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EL ÁRBOL QUE LLORABA
EN EL PARQUE
INONGO-VI-MAKOMÈ
Dedicado a Riekà y a todas las niñas y los niños
que aman los árboles y que respetan la naturaleza.
I
—Por eso se ríe, porque sabe que nos abandonas para ir a buscar
algo que nos hará vivir mejor, y porque no tardaremos en reunirnos
contigo —dijo la madre mientras primero le daba un beso a la niña,
y luego, al padre.
El padre se fue, la madre se quedó en el poblado con la niña, y
la pequeña Riekà fue creciendo a medida que pasaba el tiempo. La
ausencia del padre no se notó mucho en el plano material. Todo el
clan se volcó, como era costumbre, en cuidar a la niña y a su madre.
Sólo cuando la pequeña cumplió seis lunas, fue cuando se autorizó
a la madre a empezar a ir al bosque a cultivar su plantación de yuca
y de malangas. Se marchaba por la mañana temprano para regresar
hacia las once, cuando el dios Sol comenzaba a fortalecer sus rayos
para que dieran más luz y calor.
Cuando Riekà tuvo ocho lunas, su madre decidió llevarla con ella
al campo.
—Mañana iremos por primera al campo. Espero que te portes
bien y que me dejes trabajar —le dijo la madre en la víspera, mien-
tras la metía en su cuna.
La pequeña le dedicó una gran sonrisa. Por la mañana, tempra-
no, la madre cargó a la niña en la espalda, atada con una tela estam-
pada, y se fueron al campo.
La madre empezó a trabajar, siempre con su carga en la espalda.
La niña se mantenía tranquila, y esta actitud tranquilizó también a
Diba da Menanga. De vez en cuando la pequeña movía la cabeza
de un lado a otro.
Pero lo que no sabía la madre era que tan pronto como llega-
ron al bosque, la carita de Riekà se había transformado. Una dulce
expresión de satisfacción se adueñó de ella. Reía constantemente
mientras miraba los árboles. Estaba feliz.
12 Inongo-vi-Makomè
Riekà, con más de dos años bien cumplidos, seguía sin hablar.
Escuchaba todo lo que le decían, y cumplía las órdenes que le da-
ban, pero no llegaba a pronunciar las palabras adecuadas cuando
quería pedir algo. Tan sólo tres palabras salían con cierta facilidad
de su boca cuando las pronunciaba: Ine (mamá), cuando quería re-
ferirse a su madre; mbamba (abuela), cuando se dirigía a su abuela, y
tete (papá), cuando de vez en cuando se dirigía a cualquier persona
mayor del sexo masculino.
Su retraso en el hablar preocupaba mucho a su abuela y a su
madre. Pero el hecho de que pronunciara con nitidez aquellas tres
palabras, les tranquilizaba algo.
El padre, que se había ido del pueblo cuando la pequeña sólo
acababa de cumplir una luna, mandó decir a su mujer, cinco lunas
después, que se iba a un país de blancos, y que tan pronto como las
cosas le fueran bien, mandaría llamar a ambas.
El padre ya llevaba algo más de dos años en Europa cuando, un
día, su mujer recibió en el pueblo una carta en la que le decía que
se preparara para viajar, porque le iba a mandar el dinero del billete
del avión para que acudiera con la niña a su encuentro.
La noticia llenó al clan de alegría y de inquietud al mismo tiempo.
El hecho de que un miembro tan importante como él se encontrara
tan lejos del pueblo y del país no les tranquilizaba. La preocupación
era aún mayor cuando se comentaba en el pueblo que los jóvenes
que se marchaban a las grandes ciudades o al extranjero no solían
regresar a su tierra natal. Y los pueblos estaban perdiendo a su
gente joven.
18 Inongo-vi-Makomè
Así que la única persona que se alegró de esta noticia fue la mu-
jer. A ella lo que más le interesaba era poder volver a estar junto a
su marido y su hija.
—Pronto vamos a ir a encontrarnos con tete en el país de los
blancos —le dijo a la niña tan pronto como se encontraron a solas.
Al creer notar una cierta indiferencia en la reacción de la peque-
ña, la madre insistió:
—¿A qué te gusta la idea de ir a encontrarte con tete?
Riekà esbozó una pequeña sonrisa y dijo:
—Tete.
—¡Sí, tete, vamos a ver a tete! —afirmó la madre.
