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Reflexiones sobre la necesidad de la jerarquización en el principialismo

en bioética (t1)
Reflections on the need for nesting in bioethics principlism

Reflexões sobre a necessidade de nidificação no principialismo bioética

Roberto Israel Rodríguez Soriano Ph. D.*1

Recibido: 4 de abril del 2017 · Aprobado: 29 de septiembre del 2017

Doi:

Para citar este artículo: Rodríguez Soriano RI. Reflexiones sobre la necesidad de la

jerarquización en el principialismo en bioética. Rev Cienc Salud. 2018;16(1):XX-XX. Doi:

Resumen

En este trabajo se hace un análisis del principialismo biomédico propuesto por Beauchamp
y Childress en el que asumen una postura no jerarquizada de cuatro principios (autonomía,
beneficencia, no maleficencia y justicia). La tesis que se desarrolla es que hay una
necesidad de jerarquización de los principios en cuanto a su fundamentación ética, ya que,
de otro modo, dicha práctica puede caer en un relativismo y, así, en una afectación en la
integridad y dignidad de los pacientes. De la misma manera, se sostiene la tesis de que el
afianzamiento de la autonomía como principio jerárquicamente privilegiado daría las
posibilidades para generar una perspectiva médica no paternalista que posibilitaría, a su
vez, una práctica profesional acorde con la defensa de los derechos primarios de los
humanos.

1
* Autor responsable de la correspondencia. Copal 247 D 101. Lomas de Tzompantle, Cuernavaca Morelos.
C.P. 62130. Correo electrónico: roberto_rodriguezs@my.unitec.edu.mx, roberto.i.soriano@gmail.com.mx
División de Ciencias de la Salud, Universidad Tecnológica de México —Unitec México—.
Palabras clave: autonomía, dignidad, beneficencia, justicia, no maleficencia, Beauchamp,
Kant, imperativo categórico.

Abstract

This paper presents an analysis of biomedical principlism proposed by Beauchamp and


Childress in which assume a posture nonhierarchical four principles (autonomy,
beneficence, non-maleficence and justice) is made. The thesis developed is that there is a
need for hierarchy of principles, in terms of its ethical foundation, since otherwise this
practice can fall into relativism and thus in an impairment in the integrity and dignity of
patients. Furthermore, the thesis that the strengthening of the autonomy principle would
hierarchically privileged opportunities to generate a non- patronizing medical perspective it
possible, in turn , practice commensurate with the defense of human rights primary is held.

Keywords: Autonomy, dignity, beneficence, justice, non maleficence, Beauchamp, Kant,


categorical imperative

(inicio de epígrafe) —La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los

hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni

el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y,

por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

Miguel de Cervantes (fin de epígrafe)

Introducción (t2)

En 1979 Tom Beauchamp y James Childress elaboraron una reflexión en la que

establecieron una serie de principios éticos para la actividad profesional médica. Esta sigue

constituyendo uno de los pilares teóricos del pensamiento bioético médico estadounidense

y mundial.

Beauchamp y Childress buscan generar un marco de principios de referencia para la

actuación médica articulando criterios utilitaristas y deontológicos. En su propuesta se


establece una serie de principios morales y éticos que resulta ser prima facie. Esto quiere

decir que hay principios éticos generales que pueden ordenar todas las cuestiones de valor

dentro del ámbito médico a través de deberes, y que ninguno de estos (autonomía,

beneficencia, no maleficencia y justicia) constituyen en sí mismos deberes absolutos. Esto

significa que cuando hay un conflicto entre estos cualquiera puede ceder ante otro que en

esa situación resulte más vinculante y produzca una obligación mayor (1).

Uno de los grandes problemas con esta propuesta es la naturaleza relativista de sus

premisas. Los principios, al no establecer una jerarquización categórica entre ellos, pueden

justificar actos que transgredan la autonomía de un paciente (dependiendo del balance de

este en términos de beneficio). En este sentido, no se puede sacrificar la integridad (en

términos de dignidad y respeto a la autonomía) por una solución pragmática de un dilema

moral. En su propuesta, intentan articular una perspectiva deductivista con una inductivista

en la que prefieren adoptar normas ponderadas a normas absolutas.

Por otra parte, una tradición europea ha tratado de cimentar una serie de principios

éticos absolutos que puedan fundamentar la moral. Como lo menciona Diego Gracia, uno

de los planteamientos más importantes en este sentido ha sido el imperativo categórico

kantiano que supone “obligaciones absolutas” que se relacionan directamente con la

autonomía de las personas. Estas serían derivaciones del imperativo categórico y podrían

sintetizarse en los principios de no-maleficencia y el de justicia, o en los mínimos morales o

deberes perfectos de moralidad. La experiencia histórica de estos países (particularmente

las dos guerras mundiales) explica en buena medida mucho de la intención de esta tradición

(1).

En Latinoamérica, también a partir de su experiencia histórica (las guerras de conquista,

la colonización, los genocidios de poblaciones originarias, las dictaduras militares), se


desarrolla una tendencia hacia el afianzamiento de principios éticos en la actividad médica

que sean categóricos y universales, relacionados con un compromiso social y político,

además de una tendencia muy influida por el principialisimo norteamericano y todas sus

implicaciones pragmáticas (2).

En este trabajo se ofrecerá una reflexión interpretativa y crítica sobre el planteamiento

principialista de Beauchamp y Childress para sostener la tesis de que esta formulación

teórica responde a una necesidad legítima de dotar a la práctica médica de un sustento para

la resolución de problemas prácticos, pero que sus fundamentos pueden llevar a un

relativismo inadecuado para la solución de cierto tipo de dilemas éticos. De ahí se asume la

necesidad del establecimiento de principios normativos que guíen la actividad profesional,

fundamentos éticos categóricos y absolutos que contribuyan de manera más adecuada a la

solución de dilemas éticos en el campo de la medicina.

