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Miguel A. Santagada
Hemos renunciado a explicar por qué Galileo tomó los riesgos de enfrentar al
sistema de control más poderoso de su época. Más modestos, nos concentramos en otros
aspectos emblemáticos, que se relacionan no tanto con los motivos interiores, sino con
los propósitos y las metas que intentó alcanzar con sus decisiones. Galileo se propone la
aventura de ver el mundo y el cosmos mediante un adminículo de su propia fabricación, el
telescopio, relativizando de este modo nada menos que el poder simbólico de Aristóteles
y atreviéndose a insinuar que la Biblia admite interpretaciones heterodoxas más
consistentes con la realidad de lo que podían suponer los censores religiosos.
Observemos que más allá de la pasión del astrónomo se encuentra el deseo de vivir bajo
otras condiciones sociales: para los siglos venideros sería importante el descubrimiento
científico y sería decisivo el método de la demostración sobre el que insistía Galileo. Pero
para su presente, ambiguo y contradictorio, sólo quedaba absorber la violencia reactiva
del poder social y elaborar el deseo, reprimido por la sanción eclesiástica, de habitar otro
mundo, donde la inteligencia y la creatividad no fueran perseguidas.
De este modo, Galileo fue quien emprendió uno de los primeros pasos que la
cultura occidental debió atravesar en su proceso, hasta ahora irreversible, de
secularización. Dicho proceso consiste en separar las creencias religiosas y la tutela de
las autoridades eclesiásticas de las diferentes esferas de la actividad social, con lo que se
erige un principio de autonomía que habría de facilitar el desarrollo sostenido de la
creatividad humana y el respeto por las subjetividades, los estilos personales y la libertad
de elección. Galileo dio ese primer paso que comenzó con la actividad científica en el
siglo XVII, para continuarse en las instituciones estatales en el siglo XVIII, en el área de
las artes y la cultura, durante el siglo siguiente y finalmente en la sociedad y las
costumbres cotidianas durante el siglo XX.
Desde ya, el proceso no fue continuo ni lineal. Entre otras cosas, porque apartarse
de la tradición constituye un salto hacia adelante cuyas consecuencias no son del todo
predecibles, ni gratas. La función de la tradición reside, precisamente, en orientar a los
más inexpertos respecto de los efectos que pueden emerger luego de emprender
acciones renovadoras. El dominio simbólico que ejerce la tradición se afianza en una
pluralidad de mecanismos represivos no sólo “invisibles”, sino también explícitos y
manifiestos, como las advertencias paralizantes con que los mayores infunden temor y
angustia a los más jóvenes. Pero no todo es represivo en la tradición; la solidez con que
se manifiesta el conocimiento legítimo también supone cierto resguardo, un tipo de
protección más psicológica que material, que en muchos casos puede paralizar a las
personas que intentan innovar o experimentar conductas de formas no convencionales.
Antes de concluir con el tema de Galileo, propondremos un ejemplo actual de este
largo proceso de violencias simbólicas en el que hemos involucrado como protagonista
destacado al astrónomo de Pisa. Veremos en este ejemplo lo que hemos denominado
irreductible ambigüedad de la experiencia moderna: los riesgos que es preciso asumir
para apartarse de las tradiciones dominantes, y la búsqueda con destino incierto de
mejores condiciones de vida. El pensamiento tradicional ha desarrollado imágenes
poderosas del fracaso que aguarda a quien se anima a cruzar el cerco de los límites
impuestos. Desde la expresión de Hesíodo, poeta griego del siglo VIII antes de Cristo,
“más vale pájaro en mano que cien volando”, hasta fábulas repetidas todavía en la
actualidad, la construcción del sentido común contemporáneo debe muchas creencias a
los infundados terrores al fracaso. Por ello es necesario que advirtamos la base cultural
de nuestros miedos para que actuemos a pesar de ellos, y no clausuremos nuestros
propósitos en virtud de potenciales consecuencias no deseadas.
En estos días de 2010 se discute en nuestro Parlamento, bajo los títulos
“matrimonio igualitario” o “boda gay” la regularización civil de parejas del mismo sexo. Los
homosexuales reclaman derechos básicos que actualmente no tienen y que igualarían el
trato legal y administrativo que se les dispensa a las parejas heterosexuales. Su reclamo
se basa en un razonamiento que podríamos llamar antidiscriminatorio. El Estado laico,
que no debe discriminar entre individuos por razones de religión, raza o sexo, está
obligado a no hacer excepciones como la que se plantea con las parejas homosexuales,
pues la pretensión de no registrar el enlace de estas parejas en razón de que los
contrayentes son personas del mismo sexo se funda en un juicio discriminatorio. Por tal
razón, es preciso corregir la Ley de Matrimonio civil, a fin de evitar que el propio Estado
democrático mantenga un procedimiento ilegítimo.
