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Primera edición: abril de 2014

© Inongo-vi-Makomè
© Ediciones Carena
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Ilustración de cubierta y dibujos de interior: Victor Aragón


Diseño cubierta y maquetación: Génesis Yeje Minaya
Corrección: Jesús Martínez
Depósito legal: B 9365-2014
ISBN: 978-84-16054-00-8

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ción de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
EL ÁRBOL QUE LLORABA
EN EL PARQUE

INONGO-VI-MAKOMÈ
Dedicado a Riekà y a todas las niñas y los niños
que aman los árboles y que respetan la naturaleza.
I

Amigos y amigas, una vez más vengo a contaros una historia


muy extraña. Es una historia que empezó en un poblado de un país
del centro de África, llamado Mawede, y donde nació una niña a la
que sus padres pusieron el nombre de Riekà.
La noche anterior al nacimiento de la pequeña, su madre, Diba
da Menanga, tuvo un extraño sueño. Se le apareció el padre de su
marido que había muerto pocos años atrás, y le dijo: “Diba da Me-
nanga, vas a tener una niña un poco especial. Por fuera se parecerá
a todas las demás, pero, en su interior, será diferente y, sobre todo,
especial. Nuestro clan la esperaba desde hace mucho tiempo. ¡Cuí-
dala mucho!”.
Cuando Diba da Menanga quiso pedirle a su difunto suegro que
le explicara lo que quería decir, éste desapareció. Momentos des-
pués ella se despertó del sueño. No dio mucha importancia a lo que
había soñado, pero le quedó una expresión de alegría en su cara
por haber vuelto a ver al padre de su esposo, aunque sólo fuera en
sueños.
Por la mañana, cuando Diba da Menanga se levantó de su cama,
ya no se acordó de lo que había soñado. El día iba transcurriendo
con toda normalidad, cuando, de pronto, mientras el sol se posaba
justo en el centro del cielo, Diba da Menanga empezó a tener do-
lores de parto. Enseguida fue requerida la presencia de las mujeres
del clan que entendían de eso. Y cuando todavía no habían acudido
todas ellas, la niña apareció. Por poco se cae del vientre de su madre
al suelo. Pero su abuela, que todavía conservaba sus energías, se
apresuró a cogerla en sus brazos.
10 Inongo-vi-Makomè

La niña tenía los ojos abiertos y, tan pronto como descubrió la


cara de su abuela, se puso a reír. La abuela, sorprendida por aquella
expresión de su nieta recién llegada al mundo, le devolvió la sonrisa.
—Eres la primera niña, de tantas que he ayudado a traer al mun-
do en este pueblo, que en vez de llorar, se ríe. ¡Qué tu sonrisa sea
entonces para siempre y para el bien de este pueblo y de este mun-
do! ¡Bienvenida al mundo! —dijo la abuela a la niña, mientras la
bendecía con un poco de su saliva en la cabeza.
Fue así como la pequeña Riekà aterrizó en nuestro mundo, justo
cuando el dios Sol alcanzaba el centro del cielo, para luego comen-
zar su lento caminar que lo llevaría finalmente a su descanso diario.
La niña tenía todavía una luna cuando su padre decidió abando-
nar el poblado para trasladarse a la ciudad. Ya lo tenía pactado con
su mujer antes del nacimiento de la pequeña. Tenía que ir a la ciu-
dad para buscar trabajo y poder darle a su familia una vida mejor.
Una mañana, cargó a su hija en brazos, y con cierta tristeza le dijo:
—Riekà, eres mi princesa. Eres mi gran tesoro. Mas, pequeña
mía, te tengo que abandonar. Pero te prometo que no será por
mucho tiempo. Voy hacer todo lo posible para que tú y tu mamá
vengáis pronto a encontrarme allá donde esté.
Al escuchar estas palabras de su padre, la niña se puso a reír.
Toda la expresión de su cara reflejaba alegría. Al principio, esto
desconcertó al padre. La madre apareció enseguida.
—Es extraño —dijo el padre—, acabo de hablarle a la niña y,
mientras le hablaba, ella me miraba fijamente, cuando he terminado,
enseguida se ha echado a reír. Se diría que entiende lo que le digo.
—¿Qué le has dicho? —preguntó la madre.
—Me despedía de ella. Le he dicho que haré lo posible para que
podáis reuniros pronto conmigo, esté donde esté —explicó el padre.
El árbol que lloraba en el parque 11

—Por eso se ríe, porque sabe que nos abandonas para ir a buscar
algo que nos hará vivir mejor, y porque no tardaremos en reunirnos
contigo —dijo la madre mientras primero le daba un beso a la niña,
y luego, al padre.
El padre se fue, la madre se quedó en el poblado con la niña, y
la pequeña Riekà fue creciendo a medida que pasaba el tiempo. La
ausencia del padre no se notó mucho en el plano material. Todo el
clan se volcó, como era costumbre, en cuidar a la niña y a su madre.
Sólo cuando la pequeña cumplió seis lunas, fue cuando se autorizó
a la madre a empezar a ir al bosque a cultivar su plantación de yuca
y de malangas. Se marchaba por la mañana temprano para regresar
hacia las once, cuando el dios Sol comenzaba a fortalecer sus rayos
para que dieran más luz y calor.
Cuando Riekà tuvo ocho lunas, su madre decidió llevarla con ella
al campo.
—Mañana iremos por primera al campo. Espero que te portes
bien y que me dejes trabajar —le dijo la madre en la víspera, mien-
tras la metía en su cuna.
La pequeña le dedicó una gran sonrisa. Por la mañana, tempra-
no, la madre cargó a la niña en la espalda, atada con una tela estam-
pada, y se fueron al campo.
La madre empezó a trabajar, siempre con su carga en la espalda.
La niña se mantenía tranquila, y esta actitud tranquilizó también a
Diba da Menanga. De vez en cuando la pequeña movía la cabeza
de un lado a otro.
Pero lo que no sabía la madre era que tan pronto como llega-
ron al bosque, la carita de Riekà se había transformado. Una dulce
expresión de satisfacción se adueñó de ella. Reía constantemente
mientras miraba los árboles. Estaba feliz.
12 Inongo-vi-Makomè

Cuando en un momento determinado Diba da Menanga se sintió


algo cansada por la carga que soportaba en su espalda, se enderezó
y miró a su alrededor. Muy cerca de donde trabajaba, descubrió un
árbol gigante con grandes y poderosas raíces que salían del suelo y
llegaban a formar como una especie de pequeños departamentos
en su entorno.
—Mira, Riekà, te voy a dejar un momento entre las raíces de
ese árbol de allí. No tengas miedo, estaré siempre cerca —dijo la
madre.
La cara de la pequeña se iluminó aún más, aunque su madre no
podía verla. Diba da Menanga llegó donde estaba el árbol y, acto
seguido, desató los nudos que sujetaban la tela que aguantaba a la
niña. Antes de depositar a su hija en el suelo, limpió primero el lu-
gar donde la iba a dejar, y luego extendió la tela.
—Quédate aquí, ine [mamá] no estará lejos —dijo la madre
mientras sentaba a la pequeña sobre la tela.
Entonces fue cuando la madre pudo ver la cara de su hija. No
la había visto desde que llegaron al campo. Una extraña sensación
invadió rápidamente todo su cuerpo. No podía explicar aquella ex-
presión de placer y alegría que descubrió, de súbito, en el rostro de
la niña.
La pequeña Riekà se desentendió rápidamente de su presencia,
y se puso a acariciar el cuerpo de la gigante raíz del árbol. Lo aca-
riciaba con suavidad mientras de su boca salían expresiones que su
madre no podía interpretar.
La madre se había quedado muda, viendo y observando los ges-
tos de su hija. Como la pequeña se había desentendido de ella, de-
cidió ir a reanudar su trabajo. De vez en cuando se levantaba para
mirar a la pequeña. A veces la descubría riendo y mirando fijamente
la parte baja del árbol donde se encontraba. Era como si alguien
El árbol que lloraba en el parque 13

le estuviera contando chistes y divirtiendo. Otras veces, cuando la


madre miraba allá y no la descubría enseguida, entonces se despla-
zaba un poco y acababa viéndola, ya fuera apoyada en la pared de
la raíz o acariciando la parte que correspondía al verdadero cuerpo
del árbol.
Pero lo que más llamaba la atención de la madre era que su hija
siempre estaba riendo y haciendo gestos como si hablara con al-
guien.
Cuando llegó la hora de retornar al poblado, volvió a atar a la
pequeña a su espalda y fue caminando por la vereda que conducía
al poblado. Mientras se alejaban, la pequeña sacó la mano y la mo-
vió para despedirse del árbol cuyas raíces acababan de servirle de
refugio. La madre no vio aquel gesto.
Cuando llegaron al poblado, Diba da Menanga no comentó a
nadie lo que había observado. No lo hizo porque ni ella misma
sabría explicarse lo que vio. Y así pasó también al día siguiente y al
siguiente. La madre, que constataba el placer que se despertaba en
Riekà cada vez que iban al campo, y más cuando la dejaba debajo
del árbol, creyó haber encontrado en la finca una niñera perfecta
para su hija.
Nunca les decía a los demás miembros del clan las extrañas re-
acciones de la niña que observaba cada vez que la dejaba debajo
del árbol. Ella, desde los lugares a donde iba, observaba disimula-
damente a la pequeña. A veces la encontraba tranquila; otras veces
reía o hacía como si hablara o escuchara a alguien. Eso la empujaba,
en ocasiones, a aproximarse para ver si había venido un familiar o
un vecino del pueblo sin que se hubiese dado cuenta. Pero nunca
veía a nadie.
El árbol se erguía majestuoso balanceando suavemente sus ra-
mas y sus hojas al ritmo y en la dirección que le imponía el viento
14 Inongo-vi-Makomè