Desarrollo (t2)

Bioética médica y el principialismo (t3)

En el contexto de la reflexión de la bioética, y ante varias revelaciones periodísticas sobre

abusos en investigación biomédica por médicos (principalmente la investigación sobre

sífilis realizada en humanos en una comunidad negra en Tuskegee, Alabama, y la

investigación sobre el curso clínico de hepatitis en niños con síndrome de Down y con otros

problemas de discapacidad cognitiva en la escuela de educación especial Willowbrook en

Nueva York), el Congreso de Estados Unidos creó la Ley para la Investigación Científica

(National Research Act) a partir de la cual se conformó la Comisión Nacional

Norteamericana para la Protección de Sujetos Humanos en la Investigación Biomédica.


Uno de los resultados de esta comisión fue el Informe Belmont (1979),2 en el que se

establecieron tres principios para guiar la experimentación con seres humanos, a saber (3):3

1) respeto por las personas; 2) beneficencia; y 3) justicia (4).

El Informe Belmont desarrolla las implicaciones en cuanto a la aplicación de los

principios. Entre ellas, el “consentimiento informado”, la “valoración de riesgos y

beneficios” y la “selección de los sujetos de experimentación”.

En 1979 Tom Beauchamp, un filósofo de tendencia utilitarista que formó parte de la

Comisión que elaboró el Informe Belmont, y James Childress, un deontólogo cristiano,

profesores de la Universidad de Georgetown, publicaron el libro Principios de ética

biomédica. En esta obra ofrecían un paradigma moral para los profesionales de las ciencias

médicas y de la salud que permitiera delinear elementos teóricos referenciales para la

solución de situaciones concretas en dichos ámbitos. Esta reflexión se concretó en la

propuesta de cuatro principios éticos básicos (5).4

La referencia a estos dos autores en la discusión del establecimiento de principios éticos

en las prácticas médicas es esencial. Sus planteamientos soportan el debate y la discusión

multidisciplinaria sobre la pertinencia y las especificidad de los principios. Sus posturas

han dominado y se han afianzado, bien o mal, en el ejercicio profesional de las ciencias

médicas y de la salud, de ahí la necesidad de comenzar la discusión por estos

planteamientos.

2
Se le denominó Informe Belmont porque la Comisión se reunió en la Casa Belmont, en Washington D.C. Se
tienen por lo menos un par de documentos antecedentes al Informe Belmont que tienen la intención de
establecer lineamientos que guíen la práctica médica y la actividad de investigación biomédica: el Código de
Nüremberg (1948), la Declaración de Helsinki (1964) y la Declaración de Lisboa (1981).
3
Los principios en dicho informe se definen como “juicios generales que sirven como justificación básica
para las muchas prescripciones y evaluaciones éticas particulares de las acciones humanas” (4).
4
El principialismo que desarrollaron de manera sistemática Beauchamp y Childress encontraría réplica en
Los fundamentos de la bioética de Engelhardt (Estados Unidos, 1981), los Fundamentos de bioética de Gracia
(España, 1989) y en Principios de ética en atención de la salud de Gillon (Inglaterra, 1993) (7).
El planteamiento de Beauchamp y Childress (t3)

Tom Beauchamp y James Childress, en su libro Principios de ética biomédica, ya un

clásico en la bioética, suponen que los dilemas morales se presentan en dos formas: “a)

parte de la evidencia indica que el acto x es moralmente correcto, y otra parte que es

moralmente incorrecto, pero en ambos casos la evidencia no resulta concluyente”; la otra

cuando “b) un agente considerado moralmente y no debería realizar el acto x. Se considera

obligado por una o más normas morales a hacer y, pero, debido a las circunstancias, acaba

por no hacer ni x ni y” (6).5

Aquí se encuentra el punto clave del desarrollo de la reflexión principialista. La

exigencia resolutiva del dilema marca la necesidad de establecer parámetros racionales de

análisis y examen. Los principios son referentes en la ponderación del examen racional de

las opciones que se generan y del contexto en que estas se presentan.

Según los autores, los dilemas pueden plantearse por conflictos entre principios o reglas

morales en los que se tiene que hacer una valoración y una ponderación de las obligaciones

que marcan dichas reglas que se encuentran en conflicto y que determinarán la actuación

del sujeto. Esto implicaría que el cumplimiento de una obligación supondría la violación de

otra (6).

La tesis de ellos es que diferentes principios morales pueden plantear conflictos en la

vida moral. Suponen que el conflicto crea un dilema moral. Así, se necesita una

5
Para el desarrollo subsiguiente se utiliza la versión en español de la cuarta edición. Esta anotación es
relevante porque, a lo largo de las siete ediciones de esta obra, ha tenido algunos cambios y correcciones que
han dado elementos para continuar en el estudio, análisis y crítica de esta . Según Osório y Garrafa, en esta
cuarta edición es cuando Beauchamp y Childress comienzan a atender las constantes críticas que iban en el
sentido de que su propuesta carecía de una teoría moral. En su intención de subsanar la deficiencia
incorporaron la teoría de la common morality en la que justificación de la decisión se valora en la existencia
de coherencia entre los fines del acto y el sistema moral (8, 9).
justificación moral para resolverlo. Esta deliberación exige una evaluación entre las razones

morales más convincentes.

Ahora bien, “¿qué es la justificación en ética, y cuál es el método de razonamiento

necesario para alcanzarla?”. En este sentido, destacan tres modelos de justificación

operativos en la teoría ética: 1) deductivismo: modelo de preceptos genéricos; 2)

inductivismo: modelo basado en el caso individual y 3) coherentismo (6).

