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© Jesús G.

Maestro · Introducción a la teoría de la literatura – ISBN 84-605-6717-6

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La Teoría de la Literatura
en el siglo XX

3.1. La poética formal: el Formalismo ruso1

Históricamente, los estudios e investigaciones llevados a cabo por los formalis-


tas rusos conocen dos etapas representativas. La primera de ellas se prolonga durante
unos diez años, desde su fundación hasta mediados de la década de los veinte (1914-
1925), período durante el cual los formalistas desarrollan un intenso trabajo a través de
gran número de publicaciones, desde las que progresivamente van ampliando su campo
de investigación y los límites de su objeto de conocimiento, la obra literaria, que resulta
considerada desde puntos de vista cada vez más variados. De la caracterización de de-
terminados problemas sobre la métrica y el lenguaje literario evolucionan rápidamente
hacia el estudio de determinados aspectos formales de la novela y el cuento, a los que
no tardarán en incorporarse análisis procedentes de temas, motivos, propiedades estilís-
ticas, manifestaciones folclóricas, problemas de composición y disposición de elemen-
tos formales...

El formalismo ruso reacciona inicialmente contra las dos tendencias más repre-
sentativas de la crítica literaria de su tiempo: el positivismo histórico y la crítica impre-
sionista. En consecuencia, los formalistas tratan de constituir la literatura en el objeto
de conocimiento específico de una determinada disciplina científica, una poética for-
mal, que, desde principios metodológicos propios, dé cuenta de las cualidades estéticas
esenciales de la obra literaria. Desde este punto de vista, consideran que la literariedad
(literaturnost’) constituye el objeto principal de estudio de la ciencia literaria, al ser lo
que confiere de forma específica a una obra su calidad literaria, lo que constituye el
conjunto de los rasgos distintivos del objeto literario.

Con objeto de establecer las características específicas y distintivas del discurso


literario, los formalistas renunciaron inicialmente al análisis de todos los elementos
ajenos a la inmanencia literaria, de naturaleza referencial o externa, especialmente los
referidos al autor, a su actitud psicológica o a su experiencia humana, del mismo modo

1
I. Ambrogio (1968, trad. 1973), P. Aullón de Haro (1984, 1994b), T. Bennett (1979), L. Dolezel
(1990), J. Domínguez Caparrós (1978, reed. 1982), V. Erlich (1955, trad. 1974), E. Ferrario (1977), D.F.
Fokkema y E. Ibsch (1977, trad. 1981), A. García Berrio (1973), A. García Berrio y T. Hernández
(1988a), M.A. Garrido Gallardo (1987), S. Gordon (1988), R. Jakobson (1960, trad. 1981; 1981), F.
Jameson (1972, trad. 1980), A. Jefferson y D. Robey (1982, reed. 1986), M. Bajtín [y P.M. Medvedev]
(1928, trad. 1978 y 1994), K. Pomorska (1968), J.M. Pozuelo (1988, 1988a, 1992a, 1994), E. Prado
Coelho (1987), M. Rodríguez Pequeño (1991, 1995), R. Selden (1985, trad. 1987), V. Sklovski (1923,
trad. 1971; 1929, trad. 1971 y 1973; 1973, 1975), P. Steiner (1980-1981, 1984), J.Y. Tadié (1987, reed.
1993), E.M. Thompson (1971) I. Tinianov (1924, trad. 1972; 1929, trad. 1968; 1973, trad. 1991), T.
Todorov (1965, trad. 1970; 1971, trad. 1988; 1981, 1984, 1987), B. Tomachevski (1928, trad. 1982), E.
Volek (1985, 1992).

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que también trataron de sustraerse a los presupuestos de cualquier estética especulativa.


Uno de sus apoyos metodológicos fundamentales consistió en definir la esencia de lo
literario a partir de la comparación entre lenguaje poético y lenguaje estándar. Conside-
raron de este modo que las leyes que permiten explicar la oposición entre lenguaje lite-
rario y lenguaje cotidiano disponen también los mecanismos de automatización y per-
ceptibilidad de los fenómenos literarios, de tal manera que toda actividad humana tien-
de inevitablemente hacia la rutina y el automatismo, del mismo modo que el lenguaje
tiende a la lexicalización de sus formas y contenidos, lo que constituye una progresiva
erosión de la perceptibilidad de las estructuras de pensamiento.

Sobre las diferencias entre lenguaje poético y lenguaje estándar, V. Shklovski,


en su artículo de 1917 sobre “El arte como artificio”, insiste constantemente en el con-
cepto de automatización, al advertir que “si examinamos las leyes generales de la per-
cepción, vemos que una vez que las acciones llegan a ser habituales se transforman en
automáticas”.

En el mismo sentido se manifiesta B. Eichenbaum, si bien desde presupuestos


semánticos, al afirmar que el lenguaje poético modifica la dimensión semántica de la
palabra, pues deja de ser comprendida en sus sentidos referenciales para adquirir un
valor semántico válidamente operativo en los límites del discurso literario, determinado
por su ambigüedad y polivalencia significativa. Igualmente, I. Tinianov considera que
los nexos formales del lenguaje poético son mucho más rigurosos y solidarios que los
del lenguaje estándar ya que, según su análisis de las interrelaciones entre los elementos
semánticos y rítmicos del poema, el examen de la lengua literaria revela una disposi-
ción formal cuyas exigencias no satisface en absoluto el lenguaje cotidiano.

Sobre la correlación fondo-forma, los formalistas rechazaron decididamente la


tradicional oposición entre la forma y el fondo de la obra literaria. La concepción diná-
mica del texto literario, elaborada tempranamente por los formalistas, les lleva a consi-
derar la obra literaria como un discurso orgánico y abierto, y no como una unidad for-
malmente cerrada y semánticamente unívoca. En consecuencia, admiten que los ele-
mentos referenciales de la obra literaria (ideología, valores, cognoscitivos, emociones,
etc...) adquieren un sentido que se encuentra determinado por la forma en que se mani-
fiestan en la obra de arte verbal: la forma no es una mera cobertura material de un con-
tenido, sino que se identifica en unidad con el conjunto de los valores estéticos conteni-
dos en la obra. No existen en el discurso literario valores independientes de la forma y
la función que tales valores adquieren en el texto, y en virtud de los cuales deben ser
interpretados. No existe, pues, oposición entre el fondo y la forma de la obra literaria,
sino entre textos literarios y textos que carecen de propiedades estéticas.

Frente a los idearios de Potebnia y los simbolistas, el formalismo ruso estable-


ció amplias diferencias entre el lenguaje del verso y el lenguaje de la prosa. Si respecto
a sus estudios sobre la prosa ellos mismos declararon sentirse libres de la tradición, no
sucedía lo mismo en sus intentos de desarrollar una teoría sobre el verso, ya que la ma-
yor parte de los problemas planteados no contaban con un corpus científico precedente
que contribuyera a su clarificación.

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En sus estudios Sobre el verso checo, de 1923, R. Jakobson plantea nuevos pro-
blemas sobre la teoría general del ritmo y del lenguaje poéticos. Jakobson define enton-
ces el verso como una figura fónica recurrente, y establece una contraposición entre las
formas lingüísticas que apenas oponen resistencia al material (correspondencia absoluta
entre el verso y el espíritu de la lengua), y la teoría de la influencia que sobre la lengua
ofrecen las formas del lenguaje poético (verso, métrica, figuras retóricas...)

Los formalistas estudiaron detenidamente diferentes aspectos relacionados con


la obra narrativa, tales como la diferenciación entre novela, cuento y novela corta (V.
Shklovski); diferentes formas de construcción de la novela; la importancia del tiempo
como unidad sintáctica del relato; la diferencia entre fábula (historia o trama) y sujeto
(discurso o argumento); nociones como motivación y skaz, etc...

V. Shklovski, en su artículo sobre “La conexión de los procedimientos de la


composición del siuzhet con los procedimientos generales del estilo” (1929), demuestra
la existencia de procedimientos propios en la elaboración del discurso o argumento, es
decir, en la “composición del sujeto” (siuzhetoslozhenie) de la obra literaria, y advierte
su conexión con diferentes procedimientos estilísticos, apoyándose para ello en el aná-
lisis de obras como el Quijote y Tristram Shandy, de Sterne. En su trabajo de 1929, V.
Shklovski formula la diferencia entre sujeto y fábula.

3.2. La poética formal: el New Criticism2

New Criticism es la denominación que recibe un grupo de estudiosos norteame-


ricanos que, durante el segundo cuarto del presente siglo, desarrollaron, en las universi-
dades de los Estados Unidos, un movimiento de investigación literaria de gran impor-
tancia en la configuración actual de la moderna teoría de la literatura. Esta denomina-
ción procede del título de una obra del poeta y crítico norteamericano J. Crowe —The
New Criticism (1941)—, que constituye un estudio crítico sobre la obra de T.S. Eliot,
I.A. Richards e Y. Winters.

Los diferentes estudiosos que pueden agruparse bajo esta denominación no


constituyen un grupo homogéneo de investigadores, cuyas ideas hayan sido unánime-
mente compartidas y uniformemente desarrolladas, sino que se trata de personas que, si
bien defienden métodos de trabajo relativamente afines, manifiestan una amplia diver-
sidad doctrinal, cuyos programas no han recibido siempre la adhesión de todos sus
miembros, pese a hallarse identificados bajo una misma denominación. En todo caso

2
Cfr. T.J. Bagwell (1986), A. Berman (1988), C. Bloom (1986), C. Brooks (1947, reed. 1968, trad.
1973), P. Brooks (1951), C. Brooks y R.P. Warren (1938), K. Burke (1941, reed. 1973), F. Chico Rico
(1993), K. Cohen (1972, trad. 1992), R.S. Crane (1952), J. Domínguez Caparrós (1978, reed. 1982), T.
Eagleton (1983, trad. 1988), T.S. Eliot (1933, trad. 1988; 1957; 1965, trad. 1967; 1972), W. Empson
(1930; 1935, reed. 1959; 1951), F. Günthnert (1970), G.H. Hartmann (1970), F. Jameson (1972, trad.
1980), B. Lee (en R. Fowler [1966: 29-52]), V.B. Leitch (1988), F. Lentricchia (1980, trad. 1990), P. de
Man (1986, trad. 1990), Ch.C. Norris (1978), J.M. Pozuelo (1994), A. Preminger, F.L. Warnke y O.B.
Hardison (1965, reed. 1979), C.E. Pulos (1958), J.C. Ransom (1941), I.A. Richards (1929, trad. 1967,
reed. 1991; 1936, reed. 1965), G. Webster (1979), R. Wellek (1965-1986, trad. 1969-1988: V y VI;
1978), W.K. Winsatt (1974), Y. Winters (1957).

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sería posible hablar de una “escuela del sur” (Southern school), en la que podrían in-
cluirse los nombres de J.C. Ramson, A. Tate, C. Brooks y R.P. Warren, como autores
que desarrollan su actividad en determinadas universidades del sur de los Estados Uni-
dos, y a los que unen, amén de determinadas concepciones metodológicas, la edición de
varias revistas y publicaciones, como Southern Review (1935-1942), Kenyon Review
(1938) y Sewanne Review (1944).

Uno de los autores más influyentes y representativos del pensamiento estético


del New Criticism ha sido el estudioso de estética y semántica literaria I.A. Richards,
cuya magnífica obra nos permite considerarlo como uno de los fundadores de la crítica
moderna, especialmente en el ámbito de las escuelas inglesa y norteamericana (H. Ja-
mes, P. Lubbock, E.M. Forster, E. Muir, N. Friedman, W.C. Booth, S. Chatman...) Pese
a que su doctrina estética es profundamente psicologista, contrariando de este modo
uno de los principios fundamentales del New Criticism, I.A. Richards influyó notable-
mente en este movimiento merced a sus trabajos sobre semántica y análisis lingüístico.

I.A. Richards distingue dos usos principales del lenguaje, el referencial y el


emotivo, a partir de los cuales trata de establecer las diferencias esenciales entre el len-
guaje literario y el lenguaje científico. Sus ideas principales a este respecto consisten en
afirmar la densidad semántica del lenguaje literario, frente a otras formas de discurso
lingüístico; se introduce de este modo la noción de polivalencia semántica, que, afín a
la de ambigüedad, habría de ser ampliamente desarrollada por su discípulo W. Empson,
en sus obras Seven Types of Ambiguity y The Structure of Complex Words ; a todas es-
tas ideas hay que añadir una última aportación, de amplio desarrollo en el formalismo
francés, según la cual los sentidos del lenguaje literario sólo pueden ser debidamente
captados y comprendidos desde la denominada “perspectiva contextualista”, no tanto
expresiva o interpretativa, sino más bien textual, como proceso semiósico de significa-
ción del texto literario.

