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Voy a exponer una experiencia grupal, realizada en una institución médico-psicológica- asistencial
y docente- y analizarla en un aspecto parcial, pero a mi gusto fundamental: su dimensión
institucional.
Ubicar la tarea grupal en el marco institucional sería un primer paso, describir el lugar y el
contexto en el que se realiza la tarea: analizar “una tarea clínica en institución”.
Pero propongo invertir los términos y analizar “la institución en una tarea clínica”
Parte de una hipótesis de trabajo: la institución está presente y actuante, aunque a menudo
invisible, en todos los aspectos, niveles y lugares de la acción humana. Es una dimensión, no
transparente, de toda práctica.
I – LA DIMENSIÓN INSTITUCIONAL
“Nuestra práctica -en tanto no es sólo práctica científica, sino práctica social- se inscribe, en una
red de instituciones -y esto vale también para nuestra práctica privada aunque no la realizamos
desde una institución explícita. Instituciones que intervienen más o menos oscuramente en
nuestro quehacer y también en nuestro pensamiento”.
Las instituciones en sentido psicoanalítico, al mismo tiempo que son, como las ha descrito Freud
“instituciones necesarias” a la vida cultural en la que se constituye el sujeto en tanto humano, son
también aplastantes, hasta enfermantes.
Estamos institucionalizados explícita e implícitamente de manera compleja. La ley –en primer
término la ley del lenguaje- y los límites que impone son condiciones para la constitución del
deseo humano. Pero es importante diferenciar este poder -fundante- del poder y la omnipotencia
que las instituciones ejercen sobre el sujeto, creando ilusiones y creencias que cierran el paso al
deseo.
¿Cómo hacer para que la instauración de una práctica psicoanalítica contribuya a garantizar un
margen que interrumpa de alguna manera la ley de repetición a la que los sujetos están sometidos
en las instituciones?
¿Cómo hacer para que la red institucional deje un margen para la circulación del deseo, para que
“ello” hable? ¿Cómo conciliar organización y (re)producción -de profesionales, de saber- con
deseo y creación?
Al invertir los términos de nuestro título, invertimos la problemática planteando una hipótesis de
trabajo: la institución está presente en el grupo, es su soporte mismo, su trama, su estructura.
Estructura ausente –oculta, no analizada habitualmente y que se resiste a serlo- pero presente en
su efectos, y que determina nuestras prácticas: entrecruzamiento de varias líneas significantes que
provienen de las distintas instituciones en juego; red de relaciones a la vez interiores a cada
sistema y en las relaciones de cada uno de ellos con todos los otros.
Freud plantea en un texto en el que se dedicará al análisis de una Institución, la Iglesia[2] -dejando
la puerta abierta para proseguir el análisis de otras instituciones- las dificultades que ofrece la
dilucidación de las relaciones “reales” entre los hombres, más allá de sus apariencias. Las
dificultades para esta tarea están ligadas tanto a la historia del sujeto como a su inserción en un
orden social (histórico-cultural-estructural).
Es interesante recalcar que en ese texto [4] Freud llama prohibición a la institución que marca la
interdicción” (del deseo).
Pero ¿cuáles son y cómo ejercen su poder las instituciones sociales por la mediación de quienes se
reproducen, regulan y fijan las relaciones interpersonales?
En su análisis de las instituciones y de las relaciones de los individuos con ellas, Freud adopta un
modelo común para entender a ambos: la estructura libidinal. Afirma que las relaciones entre el yo
y el ideal del yo son de tal índole (narcisistas) que simultáneamente ligan y separan
a) ligan a los individuos entre sí y con las instituciones a través de las relaciones con el líder o la
idea.
b) Separando por este proceso al sujeto de su ideal del Yo, sustituido por el objeto (amoroso,
terapeuta, líder, etc.).
