalte cuando tiene éxito, porque la exaltación no mejora
lo ya realizado y gasta la energía que se necesita para dar el próximo paso en
el desenvolvimiento. Cuando se usan los triunfos para vivir de su recuerdo o
para sentirse más que los demás, se pierde su fruto. Los éxitos son
realizaciones cuando sirven para seguir adelante, aunque la próxima etapa sea
difícil e incierta.
Puede ocurrir, como sucede a menudo entre padres e hijos o entre hermanos,
que la unión implique un fuerte lazo emocional, pero, sin embargo, haya cierto
desentendimiento, aunque no ruptura explícita. La relación es sólida en
apariencia, pero no se participa de los proyectos de los otros: se considera que
se salen del patrón de vida propio o que se alejan de la escala particular de
valores. Sin embargo, una cosa es no compartir ni apoyar situaciones
concretas de la vida, y otra no atender a la persona.
Que una relación sea incondicional no significa estar para todo y en todo
momento. El que alguien pueda contar con nosotros no implica que nuestra
disponibilidad sea constante y sin límite de tiempo, sino que nuestro ánimo e
intención es de acompañamiento, aunque puedan darse algunas circunstancias
que impidan poder plasmar esa voluntad. El compromiso se adquiere desde la
libertad y la consciencia. Desde esa perspectiva se podrá afirmar que el
compromiso es verdadero y maduro.
La asunción del compromiso con el otro ha requerido que nos hayamos parado,
escuchado, conocido, atendido y estemos siendo para nosotros mismos el
mejor de los acompañantes. A partir de esa aceptación personal, sin juicios de
valor y sin castigos consiguientes, lograremos establecer relaciones maduras y
equitativas con los demás. El autoanálisis responsable estimula la visión e
interpretación de las otras personas, de sus actos y sus circunstancias. Se
descubrirá de manera acertada el grado de vínculo que se quiere establecer.
Sea cual sea, deberá estar sustentado en la seguridad. Representa un soporte
básico que condiciona las relaciones, porque refuerza la confianza en nosotros
mismos. Este bienestar lo transmitiremos en nuestras relaciones.
Para que una relación, sea de amistad, familiar o amorosa, pueda consolidarse
y perdurar en el tiempo es necesario que las dos partes estén en la misma
sintonía; es decir, que ambas quieran y esperen lo mismo de la relación. Es
básico:
• Dedicar tiempo, esfuerzo, mimo y cuidado a la relación.
• Presentarnos como somos, es decir, desde la autenticidad.
• Permitir que la otra persona se exprese como es, evitando los juicios de
valor y promoviendo una escucha atenta, abierta y positiva.
• Evitar los obstáculos y promover la fluidez en las puestas en común.
• Hacer del respeto y la confianza la base de la relación.
Relación de amor
Dios creó al hombre para el amor, lo hizo capaz de amar y de recibir amor,
porque lo creó a imagen suya y Dios es fundamentalmente amor. Por eso Dios
llama al hombre a una comunión de amor con Él y sólo su amor puede llenar el
corazón del hombre en plenitud de duración, calidad e intensidad. Desde un
principio aparece el mandato del Señor al hombre para que ame, en primer
lugar a Él y luego al prójimo: «Escucha, Israel: e) Señor nuestro Dios es el
único Señor, Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy.
Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si
vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una
señal, y serán como una insignia entre tus ojos» (Dt 6,4-8).
Pero también desde el principio Dios hace saber al hombre que la
demostración de que le ama y su propia felicidad consisten en obedecerle y
guardar sus mandatos: «¡Ojala fuera siempre así su corazón para temerme y
guardar todos mis mandamientos, y de esta forma ser eternamente felices,
ellos y sus hijos! Ve a decirles: 'Volved a vuestras tiendas'. Y tú quédate aquí
junto a mí; yo te diré a ti todos los mandamientos, preceptos y normas que has
de enseñarles para que los pongan en práctica en (a tierra que yo les doy en
posesión. Cuidad, pues, de proceder como el Señor vuestro Dios os ha
mandado. No os desviéis ni a derecha ni a izquierda» (Dt 5,29-32).