del momento. Al principio, la inquietud de la madre era tal que


quiso contarle a la abuela de la pequeña, o al cabeza del clan, lo que
ella iba observando. Pero no lo hizo porque sabía que le prohibirían
seguir llevando a la niña al campo. Dirían que la niña veía espíritus y
que podría ser muy malo para ella. Y lo que ella no quería era dejar
a su hija cuando iba a trabajar a la finca. El tiempo fue pasando.
Riekà ya tenía más de un año, aproximándose a los dos años. Pero
seguía sin hablar.
Lo que más extrañaba a su madre era que cuando observaba a la
niña a escondidas, desde donde ella araba, veía o tenía la sensación
de que la pequeña conversaba con alguien.
Y era realmente lo que pasaba. La pequeña Riekà todavía no
hablaba con los hombres, pero sí conversaba con el árbol. Ella le
contaba al árbol lo que veía en el poblado; el árbol le contaba las
historias del bosque y de la selva en general. Ambos se reían de
sus conversaciones. Pero la madre veía solamente la sonrisa de los
labios de su hija, y no la del árbol.
Los sábados y los domingos, cuando los niños mayores del po-
blado no iban a la escuela, se marchaban a la playa. Y como el gran
río del pueblo desembocaba allí mismo, aprovechaban para bañarse
tanto en el mar como en el río. La mamá de Riekà dejaba que sus
primos mayores la llevaron con ellos. Ella se bañaba alegre tanto
en el mar como en el río, en cuya orilla contemplaba, divertida,
cómo las aguas de las cataratas caían con toda su furia. Y se divertía
también con muchas otras cosas, como los juegos en los que parti-
cipaba con otros niños más o menos de su edad, tanto en la playa
como en los patios del poblado.
Pero lo que más le gustaba a Riekà era encontrarse debajo del
árbol de la finca de su madre y charlar con él.
II

Riekà, con más de dos años bien cumplidos, seguía sin hablar.
Escuchaba todo lo que le decían, y cumplía las órdenes que le da-
ban, pero no llegaba a pronunciar las palabras adecuadas cuando
quería pedir algo. Tan sólo tres palabras salían con cierta facilidad
de su boca cuando las pronunciaba: Ine (mamá), cuando quería re-
ferirse a su madre; mbamba (abuela), cuando se dirigía a su abuela, y
tete (papá), cuando de vez en cuando se dirigía a cualquier persona
mayor del sexo masculino.
Su retraso en el hablar preocupaba mucho a su abuela y a su
madre. Pero el hecho de que pronunciara con nitidez aquellas tres
palabras, les tranquilizaba algo.
El padre, que se había ido del pueblo cuando la pequeña sólo
acababa de cumplir una luna, mandó decir a su mujer, cinco lunas
después, que se iba a un país de blancos, y que tan pronto como las
cosas le fueran bien, mandaría llamar a ambas.
El padre ya llevaba algo más de dos años en Europa cuando, un
día, su mujer recibió en el pueblo una carta en la que le decía que
se preparara para viajar, porque le iba a mandar el dinero del billete
del avión para que acudiera con la niña a su encuentro.
La noticia llenó al clan de alegría y de inquietud al mismo tiempo.
El hecho de que un miembro tan importante como él se encontrara
tan lejos del pueblo y del país no les tranquilizaba. La preocupación
era aún mayor cuando se comentaba en el pueblo que los jóvenes
que se marchaban a las grandes ciudades o al extranjero no solían
regresar a su tierra natal. Y los pueblos estaban perdiendo a su
gente joven.
18 Inongo-vi-Makomè

Así que la única persona que se alegró de esta noticia fue la mu-
jer. A ella lo que más le interesaba era poder volver a estar junto a
su marido y su hija.
—Pronto vamos a ir a encontrarnos con tete en el país de los
blancos —le dijo a la niña tan pronto como se encontraron a solas.
Al creer notar una cierta indiferencia en la reacción de la peque-
ña, la madre insistió:
—¿A qué te gusta la idea de ir a encontrarte con tete?
Riekà esbozó una pequeña sonrisa y dijo:
—Tete.
—¡Sí, tete, vamos a ver a tete! —afirmó la madre.
Al día siguiente, cuando madre e hija fueron a la finca, Riekà se
refugió como siempre entre las raíces del gigante árbol, mientras su
madre trabajaba.
—Pronto ine y yo vamos a ir al país de los blancos a encontrar-
nos con mi padre —le dijo la pequeña al árbol.
—¡Ah, qué bien! —exclamó el árbol.
—Pero ya no te veré —susurró la pequeña con cierta tristeza.
—Pero vas a estar con tu padre. Es muy importante que los ni-
ños crezcan junto a sus padres —le animó el árbol.
—Pero a mí me hubiese gustado tener a mis padres aquí, en el
pueblo, y así podría verte siempre —dijo Riekà.
—Allá en el país de los blancos encontrarás otros árboles como
yo —le animó el árbol.
—Pero yo sólo te quiero a ti —susurró la pequeña.
—Es precisamente porque sé que me quieres, por lo que me
alegro de que te vayas lejos de aquí ahora —dijo el árbol.
El árbol que lloraba en el parque 19

—¿Por qué dices eso, árbol? —preguntó la niña con cierta triste-
za creyendo que su amigo ya no la quería.
—Porque sé que tú podrás ser la salvación de muchos árboles
como yo en el futuro. Eres todavía muy pequeña, y sé que no
entiendes lo que te digo. Pero cuando seas mayor, lo entenderás
todo. Comprenderás que mi futuro, y el de muchos otros árboles,
lo mismo pequeños que grandes como yo, dependerá de tu lucha y
la de otros —le dijo el árbol. La niña lo miraba fijamente sin com-
prender muy bien lo que le estaba diciendo—. Cuando seas mayor,
serás de las pocas personas en el mundo que sabrá que nosotros,
los árboles, hablamos, reímos y lloramos cuando nos hacen daño
o nos matan.
—Los mayores saben también que los árboles habláis y reís —
contestó la niña.
—¡No, Riekà! Eso no lo saben los mayores, y tampoco los niños.
Tú has tenido el privilegio no sólo de saberlo, sino de experimen-
tarlo. Por eso todos los árboles de esta selva y de otras selvas te
bendecimos, porque sabemos que eres nuestra gran esperanza —
dijo el árbol.
Ya no pudieron continuar hablando. Vino la madre, tomó a la
pequeña de la mano, y volvieron al pueblo.
Riekà ya tenía cuatro años bien cumplidos cuando ella y su ma-
dre se prepararon para abandonar su poblado, Mawede, rumbo a la
ciudad, donde debían coger el avión que les llevaría directamente
al país de Europa en el que se iban a encontrarse con su padre. En
la víspera del día de su viaje, los vecinos del pueblo les organizaron
una gran fiesta de despedida. Querían homenajear a la niña, evo-
cando a todos los espíritus del poblado para que cuidaran de ella,
allá donde ella fuera. Era la primera vez que una niña nacida en
Mawede abandonaba su tierra a esa corta edad, para viajar a otra
tierra tan lejana.
20 Inongo-vi-Makomè

Cuando el dios Sol había sobrepasado bastante el centro del cie-


lo, un sonido muy prolongado del tamtan anunció el inicio de la
fiesta. A este sonido, siguió inmediatamente el de los tambores de
baile. Todo el mundo se puso a bailar. Entre baile y baile, los mayo-
res, tanto de su clan como de los otros clanes del pueblo, se apro-
ximaban a Riekà para darle su bendición. Ella estaba muy contenta.
Niños, jóvenes y mayores bailaban a su alrededor, e improvisaban
de vez en cuando canciones en las que mencionaban su nombre.
Una de ellas decía lo siguiente:
O lalè te oveve Vayas donde vayas
O jale te oveve Te encuentres donde te encuentres
Riekà Riekà
Ongònedè´e Mawede Piensa en Mawede
Mepupè me tube mè Todos los vientos del mar
Na mepupè me ei mè Y todos los de la selva
Mia tatandi ovaepedi yè. Cuidarán siempre de ti.