Toda formación individual o colectiva es una organización social o cultural regulada por
instituciones explícitas o implícitas. Su lenguaje no es transparente. Hay zonas mudas relacionadas
con nuestras pertenencias institucionales (presentes o ausentes, conscientes o inconscientes),
nuestras identificaciones narcisísticas, que organizan en nuestra realidad psíquica, el mandato
social que permanecerá oculto, si no nos disponemos a hacer hablar las zonas mudas.
La pareja terapéutica, el grupo terapéutico, aunque respaldados por una teoría científica –la
psicoanalítica- no escapan a estas dificultades.
Al analizar Freud las doctrinas religiosas (El porvenir de una ilusión, pág. 88), concluye que no son
sino ilusiones; pero agrega: “¿Y acaso no lo serán también otros factores de nuestro patrimonio
cultural a los que concedemos muy alto valor y dejamos regir nuestra vida?, ¿si las premisas
(valores) en las que se fundamentan nuestras instituciones estatales no fuesen sino ilusiones, y ¿si
las relaciones entre los sexos, dentro de nuestra vida civil, igualmente? Y “la ciencia también?”
La función de estas “ilusiones” es clara para Freud (7). Tienen una alta eficacia social de sujeción,
“por su fuerza consoladora y cumplidora (imaginariamente) de deseos”; es lo que Freud llama las
“compensaciones”.
Lourau[5] siguiendo a Freud en Psicología de las masas, describe tres componentes, en el grupo
social o institución, en sentido morfológico:
c)la estructura libidinal (ilusión de la presencia de un jefe que ama por igual a todos, etc.) que
garantiza el prestigio de los líderes y la identificación de los individuos entre sí;
¿Qué significa desde el punto de vista de las instituciones en juego, abordar a un paciente, hacer
un diagnóstico, una indicación, formar un grupo? Los procesos de identificación acerca de los que
Freud nos ilustra, ¿cómo funcionan en un grupo? ¿Cómo funcionan en pacientes y terapeutas y en
sus interrelaciones?
Cuando uno o varios sujetos consultan a una institución de salud ¿quién los manda? ¿quién ejerce
la demanda, y quién dictamina la enfermedad?¿quién habla? ¿a quién, cómo, por qué, desde
dónde?[6]
Algo “no anda bien”. Y en algún lugar está la posibilidad (la esperanza-desesperanza) de
“modificar” la situación… El conflicto (pero ¿qué conflicto?) se hace manifiesto; el sujeto -o su
medio- padece y consulta.
Al enfermarse, un sujeto abandona (o por lo menos amenaza con abandonar) el lugar que tiene
asignado: en la familia, en el trabajo, etc. Acude a la consulta y ahí se le asigna un lugar, el de
enfermo, el de paciente[7] -del Doctor-. Si acepta ese lugar como suyo, contribuye a la
funcionalidad de la maquinaria social: por un lado acepta ser devuelto, por los distintos
procedimientos de diagnóstico y tratamiento, al lugar que abandonó al enfermarse; por otro lado
confirma el poder médico y reafirma a éste en su lugar: el Doctor tiene el “saber” y la “salud” y al
administrarlos al paciente realiza los ritos que contribuyen al buen funcionamiento del orden
social desde la funcionalidad de la institución médica.
El sistema burocrático, y más aun, tecnocrático, encuentra uno de sus fundamentos esenciales,
como dice Lapassade[8], en los misterios del saber (cuanto más misterioso es éste, más poder
ejerce).
Y agregaríamos que en cuanto a la institución médica, este saber es tanto más poderoso pues está
impregnado del halo del gran misterio de la locura y la muerte. Dimensión imaginaria desde donde
se ejerce su eficacia más allá de los aspectos técnicos y científicos.
De esta manera la institución médica cumple un rol de control y de ocultamiento de este sentido.
El saber está ahí instituido y se organizan las relaciones de los actores sobre una base de
verticalidad, poder y ocultamiento.
La ideología, a través de la explicitación de objetivos “humanitarios”, pretende hacer aparecer
como armónico al sistema de relaciones; las contradicciones permanecen ocultas.
