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U na escena conm ovedora. No habrían dado los rem eros veinte gol
pes de remo, cuando desde un punto apartado de la orilla llega una
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voz im plorante. T odos m iram os en esa dirección: una m ujer quem a
hojas de garaychú. El humo de las hojas de ese árbol sagrado se eleva
espeso hacia el cielo celeste, de la m añana invernal. L a m ujer se hinca,
levanta los brazos, inclina después el cuerpo con los brazos extendidos
hacia el hum o y con voz tortísim a, que alborota los pájaros pintados
y retum ba contra la falda del cerro, suplica: “O yeme, Tebiché, que
im peras en las nubes, en las tierras, en las aguas, debajo de las aguas,
p erm ite que esos valientes descubran el nuevo m undo que tanto nece
sitam os para darte gloria y déjalos volver con sus plum as enhiestas.”
Concluida la oración, la m ujer arroja un cuenco de agua sobre las
hojas de garaychú y dirige su rostro hacia las piraguas. M ecidos agra
dablem ente por las ondas, reconocem os a la suplicante: es una de las
cuatro esposas del guerrero Semancó.
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trib us vecinas. D ebe responder no sólo del m ando de su piragua sino
de la integridad m oral y física de M ipoya, la esposa de prim avera.
Y como patrón de la “C onboy” y responsable de la esposa veraniega
Alista, se yergue la esbelta figura de Orom boé, herm ano m ayor de
Omboé, buen cazador y m uy dado a estudiar las costum bres de los
cuadrúpedos, de los pájaros — policrom os o no— y de los anim ales
nadadores.
Q ueda sólo hablar de los rem eros. Son trein ta en la piragua capi
tan a y veinte en cada una de las dos em barcaciones restantes. M e
detendría aquí, esperaría a la m añana, no me gustaría seguir adelante.
P ero como cronista m e debo a la verdad, aunque sea algo triste. Los
rem eros no son m itones. H an sufrido un destino desdichado, provienen
de la castigada tribu de los galerones, antes tan belicosa, hoy venida
a m enos y som etida por nuestro G ran Cacique, a quien T ebiché guarde.
D ijo M añam edí, el hechicero: “Los galerones pagan ahora por su so
berbia. M erecen ser esclavos.”
E sto es m uy penoso, me encuentro cansado. Cae la noche y ap ro
vecharé para dorm ir unas horas. Ya tendré oportunidad de hablar de
los desgraciados galerones y de referir, como honrado cronista, por qué
han venido a p arar a los rem os de las piraguas expedicionarias.
Los tres prim eros días nos han deparado una navegación plácida.
R em an los galerones con ritm o ajustado, sin gran esfuerzo pero im pri
m iendo una m uy buena m archa. Los treinta rem eros de la “L inboy”
sacan ventajas que a nadie m olestan, dado que es la nave capitana.
P ero la flota conserva siem pre proa al sol naciente, saludado en cada
aparición por las oraciones m onótonas que pronuncia M añam edí sin
sacar sus pies del agua.
A vistam os todavía la costa, que aparece m uy bonita. Playas espa
ciosas, arboledas tupidas, cerros perfilándose en el fondo, pájaros blan
cos con vivos negros en las alas: no puede darse cuadro más apacible
y armonioso. D e cuando en cuando se levanta de en tre los árboles una
colum nita de humo. H an de ser los m itones que están acam pando con
sus fam ilias y anticipando ya en el invierno el descanso veraniego que
tan to m erecen después de sus cacerías incesantes y de su vigilancia en
todas las fronteras en que im pera n uestra invicta y poderosa tribu.
M e han dicho que en verano las colum nitas de hum o se levantan una
al lado de la otra, de tan ta gente que viene a estas playas, y que a
veces se producen incendios terribles. No he podido com probarlo, por
eso lo anoto como una inform ación para ser som etida a escrupulosas
verificaciones. P ero no m e sorprende en absoluto el fervor de mis co-
tribeños por estos parajes; son, en verdad, estupendos. P ersonalm ente,
m e siento colm ado con este regalo panorám ico; y aunque la expedición
no alcanzase su objetivo, igual m e daría por satisfecho con sólo haber
disfrutado de espectáculo tan m aravilloso. Los jefes, sobre todo Ya-
subiré el navegante, han de querer arribar cuanto antes al nuevo m un
do que buscan, im pacientes por conquistar para Tebiché, p ara el G ran
Cacique y para sus glorias individuales, tierras, tribus, riquezas y m u
ll
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donde no canta el sabia, hay quienes sostienen que es mestizo,
producto del cruzam iento de sangres durante las últim as guerras que
azotaron los territorios de los galerones. B asta observarlo con un m í
nimo de atención para com probar que sus rasgos no son los de un m itón
auténtico. Su piel denuncia un color blancuzco infrecuente; sus póm ulos
están algo hundidos; sus ojos son casi redondos, cosa que atribuyo a
sus incesantes veladas sobre los cueros pintados; y desde que lo conozco
jam ás le vi gastar atuendos jerárquicos, ni cubrirse con piel de venado
o de pantera. H a usado un taparrabos, que por lo raído, tal vez no haya
m udado nunca. Jam ás adornó su cabeza con las populares plum as, or
gullo de nuestra tradición. H a llevado a m enudo un gorrito de piel de
nutria, que debe ser sin duda, distintivo de los navegantes. P orque como
tal apareció un día ante la corte del G ran Cacique, y como ta l agitó
las alm as de las veinte m ujeres de su m ajestad y las del consejo de
ancianos. La m ás agitada fue el alm a de la favorita del soberano, quien
un día, sin abandonar el mazo del m ortero con el cual m olía semillas,
deslizó esta observación: “no creo que Y asubiré esté loco”. D esde en
tonces, em pezaron a soplar vientos favorables para el navegante. H abían
concluido los tristes y largos años de peregrinaje de reino en reino, los
tiem pos duros de antesalas de tribu en tribu, los días am argos en que
se encontraba de golpe despedido con hum illación por oscuros caciques
que no tenían siquiera dos m ujeres. Los com echingones lo trataro n de
farsante, y dijeron que sus proyectos no pasaban de pesadillas o m alas
visiones inspiradas por los añang reprim idos; y al fin lo largaron, como
decimos en mi tierra, con tam boriles destem plados. Los puroguacos, que
se precian de sobrios, prudentes y m edidos, pero que no son sino rev e
rendos tacaños, adm iraron los proyectos de Y asubiré, alabaron su con
fianza en la existencia de nuevas tierras m ás allá de las aguas grandes,
y term inaron alegando que añadir a sus reinos, nuevos reinos, signifi
caría una carga pesada para el tesoro nacional, sin olvidar que una
expedición de varias piraguas les desequilibraría el presupuesto. P ero
los m om entos m ás penosos fueron vividos ante la m agna asam blea de
la tribu de los tim bales, gente grandilocuente y am iga de hacer ruido,
de espíritu estrecho y ánim o soberbio. Allí se oyeron denuestos, acu
saciones y groserías; allí soportó Y asubiré, con paciencia que sólo he
visto entre los desdichados galerones, las befas de los magos y las b u r
las crueles de brujos y hechiceros. Los ancianos rieron con ganas — y
con saña— de quien aseguraba que, navegando rectam en te hacia donde
sale el sol, arribaría a tierras abundantes en arm as milagrosas, que p er
m itirían rápidas conquistas; en herram ientas mágicas que abreviarían
las horas de labor; en hom bres ignorantes que no conocían el poder
creador de T ebiché ni la inteligencia ordenadora de T upapá, que rige
las estrellas, y que serían fácilm ente som etidos y convertidos; y sobre
lodo, en m ujeres m uy bellas que acrecentarían el núm ero de esposas,
siem pre y cuando se les tostasen un poco las carnes, dem asiado blancas,
sin duda. ¡Cómo rieron viejos y jóvenes, hem bras y varones,
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de aquellos pensam ientos del navegante! E n tre la b araú n d a de carca
jadas y chillidos, hubo sin em bargo quienes no rieron: los jefes gue
rreros de los tim bales. T ras calificar a Y asubiré de m entiroso, lo acu
saron de corruptor de la juventud y de introductor de ideas venenosas
que no condecían con sus más lim pias costum bres. A rgum entaron que
era un enviado de los m alos espíritus dispuesto a enloquecer a los
m uchachos y a llenarles la cabeza con em bustes para m anejarlos a su
antojo. D e ese modo, contaría con una fuerza adicional que le perm i
tiría socavar el ordenam iento de la tribu hasta alzarse con el poder.