CORO:
O, Riekà, Riekà… ¡Oh Riekà, Riekà!...
Ngon´a mboa Mawede Hija del pueblo de Mawede
Muna male Niña bendita
Yòngònedè´e Mawede Recuerda Mawede
Epidi yè´e, epedi yè´e… ¡Siempre, siempre!...
El árbol que lloraba en el parque 21

Mambo ma lalete Te vayan como te vayan


Ova nè Las cosas
Riekà Riekà
Ongònedehe Mawede Recuerda Mawede
Malè maú mehepi Toda nuestra bendición
Na mà bedidi Y la de los espíritus
Madiyedèndi ova. Te acompañarán.

CORO:
O, Riekà, Riekà… ¡Oh Riekà, Riekà!...
Ngon´a mboa Mawede Hija de pueblo de Mawede
Muna male Niña bendita
Yòngònedè´e Mawede Recuerda Mawede
Epedi yè´e, epidi yè´e… ¡Siempre, siempre!...

De vez en cuando, Riekà se ponía también a bailar como los


demás, siguiendo el ritmo que imponía la música. La fiesta se pro-
longó hasta muy entrada la noche.
Por la mañana, temprano, Riekà y su madre se despidieron de
sus familiares, muchos de ellos con lágrimas en los ojos, por lo que
ellas tampoco pudieron retener las suyas. Pero a pesar de la tristeza
de ese momento, se marcharon.
III

Riekà y su madre bajaron del avión en el aeropuerto de la ciudad


de Europa donde su padre las esperaba. La pequeña no conocía a su
padre porque no le veía desde que era todavía un bebé. Pero, en el
aeropuerto, cuando alguien se dirigió hacia ella y su madre extendió
los brazos, no le cupo ninguna duda de que se trataba de su padre.
—¡Ine, mira a tete! —indicó a su madre.
Su madre se quedó petrificada. Era la primera vez que la niña
pronunciaba una frase entera como esa. Cuando llegaron a la altura
de su padre, este se abrazó a su mujer y, a continuación, cogió a la
niña y la levantó.
—Riekà, ¡ya eres toda una señorita! —exclamó el padre.
—Te quiero mucho, tete —dijo la niña mientras le daba un beso
en la mejilla.
—¿No me decías por teléfono que mi princesita todavía no ha-
blaba? —bromeó el padre con la madre.
La madre, que todavía no acababa de salir de su asombro, no
supo qué decir. No podía ni fijarse en los detalles de aquella gran
ciudad lujosa donde acababan de aterrizar.
—Es largo de explicar —fue lo único que pudo balbucear.
Sí era largo de explicar lo que la madre de Riekà acababa de pre-
senciar. Su hija, que llevaba más de cuatro años sin hablar, acababa
de hacerlo tan pronto pisó la tierra de los blancos y reconoció a
su padre. Desde ese preciso instante, Riekà empezó a hablar con
normalidad.
24 Inongo-vi-Makomè

Se marcharon a casa. No les costó mucho a madre e hija acos-


tumbrarse a la nueva vida que les esperaba en la ciudad donde se
habían instalado. Es verdad que a la pequeña le faltaba su amigo,
el árbol del bosque de la finca de su madre. No lo había olvidado.
Casi todas las noches soñaba con él. Cuando iba por las calles y veía
los árboles, alineados a lo largo de las calles o avenidas por donde
pasaban, los miraba con mucho interés. Ese detalle no pasaba desa-
percibido a su madre, que entonces la observaba de reojo; su padre
no se daba cuenta de nada.
Cuando empezaron las clases, Riekà fue inscrita en una de las
escuelas del barrio donde residían. Aprendió con suma rapidez la
lengua del país, lo que extrañó y sorprendió a sus maestras. La úni-
ca persona a quien no sorprendían los comentarios de las maestras
sobre las especiales características de la niña era a su madre.
A veces, en su soledad, cuando el marido iba a trabajar y la niña
se encontraba en la escuela, intentaba reflexionar sobre todo lo
que le había pasado. Empezaba por el sueño que tuvo la noche
anterior de nacer la niña. Luego vino el extraño comportamiento
de la pequeña con el árbol de su finca cada vez que la llevaba allí.
Y qué decir de la súbita recuperación del habla de Riekà tan pronto
como se reencontró con su padre… No tenía valor para tratar estas
cosas con su marido. No sabría cómo empezar ni cómo explicarlo.
Tampoco sabía si él la iba a creer o si la tomaría por loca. “¡Que
todo sea sólo para mejor!”, acababa deseando cuando no sabía qué
decir ni qué pensar.
Cuando Riekà ya iba a cumplir seis años, sus padres optaron por
cambiar de casa y de barrio. Aquel cambio coincidió también con el
fin del curso. El nuevo curso escolar lo empezó la niña en el nuevo
colegio del nuevo barrio. Aquí tampoco le costó adaptarse. E igual
que en el primer colegio, en el nuevo las profesoras no tardaron en
hablar con su madre de sus grandes virtudes. Era lista, muy solidaria
El árbol que lloraba en el parque 25

con sus compañeros y nunca daba la lata en clase como algunos otros
niños. Las maestras destacaban lo inteligente que era y la atención
que prestaba a todo lo que explicaban. “Lo raro es que, a veces,
parece que sabe lo que le voy a decir antes de sacarlo de mi boca…”,
dijo una vez la maestra a su madre. Los comentarios de las maestras
enorgullecían a la madre. Pero no sabía por qué, en su fuero interno,
sentía un poco de miedo. Un miedo que no sabía interpretar.
Si bien el primer barrio donde vivieron era bonito, este segundo
era aún mejor, sobre todo porque tenía un gran parque. Y este par-
que no estaba lejos de su casa. Un día, la madre de Riekà, acompa-
ñada de una vecina que tenía también una niña de la edad de su hija,
fueron al parque, por la tarde, para intentar distraer a las pequeñas.
La vecina y amiguita de Riekà se llamaba Silvia. Cuando entraron en
el parque, las dos madres buscaron un asiento y se sentaron. Silvia y
Riekà fueron directamente a subir a los toboganes. Todos sus movi-
mientos eran vigilados por la atenta mirada de sus progenitoras.
Las niñas saltaban de un columpio a otro. En un momento de-
terminado, Riekà se bajó del tobogán y se dirigió hacia un arbolito
que estaba cerca de donde estaban los juegos para los niños más
pequeños. El arbusto estaba solo, aunque a unos metros había tam-
bién una palmera. Sus ramitas estaban llenas de hojas, y algunas
tocaban el suelo.
Riekà acarició las ramitas y las hojas del arbusto.
—Arbolito, ¿por qué estás triste? —preguntó la niña al arbusto.
—¿Cómo sabes tú que estoy triste? —le preguntó a su vez el
arbolito.
—Porque te veo triste —explicó Riekà.
—Tú eres una niña, un humano, y no puedes saber los proble-
mas de los árboles —le dijo el arbolito.
26 Inongo-vi-Makomè

—En el bosque de mi pueblo, en África, donde mi madre cul-


tivaba, hay un árbol grande, mucho más grande que tú, y es mi
amigo. Me mimaba, y cuidaba siempre de mí cuando mi madre me
dejaba entre sus raíces —explicó Riekà.
Riekà, para describirle al arbusto del parque el tamaño del árbol
de su pueblo, hacía gestos con las manos… Esto, y el hecho de que
estuviera algún tiempo allí parada, alarmó rápidamente a su madre.
Se levantó de su asiento.
—¡Riekà! —llamó mientras se dirigía hacia ella.
La pequeña vio venir a su madre.
—Lo siento, arbolito, pero me tengo que ir. Vendré otro día.
Pero, por favor, no estés triste —se despidió la pequeña.
—¡Adiós! —dijo a su vez el arbusto.
Justo cuando su madre llegaba a su lado, vio como la niña sacaba
la mano por detrás y hacía un signo de despedida.
Otro escalofrío recorrió el cuerpo de Diba da Menanga. Puso
una mano sobre los hombros de su hija mientras se agachaba para
mirarla a la cara.
—¿Es que ya no quieres jugar con Silvia? —preguntó a la niña
para no dejar traslucir el temblor que le recorría el cuerpo.
—Ya quiero ir a casa, ine —le respondió la niña.
Se fueron a su casa. Diba da Menanga no le hizo ninguna pre-
gunta al respecto. Igual que en la finca del pueblo, intentó ignorar lo
que había observado. Tampoco le comentó nada a su marido. Pero
esa noche le costó mucho conciliar el sueño.
En la habitación de al lado, la pequeña Riekà también tardó mu-
cho en dormirse. Pensaba en el arbusto del parque. No tuvo tiempo
de insistir para que el arbusto le contara su problema. Sabía que
El árbol que lloraba en el parque 27

