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Prejuicio y
extrañamiento. El prejuicio como transgresión a los marcos jurídicos. Las bases sociales y
culturales del prejuicio. Las teorías de los prejuicios. Análisis microsocial: alcance, multiplicidad,
historia. Formas de acción del prejuicio: teorización, minimización, simulación.
Bibliografía:
RINGUELET, Las dimensiones del prejuicio.
RINGUELET
Planteo inicial
Ringuelet va a comenzar su texto planteando que el prejuicio constituye un aspecto central de dos
formas de estructuración básica de nuestra sociedad, esto es, la interculturalidad y la desigualdad
y las formas de agencia de los actores sociales en estos procesos. A su vez, esta problemática nos
actualiza, en perspectiva del autor, la conciencia de que el psicólogo forma parte de una situación
social que lo trasciende y en este sentido no resulta posible un aislamiento metodológico absoluto
(extrañamiento).
En este punto Ringuelet va a retomar al investigador francés Roger Bastide, quien definició el
prejuicio como un conjunto de sentimientos, actitudes y juicios que provocan o justifican
fenómenos de discriminación-separación, segregación y explotación de un grupo sobre otro. Esta
definición permite percibir la dimensión simbólica del fenómeno del prejuicio, a la par que da
cuenta de que [el prejuicio] forma parte de la problemática del poder y cobra sentido y se
desarrolla como forma de violencia (además de simbólica, fáctica) condicionando la conducta de
un grupo sobre otro.
Es así que Ringuelet jemplificará con la historia de la segregación negra en la historia de los EEUU
en el siglo XVIII-XIX-XX, respecto de la cual, si considerábamos la cuestión desde el marco jurídico
las leyes de segregación no eran discriminación, pero si adoptáramos el punto de vista de las leyes
federales igualitarias o de la población negra deberíamos admitir que había discriminación.
La realidad para el autor es que en el transcurso del siglo XX hasta la actualidad (s. XXI) entre
diferentes naciones y regiones del mundo es factible encontrar muchos principios contradictorios
cuya referencia es la raza, la interculturalidad, los contrastes religiosos, disputas de género u otras
posible. Asimismo, la evolución de estas desigualdades sancionadas legalmente o no, tienen un
transcurso histórico, cambian variablemente por luchas internas a los países y por presiones
externas; de allí que el prejuicio sea un fenómeno muy dinámico.
El prejuicio, dirá Ringuelet, es -como todo comportamiento humano- aprendido, y adquiere poder
cuando crece mediante formas de discriminación activas, implica manifestaciones marcadas y
extremas de modos cotidianos de pensar y agruparse.
En este sentido es que el prejuicio no constituye una entidad diferente a la de otros fenómenos
sociales: se basa en aspectos básicos de nuestra sociedad, y aparece como énfasis en ciertos
sentidos negativos que se activan en contextos adecuados.
El mecanismo del estereotipo como prejuicio consiste, en cambio, en su poca flexibilidad ante
conocimientos nuevos (ante los cuales se reclausuran o reafirman los límites clasificatorios
previamente incorporados). Pero los estereotipos fijos no son invención individual, las actitudes
prejuiciosas no constituyen hechos individuales, aunque su manifestación pueda serlo; se
sustentan o son tolerados por sectores más amplios de opinión.
La formación misma de los grupos sociales se conforma por contraste construyendo límites en dos
sentidos (hacia el endogrupo y hacia el exogrupo). Los juicios anticipados -manera de intelegir y
sentir el mundo- forman parte de la aprehensión “natural” de ideas en las diferentes etapas de la
socialización, y se construye a partir de la impronta de un único mundo entre otros posibles, como
aseveraban ya Berger y Luckman. Y su efecto ideológico, es decir, como visión global del mundo de
un sector social determinado, comporta cierto sesgo interpretativo (que filtra aquella visión según
los valores del grupo socializador) y legitimador (el sentido de poder que justifica el pensamiento y
la acción de aquel grupo en el mundo).
Herkovits afirmaba, desde una posición culturalista, que los juicios están basados en la experiencia
y la experiencia es interpretada por cada individuo a base de su propia endoculturación; esto
constituye lo que toma como el principio del relativismo cultural. De este proceso deriva un
mecanismo básico en la valoración cultural que es el etnocentrismo (punto de vista según el cual el
propio modo de vida es preferido a todos los demás).
Sin embargo, los cambios de los años '50 (la postguerra, la descolonización) llevaron a replantear
aquella visión culturalista simple, a partir de dar cuenta que los contrastes culturales entre pueblos
tienen tras sí las desigualdades del mundo colonial y una historia de luchas sociales. De modo que,
el etnocentrismo, si bien da cuenta de un aspecto de la realidad no tiene significación política en
tanto sus sentidos dependen del tipo de relaciones involucradas, pudiendo constituir una
imposición, un acto de afirmación identitaria, etc., lo cual implica que el foco de lac uestión en la
dinámica del prejuicio-discriminación pasa entonces no por el contraste cultural, sino por las
relaciones de poder entre los grupos sociales.
Las teorías sobre los prejuicios
¿Cuáles son las causas generales de todo prejuicio? Bastide va a ofrecer -el autor coincidirá con él-
un buen punto de partida al respecto al hablar de multicausalidad, aunque jerarquiza la
“competencia económica” y lo que llama la “teoría de la frustración-agresión” (que podemos
ubicar en el plano del poder) como las más importantes.
Otra referencia que Bastide ubica como causal de prejuicio (que podríamos incluir en términos de
los contrastes culturales) ancla en creencias muy restringidas o exigentes en la admisión de las
personas (por ejemplo, el puritanismo protestante en los EEUU y su influencia en la discriminación
negra).
La esfera social, que circunscribe aquí Ringuelet en los fenómenos políticos, Bastide la considera de
dos maneras:
Menciona la personalidad autoritaria como una causa posible del prejuicio, sin embargo
Ringuelet prefiere hablar de sociedades en las cuales el poder se configura con un alto
grado de autoritarismo, pues la personalidad autoritaria más que una causa en sí misma
es consecuencia en tanto depende de la conformación política de la sociedad de qué se
trate. En última instancia, se trata para el autor de ver por qué y cómo en una sociedad
las reglas permiten comportamientos agresivos en perjuicio de determinados sectores
sociales vulnerables.
Otro concepto causal mencionado por Bastide que puede ubicarse en el ámbito de lo
político, él lo circunscribe al plano psicológico como “teoría de la frustración –
agresión”. Ringuelet aquí considera un tema equivalente aunque desarrollado en el
plano socioantropológico y relacionado con los cambios sociales: cuando se dan
situaciones de cambios en los desequilibrios de poder, pueden haber sectores sociales
que quieran asegurar viejos privilegios que pierden o temen perder.
Estos cambios políticos se articulan con lo económico, dado que lo económico se relaciona
íntimamente con el poder (en tanto la cuota de poder de un grupo deriva de su base de poder, y
ésta se resume en el control que el grupo tenga sobre determinado tipo de bienes). Bastide mismo
delimita un factor causal en las luchas de poder económico al analizar las fluctuaciones históricas
del prejuicio racial (por ejemplo, la migración de negros esclavos del Sur al Norte de los EEUU,
luego de la guerra civil norteamericana, recrudece el prejuicio -a causa de la competencia laboral
que se produciría- ahí donde antes era reducido).
Para Ringuelet, en las situaciones en las cuales el prejuicio se desarrolla y se amplía pasando a
acciones discriminatorias, si bien debemos considerar los contrastes culturales, debe apuntarse
principalmente a explicar la situación de poder configurada, en tanto el plano de poder-control
económico en las bases del prejuicio resultan fundamentales para él, constituyendo la visagra
mediante la cual el prejuicio pasa a la discriminación.
Dirá en este sentido que un grupo en situación de desequilibrio económico y/o una efectiva -o
imaginada- experiencia de inseguridad es propenso a abroquelarse en conductas que refuezran la
identidad de base y sus estereotipos; pero aún la pérdida de privilegios no tan significativos en
términos económicos pueden serlo en el plano simbólico y pueden motorizar fuertes prejuicios.
Es por esto que va a concluir que se puede analizar en una determinada situación de prejuicio el
peso relativo de los distintos campos institucionales, sea lo simbólico, lo económico u otro, pero
cuando la espiral de la discriminación se amplía resulta evidente que a las formas de
discriminación cultural se suman rápidamente formas de poder violento y hay una base económica
que las sustenta. De modo que en la discriminación subyasen la lucha por los bienes (lo que se ve
claramente en las formas históricas del prejuicio en la historia de Occidente: cómo el racismo y el
etnocentrismo naturalizaron y justificaron teorías científicas, preceptos religiosos y el sistema
colonial, imprescindibles para el crecimiento del sistema capitalista).
Ringuelet va a sostener que debemos estudiar el prejuicio como un fenómeno situado, en dos
niveles: en primer lugar a nivel macrosocial, identificando la situación de prejuicio en el contexto
de determinada sociedad y proceso sociohistórico. En segundo lugar a nivel microsocial,
considerando los procesos locales que tienen una gran complejidad de detalles (actores diversos,
factores causales, circunscriptos a ámbitos especiales, etc.). Dará cuenta, entonces, de algunas
dimensiones importantes para el estudio situacional del prejuicio:
Alcance del prejuicio: los prejuicios varían según el grado de generalización en profundidad
y extensión, así como también varía la percepción individual o grupal acerca de él, siendo
sobre todo el aspecto cuantitativo del prejuico relativo, más una experiencia imaginaria que
un dato objetivo (y da como ejemplo la percepción subjetiva de la xenofobia hacia
inmigrantes latinoamericanos, que no suele corresponder a la realidad censal).
Con la aparición del Estado moderno como árbitro de las luchas políticas y la sanción de derechos
ciudadanos, dirá Ringuelet que se crea una estructura política diversa de consenso que deriva en
un poder de tipo hegemónico (valiéndose de mecanismos de negociación y argumentación). Si a
esto le sumamos que buena parte del poder circula en esferas del mundo simbólico a través de
complejas formas de comunicación, todo conduce a una percepción dispersa, ambigua y opaca de
los signos del poder.
En este sentido, si bien con la ampliación de las libertades públicas han ido desapareciendo las
desigualdades marcadas y las formas de poder más violentas, dirá el autor que aún continúan las
desigualdades transmutadas y muchas formas de violencia -más que desaparecer- se han
reelaborado, quedando invisibilizadas en la complejidad de relaciones económicas, políticas y
comunicacionales de la modernidad.
De modo que el ejercicio del prejuicio en nuestras sociedades actuales habitualmente se justifica
bajo formas de expresión que ocultan la agresión mediante giros discursivos indirectos y opacos, y
éste es el punto en el que le intentará focalizar en este apartado. Como nos dice Thompson a este
respecto, las formas de acción del prejuicio-discriminación son “modos de operación de la
ideología”, estando el prejuicio en la base de la formulación general de las ideas, sesgadas [éstas?]
por un interés argumentativo de imponer o proponer una concepción determinada del mundo, y
constituyen las formas habituales mediante se expresa cualquier discurso social.
Es por todo esto entonces que Ringuelet va a considerar útil conocer algunas formas implícitas de
construcción de los discursos, lo cual nos va a permitir identificar la expresión de prejuicios cuando
traen aparejados sentidos que implican exclusión o agresión, posibilitándonos, a su vez,
deconstruir las formas ideológicas que las orientan.
Ringuelet definirá a este respecto tres formas generales (aunque es preciso no olvidar que estas
diversas formas se interrelacionan en las acciones concretas y se superponen, aunque se las
diferencie analíticamente):
La minimización puede entenderse como una forma amplia del prejuicio reconocible en
toda orientación de discurso y acciones que cercenen las libertades y los valores de
persona o grupo, la reduzcan, la parcialicen o la fragmenten, y puede hallarse en varias
formas:
El paternalismo, una forma suave de prejuicio consistente en adoptar una posición
superior pero condescendiente (por ejemplo, la actitud con la cual los conquistadores
trataron a los aborígenes americanos que pudieron evadir ser considerados cosas
-esclavos- pero no un tipo inferior de persona que precisaban de tutela), que
habitualmente puede mostrarse de forma sutil o compensatoria como valorización de
algún aspecto del grupo aludido (“no soy discriminador, si hasta tengo un amigo gay!”).
La simulación consiste en una suerte de engaño que opaca la real dimensión de los hechos,
y puede tomar variadas formas:
Asociado a lo anterior, Ringuelet suma los tropos o usos figurados del lenguaje, que
reelaboran el significado directo de los términos. Son medios comunes mediante los
cuales se ejerce la publicidad y la propaganda y se relaciona con el uso de metáforas, de
asociaciones metonímicas en los mensajes audiovisuales, de modificaciones de sentido
mediante sinécdoques tomando la parte por el todo, de manera comparable a la
estigmatización.
3.3. Construcción de las identidades sociales, características específicas de las edades:
diferencias culturales. Cambios históricos, las generaciones. Diferencias según género y clase
social. Moratoria vital y moratoria social, la imagen de la juventud en la soceidad actual.
Bibliografía básica:
BENEDICT, R. Continuidad y discontinuidad del condicionamiento cultural.
MEAD, M. Estudio sobre la ruptura generacional.
MARGULIS, M. La juventud es más que una palabra.
MARGULIS
Margulis va a comenzar diciendo que la edad (al igual que el sexo) aparece en todas las sociedades
como uno de los ejes ordenadores de la actividad social, sin embargo, en nuestra sociedad los
conceptos clasificatorios de la edad generalmente utilizados son crecientemente ambiguos y
difíciles de definir, constituyéndose la infancia, la juventud o la vejez en categorías imprecisas, con
límites borrosos.
