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Sobre las violencias simbólicas en el caso de Galileo

Miguel A. Santagada

Las apariencias inadvertidas de las violencias


El sociólogo francés Pierre Bourdieu ha utilizado la expresión “violencia simbólica”
para caracterizar una forma asimétrica de relación social, que ambas partes –la
dominante y la dominada- consideran inevitable. Esta sorprendente coincidencia de
opiniones entre sectores sociales enfrentados se debe a la capacidad del sector
dominante para imponer su perspectiva sobre la realidad social como legítima y como si
fuera la única válida (Bourdieu, 1988: 13). Dicha capacidad incluye el manejo de las
principales herramientas para comprender y adaptarse al mundo social, básicamente el
lenguaje, el discurso y el pensamiento. Como aprendemos a valernos de estas
estructuras cognitivas como si fueran dones naturales, es decir, sin asumir su carácter de
mediadoras entre nuestro conocimiento y la realidad, no es fácil advertir que nuestra
comprensión de nosotros mismos, de los otros, de la sociedad y de la naturaleza no
depende estrictamente de lo que vemos o sentimos, sino de un producto que resulta de la
mediación o interpretación que logramos gracias a, y a pesar de dichas estructuras.
Así como nacemos con cierta dotación genética, que determina entre otras cosas
el color de nuestro cabello y la configuración de nuestro cuerpo, pertenecer a una
sociedad equivale a depender de ciertas formas de representación del mundo social,
llamadas estructuras cognitivas. Aunque es posible prescindir de ellas mediante un
esfuerzo singular de creatividad y audacia, su funcionamiento en la sociedad puede
considerarse forzoso y oportuno: las estructuras cognitivas se nos imponen
arbitrariamente, pero allanan el camino entre los objetos y nuestro conocimiento. Gracias
a esas estructuras nos conocemos y conocemos el mundo, y también, a causa de esas
estructuras hay aspectos de nuestra experiencia social que resultan opacos y difíciles de
advertir. A diferencia de la genética, las estructuras sociales dominantes están sujetas a
cambios históricos que entrañan luchas y violencias simbólicas proactivas y reactivas.
Podríamos identificar las violencias proactivas como aquellas encaminadas a revisar o
desplazar las estructuras cognitivas dominantes. Por su parte, mediante la violencia
reactiva se pretenden mantener las estructuras cognitivas sin alteraciones de importancia
a lo largo del tiempo.
Como las estructuras cognitivas son un producto social que facilita y orienta el
conocimiento de los individuos, tampoco es habitual advertir esta doble funcionalidad que
cumplen: habilitan nuestro aprendizaje, pero bloquean formas de saber y sentir sin que
podamos rechazar tales imposiciones. En muchas ocasiones, en la vida cotidiana las
personas aluden a estas estructuras cognitivas invocando la racionalidad o el sentido
común, como si fuesen condiciones universalmente accesible e irrefutables. El concepto
de violencia simbólica denuncia que la orientación que obtenemos del sentido común
depende de un sistema de ideas y creencias que no admiten crítica ni réplicas no porque
sean verdaderas, sino porque se presentan como “verdades indiscutibles”, aunque
sean hipótesis o supuestos que no pueden confirmarse observacional o
experimentalmente.
La expresión violencia simbólica proactiva o reactiva puede parecer contradictoria,
pues el significado primario con el que asociamos la violencia es una acción o conducta
donde se exhibe fuerza física, o donde predomina la agresión o la sin razón arbitraria.
Pues bien, la violencia simbólica reactiva es una forma de ocultar la arbitrariedad y la
fuerza física que alguna vez se emplearon para fundar los principios que sostienen las
estructuras dominantes y los valores fundamentales en que se desarrolla nuestra vida. No
se trata, entonces, de una conducta violenta, sino de la situación de carácter cognitivo –
impuesta en la dominación política y económica de la sociedad- que sufren los sectores
dominados de la sociedad, quienes por esa razón se ven imposibilitados de reconocer su
propia condición y de estructurar acciones a fin de revertirla. Los dominados, sostiene
Bourdieu, piensan con las mismas categorías e instrumentos cognitivos que sus
dominadores, y en eso consiste su condición. Podríamos decir, a modo de corolario, que
quienes luchan contra los instrumentos cognitivos hegemónicos se enfrentan a quienes
con relativa facilidad pueden justificar el orden social existente como un orden
imperecedero, inmutable, racional, natural, etc.
Por cierto, el ejercicio de la violencia simbólica reactiva hace más accesibles varios
propósitos que el poder social requiere excluyentemente: como forma de “administrar” el
conflicto y los descontentos sociales, la violencia simbólica logra que el poder social se
exhiba como legítimo intérprete de las demandas. En esos casos se suprimen o acallan
las voces que expresan perspectivas disidentes, pero sin llegar a la censura explícita o a
la persecución policial. En cambio, se ponen en funcionamiento dispositivos académicos,
pedagógicos, periodísticos, etc., con los que, aunque se apunta a convencer o a
persuadir, se “instruye” o se “informa” a los ciudadanos, a fin de hacer públicas las
decisiones una vez tomadas. En general, los poderosos no se muestran vacilantes frente
a decisiones que implican cursos de acción lógicamente incompatibles; apelan a la
escenificación de una certidumbre sólida, amasada entre técnicas y saberes expertos que
garantizan el éxito de la opción tomada. Por más que estas técnicas sean mejorables y
que los saberes sean hipotéticos, la violencia simbólica reactiva los convierte en prácticas
inefables de un poder casi mágico.
De esta manera, la violencia simbólica reactiva es una condición en la que llega a
ser innecesario el recurso a la fuerza física. Esta se emplea sólo en situaciones extremas,
por ejemplo cuando el poder simbólico de imposición se muestra inadecuado o
insuficiente. La represión, el castigo físico, la sanción moral no siempre son eficaces para
la continuidad que el poder persigue, pues éste requiere de cierto nivel de consenso
“espontáneo” y de invisibilidad. Mientras que el consenso se logra mediante el engaño o
la manipulación de la información, el ideal de invisibilidad se satisface cuando el poder
social no es percibido como tal, y en consecuencia sus decisiones son experimentadas
como “naturales”, “razonables” o “inevitables”. La invisibilidad no es solamente una
ventaja que procura el poder, es también una condición fundamental para lograr que sus
acciones y decisiones terminen siendo aceptadas como orientadas por el sentido común
en procura del “interés universal”. Esta forma de ocultarse a la percepción facilita la
acumulación de legitimidad para las prácticas hegemónicas, las cuales contribuyen así a
la reproducción del orden social como si no se tratara de un proceso regido
arbitrariamente y como si no estuviese expuesto a cambios a lo largo del tiempo. Las
crisis sociales suelen ocurrir cuando el poder está forzado a exhibirse, especialmente
cuando únicamente puede apelar a mecanismos represivos y coercitivos; en esos casos
la violencia simbólica, que siempre es necesaria para el poder, ya no es suficiente.