Hay que preguntarse cuál es en la institución médica el papel del saber, cuál es su poder. Poder
que se ejerce fijando a cada uno en su lugar dentro de una organización en la cual la “separación”
de los actores va a ser la condición de su relación, sobre la base de una fusión, con delegación del
ideal del yo del paciente en el médico, a través de un vínculo narcisista enajenante que lo liga a la
institución en su dimensión imaginaria por su estructura libidinal.
El médico está a menudo obligado por su rol a hacerse cargo de lo imposible. El también está
sometido a una contradicción que produce sufrimiento inconsciente: el ideal médico (“el que alivia
los sufrimientos”) se ve obstruido por la institución médica, en muchos aspectos homicida. Está
también sometido al poder (anónimo) de las instituciones.
El sistema social, dice Freud en El porvenir de una ilusión, se defiende de la revelación de las
situaciones básicas de conflicto con la coerción, la ocultación o las “compensaciones”, a través de
sus instituciones, así como el sujeto mismo se defiende contra la angustia.
En la relación médica el sujeto viene quebrado, herido; su narcisismo abre un espacio en el que
fácilmente se instala el médico como salvador, como ideal del yo que compensará al sujeto de sus
sufrimientos; cerrará la herida narcisista con más eficacia de lo que podrá –con los medios
suficientes de los que dispone- tratar la enfermedad en sus raíces.
Las relaciones narcisistas con las instituciones y entre sus miembros (relaciones imaginarias) en la
medida en que actúan más inconscientemente, actúan más eficazmente, más coercitivamente,
que las relaciones explícitas, aun si éstas son las relaciones de autoridad.
Lo que antecede nos permite ubicar la consulta como lugar donde se articulan diversas
instituciones: las instituciones laborales o culturales en las que el sujeto está inscripto; la familia
de la cual emerge a menudo el pedido; los criterios sociales acerca de la salud y enfermedad que
crean consenso para designar al individuo como lugar de conflicto; la institución de la “salud” en la
que se recibe la consulta; la organización sanitaria más amplia en la que se inscribe, la institución
formativa (universidad) donde se adquiere y transmite el “saber” acerca de la salud; las
instituciones administrativas, que a menudo se complementan con las instituciones “curativas”.
El grado de conciencia de este funcionamiento aumenta en la medida en que el grupo pasa del
estado de regulación al estado de crisis. La articulación de estas instituciones –y la posibilidad de
su análisis- permanece muda mientras funciona su regulación mutua.
La enfermedad y sobre todo la “enfermedad mental” instituyen una ruptura en esa continuidad: el
sujeto, que forma parte de toda una red de instituciones[9], hace crisis; ¿se dejará oír lo que
expresa? El enfermar señala, indica, denuncia, demanda. Pero hay que oírlo y permitir que ello
hable.
¿Cuáles serían las consignas que permitirían instituir una experiencia que permita un espacio
relativamente libre a partir del levantamiento de lo que en la organización mantiene la represión
institucional, y a los sujetos en “su” lugar, ocultando la verdad de sus relaciones?
¿Un espacio en el que la “crisis” de este sujeto –el paciente- ubique su sentido en la red
institucional de la que emerge y que la significa?
Un espacio en el que la “crisis” del paciente no quede aislada, sino que se dé la chance de ser
significativa a su vez de las estructuras que la determinan.
Para ello es necesario ubicar un dispositivo por el cual la regulación que ejerce la institución
médica sea puesta en cuestión.
Esto fue lo que instituimos al poner en marcha los grupos de admisión: un dispositivo analizador
cuyo alcance comprendimos cabalmente sólo a posteriori (Nachträglich).