Esto vuelve imprescindible para el autor acompañar la referencia a la juventud con la multiplicidad
de situaciones sociales en que esta etapa de la vida (que alude generalmente al período que va
desde la adolescencia -cambios corporales, relativa madurez sexual, etc.- hasta la independencia
de la familia, la formación de un nuevo hogar, la autonomía económica, que representarían los
elementos que definen la condición de adulto) se desenvuelve, presentando los marcos
sociohistóricos desarrollados que condicionan las distintas maneras de ser joven.
El tema se complica aún más, dirá Margulis, cuando “juventud” no refiere sólo a una condición
social o etapa de la vida sino que además significa un producto, apareciendo la juventud como
valor simbólico asociado con rasgos apreciados -una estética dominante- que permite
comercializar sus atributos o signos exteriores, multiplicando la variedad de mercancías -bienes y
servicios- que impactan sea directa o indirectamente sobre los discursos sociales uque la aluden y
la identifican.
En cierta literatura sociológica reciente, dirá el autor que se intenta superar la consideración de
“juventud” como mera categorización por edad, incorporando en los análisis la diferencia social y
la cultura. Desde esta perspectiva, entonces, se dice que la juventud depende de una moratoria,
un espacio de posibilidades abiertos a ciertos sectores sociales y limitado a determinados períodos
históricos.
Esta moratoria social consistiría en que, a partir de mediados de siglo XIX y en el siglo XX, ciertos
sectores sociales logran ofrecer a sus jóvenes la posibilidad de postergar exigencias -sobre todo las
que provienen de la propia familia y del trabajo-, tiempo legítimo para que se dediquen al estudio
y la capacitación postergando el matrimonio, lo que les permite gozar de cierto período durante el
cual las sociedad les brinda especial tolerancia. La juventud terminaría, entonces -al menos para
las clases que pueden ofrecer este beneficio a sus miembros recién llegados a la madurez física-
cuando éstos asumen ciertas responsabilidades asociadas a la adultez (formar el propio hogar,
tener hijos, vivir del propio trabajo).
Este planteo -desde la literatura sociológica- supera para el autor otros que usaban la palabra
“juventud” como mera categoría etarea uniforme, sin tomar en cuenta que la condición histórico-
cultural de juventud no se ofrece de igual manera para todos los integrantes de la categoría
estadística joven.
Pero dirá de forma crítica que en relación con esta concepción se ha llegado a considerar la
juventud como mero signo, esto es, como una construcción cultural, un sentido socialmente
constituido y relativamente desvinculado de las condiciones materiales e históricas que
condicionan a su significante. Es cierto que, como Sarlo bien lo grafica, “la juventud” se presenta
en la cultura actual privilegiándose su aspecto imaginario y representativo (no apareciendo como
una edad sino “como una estética de la vida cotidiana”); sin embargo, no resulta claro para el autor
que todo sea estética en la condición de juventud.
Es cierto que los sectores medios y altos tienen generalmente oportunidad de estudiar y postergar
su ingreso a las responsabilidades de la vida adulta: se casan y tienen hijos más tardíamente, gozan
de un período de menor exigencia y de un contexto social protector que hace posible la emisión
durante períodos más amplios, de los signos sociales de lo que generalmente se llama juventud.
Tales signos “de juventud” son los que tienden a estetizarse en nuestro tiempo (constituyendo un
conjunto de características vinculadas con el cuerpo, con la vestimenta, y siendo presentados ante
la sociedad como paradigma de todo lo que es deseable).
Sin embargo, desde este punto de vista y si sólo nos quedamos en la dimensión simbólica o
estética de la juventud, los integrantes de los sectores populares tendrían acotadas sus
posibilidades de acceder a la moratoria social por la que se define aquella condición de juventud,
pues no suele estar a su alcance el lograr ser joven en la forma descripta en tanto deben ingresar
tempranamente al mundo del trabajo, suelen contraer a menor edad obligaciones familiares
(casamiento o unión temprana consolidada por los hijos), y carecen del tiempo y del dinero
-moratoria social- para vivir un período más o menos prolongado con relativa despreocupación y
ligereza, para portar los signos de la juventud. Aún cuando el desempleo y la crisis proporcionan a
veces tiempo libre a jóvenes de clases populares, éste no conduce a la “moratoria social”, pues el
tiempo libre es también un atributo de la vida social, siendo el tiempo libre que emerge del paro
forsozo no el tiempo ligero de los sectores medios y altos, sino que está cargado de culpabilidad e
impotencia.
La juventud -dirá Margulis- es una condición constituida por la cultura pero que tiene a su vez una
base material vinculada con la edad, a lo que llamará facticidad. La facticidad consiste entonces ser
en un modo particular de estar en el mundo, de encontrarse arrojado en su temporalidad, de
experimentar distancias y duraciones.
Ser joven, por lo tanto, no depende sólo de la edad como característica biológica y condición
energética del cuerpo, así como tampoco depende solamente del sector social al que se pertenece
con la consiguiente posibilidad de acceder de manera diferencial a una moratoria. Hay que
considerar también para el autor el hecho generacional (que nos lleva al plano de la edad
procesada por la historia): la circunstancia cultural que emana de ser socializado con códigos
diferentes, elementos que distancian a los recién llegados del mundo de las generaciones más
antiguas.
La generación alude a la época en que cada individuo se socializa y con ello a los cambios
culturales acelerados que caracterizan nuestro tiempo; cada generación puede ser hasta cierto
punto considerada perteneciente a una cultura diferente (Virilo habla de “generaciones de
realidad”) en tanto cada época tiene su episteme y estas variaciones son percibidas y apropiadas
con toda intensidad durante el proceso de socialización por los nuevos miembros que se
incorporan a la sociedad.
Ser integrante de una generación más joven significa diferencias en el plano de la memoria, pues
para el joven el mundo se presenta nuevo, despojado de inseguridades o certezas que no
provienen de la propia vida; claro que existen los relatos, la memoria social, la experiencia
transmitida, empero, cada generación se presenta nueva al campo de lo vivido. Pero además,
jovenes se sienten lejanos de la muerte, también de la vejez y la enfermedad, en tanto ser joven
significa también que haya en el grupo familiar otros a quienes les tocará enfrentar antes la muerte
(“especie de paraguas que distancia y aleja”), así como el rol social y familiar del joven es ratificado
cotidianamente por la mirada de los otros.
En esto reside una de sus críticas al culturalismo, pues en opinión del autor algunos discursos
sobre la juventud restringen la condición de juventud a los sectores medios y altos a centrar su
definición exclusivamente en los elementos característicos de la moratoria social (de modo tal que
los sectores pobres lejanos a esa moratoria social nunca llegarían a ser jovenes), oscureciendo u
olvidando la base fáctica (energía, moratoria vital, inserción institucional y los fenómenos
generacionales) comunes a todas las clases.
Es gracias a este criterio que se puede distinguir, ahora sí sin confundir, a los jóvenes de los no
jóvenes por medio de la moratoria vital, y a los social y culturalmente juveniles de los no juveniles
por medio de la moratoria social. En consecuencia también se puede reconocer la existencia de
jovenes no juveniles -jovenes de sectores populares que no gozan de la moratoria social ni portan
los signos que caracterizan hegemónicamente a la juventud-, y de los no jovenes juveniles
-integrantes de sectores medios y altos que ven disminuido su crédito vital excedente pero son
capaces de incorporar tales signos.
De modo que tomando la noción de moratoria vital (capital energético) como característica de la
juventud, se puede hablar de algo que no cambia por clase sino que depende de un segmento de
sus fuerzas disponibles, su capacidad productiva, de sus posibilidades de desplazamiento y su
resistencia al esfuerzo. Por sobre ese capital que podríamos identificar como valor de uso, se
monta y desarrolla el valor de cambio, esto es, el lenguaje social que compatibiliza esa diferencia
energética en un signo (capital simbólico) que permite su intercambiabilidad.
Es entonces que esa energía vital propia de la moratoria cambia de expresión: el capital energético
se convierte en otra cosa, se moviliza con otra lógica, apareciendo, como crédito social, una masa
de tiempo futuro no invertido, disponible de manera diferencial según la clase social.
Lo que se propone resaltar Margulis con esta recategorización, es que existen diferencias sociales
respecto de la distribución de algunos signos complementarios sobre los que es preciso detenerse
para apreciar cómo se da el proceso de la asignación de lo juvenil que circula. En este sentido es
que afirmará que la juventud como crédito temporal es algo que depende de la edad y esto es un
hecho indiscutible. Pero será a partir de ahí que comienza la diferencia de clase y de posición en el
espacio social, lo que determina el modo en que se la procesará posteriormente; no pudiendo
obviarse ninguna de las dos rupturas objetivantes -la cronológica y la sociocultural- “si se quieren
evitar los peligros del etnocentrismo de clase y del fetichismo de la fecha de nacimiento”.
Un tema fundamental que en opinión del autor suele ser obviado es el de la memoria social
incorporada. Esta alude a que la experiencia social vivida no es igual en alguien de veinte años que
en alguien de cuarenta, pues se han socializado en mundos de vida muy distintos y en ese sentido
es que puede decirse que son nativos de distintas culturas. Esta es la dimensión cultural
(vitalmente “objetiva”, contracara simbólica de la facticidad de la que antes hablamos) que divide
el mundo social.
Es evidente que hay generaciones dentro de cada clase y que también hay clases en cada
generación, sin poder determinar de entrada cómo se resuelve el conflicto entre las diversas
categorías. La marca histórica de la época -dirá el autor- es determinante aún cuando se la procese
atendiendo a las determinaciones de clase.
En este apartado Margulis va a decir que la juventud depende también del género, del cuerpo
procesado por la sociedad y de la cultura; ofreciéndose la condición de juventud de manera
diferente al varón o a la mujer, en tanto ésta tiene un reloj biológico más insistente.
“Hay un tiempo inexorable vinculado con la seducción y la belleza, la maternidad y el sexo, los hijos
y la energía, el deseo, la vocación y la paciencia necesarios para tenerlos, criarlos y cuidarlos, El
amor y el sexo han sido históricamente articulados e institucionalizados por las culturas, teniendo
presente el horizonte temporal que los ritmos del cuerpo imponen y recuerdan” dirá el autor. Es
decir que la juventud no es independiente del género: la maternidad implica una mora diferente y
presiona obligando a un gasto apresurado del crédito social disponible que, si bien puede tener
distintas características según el sector social de donde provenga la mujer, siempre es
radicalmente diferente del que disponen los hombres.
La juventud para un varón joven de clase alta difiere como crédito social y vital respecto de una
mujer joven de su clase, y más aún respecto de una mujer de igual edad perteneciente a sectores
populares. El primero tiene mayor probabilidad de disponer de tiempo excedente, de una mayor
moratoria vital y social, mientras que a las mujeres se les reduce esa probabilidad a medida que
crecen, incrementándose esto aún más cuando se trata de mujeres de sectores populares cuyo
modo de realización “pasa casi exclusivamente por su condición de madres potenciales”.
Sin embargo, nuestra época -dirá el autor- ha abierto otras perspectivas de logro para las mujeres
de sectores medios y altos que compiten por su tiempo y energía y pueden considerarse como
relativamente alternativas de la maternidad (carreras profesionales, artísticas, intelectuales, etc.),
pudiéndose advertire ntonces cómo varían según el género los ritmos temporales que influyen en
las formas de invertir el crédito vital y social disponible.
De todas formas, esto no debe llevar a pensar que el varón o la mujer de clase media-alta son “los
jóvenes”, mientras que no correspondería la condición de juventud al varón o la mujer de la misma
edad pero pertenecientes a la clase popular. Sino que, en estos sectores populares dirá el autor
que se es joven no tanto por portar los signos legítimos de la juventud como por interactuar con
las generaciones mayores en la convivencia diaria, por tener asignado ese papel y transitar la vida
cotidiana con las consiguientes expectativas y habitus de generación. También por tener la
memoria, la experiencia, la sensibilidad, los gustos y códigos correspondientes a su generación,
que también en las clases populares -a pesar de tener más limitados los beneficios atribuidos a la
moratoria social- los oponen y diferencian de las otras generaciones.
Para finalizar su texto, Margulis va a decir que la juventud no es sólo un signo ni se reduce a los
atributos “juveniles” de una clase, sino que presenta diferentes modalidades según la incidencia
de una serie de variables.
En este sentido, los recursos que brinda la moratoria social no están distribuidos de manera
simétrica entre los diversos sectores sociales, y lo mismo sucede con la condición de género; esto
se superpone, a su vez, con la condición instaurada por la fecha de nacimiento y el mundo en el
que los sujetos se socializan, que vinculan la cronología con la historia. De modo que ser joven
constituye para el autor un abanico de modalidades culturales que se despliegan con la interacción
de las probabilidades parciales dispuestas por la clase, el género, la edad, la memoria incorporada,
las instituciones...
De modo que, tal como la ha ido definiendo el autor, la juventud es una condición que se articula
social y culturalmente en función de la edad (esto es, como crédito energético y moratoria vital, o
como distancia frente a la muerte) con la generación a la que se pertenece (en tanto memoria
social incorporada, experiencia de vida diferencial), con la clase social de origen (como moratoria
social y período de retardo), con el género (según las urgencias temporales que pesan sobre el
varón o la mujer), y con la ubicación en la familia (que es en el marco institucional en el cual todas
las variables se articulan).
El autor concluirá diciendo que la condición de juventud no puede ser reducida a un solo sector
social o ser aislada de las instituciones como si se tratara de un actor escindido, separado del
mundo social, o sólo actuante como sujeto autónomo. De modo que manifestará haber intentado,
con este recorrido, recuperar cierta “materialidad” e “historicidad” en el uso sociológico de la
categoría juventud.
Unidad 4. Salud – Enfermedad – Atención.
4.1. Salud – Enfermedad – Atención como hecho cultural y sociohistórico. Conceptos y
perspectivas. Proceso social y enfermedad: complejidad causal de la salud – enfermedad.
