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ISAÍAS 43,18-19.21-22.24b-25;
2 Corintios 1,18-22; Marcos 2,1-12
El Evangelio de hoy es la mejor demostración de cómo en la vida de Jesús
la palabra y la acción se compenetran entre sí y los mismos milagros sirven
para llevar a cabo la manifestación de su misión y de su persona.
Un día se supo que Jesús estaba «en casa». Se trata casi con seguridad de la
casa de Simón Pedro, en donde cuando trabajaba en Cafarnaúm Jesús estaba
como «en su casa». Se congregó tanta muchedumbre de gente que no se
podía en modo alguno entrar por la puerta. Un pequeño grupo de personas,
que teman un pariente o un amigo paralítico, pensó superar el obstáculo
descubriendo el techo y dejando caer, cogido por los extremos de una sábana,
poco a poco al enfermo delante de Jesús. La cosa no es inverosímil si
pensamos en la casas palestinas de la época (y, en parte, también hoy); todas
eran de una sola planta y con un techo de madera y tierra amasada. Jesús,
habiendo visto su fe, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan
perdonados». Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaron para sus
adentros: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar
pecados, fuera de Dios?» Escuchemos el resto en el Evangelio:
«Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: “¿Por qué pensáis eso?
¿Qué es más fácil: decirle al paralítico tus pecados quedan perdonados o
decirle levántate, coge la camilla y echa a andar? Pues, para que veáis que el
Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados". Entonces
le dijo al paralítico: “ Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu
casa”».
Los adversarios han obtenido dos pruebas para creer que Jesús tiene el
poder de hacer lo que hace: ha leído lo que ellos pensaban en sus corazones
(y ellos sabían bien que era verdad) y ha curado físicamente al paralítico de
su mal. Jesús no desmiente su afirmación de que sólo Dios puede perdonar
los pecados; pero, con el milagro les demuestra a ellos tener el mismo poder
de Dios en la tierra. Es, en el Evangelio de Marcos, uno de los momentos más
valiosos de revelación acerca de la persona de Jesucristo.
Ahora, sin embargo, debemos dejar el plano de la historia y pasar al plano
de la actualidad, para damos cuenta de que de lo que se trata es sobre
nosotros; que lo que sucedió aquel día en casa de Simón es lo que Jesús
continúa haciendo hoy en la «casa de Simón», que es la Iglesia. Nosotros
somos aquel paralítico cada vez que nos presentamos ante Dios para recibir el
perdón de los pecados.
En esta ocasión, la verdad sobre la que queremos reflexionar es
precisamente la cuestión formulada por los escribas y que implícitamente
confirma Jesús: sólo Dios puede perdonar los pecados. El hombre puede
«cometer» el pecado; pero, sólo Dios puede «perdonarlo». La pretensión del
hombre moderno de absolverse a sí mismo («Yo mismo hoy me acuso y sólo
yo puedo también absolverme», grita un personaje de Sartre) o de negar hasta
que exista un problema, llamado «pecado», es el signo más alarmante en
nuestra cultura de la pérdida del sentido moral.
Esta verdad -la de que sólo Dios puede destruir el pecado- vale no sólo para
los pecados actuales, sino también para el pecado más profundo, que es, al
mismo tiempo, el resultado y la raíz de todos los pecados que cometemos. Es
a esta pecaminosidad difusa y proclive hacia el pecado, a lo que se refiere la
Escritura cuando habla del pecado en singular, como de un poder escondido
en nuestros miembros, que nos obliga a hacer lo que nosotros mismos
desaprobamos, como de un déspota malvado, que reina tranquilo «en
nuestros cuerpos mortales» (Romanos 6,12).
Una imagen sacada de la naturaleza nos ayudará (por lo menos, a mí me ha
ayudado) a entender cómo sucede esto; esto es, cómo Dios destruye en
nosotros este pecado de fondo junto con los pecados actuales y nos libera de
nuestra parálisis espiritual. Se trata de las imágenes de las estalagmitas. La
estalagmita es una de las colonias calcáreas, que se forman en el fondo de
ciertas grutas milenarias por la caída de gotas de agua calcárea desde el techo
de la gruta. La columna, que pende del techo de la gruta, se llama estalactita y
la que se forma abajo, en el punto en donde la gota cae, estalagmita. Lo más
notable no es que el agua se escurra hacia el exterior, sino que en cada gota
de agua haya una pequeña porcentual de caliza, que se deposita y hace una
masa junto con la precedente; así que en la trayectoria de miles de años se
forman aquellas columnas de reflejos iridiscentes, hermosas para ver; pero,
que, al verlas mejor, se asemejan a los barrotes de una jaula o a los dientes
afilados de una fiera con las fauces abiertas de par en par.