estaba triste. Lo había notado en sus ramitas y hojas. También en la


voz, cuando habló con ella. Prometió que volvería al parque cual-
quier día para preguntarle el motivo de su tristeza.
Al día siguiente, cayó un gran chaparrón. Riekà estaba en clase,
y su madre agradeció al cielo no tener que buscar una excusa para
no llevar a la niña al parque. Al otro día tampoco hizo buen tiempo,
ni al otro. El viernes, el sol asomó tímidamente, pero por la tarde,
la pequeña prefirió entretenerse con la lectura y hacer sus deberes.
Y llegó el sábado: a media mañana, las dos niñas, Riekà y Silvia,
decidieron ir juntas al parque. Sus madres no se opusieron. En el
barrio todos se conocían, y no había miedo de que les pasara nada.
Cuando las niñas llegaron al parque, en seguida empezaron a
jugar con otras niñas del colegio que encontraron allí. Ya llevaban
así algún tiempo cuando, disimuladamente, Riekà abandonó a sus
compañeras de juego y se aproximó al arbusto.
—¿Tú otra vez? —preguntó el arbolito tan pronto como la pe-
queña se posó delante de él.
—Te dije que volvería para que me dijeras porque estás tan tris-
te. Hoy también te encuentro muy triste —dijo con voz de pena,
Riekà.
—¡Y así estaré hasta que me muera! —soltó el árbol.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué estás triste y por qué quieres morirte?
—insistió la niña.
—Porque yo no quiero estar aquí. Me han traído a la fuerza —
explicó el arbolito.
Riekà giró la cabeza y fue descubriendo los árboles que había en
el parque, algunos de ellos ya muy grandes.
—Pero los otros árboles están bien —comentó.
28 Inongo-vi-Makomè

—Ellos están bien y están contentos, porque les gusta estar aquí;
a mí no me gusta —volvió a quejarse el pequeño arbolito.
—Y ¿dónde quieres estar?
—Yo quiero estar en el bosque, del que me sacaron —dijo el
arbusto.
—¿Te sacaron del bosque? —balbuceó Riekà.
—¡Así es! Mientras me arrancaban, lloraba, y mi madre suplicaba
al hombre para que no me llevara, pero no le hizo ningún caso —
detalló el arbusto.
—Ese hombre no hizo caso porque no os oía ni a ti ni a tu ma-
dre —justificó Riekà.
—¡Ya lo sé, pero a mí no me gusta estar aquí!
—¿Por qué no te gusta estar aquí? —quiso saber la niña.
—Porque no es como en el bosque. Aquí me han hecho un pe-
queño hoyo, y estoy rodeado de cemento. El poco espacio de tierra
donde estoy no deja ni crecer la hierba. Mientras que en el bosque
estoy rodeado de toda la tierra desnuda que quiero, de hierbas y
de otros arbustos, y además está mi madre. Pero mírame aquí, los
árboles estamos distanciados, el cemento nos encarcela… ¡No me
gusta estar aquí! —concluyó el arbusto.
Riekà se mantuvo callada durante unos segundos. No sabía qué
decir.
—Y ¿qué vas a hacer? ¿Por qué no te conformas como todos los
demás árboles que hay por aquí, y no te pasará nada?
—Ellos sí pueden; yo no puedo ni quiero. Este no es mi lugar.
Además vienen los niños y me hacen daño. Me maltratan —se que-
jó el arbusto.
—¿Qué los niños te maltratan?
El árbol que lloraba en el parque 29

—¡Sí! Casi todos los días cuando vienen aquí, me pegan y me


arrancan con fuerza las hojas; me hacen mucho daño —volvió a
quejarse el arbusto.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Riekà.
—Porque no les importa hacer daño y maltratar a las plantas, y
sus padres no les dicen nada.
Justo en el momento en el que estaban hablando, una madre se
presentó acompañada de sus dos hijos: una niña de cuatro años y
un niño de dos años. No se pararon. Pero al pasar delante, el niño
agarró una ramita del arbusto y tiró de ella con fuerza.
—¡Ay! —Oyó Riekà el grito del arbusto.
El pequeño continuó su camino con su madre y se llevó unas
cuantas hojas arrancadas del arbusto.
—¿Ves lo que te decía? —preguntó el arbusto.
—¡Sí, lo he visto todo! Lo siento mucho —se disculpó Riekà.
—Por eso no quiero estar aquí —dijo sollozando el arbusto.
—¡No llores, arbolito, no llores! —le tranquilizó Riekà.
—Me voy a morir, no puedo soportar estar aquí por más tiempo.
—No llores más, arbolito. Voy a decir a la señorita Suni que
prohíba a los niños que te toquen y que te hagan daño —prometió
Riekà llorando a su vez.
—¿Quién es la señorita Suni? —quiso saber el arbusto.
—Es nuestra señorita, nuestra maestra. Es muy buena. Estoy
segura de que te va a ayudar.
—No me puede ayudar, Riekà. No te creerá nadie. Las personas
no hablan con las plantas ni con los árboles. Dirán que estás loca
—susurró el arbusto lleno de tristeza.
30 Inongo-vi-Makomè

—La señorita Suni me creerá. Ella es muy buena, te ayudará.


—Ella no me podrá ayudar, Riekà. Sólo tú puedes ayudarme,
nadie más —afirmó el arbusto.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Riekà.
—Ayudar a que me saquen de aquí. Que me devuelvan al bos-
que; si no, voy a morir pronto, no aguanto más —suplicó una vez
más el arbusto.
La niña se quedó de golpe bloqueada, sin saber qué decir.
—Me tengo que ir, ¡adiós! —se despidió enseguida.
—¡Sólo tú me puedes ayudar, Riekà, nadie más! —gritaba el ar-
busto una y otra vez, mientras la niña se alejaba de allí corriendo y
con la cara llena de lágrimas.
Salió del parque sin despedirse de su amiga Silvia, que la vio
alejarse. Intentó llamarla, pero Riekà no se detuvo. Se fue directa-
mente a su casa.
IV

Cuando Riekà llegó a su casa, intentó serenarse y cambiar la ex-


presión de su cara. No quería preocupar a sus padres, sobre todo
no sabía cómo explicarles lo que le pasaba. Pero, a pesar de su es-
fuerzo, la expresión de una tristeza interior que dejaba traslucir su
cara, no pasó desapercibida a su madre, Diba da Menanga.
Por la tarde noche cuando el padre estaba distraído viendo un par-
tido de fútbol en la televisión, Diba da Menanga se aproximó a su hija.
—Riekà, dime qué te pasa —pidió su madre—. Y por favor no
me digas que no te pasa nada, porque no te creeré. Te conozco
muy bien, y sé que te pasa algo. ¿Te has peleado en el parque con
alguna niña?
—No, ine, no me he peleado con nadie.
—¿Qué es lo que te pasa entonces? —insistió la madre.
La niña se mantuvo un momento callada. Sabía que su madre
la había pillado. Miró por un momento hacia su padre, que estaba
ajeno a la conversación que mantenían su madre y ella.
—Es por el arbusto del parque, ine —contestó evitando mirar a
la cara a su madre.
—¿El arbusto del parque…? ¿Qué arbusto del parque, y qué le
pasa a ese arbusto?
Riekà volvió a titubear.
—Está triste y llora porque no quiere estar en el parque. Dice
que lo han arrancado a la fuerza del lado de su madre en el bosque
—soltó de golpe la niña.
34 Inongo-vi-Makomè

Diba da Menanga, su madre, cerró con fuerza los ojos. Sabía


desde hacía mucho tiempo que había una relación entre su hija y
los árboles. Pero nunca se atrevió a preguntarle nada. Sabía también
que su hija era una niña especial. Su abuelo se lo había advertido
antes de que llegara al mundo.
—Riekà, hija —empezó hablando la madre con suavidad—, sa-
bes que no estamos en nuestro pueblo de África. Estamos aquí, en
Europa, en el país de los blancos, y ellos no creen en esas cosas.
—Pero yo no miento, ine.
—Sé que no mientes, cariño, pero aquí la gente no cree en esas
cosas. Tienes que olvidar lo que pasa con ese arbusto, si no, nos vas
a buscar problemas a todos —rogó su madre.
—Pero el arbusto me ha pedido que le ayude; si no, morirá —
insistió Riekà.
—Aunque el arbusto te lo haya pedido, Riekà, no puedes hacer
nada por él. Si estuviéramos en África, seguramente iríamos con los
abuelos a ver a un nganga [hechicero], y él nos diría lo que podría-
mos hacer. Pero aquí no hay nganga —concluyó la madre.
—El arbusto me ha dicho lo que puedo hacer para ayudarle.
Quiere que lo saquen del parque y que lo lleven otra vez al bosque
—explicó Riekà.
La madre volvió a cerrar los ojos. Respiró hondo. No quería
perder la calma y llamar la atención de su marido.
—Aunque el árbol te lo haya dicho, no podemos hacer nada,
cariño. Nadie te va a creer. —Se aproximó a ella y la acarició la
cara—. Debes olvidar la historia de ese árbol, Riekà. A veces, en
la vida hay cosas que queremos hacer, pero que no podemos. Hay
cosas inexplicables como esta historia del arbusto, que aunque tú y
yo sabemos que es verdad, no podemos hacer nada para convencer
El árbol que lloraba en el parque 35