Diversidad cultural. Criterios públicos de la salud – enfermedad mental (estadísticos y
normativos), crítica. Salud – enfermedad – atención, la perspectiva antropológica.
Bibliografía:
CONRAD, P. Medicalización de la anormalidad y control social.
DAMIANI, P. Salud y enfermedad mental. Cap. 1 y 3.
WEINGAST, D. Salud-enfermedad-atención. Las miradas de la antropología
CONRAD, P.
Ahora bien, esto se ve acompañado, según Conrad, con la creciente utilización de la medicina
como agente de control social -típicamente como intervención médica-. La intervención médica
como forma de control social pretende limitar, modificar, regular, aislar o eliminar el
comportamiento anormal socialmente definido utilizando medios médicos y en nombre de la
salud.
Para abordar esta problemática, se propone analizar dos aspectos: la construcción social de la
enfermedad por un lado, y la relación entre ésta (la enfermedad) y la anormalidad, por el otro.
Comienza por decir que el sentido común ve al morbo como algo que existe ahí afuera; que puede
entrar en el cuerpo y causar daño, y es desde este punto de vista que parten las ideas de evitar los
virus, los gérmenes y otros “morbos”. Y dice que si la enfermedad pudiera diferenciarse de algún
modo del morbo, sería interpretada como la condición de estar afectado por un morbo; sin
embargo, para el autor estas dos nociones no dejan de ser entidades muy complejas.
El concepto positivista de la enfermedad es, según Conrad, el que más se parece al que tiene por
base el sentido común: la enfermedad es la presencia del morbo en un organismo impidiendo el
“buen funcionamiento” de los órganos fisiológicos. Ahora bien, a esta perspectiva subyacen dos
supuestos implícitos con los que Conrad va a ser crítico: en primer lugar, la idea de la existencia de
alguna norma de buen funcionamiento que puede utilizarse como patrón de medida, y en segundo
lugar, la idea de que este estado normal podría ser reconocido por el observador médico. Pero
además de estos dos supuestos, este concepto, dirá el autor, limita la enfermedad y el morbo al
mal funcionamiento de los órganos, por lo que la mayoría de las dificultades que denominamos
“enfermedad mental” -y especialmente los trastornos funcionales-, no concuerdan con esta
definición.
En contraste con este punto de vista -positivista- se encuentra la posición cultural relativista sobre
la enfermedad, que concibe que una entidad o condición es un morbo o una enfermedad sólo si
como tal es reconocida y definida por la cultura. Para Conrad si bien esta posición tiene cierto
crédito -especialmente por hacernos sensibles a la variabilidad de la interpretación y definición de
los fenómenos fisiológicos-, se la puede criticar por minimizar la naturaleza orgánica-fisiológica de
la enfermedad y el morbo.
En este punto, Conrad va a decir que si bien ambos enfoques tienen cierta utilidad y validez en los
contextos en los que se emplean, desde una perspectiva sociológica carecen de un aspecto crucial
de la enfermedad, a saber, dan por sentado de qué manera se define algo como enfermedad. La
enfermedad y los morbos son construcciones humanas; no existen sin que alguien las reconozca y
defina (“no hay enfermedades ni morbos en la naturaleza”. Sedgwick). Los fenómenos
biofisiológicos en sí mismos no son enfermedad ni morbo; los utilizamos como base para etiquetar
una condición u otra como enfermedad y morbo, y en ese sentido es que Conrad afirma que las
enfermedades son juicios, construcciones sociales. Y como juicios sociales, son juicios negativos:
una entidad a la que se etiqueta como enfermedad o morbo es considerada indeseable.
Enfermedad y anormalidad
En este punto, Parsons va a decir que existe para los enfermos un rol de enfermo culturalmente
disponible, que sirve para legitimar condicionalmente la anormalidad de la enfermedad, y
encauzar al enfermo hacia la relación reintegradora doctor-paciente, minimizando, por ende, su
carácter perjudicial para el grupo o la sociedad. En este sentido, el rol del enfermo tendrá cuatro
componentes: dos excenciones de las responsabilidades normales (se lo exime de
responsabilidades normales para que se ponga bien; y no se le juzga responsable por su condición
ni se espera que se recobre por fuerza de su voluntad) y dos nuevas obligaciones (la persona debe
reconocer que estar enferma es un estado inherentemente indeseable y debe desear el
restablecimiento; además, está obligada a buscar y cooperar con un agente competente que la
someta a tratamiento -generalmente un médico-).
Parsons va a sostener que en el rol de enfermo está implícita la idea de que la medicina es una
institución de control social. Como legitimador del rol de enfermo y como curador que vuelve a
colocar los enfermos en sus roles sociales convencionales, el médico cumple la función de agente
de control social.
Ahora bien, dado que tanto la criminalidad como la enfermedad son formas socialmente
construidas de designar la anormalidad (¿será ésta la hipótesis de su texto?), no debería
sorprendernos que haya habido fluidez entre las designaciones de anormalidades criminales y
anormalidades de enfermedad. En este punto Conrad se pregunta cómo se produjo este pasaje de
definiciones morales-criminales a las definiciones médicas.
La medicalización de la anormalidad
Junto con el cambio de las sanciones y del agente de control social se produce un cambio
correspondiente en la definición o conceptualización del comportamiento anormal, dirá Conrad.
(Yo me pregunto: ¿qué es primero?)
En el último siglo dice el autor que se han registrado un sustancial crecimiento del prestigio, la
dominación y la jurisdicción de la clase médica, y da algunas razones de ello: el aparente éxito
respecto al control de la enfermedad contagiosa, el crecimiento de la biomedicina científica, la
reglamentación y de la enseñanza y la titulación médicas y los grupos de presión política que
ayudaron a incrementar el prestigio de la clase médica. Esto produjo un virtual monopolio de la
clase médica sobre todo lo que se defina como tratamiento médico, especialmente en términos de
lo que constituye enfermedad y de cuál es la intervención médica apropiada (“el hospital ha
sustituido a la iglesia y al parlamento como centro simbólico de la sociedad occidental” Reiff).
A medida que el tratamiento gana terreno al castigo como sanción preferida de la anormalidad,
una proporción creciente del comportamiento se conceptualiza como enfermedad en un marco
médico. Esto no causa sorpresas, según Conrad, debido a que la medicina siempre funcionó como
agente de control social -especialmente al tratar de normalizar la enfermedad y devolver a las
personas su capacidad de funcionar socialmente-.
Sin embargo, lo significativo de esto es, para el autor, la expansión de la esfera donde la medicina
funciona ahora como agente de control social. Esto será consecuencia, para él, de una tendencia
humanitaria general, del éxito y prestigio de la biomedicina moderna, de la creciente aceptación
de conceptos sociales y médicos deterministas, del crecimiento tecnológico del siglo XX y de la
disminución de la religión como agente viable de control, que produjeron que sea cada vez mayor
el grado de comportamiento anormal que entra en la esfera de la medicina. Con esta evolución,
dice, ha venido un cambio en el concepto de la anormalidad, y concomitante con la medicalización
ha sido en la responsabilidad que se le imputa a la normalidad: la respuesta social a la anormalidad
es terapéutica, ya no punitiva (“durante el s. XX se pasó de ver al hombre como un agente
responsable actuando en y sobre el mundo, a verlo como un organismo sensible sobre el que
actúan fuerzas biológicas y sociales” Thomas Szasz, crítico psiquiátrico).
A su vez, Conrad especifica otras razones que propiciaron la medicalización: el hecho de que las
sanciones informales está declinando debido al incremento de la movilidad geográfica y el
descenso de la fuerza de los grupos prestigiosos tradicionales (como la familia); el que la
medicalización ofrece un método sustitutivo para controlar la anormalidad; la aceptación y
denominación crecientes de una visión científica del mundo; y el incremento del prestigio y el
poder de la clase médica, como hemos dicho anteriormente.
Sin embargo… se vuelve importante delinear de manera específica las condiciones necesarias para
medicalizar el comportamiento anormal en la sociedad contemporánea, condiciones que serán,
para Conrad, especialmente cinco:
Es necesario que un comportamiento o grupo de comportamientos deba definirse como
anormal y como problema que necesita remedio por parte de algún segmento de la
sociedad -pues la anormalidad, al igual que la enfermedad, es una construcción social- que
tenga poder para hacer efectiva sus definiciones.
Que las formas previas o tradicionales de control social sean consideradas ineficientes o
inaceptables: el desplazamiento del control religioso al del estado, y luego al médico y
social, a menudo se presenta como una modernización humanitaria de las redes de control
social de la sociedad; sin embargo, según Conrad, es más probable que sea el reflejo de los
cambios del zeitgeist (clima intelectual y cultural de una era) más que de alguna mejora
progresista. Al volverse inaceptables los controles sociales tradicionales surgió la necesidad
de formas nuevas, más liberales, de ejercer el control social, que también poco eficientes
propiciaron la aceptación de nuevas formas de control (“los métodos de control social
aceptable cambian.” Conrad).
La existencia de algunos datos orgánicos ambiguos sobre la fuente del problema: si bien
raramente se han descubierto causas claras y directas del comportamiento anormal -o de
cualquier clase de comportamiento-, a veces se han encontrado factores orgánicos o
fisiológicos y han sido utilizados como correlaciones -estadísticas- de cierto
comportamiento. En otros casos, los datos orgánicos ambiguos dependen en gran parte de
un tratamiento orgánico que como mínimo obtiene algún éxito, en estos casos, el
componente orgánico se asume a partir del tratamiento (por ejemplo, el tratamiento con
fármacos de la psiquiatría).
Antes de que algo pueda medicalizarse es esencial que la clase médica acepte que tal
comportamiento anormal entra en su jurisdicción: cuanto mayor sea el beneficio que de
ella obtengan las instituciones establecidas, más probable es que tenga lugar la medicación.
Este es el caso de las enormes farmacéuticas que son frecuentemente las promotoras de la
medicalización, y que han conseguido grandes beneficios económicos de ella. En este
último punto se vuelve importante para Conrad subrayar que cuando una definición y un
tratamiento de la anormalidad se institucionalizan, se desarrollan intereses creados para
mantener dicha definición, industrias directamente ligadas a la clase médica que
promueven y presionan en favor de su propio concepto y tratamiento de la desviación.
La medicalización en la sociedad
La medicalización de la anormalidad y el control social, dice Conrad, van en aumento y tienen sus
raíces en el desarrollo de las modernas sociedades tecnológicas. En este punto el autor se
pregunta por qué debe preocuparnos la medicalización de la anormalidad, y se responde
enumerando alguna de sus consecuencias:
En primer lugar, la expansión interminable de la jurisdicción de la medicina, sin tener en
cuenta su capacidad para ocuparse adecuadamente de un problema, expansión fomentada
por las farmacéuticas y la interconexión entre la medicina y el gobierno.
En cuarto lugar, el hecho de que el control social médico utiliza métodos poderosos y a
veces irreversibles para tratar del comportamiento anormal, que muchas veces sirven al
status quo de la sociedad.
DAMIANI, P.
(c-1) Introducción
a.
Damiani comienza por transcribir un caso clínico que le resulta de utilidad en tanto presentaría, en
su opinión, casi todas las preguntas que pueden ser formuladas en el presente sobre la salud y la
enfermedad mental (sus causas, sus posibles salidas).
1. ¿Por qué se enfermó Juan? Esta pregunta nos introduce una primer dificultad, aquella de la
etiología o causalidad de las enfermedades mentales. El autor dirá que hay tres tipos de
causalidad a las que puede remitirse la génesis de las enfermedades mentales:
La causalidad social concibe que es en las causas sociales donde debe buscarse la
genesis de las enfermedades mentales, al menos en aquellos casos donde no es
claramente visible una lesión orgánica (como en las oligofrenias, demencias, etc.). La
sociedad sería entonces responsable -o corresponsable- de que sus miembros
adquieran distintos tipos de perturbaciones, sea las graves y notorias (como la adicción
al alcohol del caso clínico), sea otras menos evidentes como las neurosis que permiten
vivir en forma relativamente “normal” y con adaptación al marco social.
Si bien los tres criterios anteriores fueron expuestos en forma esquemática y como excluyentes y
contrapuestos, Damiani dirá que esto no es enteramente así sino que muchas veces se reconoce
una mixtura causal, con predominancia de alguna. Lo que le interesa destacar al autor es que, a
diferencia de las enfermedades de tipo físico, en lo que respecta a la etiología de las
perturtbaciones mentales no existen normas fijas y universales sino diversos enfoques, a veces
absolutamente contrapuestos y no solo entre sí sino al interior de su campo.
Pero también le interesará visualizar que en estas discrepancias no solo interviene la limitación de
los conocimientos de la ciencia al respecto sino también elementos de tipo ideológico (en tanto si
la sociedad es de alguna manera responsable de las perturbaciones de sus miembros, ¿puede ella
misma considerarse sana?. Si se deposita la etiología de las perturbaciones mentales en la sola
responsabilidad de individuos aislados o responsabilizando a los déficits orgánicos, hay un solo
paso hacia la desresponsabilización de la sociedad patógena).
2. Una segunda pregunta que ofrece similares dificultades refiere a las definiciones de salud y
enfermedad metal. ¿Qué significa ser normal? ¿quién lo determina? ¿ser “normal” es sólo
estar adaptado y formar parte de la mayoría de una sociedad?
Para Damiani, si aceptamos que la ideología de una sociedad es la ideología de sus clases
dominantes, quienes actúan como definidores de la salud y la enfermedad mental cabe
preguntarse si no lo hacen desde una perspectiva científica o bien incluyendo expresiones de su
propia ideología -tendiente, por ende, a la defensa de sus propios intereses- y significando esto
entender por “normalidad” todo aquello que no atente contra tales intereses.