Sucede la misma cosa en nuestra vida. Nuestros pecados actuales, en el
transcurso de los años, han caído en el fondo de nuestro corazón como tantas
gotas de agua calcárea. Cada uno ha depositado un poco de caliza, esto es, de
opacidad, de dureza y de resistencia a Dios, que va a hacer masa con lo
dejado en el pecado precedente. Como acontece con la naturaleza, lo gordo
resbalaba hacia afuera, gracias a las confesiones, a las eucaristías, a la
oración. Pero, cada vez va permaneciendo algo de lo no disuelto y esto
porque el arrepentimiento y el propósito no habían sido totales y absolutos;
como se dice, no eran perfectos. Y así nuestra personal estalagmita ha ido
creciendo como una columna de caliza, como un rígido busto de yeso, que
enjaula nuestra voluntad. Hemos llegado a ser, asimismo nosotros,
espiritualmente paralíticos. Entonces, se entiende de pronto qué es el famoso
«corazón de piedra» del que habla Dios en Ezequiel, cuando dice: «Quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (36,26).
El corazón de piedra es el corazón que nosotros nos hemos creado por sí
solos a fuerza de responsabilidades y de pecados.
¿Qué hacer ante esta situación? Yo no puedo eliminar la piedra con sola mi
voluntad, porque está precisamente en mi voluntad.
Llegados a este punto casi se toca con la mano la verdad de que «sólo Dios
puede perdonarte tus pecados» y se entiende el don que representa la
redención realizada por Cristo. Escribe san Juan:
«La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado... Pero si alguno
peca, tenemos un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima
de propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 1, 7;2,1-2).
La sangre de Cristo es el gran «disolvente» que, gracias al poder del
Espíritu Santo, que obra en él, puede destruir lo que el Apóstol llama «el
cuerpo del pecado» (Romanos 6,6). Esto sucede cada vez que, desde la fe,
invocamos la potencia sanadora de la sangre de Cristo sobre nosotros o lo
recibimos en la Eucaristía. La Iglesia ha reconocido siempre en la Eucaristía
una eficacia general para la liberación del pecado. En ella, nosotros nos
acercamos a la fuente misma de la remisión de los pecados; el pecado emerge
cada vez un poco más consumido, como un bloque de hielo cuando se le
acerca al fuego. «Cada vez que tú bebes esta sangre, escribe san Ambrosio, tú
recibes el perdón de los pecados y te atiborras del Espíritu»; y aún más: «Este
pan es el perdón de los pecados». En el momento de distribuir el cuerpo de
Cristo para la comunión, la liturgia nos recuerda esta verdad con las palabras:
«Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».
De muchos modos, por lo tanto, Cristo continúa su obra de remisión de los
pecados. Hay, sin embargo, un modo específico, al que es obligatorio recurrir
cuando se trata de fracturas graves con Dios; y es el sacramento de la
penitencia, que los Padres llamaban «la segunda tabla de salvación, ofrecida a
quien naufraga después del bautismo» (Tertuliano, Sobre la penitencia 4,2;
12,9). Sin embargo, nuestro modo de acercamos al sacramento de la
penitencia igualmente debe ser renovado para que sea verdaderamente eficaz
y resolutivo en nuestra lucha contra el pecado. Renovar el sacramento en el
Espíritu significa vivirlo no como un rito o un hábito o una obligación, sino
como una necesidad del alma, como un encuentro personal con Cristo
resucitado, que nos comunica a través de la Iglesia la fuerza sanadora de su
sangre y nos repite a cada uno de nosotros las palabras dichas aquel día al
paralítico: «Animo, hijo, tus pecados quedan perdonados».
Es sabido que en la primera lectura se pretende darnos una especie de clave
con la que leer el fragmento evangélico. En ella hoy leemos:
«Así dice el Señor: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo;
mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un
camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed del pueblo que yo
formé, para que proclamara mi alabanza"».
Por lo tanto, la cosa más importante que la Biblia tiene que decimos acerca
del pecado no es que nosotros somos pecadores, sino que tenemos a un Dios
que nos perdona el pecado, y, una vez perdonado, lo olvida, lo cancela, nos
hace una cosa nueva, nos da como un folio en blanco sobre el que podemos
escribir una nueva página de nuestra vida. No nos hace cargar con el pecado
cometido, no nos lo echa en cara durante todo el tiempo. Debemos
transformar el remordimiento en alabanza y en acción de gracias. Entre todos
los motivos que tenemos para alabar a Dios, éste, según la Biblia, es el más
grande de todos: él es Dios. «¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado
y absuelva al resto de su heredad? No mantendrá para siempre su cólera pues
ama la misericordia» (Miqueas 7,18). Fue lo que hicieron aquel día, en
Cafarnaún, los hombres, que habían asistido al milagro del paralítico:
«Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: “Nunca hemos visto
una cosa igual”».
34 ¿Por qué tus discípulos no ayunan? VIII DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO