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Amore
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riverrun 23.04.14
Título original: Amore
Giorgio Manganelli, 1981
Traducción: Carlos Gumpert
El mayordomo no se ha alejado; y
ahora, con esa irónica representación
suya que secretamente aprecio, se me
aproxima; mueve los labios, fingiendo
que habla; y a la vez con un humillado
gesto de la mano me señala algo que
está, obviamente, a mi disposición. Casi
como una invitación para entrar en casa.
Sigo con el ojo el gesto y, tal y como lo
preveía, se me desvela el cementerio, tu
necrópolis. Desde el lugar en el que me
hallo se extiende en todas direcciones,
hasta el horizonte, y más allá; mis pies
están asediados por tumbas,
monumentos, lápidas, vasos
lacrimatorios consumidos. En todas
estas tumbas estás enterrada tú. Una a
una, las lápidas filian tus específicos
fallecimientos. Para miles de lápidas,
has muerto de niña, mordida por una
serpiente en la cuna, desaparecida en un
incendio, sacrificada, enterrada viva a
mayor inocencia de una torre. Siguen tus
muertes adolescentes: tu cabeza
depositada en la ficticia calma de una
habitación definitivamente pacificada;
muertos innumerables, a cada fragmento
de segundo; a menudo asesinada, ignoro
si llorada, puesto que no sé si alguien te
ha conocido tanto como para llorarte.
Latentemente acusada, lamentosamente
hecha responsable de gestos que es
imposible deducir de la repetitiva
retórica de una lápida. No es además
improbable que los textos de estas
lápidas hayan sido escritos por ti, ni que
sólo tú, y nadie más, sepas cuánto has
podido hacer de deplorable, de
imperdonable. Veo tumbas que llevan
fechas de años por llegar, otras que
deliberadamente señalan varios muertos,
y una muerte tuya antecedente a tu
nacimiento, a veces por años, por siglos,
en un delicado juego muerta incluso el
día antecedente a tu nacimiento. Sobre
cada una de las lápidas innumerables
diviso flores frescas, limpieza reciente,
tierra removida, luces que arden, pero
alguien ha quebrado vasos
lacrimatorios, garrapateado letras
ilegibles sobre una lápida, señal de ira o
de dolor. Naturalmente, todo esto podría
ser una gigantesca e infame burla; una
trapacera caza de lágrimas, una
coquetería planetaria. Y sin embargo,
fantaseando acerca de tu ambigua
naturaleza, no puedo dejar de
preguntarme si no habrá algo de verdad
en todo este innumerable morir tuyo;
casi como si todas las muertes fueran tu
privilegio, encerradas en un receptáculo
tuyo, y tú negaras a cualquiera una
muerte, que no fuera por ti limosneada y
por ti concedida con distracción
elegante. ¿O tu manera de ser se traspasa
de muerte a muerte, y es necesario por
lo tanto perseguirte por idéntico
itinerario, procurando estúpidamente
superarte por una muerte, y aguardarte
allí? Tus tumbas infinitas son lugar de
llanto y de risas, broma y enigma. Noto
monumentos patentemente sarcásticos,
una figura femenina velada
misteriosamente en su rostro se reclina
semidesnuda, con las piernas separadas,
a la memoria de una vida sensatamente
disoluta; en otro lugar, la castidad
lacrimosa de una monja de incierto rito
está acompañada por un rostro trabajado
con atento maquillaje, un afeite de
periferia. Con súbita turbación, veo la
tumba enmarañada por un ser de dos
sexos, con el cuello marcado por una
herida frígida, el rostro lascivo de sí
mismo y mudo; y veo lápidas blancas,
acaso por discreción: aluden a
ignominiosas muertes, imposibles de
relatar, muertes sacras, o aún en estudio,
apuntes de fallecimientos, simples y
aproximativas tentativas de perdición.
Una vez más fingiendo que habla, el
mayordomo me acompaña hasta una
lápida cándida que en un rincón tiene
una placa ilegible y carente de sentido; y
un timbre: una puerta horizontal. El
mayordomo toca el timbre, se aparta un
poco; y la puerta tumba se abre. Olor a
tierra y a moho me embiste; entro: ¿en
dónde? ¿Los ínferos? ¿El alcázar que te
has construido para todos los tiempos?
La puerta se cierra, y me hallo en un
vasto aposento socorrido por una leve
luminiscencia. Podrían ser los ínferos, si
no fuera porque todas las tumbas son
tuyas. Desde luego, los prados del sueño
te obedecen, las casas sosegadas, las
cunas de los muertos y de los nasciturus.
Te saludo, Reina de los eufemismos.
Escruto las paredes, que no tienen
consistencia: vislumbro el depósito de
los perfiles. Yacen, ordenados, todos los
posibles contornos de los posibles
existentes, en cualquier lugar, en
cualquier mundo. Los contornos no
tienen carne, ni sexo, ni edad, son líneas
lustrosas apenas trazadas en el aire,
deshuesados dibujos, apuntes. Al igual
que no puedo contar tus tumbas, no
puedo contar estos contornos tuyos. Sé
que no debo dejarme embaucar, y por lo
tanto no buscaré entre éstos tu contorno;
pero supondré que todos, de alguna
forma, al tuyo aludan, desconociéndolo.
No consumiré mi devoción, estas y todas
mis vidas, en un desesperado inventario.
Estos rasgos tú has destinado a toda
suerte de amor, sórdido y abstracto,
prevaricador y manso, y esta imagen me
ofrece una maravillosa leticia, y a la vez
un pío cansancio.
Me alejo: y ahora me descubro en un
lugar inquietante y sarcástico; ya que
aquí se recogen las imágenes de amor,
los modelos de pasiones, las fichas,
anónimas aún, del delirio; esos
proyectos entre los que se ha arrastrado
y herido la lentitud de nuestras
existencias. Este es el catálogo de los
lacerados miembros, almas transidas.
Tamaño escarnio se agazapa en el ínfero
alcázar; y yo, nosotros, no podemos más
que escarnecer el escarnio, en la risa
inmóvil implicar la irrisión. Hay algo de
siniestro y trágico en este almacén del
amor, las hogueras amorosas ardientes
de ficticias y consumantes llamas,
dibujadas con probidad infantil, y
símbolos de manos unidas, un universo
de tumbas nupciales, de tartas marriage,
de dúplices sarcófagos con sábanas de
diaspro, ojos vítreos a causa de
flechazos, besos y saliva, preservativos,
sonetos, dildos, puñales para gargantas
infieles, epistolarios ya escritos en
espera de enamorados, corazones
perspicazmente hechos añicos, besos de
camas solitarias, cervigales alagrimados
e insomnes, sueños, insistentes,
reiterados, obsesiones de sueños,
encuentros desesperados con la amada
disuelta en el aire, destripados lechos,
sábanas anudadas para la fuga hacia la
felicidad, vitrinas de anillos para toda
posible mano, fetos en formalina,
montoncillos de anulares apenas
putrefactos. Olor a sudor, decrépita
suciedad, vil y dilecta intimidad del
cuerpo, genitales y alma.