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Romanos 8, 28

La mañana despuntaba lentamente y a través de la ventana se colaba en la habitación como un


duende cauteloso. Poco a poco tornábanse rosadas las nubes finas que adornaban el cielo y éste
parecía ruborizarse, como avergonzado de su majestad. La única planta que había en el patio —un
helecho—, cubierta de rocío, lucía fresca y airosa. El perro, enroscado en el umbral de la puerta de
entrada, gruñía y tiraba tarascones a una mosca que le había perturbado irremediablemente el
sueño. En la habitación, donde no había más que una cama, una mesita de luz despojada de todo
menos de un radio-despertador y una cajonera bajita, no se oía otra cosa que el murmullo de las
maquinarias de la fábrica de al lado, el silbido de Fidel, el dueño de la fábrica, que desentonaba un
tango, y dos bichofeos que en la distancia trinaban dialógicamente. A Facundo lo despertaron sus
propios ronquidos cuando súbitamente callaron maquinarias, silbido y bichofeos: las maquinarias,
por el apagón; el silbido, porque Fidel no sabía putear y silbar a la vez; los bichofeos, no se sabe.
El radio-despertador marcaba las 6:55. Todavía no hacía un año. Sacudiendo los pies,
Facundo se quitó sábana y frazada de encima, se desperezó largamente, acomodó las manos detrás
de la cabeza y sus ojos, todavía pesados, se fugaron por la ventana, perdiéronse en el paisaje,
anclando en la nada. Un ratito más tarde se dio cuenta de que su helecho había crecido, cuando vio
que una ramita asomaba por encima del marco de la ventana. El hecho lo extrañó, porque nunca lo
regaba. Esto lo llevó a pensar en la vida, en cómo siempre se abre paso, y después en la muerte, en
cómo siempre se abre paso. Luego se preguntó si la vida y la muerte acontecen por azar —o sea por
ningún motivo— o por voluntad de algún dios —o sea por motivos insondables, que para los seres
terrenales valen tanto como ningún motivo—. La idea de que todo venga a la existencia
casualmente sin otra finalidad que esfumarse un día cualquiera ante la impávida mirada del
universo, le parecía insoportable, pero la segunda idea, la de un dios progenitor empecinado en
aniquilar su propia creación, ¡era tan inverosímil!
En sus años noveles, sin embargo, fue creyente. Sabía de memoria un par de versículos de la
Biblia, los más dulzones, los que no hablan de la cruz, aquellos que mejor pudiera acomodar a sus
propios intereses o que dieran lugar a interpretaciones diversas. Romanos 8, 28 era su favorito.
Cada vez que tenía dolor de muelas, como era alérgico a la novocaína, pensaba en Romanos 8, 28;
mientras su padre lo azotaba —su padre no era creyente— por robar limones del árbol de Don
Pedro, un viejo vecino que vivía con doce gatos y al que le faltaba una oreja, cuidando que el hombre
no lo oyera, susurraba en medio de los tormentos —como una grandiosa paliza: así debía ser el
infierno, pensaba de chico—, Romanos 8, 28; cuando al abuelito le diagnosticaron un cáncer
fulminante, 8, 28 de Romanos; así operaba su fe y así funcionó hasta el accidente.
Todo vestigio de pereza se esfumó en un santiamén cuando se acordó del accidente. Se puso
en pie de un salto y corrió a la habitación de su hija, la menor. Entreabrió la puerta y observó su
cuerpo magro con detenimiento. Sacudía las piernas con nerviosismo y sus dedos galopaban sobre
el marco de la puerta. “Respira”, pensó, y más aliviado, aunque profundamente triste, fua a lavarse la
cara, no sin antes dejar entrar al perro —y, sin quererlo, a la mosca—, que de tan eufórico se
chocaba las cosas, mientras en su mente, rabiosa mente, como aquel día ominoso, no dejaba de
repetir: “Romanos 8, 28 las pelotas”.

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