a nadie más. Así es la vida a veces, mi pequeña. Por favor, olvídate


del árbol del parque.
Riekà asintió con la cabeza. Su madre le dio un beso en la cara.
Sabía que la niña no estaba satisfecha con su explicación, pero no
podía hacer otra cosa.
Por la noche, cuando Diba da Menanga estuvo a solas con su
marido en su habitación, le contó lo que le había dicho su hija. Le
explicó también todo lo que había ido observando en su hija duran-
te todo este tiempo, empezando por el sueño que tuvo de su abuelo
y recordando los episodios del árbol gigante de su finca.
—¿Por qué nunca me contaste nada? —preguntó el marido en
tono de preocupación.
—Sólo tenía sospechas. Es hoy cuando ella misma se ha sincera-
do conmigo—reconoció Diba da Menanga.
—Y ¿qué vamos a hacer?
—No lo sé. Espero que se le pase —deseó su mujer.
—A lo mejor, si en el pueblo hubieses compartido tus sospechas
con mi madre y otros mayores del clan, podrían haber llevado a la
niña a un nganga para que le quitase ese poder de ver los espíritus de
los árboles —insinuó el padre.
—No pensé entonces que iba a ser tan grave. Creí que se le pa-
saría cuando llegásemos aquí, a Europa.
Se mantuvieron callados durante unos momentos, sin saber qué
decirse.
—¡Ojalá que se le pase pronto todo esto! —deseó su padre.
Con ese deseo del que ninguno de los dos estaban convencidos
consiguieron conciliar el sueño.
36 Inongo-vi-Makomè

Después del fin de semana, el lunes por la mañana, Riekà rea-


nudó las clases con normalidad. Pero su actitud en la sala había
cambiado. Enseguida lo notó la señorita Suni. Ella estaba muy
atenta y no podían escapársele ciertas expresiones de las caras de
sus alumnos en según qué momento. Notó cambiada a Riekà. Es-
taba muy seria, como pensativa, y se le notaba una cierta tristeza
en el rostro.
La señorita Suni no le hizo ninguna pregunta ese día. Tampoco
se le presentó la ocasión de hacérsela. Pero al observar la misma
actitud de la niña al día siguiente, se le aproximó en el recreo y le
preguntó:
—Riekà, ¿te pasa algo?
—No, señorita Suni, no me pasa nada, estoy bien —mintió ella.
—¿De verdad que no te pasa nada? Sabes que puedes contarme
todo lo quieras con confianza, no se lo diré a nadie —dijo la seño-
rita Suni.
En ese momento, Riekà estuvo tentada de decir la verdad a la
señorita Suni. Sabía que era la única persona de confianza que po-
día ayudar al arbolito del parque. Así se lo había dicho ella misma
al árbol. Pero enseguida pensó en sus padres. Su madre le había
advertido que nadie en Europa podría creerla. La tomarían por una
loca, y a lo mejor les expulsaban del país. Le entró miedo. Movió la
cabeza de un lado a otro:
—No me pasa nada, señorita Suni —negó.
La señorita Suni dejó que se marchara. Pero en vez de ir a jugar
con sus compañeros como era habitual, se fue directamente a sen-
tar en un banco que había en el patio. Sentía mucho haber mentido
a la señorita Suni. Pero no quería causar problemas a sus padres.
No estaba tampoco segura de que su maestra la pudiera creer.
El árbol que lloraba en el parque 37

La señorita Suni la había seguido con la mirada hasta donde fue


a tomar asiento. No le cupo ya ninguna duda de que algo serio le
pasaba a la niña. Esa no era la simpática Riekà que había ido cono-
ciendo durante el curso. Quiso ir a ver a la psicóloga de la escuela y
contarle el caso. Pero prefirió esperar a hablar primero con la madre
de Riekà. Salió mucho antes de que lo hicieran todos los alumnos
y traspasó la barrera del portal que separaba el colegio del exterior.
Por suerte, la madre de la niña ya estaba allí. Se le aproximó.
—Señora, perdone que la moleste —dijo cuando llegó al lado
de Diba da Menanga—. He notado a Riekà algo rara desde hace
dos días. Está como ausente y triste a la vez… ¿Sabe usted lo que
le pasa?
Diba da Menanga sintió un fuerte golpe en el pecho. Lo que
temía había llegado.
—Nosotros también la hemos notado algo rara, y cuando le pre-
guntamos si le pasa algo, dice que no le pasa nada —mintió ella
también.
—¿Su marido y usted han tenido una pelea delante de ella? —
volvió a preguntar la maestra.
—Mi marido y yo nunca nos peleamos, señorita —afirmó la ma-
dre de Riekà.
—A lo mejor han tenido una discusión en su habitación y creían
que ella no había oído nada… —insistió la señorita Suni.
—Le aseguro, señorita, que mi marido y yo nunca discutimos, se
lo hubiese dicho…
La señorita Suni se quedó pensativa durante unos momentos.
—¡Está bien! Perdone. Si sigue así hablaré con la psicóloga del
centro para que la examine —concluyó la señorita Suni.
38 Inongo-vi-Makomè

Aquella tarde, en su casa, Diba da Menanga le contó a su marido


la conversación que había tenido con la maestra. La preocupación
volvió a invadir a los dos por igual. Después de cenar, el padre de-
cidió hablar con la niña:
—Riekà, hija mía, tu mamá me ha dicho todo lo que te pasa. Y,
esta tarde, cuando ella ha ido a buscarte, tu señorita le ha contado
que tu actitud en clase ha cambiado. —Hizo una pequeña pau-
sa—: Nosotros podemos entender lo que te pasa, mi vida, pero
debes saber que no estamos en nuestro pueblo. Aquí las cosas
son diferentes, la gente también. Por mucho que insistamos, na-
die puede creer a una niña ni a nadie que asegure que habla con
los árboles del parque y del bosque. Te tomarán por una loca, mi
pequeña. Nosotros sí sabemos que dices la verdad, sólo que no
podemos hacer nada.
La niña estaba calladita.
—¿Entiendes lo que te digo, hija? Ine y yo te queremos mucho y
no queremos que te pase nada malo. Si insistes en lo del árbol del
parque, pueden separarte de nosotros. Te encerrarán, nos separa-
rán, y eso nos causará mucho daño. No podemos permitir que nos
separen. Debes olvidar esta historia —volvió a suplicar su padre
casi al borde de las lágrimas, mientras veía que su mujer ya no podía
contener las suyas.
La pequeña, al ver la emoción en las caras de sus progenitores, se
puso también a llorar. Se levantó y se abrazó primero a su madre,
y luego a su padre.
—¡Tete e ine, por favor, no lloréis! Os quiero mucho. ¡Por favor,
no lloréis más! —suplicó la niña, impotente ante la situación que
había creado.
—No vayas más a ese parque ni a ningún otro, mi pequeña, si
no, tendrás siempre problemas —suplicó el padre, que ya lloraba
también.
El árbol que lloraba en el parque 39

—Ya no voy al parque, tete, pero ese árbol me aparece en el sue-


ño. Y cada vez insiste más en suplicarme que le salve. Le digo una
y otra vez que no puedo, pero él insiste en que sólo yo puedo ayu-
darle —dijo la niña, con la cara llena de lágrimas—. Lo siento mu-
cho, tete, yo no quería causaros ningún problema. Es ese árbol del
parque, que está triste y llora.
Los tres miembros de la familia se juntaron y se abrazaron. Es-
taban todos sumidos en un mar de lágrimas. El padre se dio cuenta
de que debía hacer algo.
—¡Está bien, no os preocupéis, encontraremos una solución!
Vamos a tranquilizarnos —dijo.
Se tranquilizaron. El padre propuso que a partir del día siguien-
te, intentaría encontrar a un nganga. Había muchos africanos en la
ciudad donde vivían; seguro que uno de ellos sabría de alguien que
desempeñara esa función allí. Esta solución les tranquilizó un poco.
—Esta noche te voy a poner una palanganita de agua en la ca-
becera de tu cama. En el pueblo, suelen decir que eso ayuda a que
los malos espíritus no te molesten por la noche. Porque si vienen,
la palangana de agua se convierte en un río grande, y se ahogan en
él —decidió la madre.
Dicho y hecho. Riekà durmió con una pequeña palangana de
agua detrás de la cabecera de su cama. Pero ese remedio no sirvió
para nada. Volvió a soñar con el arbolito triste del parque, que le
decía llorando las mismas cosas. Pero por la mañana, cuando sus
padres la preguntaron cómo había dormido, ella les dijo que bien.
Les mintió para ahorrarles más preocupaciones.
La señorita Suni esperó al día siguiente para observar a Riekà.
La vio algo cambiada. Su aspecto había mejorado, pero la seguía
notando triste. Al segundo día, cuando vio que nada cambiaba,
buscó un momento, después de la hora de comedor ,para hablar
con ella. La llevó a un despacho donde no había nadie.
40 Inongo-vi-Makomè

—Riekà, ¿confías en mí? —le preguntó directamente.