La violencia simbólica en el caso Galileo

El proceso intelectual protagonizado por Galileo Galilei es instructivo en muchos


sentidos. Ha atraído la atención de historiadores y epistemólogos la controversia que
Galileo mantuvo con la Iglesia Católica entre 1615 y 1633, cuando el astrónomo produjo
su célebre retractación. Especialmente, concentró el interés de muchos investigadores la
condena que el tribunal eclesiástico infligió al padre de la ciencia moderna por divulgar, en
sus clases y a través de publicaciones, la teoría heliocéntrica que varias décadas atrás, y
sin las evidencias exigibles, había formulado el canónigo e investigador polaco Nicolás
Copérnico (19 Febrero 1473 - 24 Mayo 1543). Más allá de lo espectacular de estas
vicisitudes no siempre analizadas con “espíritu científico” o con el equilibrio emocional que
se esperaría en casos análogos, hay aspectos de este proceso que no han concitado
tanta discusión, y que sin embargo retienen una importancia por demás significativa para
la comprensión de la cultura occidental de los cuatro siglos subsiguientes.
Para expresarlo en pocas palabras, el caso de Galileo es una lucha por la
imposición de una visión del universo, que implica la disputa por la visión legítima del
mundo social. En ese sentido, todo el caso de Galileo implica violencias simbólicas que en
buena medida resumen las ambigüedades e incertezas de las sociedades modernas. No
es casual que la lucha emprendida por Galileo haya tenido su aparición en un momento
en que la modernidad y el racionalismo comenzaban a exaltar aún más el contexto de una
Europa convulsionada por los “descubrimientos” geográficos y las conquistas territoriales
de ultramar, y que ya no se mantenía unida bajo el poder de los Papas, luego de
producidos los cismas de Martín Lutero en Alemania (1516), Enrique VIII (1532) en
Inglaterra y Juan Calvino en Francia y Suiza (1540).
Es indudable que parte de la gran repercusión que tuvo el caso del Santo Oficio
contra Galileo se explica por el tenaz anticlericalismo de los comentaristas de los siglos
posteriores, quienes justificadamente han denunciado la censura ejercida por las
jerarquías eclesiásticas en asuntos que no necesariamente deben interpretarse como
relativos a la fe. Como quiera que sea, el Santo Oficio de Roma fue instaurado como una
agencia de control de la ortodoxia eclesiástica en un momento en que los cismas habían
reducido el poder pontificio sobre competencias terrenales y religiosas. Por otra parte, la
ciencia y el conocimiento sistemático todavía se desarrollaban bajo la supervisión
eclesiástica porque la Iglesia contaba con los principales recursos materiales y simbólicos
para la formación de los investigadores y para el financiamiento de las investigaciones.
Ahora bien, ¿qué significan las violencias simbólicas del caso Galileo, y por qué
interpretarlas como expresión de las ambigüedades e incertezas de las sociedades
modernas? La respuesta es compleja y en verdad merecería un desarrollo mayor que el
de este breve artículo. Pero para intentarlo sucintamente, indiquemos que Galileo decidió
apartarse de la tradición y pensar por sí mismo, aunque esto implicara la penuria del
exilio, la ruina económica o la cárcel. A fines del siglo XVIII, el filósofo Inmanuel Kant
explicó que el iluminismo es una especie de osadía legítima, que consiste en valerse del
propio entendimiento y ejercer el raciocinio en público, sin tutelas ni protecciones. Por eso
Kant llamó al iluminismo la mayoría de edad, momento en la vida en que se asume la
responsabilidad de los actos propios y se enfrentan con valentía las vicisitudes que exigen
decisión y compromiso. Lo opuesto al iluminismo sería, entonces, la creencia
supersticiosa en un destino o en una providencia que nos manejaría como marionetas a
su antojo. Esta creencia nos impide confiar en nosotros mismos, y sugiere que debemos
confiar en algún otro, que gracias al ejercicio de la violencia simbólica se muestra como
autoridad natural e indispensable, que debe tutelar nuestras acciones y conductas “por
nuestro propio beneficio”.
Esta circunstancia nos presenta un claroscuro: luces, sombras y cientos de
matices. Pues bien, esa es la vida moderna, ese es, como lo han llamado varios filósofos,
el drama del hombre moderno. El precio de la osadía es muy alto: quien rompe con la
tradición y se anima a buscar por sí mismo las respuestas que lo satisfagan y otro sentido
para las cosas humanas, no sólo se enfrenta descarnadamente a ellas, también debe
enfrentarse a los otros, a las autoridades y a quienes han optado por seguir
obedeciéndolas. Sin embargo, el precio que ha de pagar el hombre moderno por su