J.C. Ramson es otro de los representantes emblemáticos del New Criticism. En


su obra ensayística ha insistido de forma especial en el rechazo del impresionismo co-
mo modo de acercamiento a la obra literaria, y en la conveniencia de fundamentar en el
texto literario, como objeto de estudio científico, la totalidad de los análisis sobre la
literatura. Ramson llegó incluso a proponer la supresión del léxico crítico de determi-
nados vocablos, que designaban con frecuencia reacciones psicológicas del público
lector (emocionante, extraordinario, valioso, admirable...), al exigir el desarrollo de una
crítica inmanente centrada en el análisis de las formas literarias, desde la que se concibe
el texto como un todo orgánico, autónomo y autosuficiente, en el que los diferentes
elementos se disponen de modo estructural, formando un sistema de relaciones y unida-
des formales solidarias entre sí.

C. Brooks, W.K. Wimsatt y M.C. Beardsley son algunos de los nombres cuya
obra ensayística se vincula directamente con el pensamiento metodológico del New
Criticism. C. Brook, en sus estudios sobre la estructura de la obra poética, considera el
texto literario como un sistema cuyos principios de integración y relación son la para-
doja y la ironía, figuras de pensamiento a cuyo análisis dedicó importantes páginas en
las que confiere al lector un importante papel en el proceso comunicativo de la obra

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literaria. En un ensayo conjunto dedicado a la “falacia afectiva” (the affective fallacy),


W.K. Wimsatt y M.C. Beardsley se han referido a problemas afines a las operaciones
de recepción, al denunciar la confusión que con frecuencia establece el público entre lo
que el poema es formalmente y lo que el poema provoca psicológicamente, e insisten
en la conveniencia de consagrar la investigación literaria al estudio de los valores esté-
ticos, como cualidades inherentes del objeto textual, cuyo sentido es superior e irreduc-
tible al de las experiencias que los motivan o que de ellos mismos se derivan.

Entre sus diferentes objetivos metodológicos, los autores del New Criticism se
refirieron con frecuencia a los problemas derivados de la diferenciación del lenguaje
poético frente a los lenguajes científico y estándar, y al recurrente planteamiento de las
relaciones entre el fondo y la forma de la obra literaria.

3.3. La poética formal: la estilística3

Dentro de las denominadas poéticas formales del siglo XX puede situarse el


desarrollo de las diferentes estilísticas, como conjunto de métodos de interpretación
destinado al análisis de los hechos expresivos del lenguaje, de sus caracteres afectivos,
y de los medios utilizados en una lengua para producirlos. “La estilística —escribía Ch.
Bally en 1909— estudia los hechos de expresión del lenguaje organizado desde el punto
de vista de su contenido afectivo, es decir, la expresión de los hechos de sensibilidad a
través del lenguaje y la acción de los hechos del lenguaje sobre la sensibilidad”.

La estilística moderna de Ch. Bally surge en estrecha relación con la lingüística,


en torno a 1905, y muestra una gran afinidad con los presupuestos preestructuralistas
característicos de la Escuela saussuriana de lingüistas franco-suizos. Sin embargo, a lo
largo del siglo XX, la estilística adquiere diferentes manifestaciones metodológicas,
cuyos principios teóricos resultan con frecuencia afines o comunes. Diferentes autores
han señalado a este respecto algunas constantes y analogías, entre las que pueden seña-
larse las siguientes (V.M. Aguiar, 1967/1984: 434 ss; J.M. Pozuelo, 1988: 18-39).

3
Cfr. A. Alonso (1940, reed. 1954, 1960 y 1979; 1954, reed. 1979), D. Alonso (1950, reed. 1987), M.
Alvar (1970), P. Aullón de Haro (1984, 1994c), A.S. Avalle (1970, trad. 1974), Ch. Bally (1909, trad.
1983; 1914), J.R. Benette (1986), C. Bousoño (1962, reed. 1970), R.H. Castagnino (1974), M. Cressot
(1947, 1963), B. Croce (1902, trad. 1926 y 1939), J. Culler et al. (1987, trad. 1989), J. Domínguez Capa-
rrós (1978, reed. 1982), N.E. Enkvist, J. Spencer y M.J. Gregory (1974), R. Fowler (1966; 1971; 1981,
trad. 1988), J. Foyard (1991), A. García Berrio y T. Hernández (1988a), J. Gardes-Tamine (1990), M.A.
Garrido Gallardo (1974, 1982), G. Genette (1991), C. Guillén (1989), P. Guiraud (1955, trad. 1967, reed.
1982; 1969), P. Guiraud y P. Kuentz (1970), H. Hatzfeld (1953, trad. 1955; 1973, 1975), L.G. Kaida
(1986), J.L. Martín (1973), J. Mazaleyrat y G. Molinié (1989), G. Molinié (1991), G. Molinié y P. Cahné
(eds., 1994), H. Morier (1959, reed. 1989), M. Muñoz Cortés (1973, 1986), G. Orsini (1976), J.M. Paz
Gago (1993), J. Portolés (1986), J.M. Pozuelo (1988a, 1994), E. Prado Coelho (1987), L. Spitzer (1923;
1948, trad. 1955; 1966; 1970; 1980), B. Terracini (1966), M.A. Vázquez Medel (1987), S. Wahnón
(1988, 1991), R. Wellek (1970: 187-224; 1981), A. Yllera (1974), E. de Zuleta (1974). Vid. los siguien-
tes volúmenes monográficos de revistas: Stilistik, en Lili, 22 (1976); Literary Stylistics, en Nils Erik Enq-
vist (ed.), Poetics, 7 (1978); Dámaso Alonso y la crítica moderna, en Insula, 530 (1991); Amado Alonso,
español de dos mundos, en Insula, 599 (1996).

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a) La mayor parte de los métodos estilísticos toman como punto de partida en el


análisis de los textos literarios un enfoque lingüístico y formal, constituyendo de este
modo un método de crítica estilística.

b) La perspectiva lingüística y formal determina con frecuencia una orientación


del lenguaje en términos de desvío y elección, al conferir un estatuto de pertinencia o
relevancia estilística a determinados rasgos, procedimientos o usos del lenguaje que se
salen de “lo normal”4.

c) Otro de los aspectos afines entre las diferentes estilísticas se relaciona con la
consideración de los procesos pragmáticos de la comunicación literaria, pues la mayor
parte de estas orientaciones metodológicas siempre han tenido en cuenta los elementos
de la interacción literaria (autor, obra, lector), si bien se han orientado con preferencia
hacia uno de ellos, desde presupuestos psicológicos, formales o de recepción.

Conviene recordar que la concepción de la que parte originariamente la estilísti-


ca en el estudio del lenguaje encuentra importantes implicaciones en el pensamiento de
Herder y Humboldt, para quienes la obra del lenguaje remite a un poder interior (ener-
geia) —propio del sujeto y de la comunidad histórica que habita—, y de modo más
inmediato en Croce, así como en las doctrinas post-hegelianas (Dilthey, Husserl...).
Spitzer descubre que la lingüística puede ofrecer sus recursos en provecho de una esti-
lística aplicada a las obras literarias (Die Wortbildung als stilistisches Mittel exemplifi-
ziert an Rabelais, 1910). Nada es, pues, accidental o casual en la forma de la expresión
lingüística y literaria.

Jean Starobinski ha escrito a este respecto que el análisis estilístico “instintiva-


mente busca las formas activadas del lenguaje, los terrenos en que la palabra se drama-
tiza: en la obra literaria, donde las palabras toman una significación acrecentada por el
valor del deseo que las moviliza; en la historia de las palabras, donde cada generación
violenta la herencia verbal, porque aparecen nuevos conflictos y nuevas necesidades, y
se constituyen nuevos organismos” (J. Starobinski, 1970/1974: 35).

Desde el punto de vista de sus fundamentos teóricos, en nuestros días se identi-


fican cinco orientaciones o escuelas estilísticas fundamentales, a algunos de cuyos pre-
supuestos metodológicos nos iremos refiriendo a lo largo de las páginas siguientes, en
el ámbito de la poética moderna: 1) Estilística lingüística de base estructuralista. Escue-
la franco-suiza. (Ch. Bally); 2) Estilística Idealista. (K. Vossler y L. Spitzer); 3) Estilís-
tica Idealista de la Escuela española (Dámaso y Amado Alonso); 4) Estilística estructu-
ralista (M. Riffaterre); 5) Estilística generativista. Escuela norteamericana (N. Chomski
y J.P. Thorne).

4
Tal es la idea desarrollada por M.A. Garrido Gallardo en su artículo “Presente y futuro de la Estilísti-
ca”, Revista Española de Lingüística, 4, 2 (207-218), de 1974, en que sostiene que no hay distinción,
desde el punto de vista descriptivo, entre desvío y elección. Sobre el mismo aspecto, vid. J.M. Paz (1993:
19): “La utilización de expresiones lingüísticas originales supone una formalización peculiar elegida que,
por tanto, constituirá un uso desviado de la expresión ordinaria”.

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3.4. La poética estructuralista5

El estructuralismo constituye sin duda una de las corrientes teóricas y críticas


más importantes del pensamiento del siglo XX, por lo que se hace conveniente matizar
las diferentes plasmaciones históricas que ha tenido este movimiento a lo largo de la
centuria.

El triunfo del pensamiento estructuralista francés se sitúa en torno a los años


sesenta, y en su desarrollo intervienen varios factores, entre los que se encuentran la
divulgación en Europa Occidental de la teoría literaria de los formalistas rusos y el fun-
cionalismo del Círculo de Praga; las primeras investigaciones de antropología y etnolo-
gía estructurales llevadas a cabo por Cl. Lévi-Strauss; la llegada de determinados auto-
res eslavos, como T. Todorov y J. Kristeva, quienes difundieron las obras de los forma-
listas rusos y los estudios de semiótica eslava; la traducción al inglés, de N. Ruwet, de
los Essais de linguistique générale, de R. Jakobson; y la introducción, a través de J.
Kristeva, de los trabajos posformalistas de M. Bajtín sobre la novela polifónica y la
translingüística o pragmática, así como la traducción de la Morfología del cuento
(1928) de W. Propp, etc... Se configura de este modo un movimiento cultural relativa-
mente homogéneo, el formalismo francés, agrupado en torno a actividades editoriales
que promueven firmas como Le Seuil y revistas como Tel Quel, Critique, Communica-
tions y Poétique.

El formalismo francés plantea la posibilidad de un estudio plenamente inmanen-


te de los fenómenos literarios, al considerar que la ciencia de la literatura reside en el
análisis de las estructuras de la obra literaria, y aceptar de este modo el enfoque estruc-
turalista de su dimensión lingüística, sociológica y psicoanalítica.

El estructuralismo buscó siempre esquemas de relaciones cerrados y perfectos,


de ahí que fuera la sintaxis el aspecto de la semiótica que más estudió y desarrolló. En
efecto, si la semiología del relato atendió en sus primeros tiempos a los hechos sintácti-
5
Cfr. AA. VV. (1966, 1968, 1971a), V.M. Aguiar e Silva (1977, trad. 1980), R. Barthes (1957, trad.
1991; 1964a, trad. 1967; 1966, trad. 1970; 1966a, trad. 1972; 1967-1980, trad. 1987; 1970, trad. 1980;
1972, trad. 1973; 1973, trad. 1982; 1977, trad. 1980; 1993), R. Barthes et al. (1977), A. Berman (1988),
E. Bojtár (1985), J. Culler (1975, trad. 1978), J. Culler et al. (1987, trad. 1989), T.A. van Dijk (1972;
1977a, trad. 1986; 1977, trad. 1980; 1978, trad. 1983; 1978a, trad. 1983; 1981; 1984; 1985; 1989), L.
Dolezel (1990), O. Ducrot, T. Todorov et al. (1968, trad. 1973), N. Frye (1971, trad. 1973), A. García
Berrio (1973, 1977-1980, 1984, 1987, 1989), A. García Berrio y T. Hernández (1988a), G. Genette
(1966; 1966a; 1969; 1972, trad. 1989; 1979, reed. 1986, trad. 1988; 1982, trad. 1989; 1983; 1986; 1987;
1991), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1966a, trad. 1974), R. Jakobson (1960, trad. 1981; 1963, trad.
1984; 1968, reed. 1973, trad. 1978; 1981; 1992), F. Jameson (1972, trad. 1980), A. Jefferson y D. Robey
(1982, reed. 1986), J. Kristeva (1966, reed. 1974), V.B. Leitch (1988), I. Lotman (1975a), R. Macksey y
E. Donato (1970, trad. 1972), J.G. Merquior (1986), J. Natoli (1987), M. Pagnini (1967, trad. 1978), J.M.
Pozuelo (1988, 1988a, 1994), E. Prado Coelho (1987), M. Riffaterre (1971, trad. 1976; 1978, trad. 1990;
1979), D. Robey (1973, trad. 1976), R. Scholes (1974, trad. 1981; 1974, trad. 1986), C. Segre (1974,
trad. 1976; 1977, trad. 1981), J.K. Simon (1972, trad. 1984), T. Todorov (1966; 1968, trad. 1975; 1969,
trad. 1973; 1971, trad. 1988; 1977; 1984; 1987), J. Veltrusky (1981), J. Vidal Beneyto (1981), D.
Villanueva (1977, 1986), F. Vodicka (1976), S. Wahnón (1991), R. Weimann (1973a), R. Wellek (1970:
275-302), A. Yllera (1996). Vid. los siguientes números monográficos de revistas: Strukturale Literatur-
wissenschaft und Linguistik, en Lili, 14 (974); The Future of Structural Poetics, en T.A. Van Dijk (ed.),
Poetics, 8, 6 (1979).