3. En un tercer punto, Damiani dirá que los tratamientos, terapias psicológicas o psiquiátricas
que se prescriban partirán de las respuestas que se den a las preguntas anteriores, pero no
solo los fines de las terapias sino sus técnicas, quienes pueden acceder a ellas e incluso el
interés que la sociedad puede tener para “recuperar” a un “enfermo”.
El autor dirá que al análisis de tales respuestas es que está dedicado su trabajo.
b.
Dirá el autor que si al nivel de los especialistas existe polémica en torno de la salud mental, no
resulta diferente el panorama al nivel del conocimiento popular: parecería que cierta nebulosa
rodea la problemática, cierto “temor” que nos recuerda al hecho concreto de que la locura ha sido
históricaemnte un estigma (incluso hasta un castigo divino o diabólico). No sorprende que el “loco”
constituya muchas veces un calificativo para todo aquel que sobresalga de alguna forma de lo
común, imagen popular que no es otra cosa, dirá el autor, que la proyección de la misma oscuridad
-con sus tesis contrapuestas al extremo- que existen en los propios núcleos especializados.
Es en este sentido que le va a parecer importante ver esta imagen popular en tanto es un dato
imprescindible para cualquier política sanitaria preventiva o asistencial, así como resulta
reveladora de actitudes hacia la terapia en este terreno; y presentará investigaciones – encuestas
al respecto.
En las dos que presenta puede observarse que implícitamente surge un criterio -muy indefinido
pero existente- de “salud” y enfermedad mental, ya que dentro de las perturbaciones consideradas
como no normales se ubican exclusivamente aquellas que a nivel clínico se incluirían dentro del
campo de las psicosis (y corresponderían a lo popularmente se conoce como “locos”), no
visualizándose ni incluyéndose como tales a las neurosis y mucho menos aquello que puede
considerarse como “alienación social” (Juan sí sería un “enfermo” mental en tanto su alcoholismo
le impide convivir y producir en su trabajo; pero sería “sano” si esto no ocurriera aunque fuera
muy “nervioso” o no viviera feliz pero siguiera con su trabajo).
c.
Un tercer aspecto a ver en esta introducción que realiza Damiani a la problemática es la extensión
o magnitud de las enfermedades mentales en la sociedad, pues al ser tan altas las cifras resulta
importante para el autor pensar en qué sucede como para que ello ocurra en tal medida, pasando
a convertirse en un auténtico problema social.
Por ejemplo, dirá que es de EEUU de donde provienen las estadísticas más completas, país en el
cual el problema resulta realmente dramático. En la Argentina lamentablemente no existían, en el
momento en que escribía el autor (1973), estadísticas generales válidas, sino solo parciales y
dudosas. Pero quizás uno de los hechos más reveladores de la magnitud del problema de nuestro
país lo expresan las colas ante los servicios psiquiátricos en demanda de atención, que desbordan
las posibilidades completas que tales servicios pueden prestar con sus actuales disponibilidades.
d.
El concepto de “locura” siempre ha sido estigmatizado en la sociedad, y el “loco” aparece ante sus
semejantes -“sanos”- como la expresión concreta de sus miedos, sus culpas, sus ansiedades; “su
propia realidad enferma”. Para el autor, como cada período histórico de las distintas sociedades
tiene distintas conecpciones sobre los problemas que estamos viendo, no resulta sorprendente
que las respuestas a nuestros interrogantes conlleven la presencia -más o menos explícita- de
mecanismos ideológicos -más o menos sutiles-.
Dirá, en este sentido y de manera esquemática, que siempre se han esbozado tres grandes líneas
para la comprensión de la salud mental:
El sociologismo, en cambio, invierte los términos por completo; partiendo de una válida
actitud de comprender al hombre como producto social, su reacción ante el
psicologismo lo lleva a desvalorizar -o incluso negar- todos los aspectos psicológicos
individuales (decir, por ejemplo, que las problemáticas individuales son expresión de la
lucha de clase, lo cual puede ser cierto pero no puee olvidarse las mediaciones que la
clase utiliza para operar sobre los individuos, los cuales actúan de manera distinta en
cada uno de ellos).
Igualmente falsa será para el autor la actitud ante las terapias psicológicas ya que, si bien es cierto
que no es posible una absoluta “salud” mental sin modificación previa de las estructuras sociales
alienantes, también lo es que no toda terapia psicológica tiene que forzosamente ser adaptativa al
sistema, pudiendo producir beneficios parciales.
El autor dirá que, en tanto se propone en su trabajo concebir al hombre como producto social e
inseparable de su marco, no puede menos que considerar al psicologismo como el principal
adversario por los peligros que implica en tanto pretende también proyectar sus conclusiones al
plano social (pues desde esta perspectiva se interpretarían todos los fenómenos desde esa clave).
En cuanto al sociopsicologismo, Baran dirá que el supuesto de que el desarrollo humano está
determinado po el 'medio social' y depende de la naturaleza de las relaciones interpersonales
(condiciones logradas dentro de la familia y demás), conduce ineludiblemente a la conclusión de
que los cambios significativos en la existencia humana pueden ser logrados mediante ajustes
apropiados en el medio ambiente; en otras palabras, la tesis del reformismo.
e.
El autor dirá por último que la tesis que sostendrá en su trabajo es que el estudio del hombre no
puede desligarse de ninguna manera de la realidad social en que se desenvuelve, la cual impregna
todos y cada uno de sus aspectos. Desde su perspectiva, solo sobre la base de la comprensión y
conocimiento de tal relación dialéctica (hombre-sociedad) puede comenzarse a analizar la salud y
la enfermedad mental.
Como dirá Baran, no puede haber discusión sobre la importancia de los factores fisiológicos en la
determinación de la conducta humana, pero resulta indispensable reconocer la enorme
importancia que tiene la estructura social del sistema capitalista y el proceso de alienación a que
da lugar en el condicionamiento psíquico y aún físico del hombre.
De modo que resulta imposible, afirmará Baran, interpretar la actividad humana en nuestra
sociedad si no se la concibe como el resultado de una interacción dialéctica entre fuerzas
biológicas y los principios que sustentan al capitalismo, interacción que este último en última
instancia domina, juzga y dirige.
Si la diensión cultural alcanza a todos los aspectos de la vida del hombre -unido a su medio social-,
se pregunta Damiani: ¿serán también relativos y cambiantes -cultural e históricamente hablando-
los conceptos de salud y enfermedad mental?
El autor va a responderse afirmativamente y a decir que no solo cada sociedad particular tiene sus
propias definiciones al respecto, sino que las mismas no son estáticas sino que se modifican en
tanto cambian las circunstancias particulares que le dieron origen; la historia interviene (el “loco”
mismo que en la época de la Santa Inquisición debía estar muy contento de salvarse de las llamas
por estar dominado por los demonios, hoy es comprendido como un “enfermo”).
Pero, ¿qué es, entonces, la “salud” mental y su complementario, la “enfermedad” mental? El autor
dirá que, en un sentido muy general, cualquiera de las dos respuestas que puedan darse a esa
pregunta podría encuadrarse dentro de los dos grandes criterios existentes al presente:
f.
De acuerdo con el concepto estadístico de la “salud”, entonces, sería “normal” toda aquella
persona que responda a las características que reúne la mayoría de las personas de su sociedad.
Pero si aceptamos que aquello que se conoce como mayoría de la sociedad es el “carácter social”
de la misma, surge que los habitantes que son “anormales” tienen características que los
diferencian del resto por el mero hecho de escapar al consenso mayoritario.
Esta manera de pensar el “carácter social” de un pueblo constituyendo la forma como éste se
adapta a las necesidades del mismo a efectos de su funcionamiento, nos permite comprender por
qué al criterio estadístico también se lo llama adaptativo (en tanto parte de la adecuación de la
conducta individual a las normas y valores de la sociedad). A su vez, resulta visible la relación que
se establece entre adaptación y conformidad, ya que estar adaptado a una sociedad implica -al
menos para los estadísticos- conformarse con las pautas de tal sociedad.
Ahora bien, ¿esta situación puede realmente garantizar de alguna manera que adaptación-
conformidad sean sinónimos de salud mental? Desde la perspectiva del autor, se trataría de que el
criterio estadístico, al aceptar el marco social sin promover modificaciones estructurales, se
promueve de hecho su existencia, interviniendo por tanto como factor ideológico de este criterio
el conservadurismo, la defensa del status quo.
El autor retomará algunas consideraciones interesantes realizadas por Erich Fromm al sostener que
existen dos maneras de concebir a la normalidad: (1) desde el punto de vista de la sociedad, si el
individuo puede cumplir con un papel social dentro de ella; y (2), desde la perspectiva del
individuo, si puede alcanzar el grado óptimo de expansión y felicidad. En opinión de Fromm en una
sociedad óptima coincidirían ambos aspectos, pero eso no existe, dirá Damiani.
Desde la visión de Fromm, la aceptación estadística no prueba la validze de las formas de vida de
una sociedad sino que señala la existencia de “defectos socialmente modelados”, que el individuo
comparte con muchos otros y por tanto no los considera como defectos. En este sentido es que
dirá que la persona enajenada no puede ser sana, pues se siente a sí mismo como una cosa,
careciendo del sentido del yo, carencia que crea honda ansiedad.
De modo que egún Damiani podemos aceptar que las normas de conducta impuestas por una
sociedad dada son útiles por el particular funcionamiento de la misma; el problema reside en
saber para quién es útil. De allí que el problema considerado es materia de usos ideológicos a
veces disfrazados de contenidos “científicios”, pues se trata en definitiva de aceptar o no un
sistema económico-social aceptando como “sanos” a quienes ayudan a mantenerlo, y tomando
como “enfermos” a quienes se oponen a él o no sirven como materia productiva humana. El que
las ideas de una sociedad sean las ideas de sus clases dominantes vale también para los conceptos
de salud y enfermedad mental, dirá el autor.
g.
Pero si lo ideológico está claramente presente en las concepciones estadísticas de la salud mental,
dirá Damiani que esta dimensión no desaparece de los criterios normativos acerca de la misma. El
problema es aún más complejo en tanto -implícita o explíciamente- detrás de cada concepción
normativa de lo que se considera debe ser la salud mental se encuentran tesis respecto al hombre
mismo: filosóficas, morales, etc., con sus respectivas cargas ideológicas.
Es así que el autor dirá que en líneas generales todos los criterios normativos que no apuntan al
conformismo o a la adaptación, plantean lo que consideran que el hombre debiera ser más de lo
que realmente puede ser, bordeando las buenas intenciones o directamente la utopía. Podemos
ejemplificar con la definición de salud mental de la Organización Mundial de la Salud, que la define
como “el estado de completo bienestar, físico, mental y social, y no sólo la ausencia de
enfermedad”, lo que en opinión del autor no dice absolutamente nada o bien condena por
enfermedad a todo el mundo, pues, ¿dónde puede encontrarse un individuo o pueblo en tales
condiciones?
El autor pondrá énfasis, entonces, en cuánto existe de proyección de propios deseos, creencias,
marcos culturales, concepciones del hombre, en la mayor parte de las definiciones normativas;
cuanto existe en ellas de ahistórico, atemporal o incluso de desconocimiento de elementales
principios sociológicos. El intento universalista de estas definiciones implica en última instancia la
creencia en la propia cultura (y generalmente de una clase determinada) como los máximos
valores posibles de hablar; aceptando en última instancia a otras culturas y sus correspondientes
valores pero como estadios inferiores que deben superarse para llegar a la propia.
La conclusión que resulta posible sacar de todo lo anterior, dirá el autor (tanto del criterio
estadístico como normativo de “salud” mental), es la dificultad casi insuperable por el momento de
hallar una formulación que determine con exactitud el significado de tal término, pues sea por
adaptación y conformismo como por la explicitación de contenidos ideológicos, las distintas
acepciones y propuestas representan distintas concepciones del hombre y de la sociedad, cargadas
por ello de la particular visión de quien las formula.
Etnocentrismo, universalismo, ideologicismo, son las distintas variables que comunmente invalidan
tales criterios, no aceptándose en casi la mayor parte de los casos la relatividad histórica y social
de cualquier definición sobre el tema. En tanto que el hombre actúe y evolucione en un marco
social, cualquier definición de salud mental sólo puede referirse a tal marco soical y tal período
histórico, dirá Damiani. Lo contrario implica una valoración estática del hombre (“ y esto es
también una ideología”).
h.
Según Damiani, si el antedicho es el panorama respecto a qué es la “salud mental”, algo similar
ocurre en lo que se refiera a saber qué es la “enfermedad mental”, y aquí las polémicas giran en
torno a tres ejes interrelacionados: (a) su génesis o influencia de las variables orgánicas y sociales;
(b) las definiciones en sí mismas; (c) la validez científica de algunas categorías diagnósticas.
Al autor le interesa ver hasta qué punto son varios los “ingredeintes” que actúan en la
determinación de la “enfermedad” mental, y dirá que le interesa, en este sentido, puntualizar
distintas expresiones de ingerencia de factores sociales en la determinación de la enfermedad
mental, especialmente aquellos originados en la sociedad en su conjunto y no solo en ámbitos
reducidos como la familia, el pequeño grupo, etcétera.
Es para esto que tomará algunos criterios de Foucault, quien encontraba en el medio social en el
que el hombre se desenvuelve -y sus contradicciones- el basamento real de la enfermedad mental,
sosteniendo que ésta sólo puede comprenderse en la historia. Desde esta perspectiva, entonces, la
historia real, con sus traumatismos y sus mecanismos de defensa, sobre todo con la angustia que la
acosa, le parecían al autor que formaba otra de las dimensiones psicológicas de la enfermedad.
Es decir que, para Foucault, las relaciones sociales que determina la economía actual bajo las
formas de la competencia, la explotación, las guerras imperialistas y las luchas de clases, son las
que ofrecen al hobre una experiencia de su medio humano acosada sin cesar por la contradicción;
lo que lo lleva a ubicar la enfermedad mental en relación a la evolución humana, a su historia
psicológica e individual, a las formas de existencia. Pero no debe confundirse estos diversos
aspectos de la enfermedad con sus orígenes reales, pues se trataría para él de que sólo en la
historia podemos descubrir las condiciones de posibilidad de las estructuras psicológicas.