osadía no es tan alto como los que exigen, en el largo plazo, la obediencia dogmática, la
falta de inventiva, el conformismo, la resignación. En el corto plazo, estas opciones
parecen más “económicas”, pues no demandan más que pasividad e indiferencia de los
individuos. Pero el atrevimiento de algunos puede significar el progreso para todo el
colectivo social.
Para ilustrar este punto es conveniente que revisemos una vez más las nociones
de violencia simbólica proactiva y violencia reactiva, que expusimos en el parágrafo
anterior. La violencia simbólica proactiva consiste en luchar contra las estructuras
cognitivas dominantes y el orden cultural que resulta de ellas. Este tipo violencia parte del
reconocimiento de una situación no contemplada o distorsionada por las estructuras
dominantes. No implica necesariamente conductas o acciones de fuerza física, sólo
consiste en hacer visibles las estructuras dominantes, es decir, señalar o denunciar sus
aspectos opacos o distorsivos. En cambio, la violencia reactiva consiste en negar el
carácter arbitrario e impuesto de las estructuras dominantes, y en defender su adecuación
universal y transhistórica.
Galileo Galilei encabezó un determinante proceso proactivo de violencias
simbólicas en tanto asumió ideas y creencias que desmentían las estructuras cognitivas
dominantes en su época. Estas mismas estructuras hicieron de Galileo una víctima de la
violencia simbólica reactiva. Como luchador, agredió con razonamientos y pruebas
demostrativas a los notables que lo juzgaron; salvo excepciones trató a casi todos ellos
con jactancia y no les ocultó el desprecio profundo que le inspiraban por no admitir que
sus posturas resultaban ya insostenibles; beneficiado por su amistad con el Papa Urbano
VIII, consiguió el permiso para publicar un análisis comparativo entre el sistema
Ptolemaico y Copernicano con la promesa, –que no cumplió– de exponer a título de
hipótesis el modelo heliocéntrico, ya que las pruebas aportadas no eran concluyentes
todavía.
A la vez, como víctima de la violencia simbólica, Galileo fue un sujeto acorralado
por las fuerzas reactivas de su época, que fue obligado a sostener ideas que no admitía y
a aceptar creencias cuya falsedad le constaban. La condición de hombre moderno que
subrayamos en Galileo nos exige admitir la irreductible ambigüedad de la situación por la
que atravesó, y tomar cierta distancia de la versión elaborada por Bertold Brecht alrededor
de 1940. Brecht nos ofrece la historia de un astrónomo enfrentado al oscurantismo
dogmático contrario a las tesis copernicanas. Su propósito es describir la lucha contra las
creencias inculcadas mediante dispositivos característicos de las violencias simbólicas
reactivas y proactivas. Fundamentalmente, el conflicto es entre el dogmatismo y la razón
científica, como si ésta fuera autosuficiente y no implicara otras controversias. Se
desprende de la obra de Brecht que la fe religiosa es más poderosa que el telescopio, lo
cual es un absurdo en la era de la técnica y del racionalismo científico, pero en modo
alguno lo era a comienzos de siglo XVII, cuando la confianza injustificada en la
neutralidad de las técnicas no había reemplazado aún a la “ingenua” creencia en que las
estructuras sociales son virtualmente eternas, como sus jerarquías y valores
supuestamente inmutables.
El caso de Galileo, por lo tanto, es de una complejidad incomparable y difícil de
asimilar a otros casos, pues la condición transicional de la época de Galileo reúne
elementos que muy infrecuentemente volvieron a presentarse en la historia occidental. Un
testimonio de esta experiencia ambivalente se encuentra en el título de muchas obras
contemporáneas del astrónomo pisano; Nueva astronomía (1609) de Kepler, el Novum
Organum (1620) de Bacon y (1638) Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due
nuove scienze attinenti la meccanica (Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas
ciencias relacionadas con la mecánica), del propio Galileo. Todas estas obras expresan la
conciencia proactiva de una serie de científicos, quienes advierten que han llegado los
tiempos de cambio y por eso coinciden en denominar su propuestas como nuevas. (cfr.
Bourke, 1995) Recordemos que las estructuras cognitivas dominantes en Europa hasta
entrado el siglo XVII habían sido relativamente estables desde que se difundió la obra de
Aristóteles en el siglo XIII. Las ideas aristotélicas eran con frecuencia criticadas y a veces
modificadas, pero el sistema intelectual completo asociado a Aristóteles (cfr. Heller, 1981)
no había sido amenazado por ideas renovadoras hasta entonces.