N o tuvo Y asubiré m ás rem edio que callar, tragar las calum nias, b ajar
la cabeza y retirarse. Su fracaso ante los tim bales le provocó ta l desá
nimo que faltó poco para desistir de sus proyectos. Sólo la fe en T e-
biché, reforzada con oraciones a T upapá, le salvaron de la desespera
ción. P ersistió, visitó nuevas tribus, recorrió tierras lejanas, buscó como
un alucinado. Al fin supo que los m itones somos hom bres deseosos de
expansión, que nuestros m achis gozan fam a de sabios verdaderos, al
tanto de las más m odernas corrientes de ese pensam iento capaz de
penetrar, con ciencia casi divina, los arcanos de la vida y . el m undo;
supo tam bién que nuestro G ran Cacique, si bien tiene veinte m ujeres,
quiere siem pre algunas más. A pareció un día entre nosotros, con cara
triste y aire de hom bre sufriente, expuso su proyecto, pidió que le
equipasen cinco piraguas, y esperó. La prim era respuesta que oyó ha
sido ya consignada: “no creo que Y asubiré esté loco”, dijo la favorita.
E l G ran Cacique y el consejo de ancianos m anifestaron dudas y re
servas. Las recientes guerras, la expulsión definitiva de las tribus in
trusas, acantonadas en los confines del reino, el prolongado conflicto
con los galerones, resuelto de m odo insatisfactorio — sobre todo p ara
los galerones— habían costado m iles de plum as de caburé y centenares
de huevos de ñandú; y habían com prom etido las reservas de colmillos
de yaguareté, sobre las cuales se asentaba el crédito de los m itones
an te las tribus vecinas. P ero la constancia con que la favorita rep e tía:
“no creo que Y asubiré esté loco”, sin dejar de m oler sem illas en el
m ortero, ablandó las resistencias. Sólo dejó de m oler p ara recibir en
audiencia privada a Y asubiré, una tarde de otoño callada. La audiencia
se verificó en el toldo particular de la favorita, quien al salir volvió
a m oler y a rep etir su observación, aunque con una v ariante funda
m en tal: “es loco quien diga que Y asubiré está loco”.
E l G ran Cacique autorizó la expedición, solicitó a M añam edí que
acom pañase a los expedicionarios y los ilum inase con su m ente escla
recida, encom endó a Semancó la organización de los aprestos bélicos
y le nom bró delegado suyo m ientras durase la travesía. Semancó re
clam aba el vicacicato general sobre todas las tierras que conquistaren
pero no tuvo suerte. E l navegante Y asubiré había em puñado con m ano
fu erte el tim ón: una nueva audiencia privada con la favorita, hizo re
caer el título de vicecacique general sobre sus fatigados hom bros, que
ya sostenían el de capitán m ayor de la flota de piraguas. Lo único
que obtuvo Sem ancó fue reducir de cinco a tre s el núm ero de piraguas,
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más por desquite que por ahorro. Y así, gracias a la intuición de la
favorita, a la flexibilidad y a las am biciones del G ran Cacique, al
em puje de Semancó, a la previsión de T ucuñata, responsable de las
vestim entas de los expedicionarios, y a la sabiduría y prestigio de M aña-
medí, quien repartió consejos, bebidas y alim entos, el tesón, de Ya-
subiré resultó prem iado y esta expedición, según lo atestiguo, iniciada.
Fue escaso, casi nulo, el fervor popular, como tam bién he dicho. P ero
estando fogueado en desdenes, m enosprecios y fracasos, y contando con
el apoyo de ta n em inentes personas, no habría de afligirse Y asubiré,
porque la tribu m itona se m ostrase sorda a las letanías de la favorita
y siguiera creyendo que, en verdad, estaba loco.
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en varias oportunidades para explicarm e las m uchas cosas que no en
tiendo. M e dice, por lo pronto, que surcam os aguas conocidas, pues
m uchas tribus envían sus piraguas una docena de soles m ar adentro
p ara atra p ar peces de exquisito sabor, grandes y carnosos. Y agrega
que en breve tendrem os que hacer lo mismo, dado que las provisiones
se acabarán inexorablem ente. M e refiere tam bién que hay tribus que
envían sus navegantes a descubrir rutas, a buscar islas h abitadas sólo
por m ujeres bonitas, a conquistar tierras para engrandecer el renom bre
de sus respectivos caciques. Le pregunto por qué no hem os avistado
ninguna piragua extranjera hasta el mom ento. Y m ostrándom e unas
m anchas azules que cubren casi todos sus cueros pintados, responde:
“E l m ar es m ás grande de lo que suponem os, m uchacho.’’
N oche de luna. Todos duerm en, hasta los rem eros. Sólo siguen
despiertos Y asubiré y este hum ilde cronista, a quien em belesan los
reflejos de la luna sobre unas aguas que se han am ansado y se han
puesto, ellas tam bién, a dorm ir. A provechando la tregua, Y asubiré se
sienta fren te a mí y em pieza a hablarm e en voz baja. Su voz es calma,
m onótona, parecida al gorgoteo del agua en la proa de la “Linboy’ .
D ice que no sería difícil encontrar m añana, o al sol siguiente, piraguas
que regresan a tie rra y tripuladas por hom bres cansados, desilusionados
o enferm os. Cuantos han salido a buscar tierras han fracasado y fraca
sarán, salvo nosotros. N o tienen arte, ni ciencia para navegar, ni fe
p ara encontrar, porque nadie ha creído que exista una ru ta hacia un
nuevo m undo, y nadie ha creído en un nuevo mundo. Necios como
son, lo buscan cerca, a doce o catorce soles de la costa. P ero hay que
vivir cinco veces esa cantidad de soles en el m ar inm enso p ara llegar
a los m undos nuevos. H ay que perder el m iedo a la inm ensidad y a
los m alos espíritus. Y hay que tener tam bién una confianza inmensa
en Tebiché, quien creó un m undo más herm oso y grande que los sueños
de todas las tribus juntas, y en T upapá, señor de los astros y m aestro
de los hom bres que buscan con corazón puro. Esos navegantes de
aliento corto, esos piragüeros que am bicionan m ujeres fáciles y colmillos
de cualquier sabandija triste son, en realidad, ignorantes y miedosos.
Se guían por el sol, pero desconocen el camino que enseñan las es
trellas. H an despreciado las palabras de los sabios, no han escuchado
jam ás a M añam edí. Las am enazas de vientos o torm entas los asustan
y los obligan a regresar azotando sin piedad las espaldas de los re
meros. C reen que pasados los catorce soles de viaje, se acabarán, el
mar, el cielo y el aire, y caerán en un abism o tenebroso donde los
espera Añang para com érselos a mordiscones, sin dorarlos a las bra
sas, cosa terrib le que nadie practicaría, ni siquiera en perjuicio de ios
galerones desventurados. N ada lograrán, no habrá tieras aguardá doles,
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Imu que planten en ella sus tolderías, no hallarán hom bres y m ujeres
f»n cuyas alm as sem brar gérm enes de dioses. Y m ejor que sea así,
pues sus dioses no son los nuestros, es decir, no son verdaderos. Y sus
propósitos no son beneficiosos, porque tam poco son los nuestros. Ellos
desem barcarían p ara saquear, robar, violar, secuestrar y m atar. Si que
dara alguien vivo, lo esclavizarían. Sería inútil esperar de ellos lo d e
seable, o sea instrucción para los salvajes; hábitos de ocio p ara p aliar
lus brutalidades del trabajo; sim plificación de las costum bres; respeto
por los anim ales y las plantas; liberación de los fantasm as del p ensa
m iento, de la gloria y del arte; afición a gozar del sol y del aire, de
los frutos y de las caricias sin encerrarse en tram p as de piedra; re
nuncia a esos ídolos crueles que se prenden a la conciencia como san
guijuelas, y espían día y noche nuestros pensam ientos más recónditos,
y nos atorm entan con los gusanos del rem ordim iento; y aprendizaje
al fin, del com er auténtico, no de m entiras, rescatándolos de esa in
genua presunción de com er carne de dioses y dándoles a probar car .e
de hom bres, y tam bién de m ujeres, plato nada desdeñable.
U n gemido interrum pe a Y asubiré. Proviene de los rem eros, quie
nes duerm en en sus sitios, con las cabezas apoyadas en la borda. Se
pone de pie el navegante, se acerca a los durm ientes, los exam ina uno
por uno, cubre, con pieles de venados, a los que exponen el cuerpo
al rigor del relente, tranquiliza a los que sufren pesadillas, les dice
palabras de esperanza y les com unica entusiasm o.