Descartando el deductivismo y el inductivismo por sus problemas, tanto de establecer

conclusiones generales como particulares, respectivamente, se inclinan por el modelo del

coherentismo. Señalan que bajo este modelo se intenta, siguiendo a John Rawls, un

equilibrio reflexivo en el que el objetivo es llegar a un balance entre lo general y lo

particular. Enfatizan el concepto de juicios ponderados de Rawls en los que la teoría ética

debería basarse,6 los cuales se refieren a los juicios en que las capacidades morales de

quienes participan en la deliberación que puedan ser desarrolladas sin distorsiones. Es

decir, el punto de partida deben ser las convicciones morales que mayor confianza ofrecen

y que suponen el menor sesgo posible (6).

Estos juicios, en la medida en la que son marcos referenciales iniciales para el acto

moral, son susceptibles de ser revisados, en el sentido de que el “objetivo del equilibrio

reflexivo consiste en emparejar, pulir y ajustar los juicios ponderados de manera que

coincidan y sean coherentes con las premisas de la teoría” (6).

Este equilibrio se lograría haciendo una ponderación entre los puntos fuertes y débiles

de un juicio moral, incorporando la más amplia variedad de creencias morales legítimas.

6
A grandes rasgos, Rawls supone que los acuerdos en una sociedad, para la solución de problemas, el
establecimiento de normas y pautas de comportamiento, etc., deben hacerse bajo el supuesto de racionalidad
de los agentes sociales para subsanar la inequidad en el acceso a bienes, servicios o satisfactores básicos (10).
Así, en su lectura, el coherentismo lograría un equilibrio entre el deduccionismo y el

inductivismo, y subsana las deficiencias de cada una de estas posturas de justificación y

fundamentación ética y moral. Es decir, da los elementos necesarios para desarrollar lo que

ellos llaman una “ética práctica”, esto es, una teoría ética que procura incorporar la teoría

con la experiencia moral para optimizar el proceso de toma de decisiones en situaciones de

incertidumbre moral. De esta forma asumen que la relación entre la experiencia moral y las

teorías morales es dialéctica. La coherencia que pretende lograr dicha postura se lograría a

partir del reconocimiento de principios generales y su valoración a partir de casos prácticos

concretos que posibilitarían, a su vez, generar nuevos principios generales.

Mucha de la validez de esta postura recae en la coherencia de la justificación, es decir,

en si existe una coherencia argumental y fáctica en la valoración y la propuesta de solución

de un caso en que se ponen en juego principios y juicios particulares y generales.

Las reflexiones anteriores llevan a los autores a tratar de desarrollar cuáles serían los

principios morales y éticos básicos de las prácticas biomédicas. Bajo la postura

coherentista, suponen que los principios abstractos deben ser desarrollados

conceptualmente y moldeados normativamente para que tengan alguna conexión con

normas de conducta concretas y juicios prácticos. Para esto se tendrían que tomar en cuenta

varios factores, como la eficiencia, las reglas institucionales, el derecho y la aceptación de

los usuarios. La intención es que se tenga una estrategia práctica para resolver problemas

cotidianos.

En otras palabras, se tiene la intención de generar una ética procedimental que pueda

orientar la solución de casos concretos.

El método coherentista, pragmático por principios, les lleva a puntualizar su negativa a

llevar a cabo una ponderación mediante normas absolutas. Para ellos las normas
ponderadas (reglas, derechos o similares) son prima facie y no normas absolutas ni reglas

ordenadas jerárquicamente. A pesar de esto, señalan que “algunas de las normas específicas

son virtualmente absolutas, y por tanto, en general, no necesitan ser equilibradas”. Uno de

los problemas con este supuesto es que no se hace una argumentación y justificación teórica

sobre el por qué son “virtualmente absolutas” (9).

El problema ahora es establecer cómo se debe hacer la ponderación de normas prima

facie. Siguiendo a W. D. Ross, los autores distinguen entre normas prima facie y normas

reales. Para ellos una obligación prima facie representa una obligación que debe cumplirse

a excepción de que entre en conflicto con una obligación de igual o mayor magnitud.7

Según esta propuesta, en la solución de un conflicto entre las normas prima facie, el

agente moral debería establecer lo que Ross llamaría el “equilibrio supremo del bien sobre

el mal” (6).

Ahora bien, ¿cuáles serían los principios “virtualmente absolutos” aplicables a la ética

biomédica que, sin embargo, son principios prima facie? Según su explicación, los cuatro

principios que proponen derivan de la moral común y de la tradición médica: 1) respeto a la

autonomía, 2) no maleficencia, 3) beneficencia y 4) justicia. Junto con estos principios los

autores proponen una serie de reglas: a) reglas sustantivas (sobre la veracidad,

confidencialidad, intimidad, fidelidad, adjudicación y distribución de asistencia sanitaria);

b) reglas de autoridad (sobre la autoridad decisional); c) reglas procedimentales (sobre qué

procedimientos deben utilizarse).

7
La filosofía moral de Ross se construye sobre la premisa de que todos los valores obligan en principio
(prima facie) pero que ninguno es categórico y que debe asumirse como regla a priori para solucionar las
situaciones dilemáticas. Para Ross hay deberes prima facie, los cuales son más o menos un compromiso entre
las personas que implicarían para su ejecución, de la mejor forma posible, la reflexión del caso concreto,
asumiendo la propia incumbencia en la situación real y el deber prima facie como un deber sans phrase de la
situación (11).
1. El principio de autonomía. Los autores definen el concepto de autonomía como “la

regulación personal de uno mismo, libre, sin interferencias externas que pretendan

controlar, y sin limitaciones personales, como por ejemplo una comprensión

inadecuada, que impida hacer una elección”. Establecen dos condiciones esenciales

para que se pueda dar la autonomía: “a) la libertad (actuar independientemente de las

influencias que pretenden controlar), y b) ser agente (tener la capacidad de actuar

intencionalmente)” (6).