Al día siguiente, cuando madre e hija fueron a la finca, Riekà se
refugió como siempre entre las raíces del gigante árbol, mientras su
madre trabajaba.
—Pronto ine y yo vamos a ir al país de los blancos a encontrar-
nos con mi padre —le dijo la pequeña al árbol.
—¡Ah, qué bien! —exclamó el árbol.
—Pero ya no te veré —susurró la pequeña con cierta tristeza.
—Pero vas a estar con tu padre. Es muy importante que los ni-
ños crezcan junto a sus padres —le animó el árbol.
—Pero a mí me hubiese gustado tener a mis padres aquí, en el
pueblo, y así podría verte siempre —dijo Riekà.
—Allá en el país de los blancos encontrarás otros árboles como
yo —le animó el árbol.
—Pero yo sólo te quiero a ti —susurró la pequeña.
—Es precisamente porque sé que me quieres, por lo que me
alegro de que te vayas lejos de aquí ahora —dijo el árbol.
El árbol que lloraba en el parque 19
—¿Por qué dices eso, árbol? —preguntó la niña con cierta triste-
za creyendo que su amigo ya no la quería.
—Porque sé que tú podrás ser la salvación de muchos árboles
como yo en el futuro. Eres todavía muy pequeña, y sé que no
entiendes lo que te digo. Pero cuando seas mayor, lo entenderás
todo. Comprenderás que mi futuro, y el de muchos otros árboles,
lo mismo pequeños que grandes como yo, dependerá de tu lucha y
la de otros —le dijo el árbol. La niña lo miraba fijamente sin com-
prender muy bien lo que le estaba diciendo—. Cuando seas mayor,
serás de las pocas personas en el mundo que sabrá que nosotros,
los árboles, hablamos, reímos y lloramos cuando nos hacen daño
o nos matan.
—Los mayores saben también que los árboles habláis y reís —
contestó la niña.
—¡No, Riekà! Eso no lo saben los mayores, y tampoco los niños.
Tú has tenido el privilegio no sólo de saberlo, sino de experimen-
tarlo. Por eso todos los árboles de esta selva y de otras selvas te
bendecimos, porque sabemos que eres nuestra gran esperanza —
dijo el árbol.
Ya no pudieron continuar hablando. Vino la madre, tomó a la
pequeña de la mano, y volvieron al pueblo.
Riekà ya tenía cuatro años bien cumplidos cuando ella y su ma-
dre se prepararon para abandonar su poblado, Mawede, rumbo a la
ciudad, donde debían coger el avión que les llevaría directamente
al país de Europa en el que se iban a encontrarse con su padre. En
la víspera del día de su viaje, los vecinos del pueblo les organizaron
una gran fiesta de despedida. Querían homenajear a la niña, evo-
cando a todos los espíritus del poblado para que cuidaran de ella,
allá donde ella fuera. Era la primera vez que una niña nacida en
Mawede abandonaba su tierra a esa corta edad, para viajar a otra
tierra tan lejana.
20 Inongo-vi-Makomè
CORO:
O, Riekà, Riekà… ¡Oh Riekà, Riekà!...
Ngon´a mboa Mawede Hija del pueblo de Mawede
Muna male Niña bendita
Yòngònedè´e Mawede Recuerda Mawede
Epidi yè´e, epedi yè´e… ¡Siempre, siempre!...
El árbol que lloraba en el parque 21
CORO:
O, Riekà, Riekà… ¡Oh Riekà, Riekà!...
Ngon´a mboa Mawede Hija de pueblo de Mawede
Muna male Niña bendita
Yòngònedè´e Mawede Recuerda Mawede
Epedi yè´e, epidi yè´e… ¡Siempre, siempre!...
con sus compañeros y nunca daba la lata en clase como algunos otros
niños. Las maestras destacaban lo inteligente que era y la atención
que prestaba a todo lo que explicaban. “Lo raro es que, a veces,
parece que sabe lo que le voy a decir antes de sacarlo de mi boca…”,
dijo una vez la maestra a su madre. Los comentarios de las maestras
enorgullecían a la madre. Pero no sabía por qué, en su fuero interno,
sentía un poco de miedo. Un miedo que no sabía interpretar.