—¡Sí, señorita Suni! —respondió la pequeña con cierta timidez.
—Si es así, entonces cuéntame lo que te pasa sin temor. Dime
si te maltratan tus padres o lo que sea, te prometo que te ayudaré
—insistió la maestra.
La niña quedó turbada durante unos segundos. La maestra no se
movió ni hizo nada para forzarla.
—Tengo miedo de que no me creas —explicó la pequeña—.
Mis padres me han dicho que no lo diga a nadie de aquí porque no
me creerán y pensarán que estoy loca.
La maestra se preocupó. Enseguida creyó que estaba ante un
caso de maltrato, y que los padres intimidaban a la niña.
—Yo sí te creeré, Riekà. No tengas miedo, no te pasará nada si
me cuentas lo que te ocurre —aseguró la maestra.
La niña titubeó durante unos minutos.
—Es por un pequeño árbol que hay en el parque que está cerca
de nuestra casa —dijo Riekà.
—¿Qué le pasa a ese árbol del parque?
—Está triste y llora, porque dice que lo han sacado del bosque y
él no quiere estar en el parque. Me ha pedido que le ayude a volver
al bosque —explicó la niña con toda seriedad.
La señorita Suni se quedó embobada durante unos segundos,
como si no acabara de entender las palabras que había pronunciado
su alumna.
—¿Dices que un árbol del parque está triste, que llora y que te
pide que lo ayudes a que lo devuelvan al bosque?... —preguntó la
maestra sin acabar de salir de su asombro.
El árbol que lloraba en el parque 41

—¡Sí, señorita Suni! —asintió la niña. Su afirmación fue seguida


de un movimiento de cabeza, de abajo arriba.
—Riekà, pero ¿qué tonterías son esas que estás diciendo? ¿Des-
de cuándo los árboles hablan con las personas?
—A mí me hablan algunos árboles. En nuestro pueblo, hay uno
grande que me quiere mucho y que me habla siempre. El pequeño
árbol del parque de aquí también me habla. Pero mis padres me han
dicho que no lo cuente a nadie, porque aquí nadie me va a creer
—explicó la niña.
La maestra no salía de su aturdimiento. Y lo que más le asom-
braba era la tranquilidad y la seguridad con la que la pequeña Riekà
le contaba su historia.
—Riekà, es normal que te digan eso tus padres. Nadie puede
creer esa historia que me estás contando. ¿Acaso tus padres te
creen? —quiso saber la maestra.
—¡Sí, me creen! Pero tienen miedo de que aquí me tomen por
una loca y que me encierren. No quieren que me separen de ellos.
Yo tampoco quiero que eso suceda —dijo la niña con inquietud.
La maestra cerró los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.
Deseaba estar soñando y quería despertar de ese sueño.
—Vamos por partes, Riekà. Aquí nadie te va encerrar, entre otras
cosas porque esta tontería va a quedar aquí entre nosotras. Nadie
más debe enterarse de esto, ¿me oyes?
—¡Sí, señorita Suni! ¿Entonces vas a ayudar a que devuelvan a
ese arbolito a su lugar en el bosque? —preguntó con toda inocencia
Riekà.
De nuevo, la maestra creyó que estaba soñando. Volvió a abrir y
cerrar los ojos varias veces seguidas.
42 Inongo-vi-Makomè

—Riekà, ¿no estás entendiendo lo que te digo? Te pido que ol-


vides esta historia. En ninguna parte del mundo los árboles hablan
con las personas. No tienen una vida como las personas.
—Pero mi madre dijo el otro día en casa que mi abuela del pue-
blo le había dicho alguna vez que todas las cosas que hay en el
mundo tienen vida y sentimientos propios —volvió a decir con
toda su inocencia Riekà.
La maestra se vio bloqueada, y no pudo contenerse más.
—¡Vete ahora, pero como te he dicho, ni una palabra a nadie!
—mandó la señorita Suni.
Se separaron. Al regresar a casa por la tarde, Riekà no contó a
sus padres la conversación que había mantenido con su maestra.
A la mañana siguiente, la maestra llamó a la madre de Riekà a su
casa y la invitó a que viniera a verla a la escuela. Diba da Menanga
se imaginó lo peor, por mucho que la maestra intentara disimular el
tono de su voz. Acudió a la cita.
—Señora, me imagino que ya sabe usted por qué la he convo-
cado. Ayer, mantuve una conversación con su hija. Me dijo que
ustedes estaban al corriente de lo que le pasaba… Pero antes de
llevar este asunto a la dirección del colegio para que se busque un
remedio para la pequeña, quería primero hablar con usted —ex-
puso la maestra—. Dígame, ¿su hija había tenido un problema así
anteriormente?
—Verá, señorita, nosotros hemos hecho todo lo posible para
disuadirla de que no cuente esto a nadie, pero no nos ha hecho caso
—se lamentó su madre, casi al borde de lágrimas.
—No se preocupe, señora —la calmó la maestra—, lo que va-
mos a intentar es ayudar a la niña. Le preguntaba si esto ya le había
pasado anteriormente…
El árbol que lloraba en el parque 43

—A ella siempre le han gustado las plantas, y sobre todo los


árboles. Juega y habla con ellos. Es lo que hacía en nuestro pueblo
de África.
—Pero usted no creerá de verdad que su hija habla con los árbo-
les… —dijo la maestra.
—Señorita, no importa lo que yo crea. Lo importante es lo que
ella siente —afirmó Diba da Menanga dando importancia a lo que
decía—. Desde que era bebé, siempre se sintió atraída por esas
otras criaturas de la naturaleza, por las plantas y los árboles. Sien-
do muy pequeña, la veía reír mucho junto a las raíces de un árbol
gigante en el que yo la dejaba mientras trabajaba. Con el tiempo,
cuando abandonábamos el campo, la sorprendía despidiéndose del
árbol con la mano. No sabría qué decirle, señorita, salvo que, como
alguien suele decir en nuestro pueblo, la verdad de las cosas se es-
conde dentro de las propias cosas.
La señorita Suni se bloqueó una vez más. Permaneció pensativa
durante unos momentos después de que se hubiera marchado la
madre de su alumna. A continuación, tomó una decisión: antes de
la salida de clase se acercó a Riekà y le dijo que al día siguiente, que
era sábado, pasaría por su casa e irían juntas al parque para que la
enseñara ese arbolito que estaba triste y que lloraba...
V
El sábado, a media mañana, la señorita Suni fue a buscar a la
niña a su casa. Fueron al parque. Riekà condujo a su maestra hasta
el arbusto que decía que estaba triste y que lloraba. Había bastante
gente en el parque. Muchos abuelos habían acompañado a sus nie-
tos, seguramente para que descansaran un poco sus papás.
—¡Hola, arbolito! He traído a la señorita Suni… Señorita Suni,
este es el árbol —indicó la niña a la maestra.
La señorita Suni miró a todos lados para asegurarse de que las
personas que estaban en el parque no las estaban observando ni
escuchando. Estaba muerta de vergüenza. Con cierto disimulo ob-
servó el arbusto. Vio que muchas de sus ramitas estaban medio caí-
das y que muchas de sus hojitas habían adquirido un color amarillo.
Alzó la mirada para ver a los demás árboles del entorno. Los otros,
si bien era a finales de otoño, tenían un aspecto más saludable.
—Señorita Suni —oyó que le decía la niña—, el arbolito me pide
que te diga que, por favor, le ayudes, porque si no, va a morir.
La señorita Suni se estremeció. Volvió a mirar a su alrededor
para asegurarse de que no les veía nadie. Se agachó y agarró a la
niña por los hombros con cierta rabia.
—¡Riekà, basta ya de decir tonterías, los árboles no hablan! —la
amenazó intentando no levantar la voz.
—Es lo que me ha dicho el árbol —justificó Riekà.
—¡Yo no he oído nada, ni tú tampoco, así que basta de contar
mentiras! —murmuró la señorita Suni.
La pequeña Riekà, lejos de amedrentarse, volvió a la carga:
46 Inongo-vi-Makomè