2. Principio de no maleficencia. La no maleficencia se presenta como la obligación de no

hacer daño, en otras palabras, implicaría abstenerse de hacer daño de manera

intencionada. De esta manera el principio adquiere la forma imperativa “no harás”. A

su vez adquiere la forma concreta de reglas morales: “No mataras”, “No causarás

sufrimiento a otros”, “No incapacitarás a otros” o “No privarás a los demás de los

bienes de la vida”.

3. Principio de beneficencia. Los autores definen como una acción benéfica toda acción

que pretenda hacer el bien a otras personas. Como principio sería la obligación moral

de actuar en beneficio de otros. Los autores insisten en que no se debería entender este

principio en un sentido utilitario. La beneficencia no es el principio de la ética (es

prima facie), se limita a ser aplicado a partir de sopesar los beneficios, los riesgos y los

costes.

Del principio de beneficencia se desprende el problema del paternalismo en la práctica

médica. Para los autores existe una forma de paternalismo médico que es justificado:

paternalismo fuerte justificado. Este sería justificado si el acto médico evita un

sufrimiento no susceptible de medidas eficaces de alivio al paciente.


4. Principio de justicia. En este se plantea que la asistencia y el seguro

sanitario deben ser de acceso libre a toda aquella persona que lo necesite. Así,

los autores hacen una reflexión sobre el concepto de justicia. La justicia, a

grandes rasgos y de manera sintética, se puede entender como “[…] trato igual,

equitativo y apropiado a la luz de lo que se debe a las personas o es propiedad de

ellas” (6).8

La propuesta de estos investigadores supone como principio valorativo elemental una

evaluación racional en la toma de decisiones. La ponderación, concepto nuclear de la

propuesta de Beauchamp y Childress, supone la determinación que lleva a un acto médico

en pos de aportar elementos para solucionar un dilema. La posibilidad de la determinación

racional, como principio operativo, no bastaría por sí misma como fundamento teórico para

determinar la acción ética, porque la racionalidad misma, en este sentido, tendría que ser

instrumental del acto ético, no la determinación de este.

Para que una postura teórica como la que manejan Beauchamp y Childress pudiera tener

un contenido ético, necesitaría remitir a la justificación de la acción médica. De manera casi

inconsciente y en una especie de intuición de dicho requerimiento teórico, utilizan

elementos de teorías como la de Rawls o de Stuart Mill, de la filosofía moral de Kant, así

como su discusión primaria con la deontología prima facie de W. D. Ross (10).

8
Para ellos los principios que especifican las características relevantes para un tratamiento igual son
materiales, ya que identifican las propiedades sustantivas para la distribución, y esta distribución material
debería hacerse atendiendo al concepto de necesidad. En la necesidad pragmática que ubican de este concepto
definen una serie de principios materiales de la justicia:
1. A cada persona una parte igual.
2. A cada persona según la necesidad.
3. A cada persona según el esfuerzo.
4. A cada persona según la contribución.
5. A cada persona según el mérito.
6. A cada persona según los intercambios del libre mercado.
En el sentido de la inconsistencia teórica del principialismo de Beauchamp y Childress,

una de las principales críticas viene de la llamada teoría de la common morality en bioética,

desarrollada por Gert, Culver y Clouster.

La principal crítica que se hace desde la common morality es que el principialismo no

posibilita fundamentar una decisión moral, de manera que, según ellos, en este se pueden

conjugar elementos de la teoría kantiana, del utilitarismo o de alguna otra teoría.

Por su parte, el enfoque de Gert, Cullver y Clouser se nutre, según las palabras de los

autores, de la idea de la imparcialidad kantiana, de la idea de la moral aceptada por todos

los sujetos racionales que suponen las teorías contractualistas y del “derecho natural”, el

requerimiento de que la moralidad debe ser conocida y aceptada por todos los adultos (12).

Definen la moralidad como un sistema público que tiene dos características: 1) todas las

personas a quienes se aplica la comprenden; 2) es racional para estas personas aceptar ser

guiados y juzgados por ese sistema. Así, la moralidad se caracterizaría por un sistema

público que se aplica a todos los agentes morales (12).

Los autores señalan que no todas las decisiones son racionales. Habría un elemento de

irracionalidad en la toma de decisiones y acciones de los seres humanos. La racionalidad de

un acto se definiría a partir de la valoración de la maximización de satisfacción de un deseo

o una necesidad a partir del acto realizado. El acto irracional se definiría como aquel acto

que es inconsistente con el principio de maximización. Sin embargo, esto supone también

la existencia de un sistema moral en el que los individuos deben actuar a partir de una

racionalidad. Es decir, el sistema moral debe suponer reglas con una racionalidad. Este

principio requiere que haya una “imparcialidad” con respecto a los agentes morales (12).

La imparcialidad se entiende en el sentido de que la norma moral debe estar soportada

por el juicio racional y no debe plantear de modo formal ventajas que se traduzcan en
elementos morales sustanciales (ventajas de algún tipo que vulneren la equidad) para una

parte con respeto de la otra.

En la medida en que un sujeto supone que su acto, guiado por una racionalidad, se

enmarca en el contexto de un sistema moral que se fundamenta, a su vez, en una

racionalidad, este encontraría justificación a su acto. Esto le hace suponer que su relación

moral con otros sujetos recae en la misma premisa que asume para sí: el acto enmarcado en

una racionalidad. Es decir, el sujeto es parte de una sociedad moral y tiene una racionalidad

que le impediría que se aplicaran criterios arbitrarios para valorar sus decisiones y actos

(12). Estos supuestos dan pie a la common morality. Es decir, una moral común, la base de

un supuesto de racionalidad en el sistema en el que actúan agentes morales.