Nos ubicamos en la vertiente del análisis institucional que considera la acción del dispositivo como
un trabajo a realizar: la condición para algún cambio no es la sola puesta en su lugar del dispositivo
analizador que actuaría como “provocador” espontáneo de la palabra produciéndose un análisis
de la institución por sí misma; esto en efecto implicaría la negación de la repetición como
mecanismo inconsciente y negaría también la necesidad de una referencia a algo externo que sea
“otro”, un tercero. Esto necesita de tiempo para su realización.
Todo lo que fuese acción breve y de impacto inmediato sería mistificación si no surge de, o da
lugar a, un trabajo de desciframiento de las estructuras.
El dispositivo analizador se topa con la violencia real y simbólica de la institución: para poder
superarla tendrá que enfrentarse con obstáculos importantes: 1) en el paciente con alianzas
inconscientes referidas a la relación con la familia y al consenso acerca de las ideas de salud y
enfermedad y la relación terapéutica misma como idealizada y 2) en la institución tal como fue
descrito más arriba.
[1] “Acerca del concepto de institución en psicoanálisis”; G. Royer; AMPAG – México 1976.
[3] No retomaremos aquí el análisis del texto de Freud, para lo cual remitimos al lector al trabajo
ya citado (1)
[6] Desde el punto de vista de metodológico se trata ya de abordar al grupo no como objeto “real”
sino como “objeto de conocimiento” y de ubicarlo en un “sistema de referencia”. Este es el
sistema institucional.
En lo que se refiere a los conceptos acerca de la institución, nos apoyamos en el pensamiento y los
desarrollos de la corriente francesa del análisis institucional, cuyos teóricos más representativos
son René Lourau y Georges Lapasade.
[9] Entendemos por sistema institucional, no solo la institución explícita (en este caso las
instituciones de la salud y de la formación de sus profesionales), sino la articulación entre las
diversas instituciones en juego. Esto es que cada sistema (desde el paciente hasta la institución)
debe ser considerado no como sistema cerrado, cuya funcionalidad interna da cuenta de su
estructura (como en la corriente estructural-funcionalista), sino como sub-conjunto de una
estructura, cuyas determinaciones dejan sus marcas en cada uno, pero cuyo lenguaje es a
descifrar.
[10] Recordemos que el análisis que hace Freud del ejército lo hace a partir del pánico, es decir de
la crisis. De la misma manera hizo el análisis de la estructura psíquica a partir de la crisis
melancólica (“Duelo y melancolía” y “La escisión del yo en el proceso defensivo”). La estructura
oculta se revela entonces con la pérdida del sentido manifiesto.
La experiencia que relataré se refiere a una tarea grupal diseñada en una institución médico-
psicológica, asistencial y docente.
Se decidió crear grupos de recepción de pacientes en los que intervendrían varios terapeutas –en
número siempre inferior a l de los pacientes- realizando un trabajo grupal de base teóca
psicoanalítica y con técnica de grupos operativos.
Hubo que analizar los obstáculos a la tarea para hacer una evaluación diagnóstica y permitir las
indicaciones pertinentes en cuanto a derivación –o no- a otras instancias de orientación y/o
asistencia: por ejemplo medicación, consultas individuales, tratamientos individuales o grupales,
hospital de día, eventualmente internaciones.
Los principios que guiaban el planeamiento general tropezó naturalmente en la institución con
obstáculos importantes, sobre todo en la tarea de prevención primaria y terciaria. Sin embargo a
nivel de las tareas de prevención secundaria, la tarea de los grupos de admisión fue fructífera en
varios aspectos.
Se produjo una gran agitación en la institución médica y docente[1]. Las críticas llovieron desde el
“saber” y la “ética”.