Violencias modernas: Galileo y las autoridades residuales.

Hemos renunciado a explicar por qué Galileo tomó los riesgos de enfrentar al
sistema de control más poderoso de su época. Más modestos, nos concentramos en otros
aspectos emblemáticos, que se relacionan no tanto con los motivos interiores, sino con
los propósitos y las metas que intentó alcanzar con sus decisiones. Galileo se propone la
aventura de ver el mundo y el cosmos mediante un adminículo de su propia fabricación, el
telescopio, relativizando de este modo nada menos que el poder simbólico de Aristóteles
y atreviéndose a insinuar que la Biblia admite interpretaciones heterodoxas más
consistentes con la realidad de lo que podían suponer los censores religiosos.
Observemos que más allá de la pasión del astrónomo se encuentra el deseo de vivir bajo
otras condiciones sociales: para los siglos venideros sería importante el descubrimiento
científico y sería decisivo el método de la demostración sobre el que insistía Galileo. Pero
para su presente, ambiguo y contradictorio, sólo quedaba absorber la violencia reactiva
del poder social y elaborar el deseo, reprimido por la sanción eclesiástica, de habitar otro
mundo, donde la inteligencia y la creatividad no fueran perseguidas.
De este modo, Galileo fue quien emprendió uno de los primeros pasos que la
cultura occidental debió atravesar en su proceso, hasta ahora irreversible, de
secularización. Dicho proceso consiste en separar las creencias religiosas y la tutela de
las autoridades eclesiásticas de las diferentes esferas de la actividad social, con lo que se
erige un principio de autonomía que habría de facilitar el desarrollo sostenido de la
creatividad humana y el respeto por las subjetividades, los estilos personales y la libertad
de elección. Galileo dio ese primer paso que comenzó con la actividad científica en el
siglo XVII, para continuarse en las instituciones estatales en el siglo XVIII, en el área de
las artes y la cultura, durante el siglo siguiente y finalmente en la sociedad y las
costumbres cotidianas durante el siglo XX.
Desde ya, el proceso no fue continuo ni lineal. Entre otras cosas, porque apartarse
de la tradición constituye un salto hacia adelante cuyas consecuencias no son del todo
predecibles, ni gratas. La función de la tradición reside, precisamente, en orientar a los
más inexpertos respecto de los efectos que pueden emerger luego de emprender
acciones renovadoras. El dominio simbólico que ejerce la tradición se afianza en una
pluralidad de mecanismos represivos no sólo “invisibles”, sino también explícitos y
manifiestos, como las advertencias paralizantes con que los mayores infunden temor y
angustia a los más jóvenes. Pero no todo es represivo en la tradición; la solidez con que
se manifiesta el conocimiento legítimo también supone cierto resguardo, un tipo de
protección más psicológica que material, que en muchos casos puede paralizar a las
personas que intentan innovar o experimentar conductas de formas no convencionales.
Antes de concluir con el tema de Galileo, propondremos un ejemplo actual de este
largo proceso de violencias simbólicas en el que hemos involucrado como protagonista
destacado al astrónomo de Pisa. Veremos en este ejemplo lo que hemos denominado
irreductible ambigüedad de la experiencia moderna: los riesgos que es preciso asumir
para apartarse de las tradiciones dominantes, y la búsqueda con destino incierto de
mejores condiciones de vida. El pensamiento tradicional ha desarrollado imágenes
poderosas del fracaso que aguarda a quien se anima a cruzar el cerco de los límites
impuestos. Desde la expresión de Hesíodo, poeta griego del siglo VIII antes de Cristo,
“más vale pájaro en mano que cien volando”, hasta fábulas repetidas todavía en la
actualidad, la construcción del sentido común contemporáneo debe muchas creencias a
los infundados terrores al fracaso. Por ello es necesario que advirtamos la base cultural