La justificación de un acto moral es la de “Haz tu deber”. Sin embargo, los deberes

pueden desarrollarse en varios roles y relaciones. La importancia de un deber sería la de

mostrar cómo una regla moral general puede ser significativa para una cultura. Así, según

Gert, Cullver y Clouser, no se puede hablar de “deberes” universales. Hay expectativas

válidas de una pretendida universalidad, pero no podría aplicarse a casos prácticos. Señalan

que el “deber” crece y se vuelve más informalmente codificado en las diferentes culturas.

Gert, Cullver y Clouser dicen que, aunque en la literatura médica frecuentemente se recurre

a “deberes” y obligaciones de los profesionales de la salud, estos llamamientos

generalmente son simplemente declaraciones ad hoc (13).

Los principios bioéticos deberían ser vistos como una clasificación de deberes

profesionales del cuidado de la salud con cierto nivel de generalidad. La teoría de la “moral

común” sería más adecuada ya que el principialismo solo explica y justifica los acuerdos de

decisiones morales y no los desacuerdos en el sentido de la contraposición entre principios


o justificaciones médicas en casos dilemáticos; así mismo, la teoría de la “moral común”

explica de manera coherente y clara cómo la “moral común” aplica a la cuestión médica.

Entonces, a modo de resumen, el principialismo es criticado por ser, pretendidamente,

un conglomerado de principios morales que no se deducen de una teoría ética, lo que le da

deficiencia argumental. Por otro lado, al no tener este fundamento, no puede dar una

resolución adecuada cuando hay conflictos prácticos. Efectivamente, en la forma

procedimental se desarrolla la “ponderación” racional, sin embargo, no se puede suplir un

fundamento ético con un procedimiento operativo.

A mi parecer, la teoría de la common morality, a pesar de que hace un intento de

fundamentación, se resuelve en un pragmatismo que elimina posibilidades fuertes de

fundamentación ética. Es decir, si la fundamentación de una decisión y responsabilidad

éticas se remiten a un pretendido consenso común basado en una pretendida racionalidad de

un consenso moral, se abren totalmente las puertas para que, en el contexto médico, se pase

por encima de la dignidad e integridad del ser humano porque dicho consenso, por muy

racional que parezca, no asegura la defensa de la dignidad de los pacientes. Por ejemplo, el

nazismo suponía una racionalidad que fundamentaba sus decisiones. Dicha racionalidad,

que se fundamentaba en un consenso común, permitió que se asesinaran a millones de seres

humanos (pensando también en los múltiples experimentos brutales de “carácter médico”

que se hicieron con los prisioneros en los campos de exterminio). Justamente lo que busca

la fundamentación ética, sobre la fundamentación moral, es el establecimiento de principios

de carácter general y universal.

En el contexto médico estas carencias teóricas, tanto del principialismo como de la

common morality, se vuelven evidentes. La relación médico o profesional de la salud con el

paciente se demarca por una relación, inevitablemente, desigual entre los actores. La parte
médica establece su actividad en un grado activo que hace recaer en un sujeto. Esto quiere

decir que el acto que proviene de un agente activo recae en otro que no es el mismo que lo

realiza. Entonces, dicha actuación debe ser sostenida en el reconocimiento de la parte

afectada. Pero ese reconocimiento, en la posición de vulnerabilidad del afectado, no puede

fundamentarse en un consenso racional, no puede hacerse debido a que los supuestos

materiales sobre los que se basa el consenso racional son en principio desiguales. Esta

desigualdad la origina el estado de afección y de vulnerabilidad del paciente (a la que se le

deben agregar condiciones culturales, sociales y económicas), lo cual debe hacerse bajo un

fundamento ético que pueda asegurar y equilibrar la acción y decisión profesional que se

planea y ejecuta. Desde el principialismo de Beauchamp y Childress se puede argüir que

los cuatro principios bioéticos establecidos (autonomía, beneficencia, no maleficencia y

justicia) se articulan precisamente en la defensa y la procuración del otro, el paciente. Sin

embargo, los criterios no son los suficientes y no aseguran el respeto de la dignidad y

autodeterminación del ser humano, porque la dignidad y la autodeterminación en sí mismas

son cualidades inherentes al ser humano. Entonces, en una ponderación de principios, lo

que se está haciendo es relativizar el reconocimiento de esas cualidades (p. e. el conflicto

que puede surgir en el caso del suicidio médico asistido entre el principio de autonomía y

de no maleficencia). Se podría argumentar que, efectivamente, los principios están

propuestos con el objetivo primordial de resguardar la “integridad” del paciente, bajo un

espíritu hipocrático.

Me gustaría llamar específicamente la atención hacia el principio de beneficencia. Este

supone que el acto profesional siempre debe estar orientado a procurar el beneficio del

paciente. Sin embargo, habría que preguntarse qué se está entendiendo por “beneficio”. El

acto médico se realiza y concreta en una relación desigual en términos de la direccionalidad


de la acción, en términos de la posición activa de la parte médica direccionada hacia una

parte pasiva que es el paciente. Entonces, en esta lógica de la relación parte

médica/paciente, el “beneficio”, objetivo último del acto profesional, recae en la

discrecionalidad del agente activo, de la parte médica. No obstante, la noción de beneficio

solo puede tener fundamento ético en la autodeterminación del paciente, lo cual lleva a

asumir que esta justifica el posible beneficio de un acto médico. Dicha premisa debe

asumirse como un juicio de referencia y de reconocimiento en una relación de carácter

intrínsecamente inequitativa, de manera que si no se finca el fundamento óntico de la

determinación como primario, el beneficio, o la maleficencia o, inclusive, la justicia, se

vuelven principios bastante ambiguos, imprecisos y capaces de justificar un acto que vaya

en contra de la integridad del paciente.