La situación era compleja, no era posible pasar por alto que la asistencia hasta entonces era, según
los criterios técnicos vigentes, del mejor nivel: trasladaba al hospital los modelos del consultorio
privado, tarea entonces garantizada por un saber convalidado, el psicoanalítico, garantizando el
respeto del paciente: la privacidad, el secreto. A pesar de que esta modalidad no tomaba en
cuenta el campo social -ya que esta asistencia pública sobre un modelo de práctica privada no
podía responder a la demanda en el hospital- este enfoque al plantear su tarea como
cualitativamente mejor que la asistencia prestada habitualmente en servicios de salud mental,
expresaba alguna verdad. No solamente porque el psicoanálisis como teoría es instrumento de
elección, sino porque las condiciones óptimas para su desarrollo son las de la práctica tal cual se
realiza en los consultorios privados, o al menos es en esas condiciones que las posibilidades de
poder realizarse correctamente y profundamente son mayores.
No discutiremos aquí este tema, ni la validez de estas afirmaciones porque nos interesa más
entender de qué hablaba realmente el equipo médico psicoanalítico cuando emitía opiniones
adversas a nuestra intervención.
-En primer lugar denunciaba sin quererlo, que la estructura de la salud y también la del saber no
escapa a una situación de clase: la asistencia privada es de mejor calidad que la asistencia en
sector público; y defender la calidad de la asistencia realizada sobre el modelo de la práctica
privada tiene su racionalidad. Siempre y cuando no se plantee como de relevancia el problema de
la ínfima cantidad de individuos a cuyo alcance está esa práctica; es decir, si no se plantea la
institución médica como una institución de servicios cuya función es la de responder a la demanda
de asistencia.
Por otro lado, si bien extender la asistencia a algunos individuos de clase social diferente a la clase
a la que estaba destinada, es dar testimonio de que los sujetos no son constitutivamente
diferentes por pertenecer a clases diferentes; pero es también contribuir a encubrir las diferencias
y permite no plantearse el problema de un saber cuyo acceso está vedado a grandes sectores,
aunque se hagan excepciones para algunos de sus componentes individuales.
-En segundo lugar la institución concebida como institución del saber fatalmente entraría en
antagonismo con el psicoanálisis cuyo concepto de verdad pone en cuestión la función del saber
(como encubrimiento). Se revelaba que la investigación y el desarrollo científico estaban limitados
por la cuestión de clase, ya que en vez de extender el campo de investigación con una teoría
“científica” -la psicoanalítica-, se limitaban los profesionales a hacer un simple traslado de su
práctica privada a otro ámbito, el hospitalario. Denegación muy poco compatible con el
psicoanálisis pero sí explicable por su intermedio: el psicoanalista se ve sometido a la expresión
del saber médico que reprime la sexualidad y la muerte o sea la posibilidad de soportar el análisis
de las relaciones libidinales y mortíferas.
Las tareas asistenciales en las instituciones tradicionales comienzan por la consulta individual y
ésta por las largas listas de espera. El “saber” y la “ética” decían que el paciente no hablaría en
otras condiciones que no fueran la de su relación singular con el médico. Con esto se impugnaba la
situación grupal en sí misma.
La experiencia, sin embargo, se llevó a cabo y sus resultados no confirmaron en absoluto las
expectativas críticas del plantel anterior. Muchos de nosotros formados sobre valores semejantes
a ellos, aunque dispuestos a poner muchas cosas en cuestión, compartimos algunas de esas
inquietudes; pero esperábamos poder superar la dificultad que la ausencia del secreto y la
privacidad podía significar en cuanto a la recolección de datos por el trabajo en grupo[3]
Comprobamos, con sorpresa, que los pacientes[4] se expresaban de manera mucho más abierta
de lo que nosotros mismo esperábamos. Esto a pesar de que a nivel de la conciencia expresaban –
como los terapeutas del plantel anterior lo anunciaban- dudas y rechazo acerca de la ruptura de la
intimidad por el grupo. Estas quejas abiertas no significaron, sin embargo, un obstáculo
importante a la tarea; los hechos demostraron lo contrario: que era posible e incluso más posible
comentar las dificultades en un grupo en el que “el otro” no fuese tan ajeno. La salud, como
objeto idealizado, de la cual el médico se ofrece como representante, y la enfermedad -vivida con
culpabilidad y menosprecio- no aparecían distribuidas de manera tan tajante.