7
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cos, se debió precisamente al peso de los presupuestos estructurales para el estudio


científico de todos los objetos históricos. El estructuralismo había considerado a la lin-
güística como el modelo principal en la investigación de los fenómenos culturales. Es-
tudiosos como Cl. Lévi-Strauss (1958) demostraron, desde el punto de vista de su apli-
cación en la antropología y la etnología, la validez interdisciplinar del modelo lingüísti-
co, que J. Lacan habría de continuar en el psicoanálisis, L. Althusser en una nueva lec-
tura del marxismo, M. Foucault en el concepto de episteme del saber y las relaciones de
poder, R. Barthes en Teoría de la Literatura, junto con G. Genette, J. Kristeva, A.J.
Greimas y T. Todorov, entre otros, etc...

La visión estructural de los fenómenos culturales se configura como aquello que


revela el análisis interno de su totalidad. Desde este punto de vista, resultan esenciales
los conceptos de estructura, sistema y solidaridad, al referirse a un conjunto de elemen-
tos determinados por sus mutuas relaciones de interdependencia (estructura), que se
manifiestan como solidarias en el proceso (un término A exige necesariamente la pre-
sencia de otro término B, y a la inversa), y como complementarias en el sistema (la es-
tabilidad del sistema viene determinada por la interrelación de todos sus elementos).

El carácter de totalidad e interdependencia entre los elementos que forman un


sistema distingue al estructuralismo de las escuelas atomistas —cuyos presupuestos de
investigación eran habituales en las prácticas de los neogramáticos—, que conciben la
realidad como compuesta de elementos aislables, cuya suma o yuxtaposición configura
la constitución del conjunto. Para los formalistas franceses, y en general para los estruc-
turalistas del siglo XX, la noción de estructura, antes que una realidad empíricamente
observable, es un simulacro (R. Barthes), un principio metodológico y explicativo de
los fenómenos culturales.

Desde el punto de vista de las filosofías humanistas, el estructuralismo introduce


importantes transformaciones de orden metodológico y epistemológico, al considerar
que el sujeto deja de desempeñar el papel fundamental en la investigación de los fenó-
menos culturales, en favor de determinados principios metodológicos, como las nocio-
nes de estructura, discurso, sistema, código, etc... De este modo, su oposición a los sis-
temas de pensamiento humanistas, que habían dominado el panorama francés de las
últimas décadas (fenomenología y existencialismos), es manifiesta, y habrá de desem-
bocar en la proclamación de los estudios inmanentistas, al trasladar el centro del pen-
samiento del sujeto al discurso, y hablar —como haría Cl. Lévi-Strauss— de antisubje-
tivismo teórico o epistemológico (más que de anti-humanismo).

En el ámbito de la teoría literaria, R. Barthes había escrito en 1965, a propósito


de “La muerte del autor”, que la voz, el autor mismo, y el origen de la escritura, desapa-
recen cuando un hecho es relatado con fines intransitivos; cuando, como se supone su-
cede con el discurso literario, el lenguaje no tiene como finalidad actuar directamente
sobre lo real. Barthes considera en este sentido que el autor es un “personaje del mundo
moderno”, introducido en la sociedad tras la Edad Media, merced al empirismo inglés,
el racionalismo continental del siglo XVII y el concepto personal de fe establecido por
la Reforma, que descubren y potencian el prestigio del individuo.

8
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El estructuralismo francés rechaza de este modo el “sentido teológico” de la


obra literaria, así como el conjunto de hipóstasis (sociedad, psicología, historia, liber-
tad...) que tratan de vincular el estudio de la literatura con algunas de las cualidades
exteriores que actúan sobre su autor-dios. Quien habla no es, pues, el autor, sino el len-
guaje; el autor debe ser desplazado en beneficio de la escritura y del lector. Una vez
hallado el Autor, el texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no
hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido
también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) cai-
ga desmantelada a la vez que el Autor” (R. Barthes, 1967/1987: 70).

3.5. Poéticas de la conciencia, de lo imaginario y mitocrítica6

Las diferentes corrientes teóricas que pueden inscribirse bajo esta denominación
tienen como objetivo fundamental la consideración del fenómeno literario desde el pun-
to de vista de su dimensión metaformal, o acaso más exactamente, preformal, tratando
de identificar el sentido y la trascendencia de la obra literaria desde orientaciones anti-
positivistas y antihistoricistas, afines a una práctica interpretativa que U. Eco ha defini-
do como “modo simbólico”.

Abordamos una tendencia teórica de gran amplitud, por lo que toda generaliza-
ción ha de ser muy cuidadosa: baste tener en cuenta la renovación que estas corrientes
han experimentado a lo largo del presente siglo, con el myth criticism del formalismo
norteamericano, la escuela de Ginebra en la nouvelle critique de tradición francesa, o el
desarrollo experimentado por las poéticas de lo imaginario en el seno de los postestruc-
turalismos, lo que para autores como J. Burgos (1982: 398) demuestra “la faillité des
structuralismes et des analyses formalistes”.

El tema tratará de ofrecer, en primer lugar, una exposición de los fundamentos


históricos de estas corrientes. No debe olvidarse que el concepto de imaginación desig-
nó siempre una actividad referida a y preocupada por la apariencia de las cosas. Para
Platón designaba una facultad intermedia entre el sentir y el pensar, entre la evidencia
de la sensación directa y la coherencia de la lógica especulativa o abstracta. Su dominio
era el parecer, y no el ser. Aristóteles, por su parte, consideraba que lo imaginario con-
servaba el poder que tiene la realidad para estimular y provocar pasiones en el ser

6
Cfr. G. Bachelard (1939; 1957, trad. 1965, reed. 1992; 1960, trad. 1982), A. Béguin (1937, reed. 1939,
trad. 1954), D. Bergez (1990), M. Bodkin (1934, trad. 1978), V. Brombert (1975), J. Burgos (1982), C.
Calame (1990), J. Campbell (1949, trad. 1959), E. Cassirer (1923-1929, trad. 1995), G. Durand (1960,
reed. 1963, trad. 1981; 1964, trad. 1971; 1979, reed. 1992, trad. 1993; 1979; 1989), N. Frye (1957, trad.
1964 y 1977; 1963; 1968; 1971, trad. 1986; 1976, trad. 1980; 1976a), A. García Berrio (1985, 1989,
1994), C.G. Jung (1930, trad. 1984; 1936, trad. 1990 y 1991; 1984, trad. 1987, reed. 1996), G.S. Kirk
(1970, trad. 1985), V.B. Leicht (1988), J.H. Miller (1963, 1966), C. Pérez Gallego (en J.M. Díez Borque
[1985: 391-415]), J.M. Pozuelo (1994), M. Praz (1930, trad. 1969), J.D. Pujante (1990), E. Raimondi y
L. Bottoni (1975), J.P. Richard (1954; 1961, 1964), M. Rubio Martín (1987, 1988), J.K. Simon (1972,
trad. 1984), J.Y. Tadié (1987), A. Verjat (1989), J.B. Vickery (1966), H. Weinrich (1970), Ph. Wheelw-
right (1954; 1962, trad. 1979). Vid. los siguientes números monográficos de revistas: Méthodologie de
l’imaginaire, en Circé, 1 (1969); Thématique et thématologie, en Revue des langues vivantes (1977);
Imaginaire et idéologie. Questions de lecture, en Littérature, 26 (1977); Morphogenèse et imaginaire,
Ciercé, 8-9 (1978).

9
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humano. El acontecimiento representado puede no ser real, pero las pasiones que pro-
voca en el espectador sí lo son. Se consigue de este modo un efecto catártico mediante
la imaginación.

Durante la época medieval se observa que la imaginación no dispone de sus


imágenes con entera libertad, sino que se impone al ser humano con una especie de
espontaneidad, de autonomía, como una fuerza que el hombre no es dueño de rechazar.
Por otro lado, la imaginación comienza a designar tanto la facultad de imaginar como
su resultado, el objeto imaginado.

En la Edad Moderna, con el Renacimiento y el neoplatonismo, la imaginación


se sitúa en el tránsito entre lo sensible y lo suprasensible, a través del cual se pueden
percibir las inquietudes internas del espíritu. Jordano Bruno la considera como una fa-
cultad que designa el conjunto de los sentidos interiores. En el ámbito de la medicina,
Paracelso se suma a esta corriente filosófica y gnóstica, al considerar la imaginación
como un cuerpo invisible que domina al cuerpo visible.

Estas teorías se difundirán a través de Van Hedmot, Fludd, Digby Boehme,


Stahl, Mesmer, y llegarán hasta los filósofos y pensadores del Romanticismo. Ha de
insistirse, en este sentido, en las teorías románticas afines a las poéticas expresivas y
antimiméticas, el antecedente que constituye el pensamiento de G. Vico (el mito como
fundamento de conocimiento), así como la obra de Nietzsche (El nacimiento de la tra-
gedia), donde se expone la oposición que este autor establece entre ciencia y mito. Por
su parte, los prerrománticos ingleses considerarán la imaginación (fancy, según Cole-
ridge) como una potencia unificadora, como un principio de organización. Para los ro-
mánticos, la imaginación tendrá poderes demiúrgicos, al ser una facultad de creación y
conocimiento de mundos.

En el siglo XX hemos de referirnos a los diferentes autores que se han ocupado


del pensamiento mítico y simbólico, en sus diversas variantes y aplicaciones, como
C.G. Jung, E. Cassirer, C. Calame y Cl. Lévi-Strauss, entre otros, sin olvidar la impor-
tancia de la tradición francesa, representada fundamentalmente por la obra de G. Bache-
lard (Poulet, Durand, Richard...), y la tradición anglosajona (myth criticism), que dará
lugar a planteamientos tan relevantes como los de Ph. Wheelwright, y especialmente a
la concepción organicista de N. Frye. Por último, ha de prestarse la debida atención al
énfasis puesto por los estudios de A. García Berrio en el denominado “espesor imagina-
rio de los textos literarios”, orientado al análisis del fundamento de su universalidad
poética, en la que se concilian expresividad y ficcionalidad.

Las poéticas de lo imaginario han encontrado en la imaginación el concepto que


permite establecer una relación necesaria entre las teorías generales sobre la conciencia
y la teoría de la literatura. Relacionada con la percepción, la proyección y la memoria,
la imaginación es un poder de divergencia frente a la realidad, mediante el que el ser
humano se presenta las cosas distantes y se distancia de las realidades presentes.

J. Starobinski ha escrito a este respecto, en el contexto del siglo XX, que el ob-
jetivo primordial del psicoanálisis consiste en distinguir, “entre las representacioines

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mentales, un cierto número de imágenes que no son reminiscencias neutras, sino figuras
fuertemente cargadas de afectividad. A este nivel, la imaginación no es una simple ope-
ración intelectual, sino una aventura del deseo. La actividad fantasmática, la Phantasie
freudiana, no es ni un ‘reflejo’ intelectual del mundo percibido, ni un acto de participa-
ción metafísica en los secretos del universo: es una dramaturgia interior animada por la
‘libido’” (J. Starobinski, 1970/1974: 149-150).

La imaginación actúa sobre los datos de la experiencia afectiva, es decir, se re-


fiere a un pasado vivido, resulta de una situación presente y responde a un futuro posi-
ble; la labor del analista es la de identificar la historia, vivencias y motivaciones de las
pulsiones primarias, por encima de las formas y expresiones literarias. La imaginación
debe ser, pues, analizada como discurso y como comportamiento.

3.6. Teorías psicoanalíticas de la literatura7

El presente epígrafe tratará de dar cuenta de las diferentes corrientes y posibili-


dades de interpretación que ofrece el psicoanálisis en el estudio y conocimiento de los
textos literarios. Antes de considerar el pensamiento de los grandes representantes del
psicoanálisis, habrán de tenerse en cuenta los antecedentes, el inmediato de Karl Gustav
Carus, para Jung, y quizá también para Freud, y los más distantes de Schiller y Goethe,
además de las dos generaciones de románticos alemanes, para Freud. Tras una breve
exposición histórica del movimiento psicoanalítico, habrán de considerarse los concep-
tos básicos del psicoanálisis de Freud, Jung y Lacan, en sus posibilidades de aplicación
a la teoría y crítica de la literatura.

