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Juan Mitre
¿Cómo termina la adolescencia? Es decir, ¿cómo un sujeto adolescente se las arregla para dejar de serlo y pasar a ser
“adulto”? Esta pregunta sobre el final —de la adolescencia en este caso—busca una orientación a la hora de dirigir un
tratamiento. Es éste un momento de pasaje que marcará un antes y un después en el que, por supuesto, el sujeto tendrá
su responsabilidad. ¿Cómo hacer con eso? ¿Qué tratamiento darle, teniendo en cuenta que el discurso occidental ha
trastocado lo efectivo de los ritos de iniciación? Este trabajo se propone abordar estas preguntas, soportado en un
recorte de la clínica.
Una pregunta recorre, y ha motorizado, el presente trabajo, que podría enunciarse lisa y llanamente
así: ¿cómo termina la adolescencia? Es decir, ¿cómo un sujeto adolescente se las arregla para dejar de
serlo y pasar a ser “adulto”? Pregunta que me he hecho una y mil veces en mi tiempo de rotación por el
área de adolescentes del hospital. Pregunta sobre el final —de la adolescencia en este caso—, que
busca una orientación a la hora de dirigir un tratamiento.
Alexandre Stevens ubica la adolescencia como síntoma de la pubertad, como el arreglo que cada
sujeto debe encontrar ante la irrupción del real de la pubertad. Se trata de un real, que no es sólo el
empuje hormonal, acompañado por las transformaciones del cuerpo (el surgimiento de los caracteres
sexuales secundarios), sino que se trata de un real marcado por el lenguaje. Irrupción pulsional no sin
el despertar de los sueños, como señala Lacan en el prefacio a la obra de Wedekind.
Pubertad, entonces, como tyché, ruptura, trauma, encuentro con lo real, que desestabiliza el tejido
significante con el que venía arreglándoselas el hasta ahí sujeto niño. De ahí en más, el sujeto
adolescente tendrá que subjetivar —¡y como pueda!— el real de la pubertad.
Es éste un momento de pasaje real que marcará un antes y un después en el que, por supuesto, el
sujeto tendrá su responsabilidad. ¿Cómo hacer con eso? ¿Qué tratamiento darle? Momento de ruptura
con el Otro parental, momento de códigos de pares, de bandas, de tribus, momento de preguntas sin
fin, de respuestas torpes… ¿Qué hacer con el Otro sexo? Ésa es la cuestión: cómo se hace... para ser un
hombre, para ser una mujer…
Hay aquí un primer encuentro con la imposibilidad de la relación sexual. Es un momento particular de
la existencia en el que el ser parlante se encuentra de manera en extremo viva con lo real de la no
relación sexual. Es decir, el punto donde un chico y una chica no tienen la más remota idea de qué
hacer juntos, real en extremo vivo que empuja muchas veces a la angustia, y donde el acting out y el
pasaje al acto, tan habituales en la clínica con adolescentes, se erigen como últimas barreras.
El padre de la salida
El trabajo de pasaje, de salida, de la endogamia a la exogamia, de la niñez a la adultez, el trabajo de
separación en torno al Otro del goce materno, se encuentra sostenido en la operancia o no de la función
paterna, función que debe ponerse en juego otra vez en la adolescencia, y de la que el sujeto debe
poder servirse.
En torno a la función paterna, y siguiendo a Stevens, así como la lectura que hace Miller del seminario
V de Lacan, se pueden ubicar dos dimensiones del padre. Una, el padre de la ley que prohíbe y ordena,
el padre que dice “no”. La otra, central en torno a la salida, el padre que dice “sí”, no a cualquier cosa,
por supuesto, sino a una invención del sujeto. Se trata, aquí, del padre que habilita, del padre que
introduce al deseo. Del padre que puede reconocer el valor de lo que el joven ha encontrado para
arreglárselas con lo real, para darse una nueva forma en el mundo.
El valor de los semblantes y los nombres del padre
En el final de la obra de Wedekind, Melchor deambula junto a Mauricio por el cementerio, en el reino de
los muertos, yerra en el reino de los desengañados. En el reino de los desengañados del semblante, que
por conocerlos como tales creen poder prescindir de ellos, sin advertir que de esta manera quedan
errando y a la deriva. En este punto, el Hombre Enmascarado —¡y alguna máscara hay que portar!—
aparece en su contingencia como Nombre-del-Padre, asegurando y reconociendo el valor de los
semblantes. Por supuesto que aquí, y a la hora de la verdad (que más que nunca tiene estructura de
ficción) el joven debe consentir, apropiándose de lo contingente, para encontrar allí, en los semblantes,
un lugar propio.
Melchor dirá en el último acto de Despertar de primavera: “No sé donde me lleva este hombre, ¡pero
es un hombre!”. Y este punto podemos articularlo con la figura de peso del maestro, que sustituye al
padre y que hace las veces de él, de la que Freud hablaba en “Psicología del colegial”. Más “maestro de
la vida” que “maestro de un saber”, ya que el joven se agarra de él, más que por el saber que maneja
por como está posicionado en torno a un interés.