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Desde el siglo XX la renta petrolera ha estado en el centro del debate público venezolano.
Comenzando nuestra historia petrolera, se presionó por aumentar la participación del
Estado en los ingresos del sector. La estrategia era utilizar los beneficios fiscales de la
renta para industrializar otros sectores. Otra arista, similar en esencia, fue la siembra del
petróleo: usar la renta para impulsar la agricultura. En los últimos 20 años prevaleció un
discurso que clamaba por el desarrollo endógeno y la repartición social de las riquezas.
En 2017 se cumplirán 100 años del primer barril de petróleo exportado y el discurso
político aún discute el rentismo. Mientras tanto, la economía y la población sufren las
consecuencias de los pocos avances hechos para aislar el país de los vaivenes del mercado
petrolero.
Una estrategia que aproveche la renta parte de dos elementos esenciales: en primer lugar,
de atenuar los efectos de un recurso volátil sobre la realidad nacional. En ese sentido,
debe entenderse cómo las rentas distorsionan, impulsan o restringen el proceso de
decisiones políticas. En segundo lugar, debe examinarse la dinámica económica a la que
se enfrentan las economías petroleras, especialmente el problema de la productividad y
los incentivos al reparto. La dinámica política tiene la clave y son esos elementos los que
examinaremos en adelante.
La caída del precio del crudo en los ochenta trajo más que transformaciones económicas.
Una importante reforma del sector público buscó la descentralización política para
disminuir la discrecionalidad presidencial y diversificar los mecanismos tributarios,
aumentando ingresos por concepto de impuestos sobre el resto de la economía. La crisis
política se acentuó, por lo que se precipitaron conflictos en el interior de los partidos,
abstención política y descontento, intentos de golpes de Estado, entre otros.
Aunque Venezuela atravesó entre los ochenta y los noventa la dolorosa ruptura de uno de
los ciclos, la lección fue insuficiente. El auge del precio del petróleo provocó el ciclo
político de la última década. La tentación de cualquier político de aprovechar las rentas
para tener popularidad y otros beneficios era muy alta, aunque el agotamiento del modelo
era previsible. La discrecionalidad en el manejo de las rentas incentivó prácticas
clientelares y captura de rentas que desvió recursos de la producción y la provisión de
bienes públicos a prácticas que no incentivaron la productividad. Esto deja hoy a la
población en una posición vulnerable.
La reforma de la Ley del Banco Central y la creación del Fondo de Desarrollo Endógeno
(Fonden) permiten que el gobierno nacional disponga de las rentas a través de este fondo
y de PDVSA, disminuyendo sus compromisos constitucionales con las Alcaldías y
Gobernaciones. También disminuye la capacidad de la Asamblea Nacional de controlar
el gasto, porque estos fondos son administrados independientemente del presupuesto. Sin
supervisión de los poderes públicos de contrapeso, escasea la evaluación objetiva de los
programas.
Tampoco se lograron los objetivos del “desarrollo endógeno” y la lucha contra la pobreza.
Durante los últimos veinte años se trató al gasto como si fuese “inversión social”.
Siguiendo tal modelo se realizaron cuantiosos aportes a los programas sociales de
misiones de PDVSA y al Fonden. El proceso de decisión de administración y reparto de
las rentas aumentó la discrecionalidad del Ejecutivo. Estos programas aprovecharon un
nuevo marco legislativo que permitió manejar extra-presupuestariamente las rentas.
Por tanto, existe una deuda pendiente, ya no de sembrar el petróleo, sino de sembrar en
el petróleo: producir y exportar conocimiento, tecnología y servicios relacionados a la
industria petrolera e industrias conexas. Esa cadena es parte de la tecnología y
conocimiento que puede generar desarrollo aprovechando enclaves existentes. Es un
proceso que debe fundamentarse en la apertura a quienes tengan conocimiento y
capacidad para ser competitivos.
No todo país con abundantes recursos se expone a los ciclos de precios del recurso. Quizás
hace falta decirlo: no hay algo inherentemente malo en la economía del país. El petróleo
no es una condena si el país aísla su ciclo político y económico de la volatilidad de ese
mercado.
Además, Venezuela tiene una deuda pendiente desde la nacionalización. Cuando en los
años setenta se nacionalizaron los hidrocarburos, se estatizó una industria que tenía una
pequeña pero prometedora participación del sector privado. Venezolanos que
emprendieron en la extracción de crudo y hoy pudiesen exportar su conocimiento y
tecnología como un producto de valor.
Se trata de una deuda con los ciudadanos para permitir su participación en el sector de los
hidrocarburos. Más allá aún, para cambiar la relación del ciudadano con el petróleo y el
Estado, y disminuir el papel del gobierno en la administración discrecional de los
recursos. Hoy, con bajos precios del petróleo, tenemos una oportunidad histórica para
impulsar limitaciones a la capacidad del Estado para gestionar las rentas, una reforma
necesaria para alcanzar una senda de desarrollo de largo plazo, fuera de los ciclos de
dependencia y volatilidad de la renta.
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