El Maestro no se anda con rodeos a la hora de afirmar la relación que hay
entre el amor v la observancia de la Palabra de Dios, en lo que se refiere a El,
pero también en relación con el Padre, porque al fin y al cabo quien ama a uno
ama al otro: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me
ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo !c amaré y me mani-
festaré a él... Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en El. El que no me ama no guarda mis
palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha
enviado» (Jn 14,21.23-24).
Si al hombre del A. Testamento le dio Dios el mandato del amor, con mayor
razón y en mayor grado se le pide al discípulo de Cristo que ha sido bautizado
en el amor de Dios, porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». El Espíritu Santo nos
capacita para amar de una manera nueva, que es la de Cristo, como nos
recuerda el Concilio: «El Señor Jesús envió a todos el Espíritu Santo para que
los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma,
con toda la mente y con todas las fuerzas (Mt 12, 30) y a amarse mutuamente
como Cristo les amó» (LG 40,1°).
Relación de servido
La dignidad del hombre está relacionada con su imagen y semejanza con Dios
y la misión que Dios le encomienda, que directa o indirectamente no es otra
que el servicio a su Creador. La mente y el corazón del hombre que responde a
la llamada de Dios tienen que estar dirigidos a Dios y pendientes de su
voluntad. Este es el primer servicio, que engloba a los demás. Dentro de este
complejo mandato ocupa lugar principal el culto que el hombre debe a Dios y
que el Señor ha puesto a su alcance para que el hombre participe en la acción
de gracias, la alabanza y la adoración que merece de parte de las criaturas.
Dios no tiene necesidad del hombre, no carece de nada, esto es evidente,
porque su felicidad no puede ser aumentada ni disminuida, pero ensalza al
hombre hasta hacerle partícipe de un servicio propio de ángeles y bie-
naventurados.
En el N. Testamento podemos rendir este culto a Dios por medio de
Jesucristo, nuestro Sumo y eterno Sacerdote, en el cual estamos injertados por
el bautismo y de cuyo sacerdocio participamos. En Él. con Él y por Él podemos
acercarnos al Padre Todopoderoso, desde nuestra filiación divina participada
en Cristo y darle gracias o alabarlo de primera mano, así como participar en el
servicio de la adoración e intercesión al lado de los ángeles y bienaventurados
que mantienen viva la liturgia celestial eternamente.
El camino del amor es el que nos conduce a la casa paterna: «La vocación
más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión
con Dios... Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando
reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador»
«El Espíritu Mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos
hijos de Dios» (Rm 8,16)
Cuerpo y alma
¿Y espíritu?
Parece lógico que, si decimos que en el hombre hay una semejanza con Dios
partiendo de su inteligencia y su voluntad, mayor peso debe tener el hecho de
que el hombre es también espíritu como nos recuerda San Pablo, porque es el
Espíritu de Dios el que se une a nuestro espíritu (Rm 8,16).
Es esencial comprender que el espíritu del hombre está habitado por el Espíritu
Santo, que se une a él para suscitar en nosotros la oración, hacernos tomar
conciencia de nuestra calidad de hijos en el Hijo y gritar con Jesús Abbá,
Padre» (p. 33).
En las capas profundas de nuestra alma, en las estructuras tan poco conocidas
del ser, se encuentra un dominio particular, estrechamente relacionado con
nuestro espíritu, y que juzga, que da testimonio de nuestro estado del alma, de
nuestro estado interior. Esto es la conciencia del bien y del mal, la que
murmura a nuestro corazón si nosotros estamos más en la luz o más en la
tiniebla, la que suscita en nuestro ser profundo esa intuición apenas perceptible
de que lo que hacemos está bien o no está bien ante Dios.