La creación literaria constituye una fuente esencial respecto a las posibilidades


del conocimiento psicoanalítico: “El poeta es comparable al que sueña despierto, o al
que sueña dormido; pero detenta, más que los otros hombres, el poder de manifestar la
vida afectiva, privilegio que le convierte —Freud estaba convencido— en un mediador
entre la oscuridad de la pulsión y la claridad del saber sistemático y racional” (J. Staro-
binski,1970/1974: 211). Todo tiene un sentido: no hay azar en la vida psíquica, todo se
reduce, en un último análisis, a operaciones de fuerzas elementales.

El psicoanálisis somete el arte a una lectura racionalista y positiva. En 1907


Freud publica, en el primer fascículo de los Schriften zur angewandten Seelenkunde, su
7
Cfr. AA. VV. (1970), G. Bachelard (1957, trad. 1965, reed. 1992; 1960, trad. 1982), Ch. Baudouin
(1929, trad. 1934; 1952), J. Bellemin-Noël (1978, reed. 1989; 1979), L. Bersani (1986), P. Brooks
(1988), C. Castilla del Pino (en P. Aullón de Haro [1984: 251-345]; 1992; 1994), A. Clancier (1973, trad.
1976), M. Delcroix y F. Hallyn (1987), G. Desideri (1975), J. Durandeux (1982), P. Fedida (1988), Sh.
Felman (1982), S. Freud (1981 [1873-1945], R. Girard (1961, trad. 1985), J. Guimón (1993), F. Gunn
(1988), J. Harari (1979), G.H. Hartmann (1978), N. Holland (1968, trad. 1988; 1973; 1975; 1978), L.
Hutcheon (1984), A. Jefferson y D. Robey (1982, reed. 1986), E. Jones (1949, reed. 1967), C.G. Jung
(1930, trad. 1984; 1936, trad. 1990 y 1991; 1984, trad. 1987, reed. 1996), O. Kris (1952), J. Lacan
(1966, trad. 1984 y 1985), O. Mannoni (1969, trad. 1979), I. Marful (1991), Ch. Mauron (1963, reed.
1995; 1964, reed. 1985), J. Natoli (1987), J. Neu (1996), F. Orlando (1973, 1982), I. Paraíso (1994,
1995), J.M. Pozuelo (1994), J.D. Pujante (1988-1989), O. Rank (1914, trad. 1992), P. Ricoeur (1965),
Sh. Rimmon-Kennan (1987), M. Robert (1972, reed. 1977), J. Starobinski (1970, trad. 1974), S. Wahnon
(1991), C. Wieder (1988), E. Wright (1984, reed. 1987).

11
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estudio sobre El delirio y los sueños en la ‘Gradiva’ de Jensen, que representa, en los
comienzos del desarrollo teórico del psicoanálisis, las primeras manifestaciones de inte-
rés sobre las obras literarias. Desde esos momentos, S. Freud trata de probar la eficacia
del método psicoanalítico “ejercitándolo provechosamente en todos los ámbitos que
pudieran requerir una interpretación psicológica: las obras de arte, el mito, las religio-
nes, la vida social de los primitivos y la vida cotidiana de los civilizados” (J. Starobins-
ki,1970/1974: 203).

La teoría psicoanalítica de S. Freud sobre el proceso de creación literaria puede


resumirse sumariamente en los siguientes aspectos. La obra literaria, como toda pro-
ducción cultural, surge del inconsciente del sujeto, y fundamentalmente posee un origen
(o motivación) sexual, sobre el que actúa el mecanismo de la “represión” (fr.: refoule-
ment; alem.: Verdrängung), que es el principal mecanismo de defensa del Yo. Sobre el
material de origen sexual reprimido actúa el mecanismo de la sublimación, que lo trans-
forma en “cultura”, en material aceptable social o moralmente. Según Freud, las princi-
pales actividades sublimadas son la actividad artística y la investigación intelectual.
Freud define la sublimación como “una cierta modificación de finalidad y de cambio de
objeto en la cual entra en consideración nuestra evaluación social” (O.C., 1970, II: 787-
874).

La transformación de una actividad sexual en una actividad sublimada requiere


un tiempo, que corresponde a la llamada retracción de la libido, o energía erótica que
subyace en las transformaciones de la pulsión sexual. Es imprescindible para la crea-
ción artística la retracción de la libido sobre el Yo: sobre el sujeto —narcisismo, autoes-
tima, atracción hacia sí mismo, etc.—; no sobre el objeto, atracción hacia cosas y per-
sonas, devaluación de la propia estima, etc... Los mecanismos de defensa del Yo, que
actúan durante el sueño y en la creación literaria, son, entre otros, la figuración, el des-
plazamiento y la condensación o sobredeterminación.

Por su parte, Jung considera al artista dolorosamente escindido entre el impulso


de su creatividad y su naturaleza humana, entre lo colectivo, y plural, y lo personal, en
que se interioriza la fragmentación exterior: “Todo hombre creador es una dualidad o
una síntesis de cualidades paradójicas. De una parte, es un proceso humano-personal;
de otra, un proceso impersonal, creador. Como hombre, puede ser sano o enfermo, y su
psicología personal puede y debe ser explicada mediante cualidades personales. En
cambio, como artista sólo se le puede concebir partiendo de su hecho creador” (C.G.
Jung, 1930/1984: 348-349).

El psicoanálisis se presenta como una ciencia general de la mente humana, y se


interesa tanto por los individuos aparentemente normales como por los supuestamente
geniales, excéntricos o neuróticos.

Es cierto que el psicoanálisis utiliza una teoría procedente del estudio de las
neurosis, pero su uso en la práctica no distingue a priori entre hombres corrientes y
extra-ordinarios, si bien desde sus comienzos los estudios psicoanalíticos mostraron una
gran atracción por el análisis de obras y personalidades artísticas geniales. El propio
Freud reconoce, en el prólogo que escribió para el estudio de Marie Bonaparte sobre

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E.A. Poe, que posee “un encanto especial estudiar en individuos destacados las leyes de
la vida psíquica humana”.

Aunque entre los psicoanalistas existen opiniones para todos los gustos, la más
autorizada y extendida —la más afín a Freud, por otra parte—, es la que advierte que no
existe relación clara entre neurosis y creatividad, si bien ambos conceptos poseen im-
plicaciones comunes.

En un fragmento frecuentemente citado de La interpretación de los sueños


(1900), Freud se refiere a la relación entre el artista y el neurótico, e insiste en que no
hay entre ambos una conexión clara o explícita. En su artículo “El poeta y la fantasía”
(1908), vuelve sobre el tema de la neurosis y la actividad artística, al advertir que “toda
neurosis tiene la consecuencia de apartar al enfermo de la vida real, extrañándole de la
realidad”, y añade: “el neurótico se aparta de la realidad —o de un fragmento de la mis-
ma— porque se le hace intolerable”.

I. Paraíso (1993: 98) ha señalado a este respecto que “la teoría psicoanalítica
insiste en la innata capacidad del artista para la sublimación y neutralización del con-
flicto, en su habilidad para manejar con éxito materiales psíquicos peligrosos”, pero en
ninguna parte —y así lo han señalado también Frederick Crews y Jean Starobinski—
Freud ha afirmado la afinidad entre creatividad artística y neurosis. Ambas, creación
artística y neurosis, se originan en un conflicto, pero, mientras la solución a este último
es regresiva y primitiva, ya que las pulsiones reprimidas acceden a una expresión simu-
lada que no satisface ni al propio neurótico, el artista, como ha señalado Frederick
Crews en su artículo “Can Literature be Psychoanalyzed?” (1975), “has the power to
sublimate and neutralize conflict, to give it logical and social coherence through con-
scious elaboration, and to reach and communicate a sense of catharsis”.

3.7. Teorías sociológicas de la literatura

En el presente epígrafe está dedicado a las diferentes orientaciones que pueden


integrarse en un capítulo tan amplio y variado como el que se refiere a las teorías socio-
lógicas del fenómeno literario8. Ofreceremos en primer lugar un esbozo de los orígenes

8
Cfr. AA. VV. (1970), Th.W. Adorno (1970, trad. 1975 y 1983), I. Ambrogio (1975), M. Angenot
(1982, 1982a, 1988), A. Benjamin (1989), W. Benjamin (1973; 1973a, trad. 1988; 1980), C. Bonhôte
(1973), P. Bourdieu (1979, trad. 1990; 1992, trad. 1995), V. Bozal (1972), A. Callinicos (1989, trad.
1995), A. Chicharro Chamorro (1994), E. Cros (1983, trad. 1986), C. Duchet (1979), T. Eagleton (1978,
1981), T. Eagleton y D. Milne (1996), R. Escarpit (1958, reed. 1962, trad. 1968; 1973), R. Escarpit et al.
(1970, trad. 1974), J.I. Ferreras (1980), R. Fowler (1981, trad. 1988), J. Frow (1986), M.A. Garrido Ga-
llardo (1973, 1992, 1996), L. Goldmann (1955, trad. 1968; 1964, trad. 1967; 1970, 1970a), Ph. Goldstein
(1990), A. Gramsci (1977), A. Hauser (1951, trad. 1969), F. Jameson (1981, trad. 1989), A. Jefferson y
D. Robey (1982, reed. 1986), G. Lukács (1920, trad. 1971; 1961, trad. 1966, reed. 1989; 1963, trad.
1974; 1964), E. Lunn (1982), P. Macheray (1966, trad. 1974), M.P. Malcuzynski (1991), M. Bajtín [y V.
Voloshinov] (1929, trad. 1976 y 1977), J.M. Pozuelo (1994), C. Reis (1987), M. Ryan (1982), A. Sán-
chez Trigueros (1996), M. Sprinker (1987), G. della Volpe (1960, trad. 1966, reed. 1971), I.M. Zavala
(1991), M. Zéraffa (1951, 1973), P. Zima (1985). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revis-
tas: Imprévue. Etudes sociocritiques, núm. especial, 1977, Montpellier, Université Paul Valéry; Texte et
idéologie, en Degrés, 24-25 (190-1981); Marxism and the Crisis of the World, en Contemporary Litera-

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del marxismo teórico, sus antecedentes (Hegel, Marx, Engels...) y transformaciones


inmediatas (Lenin, Trotsky). Nos referiremos a continuación a las teorías de G. Lukács
y B. Brecht; a la Escuela de Frankfurt (M. Horkheimer, Th. Adorno y H. Marcuse) y W.
Benjamin; y a la revisión estructuralista del marxismo, con la obra de L. Althusser, L.
Goldman y P. Macherey, para concluir finalmente con algunos de los desarrollos teóri-
cos más recientes, en Estados Unidos, de T. Eagleton y F. Jameson.

Es bien sabido que Marx consideraba que todos los sistemas mentales (ideológi-
cos y axiológicos) son producto y resultado de la existencia económica y social, de for-
ma que los intereses de las clases dominantes determinan el modo en que los seres
humanos conciben su existencia individual y colectiva. En este sentido, la cultura no es
una realidad independiente, sino algo inseparable de las condiciones históricas en las
que, determinadas por una ideología dominante, los seres humanos desarrollan su vida
material. De todo ello se desprendía que los modelos genéricos y canónicos de la litera-
tura se generan socialmente, conforme a los intereses de las clases dominantes.

George Lucáks era uno de los principales representantes de la crítica marxista,


muy afín a la ortodoxia del realismo socialista. Una obra realista debía dar cuenta de las
contradicciones existentes en el seno del orden social. Toda su obra insiste en la natura-
leza material e histórica de la estructura social. En su teoría de la novela ( Die Theorie
des Romans, 1920) expone que el relato ha de reflejar la realidad sin reproducir su mera
apariencia superficial, sino presentando un reflejo más dinámico, vivido, completo y
verdadero de la realidad. Su teoría del reflejo se refiere fundamentalmente a la expre-
sión con palabras de una estructura mental, una conciencia, una reproducción de la rea-
lidad relacionada no sólo con los objetos, sino sobre todo con la naturaleza humana y
las relaciones sociales.