de nuestros miedos para que actuemos a pesar de ellos, y no clausuremos nuestros
propósitos en virtud de potenciales consecuencias no deseadas.
En estos días de 2010 se discute en nuestro Parlamento, bajo los títulos
“matrimonio igualitario” o “boda gay” la regularización civil de parejas del mismo sexo. Los
homosexuales reclaman derechos básicos que actualmente no tienen y que igualarían el
trato legal y administrativo que se les dispensa a las parejas heterosexuales. Su reclamo
se basa en un razonamiento que podríamos llamar antidiscriminatorio. El Estado laico,
que no debe discriminar entre individuos por razones de religión, raza o sexo, está
obligado a no hacer excepciones como la que se plantea con las parejas homosexuales,
pues la pretensión de no registrar el enlace de estas parejas en razón de que los
contrayentes son personas del mismo sexo se funda en un juicio discriminatorio. Por tal
razón, es preciso corregir la Ley de Matrimonio civil, a fin de evitar que el propio Estado
democrático mantenga un procedimiento ilegítimo.
Aunque parece inobjetable, el reclamo de las organizaciones sociales de
homosexuales encuentra un fuerte obstáculo en diversos sectores de la sociedad que
impugnan el razonamiento antidiscriminatorio. Entre otras afirmaciones, quienes se
niegan a extender los derechos de matrimonio civil a los homosexuales sostienen: “la
homosexualidad es una enfermedad o una desviación patológica” “la naturaleza hizo al
hombre varón y mujer” “los niños necesitan referentes seguros de la masculinidad y la
femineidad”, etc. Como puede verse, las afirmaciones transcriptas son de carácter
hipotético y aunque son susceptibles de crítica, se presentan como opiniones
incontrovertibles, pues se apoyan en “el derecho natural”, la “tradición religiosa” o las
“sagradas escrituras”. Por más que estas autoridades intelectuales ejerzan fascinación
sobre un amplio sector de la población, el carácter laico del Estado exige que los
legisladores resuelvan el asunto del bien común con independencia de dogmas o
convicciones religiosas. Por otro lado, la equiparación de derechos que se propone
introducir en la legislación no amenaza a los sectores sociales que ya disponen de esos
derechos pero sí obliga a no interferir en las costumbres, preferencias y decisiones
íntimas de los ciudadanos.
¿Se llega a observar cómo funcionan en este caso las violencias simbólicas
reactivas y proactivas? ¿Está claro que los derechos reclamados por los homosexuales
no agreden a los derechos de quienes se oponen a concedérselos? Sin embargo, los
sectores reactivos sí consideran amenazadas sus convicciones. La tensión entre ambas
posturas hace visible la existencia de un poder social que sólo aparece en situaciones
críticas. Tal como indicamos en los primeros párrafos de este artículo, el poder social
abandona su conveniente invisibilidad cuando la violencia simbólica reactiva se muestra
inadecuada o insuficiente. En un escrito reservado, que sin embargo se filtró a la prensa,
el Cardenal Bergoglio1 llama a una “Guerra de Dios contra el padre de la mentira”,
verdadero pasaje de la invisibilidad a la violencia simbólica. Pero tampoco se hace
esperar mucho tiempo la violencia proactiva: se asocian de modo inatinente los
argumentos contrarios a la “boda gay” con la hipocresía de algunos religiosos, o aún con
la supuesta tolerancia que estos mantienen con los pedófilos. Cuando las posiciones
antagónicas llegan a semejantes extremos, la persistencia de un conflicto que demanda
una solución racional perjudica las posibilidades del debate y complica aún más el
panorama de las violencias enfrentadas. Si bien es cierto que algunas reformas que se
introduzcan a la Ley de Matrimonio Civil habrán de resolver algunos de los problemas que
hoy plantean los homosexuales, no parece razonable interpretar dichas modificaciones
como la causa de una decadencia que habrá de terminar con la convivencia social.