Aunque parece inobjetable, el reclamo de las organizaciones sociales de
homosexuales encuentra un fuerte obstáculo en diversos sectores de la sociedad que
impugnan el razonamiento antidiscriminatorio. Entre otras afirmaciones, quienes se
niegan a extender los derechos de matrimonio civil a los homosexuales sostienen: “la
homosexualidad es una enfermedad o una desviación patológica” “la naturaleza hizo al
hombre varón y mujer” “los niños necesitan referentes seguros de la masculinidad y la
femineidad”, etc. Como puede verse, las afirmaciones transcriptas son de carácter
hipotético y aunque son susceptibles de crítica, se presentan como opiniones
incontrovertibles, pues se apoyan en “el derecho natural”, la “tradición religiosa” o las
“sagradas escrituras”. Por más que estas autoridades intelectuales ejerzan fascinación
sobre un amplio sector de la población, el carácter laico del Estado exige que los
legisladores resuelvan el asunto del bien común con independencia de dogmas o
convicciones religiosas. Por otro lado, la equiparación de derechos que se propone
introducir en la legislación no amenaza a los sectores sociales que ya disponen de esos
derechos pero sí obliga a no interferir en las costumbres, preferencias y decisiones
íntimas de los ciudadanos.
¿Se llega a observar cómo funcionan en este caso las violencias simbólicas
reactivas y proactivas? ¿Está claro que los derechos reclamados por los homosexuales
no agreden a los derechos de quienes se oponen a concedérselos? Sin embargo, los
sectores reactivos sí consideran amenazadas sus convicciones. La tensión entre ambas
posturas hace visible la existencia de un poder social que sólo aparece en situaciones
críticas. Tal como indicamos en los primeros párrafos de este artículo, el poder social
abandona su conveniente invisibilidad cuando la violencia simbólica reactiva se muestra
inadecuada o insuficiente. En un escrito reservado, que sin embargo se filtró a la prensa,
el Cardenal Bergoglio1 llama a una “Guerra de Dios contra el padre de la mentira”,
verdadero pasaje de la invisibilidad a la violencia simbólica. Pero tampoco se hace
esperar mucho tiempo la violencia proactiva: se asocian de modo inatinente los
argumentos contrarios a la “boda gay” con la hipocresía de algunos religiosos, o aún con
la supuesta tolerancia que estos mantienen con los pedófilos. Cuando las posiciones
antagónicas llegan a semejantes extremos, la persistencia de un conflicto que demanda
una solución racional perjudica las posibilidades del debate y complica aún más el
panorama de las violencias enfrentadas. Si bien es cierto que algunas reformas que se
introduzcan a la Ley de Matrimonio Civil habrán de resolver algunos de los problemas que
hoy plantean los homosexuales, no parece razonable interpretar dichas modificaciones
como la causa de una decadencia que habrá de terminar con la convivencia social.
1
Pueden consultarse los siguientes sitios que se hicieron cargo de esta noticia:
http://www.cronista.com/notas/238563-los-demonios-que-desperto-bergoglio,
http://www.ambito.com/noticia.asp?id=531328, http://www.lavoz901.com.ar/despachos.asp?
cod_des=109123&ID_Seccion=12,
http://www.notife.com/noticia/articulo/1004497/Bergoglio_pidio_apoyo_a_la_guerra_de_Dios_cont
Este asunto parece señalar que a pesar de los siglos transcurridos, el poder de la
tradición lejos de haberse desvanecido, sigue monitoreando las decisiones que
corresponden a la iniciativa y a la convicción ética de las personas. Aunque no solicitemos
ayuda ni aprobemos intervenciones ajenas, se imponen restricciones a nuestra libertad
que no derivan de imposibilidades fácticas, sino de manifiestas oposiciones autoritarias de
quienes se arrogan, como en la época de Galileo, la autoridad sobre la vida, el
pensamiento y hasta los deseos. No es casual que se invoque al “derecho natural” o
incluso a ciertos perspectivas científicas para justificar el patronazgo sobre la conducta y
las decisiones personales: gracias a Galileo, el principio de autoridad dejó hace mucho de
ser convincente por sí mismo, y para garantizar su eficacia se requiere del auxilio de
recursos tales como la censura previa de las opiniones adversas, la persecución o el
“disciplinamiento” de los opositores. En el caso del siglo XVII, lejos de la invisibilidad
adecuada, el poder se manifestó con toda su pompa, y exigió la retractación pública del
científico. A casi cuatro siglos de ese primer paso en el largo camino de la secularización,
disfrutamos de instituciones democráticas que sin garantías de infalibilidad ni
“construcciones a prueba de error” asumen las decisiones políticas que conciernen al bien
común sin inmiscuirse en la moralidad, los estilos y las decisiones de los individuos.
Bibliografía
Bourdieu, Pierre (1988) La distinción. Bases sociales del gusto. Madrid, Taurus.
Burke, Peter (1995) El Renacimiento italiano: cultura y sociedad en Italia Madrid, Crítica
Heller, Agnes (1980) El hombre del renacimiento Barcelona, Edicions 62