Así, el principio de autonomía debe ser concebido jerárquicamente superior a los demás

principios bioéticos ya que este es el único que puede dotar de un contenido ético y, si se

quiere, también ontológico a la práctica médica profesional. Esto se debe a que la

autonomía se fundamenta en un principio que se asume como una cualidad constitutiva del

ser humano, mientras que los otros se basan en el reconocimiento de algo extrínseco al

propio ser humano. En este supuesto, la autonomía no depende de su reconocimiento como

tal, en supuesto sería inherente del ser humano, una cualidad fundante del ser humano, o,

por lo menos, es como se debería concebir como supuesto para posibilitar la defensa de la

integridad humana. Por su parte, la concreción del principio de beneficencia implica el

reconocimiento y la acción de un “otro”, igual que el principio de “no maleficencia” y el de

“justicia”.

Se podría plantear la pregunta de qué es lo que sucede en el caso de las personas que no

pueden ejercer la autonomía. Esta en la fundamentación kantiana, que se desarrollará más


adelante, solo se asume en la medida en que hay un reconocimiento de la autonomía de los

otros sujetos, de ahí que la autonomía propia del sujeto se vuelve un supuesto de la

autonomía del otro. Entonces, la actuación médica tiene que partir del supuesto de

autonomía del paciente, la pueda ejercer o no. Esto, si bien implica que, efectivamente, el

otro sujeto disminuido en su autonomía no puede ejercerla, sí da fundamento a la actuación

médica que requiere, como supuesto, el reconocimiento de esta en el paciente.

La autonomía, por cuestión de fundamento, lleva a la discusión sobre la dignidad.

La dignidad de la persona humana (t3)

Dos de los conceptos generales, básicos e históricos dentro del campo de la fundamentación

ética son el de persona y el de la dignidad humana (13).

José Luis Jiménez Garrote, en la síntesis que hace de diferentes teorías antropológico-

filosóficasm remarca que para varios autores, entre los que se encuentran Kant y Ortega y

Gasset, para referirse al ser humano en su integridad y para poder admitir un fundamento

ontológico de la dignidad es necesario aceptar que la persona tiene una base ontológica, es

decir, es algo esencial e inherente al ser humano. Esto quiere decir que la dignidad no

puede fundamentarse solo en manifestaciones de la persona como la racionalidad, sino en

una integridad propia del ser humano. Esta perspectiva se presentaría en contraposición con

las posturas que establecen un dualismo esencial en el ser humano que supedita la

“dignidad” a la racionalidad y la autonomía de la libertad (13).

La discusión que se ha establecido entre estas dos posiciones ha sido prolija para la

generación de perspectivas de análisis en los campos de la ética y el derecho. Ha generado,

a su vez, una serie de problemáticas y dilemas éticos cuyas posibles soluciones están muy

lejos de ser establecidas categóricamente, como, por un lado, la cuestión del aborto, de la
eutanasia, la eugenesia, entre otros; por otro lado, las problemáticas que implican las

perspectivas mismas de la actividad médica (una práctica médica de tipo paternalista o una,

más bien, que plantea una horizontalidad entre paciente y parte médica).

Una de las respuestas que ha cimentado la modernidad (desde el Renacimiento hasta los

existencialismos y otras teorías éticas del siglo XX) es que lo que le da su especificidad al

ser humano es su capacidad de autogobernarse y de comprenderse como ser individual y

social. Sin embargo, la pregunta sigue abierta. La definición de lo que es el ser humano es

histórica y contextual a pesar de los intentos que se hacen por universalizar al mismo

concepto. Esto constituye un problema ya que los esquivos de definición imposibilitan

establecer con claridad el concepto llevándolo a un problemático relativismo (14).

En la actualidad la discusión pasa necesariamente por el tema de los derechos humanos,

lo cuales fueron uno de los grandes logros de la modernidad. Suponen el reconocimiento,

procuración y defensa de una serie de características inherentes al ser humano que

configuran su identidad (originaria), su integridad y salvaguarda en múltiples ordenes

(biológicos y psicológicos, por lo menos). Entre estos derechos el de libertad es

fundamento y clave de los demás: “Artículo 1. Todos los seres humanos nacen libres e

iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben

comportarse fraternalmente los unos con los otros” (15).

En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se habla de libertad y dignidad,

los cuales son dos términos que están fundamentados en la autonomía.

Entendemos la autonomía como

(inicio de cita) […] saber pensar y actuar por uno mismo con la capacidad crítica y

la corrección suficiente para no dejarse arrastrar por el ambiente externo o por las
propias pasiones o prejuicios. […] En este caso la autonomía es la misma libertad,

ya que un acto libre es autónomo cuando se actúa desde sí mismo y con

conocimiento de causa (16). (fin de cita)

Entonces, la autonomía es condición de la libertad ya que es la posibilidad de que el ser

humano sea consciente y responsable por sus actos. Se trata de una capacidad para elegir de

manera reflexiva con criterios que, podría decirse, son propios en cuanto a la determinación

de las consecuencias de los actos propios que se valoran según principios axiológicos. Así,

el acto libre, autónomo, es originario (16).

Entonces, se habla de la autonomía como una determinación de la acción por parte de

una voluntad propia, que preferentemente es racional, es decir, reflexiva en cuanto al

cálculo, la valoración y la asunción de las consecuencias inherentes al propio actuar. Es a

través de la autonomía que el ser humano se constituye como tal y adquiere el estatuto y

dignidad de ser humano,9 de ahí que el principio de autonomía se vuelva necesario para

fundamentar la constitución ontológica del ser humano. Sin esta no puede haber ni justicia,

ni cualquier otra cosa. Precisamente en este derecho natural (libertad) recae la posibilidad

de establecer principios de corte universalista como los derechos humanos.

La relación entre libertad, autonomía y dignidad humana se hace evidente. Si bien el

supuesto es que la dignidad es una cualidad inherente al ser humano que no depende de

algún accidente o contingencia, que le da un valor propio, esta requiere de la autonomía,

entendida en su sentido de libertad y autodeterminación para su consolidación (16).