Dirá Damiani a este respecto que resulta claro en Foucault -como resultaba claro en Baran- que
estas contradicciones sociales actúan como el terreno donde se desarrolla el ser humano, terreno
del cual nadie puede escapar, y que por lo tanto hablar de “salud” mental es una mera abstracción;
y se preguntará entonces por qué no todos los miembros de una misma sociedad son igualmente
enfermos.
Foucault responderá a esta cuestión que la enfermedad no solo exige condiciones sociales e
históricas, sino que además exige también “condiciones psicológicas que transforman el contenido
conflictual de la experiencia en forma de conflicto de la reacción”. Es decir que las relaciones
sociales son condicionantes directas de la expresión de la patología; la enfermedad mental no
puede reconocerse ni entenderse escapando del entendimiento y funcionamiento de tales
relaciones. Negar tal condicionamiento y buscar la explicación en el interior del hombre con
exclusividad, será para el autor el correlato ideológico de la justificación del orden social.
De modo que, a la pregunta acerca de cuándo, entonces, hay enfermedad; se responderá desde
Foucault que la hay cuando el conflicto en vez de llevar a una diferenciación de la respuesta,
provoca una reacción difusa de defensa. O en otros términos, cuando el individuo no puede
gobernar a nivel de sus reacciones las contradicciones de su medio.
WEINGAST, D.
Introducción
La Antropología Médica se organiza, dirá la autora, a fines de 1950 y principios de 1960, siendo su
objeto de interés los sistemas de salud-enfermedad-atención que operan en cualquier sociedad, es
decir, entendiendo la salud en el ámbito de la cultura y comprendiendo la salud-enfermedad-
atención como un universal frente al cual cada grupo ha desarrollado una respuesta específica (es
en este sentido que Martínez Henánez escribió que la A-M hallaba en la enfermedad y la atención
médica “un foco privilegiado para discutir la importancia de la superestructura y la infraestructura
en la vida social”).
Los antecedentes de la antropología médica pueden rastrearse, dirá la autora, en los primeros
estudios antropológicos sobre las instituciones médicas en sociedades no occidentales, en las
cuales se recogían datos acerca de las concepciones y prácticas médicas de la gente
entendiéndolas como parte del repertorio de la totalidad cultural de estos grupos.
Así lo consideraban, por ejemplo, Rivers (médico y antropólogo inglés, que presentó el primer
estudio sistemático con base en el trabajo de campo etnográfico) y Erwin Ackerknecht (fundador
de la antropología médica norteamericana). Estos autores compartían la idea de que la medicina
de los pueblos no occidentales representa un modo de pensamiento cualitativamente diferente a
la biomedicina o medicina científica, y, a pesar de las críticas que se les realizaron después
(basadas en cierto etnocentrismo al que conducirían algunas de sus ideas), fueron quienes
instauraron el estudio de las primeras dentro de su contexto socio-cultural (ya que las creencias y
las prácticas en salud y ante la enfermedad formaban parte, desde su perspectiva, de un sistema
lógico conceptual) como objeto antropológico.
Otro antecedente en el desarrollo del campo de la antropología médica lo constituye la escuela de
la cultura y la personalidad que, interesada en la relación entre cultura e individuo, puso énfasis en
la determinación cultural de la personalidad y el debate sobre la universalidad o particularidad de
los criterios psicológicos y psiquiátricos de normalidad y anormalidad, así como del papel de la
cultura en la configuración de la sintomatología de los trastornos mentales, en el marco del
cuestionamiento al determinismo biológico imperante de la época.
De los años 40 a 60 se constituyen en dominantes, dirá Menéndez, los estudios culturales que,
utilizando como unidad analítica a las pequeñas comunidades campesinas indígenas, parten de la
idea general que las prácticas médicas “tradicionales” tienen su propia racionalidad diagnóstica y
terapéutica y se hallan integradas a las concepciones culturales y productivas dominantes en la
comunidad. Desde una mirada que escindía lo tradicional de lo moderno-científico, el foco de
atención estuvo puesto principalmente en las barreras culturales y en la búsqueda de mecanismos
que posibilitaran la integración y aculturación de las prácticas biomédicas (en el contexto de
expansión de la biomedicina en latinoamérica y de la implementación -implantación- por parte de
organismos internacionales de programas de salud).
Si bien estos estudios culturales presentaban ciertas limitaciones explicativas, se considera que
constituyen los primeros estudios sobre representaciones de la enfermedad entre las poblaciones,
ya que se interesaron y recuperaron las significaciones de los no profesionales y -en menor
medida- sus prácticas.
A Weingast le importa revisar algunas de las producciones de la A-M-N a partir de considerar que
sus aportes constituyeron -y constituyen aún hoy- insumos para la comprensión y análisis de los
fenómenos de salud-enfermedad y están presentes en los análisis antropológicos actuales al
respecto. Hablaremos de algunos de estos aportes.
Alguien significativo que la autora toma fue Horacio Fabrega, quien delimitó el espacio médico del
espacio antropológico distinguiendo dos dimensiones de la enfermedad. El autor hablaba de
disease-enfermedad (refiriéndose a estados corporales alterados o procesos de desviación a
normas establecidas por la biomedicina occidental) y de illness-padecimiento (como designación
de alguien que está enfermo desde criterios sociales y psicológicos que son separables de aquellos
que emplea la medicina occidental).
Esta distinción que el autor realizaba le permitía referirse, con el término illness, a la dimensión
cultural de la enfermedad (a la construcción simbólica de los síntomas), designando -la illness- el
proceso por el cual los procesos patológicos orgánicos o las sensaciones de malestar son
reconvertidos en experiencias individuales significativas, y enfatizando de esta manera que en
todos los pueblos la enfermedad está asociada con eventos evaluados como negativos, adversos, a
los cuales la gente ha articulado significaciones y acciones. Esto implica que haya diferentes formas
de enfermar, siendo relevantes todo tipo de creencias y teorías.
Para Kleniman el estudio de la interacción de ambos modelos explicativos permitiría analizar los
problemas existentes en la comunicación clínica; sin embargo, Weingast remarcará de forma crítica
que este tipo de interpretación puede conducir a leer la relación médico-paciente como un
problema de comunicación-entendimiento, omitiendo así que estas interacciones se estructuran
en un campo de relaciones de desigualdad y de poder (en términos de hegemonía/subordinación).
No obstante esto, más tarde Kleiman otorgará relevancia al papel del discurso y a las relaciones
ideológicas de poder que legitiman -o ilegitiman- mundos locales y experiencias individuales de la
enfermedad y el sufrimiento.
Resumiendo, entonces, estos tres planteos abordados por la autora se caracterizan por enfatizar la
dimensión cultural de la enfermedad y analizan las dimensiones individaules de los padecimientos
en tanto experiencia que puede ser explorada en términos semánticos. Pero, también dentro de la
A-M-N, se desarrolló otro tipo de perspectiva analítica cuyo centro de atención está puesto en la
dimensión social de la enfermedad designada como sickness (malestar).
Desde esta perspectiva se enfatizaba en el hecho de ser definido por otro/s como no saludable,
refiriendo al proceso por el cual a las conductas preocupantes se le otorga un significado que es
reconocido socialmente. Se proponían entonces dar cuenta de las prácticas, los roles y los
comportamientos sociales en el marco de contextos y procesos más amplios que envuelven los
procesos de salud-enfermedad, introduciendo las diferencias étnicas, las relaciones sociales desde
los ejes de la desigualdad y del poder, así como también las condiciones sociales de producción del
conocimiento biomédico.
Lo que intentaban era en definitiva enteder los temas de salud a la luz de las fuerzas políticas y
económicas mayores que configuran las relaciones interpersonales y las conductas sociales, que,
se consideraba, generan significados sociales y condicionan la experiencia colectiva. Esta forma de
encarar la problemática dentro de la A-M-N, dirá Weingast que se designa como crítica a partir de
que reflexiona también sobre el papel del antropólogo en relación con la medicina; situándolo en
un lugar de extrañamiento donde insistentemente desafía el sentido común y las ideas
consideradas como válidas.
Desde los '90 dirá la autora que, en el campo de la A-M-N, se plantea la articulación de estas
perspectivas.
La propuesta relacional dentro del campo de la antropología médica latinoamericana
De modo que para Menéndez, en las sociedades la estructura social y de significados incluye
condiciones de diferenciación y desigualdad que se expresan no sólo a través de los diferentes
sujetos, sino de las relaciones sociales que se desarrollan entre ellos en función del lugar que se
ocupa en la estructura social (clases sociales), las pertenencias religiosas, étnicas, de edad, género,
etcétera, aunque implicando también procesos transaccionales.
Es desde este lugar, dirá Weingast, que debemos pensar cómo devino la construcción sociocultural
de la enfermedad y los enfermos en occidente, así como los procesos de conformación,
institucionalización y legitimación de la medicina científica y su relación con otras formas de
atención existentes.
Leerlo en clave histórica permite visibilizar, en su opinión, que en las sociedades europeas
occidentales diversos saberes y prácticas de atención a la enfermedad conviven de manera
conflictiva, pero a mediados del siglo XVIII y XIX, en el marco de una serie de transformaciones
económico-políticas, sociales e ideológicas, la medicina científica conformó su propio campo de
observación y experimentación a partir de las disputas, las apropiaciones y transformaciones de
otros saberes y prácticas desarrollados por los conjuntos sociales.
Por un lado construye la enfermedad, como estados de cuerpos legibles para la ciencia,
donde el médico se enfrenta a procesos orgánicos que son leídos como signos y
organizados en un saber sistemático.
Con ello también construye al enfermo a través de la regulación de los cuerpos y de una
moralidad que prescribe e instituye modos de vida y comportamientos “normales”,
“saludables”.
Además de la conformación de instituciones y dispositivos de control y regulación, instituye
también maneras de intervenir y de construir subjetividades sobre lo normal y lo anormal.
Por otro lado, la legitimidad que adquiere desde la ciencia y del Estado, favorece que se
convierta en la única forma legítima de entender y atender la enfermedad, constituyéndose
como hegemónica, excluyendo ideológicamente y jurídicamente -aunque no eliminando-,
otras formas existentes y posibles de atención.
De modo que, como señala Menéndez, la institucionalización de la biomedicina -en tanto saber,
práctica y teoría- acompaña el desarrollo económico-político de las capas burguesas que se
apropian del poder y logran identificarla como la única forma de atender la enfermedad.
Estas mejoras en las condiciones de salubridad implicaban el control global sobre focos
transmisibles, única forma de asegurar la protección de las clases dirigentes; por lo que, en última
instancia, dirá la autora, la necesidad de saneamiento y de abatimiento de la morbimortalidad tuvo
que ver con un fenómeno de protección clasista que se convierte en protección colectiva para el
aseguramiento de una mayor productividad; aún cuando lo que se presenta como el agente
fundamental de las transformaciones para los conjuntos sociales es la atención de la biomedicina.
No obstante esto, la autora remarcará que desde posiciones de subalternidad se generaron formas
de resistencia; los conjuntos sociales se apropiaron de aquellas prácticas y significados biomédicos
que demostraban y/o demustran cierta eficacia, combinándolas articulándolas de manera tal que
conformaron y conforman prácticas relativamente autónomas de gestionar la salud. Estas prácticas
constituyen lo que designamos como medicinas alternativas (en los casos en los que existen
curadores profesionales) y la autoatención (actividades tendientes a dar respuesta a los problemas
de salud con la particularidad de la no presencia de un curador profesional).
Esta perspectiva de análisis, dirá la autora, permite asumir que en los diferentes conjuntos sociales
operan saberes y formas de atención que permiten mostrar la existencia de un pluralismo médico,
a la vez que permite visibilizar que, a pesar de sus crisis, la biomedicina no solamente logra
mantener su legitimidad sino que evidencia un continuo proceso de expansión (a través del
desarrollo tecnológico, la especialización profesional, el crecimiento de la industria farmecéutica,
el incremento del consumo de medicamentos así como también a través de discursos que apelan a
la búsqueda de estilos de vida “saludables”) que permite no solo mantener sino recomponer su
hegemonía.
4.2. Raíces históricas de la atención médica moderna. Cambios históricos y la construcción social
del enfermo. Medicalización y control social: historia de la medicalización, tiempos pre-
modernos, contextos sociales siglos XVIII y XIX. Cambios en el siglo XX, medicalización y control
social. Expansión y crisis del sistema médico.
Bibliografía:
CONRAD, P. Medicalización de la anormalidad y control social.
HERZLICH, C. y PERRET, J. De ayer a hoy: construcción social del enfermo.
MENÉNDEZ, E. Modelos médicos.
FOUCAULT, M. Historia de la medicalización.
HERZLICH, C. y PERRET, J.
Lxs autorxs comenzarán diciendo que a lo largo de la última década (este artículo se escribió en
1989) el punto de vista y las concepciones del enfermo sobre su estado ha adquirido importancia
nueva en la sociología de la enfermedad y de la medicina; anteriormente los artículos se
interesaban mayormente en las definiciones profanas de salud y enfermedad confrontadas a las de
los profesionales de la biomedicina y no mucho más. Hoy en día, en cambio, el interés por el punto
de vista de los profanos se diversificó, comenzándose a estudiarse la adhesión de los enfermos al
“sick rol” (estado de enfermedad) así como también sus percepciones de las causas de su estado y
la significación atribuida por ellos a la situación.