—Ahora me está diciendo que ya me había advertido de que


nadie me creería, ni tú.
La señorita Suni no aguantó más. Agarró a la niña por el brazo
y tiró de ella.
—¡Ya está bien de tonterías, nos vamos de aquí! —dijo llevándo-
se a la fuerza a la niña.
Pero la pequeña, mientras su maestra la iba empujando con ra-
bia, no cesaba de hablar:
—Dice el arbolito que le ayudes… ¡Adiós, arbolito!
La señorita Suni salió del parque sujetando la mano de la niña
y tirando de ella. Cuando su madre les abrió la puerta de casa, la
maestra hizo entrar a la pequeña y, sin decir nada, ella volvió a en-
trar en el ascensor, bajó y se fue.
La preocupación aumentó aún más en la familia de Riekà, cuan-
do su madre vio el enfado no disimulado de la maestra. Cuando los
padres preguntaron a la niña sobre lo ocurrido en el parque, ella
les narró todo. La actitud de Riekà había cambiado. Estaba más
tranquila y relajada. Ya no había tanta tristeza en su cara. Pero los
padres seguían muy preocupados, porque ignoraban cuál sería la
reacción de la maestra y las medidas que tomaría.
La señorita Suni volvió a su barrio con el mismo enfado con
el que salió del parque. No sabía muy bien si estaba enfadada con
su alumna Riekà o consigo. Creía que había hecho el ridículo al
ir a comprobar una tontería como esa procedente de una niña de
seis años. Se dijo que el lunes, si la actitud de la niña no cambiaba,
llevaría el asunto a la dirección para que la psicóloga tratase con
ella. Durante todo el día estuvo intranquila. Por la noche apenas
pudo conciliar el sueño. No volvió a salir de casa durante el resto
del día. Tampoco lo hizo al día siguiente, que era domingo. En la
El árbol que lloraba en el parque 47

madrugada del domingo al lunes, después de dar muchas vueltas


a la cabeza, tomó una decisión.
Muy temprano salió de su casa y se fue al parque del barrio
de Riekà. Entró y vio al jardinero, que estaba trabajando. Se le
aproximó.
—¡Buenos días, señor! ¿Es usted el jardinero de este parque? —
le preguntó.
—¡Sí, yo soy! —contestó el hombre—. ¿Ha perdido usted algo aquí?
La maestra titubeó. No sabía cómo explicarle nada.
—Verá… —empezó diciendo—, no sé cómo explicárselo, por-
que si quiere que le diga la verdad, ni yo misma sé por qué estoy
aquí —hizo una pausa. El jardinero estaba quieto. La observaba—.
El caso es que —empezó otra vez la maestra—, tengo una alumna
en mi clase que es del África negra. Desde hace unos días su actitud
ha cambiado en el aula. Está triste y melancólica porque dice que
un árbol de este parque le ha dicho que está triste. Que llora y que
si no lo salvan va a morir…
—¿Cuántos años tiene esa niña? —preguntó el jardinero.
—Seis.
—¿Y usted hace caso a una niña de seis años? Usted debería
saber que a esa edad la mayoría de los niños están medio chiflados.
Ven visiones por todas partes —opinó el jardinero.
—Ya lo sé, señor. Y como le digo, la verdad es que no sé ni
siquiera por qué he venido aquí… —dijo la señorita con cierta ex-
presión de vergüenza—. Perdone que le haya molestado. ¡Adiós!
Cuando ya se iba, el jardinero le preguntó:
—Y ¿se puede saber a qué árbol se refiere la buena señorita
africana?
48 Inongo-vi-Makomè

—A un arbusto que está allí.


Fueron hasta el arbusto. La maestra se lo señaló al jardinero.
—¡Ah, este? Lo que le pasa a este arbusto es simplemente que no
ha enraizado aquí. He hecho todo para salvarlo, pero no he podido.
Se está muriendo. Le he puesto todo tipo de abono y lo he regado
todas las veces que he podido, pero no responde. Ya ve que ni lo
riego ya. Estaba esperando arrancarlo cualquier día de estos para
tirarlo —concluyó el jardinero del parque.
La expresión de la cara de la maestra cambió. Sintió como un
escalofrío.
—Dice la niña que el arbusto habla con ella. Dice que está triste
porque no le gusta estar aquí rodeado de cemento; que lo sacaron
del bosque y que quiere que lo devuelvan allí de donde lo arranca-
ron —explicó más animada la maestra.
—¿Cómo sabe ella que lo saqué del bosque? —preguntó intri-
gado el jardinero.
—Dice que se lo ha contado el propio arbusto.
—Mire, señorita, es verdad que a diferencia de los demás árboles
que hay aquí, a este lo saqué del bosque porque me gustaba uno
ya grande que estaba a su lado. Pensé que su sombra sería buena
para mucha gente que viene a este parque. Pero no ha enraizado.
Así que, por favor, ¡vámonos de aquí! No quiero contagiarme de la
locura como usted —dijo el jardinero—. Llevo muchos años tra-
tando y trabajando con los árboles y nunca he oído que hablasen.
Hoy mismo, o mañana como muy tarde, lo arrancaré y lo tiraré
como tenía previsto.
La señorita no se movió.
—Y ¿si aquella niña dice la verdad? —preguntó.
El árbol que lloraba en el parque 49

El jardinero se detuvo.
—¿Cómo se llama usted? —quiso saber.
—Me llamo Suni.
—Verá, señorita Suni, no la conozco de nada, pero la respeto
mucho. Así que, por favor, vuelva a su colegio y déjeme tranquilo,
tengo mucho que hacer —dijo el jardinero.
La maestra le dio la espalda y salió del parque. El jardinero volvió
a lo que estaba haciendo.
Unas horas más tarde, el jardinero se plantó delante del arbusto.
Le había dado rabia la conversación que había tenido momentos
antes con la maestra de la escuela. Así que se llevó todo el material
necesario que necesitaba para cortar el arbusto y acabar de arran-
carlo, y tirarlo después a la hoguera en la que quemaba las ramas y
las hojas secas.
Ya tenía el machete en la mano e iba a asestar el primer golpe,
cuando, sin saber cómo, algo le retuvo. Miró fijamente el arbusto.
Estuvo así, indeciso, durante algunos segundos, hasta que, por fin,
optó por bajar la mano que sostenía el machete. Una amarga y di-
simulada sonrisa asomó en sus labios. “Nunca creí que las locuras
se contagiasen”, murmuró. Guardó el machete. Cogió la pala y em-
pezó a cavar, evitando en todo momento dañar las raíces. Cuando
llegó hasta la última raíz del arbusto, lo arrancó y lo depositó con
cuidado en el suelo. A continuación fue a buscar su furgoneta. Car-
gó primero sus instrumentos de trabajo y colocó el arbusto. Acto
seguido salió del recinto del parque.
El jardinero condujo su furgoneta hasta las afueras de la ciudad.
Cuando hora y media más tarde llegó al bosque donde recordaba
haber arrancado el arbusto, paró el coche y se apeó de él. Cargó el
arbusto al hombro y cogió el material de cavar con la otra mano.
50 Inongo-vi-Makomè

Se introdujo en el interior del bosque hasta que reconoció el lugar


donde lo encontró. Dejó todo en el suelo, y empezó la labor de
volver a plantarlo. Cuando acabó el trabajo, se levantó y contempló
el arbusto. “Ya ves que te devuelvo exactamente al lugar de donde
te saqué”, le dijo. A continuación hizo una señal en el sitio donde
lo había plantado. Cuando hubo acabado, volvió a su coche y se
marchó. Durante todo el viaje de vuelta a la ciudad no cesaba de
llevarse una mano a la cabeza dándose pequeños golpes mientras
murmuraba: “¡Me he vuelto loco yo también!...”.
VI

Pasaron unas tres semanas desde que la señorita Suni tuvo ese
ridículo encontronazo con el jardinero del parque del barrio donde
ella impartía las clases en la escuela. Desde aquel día renunció a
pensar en aquel desagradable incidente. Sentía vergüenza porque
creía que había hecho el ridículo. Por suerte, su alumna, Riekà, le
facilitó mucho las cosas. De pronto, la niña había recobrado la ac-
titud normal de principios de curso. Era como si no recordara el
lío que había montado. Eso hizo que la maestra se reprochara aún
más el ridículo que creía haber hecho. No comprendía por qué se
había dejado enredar, conociendo ella como conocía a los niños de
esa edad. Por lo tanto, no hizo falta llevar el asunto a la dirección.
También le evitó justificar su comportamiento tan poco profesio-
nal, tal y como ella creía.
Una mañana, estaba en clase cuando el conserje vino a anunciar-
le que un señor quería verla después de la clase. No dijo el nombre.
La maestra creyó que podía ser el padre de uno de sus alumnos.
Cuando acabó la clase y los niños salieron del aula, el conserje trajo
a la visita. A primera vista, la señorita Suni no reconoció al jardine-
ro del parque del arbusto que lloraba. No llevaba ropa de faena e
iba bien vestido. El conserje les dejó solos.
—Buenos días, señorita, no sé si se acuerda todavía de mí… —
empezó diciendo el jardinero.
La señorita Suni se fijó en él. Le sonaba la cara, pero no acababa
de identificarle. La mañana en la que se vieron, el jardinero llevaba
un gorro de lana que le tapaba hasta las orejas para protegerse del
frío.
52 Inongo-vi-Makomè

—Pues, no sé… —balbuceó ella.