Bertold Brecht, en Pequeño órgano para el teatro [Kleines Organon für das
Theater] considera que el teatro debe reflejar “las relaciones humanas que se den en la
era del dominio de la naturaleza y, más exactamente, la discordia existente entre los
hombres a resultas de la ingente empresa común “ (P. Szondi, 1978/1994: 125). La ex-
presión de estos contenidos supone para Brecht el abandono de la forma dramática, y la
sustitución de la dramaturgia aristotélica por otra dramaturgia de carácter épico, “no-
aristotélica”. En las Observaciones a la ópera ‘Ascensión y caída de la ciudad de Ma-
hagonny’, publicadas en 1931, sistematiza los desplazamientos entre el teatro dramático
y el teatro épico

M. Horkheimer, Th. Adorno y H. Marcuse fueron los principales representantes


del Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt. Consideraban, al igual que
Hegel, que el sistema social era una totalidad, en la que todos los aspectos reflejaban la

ture, 22, 4 (1981); Problemas para la crítica soicio-histórica de la literatura. Un estado de las artes, en
Ideolgies and Literature, 4, 16 (1983); Sociologies de la littérature, en Etudes Françaises, 19, 3 (1983-
1984); Empirical Sociology of Cultural Productions, en C.J. van Rees (ed.), Poetics, 14, 1-2 (1985);
Social Discourse: A New Paradigme for Cultural Studies, en M. Angenot y R. Robin (eds.), Sociocriti-
cism, 3, 2 y 4, 1 (1987 y 1988); Semiótica del diálogo, en en H. Haverkate (ed.), Diálogos Hispánicos de
Amsterdam, 6 (1988); The Sociology of Literature, en Critical Inquiry, 14, 3 (1988); Sociocritique de la
poésie, en Etudes Françaises, 27, 1 (1991); Empirical Sociologye of Literature and the Arts, en Poetics,
13, 4-5 (1992).

14
© Jesús G. Maestro · Introducción a la teoría de la literatura – ISBN 84-605-6717-6

misma esencia. El arte y la literatura tuvieron un lugar privilegiado en sus investigacio-


nes sobre la teoría social, al considerar que constituían el único ámbito en el que es po-
sible resistir la dominación de la sociedad totalitaria. También consideran que el arte
está separado de la realidad, y que precisamente por esa separación el arte adquiere su
significado y poder especiales, actitud que supone un enfrentamiento con la concepción
realista de Lukács.

Afín a este grupo de investigadores debe situarse la figura de W. Benjamin, pese


a sus diferencias con el pensamiento de Th. Adorno, recogidas en uno de sus más céle-
bres ensayos, “La obra de arte en la era de la reproducción mecánica”, en que reflexio-
na sobre el papel del arte en un mundo dominado por la revolución de las formas tecno-
lógicas y comerciales.

Con el desarrollo de los movimientos estructuralistas, autores como L. Althusser


hacen posible una renovación estructuralista del pensamiento marxista, de gran reper-
cusión en Francia e Inglaterra. Desde el estructuralismo se ratifica la idea marxista de
que los individuos no pueden ser entendidos fuera de su existencia en el sistema social,
pues se supone que las personas no son sujetos libres, sino “portadores” de valores
ideológicos del sistema social.

La obra sociológica de L. Goldman concibe las creaciones literarias no como


discursos procedentes de genios individuales, sino como textos basados en “estructuras
mentales transindividuales”, pertenecientes a grupos o clases sociales. Tal es el resulta-
do de su análisis sobre las tragedias de Racine, en Le Dieu Caché, al compararlas con el
pensamiento de Pascal, y con el jansenismo como movimiento social. Pour une socio-
logie du roman (1964) representa en principio un acercamiento a la escuela de Frank-
furt, al introducir el concepto de “homología” (similitudes formales), entre la estructura
de la novela y la estructura social que impone el capitalismo.

Hemos de referirnos igualmente a la obra de P. Macherey, Pour une théorie de


la production littéraire (1966), de gran influencia sobre la visión de Althusser en la
concepción del arte y la ideología.

En los Estados Unidos las teorías marxistas han estado influidas fundamental-
mente por la herencia hegeliana de la Escuela de Frankfurt, exiliada en Nueva York
desde 1933 hasta 1950. En un clima francamente adverso para su desarrollo, las ideas
de la crítica marxista se difunden a través de la revista Telos y, en cierta afinidad con
las ideas europeas, a través de la New Left Review británica.

Los principales representantes de este movimiento en Estados Unidos fueron T.


Eagleton, con Criticism and Ideology (1976), obra en la que lleva a cabo una auténtica
reevaluación de la evolución de la novela inglesa, y con Walter Benjamin or Towards
Unconscious (1981), que constituye, en el marco de los postestructuralismos, una res-
puesta de renovación a sus primeros planteamientos teóricos. Por su parte, F. Jameson
desarrolla en sus obras Marxism and Form (1971) y La cárcel del lenguaje (1972) es-
quemas dialécticos propios del marxismo hegeliano.

15
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3.8. La pragmática literaria9

Desde el punto de vista de la lingüística, la pragmática se configura en nuestros


días como una disciplina destinada al estudio del lenguaje en función de la comunica-
ción, con objeto de analizar científicamente cómo los seres hablantes construyen, inter-
cambian e interpretan enunciados en contextos y situaciones diferentes.

La pragmática estudia de este modo el sentido de la conducta lingüística, es de-


cir, el modo intencional de producir y descodificar significados mediante el lenguaje,
desde el punto de vista de los principios que regulan los comportamientos lingüísticos
dedicados a la comunicación. La pragmática, cuyos fundamentos iniciales se derivan de
principios filosóficos, comprende diferentes áreas de conocimiento relacionadas con los
paradigmas de la lingüística científica, como la estructura lógica de los actos de habla,
la deixis, la relación entre hablantes, discurso y contexto, el análisis de las diferentes
estructuras y estrategias discursivas, o la evaluación de los diferentes tipos de presupo-
siciones e implicaturas, tan recurrentes en el lenguaje ordinario.

Autores como B. Schelieben-Lange (1975) han señalado tres orientaciones fun-


damentales en el dominio de la pragmática, como doctrina del empleo de los signos
(Ch. Morris), como lingüística del diálogo (J. Habermas), y como teoría de la acción de
hablar (J.L. Austin, J. Searle).

El pragmatismo americano desarrolla por vez primera su doctrina triádica del


signo a través de la obra lógica y semiótica de Ch.S. Peirce (K.O. Apel, 1970; A. Tor-
dera, 1978). Como sabemos, Ch. Morris configura la pragmática como uno de los tres

9
Cfr. AA.VV. (1981), Abad Nebot, F. (1990), Adams, J.K. (1985), Aguiar e Silva, V.M. (1977, trad.
1980), Albaladejo Mayordomo, T. (1982, 1984, 1986, 1989, 1992), Apel, K.O. (1967-1970, 1973),
Apostel, L. (1980), Austin, J.L. (1962, trad. 1971, reed. 1990), Bajtín, M. (1963, trad. 1986; 1965, trad.
1974, reed. 1987; 1975, trad. 1989), Beaugrande, R.A. y Dressler, W.U. (1996), Berrendonner, A.
(1981), Bobes Naves, M.C. (1989, 1992, 1992a, 1993a), Buyssens, E. (1943; 1967, trad. 1978), Cáceres
Sánchez, M. (1991), Camps, V. (1976), Carnap, R. (1955), Caron, J. (1983), Chico Rico, F. (1988), Cole,
P. (1981), Corti, M. (1976), Dascal, M. (1983), Dijk, T.A. van (1972, 1977, 1977a, 1978, 1978a, 1981,
1984, 1985, 1989), Dolezel, L. (1986), Domínguez Caparros, J. (1985), Ducrot, O. (1972, reed. 1980,
trad. 1982; 1984, trad. 1986), Duncan, S. y Fiske, D.W. (1977), Eco, U. (1962, trad. 1985; 1987), Escan-
dell Vidal, M.V. (1993, reed. 1996), Fonseca, F.I. y Fonseca, J. (1977), Fowler, A. (1981, trad. 1988),
García Berrio, A. (1977-1980, 1979, 1989, 1994), García Berrio A. y Albaladejo Mayordomo, A. (1982,
1984), Grice, H.P. (1975), Habermas, J. (1981, 1984, 1996), Halliday, M.A.K. y Hasan, R. (1980),
Haverkate, H. (1984), Hickey, L. (1989), Jakobson, R. (1961, trad. 1981), Leech, G.N. (1983), Levinson,
St. (1983, trad. 1989), Lozano, J. et al. (1989), Maingueneau, D. (1990), Mayoral, J.A. (1986), Morris,
Ch. (1938, trad. 1985; 1946, trad. 1962, reed. 1971), Pagnini, M. (1980), Parret, H. (1983, 1987), J.M.
Pozuelo (1994), Pratt, M.L. (1977, 1986), Reyes, G. (1990), Schlieben-Lange, B. (1975, trad. 1987),
Schmidt, S.J. (1973, trad. 1978; 1978, trad. 1987; 1980, trad. 1990; 1982, 1987), Searle, J.R. (1969, trad.
1986; 1978; 1979, trad. 1982; 1983, trad. 1985), Senabre, R. (1994a), Tordera, A. (1978), Verschueren,
J. y Bertucelli-Papi, M. (1987), Villanueva, D. (1984, 1991a). Vid. los siguientes volúmenes monográfi-
cos: Pragmatik und Didaktik der Literatur, en Lili, 9-10 (1973); La pragmatique, en A.M. Diller y F.
Recanati (eds.), Langue Française, 42 (1979); Empirical Studies in Literature, en Poetics, 10 (1981);
Plusieurs pragmatiques, en B.N. Grunig (ed.), Revue de Linguistique,25 (1981); Directions in Empirical
Aesthetics, en Poetics, 15, 4-6 (1986); Reading Practices and Preferences. SOcial and Economic As-
pects, en Poetics, 16, 3-4 (1987).

16
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niveles de la semiótica o semiología, tal como ha sido asumida en nuestros días (M.C.
Bobes, 1975, 1989, 1991), junto con la sintaxis y la semántica, como disciplina destina-
da al estudio de los signos desde el punto de vista de la relación que establecen con sus
usuarios: “Por pragmática entendemos la ciencia de la relación de los signos con sus
intérpretes” (Ch. Morris, 1938: 52). P. Hartmann (1970: 35) ha recordado a este respec-
to que “el diálogo, entendido como interacción verbal, debería ser la categoría base de
la investigación orientada a los signos y el lenguaje”.

Como lingüística del diálogo, la pragmática ha sido objeto de importantes orien-


taciones metodológicas, entre las que ocupan un lugar destacado los trabajos de J.
Habermas sobre las condiciones universales necesarias para la existencia de diálogo, en
relación a la teoría del consenso sobre la verdad, y las investigaciones de D. Wunder-
lich, afines a la gramática transformativa, acerca de las posibilidades de descripción
científica que ofrece toda situación de habla.

Como teoría de los actos de habla, la pragmática trata de ofrecer una investiga-
ción del habla dialogada desde los presupuestos teóricos derivados de la acción y la
comprensión verbales, de modo que pretende constituir una investigación científica
sobre el lenguaje como actividad que crea nuevos planos de sentido, capaz de transfor-
mar antiguas unidades lingüísticas y antiguos modelos de acción (Austin, Searle).

Las teorías formalistas y morfológicas de fines del siglo XIX y comienzos del
siglo XX son reemplazadas en un momento dado por el predominio de corrientes ocu-
padas en el estudio empírico del uso del lenguaje. El positivismo lógico del círculo de
Viena, que tiene como principales representantes a R. Carnap y L. Wittgenstein, fuer-
temente influido por la obra lógica de A. Tarski, se proponía reducir la filosofía a una
teoría científica de frases lógicas, cuya forma debía ser la misma para todas las ramas
de la ciencia. Surgían así los diferentes programas para el desarrollo de una ciencia uni-
taria. R. Carnap somete la sintaxis discursiva a un estudio de la lógica, al hacer abstrac-
ción de los denotata o designata, y analizar únicamente las relaciones entre las expre-
siones. La lingüística (descriptiva y empírica) se configura de este modo como una in-
vestigación experimental sobre lenguaje, situando a la pragmática en la base de todas
sus operaciones.

Desde los fundamentos de una ciencia empírica de la literatura, S.J. Schmidt


(1980), director del grupo NIKOL, fundado en 1973 en la Universidad alemana de Biele-
feld, y que prosigue actualmente sus investigaciones en Siegen, concede una importan-
cia medular a la teoría de los “transformadores” o “procesadores cognitivos”, que ope-
ran en la estructura del sistema LITERATURA, es decir, en aquel ámbito socialmente de-
limitable en el que tienen lugar la realización de acciones comunicativas orientadas
hacia las llamadas obras de arte literarias.