9
La palabra dignidad deriva del latín dignitas, que deriva, a su vez, de dignus y su sentido implica “una
posición de prestigio o decoro”, “que merece” y que corresponde en su sentido griego a axios o digno,
valioso, apreciado, precioso, merecedor” (14).
La discusión sobre el concepto persona y su relación con la dignidad es uno de los

problemas actuales y centrales dentro del campo de la bioética. Gabriel Amegual ha

caracterizado dos grandes posturas en dicha discusión. Por un lado, se encuentra una

postura que trata de definir la calidad de persona (descriptiva o metafísica) a través de una

serie de características que van desde la racionalidad, intencionalidad, actitud, reciprocidad,

comunicabilidad verbal, hasta autoconciencia, que exigen su cumplimiento para la dotación

de la identidad; por otro lado, la postura moral de persona que entiende a esta como aquella

que es capaz de comprender y actuar según principios (valoración de criterios del bien y del

mal). Esto supone que la capacidad moral consiste en ser un sujeto libre, con voluntad y

responsable de sus actos (17).

La tesis que sostengo es que cualquier principio ético fundante, que debe suponerse

como elemento indispensable para tener un carácter normativo, debe tener una raíz

ontológica. Esto pone la problemática nuevamente en el campo de la reflexión

antropológica. Para el concepto de persona desde una formulación descriptiva, si bien se

asume que los elementos que caracterizan a una persona son deducidos de un principio

antropológico, el fundamento ontológico no es explicitado. El señalamiento es que este

concepto debe estar necesariamente relacionado con el de dignidad como su sustrato

ontológico requerido (17).

El concepto de dignidad, que resulta ser el punto clave de la definición del ser humano

(a través del derecho natural y del derecho positivo), supone una superación del

desdoblamiento cartesiano entre la corporalidad y la racionalidad. La capacidad racional del

ser humano no define su dignidad. La integración de la corporalidad al concepto de

“dignidad” se vuelve elemental.

La fundamentación kantiana: el acto ético y el reconocimiento de la autonomía (t2)


La teoría kantiana de la autonomía como principio de la fundamentación del acto ético

supone una posibilidad fuerte de poder cimentar al principio de autonomía como elemento

central de una teoría principialista al volcar la eticidad de la acción a la autodeterminación

subjetiva que permite el reconocimiento de este elemento en la posibilidad del “otro” sujeto

como autónomo.

Señalaba que la práctica médica necesariamente se presenta en una relación

intersubjetiva desigual en la que el personal médico se ubica en una posición desigual en

cuanto a la implicación y las posibilidades del acto con respecto al paciente. Ese, por

llamarlo de alguna forma, desdoblamiento de la eticidad del acto, desde mi perspectiva,

permite, por un lado, la afirmación de la autonomía en la determinación racional del acto y,

por el otro, el reconocimiento de la autonomía intersubjetiva en la formulación del

imperativo categórico, y así, por fundamento, romper la unidireccionalidad de la acción. La

lección la da Kant.

Kant, en la Metafísica de las costumbres, rechaza una moral fundamentada

empíricamente, así como una ética de fines al modo que el utilitarismo supone. Por una

parte, critica que la significación moral sea determinada por los efectos del acto; por la otra,

critica que se fie en un fin supremo, como la felicidad o el placer, para determinar el valor

del acto moral. En ambos casos se está prescindiendo de propósitos y se está soportando en

los fines.

La teoría ética kantiana supone una teleología del acto ético. Dentro de esta el acto

moral persigue un valor: el valor máximo, el de la humanidad. Se debe actuar según este,

de manera que el actuar por deber es actuar de tal manera que las acciones expresen el

valor de la humanidad. En este sentido la teoría kantiana no es una teoría deontológica, sino

más bien una teoría teleológica (18).


En esta argumentación, la razón adquiere el papel primordial de ser rectora de la

voluntad para generar una voluntad buena en sí misma y no como medio a otro propósito.

Ahora bien, la autonomía de la voluntad es para Kant el único principio que puede

fincar leyes morales, en contraposición de la heteronomía que es contraria a la moralidad de

la voluntad. El único principio de la moralidad consistiría en la independencia de la

determinación objetiva. Así, la ley moral no expresa nada más que la autonomía de la razón

práctica: la libertad (19).

El imperativo categórico que puede crear un acto ético tiene que partir de una

fundamentación racional. Lo único que puede probar el principio es la facultad de la

libertad, que, señala Kant, “En otras palabras, no se trata del conocimiento de la cualidad de

objetos que puedan ser dados a la razón, sino de un conocimiento en cuanto puede llegar a

ser el fundamento de la existencia de los objetos” (19).

La libertad para Kant es una acción primera desde el punto de vista causal (causa y

efecto). Para Kant la libertad jamás se da como los objetos en el espacio y en el tiempo,

sino que está relacionada con el concepto de causalidad en la medida en la que esta supone

una causa libre de todas las anteriores causas. Sin embargo, en carácter inteligible, la

libertad y la causalidad no se juegan en referencias a una sucesión temporal de una causa

que produce un efecto que, a la vez, se convierte en causa (como en la ciencia), sino que la

causalidad recae en la acción humana. La libertad desarrolla una causalidad que se expresa

en el deber, pero al ser causa intelectual misma de la libertad, debe representarse

intelectualmente y debe aceptarse libremente como regla de conducta. En otras palabras, el

deber es motivo de la voluntad (20).

La ley moral consiste en que la voluntad obedezca a la razón. Esta es un imperativo de

la razón a la que debe someterse la razón misma.