Es así que el “punto de vista del enfermo” adquiere poco a poco dignidad; reemplazándose la idea
de una percepción profana concebida como simple distorsión y empobrecimiento del saber
médico mezclado con algunas nociones tradicionales de poco interés, por aquella de un modo de
pensar autónomo, de una teoría profana que tiene su propia lógica y cuyo análisis puede constituir
para el sociólogo un objetivo intrínseco (evolución que lxs autorxs relacionan con cierto interés
creciente del campo intelectual por el reverso anónimo de lo legítimo, de lo público y lo
institucional, que lleven al estudio de las culturas populares y las prácticas tradicionales).
Esta tendencia se vió también influenciada, dirán Herzlich y Pierret, por los trabajos de los
antropólogos acerca de la diversidad de las concepciones de la enfermedad en otras sociedades.
Sin embargo marcarán ciertas limitaciones en estos estudios, en tanto desde la perspectiva de lxs
autorxs tienden a la enunciación de un discurso de la sociedad como expresión de creencias y
valores que quedan muy separados de la estructura social y de los comportamientos efectivos; o
bien, como los estudios de inspiración fenomenológica desde la sociología, permanecen en el
ámbito microsociológico al adoptar una concepción restrictiva del “fenómeno enfermedad”, la de
una enfermedad concebida esencialmente como el único estado de un cuerpo individual
(concepción en la cual se puede leer, por otra parte, la influencia del modelo médico).
De modo que esta concepción oculta la realidad de la enfermedad como fenómeno social total,
como si la naturaleza y distribución de las enfermedades no fueran características de una época y
de una sociedad, así como el hacerse cargo de ellas moviliza necesariamente una parte esencial de
los recursos colectivos. Es por ello que sostendrán que la enfermedad -como encarnación de la
desdicha individual y colectiva- exige siempre una explicación que supere la única busqueda de
causas y que enuncie al mismo tiempo una verdad acerca del orden del mundo y del cuerpo del
enfermo.
Es en este sentido que lxs autorxs utilizan la enfermedad como una metáfora; en tanto el
pensamiento acerca de ella es siempre, para ellos, el pensamiento acerca del mundo y la sociedad.
Esto implica que la experiencia individual de la enfermedad y la concepción que los profanos
tienen de ella no son separables del conjunto de estos fenómenos macrosociales, no siendo
posible comprenderlos si no se los resitúa en su macroestructura.
Es así que, como los sociólogos -en perspectiva de lxs autorxs- buscaron en los últimos años
expresar más las relaciones que estas realidades profanas mantienen con el saber y las
concepciones médicas que analizar en qué forma se las puede llamar sociales, resulta
indispensable elucidar cómo las concepciones de las enfermedades individuales -del mismo modo
que la de los médicos- traducen y nutren un discurso colectivo, entendiendo que en cada una de
aquellas concepciones individuales, la experiencia orgánica se articula con los símbolos y
esquemas de referencia colectivos y con las nociones derivadas del saber de los profesionales.
Pero también la historia social del individuo se integra a estas concepciones (esto es, su posición y
la de su grupo en la estructura social).
Las concepciones que una sociedad se hace de sus enfermos, y que ellos mismos interiorizan y
nutren, orientan, organizan y legitiman las relaciones sociales, “produciendo” la “realidad” de sus
“enfermos”. Es por esto que lxs autorxs se han dedicado a estudiar, en la segunda parte de este
artículo, de qué modo, en diferentes épocas, los enfermos describen su experiencia de la
enfermedad. Y para comprender esta evolución de la figura del enfermo, el modo de entrada
elegido fueron la naturaleza de las enfermedades dominantes de un período, sobre la base de que
en cada época una enfermedad domina la realidad de la experiencia y estructura las concepciones
colectivas a la vez que reenvía al conjunto de las condiciones de vida, valores y concepciones de la
existencia del momento.
En la actualidad ser un enfermo no designa solamente un estado biológico, sino que define
también la pertenencia a un status. Ser “enfermo” es entrar en relación con una de las
instituciones más importantes de nuestra sociedad: la medicina. Como hoy se puede vivir enfermo
sin inquietar al entorno y conservando la vida social, la enfermedad tiende cada vez más a devenir
una identidad que debe ser asumida, y es en las relaciones con la medicina que esta identidad se
constituye.
Pero esta realidad de la enfermedad como forma de vida y del enfermo como actor social, está
bien lejos de lo que fueron durante siglos las epidemias; fenómeno colectivo y social que necarnó
largo tiempo el mal absoluto pero que paradojalmente y en palabras de los autores, fueron
“enfermedades sin enfermos”.
Vale decir que toda descripción de las grandes pestes, dirán les autores, es en primer lugar
enumeración del número de muertos, en tanto la epidemia es siempre considerada como una
realidad colectiva (“domina la imagen de la acumulación de cadáveres”).
Desde la antigüedad los hombres intentaron luchar contra la peste. En el mundo antiguo los
sacrificios a los Dioses iban ala par con las tentativas de desinfección y e mantenimiento de la
igiene pública. Cuando reapareció la peste en Europa en el siglo XIV, en un mundo dominado por la
Iglesia y la fe cristiana, la enfermedad apareció como la prueba enviada a los hombres por la cólera
de Dios.
Si bien como decía Daniel Defoe (s. XVII) la piedad y el acudir a Dios no impedían además practicar
las más extrañas supersticiones para protegerse, paralelamente aparece la lucha colectiva de la
medicina y de la higiene, respaldada por la autoridad pública, empresa que llevará siglos. En un
principio era necesario intentar conocer el mal y aislarlo, pero cuando el reflejo inmediato -el de la
huida- concurre a la difusión de la plaga, se descubre que es necesario, por el contrario, encerrar a
los enfermos y cortar los lazos con ellos; pero antes era necesario conocerlos.
Esto conllevó que se crearan por todos lados fuerzas policiales encargadas de hacer respetar los
reglamentos, y a partir del siglo XV se otorgó a las agencias y autoridades de salud poderes
dictatoriales; una política de salud global que poco a poco se desarrolló en Europa contra la peste y
de la cual nuestras políticas e instituciones sanitarias aún llevan la marca (como la policía médica
de la cual habla Foucault). Fue recién a fines del siglo XVII que la peste es eliminada de Europa.
En el siglo XIX, será el cólera el que va a revivir la temática e la epidemia en las concepciones
colectivas; sin embargo ahora estamos en el fin de una configuración del mal: pues la resignación
dió lugar a la acción.
¿Cuál es la experiencia de los enfermos durante la epidemia? Se sabe poco de esto, pues el
entorno del enfermo no se prestaba casi a observarlos o a escucharlos, cada uno se esforzaba en
huir de ellos. El enfermo era pues un condenado dominado por un mal extranjero, un destino que
sufre en su brutalidad y su carácter irremediable y frente al cual la lucha individual no solo es
ineficaz sino también insensata, no pudiendo esperar otra cosa más el enfermo que la muerte.
Durante siglos en el occidente cristiano esta antigua noción de una enfermedad-destino se funde
con la concepción religiosa del mal: la voluntad divina es dueña del destino del hombre, Dios le
envía la enfermedad por sus pecados (“ella es advertencia y castigo (…) el pecador se convierte en
penitente y el mal del cuerpo es mediación de la redención (…) es en la sumisión total a la voluntad
divina que entrevé la salud”).
Lxs autorxs se encargan de señalar que la fe era a veces rutinaria y negligente, sobre todo en los
pobres y en los campos. Los testimonios muestran que existía en muchos de ellos un intenso
miedo a la mierte y el deseo de no pensar en ella; teniendo la concepción cristiana de la muerte
una acogida muy desigual, según las circunstancias y el medio de que se tratara. Sin embargo, era
la principal forma que orientaba las concepciones colectivas y modelaba la experiencia individual,
en tanto el recurso a la Iglesia calmaba la impaciencia, ya que contra la enfermedad toda acción
humana resultaba ineficaz. Pero sobre todo, la visión religiosa respondía a la búsqueda de sentido
en una época donde “morir bien” era la preocupación más grande; de manera que la visión
cristiana otorgaba a la enfermedad una función positiva de advertencia y redención.
Durante los siglos dominados por la epidemia -y regulados por la visión religiosa del mal- vemos
moribundos y muertos, pero no lo que llamamos hoy “enfermos”. Durante siglos la enfermedad
fue el signo y el castigo del pecado, pero no el fundamento de un modo de vida y de integración
social particular como devino en la modernidad. Y si bien existieron otras enfermedades además
de las epidemias (enfermedades individuales de las que no se muere de golpe y con las cuales era
necesario vivir), esos males no tenían la importancia simbólica de la epidemia ni estructuraban la
imagen de la “enermedad”, sino que describían una figura del “hombre enfermo” consustancial
con la naturaleza humana, no enunciando un status específico. Lo mismo sucedía con la visión
religiosa del mal: lo que describía era un pecador, un penitente y un moribundo más que un
“enfermo”.
Ahora bien, durante mucho tiempo el saber médico no participó tampoco en la construcción de la
noción de enfermo tal como la comprendemos hoy. Para que apareciera lo que llamamos hoy el
enfermo numerosos elementos tuvieron que jugar un rol y ponerse progresivamente en su lugar;
lxs autorxs nombrarán tres:
Primero fue necesario que la enfermedad dejara de ser un fenómeno de masa y que
constituyera una forma de vida más que de muerte.
Luego la medicina debió ser capaz de intervenir eficazmente sobre la enfermedad y
sustituir la visión y respuesta religiosa.
Finalmente, por intermedio del desarrollo de las leyes sociales, las nociones de enfermedad
y salud se encontraron ligadas al trabajo, y el enfermo se definió por su lugar en el proceso
de producción.
Es así que, durante el transcurso del siglo XIX la enfermedad se individualiza y pierde su carácter
colectivo; sin embargo, por su relación con el trabajo y bajo la respuesta médica, la enfermedad se
convierte para el individuo simultáneamente en condición social y nueva estructuración de sus
relaciones con lo que llamamos la sociedad.
Este cambio hacia la percepción de la enfermedad como una condición individual asociada con un
modo de vida específico le parece a lxs autorxs es correlativa con la afección de la tuberculosis,
que durante un siglo, luego de la epidemia, cristalizó las angustias colectivas. Si bien la tuberculosis
mataba masivamente, se muere individual y bastante lentamente por su causa, convirtiéndose
más en una forma de vida que en una forma de muerte. La “cura”, el viaje, la estadía en el
sanatorio, los únicos tratamientos que se le hallaron a ella, fueron dando al enfermo un status
específico.
Por otra parte, a fines del siglo XVIII, al mismo tiempo que el dominio de la iglesia sobre la
sociedad disminuye lentamente, las ideas de pecado y redención pierden su impacto. El
sentimiento de la muerte también se transforma y el terror que provoca ya no puede ser
neutralizado por el ritual religioso. Y cuando en el siglo XIX se desarrolla la creencia en la ciencia y
se opera el ascenso -más o menos eficiente- de la intervención médica, tanto el médico como el
enfermo dejan de sentirse dominados por la voluntad divina, y comienzan a pensarse los procesos
orgánicos como pasibles de ser conocidos y regulados, encarnándose la enfermedad en estados de
cuerpos legibles para la ciencia.
Con la clínica, entonces, la concepción religiosa del mal desapareció; y a la par que aparece la
homogeneidad del status del enfermo (en tanto resulta idéntico a pesar de las diferentes formas
de padecimientos), la resignación se borra frente al deseo de viivr a cualquier costo y aparece la
creencia de que la medicina puede algo (ocupando “sobre todo el lugar del padre”).
Por último, a partir del siglo XIX la enfermedad adquiere también su sentido con relación al
trabajo: a raíz del desarrollo industrial creciente y el asalariamiento que lo acompaña, se vuelve
necesario tener una mano de obra que responda a las exigencias de producción. En este sentido, la
salud se asimila a la capacidad de trabajo (y consecuentemente la enfermedad a la incapacidad), lo
que vuelve imprescindible encontrar los medios de conservar y restaurar la salud cuando es
amenazada.
Es en este contexto y en la mayoría de los países occidentales que, desde entonces, todo
asalariado -con motivo de su actividad profesional- pasa a ser un “asegurado” que en caso de
enfermedad tiene acceso a las atenciones médicas y derecho a dejar de trabajar, reconociéndole
en tal caso un status de individuo inactivo liberado de los deberes de la producción y aceptado
como tal.
En este momento del texto, lxs autorxs van a decir que las concepciones profanas actuales de la
enfermedad, la imagen que en nuestros días el enfermo tiene de sí mismo y la que se tiene de él se
estructuran alrededor de estos elementos y están profundamente arraigadas en esta realidad
social. Si bien ser enfermo es una condición individual, hoy ese “ser enfermo” no se piensa fuera
de las relaciones que se mantienen, no solo con la medicina y los médicos, sino también con la
familia y el entorno, el trabajo y las diferentes instituciones sociales. Por tanto, la concepción del
enfermo sobre su enfermedad es también concepción de su relación con los otros y la sociedad en
su conjunto, lo que implica afirmar que a través del discurso sobre la enfermedad se expresa a la
vez un discurso sobre la sociedad entera.
Es por esto que van a resultar críticos y a decir que resulta reduccionista tratar las concepciones
profanas esencialmente en sus relaciones con las concepciones médicas, consideradas éstas como
esquema de referencia único obligado, en tanto no consideran la figura del enfermo en su
contexto. Pero, no obstante esto, dirán también que si la enfermedad está hoy en las manos de la
medicina, sigue siendo -en su realidad y en la imagen que se forma de ella- un fenómeno que la
desborda en todas direcciones. A su vez, la medicina (como saber, como práctica y como
institución), no es independiente -dirán lxs autorxs- del discurso colectivo de una época y de su
estructura social.
MENÉNDEZ, E.
FOUCAULT, M.
Foucault va a comenzar diciendo que el probleam fundamental para él reside en el desarrollo del
sistema médico y el modelo seguido por el “despegue” médico y sanitario de Occidente a partir del
siglo XVIII. Procura, entonces, situar tres puntos a su juicio importantes:
– La biohistoria, es decir, la huella que puede dejar en la historia de la especie humana la
fuerte intervención médica que comenzó en el siglo XVIII.