El sistema LITERATURA, como ámbito de actuación de las obras de arte verbal, o


comunicados literarios —como prefiere denominarlos S.J. Schmidt (1980)—, constitu-
ye una estructura social de acciones cuya actividad es aceptada por la sociedad, en cuyo
seno desempeña funciones que ningún otro sistema de acciones asume, desde el mo-
mento en que, en el ámbito de la teoría de las acciones comunicativas literarias (Theorie

17
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Literarischen Kommunikativen Handelns), se distinguen cuatro operaciones fundamen-


tales, indudablemente relacionadas entre sí, que corresponden a una teoría de la produc-
ción, mediación, recepción y transformación literarias.

Desde el punto de vista de la teoría empírica de la literatura formulada por el


grupo NIKOL (S.J. Schmidt, G. Wienold, R. Warning, N. Groeben, W. Kindt, K. Stierle),
no se admite que la obra literaria constituya una entidad ontológica autónoma, sino que
los textos, o comunicados literarios, deben entenderse como el resultado de actividades
y comportamientos sociales en los que reside precisamente la atribución y donación de
sentido que reciben las obras de arte verbal (Empirische Literaturwissenchaft).

3.9. Las poéticas de la recepción literaria10

El presente tema pretende dar cuenta de las diferentes tendencias metodológi-


cas, así como de sus antecedentes, que a lo largo del siglo XX, especialmente desde los
años sesenta, consideran al lector como centro de las principales reflexiones sobre la
literatura.

Será preciso considerar en primer lugar algunos de los antecedentes de las poé-
ticas de la recepción. Desde presupuestos fenomenológicos y hermenéuticos, W. Dilt-
hey desarrolla una teoría de la comprensión de los fenómenos culturales, insistiendo en
la dimensión histórica en que se sitúa el sujeto humano en el proceso de conocimiento
del objeto estético.

Desde el punto de vista de la hermenéutica de H.G. Gadamer (1960), todo pro-


ceso de conocimiento y comprensión es resultado de una interacción con hechos y dis-
cursos del pasado histórico, de modo que toda lectura constituye siempre un diálogo
con la tradición. Gadamer introduce conceptos que habrán de ser esenciales en la teoría
de la estética de la recepción alemana, tales como Vorverständnis (pre-juicio), Erwar-
tungshorizont (horizonte de expectativas), y Horizontverschmelzung (fusión de horizon-
tes), y afirma que la determinación del sentido de la obra literaria no depende exclusi-

10
Cfr. AA.VV. (1971, 1983), A. Acosta Gómez (1989), M. Asensi (1987), Auerbach, E. (1958), Cabada,
M. (1994), Castañares Burcio, W. (1994), Chartier, R. (1993, 1995), P. Cornea (1993), D. Coste (1980),
Eco, U. (1979, trad. 1981; 1990, trad. 1992), Gadamer, H. G. (1960, trad. 1989), Gnutzmann, R. (1994),
Groeben, N. (1977), Hartman, G. (1992), Helbo, A. (1985), Hirsch, E. D. Jr. (1976), Hohendahl, P.U.
(1988), Holub, R.C. (1984, trad. 1989), Ingarden, R. (1931, trad. 1983; 1937, trad. 1989), Iser, W. (1972,
trad. 1974; 1972a, trad. 1989; 1975, trad. 1989; 1976, trad. 1987; 1987; 1990), Jauss, H.R. (1967, trad.
1971; 1970, trad. 1986; 1972; 1975, trad. 1987; 1977, trad. 1986; 1981; 1989, trad. 1995), Kibedi-Varga,
K. (1981), Lambert, J. (1986), Mayoral, J.A. (1987), Meregalli, F. (1989), Mignolo, W. (1983a), J.M.
Pozuelo (1994), N. Roelens (1998), Senabre, R. (1994a), Stempel, W.D. (1979, trad. 1988), Stierle, K.
(1975, trad. 1987), Suleiman, S. R. y Crosman, J. (1980), Warning, R. (1975; 1979a, trad. 1989; 1980),
Weimann, R. (1973), Wellek, R. (1985). Vid. los siguientes volúmenes monográficos: Rezeptionfors-
chung, en Lili, 15 (1974); Théorie de la réception en Allemagne, en Poétique, 39 (1979); L’effet de lectu-
re, en Revue de Sciences Humaines, 177 (1980-1981); Théorie et pratique de la réception, en Degrés, 28
(1981); Reception, Reader, Psychoanalysis, en Poetics Today, 3, 2 (1982); Le texte et ses réceptions, en
Revue des Sciences Humaines, 189 (1983); Il lettore: modelli, processi ed effetti dell’interpretazione, en
M. Ferraresi y P. Pugliatti (eds.), Versus, 52-53 (1989).

18
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vamente de su autor, sino de las competencias del intérprete o lector y, de forma muy
especial, del contexto y circunstancias históricas en que se sitúe su interpretación.

El pensamiento fenomenológico de R. Ingarden ha influido notablemente en la


estética de la recepción alemana a través de dos de sus obras principales: Das literaris-
che Kunstwerk (1931), donde estudia la estructura esencial y ontológica de la obra lite-
raria, y Vom Erkennen des literarischen Kunstwerks (1937), en que se ocupa del aspec-
to fenomenológico del objeto artístico y sus receptores potenciales. Su obra se sitúa,
pues, entre la fenomenología de E. Husserl, la hermenéutica de M. Heidegger, y la in-
vestigación teórica de los textos literarios.

Hemos de considerar igualmente los sistemas de pensamiento de los principales


representantes de las poéticas de la recepción. En primer lugar, en la teoría de la recep-
ción de la Escuela de Constanza es posible distinguir dos modelos diferentes de estudio
e interpretación del fenómeno literario: 1) el modelo histórico de Jauss, fundamentado
sobre la hermenéutica de Gadamer y sus precursores, y sobre la crítica neo-marxista
procedente de la Escuela de Frankfurt, y 2) el método de Iser, procedente de la fenome-
nología de Husserl y las aportaciones de Ingarden, y de la semiología de la literatura.
Finalmente, hemos de referirnos al modelo semiótico de Eco.

En su célebre lección inaugural (1967), con su discurso sobre La literatura co-


mo provocación, H.R. Jauss propone un cambio de paradigma en la investigación de los
fenómenos literarios, con objeto de superar las supuestas deficiencias metodológicas de
determinados modelos de análisis, como el positivismo histórico, la estilística formal y
la concepción inmanentista de los estructuralismos. Jauss formula entonces sus siete
tesis sobre la nueva estética de la recepción.

En 1973, casi al final de su estudio sobre “La Ifigenia de Racine y la de Goethe,


con un epílogo sobre la parcialidad del método recepcionista”, Jauss advierte que la
estética de la recepción es sólo una disciplina más en el ámbito de las ciencias humanas,
de modo que necesita ser auxiliada por otros dominios del saber, con objeto de explicar
con mayor amplitud el alcance y el efecto, social e histórico, de la recepción literaria y
sus implicaciones en una historia general y comparada de la literatura; el estudio de la
pervivencia histórica de determinados valores estéticos, que responden a la selección
consciente o inconsciente de los lectores, y se inscriben en una tradición literaria, cultu-
ral, antropológica, etc... con la que se identifican; y de considerar, finalmente, y por
extenso, el análisis del denominado “horizonte de expectativas”, en relación con las
funciones pragmáticas de la obra literaria, y su capacidad para actuar simultáneamente
como un fenómeno histórico de presente actualidad. Experiencia estética y hermenéuti-
ca literaria (1977) constituye en este sentido una síntesis histórica sobre el lugar que
ocupan las categorías de poiesis, aisthesis, catharsis en la tradición hermenéutica occi-
dental.

En el modelo hermenéutico de Iser, interpretación y lectura se configuran como


procesos de creación de sentido de la obra literaria, de modo que el acto de recepción se
convierte en la fase esencial de la pragmática de la comunicación literaria, al determinar
según las competencias del lector la constitución interna de la propia textualidad. Para

19
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R. Ingarden el lector cumplimenta una estructura esquematizada y abierta de la obra


literaria, mientras que para W. Iser el lector reconstruye fenoménicamente la textuali-
dad del discurso que comprende.

Entre los principales elementos de una fenomenología de la lectura, desde la


teoría de la recepción de W. Iser, figuran los conceptos de Lector Implícito (W. Iser,
1976/1987: 55-70), como “modelo transcendental” que representa la totalidad de las
“predisposiciones necesarias” para que una obra ejerza su efecto en un sujeto receptor;
el Repertorio, o universo referencial del texto; las Estrategias, u ordenación formal de
los materiales o procedimientos mediante los cuales el texto dispone su inmanencia; el
Punto de vista errante (“Wandering viewpoint”), que se refiere a la multiplicidad de
lecturas posibles, variadas y sucesivas, de que puede ser objeto una obra literaria; los
Blanks (vacíos o blancos), noción iseriana muy afín al concepto ingardeano de “inde-
terminación”; y la Síntesis pasiva, que designa la construcción de imágenes que, cons-
ciente o inconscientemente, desarrolla el lector durante el proceso de lectura, y que su-
pone una ideación de objetos imaginarios, que nunca puede ser reproducida con exacti-
tud. De ahí la relatividad del significado, nunca abordable de forma definitiva.

Las obras en que U. Eco expone inicialmente su teoría de la recepción son Ope-
ra aperta (1962 y 1967) y Lector in fabula (1979). Sus estudios sobre la recepción
constituyen un planteamiento de la interpretación de la obra literaria, desde el punto de
vista del lector, que sigue un modelo fundamentalmente semiótico, en el que están pre-
sentes los elementos formales y semánticos de la retórica y la poética literarias, frente a
la visión histórica de H.R. Jauss o a los presupuestos hermenéuticos y fenomenológicos
de W. Iser.

La teoría de la recepción de U. Eco se articula en torno a los siguientes plantea-


mientos sobre las operaciones de lectura y los procesos pragmáticos que disponen su
elaboración y comprensión: 1) La lectura o recepción es una confirmación de la textua-
lidad, y no su negación; 2) Eco se distancia, especialmente a partir de la publicación de
Lector in fabula (1979), de una teoría del uso, para situar sus estudios sobre la interpre-
tación de la obra literaria en una teoría de la interpretación de textos ; 3) Se distancia
de la deconstrucción y se aproxima a la semántica y pragmática del texto (J.S. Petöfi);
4) Introduce el concepto de cooperación interpretativa, con el que designa la implica-
ción del lector modelo en el mecanismo de interpretación, o estrategia textual, de modo
que las categorías de textualidad y estructura adquieren relaciones de interdependencia
con las propiedades semánticas de infinitud y apertura; 5) U. Eco se propone, en su
Lector in fabula (1979), “definir la forma o la estructura de la apertura”.

3.10. La semiótica o semiología

El objeto de la semiología es el signo y sus posibilidades de codificación. De la


semiología y del signo se han dado diversas definiciones, con frecuencia válidas pero
parciales, al destacar uno de los aspectos fundamentales del signo frente a la totalidad

20
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del conjunto y su consideración panorámica. El presente tema tiene como objeto dar
cuenta de las orientaciones más representativas11.

Peirce concebía la semiótica como una lógica de los signos, en la que distinguía
tres secciones principales: a) Gramática pura: se ocupa de la naturaleza de los signos y
sus relaciones entre sí [equivaldría a la sintaxis de Morris]; b) Lógica: establece las
condiciones de verdad, al ocuparse de las relaciones entre los signos y su objeto [equi-
valdría a la semántica de Morris]; c) Retórica pura: análisis de las condiciones de co-
municación [equivaldría a la pragmática de Morris].