La autonomía juega una función esencial. La autonomía de la voluntad es el único

principio de toda ley moral y de los deberes. La ley moral expresaría la autonomía de la

razón pura práctica, en otras palabras, de la libertad. El deber es el motor de los actos

morales. El sujeto, al actuar cumpliendo una obligación por motivos morales, al obrar por

deber, está siendo autónomo en la medida en que él mismo se obliga a sí mismo a actuar

por ese deber. De este modo el individuo se vuelve su legislador. Así, el mandato moral será

cumplido solo en el caso en que un sujeto decida cumplirlo con base en la autonomía (19).

Entonces, el sujeto está sometido a leyes morales que adquieren la forma del deber y

que son producto de su propia libertad (dictadas por la propia razón). En este sentido, la ley

moral tiene la implicación de que la ley moral resulta universal para todo sujeto libre y

autónomo, lo cual indicaría que toda creatura racional es un fin en sí mismo (19).

Se trata al otro como fin en sí mismo cuando se le trata como un ser autónomo. Esta

premisa resulta ser el fundamento de la relación ética intersubjetiva en la teoría kantiana.

En otras palabras, es un principio fundante de los deberes de uno hacia sí mismo y hacia los

demás. Así mismo, es la posibilidad de la universalización de la ley moral. Este fundamento

se concreta en el imperativo categórico que se expresa en la ley fundamental de la razón

pura práctica: “Actúa de modo que la máxima de tu voluntad pueda, al mismo tiempo, valer

como principio de una legislación universal” (19).

Ahora bien, pensando el problema específico de la autonomía como posibilidad de

fundamento ético de un acto en el sentido kantiano, una pregunta interesante es que, si bien

el acto ético corresponde a una actuación individual que presume soportarse en una

universalidad, ¿cómo es que ese mismo principio que justifica racionalmente el acto de

manera individual, no termina destruyendo la posibilidad de una relación ética

intersubjetiva? Especialmente si pensamos este problema en términos de la responsabilidad


ética que guarda el médico con el paciente, que, como señalé, está determinada por una

desigualdad intrínseca en la que el primero tiene que asumir el mismo principio de

autonomía que para sí, para el otro, el paciente. Podría pensarse que este problema que

adquiere contornos de una paradoja vuelve a situarnos en la imposibilidad de fincar el

principio de autonomía como rector de un principialismo jerarquizado.

Desde la teoría kantiana, la acción moral, efectivamente, es individual en cuanto al acto

y a la responsabilidad personal, sin embargo, también es una acción intersubjetiva ya que

está abierta a la universalidad de la racionalidad como motor del acto ético. Las tres

formulaciones del imperativo categórico que aparecen en la Fundamentación de la

metafísica de las costumbres tiene las siguientes implicaciones: 1) la universalidad de la ley

moral hace relación con las acciones propias y con la totalidad de los seres libres; 2) el

respeto al otro en cuanto ser libre y el deber de no tratarlo como simple medio. Solo se

realiza la libertad propia solo si se comprende en la intersubjetividad del respeto a la

libertad del otro; 3) la autonomía de la ley moral es la autonomía de todos los seres

racionales llamados a ser colegisladores de la comunidad (21, 22).

Conclusiones (t2)

El planteamiento kantiano pone al frente la premisa de que un acto ético para constituirse

como tal debe partir de la acción de un sujeto autónomo, es decir, racional, capaz de

hacerse responsable de las consecuencias de sus actos; de la misma forma, debe también ser

capaz de reconocer y asumir la autonomía de los actos de otros sujetos.

Se planteaba que la medicina se ha desarrollado históricamente a través de un enfoque

paternalista, porque una de sus principales premisas es la salvaguarda del pacientes, es


decir, ha sido guiada prioritariamente por un criterio de beneficencia. Diego Gracia define

esta actitud así:

(inicio de cita) Por paternalismo se entiende el beneficentismo “duro”, es decir, el

hecho de hacer el bien a otro aun en contra de su voluntad, y en cualquier caso sin

contar con ella. El paternalismo consiste en tratar al enfermo del mismo modo que

el padre trata al hijo pequeño (21). (fin de cita)

Lo que el paternalismo impide, dentro de este paradigma de la medicina, es reconocer al

paciente como un sujeto autónomo, por ende, no es capaz de tomar decisiones propias con

respecto a lo que juzga mejor para sí mismo. En sí mismo, y como se ha planteado a lo

largo de este escrito, el acto médico que se desprende de este paradigma no puede resultar

un acto ético. El no reconocimiento de la autonomía del paciente lleva implícito que la

parte médica tampoco está asumiendo su propia autonomía.

El planteamiento resulta esencial en la conformación de una perspectiva ética para el

quehacer médico. En este proceso del desarrollo de una perspectiva de reconocimiento de la

autonomía del paciente, la existencia y la asunción de la responsabilidad ética de la parte

médica en la valoración del reconocimiento y la salvaguarda del paciente como un ser

humano, con la dignidad que le es propia, se convierte en el fundamento ético de la práctica

médica.

Un acto que se realiza bajo el argumento principal de la búsqueda del bien del paciente o

del no hacer daño al paciente no constituye en sí mismo un acto ético. Ricardo Páez

Moreno ha argumentado, siguiendo a Diego Gracia, que el principio de no maleficencia,

que afirma la obligación de no hacer daño intencionalmente, es el principio básico de todo


sistema moral. Dice: “Ningún otro principio puede servir mejor para comprender el sentido

más profundo de la tradición ética a la que nunca han renunciado los médicos

occidentales”. Sin embargo, en sí mismo los actos de beneficencia o de no maleficencia no

son actos éticos en la medida en que no reconocen la autonomía, como posibilidad misma

del acto, al otro, al paciente (23).

El afianzamiento del principio de autonomía permitiría dar al paciente el lugar que debe

de tener en la relación con la parte médica al reconocer su autonomía en la solución de

dilemas éticos en el contexto médico, lo que, a su vez, permitiría establecer una relación de

más horizontalidad que dignifique la libertad y a la vida misma.

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