V uelve Y asubiré y reanudando su discurso, insiste en lo im por
ta n te de mi com etido. “A unque por mi p a rte ”, me dice, “creo que la
presencia de un cronista en esta expedición señala un cambio m uy
profundo en nu estra concepción m itona de la vida. H asta ahora se
ha desconocido la historia, pero se ha conocido la felicidad. N unca p re
cisó cacique alguno cronistas que recordasen sus hazañas, porque siem
pre se trató de una sola y m ism a hazaña repetid a como una leyenda.
P ero la em presa en que estam os em barcados ha em pezado por tra s
to rnar las cosas de ta l m odo que se ha m etido el pie, sin querer, en
el terreno de la historia. Por eso estoy lleno de una em oción igual
a la que sentiría si viese delante de mí, como veo tu figura, a T ebiché
o a T u p ap á en persona. Pavor, asom bro, em briaguez, como si hubiese
bebido chicha, es lo que experim ento. E sto es m uy distinto, muchacho,
recuérdalo todo. Aquí com ienza la gran era para los m itones y la dicha
suprem a de que los infieles salvajes de esos m undos que descubriré
abjuren de sus ídolos y abracen la verdad. P o rq u e los descubriré, no
tengas dudas, encontraré lo que nadie supo buscar. P or algo alim enté
una am bición que jam ás sintió m itón alguno, y que nunca turbó las
conciencias de las restan tes tribus. R ecuérdalo, muchacho. La expedición
que estás viviendo no es leyenda, no habrá de repetirse. Es irrepetible
y única. Es historia, y por serlo, habrás de tran sm itirla a tus hijos y
a los hijos de tus hijos, para que sepan de dónde vienen, y adonde
v an.”
D icho esto, se levanta y cam ina hasta la proa, donde M añam edí
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ronca plácidam ente, con los pies en rem ojo. L a silueta del navegante
se recorta contra el horizonte, y su gorro de piel, sus hom bros y torso
desnudo, y sus brazos cruzados sobre el pecho lucen a la luz de la
luna como si fuesen, no de piedra tallada, sino pulida.
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nintuirse debidam ente y aún para ceder £ la “L inboy” y a la “C onboy”
unas cuantas piezas.
Yasubiré exhorta a im itar el ejem plo de Orom boé. En tan to haya
Cttlma y siga el m ar tan tranquilo, será posible atib o rrar de peces las
tren piraguas. T odos se disponen a cobrar su presa echando m ano a
Ion objetos más diversos. Los rem eros esgrim en arpones, T u cu ñ ata una
chuza cortita, yo m ism o m e entretengo m anipulando un hueso de v e
ñudo, recto y pinchudo. Sólo se abstienen de pescar Y asubiré, siem pre
atento a los caprichos con que pueda sorprenderle el m ar, y M añam edí,
rezador em pedernido y tenaz rem ojador de sus propios pies.
N o es mucho, sin em bargo, lo que se logra sacar del mar. R e p ar
tí dfi en tre las tres piraguas, la pesca alcanzará p ara dos días. Semancó
habla con desprecio del tam año de los peces y dice que si en estas
aguas tan grandes hay bichos tan chicos, term inarem os com iéndonos
los remos. Y asubiré le im pone silencio, m ientras yo pienso que no le
falta razón. H asta el m om ento, los peces extraídos no llegarían a la
m itad de los que vi sacar a mis tíos en los riachos y lagunas de la
querida tierra m itona.
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pura. Toca el turno a Semancó, al propio Y asubiré, y a este m odesto
cronista. ¡Qué m aravilla de agua! T ran sp aren te como nunca vi, lím pida
a más no poder. Nos hundim os varias brazadas y reconocem os con
nitidez asom brosa cualquier criatura que ronde a cierta distancia. D is
tingo fácilm ente a Y asubiré, quien se deja ir aguas abajo con indolen
cia, para subir de golpe, pegando los brazos al cuerpo y m oviendo
sólo los pies. Semancó hace lo mismo pero con m ás energía y, dicho
sea sin el m enor propósito despectivo, con m ejor estilo. E n realidad,
su estilo n atatorio es incom parable: pasa y repasa bajo la “L inboy”,
pega un salto en el aire, se sum erge con elegancia, avanza después
con el cuerpo bajo la superficie, boca arriba, asom ando tan sólo la
nariz, igual que esos peces corpulentos que estoy viendo con regocijo
desde hace un rato, nadando ligeros y m ostrando al aire una aleta
pardusca m uy rígida que tien en sobre el lomo.
T repo a la “L inboy” y encuentro un raro alboroto. Jefes, rem eros
y T ucuñata — M añam edí es siem pre excepción— im provisan arpones
con todo lo que encuentran: astillas, huesos, p untas de flechas. V an
de una banda a la otra, de popa a proa, hablan, discuten, señalan el
agua y observan las aletas que em ergen desplazándose velozm ente.
Creen — tam bién yo lo creo— que T ebiché ha escuchado las súplicas
del gran m achí y ha enviado una pesca estupenda. Esos sí que son
peces grandes, peces decentes, peces con m ucha carne, no como esos
m íseros pescadillos incapaces de colm ar los rincones de la proa. H ab la
mos en voz baja, para no espantar a los generosos anim ales, y aguzamos
los arpones. Semancó propone atraerlos hasta las bandas m ism as de
la piragua arrojando en trozos algunos peces capturados, y Y asubiré
aprueba. E l prim er trozo es suficiente. Los grandes peces se acercan,
se arrem olinan, se disputan la carnada, m uestran sus cuerpos lustrosos,
alargados, agilísimos. C om prendo que no tienen escamas, lo proclam o
y provoco estupefacción. Los trein ta rem eros, m ás Semancó, su m ujer,
Y asubiré y hasta M añam edí, que ya ha levantado los pies del agua,
se agolpan sobre una de las bandas. E l peso es excesivo y la “L inboy”
se bam bolea y se inclina con peligro de zozobra. R esu lta inevitable
la entrada de m ucha agua, y tam b ién la salida de alguno de nosotros.
Q uien sale — pegando un grito— es T ucuñata. A penas ha tenido tiem
po de quitarse la vincha que sujeta sus larguísim os pelos. T odos nos
alegram os, porque bañarse sem ivestida rep resen ta una incom odidad. Se
m ancó pregunta a Y asubiré acerca del carácter y costum bres de esos
pecesguazú con aleta, pues los sospecha capaces de com er cualquier
cosa. P a ra no pasar por ignorante en tem as m arinos, Y asubiré responde
que, según la rapidez con que tragaron la carnada, y las dentaduras
avistadas en el entrevero, estam os ante peces de excelente apetito.
T ucuñata chilla como un pécari y Semancó, resueltam ente, decide
b atallar en su escenario íntim o librando recio com bate en tre sus dos
deseos: arrojarse al agua, o perm anecer en la “L inboy”. M ien tras nues
tro jefe guerrero pelea, nadie a bordo quiere perd erse el espectáculo.
Y hubiera sido, en verdad, p erderse la m ás estu p en d a acción desde
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nuestra partida de la bahía, aquella m añana. Caída al agua T ucuñata,
los grandes peces, con esa curiosidad proverbial de casi todos los seres
vivos, se le acercan. P ero no llegan a tocarla; sin su vincha, T u cu ñ ata
ha quedado con m edio cuerpo envuelto en pelos renegridos y gruesos.
Ya sea por esa circunstancia, ya por los chillidos de la esposa invernal
del jefe, los enorm es y flexibles nadadores, todos a una, giran sobre
sí mismos, salen disparados como m ojarritas y se pierden de vista.
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N oche de luna otra vez. E l sueño regala sus beneficios a los expe
dicionarios, pero ahora, son tres los insom nes: el cronista, Y asubiré, que
gusta conversar con el cronista, y T ucuñata. D esde que volvió de su
baño inesperado, se ha colocado en cuclillas en su cubículo de popa y,
dando las espaldas a la proa se ha quedado m irando fijam ente hacia
donde el sol se pone. P ienso que si no m ediara ta n ta distancia en tre
nuestra tierra m itona y la posición de las piraguas, regresaría a nado,
m ovida por esa furia im pasible que la asem eja a los ídolos de piedra
de nuestros antepasados.
N o es para menos. T ras voltear su cuerpo por sobre la borda,
chorreando agua y con los pelos serpenteándole en tre los abultadísim os
pechos hasta el v ientre y las nalgas, tam bién abundantísim as, T u cu ñ ata
debió soportar una reprim enda agria de Semancó. N uestro jefe guerrero
y delegado del G ran Cacique habló como tal. Con voz de trueno acusó
a su esposa de im prudente y le achacó la pérdida de una pesca como
quizás no es presentase otra en to d a la travesía. P o r haber ahuyentado
a los pecesguazú sin consideración alguna, las tripulaciones y sus jefes
pasarían ham bre y privaciones. V endrían jornadas en que deberían co
m erse las m aderas de las piraguas, y m asticar huesos y espinas. P or
no recordar que los peces son espantadizos, por querer m ezclarse con
trabajos propios de varones, por to rp e curiosidad insensata, se verían
de aquí en adelante cercados por los fantasm as de la desnutrición y
de la angustia. P ara peor, se había m ostrado an te sus hom bres sin
vincha, lo cual era el colmo de la desvergüenza. “U na esposa im púdica
llena de oprobio al esposo”, rugió Semancó. “Sólo deseo que venga
cuanto antes la prim av era”. Y no dijo más.
“Su m ayor am argura es haber perdido la vincha”, me dice Y asu
biré casi en un susurro, y señalando las regordetes espaldas de Tucu-
ñnta. Yo observo coa asom bro la inm ovilidad de la esposa invernal, que
se une a la inm ovilidad del aire, del m ar, de los hom bres dorm idos
y agobiados por el calor y las em ociones de la jornada. V uelta al punto
del horizonte por donde el sol se ha puesto hace rato, T u cuñata se
confunde con los objetos de la piragua. La luna ilum ina sus desorde
nados pelos, húm edos todavía; y tiñe sus hom bros con un reflejo b ri
llante. Y asubiré perm anece callado durante un buen rato hasta que
con un adem án tem bloroso m e dice: “T endrem os to rm e n ta”.
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am bición es herm osa y buena hasta en los dioses, pero que exige a
los hom bres su vida entera, y aún algo más que sus vidas.
Un grito interrum pe el cántico. T ard o en reconocer en ese grito el
mismo tim bre que ha entonado la canción. N o sé bien qué ocurre, no
lo saben tam poco Y asubiré, ni Semancó, que corren hacia proa, ni los
rem eros que em ergen de su m odorra. Es M añam edí quien grita, pero
aún no com prendem os por qué. Je fe y navegante lo agarran de los
hom bros, tiran de él hacia el fondo de la piragua. M añam edí no viene
solo: trae com pañía. Asqueroso, jam ás visto, con bocas como grandes
dedos dentados, un anim alejo se ha prendido con todas sus fuerzas
al dedo gordo del pie derecho de nuestro gran M achí. Con esfuerzo y
grandes cuidados, Semancó arranca el anim al y Y asubiré exam ina la
parte dañada: el dedo gordo aparece hinchado y coloradote, como si
se lo hubiese ap retad o con la p iedra de un m ortero. Acercándose a
una banda, Sem ancó se dispone a tira r al agua el anim alejo, cuando
otro grito, surgido esta vez en popa, lo detien e: T u cuñata ha ren u n
ciado a su inm ovilidad, se lanza sobre su m arido y, rapidísim a a pesar
de sus pechos, su vientre y sus nalgas, le arreb ata la presa exclam ando:
“B ueno para la cena”.
* * *
T enía razón T ucuñata. El anim alejo, prep arad o por sus m anos
cocineras, quedó m uy sabroso. E n un cuenco grande encendió fuego con
huesos y algunas m aderitas de un m ontón que llevaba en popa; sostuvo
encima, pacientem ente, una vasija con agua potable; m etió el anim alejo
y esperó. Cuando lo sacó, el raro bicho era rojo, como teñido por la
tin tu ra del caisiubé. E n seguida T ucuñata batió la yem a de un huevo
de ñandú, le echó aceite de palm a, trozó el anim alejo, lo revolvió todo
junto, refrigeró el p reparado abanicándolo con una piel vieja y lo sirvió
al fin, ya bien entrada la noche. D ebo aclarar que ni los más exquisitos
peces que atrap ab an mis tíos sabían de aquella m anera. Carne blanca
y m uy tierna, gusto salobre pero a la vez único. Y por sobre todo,
nutritivo, sin perjuicios, pues no nos pesaba en el estóm ago como las
tortas o la carne seca, ni como los pecaríes asados que he comido en
las tolderías donde m e crié.
Satisfecho y chupándose los dedos, Semancó dice que es necesario
sacar muchos anim ales como ése; y agrega que si sólo se pescasen
tales bichos, dispondrían del m ejor y más concentrado alim ento que
se pudiese imaginar. T ucuñata se ofrece, asegura ido que les conoce las
costum bres, y que sabe cuándo y dónde encontrarlos. P ero su esposo
le dirige un m irada colérica y la obliga a callar recordándole el infor
tunado encuentro con los pecesguazú de aleta pardusca. M ira después
hacia proa y ve a M añam edí sentado en el ángulo pero co x am bas
piernas recogidas, frotándose con disim ulo el dedo gordo del pie de-
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recho. “No entrarás en el agua”, ordena con voz helada a su esposa
invernal. “M eterás sólo un pie, que servirá de carnada y anzuelo”.
* * *
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la piragua. T odas las soledades son desagradables, incluso la de los
campos en p rim avera: siem pre se quiere com pañía, especialm ente en esa
época. P ero la soledad que tenem os delante, que nos rodea y nos ataca
de m il m odos distintos, puede aniquilar fácilm ente la voluntad más ro
busta. N o es la soledad de la quietud; mucho m enos la de las cosas
extinguidas y olvidadas. Es una soledad activa, llena de intenciones
siniestras y que tiene, en tre sus m últiples m ovim ientos, un solo rostro:
el de la m uerte.
Supongo que todos tem en, aunque sería atrevim iento de mi p arte
darlo por cierto. D e mí he de decir que tengo miedo. Un m iedo enor
me, to ta l: ¿para qué m entir? Soy cronista, y mi obligación es referir
la verdad, no dárm elas de héroe. Siento tanto m iedo como T ucuñata,
que se ha acurrucado en el rincón de popa y se ha envuelto la cara
con sus pelos para no ver las olas verdes oscuras o el cielo sombrío.
No m e avergüenza sentir m iedo como una m ujer, porque debo tener,
además, un m iedo parecido al de los trein ta rem eros, que se han ti
rado en el fondo de la piragua, donde yacen todos revueltos de b ru
ces, sin atreverse a levantar la cabeza. T an to miedo, quizás, como
Semaocó, a quien le tiem blan los labios m ientras se ata con disim u
lo al banco de popa valiéndose de un tiento, p ara no volar sobre
la borda en cualquier bandazo.
¿Y Y asubiré? ¿Y M añam edí?
H acia ellos convergen mis ojos y los de Semancó. Y en ellos han
de pensar, si aún pueden hacerlo, las restantes criaturas que ha i visto
la expedición transform ada en prueba de espanto.
* * *
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im porta refrenar la lengua. R espondo que “esas cositas” parecen el fin
del mundo, y que la sabiduría que procura infundirnos no es, en reali
dad, m uy original. Ignoro si m e oye o si acepta lo que digo como
respuesta de un m itón inexperto que jam ás se em barcó m ar afuera.
Sostiene que navegam os bajo la protección de T ebiché y que M aña-
medí, explorando con su espíritu las entrañas del m ar y del cielo, cono
ció claram ente la intención de la torm enta. “A prieta pero no ahoga”,
le oigo decir antes que lo ap arte de mí otro rolido, seguido de un ca
beceo brutal.
* * *
* * *
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yerro mío com etido sin intención, me cortaré el dedo gordo y te lo
ofreceré”.
Los truenos redoblan; y redoblan su em puje los relám pagos, los
vientos, las olas. P ero el brujo no cede. V uelve a gritar: “Si estás
ofendido porque espantam os tus rebaños de pecesguazú, entonces tiraré
al agua, para que la tragues cruda, y nos dejes en paz, a T u cu ñ a ta”.
No hay trueno esta vez. U n poco de oleaje, un poco de viento, y
m enos lluvia. M iro pasm ado: van parando los aires, van dism inuyendo
las olas, se van rasgando las nubes. M e incorporo, sin dar crédito: el
aire se serena, el m ar se apacigua, las nubes se esfuman. V olvem os a
oír el susurro de las aguas lam iendo las bandas, la caricia de la brisa
nocturna en nuestras orejas. Y sobre nuestras cabezas m altrechas ve
mos otra vez, puras y brillantes, a las estrellas.
* * *
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chacho”, me responde. “E n reconocim iento de esa virtud, te daré otro
cuenquito de chocolate”.
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suspenso, inmóviles. E ntonces Y asubiré, por prim era vez según recu er
do, sonríe y anuncia: “ ¡Sí, llegarem os!”
* * *
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cuñata da vueltas entre sus vasijas. E l sol se retira con m ucha calma,
pintando el cielo de rosa y celeste. Sem ancó pega un grito, levanta
un brazo hacia el cielo, busca su arco y sus flechas, p rep ara el arm a
y apunta. Chasquea el arco, zum ba la flecha, gritam os todos
en la “L inboy”, corean las gentes de la “N iboy” y de la “C onboy” : la
flecha ha atravesado el pecho blanquísim o de un ave que venía volando
desde el poniente. Cae el pájaro m uy cerca de la “C onboy”, pero
Orom boé respeta el derecho de caza: la presa será de Semancó. D es
plum ada y lim pia, será tam bién la cena del guerrero.
Y asubiré m e dice: “R ecuérdalo muchacho. R egistra este hecho, el
m ás im portante hasta ahora. E l prim er pájaro encontrado. La tierra
que buscam os no puede estar lejos. ¡Llegarem os!”
* * *
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sus caderas; T ucuñata está todavía en tre piraguas. O rom boé y todos
los rem eros han quedado en suspenso. “ ¡No!” rep ite M añam edí. “ ¡E sa
esposa, no!”
N unca hasta ahora he visto tan cerca el fin del venerado y pode-
roso brujo. La m acana se levanta, Y asubiré se interpone, T ucuñata sigue
con una nalga en cada borda, y yo contem plo a M ipoya, por ser el
centro de la inm inente disputa. Los ojos de Semancó lanzan llam as
y chispas; gustoso, los com pararía al del yaguareté — hem bra o m a
cho— si no los tuviese tan renegridos nuestro jefe guerrero. A ntes que
caiga la m acana sobre el cráneo brujo — Y asubiré se ha corrido ligera
m ente— oímos otra vez: “Esa esposa no, Semancó.”
“¿Por qué?”, pregunta bastan te nervioso el navegante. Semancó
calla.
“M ipoya es para la prim avera, ¿verdad?”, observa el brujo.
Y asubiré y Semancó asienten.
“Pues no estam os en p rim avera”, sentencia M añam edí. Y con voz
cavernosa añade: “E stam os en otoño.”
* * *
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nom bres de las estaciones, desordenándolos y reordenándolos en com
binaciones antojadizas que rem ata con un m ismo estribillo: “R ecuerde
el alm a m itona: tras invierno, prim avera, | m e inculcaron. | Qué ense
ñanza tan chambona, | qué m entira tan grosera | me encajaron.”
Y asubiré le perm ite desahogarse. P refiere esos canturreos baratos,
esas letrillas ram plonas plagadas de rem iniscencias de tribus foráneas,
a las posibles furias del hom bre de arm as, privado de esposa hasta
que las estaciones vuelvan a sus quicios. P orque es cierto que estam os
en otoño. Y siendo así, Sem ancó no puede cohabitar m ás con Tucu-
ñata, pues el invierno pasó; ni con M ipoya, pues no llegó prim avera
alguna; ni con Alistá, pues sin prim avera no hay verano que valga. Sólo
le correspondería Caliopeya, la esposa otoñal. Y todos saben que Ca~
liopeya quedó aguardando en tierra m itona.
* * *
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estando la tie rra tan cerca. “U nas pocas jornadas de paciencia y será
nuestro el nuevo m undo.”
* * *
H ace rato que Semancó, enfurruñado, m aquina cosas tal vez te rri
bles en popa. Los galerones no se anim an a obedecer las órdenes de
Y asubiré; algunos em puñan los rem os, pero sin m eterlos en el agua,
indecisos; otros m erodean cerca del jefe guerrero, m urm uran y hacen
adem anes am enazadores. La navegación se ha interrum pido: tam bién
la “N iboy” y la “C onboy” están al garete y sus horqbres se m ueven
desconcertados, discuten, señalan a las tres m ujeres, las cuales se m an
tienen m uy juntas, sem iescondidas en el cóncavo fondo de la “N iboy”.
Los herm anos O m boé y Orom boé siguen, aten tam en te, con cara de
disgusto, los acontecim ientos de la piragua capitana. V en a Y asubiré
y a M añam edí, solos a proa, conversando en voz baja; el G ran M achí
no ha cesado en sus m eneos de cabeza ni en su rem olinear de brazos;
y el navegante aparece m ás enjuto y tem bloroso que nunca. E n el otro
extremo, o sea a popa, ven a Semancó, quien ha em pezado a trazar
sobre póm ulos y frente las tem ibles líneas rojas y azules: su m áscara
de guerra. D ispersos en tre popa y proa, sentándose y poniéndose de
pie sin tino ni concierto, los galerones se agitan como pajaritos antes
de una torm enta. Y en el centro exacto de la “L inboy”, los herm anos
han de ver tal vez a este cronista, no porque yo sea corpulento, sino
porque un hom bre colocado justo en el m edio llam a siem pre la atención.
P in tarrajeado, fiero, m acana en m ano y erizadas las plum as de la
cabeza, va hacia proa Semancó. “N o quiero quedarm e sin m u jer”, aúlla.
Y levanta su m acana.
“ ¡M entira!”, le grita Yasubiré. Se frena el guerrero, se estrem ece
la m acana. “ ¡M entira!”, rep ite el navegante, “los de tu casta siem pre
m ienten. A lzam ientos, rebeliones, m otines no son otra cosa sino m ane
ras de encubrir un propósito único : atra p ar el poder y convertir a los
hombres en esclavos. No perderías honra ni prestigio por q uedarte unas
pocas jornadas sin m ujer, hasta que M añam edí resolviese este enigm a
profundo, o hasta que arribásem os a la nueva tierra, cosa que está a
punto de ocurrir. M entís, Semancó, yo te descubro an te todos los expe
dicionarios, y te quito la m áscara, esa m ism a que p in taste en tu cara
y que intentás usar contra nosotros. T u falta de m ujer es burda ex
cusa. D eseás el poder y olvidás que aquí, en el m ar, a bordo de la
‘Linboy* o de las otras dos piraguas, sigo siendo el jefe .supremo.”
C uánto daría yo por disponer del arte m aduro de los contadores
de mi toldería. Ellos sí sabrían calar los secretos espíritus que se a p re
tujan en las cavernas interiores de Semancó. P ara ellos no hubo jam ás
problem as m ientras relatab an historias m ascando sem illas al am or de
los fogones. N inguna situación los intim idaba, ningún personaje quedaba
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sin su retrato justo. Crisis aním icas como la que p re se rv a rn o s serían
rastreadas en el pretérito del personaje, hasta dar con una infancia
sin juguetes o un pasado sin honor, con una m adre au to ritaria o un
p adre débil y adicto a la chicha, con un excesivo afán por contem plar,
de adolescente, su im agen reflejada en charcos, fuentes y cañadas.
T enían palabras para todo, eran realistas, fantásticos, deliciosam ente
m entirosos, en mezcla tan eficaz como inocente. P ero he de conten
tarm e con ser cronista, según me advirtió Y asubiré, lo que equivale
a resignarm e a la torpeza de mi m étodo expresivo.
Ahora, por ejem plo, el contador de mi tribu haría m aravillas des
cribiendo la procesión de sentim ientos que andaría por dentro de Se-
mancó; y cosería, con más habilidad que T ucuñata, esa turbulencia feroz
del jefe guerrero con las palabras altivas que acaba de pronunciar Y a
subiré, sin ap artarse un negro de uña de ese extraño tono de incorrec-
c ió i extranjerizante que adopta el capitán m ayor cuando se enardece:
“¿M atam e si sos guapo! T e juro que no durás vivo ni m edia jor
nada. N avegar no sabés Semancp. T e pasarás dando vueltas sin salir
del m ismo lugar, y te m atarán el ham bre y los piojos. M i m uerte
tra e rá la tuya y la de todos los infelices que se queden sin navegante
en m edio de estos m ares.”
