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En Fuego en Casabindo (1969), Héctor Tizón configura una imagen poética del espacio de la Puna porque
pretende re-crear ese mundo afectivamente a través de su memoria. Este espacio escritural no está
configurado desde una visión objetiva sino desde la afectividad del que lo vivió y amó, desde la experiencia
íntima y personal. Los espacios en Fuego en Casabindo no son referenciales, sino que asumen valores
afectivos, tienen gran importancia en el andamiaje constructivo del relato y determinan un tipo de lectura de la
novela, la lectura poética.
RESUMEN Fuego en Casabindo ficcionaliza desviaciones del regionalismo argentino a partir de una
programática ubicación fronteriza, geográfica y literaria, que sustenta la indagación de identidades íntimas y
colectivas, complejizando las construcciones de la memoria. Ante el quiebre entre un pasado épico y un
presente árido de futuro, la ficción opta por la frontera y el reconocimiento presente del otro, afirmándose
como cultura de un mundo derrotado. La reconstrucción de acontecimientos violentos de la historia argentina,
desde versiones orales tamizadas por una cosmovisión mítica, conforma el relato de silenciosos derrotados,
fragmentados en identidades agonizantes revitalizadas por una literatura absuelta de residuos regionalistas.
Sinopsis:
En un remoto rincón de la puna, los sobrevivientes recuerdan, como en sueños, una batalla lejana. Buscan en
el pasado las huellas de ilusiones perdidas. Hilvanan cantares, imágenes y escenas para rescatar en esos
fragmentos el sentido de la vida y recuperar así las esperanzas.
Poderes enfrentados, destierros, luchas, amores esquivos, muertes, encuentros y desencuentros: con el paso
del tiempo los hechos parecen cambiar de lugar y de sentido se confunden las víctimas y los victimarios.
La memoria vuelve entonces a lo esencial: hombres y mujeres alejados de toda forma de heroísmo, que se
debaten en las sombras en busca de una verdad que acaso no existe.
resumen
Esta es una historia mágica de vencedores y vencidos. Tan mágica como la misma Casabindo, pequeñita
localidad escondida entre cerros protectores en la Quebrada de Humahuaca. Cuenta la historia que allí por
1870 tuvo lugar la Batalla de Quera, en la cual perece Doroteo, líder Kolla. Puesto que Doroteo devino en
víctima del Mayor López y ¿su alma huyó¿ sin haberse reconciliado previamente la víctima con su matador, la
reiterada aparición de Doroteo atormentó a López hasta que este se suicidó.Pero mientras la historia
transcurre el lector puede pasearse por la puna en medio de elegantes y fantásticos relatos. En Casabindo el
cielo de la puna acaricia la tierra con el fulgor de sus días y las noches cubren los sueños de sus habitantes
con un manto de estrellas. Allí los vivos están más vivos, los toros tienen vinchas de colores y los muertos se
engalanan con florcitas de papel pintado para no extrañar las comparsas del carnaval.
Extraño es que esa noche en La Lucila es la que más claramente se registra en el archivo personal. Estaba
iniciada la gran fuga al exilio. Tizón y su familia se resignaban a seguir ese camino. Poco después lo haríamos
también con Micaela y nuestros tres hijos. El exilio corta una relación, la amistad no se perdía, pero se
nublaba la intimidad de las charlas, de la consulta, de la felicidad que producía lo más querible en Buenos
Aires o en Jujuy. Mantuvimos una nutrida correspondencia entre octubre de 1969, a poco de la publicación de
su primera novela, Fuego en Casabindo, y mediados de los noventa, cuando el teléfono reemplazó a la
esquela manuscrita.
Aquella noche de 1976 puso fin a la fantasía de ser vecinos aunque fuera con 1500 kilómetros entre casa y
casa en un país que nos pertenecía. Londres y Madrid parecían estar separados por diez o cien mil
kilómetros.
La pesadilla ya se le había arrimado a Tizón; primero cuando a un joven abogado, Jorge Ernesto “Dumbo”
Turk, se lo llevaron los sicarios de Videla del bufete del poeta y abogado de presos políticos Andrés Fidalgo
(1919-2008), preso él también de una dictadura que precedió al terror. Y luego Alcira, hija de Fidalgo, detenida
en Buenos Aires en 1976. Cayó por segunda vez, a los 26 años, en 1977, y fue desaparecida. Tizón, abogado
laboralista, estaba marcado. El exilio lo alteró, lo hizo un escritor de otra marca, con el mismo idioma, claro,
con una desazón subyacente.
Ahora, en su casa en el barrio Los Perales de la capital jujeña, Flora Guzmán recordaba que nos
reencontramos por algún trámite, a unos días de aquella despedida en La Lucila en 1976, en la confitería de la
estación Retiro. “La conversación no duró ni quince minutos. ¿Te acuerdas? Cada uno de nosotros miraba
para todos lados, menos a quien hablaba o escuchaba. Y vos te levantaste y dijiste: ‘¡Así no se puede hablar,
vámonos!’. Y nos fuimos, asustados.”
Héctor Tizón falleció el 30 de julio de 2012, arrimando a los 83, en un sanatorio de San Salvador de Jujuy.
Yala quedaba a pocos, quizás quince kilómetros, en el corazón.