1
Pueden consultarse los siguientes sitios que se hicieron cargo de esta noticia:
http://www.cronista.com/notas/238563-los-demonios-que-desperto-bergoglio,
http://www.ambito.com/noticia.asp?id=531328, http://www.lavoz901.com.ar/despachos.asp?
cod_des=109123&ID_Seccion=12,
http://www.notife.com/noticia/articulo/1004497/Bergoglio_pidio_apoyo_a_la_guerra_de_Dios_cont
Este asunto parece señalar que a pesar de los siglos transcurridos, el poder de la
tradición lejos de haberse desvanecido, sigue monitoreando las decisiones que
corresponden a la iniciativa y a la convicción ética de las personas. Aunque no solicitemos
ayuda ni aprobemos intervenciones ajenas, se imponen restricciones a nuestra libertad
que no derivan de imposibilidades fácticas, sino de manifiestas oposiciones autoritarias de
quienes se arrogan, como en la época de Galileo, la autoridad sobre la vida, el
pensamiento y hasta los deseos. No es casual que se invoque al “derecho natural” o
incluso a ciertos perspectivas científicas para justificar el patronazgo sobre la conducta y
las decisiones personales: gracias a Galileo, el principio de autoridad dejó hace mucho de
ser convincente por sí mismo, y para garantizar su eficacia se requiere del auxilio de
recursos tales como la censura previa de las opiniones adversas, la persecución o el
“disciplinamiento” de los opositores. En el caso del siglo XVII, lejos de la invisibilidad
adecuada, el poder se manifestó con toda su pompa, y exigió la retractación pública del
científico. A casi cuatro siglos de ese primer paso en el largo camino de la secularización,
disfrutamos de instituciones democráticas que sin garantías de infalibilidad ni
“construcciones a prueba de error” asumen las decisiones políticas que conciernen al bien
común sin inmiscuirse en la moralidad, los estilos y las decisiones de los individuos.

Bibliografía
Bourdieu, Pierre (1988) La distinción. Bases sociales del gusto. Madrid, Taurus.
Burke, Peter (1995) El Renacimiento italiano: cultura y sociedad en Italia Madrid, Crítica
Heller, Agnes (1980) El hombre del renacimiento Barcelona, Edicions 62

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