Semancó m antiene enarbolada su m acana, pero sin dar un paso
adelante. Q uiere hablar y sólo le sale un gruñido como de taguá acorra
lado, un silbido de yarará, una queja furiosa, un p alab rerío de todos
los añang del que se distinguen estos pocos vocablos: “ ¡A ti no, a él!”
Y señala a M añam edí.
Se estrem ece el brujo, quien, creyendo sentir el peso de la m acana
hundiéndole los huesos del cráneo, se imagina lanzado al agua y m or
dido por decenas de anim alejos iguales al que se le prendió del dedo
gordo. P ero allí está Y asubiré, que aconseja oportuno: “M uestra
tus poderes, G ran M achí.” Y el brujo, acordándose de quién es, inicia
— en un chillido que perfora los oídos— una terrib le oración invocando
a T ebiché, a T upapá, a los espíritus de las aguas profundas, a las
som bras de la inm ensidad.
* * *
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Ins lomas, los arroyos, los ceibos floridos, los toldos o el hum o de
los fogones con sus contadores habituales. Ahora, en cambio, nada re
conozco, nada veo, nada m e llega m ás allá de las bordas. U nicam ente
esta blancura brillante, como la pulpa de los cocos, como una gigantesca
tela tejida por innum erables arañas después de la lluvia.
T am poco m e inquieto por ver a Semancó. Sé que ha callado, que
nada hace, salvo esperar, con los ojos abiertos, y en silencio. M aña-
medí dom ina: m ar y cielo se le entregaron mansitos, y él, con su voz,
los ha disipado.
* * *
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se engolfaba en el estudio de sus líneas pintadas o se acodaba en la
borda contem plando el horizonte. ¡Cómo se agigantaba la figura de
M añam edí, inventor de ta n tas cosas, y a quien debíam os ta n ta gratitud!
¡ Y cómo se m e em pequeñecía en com paración. . .!
“T e dije que no olvidaras tu función de cronista”, m e interrum pe
Y asubiré em ergiendo de la niebla. Intento ocultar mis crónicas, asus
tado, como si fuese un aprendiz, o un ignorante del oficio. No es po
sible ta p ar nada. H ace muchas, m uchísim as lunas, que los m itones re
nunciam os a la escritura. N uestro lenguaje se inscribe en el aire, en
los árboles, en las piedras, en las aguas, y en las nubes. N u estras p a
labras no constituyen enigmas, vuelan como los pájaros, son los pájaros
mismos, y son las sem illas de las flores esparcidas por el viento. P a ra
saberlas no hay que gastar años ni ojos sobre cueros p intarrajeados;
ningún niño m itón ha sufrido reproches, castigos, m enosprecios; ninguna
criatura de nuestra tribu se ha sentido avergonzada por com eter faltas
de grafía. N uestras palabras llegan a todos, y nos b asta desear que
no se pierdan para que quien esté dispuesto a oírlas, las oiga, y así
las recuerde y las transm ita a los venideros como en un acto de am or,
de bondad, de espíritu generoso. . .
“N o te agrandes”, vuelve a decirm e Y asubiré. P or el tono de su
voz com prendo que se halla fastidiado. “U n cronista con pretensiones”,
añade, “resulta insoportable”. Se ha puesto tan cerca de mí que percibo
su cara ansiosa, con u n tin te de am argura. “V oy a ordenar que la nave
gación prosiga. E stam os m uy cerca. E sto no falla.”
Y m e enseñ.a su cuero lleno de líneas. Brillan, sus ojos, y tal vez
sea lo único que brilla en m edio de esta niebla cada vez más densa.
“L a sabiduría de M añam edí”, explica, “es buena p ara resolver p ro b le
m as a bordo. P ero el rum bo y el destino de la expedición están siem
pre en mis m anos.”
Se aleja un poco, im parte órdenes a los galerones, y regresa a
m i lado. “No niego el saber poderoso de M añam edí, sólo digo que mi
saber es distinto”, susurra. “T an distinto, que logré averiguar lo que
nadie averiguó jam ás. E scúcham e.”
* * *
“D esde los m ás rem otos tiem pos, cuando T ebiché creó a la m ujer
y sacó al hom bre de un bostezo de ella, y puso sobre la tie rra la
prim era p areja m itona asegurándoles que llegarían a dom inar el mundo,
las generaciones sucesivas creyeron que esa tierra, nacida de m anos de
Tebiché, era plana como los cueros de los venados cazados por los
guerreros. T a l vez alguien, durante los muchos m om entos de crisis
que sufrió la tribu, adm itió ideas extrañas y pensó que la tierra tenía
cierta curvatura, como uno de esos cuencos en que cocinaba pescado
T ucuñata. P ero la gran m ayoría seguía creyendo que vivían en un
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m undo chato, con lím ites más allá de los cuales sólo había abism os
tenebrosos. Así lo creyeron tus abuelos, así lo creyeron tus padres, y
así lo has creído tú hasta ahora, ¿verdad? E l G ran Cacique lo ha ad
m itido siem pre, y tam bién Semancó. E l hábil pescador Omboé jam ás
albergó en su cabeza otra idea que la de una tierra plana; y ha ju sti
ficado las faltas ocasionales de peces diciendo que, de tan to nadar en
una m ism a dirección, han sido al fin tragados por los abism os te n e
brosos. Su herm ano Orom boé, m uy aplicado y estudioso de las cos
tum bres anim ales, juraría por su som bra que la tierra es m ás lisa
todavía que las playas donde ha observado m etódicam ente el desove
de las tortugas. Incluso M añam edí tiene las ideas m uy confusas al
respecto. N adie conoce la verdad, porque la v erd ad exige algo m ás
que coraje: exige una audacia continua, robustísim a, excepcional, p ara
ir contra las ideas endurecidas a lo largo del tiem po y. aceptadas por
todos. Y sólo yo he tenido esa audacia. No he viajado por com arcas
innum erables, ni cansado mis pies, ni gastado noches enteras descifrando
cueros pintados a la luz de las veladoras de aceite de m aníes p ara
encallar en las opiniones corrientes del vulgo. M e he arriesgado bus
cando un nuevo m undo porque estoy convencido que la tierra 'o es
plana. N o lo es en absoluto, m uchacho Convéncete. Y si cuesta con
vencerte, consígnalo como cronista, con objetividad. La tierra es esfé
rica.”
A pesar de la niebla, m i p erplejidad ha de ser m uy visible, porque
Y asubiré suda y ja d ea tratando de hacerm e com prender el fruto de
sus investig acio n es:. “¿N unca viste huevos de caracoles m arinos? Son
esas bolitas que las olas traen, tan am arillentas, como si estuviera !
hechas de pellejo sem itransparente, y que tien en dentro agua y gér
m enes de futuros caracolitos. P ues así, igualm ente, es la tierra toda,
el m undo que habitam os. Así de redonda, que eso quiere decir esférica.
Y así de hueca. N osotros, tú, yo, Semancó y sus m ujeres, el brujo, los
galerones los tripulantes de las otras dos piraguas, la trib u e ite ra de
los m itones, cuantos hom bres quieras imaginar, con los anim ales, las
plantas, los m ares y las m ontañas que existen, vivim os dentro de esa
esfera. E l cielo que ves, tanto de día como de noche, es la m ayor
p arte de esa telilla que form a la esfera. Las otras partes son la tie rra
y los mares, que están como pegados a la telilla. N i tú ni yo, ni hom
bre alguno puede abarcar enteram ente la esfera por dentro, porque las
distancias, como supondrás, son enormes, y adem ás el sol, cuando ilu
m ina una parte, deja forzosam ente otra en la som bra.”
“C apitán”, le digo, “aclárem e una cosa: ¿es el sol el que se m ueve,
o es el huevo de caracol, quiero decir, la esfera?”
T ard a en responderm e. B aja la cabeza, se reconcentra, y sonríe,
aunque de m ala gana. “P ara ser cronista”, contesta al fin, “tenés la
virtud preciosa de dudar.”
V uelve a hacer silencio, se levanta, se encaquesta el gorro y dice:
“E n relación con mi objetivo, poco im porta que el sol se m ueva, que
se m ueva la esfera, o que lo hagan ambos, cada uno según su ritm o.
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Lo cierto es que una esfera hueca no term ina en p arte alguna. Siendo
así ha de haber, esperándonos, un nuevo m undo.”
* * *
* * *
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niebla y castiga los oídos de todos. M añam edí ta p a los suyos con am
bas m anos: lo veo porque pasa y repasa delante de mí, encorvado
como un viejo cualquiera, y con cara de arrepentim iento.
