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HORA SANTA (40)

EL CIELO
DE LA EUCARISTÍA
San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)


Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.

Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.


Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

 Se lee el texto bíblico:

D
EL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN Jn 6,35-40
En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente:
«Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y
el que crea en mí, no tendrá nunca sed.
Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el
Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he
bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me
ha enviado.
Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo
que él me ha dado, sino que lo resucite el último día.
Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea
en Él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día»
*-*-*
EL CIELO DE LA EUCARISTÍA
Ecce ego creo coelos novos et gaudebitis
et exsultabitis in sempiternum in his quae ego creo.
“He aquí que yo creo nuevos cielos, los cuales llevarán
para siempre a vuestro espíritu la alegría y el regocijo” (Is 65,17)

Cuando Jesucristo subió al cielo el día de la ascensión, fue a tomar


posesión de su gloria y a prepararnos en ella un lugar. Con Jesucristo la
humanidad redimida entra en el cielo; sabemos que ya no tenemos
cerrada la entrada y esperamos que llegue el día en que sus puertas se
abran ante nosotros. Esa esperanza nos sostiene y anima. Bien mirado,
esto debía bastarnos para llevar una vida cristiana y sufrir, para no
perderla, todas las tristezas de la vida. Sin embargo, para conservar en
nosotros y hacer más eficaz esta esperanza del cielo, para que pudiésemos
esperar pacientemente el cielo de la gloria y para conducirnos a él, crió
Jesucristo el hermoso cielo de la Eucaristía. Porque la Eucaristía es un
hermoso cielo..., el comienzo de la gloria. ¿No es la Eucaristía el mismo
Jesús glorioso que viene del cielo a la tierra, y que trae consigo la gloria
de la mansión celestial? ¿No está el cielo allí donde está Jesucristo nuestro
Señor? Su estado, aunque velado a nuestros sentidos, es allí glorioso,
triunfante y bienaventurado; nada encontramos aquí de las miserias de la
vida, y cuando comulgamos recibimos el cielo, puesto que recibimos a
Jesucristo, causa y principio de toda felicidad y gloria del paraíso
celestial. ¡Qué gloria para un súbdito la de recibir a su rey!
Gloriémonos también nosotros, pues recibimos al rey del Cielo. Jesús
viene a nosotros para que no nos olvidemos de nuestra verdadera Patria,
o bien para que no muramos de deseo y de tedio, pensando en ella.
Viene, y permanece corporalmente en nuestros corazones mientras dura
el sacramento; después, una vez destruidas las especies, se remonta
nuevamente al cielo; pero quedándose con nosotros por su gracia y por
su presencia de amor. ¿Por qué no permanece más tiempo? Porque la
integridad de las santas especies es la condición que exige su presencia
corporal. Jesús, al venir a nosotros, nos trae las flores y los frutos del
paraíso. ¿Cuáles son éstos? Yo no lo sé: ni se ven, pero sí se percibe su
perfume. Nos cede sus méritos glorificados, su espada victoriosa contra
Satanás; nos hace también entrega de sus armas para que podamos
servirnos de ellas; de sus méritos para que, añadiendo los nuestros, los
hagamos fructificar. La Eucaristía es la escala, no de Jacob, sino de Jesús,
por la que sube y baja continuamente para nuestro bien. Jesús está en
continuo movimiento hacia nosotros.
II.- Pero veamos cuáles son, en particular, los bienes celestiales que nos
trae Jesús cuando le recibimos.
Ante todo, la gloria. Es verdad que la gloria de los santos
bienaventurados es una flor que no se abre sino al sol del paraíso y bajo la
mirada de Dios; esta gloria esplendorosa no podemos tenerla acá en la
tierra...; ¡se nos adoraría!, pero recibimos el germen oculto que la contiene
enteramente, como la semilla contiene la espiga. La Eucaristía deposita en
nosotros el fermento de la resurrección y lo que causará en nosotros,
después, una gloria especial y más esplendente, y sembrando en la carne
corruptible brillará luego nuestro cuerpo resucitado e inmortal.
Además, nos hace felices. Al subir al cielo nuestra alma, al punto entra
en posesión de la bienaventuranza del mismo Dios, sin temor de perderla
ni de verla disminuir. Y en la Comunión, ¿no recibís también algunas
porcioncitas de esta verdadera felicidad?
Toda la felicidad entera, no, para que no dejemos de pensar en el cielo;
pero ¡de qué paz, de qué dulce y santa alegría no os halláis inundados
después de la Comunión! Cuanto más desprendida esté el alma de los
afectos terrenos, tanto más gozará de esta alegría, llegando algunas almas
a sentirse tan felices y llenas de gozo, después de la Comunión, que hasta
su cuerpo llega a resentirse.
En fin, los bienaventurados participan del poder de Dios. Por eso el que
comulga con gran deseo de unirse a Jesucristo mira con profundo desdén
todo lo que no es digno de sus afectos divinizados.
Tiene pleno dominio sobre todo lo terrestre, que en esto consiste el
verdadero poder; y entonces la Comunión eleva el alma hasta Dios.
La oración se define, una ascensión del alma hacia Dios; y ¿qué es la
oración comparada con la Comunión? Esa elevación de pensamientos y
deseos de la oración, ¡qué lejos se halla de esta elevación sacramental, por
la cual Jesús nos eleva con Él hasta el seno de Dios!
Para acostumbrar a los aguiluchos a volar por las más altas regiones, el
águila les presenta la comida a mayor altura que aquella en que ellos se
encuentran, y elevándose siempre, a medida que ellos se acercan, les
obliga insensiblemente a remontar su vuelo hasta los altos.
Así también Jesús, águila divina, viene a nosotros trayéndonos el
alimento que necesitamos, y luego se sube y nos invita a seguirle.
Nos colma de dulzura para hacernos desear la felicidad del cielo; nos
familiariza con el pensamiento de la gloria.
¿No notáis que cuando poseéis a Jesús en vuestro corazón deseáis el
cielo y despreciáis todo lo demás? Quisierais morir en aquella hora para
uniros enteramente con Dios. El que no comulga sino raras veces no
puede desear a Dios tan vivamente y teme la muerte. Este pensamiento,
en el fondo, no es malo; pero si tuvieseis la certeza de ir derechamente al
cielo, ¡ah, entonces no querríais permanecer un cuarto de hora más sobre
la tierra!
En un cuarto de hora podréis en el cielo amarle y glorificarle más que
durante la vida más larga aquí en la tierra.
La Comunión, como veis, nos prepara para el cielo. ¡Qué gracia tan
grande la de morir después de haber recibido el viático!
Bien sé que la contrición perfecta nos justifica y nos da derecho al cielo;
pero ¡cuánto mejor no debe ser partir en compañía de Jesús y ser juzgado
por su amor, unido todavía, por decirlo así, a su sacramento de amor! Por
eso la Iglesia quiere que sus ministros administren el santo viático, aun en
el último momento, a los que están bien dispuestos, por más que hayan
perdido el uso de sus sentidos; ¡tal es el deseo de tan buena Madre, que
quiere que sus hijos vayan bien aprovisionados para este terrible viaje!
Pidamos a menudo la gracia de recibir el santo viático antes de morir:
ésta será la prenda de nuestra eterna felicidad. San Juan Crisóstomo
asegura en el libro del Sacerdocio que los ángeles esperan las almas de los
que acaban de comulgar, una vez que han abandonado el cuerpo, y, por
razón de este divino Sacramento, la rodean y acompañan, como si fueran
sus satélites, hasta el trono de Dios.

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