La semiología es resultado de una superación y una evolución del estructuralis-


mo, determinada por el paso de una concepción teórica y especulativa del signo codifi-
cado hacia una observación empírica y verificable del uso que adquiere el signo en cada
uno de los procesos semiósicos. El estructuralismo sitúa el signo en un sistema de rela-
ciones estables (estructura), desde el que pretende acceder a su conocimiento, y justifi-
carlo como científico; sin embargo, las posibilidades de este conocimiento se limitan
notablemente en la semántica, y se agotan por completo en la pragmática, al resultar
imposible en la práctica la sistematización definitiva de las múltiples variantes de uso y
función de los signos. La semiología amplía el objeto de conocimiento del estructura-
lismo, al comprender no sólo el signo codificado en el sistema (norma), sino el uso y la

11
Cfr. AA.VV. (1993), T. Albaladejo (1983; 1984; en P. Aullón de Haro [1984: 141-207]; 1990), A.
Alvarez (1981), D.S. Avalle (1970, trad. 1974), R. Barthes (1964a, trad. 1967; 1970, trad. 1980; 1973,
trad. 1982; 1978, trad. 1982; 1984; 1985, trad. 1990; 1993), M.C. Bobes Naves (1973, reed. 1979; 1977;
1977a; 1985, 1989, 1991, 1993a, 1993b), F. Casetti (1977, trad. 1980), J.E. Copeland (1984), J.C. Co-
quet (1982, 1987), M. Corti (1976), G. Deledalle (1987), T.A. van Dijk (1972; 1977, trad. 1980; 1989),
U. Eco (1967; 1968, trad. 1972; 1973, trad. 1976; 1976, trad. 1977, reed. 1988; 1983, trad. 1996; 1984,
trad. 1990; 1985, trad. 1988; 1993a), M.A. Garrido Gallardo (1982, 1984), E. Garroni (1973, trad. 1975),
J. Geninasca (en M. Delcroix y F. Hallyn [1987: 48-64]), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1970, trad.
1973; 1972, trad. 1976; 1973;1976, trad. 1983; 1990a; 1990b), A.J. Greimas y J. Courtés (1979, trad.
1982; 1990, trad. 1991), T. Hawkew (1977), W.O. Hendricks (1973, trad. 1976), J. Kristeva (1969, trad.
1978, reed. 1981; 1970, trad. 1974; 1972; 1984), I. Lotman (1970, trad. 1978), I. Lotman y B. Uspenski
(1973, 1973a, 1976), I. Lotman et al. (1979), J. Lozano et al. (1989), C. Martínez Romero (1987), L.
Matejka e I.M. Titunik (1976, reed. 1984), W. Mignolo (1978a, 1983), Ch. Morris (1938, trad. 1985;
1946, trad. 1962; 1971; 1985), G. Mounin (1970, trad. 1972), J. Mukarovski (1977, 1977a, 1978, 1982),
H. Parret y H.G. Ruprecht (1985), Ch.S. Peirce (1857-1914, a y b), C. Pérez Gallego (1981), J.M. Pozue-
lo (1994), F. Rastier (1974), J. Romera Castillo (1980, 1981, 1988), J. Romera Castillo et al. (1992 a
1997), F. Rossi-Landi (1972), F. de Saussure (1922, trad. 1980), C. Segre (1977, trad. 1981; 1979, trad.
1990; 1985, trad. 1985), J. Talens et al. (1978), Tz. Todorov (1984, 1987), A. Tordera (1978), J. Trabant
(1970, trad. 1975), F. Wienold (1972), A. Yllera (1974). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de
revistas: Semiotik, en Lili, 28-29 (1977); Tópicos actuales en semiótica literaria, en Dispositio, 3, 7-8
(1978); Soviet Semiotics and Criticism. An Anthology, en New Literary History, 9, 2 (1978); Theory and
Methodology in Semiotics, en N. Bhattacharya y N. Baron (eds.), Semiotica, 26, 3-4 (1979); Semiotics of
Culture, en I. Portis Winner y J. Umiker-Sebeok (eds.), Semiotica, 27, 1-3 (1979); La sémiotique de Ch.
S. Peirce, en Langages, 58 (1980); Semiotics and Phenomenology, en R.L. Lanigan (ed.), Semiotica, 41,
1-4 (1982); Semiótica y discurso, en R. Jara (ed.), Eutopías, 1, 3 (1985); Semiotic. Philological Perspec-
tives, en Lía Schwartz (ed.), Dispositio, 12, 30-32 (1987); Greimassian Semiotics, en New Literary His-
tory, 20, 3 (1989); Le discours en perspective, en J. Geninasca (ed.), Nouveaux Actes Sémiotiques, 10-11
(1990); Semiotics in Spain, en J.M. Pérez Tornero y L. Vilches (eds.), Semiotica, 81, 3-4 (1990); Idiolo-
gues et polilogues: Pour une sémiotique de l’énonciation, en J.D. Urbain (ed.), Nouveaux Actes Sémioti-
ques, 14 (1991); History and Semiotics, en W. Brooke y W. Pencak (eds.), Semiotica, 83, 3-4 (1991).

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© Jesús G. Maestro · Introducción a la teoría de la literatura – ISBN 84-605-6717-6

función que adquiere el signo en cada uno de los procesos de creación y transformación
de sentido, en virtud de la manipulación a que lo someten sus usuarios.

En la aparición de la semiología ha sido determinante el paso de una concepción


estática del signo, elaborada por F. de Saussure (1916) y asumida por el estructuralismo
clásico o “estático”, a una concepción dinámica, propugnada por L. Hjelmslev desde
sus prolegómenos (1943), y desarrollada por un enfoque abiertamente dinámico de los
métodos estructuralistas.

En la evolución hacia la semántica lógica y hacia la pragmática semiológica, C.


Bobes (1989) ha señalado cuatro etapas o momentos principales:

1. Atomismo lógico: Círculo de Viena. El único lenguaje que puede asegurar las
condiciones de verdad y verificabilidad es el que no sobrepasa los enunciados atómicos.
El atomismo lógico se inicia con B. Russell, y alcanza su expresión más representativa
en el Tractatus logico-philosophicus (1921) de L. Wittgenstein. Entre los precedentes
pueden señalarse las críticas de Husserl a los usos sin-sentido de la lengua, y los estu-
dios lógico-semánticos de G. Frege.

2. Sintaxis lógica. Más adelante se admite que las transformaciones de los enun-
ciados atómicos mantienen las garantías de verdad y verificabilidad si siguen unas nor-
mas determinadas (de sintaxis, formación y transformación). Se busca como objetivo
principal superar las limitaciones del atomismo lógico, mediante la liberación del len-
guaje de la vinculación inmediata de su uso. Se pretende, en suma, pasar de la verifica-
ción en la realidad (observación) a la verificación en el discurso (lógica).

3. Semántica lógica. Supone la integración de los estudios sobre valores semán-


ticos. La semántica se ocupa de las relaciones entre la expresiones de un lenguaje y los
objetos a los que se refieren tales expresiones, es decir, del estudio de las diferentes
modalidades de representar formalmente el sentido de las palabras, por relación a los
objetos a los que se refieren. La posición de Carnap es la de la semántica léxica. W.
Quine distingue dos partes en la semántica lógica: a) teoría de la significación, cuyo
objeto son los significados (unidades mentales), y b) teoría de la referencia, cuyo obje-
to es el mundo de la realidad.

4. Semiología. Estudio de los usos del lenguaje y de las normas que los regulan.
A partir del pensamiento de Peirce, Morris reconoce en la semiótica tres niveles funda-
mentales, sintáctico, semántico y pragmático, que en todo sistema de signos correspon-
derían al análisis de unidades formales (que pueden considerarse desde el punto de vista
de su relación distributiva en el sistema y su manifestación discrecional en el proceso),
de valores de significado (que permitiría considerar las relaciones de las formas con la
idea que el ser humano experimenta de sus efectos sensibles), y de relaciones externas
(entre los sujetos que utilizan los signos y los sistemas contextuales envolventes). For-
ma, valor y uso son los aspectos que una concepción tripartita de la ciencia del signo
consideraría en su objeto de estudio.

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La semiología parte del estudio de hechos significantes, no de hechos fenome-


nológicos (no estudia los hechos en sí, sino el sentido / significado humano de los
hechos), es decir, estudia “objetos construidos” para la ciencia, y no objetos “dados” a
la percepción sensible. En la investigación semiológica es, pues, posible distinguir tres
niveles:

a) La sintaxis semiótica se refiere a la identificación de unidades formales, y a la


determinación de las normas que rigen su integración en unidades superiores.

b) La semántica semiótica estudia las relaciones de los signos con sus denotata
(semántica referencial) y con sus designata (semántica de la significación). La semánti-
ca semiótica admite que el texto artístico es: 1) significante en sus formas y contenidos
(semiótico); 2) no referencial; y 3) sí polivalente.

c) La pragmática estudia las relaciones de los signos con sus usuarios y de este
conjunto con las circunstancias culturales envolventes. La semiología admite que su
objeto de estudio es el signo constituido en sus límites formales, en sus capacidades de
denotación y connotación, y en sus posibilidades de manipulación contextual, al actua-
lizarse en una situación que matiza no sólo su realización formal, sino también la impli-
cación de sus valores referenciales.

3.11. Teoría postestructuralista: la deconstrucción

Dentro del ámbito de los postestructuralismos la deconstrucción constituye uno


de los movimientos más representativos. El presente tema tratará de dar cuenta de ello,
considerando sus raíces inmediatas en el estructuralismo francés, así como el papel pre-
cedente que autores como Nietzsche, Freud y Heidegger han podido desempeñar. La
deconstrucción es un movimiento que puede inscribirse en el marco de los postestructu-
ralismos, en torno a la figura fundamental de Jacques Derrida, entre otros autores como
R. Barthes, M. Foucault, G. Deleuze, M. Blanchot, J. Kristeva, Baudrillard, J.F. Lyo-
tard, Lacan, Paul de Man y J. Hillis Miller (Yale Critics)12.

12
Cfr. M.H. Abrams (1977, 1989), J. Arac (1989), J. Arac, W. Godzich y M. Wallace (1983), M. Asensi
(1990a), R. Barthes (1970, trad. 1980; 1972, trad. 1973; 1982; 1984), W.J. Bate (1982), J. Baudrillard
(1977, trad. 1978), A. Berman (1988), S. Best y D. Kellnner (1991), M. Blanchot (1955, trad. 1992;
1959; 1969), H. Bloom (1973, trad. 1977; 1975; 1976; 1982; 1988a; 1994, trad. 1995), H. Bloom et al.
(1978), J. Culler (1982, trad. 1984), G. Deleuze (1969), G. Deleuze y F. Guattari (1972, trad. 1973), J.
Derrida (1967, trad. 1989; 1967a, trad. 1985; 1967b, trad. 1971; 1968, trad. 1971; 1971, trad. 1972;
1972, trad. 1989; 1972a, trad. 1977; 1972b, trad. 1975, reed. 1997; 1974; 1980; 1987, trad. 1989; 1988,
1988a; 1989), J.M. Ellis (1989), H. Felperin (1985), M. Ferraris (1986, 1990), M. Foucault (1966, trad.
1985; 196a, trad. 1970; 1969, trad. 1970; 1996), G. Graff (1979), J. Harari (1979), R. Harland (1987),
G.H. Hartman (1970, 1980, 1981, 1984), M. Heidegger (1957, trad. 1988), F. Jameson (1984, trad.
1991), B. Johnson (1980), M. Krieger (1976, trad. 1992), V. Leitch (1982, 1988), F. Lentricchia (1980,
trad. 1990), Ph. Lewis (1982), J.F. Lyotard (1971, trad. 1979; 1972; 1979, trad. 1989), R. Macksey y E.
Donato (1970, trad. 1972), P. de Man (1957, trad. 1971; 1979, trad. 1990; 1986, trad. 1990), J.G. Mer-
quior (1986), J.H. Miller (1982, 1987, 1991), J. Natoli (1987, 1989), Ch.C. Norris (1982, 1988, 1990), P.
Peñalver (1990), C. Peretti della Roca (1989), J.M. Pozuelo (1988, 1992, 1994), M. Ryan (1982), R.
Rorty (1967, trad. 1990; 1979, trad. 1983; 1982; 1989; 1989a), E.W. Said (1983), J. Sallis (1985), M.
Sarup (1988), R. Scholes (1988, 1989), J.K. Simon (1972, trad. 1984), G. Spivak (1987), G. Vattimo y

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Desde el punto de vista de los postestructuralismos, la aportación esencial del


pensamiento deconstructivista consiste en considerar que toda interpretación constituye
siempre e inevitablemente una lectura equivocada. Leer es interpretar, y en toda inter-
pretación subyace una dosis de transformación y equívoco inextinguible, que conduce
ineludiblemente a lecturas incorrectas. La posibilidad de plantear como necesaria una
“lectura incorrecta” induce paralelamente a hablar de lecturas correctas o coherentes
como “lecturas posibles” (H. Bloom, 1975).

La formulación de oposiciones binarias, tan esenciales en la teoría deconstructi-


va, del tipo “lectura correcta / lectura incorrecta” (reading / misreading, interpretación /
malinterpretación, understanding / misunderstanding, transducción modélica / trans-
ducción aberrante...) dispone la necesidad de pensar en el primero de los términos de
cada una de estas jerarquías (lo central) como prioritario respecto al segundo (lo margi-
nal), que se concibe como negación, complicación o inversión del primero. De este mo-
do, la lectura del logocentro, de la interpretación supuestamente correcta o modélica,
resulta examinada y comprendida, esto es, invertida, desde los presupuestos y el punto
de vista que implica su consideración marginal: si se piensa en la subjetividad como
opuesta a la objetividad, el concepto de la subjetividad estará pensado siempre de ma-
nera objetivista.

Frente a la deconstrucción, que considera aberrante o incorrecta toda interpreta-


ción posible sobre los fenómenos culturales, estimamos que, si bien toda interpretación
o lectura constituye una transformación de sentido, no toda transformación ha de ser
inevitablemente aberrante. En este mismo sentido, J. Culler (1982/1984: 156) ha pro-
puesto “mantener una distinción variable entre dos tipos de malinterpretaciones, aque-
llas en las que el mal tiene alguna importancia y aquellas en que no, aunque tenga en
todo caso efectos significantes”.