Si bien el primer barrio donde vivieron era bonito, este segundo
era aún mejor, sobre todo porque tenía un gran parque. Y este par-
que no estaba lejos de su casa. Un día, la madre de Riekà, acompa-
ñada de una vecina que tenía también una niña de la edad de su hija,
fueron al parque, por la tarde, para intentar distraer a las pequeñas.
La vecina y amiguita de Riekà se llamaba Silvia. Cuando entraron en
el parque, las dos madres buscaron un asiento y se sentaron. Silvia y
Riekà fueron directamente a subir a los toboganes. Todos sus movi-
mientos eran vigilados por la atenta mirada de sus progenitoras.
Las niñas saltaban de un columpio a otro. En un momento de-
terminado, Riekà se bajó del tobogán y se dirigió hacia un arbolito
que estaba cerca de donde estaban los juegos para los niños más
pequeños. El arbusto estaba solo, aunque a unos metros había tam-
bién una palmera. Sus ramitas estaban llenas de hojas, y algunas
tocaban el suelo.
Riekà acarició las ramitas y las hojas del arbusto.
—Arbolito, ¿por qué estás triste? —preguntó la niña al arbusto.
—¿Cómo sabes tú que estoy triste? —le preguntó a su vez el
arbolito.
—Porque te veo triste —explicó Riekà.
—Tú eres una niña, un humano, y no puedes saber los proble-
mas de los árboles —le dijo el arbolito.
26 Inongo-vi-Makomè
—Ellos están bien y están contentos, porque les gusta estar aquí;
a mí no me gusta —volvió a quejarse el pequeño arbolito.
—Y ¿dónde quieres estar?
—Yo quiero estar en el bosque, del que me sacaron —dijo el
arbusto.
—¿Te sacaron del bosque? —balbuceó Riekà.
—¡Así es! Mientras me arrancaban, lloraba, y mi madre suplicaba
al hombre para que no me llevara, pero no le hizo ningún caso —
detalló el arbusto.
—Ese hombre no hizo caso porque no os oía ni a ti ni a tu ma-
dre —justificó Riekà.
—¡Ya lo sé, pero a mí no me gusta estar aquí!
—¿Por qué no te gusta estar aquí? —quiso saber la niña.
—Porque no es como en el bosque. Aquí me han hecho un pe-
queño hoyo, y estoy rodeado de cemento. El poco espacio de tierra
donde estoy no deja ni crecer la hierba. Mientras que en el bosque
estoy rodeado de toda la tierra desnuda que quiero, de hierbas y
de otros arbustos, y además está mi madre. Pero mírame aquí, los
árboles estamos distanciados, el cemento nos encarcela… ¡No me
gusta estar aquí! —concluyó el arbusto.
Riekà se mantuvo callada durante unos segundos. No sabía qué
decir.
—Y ¿qué vas a hacer? ¿Por qué no te conformas como todos los
demás árboles que hay por aquí, y no te pasará nada?
—Ellos sí pueden; yo no puedo ni quiero. Este no es mi lugar.
Además vienen los niños y me hacen daño. Me maltratan —se que-
jó el arbusto.
—¿Qué los niños te maltratan?
El árbol que lloraba en el parque 29
El jardinero se detuvo.
—¿Cómo se llama usted? —quiso saber.
—Me llamo Suni.
—Verá, señorita Suni, no la conozco de nada, pero la respeto
mucho. Así que, por favor, vuelva a su colegio y déjeme tranquilo,
tengo mucho que hacer —dijo el jardinero.
La maestra le dio la espalda y salió del parque. El jardinero volvió
a lo que estaba haciendo.
Unas horas más tarde, el jardinero se plantó delante del arbusto.
Le había dado rabia la conversación que había tenido momentos
antes con la maestra de la escuela. Así que se llevó todo el material
necesario que necesitaba para cortar el arbusto y acabar de arran-
carlo, y tirarlo después a la hoguera en la que quemaba las ramas y
las hojas secas.
Ya tenía el machete en la mano e iba a asestar el primer golpe,
cuando, sin saber cómo, algo le retuvo. Miró fijamente el arbusto.
Estuvo así, indeciso, durante algunos segundos, hasta que, por fin,
optó por bajar la mano que sostenía el machete. Una amarga y di-
simulada sonrisa asomó en sus labios. “Nunca creí que las locuras
se contagiasen”, murmuró. Guardó el machete. Cogió la pala y em-
pezó a cavar, evitando en todo momento dañar las raíces. Cuando
llegó hasta la última raíz del arbusto, lo arrancó y lo depositó con
cuidado en el suelo. A continuación fue a buscar su furgoneta. Car-
gó primero sus instrumentos de trabajo y colocó el arbusto. Acto
seguido salió del recinto del parque.