F lo tan en el aire neblinoso, con m ayor fuerza, las quejas. Se las
oye clara y dolorosam ente. Los expedicionarios se tocan unos a otros
con desesperación y se cachetean para cerciorarse de que por lo m enos
sus cuerpos, todavía, existen.
T em en no ver nunca el sol, ni las estrellas; tem en que el m ar
sea en adelante esta invariable brum a, y que la “N iboy” o la “Conboy”
se deslicen como fantasm as, sin tener de ellas otra cosa que las voces
tristonas y acobardadas. Se juzgan castigados por Tebiché, y creen que
M añam edí es el brazo castigador de la divinidad. E n la expedición
hubo un rebelde, y ahora el rebelde reconoce su pecado y siente el
pavor del castigo expiatorio. D e ahí a pensar que ya están m uertos,
fuera del m undo, en el reino de donde nunca se vuelve, hay una dis
tancia tan corta que Y asubiré, ante el peligro de un fracaso total,
grita que estam os vivos, que la navegación prosigue, que el m undo de
cada día existe, y que el m undo nuevo existirá m uy pronto p ara re
gocijo y riqueza de la tribu m itona entera. “A proa, m iren to d o s”,
exclama. Y sus palabras se com pletan con un golpe sordo y con un
estrem ecim iento de la piragua.
U n m adero, largo y redondo, ha chocado contra nuestra em barca
ción. Q uien extienda el brazo podrá tocarlo. P arece el tronco de un
árbol esbelto, pero sin ram as; alguien dice que le recuerda el cuerpo
de una serpiente gigante, vista una vez en los m ontes m uerta .por un
cazador y extendida sobre los pastos. “E l m undo es visible”, rep ite
Yasubiré. Los hom bres, sin em bargo, no se convencen.
* * *
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* * *
* * *
Contrarío, por vez prim era, la norm a prim ordial de mi oficio: re
latar los hechos a m edida que se producen. H e dejado transcurrir en
blanco una jornada entera. H e intentado sosegar mis nervios. No lo
he logrado del todo. P ero hoy puedo referir m ejor el episodio que
vivim os ayer.
Seguía espesa la niebla; espesa y casi asfixiante. G randes olas, des
plazándose sin reventar, balanceaban las piraguas. E ra como si la piel
del m ar estuviese recorrida por vastas y periódicas ondas, cuyo m ovi
m iento, algo m arcador al principio, term inaba por ser nuestra única
diversión. Y asubiré dijo que teníam os m ar de leva y acicateó a los
galerones para que perdieran por fin sus miedos. Las piraguas avan
zaban; no m uy rápidam ente, es cierto. P ero avanzaban. E ra un rem ar
a ciegas, puesta la confianza en Y asubiré, quien rep etía que veía con
claridad el rum bo como si todos los soles del m undo le guiasen. El
navegante no paraba de hablar, pues si lo hubiera hecho, los galerones
no hubiesen tenido estím ulos para m over los remos. Así estábam os,
m edio sonám bulos, con restos de m iedo pegados aún a nuestros cora
zones, deseando llegar a cualquier sitio, pero im aginando en secreto
que nunca llegaríam os, cuando M añam edí pegó un grito.
C reyendo que había sufrido una nueva m ordedura, corrim os a su
lado. N ada había sufrido, sólo había visto, decía, tres som bras gigan
tescas a proa. “Derecho, por la p ro a”, musitó. Le tem blaba la voz, lo
cual m e alarm ó, porque yo, al menos, siem pre le había oído hablar
con firmeza.
N ada vim os al principio. La niebla se m antenía cerrada y el di
choso m ar de leva, levantando y hundiendo la piragua, nos estorbaba
la visión. Y asubiré encom endó a Sem ancó para que, dados sus ojos de
halcón beligerante, penetrase la niebla y confirm ase (o desm intiese) a
M añam edí. F ue una jugada m aestra del navegante: con tal de no re
nunciar al orgullo de ser el hom bre de m ejor vista, Semancó renunciaría
a su miedo y m antendría los ojos clavados en la niebla extendida por
avante.
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“ ¡Sí, allá!”, bram ó. Y alargaba su brazo, aunque con desconfianza,
como si tem iera quem arse.
Todos, finalm ente, vimos. E ran tres em barcaciones m uy grandes y
panzonas, como porongos del trópico. No sobrepasarían el largo de la
“L inboy”, pero ganaban en altura. Q uienes las trip u lab an debían ser
criaturas prim itivas que aborrecían el m ar, pues habían derrochado
m adera para hacer unas especies de m angrullos en donde viajaban sin
salpicarse. D e mí sé decir que nunca había contem plado nada parecido,
ni siquiera en mis pesadillas. T enían unas telas enorm es atadas a unos
palos, como si fuesen inm ensas alas de gaviotas, y en las telas unos
dibujos y unas líneas trazadas sin arte. E ra claro que carecían de la
sabiduría de un Y asubiré para el dibujo, y que se hallab an aún en
esa etap a im itativa que la tribu m itona ya había superado por lo m enos
veinte generaciones atrás. “U san todavía la fuerza del v ien to ”, m e
dijo Y asubiré, no sin emoción, “pero el viento es la fuerza m ás pobre
p ara navegar. Ahora, por ejem plo, que no se m ueve un pelo, andan a
la deriva, con todo el trapo desplegado para ver si recogen siquiera
un estornudo. P obre gente. No han de llegar m uy lejos.”
Semancó quería ir rectam ente a las extrañas naves, obligarlas a
d etenerse y abordarlas. Su instinto de ave de presa le hervía la sangre
y le hacía sacudir su macana. P ero Y asubiré lo refrenaba, le prom etía
conquistas m ejores y le exhortaba a m antenerse vigilante, sin tom ar
la iniciativa, hasta saber qué tem peram ento tenían los trip u lan tes de
aquellos engendros m arinos. Excitados, alegres, algo recelosos, disipadas
las m urrias ante el contacto con otros seres después de tan tas jornadas
solitarias, pusim os proa resueltam ente hacia las naves descubiertas.
A través de los jirones de niebla vislum brábam os ya sus tablones,
los tres palos que sostenían las velas, las ventanitas sem iabiertas de
las bordas y de las torres, una a popa, otra a proa. Y em pezábam os a
distinguir a los salvajes que viajaban en esas m áquinas. L levaban sus
cuerpos enteram ente tapados por trapos m ulticolores y dejaban sólo
al aire caras y manos. M uy cerca ya, m udos todos nosotros, tensos y
p alpitantes, reparam os en aquellas m anos y en aquellas caras. E ran
de una palidez inusitada, como la de los enferm os. M ás aún: como
la de los hom bres desangrados por las hechicerías de los añang, como
los espectros m alditos que rondan en las noches de luna las tolderías.
R ecordé las palabras de mi tía advirtiéndom e de niño que huyese de
los hom bres pálidos, porque son fantasm as perversos o enferm os con
tagiosos.
“A babor, enseguida”, ordenó Y asubiré. Los galerones obedecieron
en el acto. Y no por disciplina sino porque nos iba a todos la vida en
el viraje. Las enorm es naves se nos venían encim a y nos hubiesen
ap lastado sin rem edio. Y asubiré confiaba en que los desconocidos trip u
lantes, que ya debían habernos visto, cam biarían el rum bo y ofrecerían
una de sus bandas p ara facilitar el encuentro. P ero tal vez por tem or
irracional (cosa explicable en sa lv ajes), ta l vez porque la niebla, den-
sísima a ras de agua, ocultaba nuestras em barcaciones, los tres veleros
m antuvieron im perturbables su dirección.
L evantando nuestras cabezas y torciendo los cuellos h asta doler-
nos la nuca, vimos cuanto se podía v e r : los altos navios iban
plagados de objetos que usarían para ensalm os y hechicerías, y los hom
bres se m ovían sin parar, de un lado a otro, trab ajan d o más y peor
que los esclavos, hablando en idiom a áspero, percu tien te y enfático,
que acom pañaban con adem anes vivos, sin dejar de trab ajar.
U no solo vim os que no trabajaba. P arecía el m ás pálido de todos,
y tenía una expresión ansiosa y, a la vez, hondam ente triste. G astaba
un gorro de pieles m uy parecido al de Y asubiré, por lo cual nuestro
capitán, deduciendo que era su colega, y com prendiendo que tam bién
los pueblos prim itivos tien en sus jerarquías, se quitó el gorro y lo
agitó sonriendo, a m odo de saludo.
P ero la sonrisa se congeló en los labios de Y asubiré. E l hom bre
de la ventanita no sólo perm aneció con su gorro puesto, sino que no
m ovió un m úsculo de su cara. Sus ojos m iraban la niebla y su expresión
no abandonaba el aire de m elancolía con que apareció, como un sueño,
an te nosotros.
P u d e ver, en tre telas neblinosas, que el sitio donde seguram ente
el hom bre dorm ía era apenas como la cuarta p arte de un toldo, pintado
de azul, y que dentro de ese cuartito azul, lucía un retrato de una
m ujer m uy pálida, con un raro artefacto am arillo y pinchudo puesto
en la cabeza, un palo en la m ano derecha y en la izquierda, ¡Tebiché
sea loado! una esfera.
Cuando term inam os de pasar junto a los grandes navios, Y asubiré
quiso v irar p ara rep etir el encuentro y lograr que aquellos hom bres
nos avistasen. No llegó a hacerlo: tom ándolo del brazo derecho, movió
M añam edí la cabeza reiterad am en te en claro signo de negación. Se
guimos n uestro rum bo, contem plando cómo se perdían a popa, entre
la niebla, los tres veleros.
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ta n tas jornadas de ausentism o. Y asubiré corre a popa y m ira con in
sistencia: ni el m ás leve rastro de los veleros. E l navegante se queda
de brazos cruzados, dándonos la espalda, hecho tótem , puestos los ojos
en un horizonte avaro.
Y así quedaría por larguísim o rato, de no oírse un grito que al
guien lanza en la “C onboy”. V uelve a oírse dos veces seguidas. R eco
nocemos la voz de Orom boé. Algo im portante estará viendo, pues sólo
despega los labios — distrayéndose de sus estudios— cuando la ocasión
lo merece. B astante adelantada con respecto a la capitana, la “Conboy”
aparece em pequeñecida por la distancia. Y asubiré m anda rem ar con
energía: el ojo de halcón de Semancó ha percibido a Orom boé, quien
sobre los hom bros de un galerón, señala por avante con el brazo exten
dido. Llega hasta nosotros su grito, pero no distinguim os aún qué dice.
O m boé azuza tam bién a los rem eros de la “N iboy” p ara que se acerquen
a la piragua puntera.
Chillan las tres m ujeres e interfieren con los com unicados que in
ten ta rem itirnos Orom boé. A piñados en la proa de la “Linboy”, Y asu
biré, Semancó, M añam edí y este cronista hacem os pan talla con las
m anos en nuestras orejas y esforzam os cuanto podem os la vista. Y a
subiré com enta que Orom boé jam ás se trep aría sobre un galerón si no
tuviese una convicción m uy firm e. “Y la tie n e”, afirm a Semancó con
ojos chispeantes, “claro que la tiene. ¡Allá está, miren! ¿No v en ?”
“ ¡T ierra!”, exclam a Y asubiré, sacudiendo de un salto la “L inboy”.
“ ¡T ierra!”, se oye desde la “Conboy”.
‘¡T ierra!” corean hom bres y m ujeres de la “N iboy”.
“ ¡T ierra!”, m urm uré, e hincándom e en el fondo de la piragua, di
gracias a Tebiché, creador tam bién, ¿por qué dudarlo? de la nueva
tierra.
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nítida línea, dilatada y sinuosa, nos exime de cavilaciones. L a tierra
soñada se ha vuelto realidad.
M añam edí p rep ara un gran oficio litúrgico, Sem ancó revisa sus
arm as, Y asubiré pone en orden sus trebejos de m arear. L a “N iboy” y
la “Conboy” se nos acercan hasta tocar casi rem o con rem o. E l gran
M achí quiere ofrecer una función en regla con baile y fuego m uy alto,
como en los fastos gloriosos de la tribu m itona. ¿Cómo hacerlo a bordo?
Se corre el riesgo de quem ar las naves, cosa digna de insensatos o de
arrogantes. M ira el brujo de reojo los islotes: alguno de ellos sería
altar apropiado para adorar a T ebiché y a T upapá. Y asubiré y Semancó
alegan que un desem barco para honrar a los dioses nunca es tiem po
perdido. M añam edí se ham aca, refunfuña, espía con disim ulo los islotes.
H a visto lo que todos hem os visto: las rocas donde m ueren las olas
están cubiertas por anim alejos m uy parecidQs al que m ordió el dedo
gordo del brujo. Son m ás redondos, pero con la m isma facha am enaza
dora. Com prendem os y sonreím os, aunque con respeto. “E stá bien, de
sem barquem os”, rezonga am oscado M añam edí. “P ero llévenm e e i andas.”
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símiles.” No nos sorprende que los perseguidos sufran un desastre. El
relám pago y el trueno de los perseguidores los engualicha de ta l form a
que los voltea al agua, entre chillidos. Allí son m uertos a chuzazos por
los perseguidores quienes, apareando su nave a la perseguida, saltan
a ésta en malón, aúllan, van y vienen, lo revuelven todo, liquidan a
los infelices que se guarecen tras las m aderas, regresan brincando a su
nave, separan las em barcaciones, y con nuevos relám pagos, truenos y
nubecillas de humo, convierten a su presa en una ruina que se
hunde y desaparece tragada por las ondas espum osas.
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o a la víctim a, hasta un grado increíble. Los chucean y los tira n al
agua, o los rem atan en tre las olas, y nada les im porta el cuerpo de
sus vencidos. N o se dignan palparlos, no se inquietan por averiguar
qué virtudes han tenido y no m anifiestan la m enor intención de apro
piárselas m ediante una ingestión ritual. Ignoran la m agia de los cuerpos
y p reten d en ten er en un puño la fuerza de la naturaleza. ¿Puede haber
m ayor m uestra de salvajism o? Q uieren saber lo que está afuera, y se
cierran al conocim iento íntimo. P or eso sostengo que la prim era reac
ción de estas gentes ante el extraño es la guerra; y el trato con los
dem ás, la guerra, y su pasión exclusiva, guerrear m enospreciándolo
todo. Si llegaran a vernos, nos harían la guerra enseguida. N o dudo
del valor de Semancó ni de los galerones. P ero no creo sensato ir
al juego de ellos ciegam ente. No dudo, tam poco de nuestra conquista,
pero opino que no hay razón para m alograrla apresurándola. In filtré
m onos prim ero, descubram os sus fieras, aprendam os sus costum bres y
los dom inarem os. P ero ocultém onos de ellos. Que no nos vean; en cam
bio, veám oslos. U na nube de niebla, lo suficientem ente grande y espesa,
alcanzará para disfrazar toda la expedición.”
“¿Sólo una nube?”, pregunta Y asubiré.
“E stam os en otoño, capitán. No hay que olvidarlo. Serem os una
nube en tre tantas, un jirón más, un hecho de todos los días, o sea algo
que nadie te n d rá en cuenta. ¿H ay dudas, acaso, sobre mi p o d er?”
Y asubiré no responde. M añam edí vuelve a carraspear y prosigue:
“E l viaje nos ha costado siete veces mis diez dedos en jornadas.
T us hom bres están cansados, capitán. N ecesitan distensión y recreo,
no guerra inm ediata. D entro de mi nube de niebla eso será posible.
T an to tiem po navegando altera el carácter. Conviene que los hom bres
se recuperen, aunque sea en parte. Que O mboé se alivie de su rutina
pesquera, que Orom boé se dedique de lleno a sus estudios, Semancó
a sus m ujeres, tú a com probar ante la realidad el acierto de tus teo
rías, y yo a m editar en el principio escondido de todas las cosas.”
T oso con discreción, tem eroso de que la oscuridad m e haya bo
rrado de la m ente bruja.
“T am bién el cronista estará como el pirá en el agua”, dice M aña-
medí. “E l ocultam iento ha sido siem pre el paraíso de los de su oficio.”
T oso otra vez, con cierto fastidio.
“P o r natural m odestia”, agrega el brujo.
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de las luces del alba. D e cuando en cuando, una brisa fría m ueve el
m atorral, desordena las plum as de Semancó y sacude, con m olesto ta
bleteo, los huesitos m edidores de Y asubiré. Solem ne y sereno, M aña-
medí pronuncia su oración:
“Oyeme, Tebiché, acude a nuestra ayuda, y si somos todavía p u
ros an te tus ojos, si am as aún a tu m achí y a los m itones, danos tu
niebla, envuélvenos con ella, y que sus jirones no nos desam paren ni
de noche ni de día.”
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