Historia de la medicalización
Empezará por decir que ciertos críticos sostienen que la medicina antigua (Griega y Egipcia) o las
formas de medicina de las sociedades primitivas son medicinas sociales, colectivas, no
concentradas en el individuo. Aunque Foucault no las concibe así -aunque admite no conocerlas en
profundidad-, dirá que la cuestión importante estriba en saber si la medicina moderna, científica,
que nació a fines del siglo XVIII, es o no individual.
¿Se podría afirmar que la medicina moderna -en la medida en que está vinculada a una economía
capitalista- es una medicina individual que conoce únicamente la relación de mercado del médico
con el enfermo e ignora la dimensión global, colectiva de la sociedad? Se pregunta el autor, y se
responde que no es el caso. Desde su perspectiva, la medicina moderna es una medicina social
cuyo fundamento es una cierta tecnología del cuerpo social, y sólo uno de sus aspectos es
individualista y valoriza las relaciones entre el médico y el paciente.
Es decir que su hipótesis consistirá en que con el capitalismo no se pasó desde una medicina
colectiva a una medicina privada sino precisamente lo contrario; el capitalismo (que se
desenvuelve a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX) desde su perspectiva socializó un primer
objeto que fue el cuerpo, en función de la fuerza productiva, de la fuerza laboral.
Esto implica decir que el control de la sociedad sobre los individuos no opera simplemente por la
conciencia o por la ideología sino que para Foucault se ejerce en el cuerpo, con el cuerpo. Para la
sociedad capitalista lo importante era lo biológico, lo somático, lo corporal antes que nada. Pero:
¿cómo se produjo esta socialización? El autor dirá que al principio el poder médico no se preocuó
del cuerpo humano como fuerza de producción; no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX
cuando se planteó el problema del cuerpo, de la salud y del nivel de la fuerza prouctiva de los
individuos.
Es a partir de esto que el autor dirá se pueden reconstruir tres etapas de la formación de la
medicina social:
Foucault retomará la aseveración de Marx respecto de que “la economía era inglesa, la política
francesa y la filosofía alemana” para decir que fue en Alemania donde se formó en el siglo XVIII
-mucho antes que en Francia e Inglaterra- una ciencia del Estado, bajo la cual se pueden agrupar
dos aspectos:
– Por un lado, un conocimiento cuyo objeto es el Estado, no sólo los recursos naturales de
una sociedad ni las condiciones de su población, sino también el funcionamiento general
de la maquinaria política.
– Por otro lado, la expresión abarca también la serie de procedimientos mediante los cuales
el Estado obtuvo y acumuló conocimientos para garantizar su funcionamiento.
Es decir que el Estado, como objeto de conocimiento y como instrumento y lugar de adquisición de
conocimientos científicos, se desarrolló con más rapidez e intensidad en Alemania que en Francia e
Inglaterra. En opinión del autor esto ocurrió así porque Alemania no se convirtió en Estado unitario
hasta el siglo XIX (después de una yuxtaposición de cuasi estados, pseudo-estado), por lo que a
medida que se formaban aquellos Estados es que se fueron desarrollando esos conocimientos
estatales y la preocupación por el propio funcionamiento del Estado.
De modo que el Estado moderno surgió donde no había poder político ni desarrollo económico. A
partir de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, en un clima político, económico y científico
característico de la época dominada por el mercantilismo, todas las naciones del mundo europeo
se preocupaban por la salud de su población. La política mercantilista se basaba esencialmente en
el aumento de la producción y de la población activa con el propósito de establecer corrientes
comerciales que permitiesen al Estado conseguir la mayor afluencia monetaria posible, necesaria
para sostener los ejércitos y la fuerza real de los Estados frente a los demás.
Pero, mientras en Francia e Inglaterra la única preocupación sanitaria del Estado fue el
establecimiento de tablas de natalidad y mortalidad, sin ninguna intervención eficaz y organizada
para elevar el nivel de salud, en Alemania por el contrario se desarrolló una práctica médica
efectivamente centrada en el mejoramiento de la salud de la población. Es así que se programa, a
mediados del siglo XVII e implantada a fines del mismo siglo y comienzos del XVIII, la policía
médica. Como un sistema mucho más completo de observación de la morbilidad que el existente
con las simples tablas de natalidad y mortalidad, a base de la información pedida a los hospitales y
a los médicos en ejercicio de la profesión en diferentes ciudades o regiones, y el registro a nivel del
propio Estado de los diferentes fenómenos epidémicos o endémicos observados.
De modo que, dirá Foucault, la constitución de la policía médica, junto con la organización de un
saber médico estatal, la normalización de la profesión médica, la subordinación de los médicos a
una organización médica estatal, llevaron aparejados una serie de fenómenos enteramente nuevos
que caracterizan lo que denominó como medicina de Estado.
Esta medicina de Estado no tuvo por objeto la formación de una fuerza laboral adaptada a las
necesidades de las industrias que se desarrollaban en ese momento, pues no era el cuerpo del
trabajador lo que interesa a esa administración estatal de la salud, sino el propio cuerpo de los
individuos que en su conjunto constituyen el Estado (por ende sería falso vincularla al interés
inmediato de obtener una fuerza laboral disponible y vigorosa).
Pero desde la introducción de esos proyectos a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, desde
la implantación de la medicina estatal en Alemania, no se evolucionó hacia una medicina cada vez
más “estatalizada” y socializada, sino que la gran medicina clínica del siglo XIX va inmediatamente
precedida de una medicina estatalizada al máximo.
En este sentido es que Foucault dice que los otros sistemas de medicina social de los siglos XVIII y
XIX constituirán atenuaciones de ese modelo.
Fue con el desenvolvimiento de las estructuras urbanas que se desarrolla en Francia la medicina
social, a fines del siglo XVIII. Entre 1750 y 1780, es preciso imaginar a Francia como una gran
ciudad en la cual se enmarcaban una multiplicidad de territorios heterogéneos y poderes rivales.
Fue en la segunda mitad del siglo XVIII que se comenzó a sentir la necesidad de constituir la ciudad
como unidad y de organizar el cuerpo urbano de un modo coherente y homogéneo regido por un
poder único y bien reglamentado. Esto por varios factores:
– En segundo lugar, por razones políticas. El desarrollo de las ciudades, la aparición de una
población obrera pobre que en el siglo XIX se convierte en el proletariado, tenía que
aumentar las tensiones políticas hacia el interior de las ciudades.
A fines del siglo XVIII las revueltas campesinas comienzan a ceder gracias a la elevación del
nivel de vida de los campesinos, pero los conflictos urbanos se vuelven cada vez más
frecuentes con la formación de una plebe en vías de proletariezarse. De ahí la necesidad de
un serio poder político capaz de investigar el problema de la población urbana.
Es en estos momentos, entonces, que surge y se acrecienta una actitud de temor, de angustia,
frente a la ciudad: temor a los talleres y fábricas que se están construyendo, al hacinamiento de la
población, a la excesiva altura de los edificios, a las epidemias urbanas, a los contagios, a las
cloacas... Pánico urbano característico de la inquietud político-sanitaria que se va creando a
medida que se desarrolla el engranaje urbano: había que tomar medidas.
La reacción de la clase burguesa en este contexto dirá Foucault que fue recurrir al modelo médico
y político de la cuarentena. Desde fines de la Edad Media (s. XVI y XVII) en todos los países
europeos existía un reglamento de urgencia que debía ser aplicado cuando la peste o una
enfermedad epidémica violenta apareciera en la ciudad, plan de urgencia que contenía ciertos
rasgos:
– Todas las personas debían permanecer en sus casas para ser localizadas en un lugar único.
– La ciudad debía dividirse en barrios a cargo de una autoridad especialmente designada;
constituyendo un sistema de vigilancia generalizada que dividía y controlaba el espacio
urbano.
– Estos vigilantes debían presentar a diario un informe detallado de lo que habían observado.
– Los inspectores debían pasar revista diariamente a todos los habitantes de la ciudad; se
trataba de una revisión exhaustiva de los vivos y de los muertos.
– Se procedía a la desinfección casa por casa, etc.
De modo que la medicina urbana, con sus métodos de vigilancia y de hospitalización, no fue más
-dirá Foucault- que un perfeccionamiento, en la segunda mitad del siglo XVIII, del esquema
político-médico de la cuarentena que había sido iniciado a fines de la Edad Media, en los siglos XVI
y XVII; siendo la higiene pública una variación refinada de la cuarentena, y punto de partida de la
gran medicina urbana que aparece en la segunda mitad del siglo XVIII en Francia.
Por otra parte, Foucault va a decir que la medicalización de la ciudad en el siglo XVIII es importante
por varias razones, en su opinión:
(a) Pues porque por intermedio de la medicina social urbana la profesión médica se puso
directamente en contacto con otras ciencias afines, pero además, porque la introducción
de la medicina en el funcionamiento general del discurso y del saber ientíficos se hizo a
través de la socialización de la medicina, del establecimiento de una medicina colectiva,
social, urbana.
(b) La medicina urbana no es una medicina del hombre, del cuerpo y del organismo, sino una
medicina de las cosas, de las condiciones de vida del medio de existencia; pasando -la
medicina- del análisis del medio al de los efectos del medio sobre el organismo y,
finalmente, al análisis del propio organismo. Es decir que la organización de la medicina
urbana fue importante para la constitución de la medicina científica.
(c) Con la medicina urbana aparece la noción de salubridad, que no es lo mismo que salud,
pero se refiere al estado del medio ambiente y sus elementos constitutivos que permiten
mejorar esta última. Es con aquella noción que surge el concepto de higiene pública como
la técnica de control y de modificación de los elementos del medio que pueden favorecer o
perjudicar la salud.
Para finalizar el análisis de la medicina urbana en Francia, Foucault dirá que ésta distaba mucho de
la medicina del Estado en Alemania, pues estaba mucho más cerca de las pequeñas comunidades,
las ciudades y los barrios, y al mismo tiempo no contaba con ningún instrumento específico de
poder. Pero si bien la medicina estatal de Alemania le gana en poder, no cabe duda que su agudeza
de observación y su cientificidad son superiores.
Además, gran parte de la medicina científica del siglo XIX tuvo su origen en la experiencia de esta
medicina urbana que se desarrolló a fines del siglo XVIII.
● La medicina de la fuerza laboral en Inglaterra.
Dirá Foucault que la tercera dirección de la medicina social puede ser analizada a través del
ejemplo inglés, y que en este sentido, la medicina de los pobres, de la fuerza laboral, del obrero,
no fue la primera meta de la medicina social sino la última. Fue primero el Estado, luego la ciudad
y por último los pobres y los trabajadores quienes fueron objeto de la medicalización.
El autor dirá que lo que caracteriza a la medicina urbana francesa es el respeto por la vivienda
privada y la norma de que el pobre (la plebe, el pueblo) no debía ser considerado ocmo un
elemento peligroso para la salud de la población. Esto era así porque en el siglo XVIII no se había
planteado todavía el problema de los pobres como fuentes de peligro médico, a raíz de que el
hacinamiento no era todavía tan grande como para que la pobreza implicara un peligro, así como
también del hecho de que los pobres de la ciudad hacían diligencias, repartían cartas, recogían la
basura, etc., formando parte de la instrumentación de la vida urbana y estando integrados a ésta,
desempeñando funciones indiscutibles.
Fue recién hasta el segundo tercio del siglo XIX que se planteó el problema como un verdadero
peligro, por varias razones:
– Una razón política que radica en que durante la Revolución Francesa y en Inglaterra durante
las grandes agitaciones a comienzos del siglo XIX, la población necesitada se convierte en
una fuerza política capaz de rebelarse.
– En el siglo XIX se encontró un medio que sustituía en parte los servicios prestados por la
población (el establecimiento del sistema postal, por ejemplo), lo que provocó disturbios
populares en protestas por esos sistemas que privaban del pan y de la posibilidad de
subsistir a los más pobres.
– Con la epidemia de cólera de 1832, cristalizaron en Europa una serie de temores políticos y
sanitarios con respecto a la población proletaria o plebeya.
Fue entonces a finalizar del siglo XIX que e decidió dividir el recinto urbano en sectores pobres y
ricos, considerando que la convivencia de unos y otros en un medio urbano entrelazado constituía
un peligro sanitario y político para la ciudad, y originándose así barrios diferenciales para cada uno
de estos sectores.
Esto en Francia. En Inglaterra -país que experimentaba el desarrollo industrial y por consiguiente el
desarrollo del proletariado más rápido e importante- aparece una nueva forma de medicina social,
con la “Ley de pobres”, cuyas disposiciones implicaban un control médico del indigente. Con esta
ley, a partir del momento en que el pobre se beneficia del sistema de asistencia, queda obligado a
someterse a varios controles médicos.
Es así que, a diferencia de la medicina del Estado alemán del siglo XVIII, aparece en el siglo XIX en
Inglaterra, una medicina que consiste esencialmente en un control de la salud y del cuerpo de las
clases más necesitadas (con “La ley de pobres” y su prolongación, el “Health service”), para que
fueran más aptas y menos peligrosas para las clases adineradas.
Es esta fórmula de la medicina social inglesa la que tuvo futuro, contrariamente a lo que le ocurrió
a la medicina urbana y sobre todo a la medicina del Estado. De modo que el sistema inglés
permitió:
– Por un lado, vincular tres cosas: la asistencia médica al pobre, el control de la salud de la
fuerza laboral y la indagación general de la salud pública, protegiendo así a las clases más
ricas de los peligros generales;
– Por el otro lado -y en ello reside su originalidad, dirá Foucault- permitió la realización de
tres sistemas médicos superpuestos y coexistentes: una medicina asistencial dedicada a los
más pobres, una medicina administrativa encargada de problemas generales (como la
vacunación, las epidemias, etc.) y una medicina privada que beneficiaba a quien tenía
medios para pagarla.
De modo que, mientras que el sistema alemán de la medicina de Estado era oneroso y la medicina
urbana francesa era un proyecto general de control sin instrumento preciso de poder, el sistema
inglés hizo posible la organización de una medicina con facetas y formas de poder diferentes
(según se tratara de la medicina asistencial, administrativa o privada, de sectores bien delimitados)
que permitieron durante los últimos años del siglo XIX la existencia de una indagación médica
bastante completa.
Bibliografía:
MENÉNDEZ, E. Modelos médicos.
MENÉNDEZ, E. La medicina tradicional.
WEINGAST, D. Salud-enfermedad-atención. Las miradas de la antropología.
MENÉNDEZ, E.
Menéndez va a empezar diciendo que en su texto se van a analizar algunas características del
saber popular referido al proceso salud/enfermedad/atención, y del saber médico hegemónico, a
partir de considerar que si bien la biomedicina está en un continuo proceso de cambio tecnológico
y de expansión, también el saber popular se caracteriza por un proceso constante de modificación
(en el cual se sintetizan provisionalmente concepciones y prácticas derivadas de diferentes
saberes, incluido el biomédico).
El proceso salud/enfermedad/atención
El autor va a comenzar diciendo que tanto los padecimientos como las respuestas hacia los mismos
constituyen procesos estructurales en todo sistema y todo conjunto social, y en este sentido,
dichos sistemas y conjuntos sociales no solo generarán representaciones y prácticas, sino que
también estructurarán un saber para enfrentar, convivir, solucionar y si es posible erradicar los
padecimientos.
Ahora bien, estas representaciones y prácticas, así como esta estructuración del saber, no sólo se
van a definir a partir de profesiones e instituciones dadas sino que son hechos sociales en sí
mismos respecto de los cuales los conjuntos sociales necesitan construir acciones, técnicas e
ideologías, una parte de las cuales se organizan profesionalmente -pero no toda-.
Para Menéndez, los padecimientos constituyen uno de los principales ejes de construcción de
significados colectivos, y en este sentido es que si bien hubieron sistemas (como la medicina
mandarina, ayurvédica o alopática) que devinieron hegemónicos al interior de los diferentes
sistemas culturales, no condujeron a la anulación o erradicación de todas las prácticas y
representaciones existentes previas, aunque sí contribuyeron a su modificación y al
establecimiento de relaciones de hegemonía/subalternidad.
Para este autor, si bien la medicina “científica” es, de hecho, una de las formas institucionalizadas
de la enfermedad, va a considerar como “instituciones” tanto a ésta como a las otras formas (sean
académicas/academizadas o populares) de atender a los padecimientos, pues instituyen una
determinada manera de pensar e intervenir -sobre las enfermedades y sobre los enfermos-.
Por otra parte, Menéndez va a decir que la enfermedad, los padecimientos y los daños han sido
algunas de las principales áreas de control social e ideológico, y esto constituye un fenómeno
generalizado, no un problema de una sociedad o una cultura. Y especificaba que esto se daba a
partir de tres procesos: en primer lugar, por la existencia de padecimientos que refieren a
significaciones negativas colectivas; en segundo lugar, al desarrollo de comportamientos que
necesitan ser estigmatizados y/o controlados; y en tercer lugar, por la producción de instituciones
que se hacen cargo de dichas significaciones y controles colectivos, no sólo en términos técnicos,
sino socioideológicos.
Lo que resulta importante remarcar para Menéndez, y constituye el eje de su propuesta, es que en
todos los casos -sean curadodres populares o representantes del saber biomédico- su saber se
aplica a sujetos y grupos, y en consecuencia, entran en relación con representaciones y prácticas
sociales que conducen necesariamente a convertir en hechos sociales y culturales una parte
sustantiva de sus actividades técnicas: es en este sentido que el proceso
salud/enfermedad/atención constituye en primera instancia un fenómeno de tipo social, desde la
perspectiva de los sujetos y conjuntos sociales.
Propuestas relacionales
Sin embargo, para el autor esto no puede conducirnos a creer que el proceso
salud/enfermedad/atención -y sus procesos ideológicos y culturales- están subordinados o
determinados por estos factores económico políticos, pues para él -y en esto consiste su propuesta
relacional- no son lo prioritario las condiciones de estratificación social (entendida en términos
exclusivamente económicos) sino toda una serie de diferenciaciones que a parecen en los niveles
diádicos (dúos), microgrupales y/o comunitarios: es a partir de las relaciones existentes entre las
partes donde se debe analizar el proceso s/e/a, según el autor.
En este sentido, la descripción y el análisis del campo relacionar debe tomar en cuenta tanto las
características propias de cada una de las partes como el sistema de relaciones construidas que
constituyen una realidad diferente del análisis aislado de cada una de las partes. Esto implica
necesariamente que tanto el saber popular como el médico no pueden ser entendidos si no están
relacionados con el campo en el cual interactúan.
Lo “tradicional” como a-historicidad o como transformación
Menéndez comienza por decir que la denominada medicina tradicional no debería ser analizada
“en sí” sino referida al sistema cultural dentro del cual el grupo utiliza un espectro de
representaciones y prácticas producto no solo de dicha “medicina” sino de un conjunto de saberes
que redifinen continuamente el sentido, significado y uso de la “medicina tradicional”. A la vez,
todo análisis del saber médico que utilice la categoría de “tradicional” debería hacer explícito qué
entiende y qué busca al utilizar esa categoría, en virtud de que ella ha adquirido una significación
ideológica más que técnica.
En este punto, va a identificar una serie de constantes y tendencias que dificultan la interpretación
de lo que constituye la medicina tradicional en América Latina:
En primer lugar, el hecho de que una de las formas de definir lo que es medicina tradicional
-y probablemente la más frecuente- pasa por referirla a los grupos que a priori son
definidos como “tradicionales”;
Estos y otros aspectos, según el autor, aluden a una perspectiva de análisis no relacional que
centra la interpretación en cada una de las partes, ignorando los procesos dentro de los cuales
opera, y sobretodo el rol y la función de las otras partes en juego, por no adecuarse al esquema
ideológico y/o académico del cual parte.
En este punto, Menéndez va a decir que si bien en años recientes se ha ido modificando esta
manera de describir el saber médico popular -o no describirlo ni analizarlo- lo dominante sigue
siendo la exclusión. Y dirá que un determinado modelo de pensar la realidad conduce no sólo a
empobrecerla sino fundamentalmente a no poder interpretarla, a negarla en su práctica. Y en este
sentido, para él, partir de “lo tradicional” a priori, buscar lo tradicional definido en términos
ideológicos, no hace otra cosa que reducir la realidad a sólo una de las partes.
Esto, según Menéndez, podría superarse con la aplicación de una perspectiva relacional que remita
la problemática que se analiza al sistema de representaciones y de prácticas que opera un grupo
determinado en, por ejemplo, su trato con el enfermo, pues en última instancia es en la
descripción y análisis de estos procesos relacionales que observaremos el lugar que ocupan lo
“tradicional” o lo “científico”.
Un segundo aspecto relacionado con lo anterior es tratar de entender cómo procede el enfoque
que estamos cuestionando para decidir qué es lo que puede ser denominado como tradicional
¿cuáles son los parámetros que determinan que un saber sea tradicional -o más tradicional-, o
científico -o más científico-? Se pregunta aquí Menéndez. Desde su perspectiva de análisis, lo
pertinente no es tanto dar respuesta a esos interrogantes como remitir las prácticas y
representaciones “populares” y “científicas” al campo social en el cual se constituyen y entran en
relación los diferentes saberes.
El autor dirá, entonces, que considera que el uso del término “medicina tradicional” tiende
-conscientemente o no- a la exclusión de prácticas, representaciones o de sujetos sociales, tanto
desde una perspectiva empírica como teórico-ideológica. Además, dirá que la mayoría de los
autores se inclina a pensar la medicina tradicional en términos ahistóricos, como si los conjuntos
sociales permanecieran adheridos a un determinado sistema de prácticas y de representaciones, y
como si la transformación de lo tradicional constituyera un hecho negativo. Él va a sostener que la
transformación constituye uno de los procesos continuos y necesarios para dichos grupos. Más
aún: la modificación de su saber, el proceso de síntesis provisoria de prácticas y representaciones
apropiadas de los grupos con los cuales se relacionan, constituye para el autor uno de los rasgos
sustantivos de estos grupos.
Menéndez va a volver a decir que todo discurso relativo al saber popular respecto del proceso
s/e/a debiera remitir al contexto dentro del cual opera, pues discutir en abstracto las
características y posibilidades de dicho saber conduce a conclusiones ideologizadas, que no solo no
dan cuenta de la realidad sino que tienden a distorsionarla. Por eso, en la medida en la que se
incluyan los procesos de hegemonía/subalternidad, el conjunto de características enumeradas
respecto de procesos de salud/enfermedad/atención debe ser relacionado con procesos
económico-políticos que condiciona, y, en algunos aspectos, determinan estos procesos
diferenciales.
En el análisis de la posibilidad de articulación de los dos tipos de servicio emergen, según el autor,
cuestionamientos mutuos, así como las formas de articulación posible y los tipos dominantes,
dadas las relaciones de hegemonía/subalternidad.
La biomedicina, en este sentido, sabe que puede ser eficaz sin necesidad de recurrir a las prácticas
populares. Más aún, a partir de sus criterios de objetividad, considera negativa y hasta perjudicial
gran parte del saber médico tradicional. Para ella el eje determinante de las diferencias está
colocado en la naturaleza científica de su propio saber y en la naturaleza cultural de los servicios de
salud “tradicionales”, por lo que relega o descalifica los procesos de eficacia simbólica. Su interés,
en caso de existir, se reduce a la utilización de las técnicas y/o los técnicos populares como recurso
subordinado del sector salud.
Desde la perspectiva de los servicios médicos populares, según Menéndez las dificultades de la
articulación están planteadas por sus necesidades de legitimación social y técnica, y por tratar de
disminuir o eliminar el rechazo del saber biomédico hacia los mismos. Y si bien no centran su
articulación en la crítica de la medicina alopática, por lo menos una parte de sus actividades
cuestionan, en los hechos, a la racionalidad y eficacia de la biomedicina.
En este punto Menéndez remarca que la biomedicina tiende a expandirse directa e indirectamente
sobre las prácticas y representaciones populares, y su proceso expansivo suele exigir que otras
formas de atención de la enfermedad adquieran un carácter subalterno, lo cual supone muchas
veces la apropiación de dichas formas de atención (un ejemplo podría ser la apropiación de la
acupuntura), con el fin de incluirlas en su racionalidad técnica e ideológica.
Lo que le interesa subrayar a este autor, en este punto, es que opera una situación conflictiva entre
dos procesos que las caracterizan: por un lado se plantea recurrentemente el respeto a las
autonomías culturales, a los grupos étnicos, a las particularidades regionales, al “saber local” (y por
ello la descentralización contribuiría a reforzar dichas autonomías en los diferentes niveles en que
operan); pero simultáneamente, el eje de las políticas está colocado en procesos productivos y
financieros que para ser eficaces deben impulsar la competitividad, el individualismo, la lucha por
la imposición de mercancías, que no solo constituyen requisitos económicos, sino que se
convierten en requisitos ideológicos que divergen o se oponen frontalmente a los valores
ideológicos dominantes en determinados grupos subalternos y, en especial, en la mayor parte de
los grupos étnicos americanos.
Para Menéndez, el discurso de respeto a las autonomías es cuestionada en la práctica por las
fuerzas “impersonales” del mercado, que no solo impulsan valores antagónicos, sino que
sobredeterminan las formas de vida de los grupos indígenas.
En última instancia, para el autor, las políticas neoliberales y neoconservadoras pueden ser
respetuosas de las particularidades de los grupos alternos básicamente en términos de discurso, ya
que sus prácticas las erosionan.
Menéndez va a decir en este apartado que en A.L. pese al cuestionamiento del que es pasible la
biomedicina en sus características más negativas y pese al desfinanciamiento de los servicios de
salud, el modelo médico sigue siendo hegemónico. Y si bien los diferentes procesos económico
políticos e ideológicos erosionan y eliminan formas “tradicionales” de eficacia simbólica “curativa”,
ello no supone que la eficacia simbólica desaparezca del proceso salud/enfermedad/atención.
Sin embargo, si bien en los grupos sociales subalternos se genera una continua articulación de
prácticas y de representaciones y pueden desarrollarse nuevas formas de eficacia simbólica, desde
el punto de vista del autor la articulación debe tener como prioridad -por lo menos en América
Latina- el abatimiento de los daños y el mejoramiento de las condiciones de vida de los que
“superviven”: la permisividad y legitimación de los recursos médicos populares por parte de los
aparatos médico sanitarios, sin que se mejoren sustantivamente las condiciones de vida y de salud
de los grupos étnicos latinoamericanos, no constituye para él un objetivo prioritario, así como
tampoco lo es el impulsar el saber popular exclusivamente en términos de integrador cultural,
ajeno al mantenimiento de altas tasas de mortalidad, desnutrición o violencia en dichos grupos.
Por supuesto que no son objetivos antagónicos, dice el autor; más aún, la integración cultural sería
una condición casi necesaria para posibilitar el abatimiento de determinados daños a la salud, y
aunque no negamos dicha posibilidad, debe quedar suficientemente claro que la posición del
autor es que la autonomía cultural per se y desvinculada de procesos económico-políticos, no
necesariamente soluciona los problemas de salud más graves que afectan a las etnias americanas.
La escisión entre economía y cultura debe ser reemplazada por una perspectiva -asumida por el
Estado y por los conjuntos sociales- que asegure simultáneamente la reproducción sociocultural y
biológica de los grupos étnicos.