El jardinero condujo su furgoneta hasta las afueras de la ciudad.
Cuando hora y media más tarde llegó al bosque donde recordaba
haber arrancado el arbusto, paró el coche y se apeó de él. Cargó el
arbusto al hombro y cogió el material de cavar con la otra mano.
50 Inongo-vi-Makomè
Pasaron unas tres semanas desde que la señorita Suni tuvo ese
ridículo encontronazo con el jardinero del parque del barrio donde
ella impartía las clases en la escuela. Desde aquel día renunció a
pensar en aquel desagradable incidente. Sentía vergüenza porque
creía que había hecho el ridículo. Por suerte, su alumna, Riekà, le
facilitó mucho las cosas. De pronto, la niña había recobrado la ac-
titud normal de principios de curso. Era como si no recordara el
lío que había montado. Eso hizo que la maestra se reprochara aún
más el ridículo que creía haber hecho. No comprendía por qué se
había dejado enredar, conociendo ella como conocía a los niños de
esa edad. Por lo tanto, no hizo falta llevar el asunto a la dirección.
También le evitó justificar su comportamiento tan poco profesio-
nal, tal y como ella creía.
Una mañana, estaba en clase cuando el conserje vino a anunciar-
le que un señor quería verla después de la clase. No dijo el nombre.
La maestra creyó que podía ser el padre de uno de sus alumnos.
Cuando acabó la clase y los niños salieron del aula, el conserje trajo
a la visita. A primera vista, la señorita Suni no reconoció al jardine-
ro del parque del arbusto que lloraba. No llevaba ropa de faena e
iba bien vestido. El conserje les dejó solos.
—Buenos días, señorita, no sé si se acuerda todavía de mí… —
empezó diciendo el jardinero.
La señorita Suni se fijó en él. Le sonaba la cara, pero no acababa
de identificarle. La mañana en la que se vieron, el jardinero llevaba
un gorro de lana que le tapaba hasta las orejas para protegerse del
frío.
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vinieran también con nosotros, porque, igual que yo, han sufrido
mucho por este asunto.
—¡No faltaba más, señorita Suni! Yo mismo se lo iba a proponer.
Quiero darme el gustazo de conocer a esa señorita que entiende de
árboles más que yo —dijo riendo el jardinero.
Quedaron el sábado siguiente. Y tan pronto como se marchó el
jardinero, la señorita Suni buscó a Riekà.
—Riekà, ¿te acuerdas del arbolito del parque que decías que llo-
raba? —preguntó la maestra cuando tuvo a la niña delante.
—Sí, me acuerdo de él. Sé que ahora está bien. Está a salvo —
contestó la niña con toda tranquilidad.
La maestra se extrañó.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has hablado con el jardinero del par-
que? —preguntó la señorita Suni con cara de asombro.
—No, pero sé que el arbolito está ahora muy bien. Ya no llora
cuando alguna vez se me aparece en el sueño. Sonríe, está contento,
por eso sé que se encuentra bien. Usted lo ha ayudado —concluyó
la pequeña con toda naturalidad.
Mientras la pequeña hablaba, la maestra la miraba con extrañeza
sin saber qué decir. Como ya no sabía qué más contarle, se despidió
de ella prometiendo que llamaría a su madre.
El sábado, a las diez de la mañana, el jardinero invitó a entrar
en su furgoneta a la maestra, a Riekà y a sus padres, y cogieron la
carretera que conducía al bosque donde se encontraba el arbusto
que antes lloraba en el parque y que ahora reía.
Cuando bajaron del coche y se estaban aproximando al arbolito,
sin que el jardinero hubiese señalado dónde lo había plantado, Rie-
kà se soltó de la mano de su padre y se fue corriendo hacia el árbol.
54 Inongo-vi-Makomè
Oh Riekà, Riekà
Ngoni ya Mawede
Muna male
Ongònedè´e Mawede
Epedi yè´e, epedi yè´e...
I........................................................................................................ 9
II...................................................................................................... 17
III..................................................................................................... 23
IV..................................................................................................... 33
V...................................................................................................... 45
VI..................................................................................................... 51
VII................................................................................................... 59