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Si de verdad quieres ayudarme, guarda silencio, respeta mi espacio y déjame en soledad.

No
me digas que me lo advertiste, que siempre caigo en el mismo error, que no tengo
remedio…no intensifiques más mi sufrimiento. Solo por una vez, entiende que a veces, la
mejor manera de ayudar es “no ayudar”, muéstrame tu empatía, tu comprensión pero solo
por hoy, al menos, quédate al margen.

Decía Theodore Roosevelt que entre hacer lo correcto y lo incorrecto hay algo mucho peor: no
hacer nada. Esta visión responde sin duda al clásico enfoque de la mentalidad política,
temerosa siempre del inmovilismo, del votante que no toma partido o del supuesto aliado que
no da el paso al frente. Sin embargo, el presidente Roosevelt se equivocaba, porque no hacer
nada es en realidad una tercera opción muy válida, y de hecho a veces, es la más idónea.

“Cualquier ayuda innecesaria es un obstáculo para el desarrollo”

-María Montessori-

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Ahora bien, el mayor problema de todo esto es que en el inconsciente colectivo se asume
que la falta de acción o la pasividad es un signo de que lo que ocurre no nos
importa. Entonces, ¿cómo entender entonces que en ocasiones es mejor optar por el
inmovilismo, por no ayudar, por mirar, callar y dar un paso atrás?

En psicología se dice muchas veces que en los momentos más complejos la mente nos
impulsa a emitir las respuestas más sencillas, ahí donde los heurísticos, esos atajos mentales
tan fascinantes del pensamiento humano, son a veces los más acertados. Así, cuando vemos a
un amigo sumido en la incertidumbre de dejar o no un trabajo o a un hermano enfadado por
una decepción sufrida, a menudo, escuchamos una voz interna que nos dice aquello “déjalos
solos, déjales espacio para pensar para decidir o aceptar la situación”.

Porque a veces, al privar a las personas de sus propias luchas, les quitamos una valiosa
oportunidad de aprendizaje y de crecimiento personal.

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Hay quien sencillamente no necesita ser salvado

Cuenta una historia oriental que un hombre se encontró una vez el capullo de un gusano de
seda en un parque. Preocupado por esa pequeña criatura y temiendo que alguien lo pisara o
que algún animal se lo llevara, decidió cuidarlo él mismo poniéndolo en una caja, para así,
atenderlo con paciencia y atención.

Al llevarlo a casa vio algo que llamó su atención: el capullo estaba ya muy avanzado y se veía
incluso un orificio por donde la mariposa luchaba por salir. Empeñado en su idea de ayudar, no
dudó en coger unas tijeras y cortar algunas partes del capullo para agilizarle el trabajo al
insecto. Su intención era noble, no hay duda, pero las buenas intenciones no siempre traen
buenos resultados.

Porque lo que no sabía aquel hombre es que la naturaleza tiene sus propios ritmos, sus
tiempos y sus principios intocables, aún más, que hay procesos para los cuales toda ayuda es
sencillamente, perjudicial. La mariposa emergió con las alas pegadas al cuerpo y mientras
nuestro protagonista esperaba con esperanza que poco a poco las desplegara con total
hermosura para empezar a volar, lo único que pudo contemplar es al pequeño insecto
arrastrándose en círculos hasta que finalmente, este dejó de moverse. Murió.
Hay quien no necesita ser salvado porque, sencillamente, no está en peligro. Hay sufrimientos
que uno mismo debe experimentar para florecer, ahí, en la privacidad del propio capullo, en
la tersura envolvente de la propia tristeza, en los recovecos pegajosos de las dudas y
las decepciones.

Hay trayectos que las personas deben hacer en meticulosa soledad sin necesidad de auxilio, sin
la obligación de ser salvados por quien enarbola de forma constante la bandera de las buenas
intenciones o de los grandes sacrificios sin sentido.

Ayudar no siempre es necesario, pero…¿cómo saberlo?

Decía María Montessori que cualquier ayuda innecesaria lo único que consigue es entorpecer
el desarrollo. Esta idea tiene sin duda mucho que ver con el concepto de “Zona del desarrollo
próximo” de Lev Vygotski. Un concepto que, aunque se aplique ante todo al ámbito de
la educación, podría extenderse a muchos de nuestros entornos y relaciones más cotidianas.

La “Zona de desarrollo próximo” nos dice que que para mejorar las habilidades de alguien hay
que darle la ayuda justa y necesaria para que desarrolle sus propias potencialidades. Ello
implica, por ejemplo, no asumir responsabilidades que no son nuestras e identificar los puntos
en los que nuestra ayuda es realmente un estímulo para el aprendizaje y en qué grado.

“Ayuda a tus semejantes a levantar la carga, pero no te consideres obligado a llevársela”

-Pitágoras-

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Somos muy conscientes de que no siempre es fácil saber dónde están los límites, donde esas
fronteras donde “el no hacer nada” es admisible y recomendable. No lo es porque al instante
asoman las elucubraciones sobre el sentido de la responsabilidad, y más cuando las personas
que pasan por un mal momento nos son significativas. Además, aunque el cerebro, desde un
punto fisiológico no hace juicios, la conciencia sí.
Así, algo que deberíamos tener claro en primer lugar es que no es bueno prestar siempre una
ayuda devota, constante e ilimitada. El resultado podría ser desastroso: esas personas
podrían volverse pasivas, egoístas y desarrollar una férrea dependencia hacia nosotros
mismos. La clave está en advertir cuándo hay situación de vulnerabilidad real y tener muy claro
qué es lo que de verdad necesita esa persona.

En ocasiones, la mejor ayuda es saber escuchar o simplemente “estar” sin hacer ruido. Que
la otra persona tenga constancia de que estamos ahí para ellos si así lo quieren, que podemos
ser ese hombro en el que llorar si lo desean, esos ojos en los que confiar o esa persona que
sabe respetar distancias y soledades cuando lo necesiten.

Podemos, en esencia, ser ese rayo de luz que ilumina en un momento puntual, limitado y fugaz
para después dejar ir, para permitir que esa persona extienda las alas y deje de avanzar en
círculos. Sin embargo, también podemos no hacer nada, una opción tan válida como
terapéutica a veces.

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