—Soy el jardinero del parque… Usted vino a verme el otro día
—intentó explicar el jardinero.
—¡Ah, ahora caigo! De verdad, le pido perdón por el ridículo
que hice aquel día. No sabe la vergüenza que siento cada vez que
me acuerdo —dijo la maestra forzando una sonrisita.
—Verá, señorita, el que se avergüenza de lo que pasó aquella
mañana soy yo —reconoció el jardinero—, por eso, precisamente,
venía a pedirle disculpas. Su alumna y usted tenían razón…
—No le entiendo…
—Lo que le quiero decir es que le hice caso, después de que se
marchara. Iba a dar un machetazo al arbusto para cortarlo, cuando,
de golpe, me volvió a sonar su voz dentro de mí, y dijo: “Y si la
niña tiene razón…”. Allí, delante del arbusto, me dije que no sabía
que las locuras se contagiaran. Renuncié a lo que iba a hacer y opté
por sacar el arbusto del parque y devolverlo al bosque de donde lo
había sacado —terminó de explicar el jardinero.
—¿De verdad hizo usted eso? —preguntó la señorita Suni, que
no acababa de salir de su asombro.
—¡Sí, señorita Suni! Por eso me he permitido venir a molestarla.
Me gustaría que me acompañara al bosque para que viera el cambio
que ha dado ese arbusto, que, en poco tiempo, se ha ido transfor-
mando en un árbol de verdad. Lo he estado visitando todos estos
días, y ni yo mismo creía lo que veía. Tan sólo a los dos días de
plantarlo de nuevo en el bosque, el arbusto cambió completamente.
Casi no lo reconocí. Y todo este tiempo he seguido visitándolo —
dijo el jardinero, sin disimular su alegría.
—¡No me lo puedo creer! —murmuró la maestra—. Con gus-
to le acompañaré a verlo. Pero querría que la niña y sus padres
El árbol que lloraba en el parque 53

vinieran también con nosotros, porque, igual que yo, han sufrido
mucho por este asunto.
—¡No faltaba más, señorita Suni! Yo mismo se lo iba a proponer.
Quiero darme el gustazo de conocer a esa señorita que entiende de
árboles más que yo —dijo riendo el jardinero.
Quedaron el sábado siguiente. Y tan pronto como se marchó el
jardinero, la señorita Suni buscó a Riekà.
—Riekà, ¿te acuerdas del arbolito del parque que decías que llo-
raba? —preguntó la maestra cuando tuvo a la niña delante.
—Sí, me acuerdo de él. Sé que ahora está bien. Está a salvo —
contestó la niña con toda tranquilidad.
La maestra se extrañó.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has hablado con el jardinero del par-
que? —preguntó la señorita Suni con cara de asombro.
—No, pero sé que el arbolito está ahora muy bien. Ya no llora
cuando alguna vez se me aparece en el sueño. Sonríe, está contento,
por eso sé que se encuentra bien. Usted lo ha ayudado —concluyó
la pequeña con toda naturalidad.
Mientras la pequeña hablaba, la maestra la miraba con extrañeza
sin saber qué decir. Como ya no sabía qué más contarle, se despidió
de ella prometiendo que llamaría a su madre.
El sábado, a las diez de la mañana, el jardinero invitó a entrar
en su furgoneta a la maestra, a Riekà y a sus padres, y cogieron la
carretera que conducía al bosque donde se encontraba el arbusto
que antes lloraba en el parque y que ahora reía.
Cuando bajaron del coche y se estaban aproximando al arbolito,
sin que el jardinero hubiese señalado dónde lo había plantado, Rie-
kà se soltó de la mano de su padre y se fue corriendo hacia el árbol.
54 Inongo-vi-Makomè

—¡Riekà! —gritó el padre.


Pero Riekà no le hizo caso. Siguió corriendo y la vieron allá, a
cierta distancia de ellos, abrazarse al pequeño tronco del arbolito.
—¡Sí, ese es! —afirmó con júbilo el jardinero señalando con la
mano—. Dios mío, ¿cómo lo habrá reconocido en medio de tantos
árboles iguales? —murmuró.
Cuando llegaron a la altura del árbol, encontraron a la niña aca-
riciándolo con las manos, con sus mejillas y con su cuerpo. La niña
les sonrió.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó la maestra—. ¡No me di-
gas que ese es el arbolito moribundo que estaba en el parque!
—¡Es el mismo, señorita! Por eso quería que viniera a verlo us-
ted misma con sus propios ojos —confirmó el jardinero.
En efecto, el arbolito había sufrido un cambio vertiginoso. Se
había estirado. Sus ramitas ya no se inclinaban hacia el suelo, sino
que se extendían verticalmente unas, y mirando hacia arriba otras.
Las hojas habían adoptado su color verdoso normal, a pesar de
la época de año. Parecía que fuera otro árbol. Los recién llegados
rodeaban el arbolito y no dejaban de contemplarlo, además de con-
templar las caricias que le seguía dando la niña.
—Señorita Suni, dice el arbolito que le da las gracias por todo lo
que usted ha hecho por él —transmitió la niña.
La señorita Suni, que no acaba de creer lo que le estaba pasando,
miró en todas las direcciones para asegurarse de que no había nadie
más a parte de ellos.
—El mérito es del jardinero, es a él a quien tiene que dar las gra-
cias, porque es él quien le ha salvado la vida —dijo con humildad
la maestra.
El árbol que lloraba en el parque 55

La niña hizo como si escuchara por un momento.


—Dice el arbolito que lo sabe, y que agradece al jardinero todas
las veces que viene a verlo aquí. Y también le felicita por todo lo
que hace por todas las plantas y los árboles que cuida en el parque.
Pero que si tú no le hubieras dicho: “Y si la niña tiene razón…”,
seguramente él no se hubiese convencido.
Al escuchar eso, la maestra y el jardinero se miraron. Ya no tu-
vieron ninguna duda. No sabían exactamente cómo, pero los dos
acababan de convencerse por completo de que aquella niña venida
de África hablaba y entendía, efectivamente, el lenguaje de las plan-
tas y de los árboles.
Casi medio temblando por la emoción, el jardinero y la maestra
abandonaron el bosque, acompañados de Riekà y sus padres. Mien-
tras iban dando la espalda al arbolito, la niña no dejaba de agitar la
mano despidiéndose de él. Los mayores hicieron lo mismo.
—Esta es una historia que ha de quedar entre nosotros, los que
la hemos vivido. Que nadie más se entere de ella, porque correría-
mos el peligro de ser encerrados para siempre en un manicomio
—propuso el jardinero.
Sus acompañantes asintieron sin decir nada. Sólo la pequeña
Riekà mantuvo una gran sonrisa en su boca, mientras recordaba
la felicidad que ya inundaba a su amiguito, el arbusto del parque
de su barrio que estaba triste y que lloraba porque no quería estar
rodeado de cemento, y que quería volver a la naturaleza. De pron-
to, Riekà se puso a cantar la canción que la gente de su pueblo le
cantaba la tarde noche que organizaron la fiesta de su despedida.
Su madre no se lo podía creer. La niña cantaba recordando la
letra de la canción como si lo hubiese hecho anteriormente. El jar-
dinero, la señorita Suni, su madre y su padre se miraban. Pero Rie-
kà estaba tan contenta que no reparaba en las expresiones de sus
56 Inongo-vi-Makomè

caras. A estos no les quedó más remedio que acompañarla con su


canción. La madre y el padre, que conocían la canción, se pusieron
a cantar con ella. La señorita Suni y el jardinero movían las cabezas
y el resto del cuerpo, intentando bailar y murmurar algo. Cuando
llegaron a la parte del corro, la niña hizo un gesto y paró de cantar
un momento, y dijo:
—Ahora, señorita Suni, tienes que cantar con nosotros y decir:

Oh Riekà, Riekà
Ngoni ya Mawede
Muna male
Ongònedè´e Mawede
Epedi yè´e, epedi yè´e...

Juntos interpretaron el ritmo del corro de la canción, y conti-


nuaron cantando durante el trayecto hasta que llegaron, por fin, a
la ciudad.
VII
Esta es, amigas y amigos, la historia que quería contaros. Me la
contó la propia Riekà el día en el que narré cuentos en su instituto.
Después de mi intervención, ella se aproximó al saber que somos
del mismo país. Me pidió que escuchara su historia. Porque, según
me dijo, y como yo voy por el mundo contando historias, quería
que contara también esta a los niños y a los mayores del mundo,
para que todos sepan que las plantas también sienten. Tienen sus
propios sentimientos. Se ponen tristes y lloran cuando las maltra-
tan, y sonríen cuando se les trata con cariño. Riekà, que ya estaba
estudiando bachillerato, me aseguró que cuando fuera mayor, estu-
diará una carrera que le permita trabajar en beneficio de las plantas,
de los árboles y de la naturaleza en general. Me dijo que luchará con
todas sus fuerzas para que la gente deje de matar los árboles y la
selva de África y de otras partes del mundo.
Así os dejo, y hasta la próxima historia…
ÍNDICE

I........................................................................................................ 9
II...................................................................................................... 17
III..................................................................................................... 23
IV..................................................................................................... 33
V...................................................................................................... 45
VI..................................................................................................... 51
VII................................................................................................... 59

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