Se fue haciendo claro que lo que se daba como garantía para los pacientes y para la realización de
la tarea (la privacidad y el secreto) respetaba sobre todo el poder médico, el de la institución
médica al preservar en la impunidad y el aislamiento del secreto profesional (en verdad secreto de
los profesionales acerca de su acción profesional) el secreto de la institución que permanecía
muda ocultando así su impotencia, sus abusos y contradicciones.
Roto el pacto de silencio apareció más claramente aun que la institución docente y asistencial
estaba en franca contradicción entre sí, o más bien deberían estarlo, ya que en realidad esta doble
función sólo significaba una separación clara entre las dos: la docencia estaba en última instancia
destinada a los consultorios privados, es decir a la clase media; la asistencia era destinada al sector
social de clase baja, no teniendo incluso técnicamente ninguna relación ésta con aquella.
Por otro lado las estructuras familiares también empezaron a ser puestas en cuestión de manera
estridente al ingresar al grupo no sólo el paciente sino sus acompañantes; al formarse grupos
completamente heterogéneos en cuanto a la ubicación en la estructura familiar (padres, madres,
hijos/as, abuelos, tíos/as, cónyuges, adultos y adolescentes, a veces también niños).
Cada uno –equipo médico y pacientes- dejó de ocupar su lugar habitual y la estructura que los
instituía como fijos y “naturales”, funcionales, empezó a hablar. Había por cierto que estar
dispuesto a escucharla, pues la verdad es difícil, nunca está dada y menos de un solo golpe; hay
que buscarla trabajosamente, descifrarla y sobretodo permitir que los sujetos se apropien de ella
en sus discursos y en sus actos. Lo que no se da sin el enfrentamiento con obstáculos importantes,
entre ellos el que ofrece la estructura misma del saber opuesto al concepto psicoanalítico de
verdad. Esta necesita, dice Freud, de un trabajo de desciframiento del inconsciente: este se
manifiesta a través de la palabra, los silencios más la “escucha” especial del analista formado para
oír lo que no se dice, lo que no puede o no debe ser dicho, lo que nunca aparece transparente sino
bajo las máscaras.
Quitarse las máscaras, o por lo menos saber de ellas, y no confundir su propio ser con ellas, es la
labor del psicoanálisis. Este mismo deseo de descifrar trabajosamente las diferencias de
“escuchar” lo que no se oye, lo que no se dice pero produce sus efectos, tropieza con obstáculos
institucionales que vienen a decidir por nosotros de lo que oímos y de lo que debe permanecer
mudo.
El que la tarea clínica de los grupos de admisión se haya transformado en dispositivo analizador no
tiene que ser atribuido a nuestra técnica específica, que no difería substancialmente de la que el
plantel anterior había empleado sin duda en las entrevistas individuales. Tampoco pensamos que
el hecho en sí de trabajar con grupos bastara para crear condiciones favorables al análisis de la
institución.
No compartimos la idea del grupo como un todo idealizado capaz de resolver por sí solo las
neurosis (“socialización”) o las fallas institucionales, sino que encaramos como Freud a la
institución en tanto estructura narcisística a analizar en vez de reforzar este aspecto.
1) porque en el simple acto de poder evitar en los hechos la estructura burocrática administrativa
y médica, y sustituirla por una situación clínica se pudo preservar condiciones para su análisis. Es
interesante recalcar este punto: el sólo hecho de colocar a los pacientes en situación de grupo sin
atenerse a la lista de espera, instituyó las condiciones de una ruptura simbólica con las formas
tradicionales de terapia psíquica: la pareja terapéutica, la relación “personal” médico paciente.
Nuestra relación con el paciente solo descriptivamente es una relación de dos: en lo obvio hay dos
personas presentes pero cuya relación implica una complejidad estructural. Freud es claro al
respecto; al analizar la relación hipnótica[5]dice: “es una formación colectiva constituida por dos
personas”.
No es el número de personas lo que determina que su relación sea institución; y Freud compara la
relación hipnótica con el enamoramiento y la transferencia. En la pareja médico-paciente él
describe la importancia del manejo psicoanalítico de la transferencia para superar, analizándolos
los obstáculos que ofrecen las relaciones narcisísticas. La pareja terapéutica se constituye como
una ilusión (amorosa, libidinal, imaginaria) que es ilusión de poder por la cual el sujeto permanece
enajenado en el otro.
La tradición médica mantiene su poder por este artificio de la “relación personal”. No queremos
decir con esto que el grupo no se pueda configurar de la misma manera, incluso es precisamente
la base que toma Freud en sus análisis isomorfos del grupo, la pareja y el Yo, analizando los
procesos de identificación y las relaciones narcisistas del Yo con el ideal del Yo. Pareja- formación
colectiva- pareja terapéutica, tres términos que Freud considera equivalentes. Analizando
simultáneamente por un lado las dependencias ideológicas a las que se encuentra sujeto el
individuo por la influencia de lo que Freud llama “el alma colectiva” (prejuicios raciales, de clase,
opinión pública, valores convencionales) y el papel que desempeñan estas relaciones en las
formaciones colectivas no efímeras, las instituciones, como el ejército o la iglesia. Propone además
que se avance en el análisis de otras instituciones.
Pondremos énfasis en la necesidad de analizar las instituciones que encarnan esta “alma colectiva”
cuya presencia (a menudo ausente, oculta) marca las relaciones interpersonales y las prácticas
sociales, pues las relaciones entre individuos no son nunca solamente interpersonales; este es un
registro importante en la constitución del sujeto que debe analizarse en perspectiva dialéctica con
otros registros. Dice Freud que la psicología siempre es de alguna manera psicología social pues el
sujeto se constituye en el otro y por el otro; este a su vez es sujeto constituido por el “alma
colectiva” o lo que Lacan llama el gran Otro, la marca del lenguaje y de la cultura. Las instituciones,
desde la familia hasta el estado, son mediadoras de la cultura y al analizar la importancia de las
relaciones del individuo con el alma colectiva Freud señala la importancia del sentimiento de culpa
que constituye el “cemento interno” que los articula rígidamente con las instituciones de la
cultura.
El grupo tiene tanto o más posibilidades que la pareja terapéutica de configurarse también sobre
bases ilusorias, imaginarias; así como su abordaje puede ser guiado ya por el propósito de
dilucidarlas o de manipularlas. Esto sería un problema teórico-técnico a desarrollar. Pero lo que
queremos desarrollar es que, configurada y convalidada la relación terapéutica sobre bases
individuales, el establecimiento de una relación diferente grupal instituyó condiciones de
posibilidad de un análisis del secreto de la consulta en la pareja terapéutica y de su funcionalidad
en una estructura institucional de poder médico.
2) El primer fichaje, la inscripción en una larga lista de espera, el número con el que se lo designa,
el interrogatorio, que configuran el aislamiento de un individuo en una institución que lo
transforma en parte ínfima y perdida en un todo enorme, poderoso y articulado; fueron
reemplazados por un acto: el de recibir al paciente cuando él lo requería.
- en vez del afán clasificador que se manifiesta y pone en práctica en la organización burocrática,
nos dispusimos de entrada a escuchar a los pacientes y a que ellos se escucharan entre sí.
- en vez del aislamiento en la organización institucional donde cada uno tiene su lugar asignado,
donde el paciente no encuentra más que el de un número y el terapeuta, más que escuchar al
paciente, le administra su saber, constituimos una situación en la cual pacientes y terapeutas
compartían con otros semejantes una experiencia clínica.
Al reducir de esta manera el aislamiento, correlato del número, operamos un doble efecto:
a. disminuimos apreciablemente la fragmentación que es una característica importante de las
instituciones médicas: tanto en la formación como en la asistencia; en las especializaciones que
transforman el saber y sus actores, paciente y terapeuta, en un agregado de partes; diferentes e
incomunicados entrevistadores, cantidad de exámenes y tests; días y semanas de espera. Frente a
esta situación la asistencia privada tiene grandes ventajas: el paciente tiene nombre en vez de
número, se siente aunque esto sea ilusorio una persona en relación con otra y no cuestiona
entonces el carácter de esas relaciones. Lo mismo vale para el terapeuta: la satisfacción narcisista
de poder en la que se inscribe y las contradicciones que él mismo soporta.
b. por otro lado diluimos el poder médico al disminuir la presión de las estructuras burocráticas y
al reducir la separación instituida entre terapeuta sano y paciente enfermo, entre profesor que
sabe y enseña, practicante que no sabe y aprende y paciente que no sabe y al que no se escucha o
al que se acalla con medicación.
Parece un artificio el que el efecto de las estructuras burocráticas aparezcan superadas por una
simple puesta en situación, pero recordemos que la dimensión inconsciente de la institución, la
dimensión libidinal, imaginaria, es la que fija a los individuos en su lugar y que los fija merced al
código que transmite su nivel organizacional[6].
No es posible sin recrear una nueva ilusión, anular mágicamente las estructuras que producen y
reproducen el orden, pero es posible aumentar el margen de esclarecimiento -en sí mismo y en los
otros- de la contradicción que existe entre la búsqueda de la verdad y la reproducción y
mantenimiento de las estructuras.
El concepto de institución
“Actividad instituyente -dice Lourau- que comienza por una negación de la violencia simbólica, de
la dimensión instituida, preparando su superación dialéctica”. Lourau llama implicaciones
institucionales “al conjunto de relaciones conscientes o no (es decir, explícitas o implícitas,
presentes o ausentes, visibles u ocultas) que existen entre el actor y el sistema institucional;
relaciones estructuralmente contradictorias ya que el sistema social no es armónico con intereses
compartidos sino contradictorios.
Hemos visto como las instituciones explícitas e implícitas en el campo de nuestra intervención (la
institución de la “salud”, la del “saber”, la de la “relación terapéutica”, la de las “relaciones
familiares”, las del “orden”) van revelando sus componentes funcionales e imaginarios y su
interrelación.
Este nuevo conocimiento sienta las bases para que los individuos se ubiquen frente a sus síntomas
y sufrimientos y asuman su tratamiento con menos culpabilidad y de manera más activa.
[2] En otros servicios en cambio, la extensión del campo de aplicación significaba todo un arsenal
de nuevas técnicas que dan muestra de un margen de acción posible en las instituciones. Sin
embargo pensamos que estas técnicas también deben ser objeto de una crítica, pues al ser simple
aplicación y no verdadera investigación significan a menudo una adaptación degradada de la
asistencia. Al no dar lugar a que emerjan de ellas un análisis de las instituciones en juego pueden
significar la recreación de espacios ficticios que solo refuercen las relaciones imaginarias y los
poderes instaurados.
[3] De cualquier manera en las dos posiciones: la necesidad de exigir datos “íntimos” de la
comunicación consciente y la expectativa de suplirlos por una observación de la interacción, era
necesario ir más allá si se quería preservar una metodología psicoanalítica ya que esta da primacía
a analizar “lo que falta”, lo que no se oye, lo que no se ve, sobre lo que aparece a la observación;
los significados y las estructuras inconscientes por sobre los efectos.
[4] Esto es cierto sobre todo para los pacientes de clase media para quien esta ilusión de
privacidad es garantía de una identidad precaria en la cual el aislamiento juega un papel
importante, valorado (¿idealizado?) como individualidad.
Señala que las instituciones rígidas ven como más peligroso al tercero pues es el que pone en
marcha “dispositivos analizadores” a través de los cuales la estructura oculta amenaza ser
develada.