En sus consideraciones sobre “Les Exégèses de Hölderin par Martin Heidegger”


(1955), P. de Man sostiene que Hölderling dice exactamente lo contrario de lo que le
hace decir Heidegger, pues para de Man este último entendió a Hölderin precisamente
al revés, al encontrar en sus poemas una nominación del Ser, en lugar de un reiterado
fracaso por captarlo. Sin embargo, una lectura de estas características sobre la obra de
Hölderling constituiría una lectura equivocada desde el punto de vista del proceso se-
miósico de expresión, y, simultáneamente, una valoración modélica desde la perspecti-
va de los procesos de interpretación y significación, ya que el texto en sí no discute ni
desautoriza de forma radical la lectura de Heidegger, quien la dota de sentido coherente
desde el punto de vista de la analítica existencial.

La deconstrucción sostiene que el intérprete repite siempre un modelo de texto,


y que la lectura es una repetición transformadora, esto es, transductora, de la estructura

P.A. Rovatti (1983, trad. 1988), E. Volek (1985), R. Young (1981). Vid. los siguientes volúmenes mo-
nográficos de revistas: Jean-François Lyotard, en Diacritics, 14, 3 (1984); The Lesson of Paul de Man,
en Yale French Studies, 69 (1985); Jacques Derrida. Una teoría de la escritura, la estrategia de la des-
construcción, en Anthropos, 93 (1989); Jaques Derrida. “¿Cómo no hablar?” y otros textos, en Anthro-
pos. Antologías temáticas, 13 (1989).

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que pretende analizar (Sh. Felman, 1977). De este modo, las lecturas previas a las que
se enfrenta cualquier lector no constituyen errores que se deban descartar, ni verdades
parciales que haya que completar con verdades contrarias, sino repeticiones reveladoras
de estructuras textuales, cuya comprensión es resultado de la proyección de determina-
das categorías metodológicas y epistemológicas. La noción de transferencia (J. Lacan,
1973: 133-137) resulta así afín a la de transducción, desde el momento en que aquélla
se entiende como la estructura de repetición que vincula, mediante ciertas transforma-
ciones inevitables, el discurso analizado al sujeto que lo analiza. En este sentido, B.
Johnson ha hablado de la “estructura transferencial de toda lectura”, como una de las
facetas esenciales de la crítica deconstructiva.

La deconstrucción se revela inmediatamente como una metodología que preten-


de ante todo la subversión de una categoría, considerada convencionalmente como prio-
ritaria, mediante la lógica de la suplementariedad de su categoría contraria. Toda de-
construcción es una “transformación dialéctica”, en la que no se sugiere ni se desea una
síntesis posible, ni tampoco una prioridad o un dinamismo entre las alternativas. Dado
un discurso y un sentido esencial, la deconstrucción propone la inversión —con fre-
cuencia dialéctica, es decir, la transformación de la tesis (lo esencial) por su antítesis (lo
inesencial)—, de forma que los interpretantes convencionalmente esenciales o priorita-
rios son re-transmitidos y transformados como inesenciales o marginales. La decons-
trucción es una forma de transformación semántica que consiste en aplicar una torsión a
un concepto y alterar, hasta invertirlas, la fuerza y la dirección de sus sentidos. Decons-
truir una oposición es deshacerla, transformarla, transducirla, hasta retransmitirla y si-
tuarla de forma esencial y dialécticamente diferente.

Desde este punto de vista, la historia de la hermenéutica literaria ha sido enten-


dida por abundantes teóricos de la deconstrucción como un despliegue de malinterpre-
taciones; así, P. de Man (1971: 141) ha escrito que “la existencia de una tradición abe-
rrante especialmente rica en el caso de los escritores que pueden legítimamente ser lla-
mados los más geniales, no es por tanto un accidente sino una parte constitutiva de toda
literatura, de hecho la base de la historia de la literatura”; del mismo modo, J. Culler
(1982/84: 200) ha insistido en que “la deconstrucción se crea por repeticiones, desvia-
ciones, desfiguraciones [...]. Persiste no como conjunto unívoco de instrucciones, sino
como una serie de diferencias que se pueden trazar sobre varios ejes, tales como el gra-
do en que el trabajo analizado se considera una unidad, el papel asignado a previas lec-
turas del texto, el interés en conseguir relaciones entre los significantes, y la fuente de
las categorías lingüísticas empleadas en el análisis”.

3.12. Teoría postestructuralista:


New Historicism, Feminismo, Cultural Studies

Tras la presentación del postestructuralismo en su génesis francesa y en su desa-


rrollo más influyente, europeo y norteamericano, a través de lo que supuso la decons-
trucción y el pensamiento de J. Derrida, el presente epígrafe pretende referirse a lo que
algunos autores han denominado segundo postestructuralismo. Autores como Melquior
han señalado a este respecto que la nota más relevante de los movimientos que pueden

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agruparse dentro de los últimos postestructuralismos sería el intento por recobrar “a


sense of literature as a wordly discourse” (Merquior, 1986: 253), rasgo que podría estar
incluso en oposición con algunos de los planteamientos iniciales de la deconstrucción,
tal como fue planteada por los círculos intelectuales y universitarios de los Yale Cri-
tics.13

Frente a las posibles observaciones, con frecuencia prodecentes de autores con-


siderados formalistas o reminiscentes del New Criticism, las nuevas orientaciones de los
postestructuralismos se apoyan en determinadas condiciones sociales, históricas e in-
cluso institucionales, que deben ser destacadas, e implican una importante apertura teó-
rica, y una defensa de la relevancia social y política, tanto de la literatura como del pro-
pio discurso teórico y crítico sobre ella. De un modo u otro, la discusión sobre la litera-
tura como ámbito discursivo definido está planteada. Por lo que se refiere a la dimen-
sión teórica y metodológica ha de insistirse en la presencia, siempre renovada, de los
nombres de Marx, Lacan o Foucault, sin marginar en absoluto a Derrida, autores en
quienes los últimos postestructuralismos encuentran posibilidades para una actitud que
va desde el tono militante hasta la reflexión revisionista.

Hay que evitar, una vez más, la imagen de un movimiento homogéneo o esta-
blemente concordante, pues, pese a la afinidad teórica y metodológica, y a su implica-
ción en un mismo marco o modelo histórico (postmodernidad), las diferencias de orien-
tación son aún más notables. El New Historicism ocupa un lugar especial, como movi-
miento que supone una reacción desde la historia de la literatura frente al modo tradi-
cional de ser entendida esta disciplina, y como método que discute, al menos teórica-
mente, el rigor inmanentista de buena parte de la teoría y crítica literarias de las últimas
décadas.

Desde este punto de vista, autores como L. Monroe postulan una doble exigen-
cia, que se traduce en “the historicity of texts and the textuality of history”, desde la que
la relación entre texto e historia, considerada por determinados autores como relación
intertextual, pasaría a ocupar un primer plano muy destacado. Del mismo modo, la in-
13
Cfr. P. Brantlinger (1990), A. Callinicos (1989, trad. 1995), R. Cohen (1989), G. Colaizzi (1990,
1993), M. Coyle et al. (1990), J. Dollimore y A. Sinfield (1985), J. Donovan (1975), T. Eagleton (1995),
C. Geertz (1973, trad. 1989), Ph. Goldstein (1990), S. Greenblatt (1980), G. Gunn (1987), H. Heuermann
(1990), H. Heuermann y P. Lange (1991), L. Irigaray (1990), F. Jameson (1981, trad. 1989; 1984, trad.
1991), B. Johnson (1980), B.P. Lange (1990), V. Leitch (1988, 1992), F. Lentricchia (1983), J.H. Miller
(1982, 1987, 1987a, 1991, 1992), E. Pechter (1987), R. Poster (1989, 1990), K.K. Ruthven (1984, trad.
1990), E.W. Said (1978, 1978a, 1983), R.A. Salper (1991), E. Showalter (1983), G. Spivak (1987), C.R.
Stimpson (1988), G. Turner (1990), H.A. Veeser (1989), M.J. Vega (1993), H. White (1973; 1975; 1978;
1987, trad. 1992), R. Williams (1958; 1977, trad. 1980), K.J. Winkler (1993), I.M. Zavala (1991). Vid.
los siguientes volúmenes monográficos de revistas: Feminist Readings: French Text / American Context,
en Yale French Studies, 62 (1981); The Forms of Power and the Power of Forms in the Renaissance, en
Stephen Greenblatt (ed.), Genre, 15 (1982); Cherchez la Femme. Feminist Critique / Feminist Text, en
Diacritics, 12, 2 (1982); L’écriture féminine, en Contemporary Literature, 24, 2 (1983); Marx after Der-
rida, en M.P. Mohanty (ed.), Diacritics, 15, 4 (1985); New Historicismus, New Histories and Others, en
New Literary History, 21, 3 (1990); M. Bakhtin and the Epistemology of Discourse, en Clive Thompson
(ed.), Critical Studies, 2, 1-2 (1990); A Feminist Miscellany, en Diacritics, 21, 2-3 (1991); Cultural Stud-
ies. Crossing Boundaries, en Critical Studies, 3, 1 (1991); Female Discourse, en Mester, 20, 2 (1991);
Writing Cultural Criticism, en South Atlantic Quarterly, 91, 1 (1992); Loci of enunciation, en W.D. Mi-
gnolo (de.), Poetics Today, 16, 1 (1995); Feminist Theory and Practice, en Signs, 21, 4 (1996).

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vestigación histórica queda visiblemente implicada en una historia política de los


hechos culturales, en la medida en que esta última se refiere y se relaciona con un con-
junto muy amplio de sistemas de poder que guardan con los textos y discursos literarios
una relación de implicación o dependencia mutua.

Buena parte de estos planteamientos metodológicos e ideológicos son comparti-


dos por los llamados Cultural Studies, denominación que ha alcanzado una fuerza muy
notable en las universidades norteamericanas, y que identifica a un conjunto de investi-
gadores que muestran una marcada influencia de las posiciones marxistas del materia-
lismo cultural, muy en la línea de Raymond Williams y de los estudios culturales del
Birmingham Centre for Contemporary Cultural Studies. Subrayar estas conexiones
parece importante desde el momento en que tales afinidades permiten percibir algunas
de las líneas fundamentales de la actual encrucijada teórica.

Ha de insistirse, en este punto, en la discusión sobre el concepto de literatura


—especialmente en la definición de sus límites respecto a otras formas de discurso,
estéticas o convencionales, y en general respecto a las diversas prácticas culturales—,
que tienden a considerar como un vasto discurso, desde el que el receptor es conducido
a una textualización generalizada de la cultura. El rechazo del idealismo estético en
favor de una concepción del arte y la literatura como práctica social, constituye otra de
sus notas más destacadas. Por otro lado, los representantes de la tendencia de los Cultu-
ral Studies confieren al acto y discurso interpretativos una actitud marcada de oposición
y responsabilidad política, con una visible voluntad de intervención institucional, y un
declarado énfasis en la posición teórica, crítica y cultural en que se sitúan. A todos estos
aspectos hay que añadir la inquietud exigida desde las llamadas perspectivas margina-
les, de índole social, colonial, racial, sexual...

En este contexto debe considerarse la problemática planteada desde la teoría y la


crítica literaria feminista, que algunos autores entienden como una de las múltiples ma-
nifestaciones de los Cultural Studies. De un modo u otro, ha de reconocerse su comple-
jidad, así como la diversidad de su desarrollo, vinculado en unos casos al psicoanálisis
lacaniano (Irigay), a la deconstrucción (Cixous, Spivak), e incluso a la hermenéutica y
la semiología, en pugna por la revisión canónica de la literatura.

Precisamente en el contexto de esta revisión del canon pueden inscribirse las


últimas consideraciones de H. Bloom, en la más segura línea del constructivismo, al
reivindicar, frente a las ideologías marginales que tratan de determinar el estudio del
fenómeno literario desde criterios marginales, y socialmente comprometidos, la recupe-
ración de los clásicos en el más puro sentido de la tradición: “La originalidad se con-
vierte en el equivalente literario de términos como empresa individual, confianza en
uno mismo y competencia, que no alegran los corazones de feministas, afrocentristas,
marxistas, neohistoricistas inspirados por Foucault o deconstructivistas; de todos aque-
llos, en suma, que he descrito como miembros de la Escuela del Resentimiento [...]. El
estudio de la literatura, por mucho que alguien lo dirija, no salvará a nadie, no más de lo
que mejorará la sociedad [...]. Estamos destruyendo todos los criterios intelectuales y
estéticos de las humanidades y las ciencias sociales en hombre de la justicia social” (H.
Bloom, 1994/1996: 30 y 37).

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