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LA POESÍA COMO ÚLTIMA NOTICIA

Hernán Schillagi

«La poesía no nace.


Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente…»

JOAQUÍN O. G IANNUZZI

Hernán Schillagi nació en 1976 en la ciudad de San Martín (Mendoza, Argentina). En


su paso por la Facultad de Filosofía y Letras (UNCuyo) fundó y dirigió las revistas
literarias Molinos de viento, Ulyses y la mural Tatuaje Falso. Además integró los
grupos parapoéticos Dark es dark y Codama. Obtuvo la primera mención en poesía en
el Certamen Literario Vendimia 2000. En el año 2002, Mundo ventana, su primer
poemario, fue publicado por Libros de Piedra Infinita, editorial que dirige junto a
Fernando G. Toledo. En 2006 participó en la organización de ciclos de cine, recitales
de música, exposiciones de arte y actos de memoria activa con el grupo Itinerante
Cultura móvil para toda la Zona Este. También ha organizado numerosos ciclos de
performances poéticas junto al grupo El Desaguadero como Poesía Desafinada,
Textos Colgados, Poesía de Primeros Auxilios, Poemas Revelados y Herencia
Poética, entre otros. Actualmente ejerce la docencia en Lengua y Literatura en
escuelas secundarias y publica sus textos en el blog Ciudadeseo y El Desaguadero.
Además ha colaborado con sus reseñas en el suplemento Escenario del Diario UNO
de Mendoza, las revistas Serendipia y Poesía Argentina. En 2007 apareció, en la
Colección de Poesía Desierta, Pájaros de tierra (Libros de Piedra Infinita). Fue
galardonado con el Primer premio en el Certamen Literario Vendimia de poesía 2008
con el libro Primera persona (Ediciones Culturales de Mendoza, 2009). En 2011
publicó la edición digital de su primer libro de relatos breves, El dragón pregunta. Entre
2010 y comienzos de 2013 fue editada por entregas, en el blog Ciudadeseo, la novela
De los Portones al Arco. También ese año vieron la luz el libro de ensayos La visión
del anfibio (edición electrónica) y, en papel, Gallito ciego, selección de poemas 2007-
2013 (Libros de Piedra Infinita). En 2014, el poemario Ciencia ficción apareció en la
Colección El Desaguadero. En 2016, coordinó el IV Festival de Poesía de Mendoza y
De los Portones al Arco fue publicada en papel (Libros de Piedra Infinita).
PUMA EN MI CABEZA

Cómo nace un lector de poesía

El recuerdo me llega siempre como debe ser: sin aviso. Una vez que se completa en
mi cabeza, la sensación es de una felicidad sin manchas. Es así: me encuentro a los cinco
años de edad corriendo solo por el camping de los bancarios en Chacras de Coria. Sé que
mis padres andan por ahí, pero no los veo. De pronto, llegan desde los altoparla ntes las
estrofas de una canción que provocan que disminuya el paso.

«Dueño de ti
dueño de qué...»

Me detengo por completo, apunto las orejas con total interés y la potencia deforme
de la voz del Puma Rodríguez me hace estremecer por la revelación.

«Dueño del aire


y del reflejo
de la luna
sobre el agua.

Dueño de nada...»

Entonces, al escuchar esas palabras, algo dentro de mí se modifica. Hay desasosiego


y paz al mismo tiempo. Lo inasible y lo etéreo se aparecieron, sin comprenderlo, en forma
de palabras. Fin del recuerdo.

Una vez, alguien me dijo que la cursilería —como toda cualidad— no es esencia
sino circunstancia. Más de un cuarto de siglo transcurrió para que yo viniese a comprender
que, tal vez, ese fue el primer momento en que capturé la esquiva belleza de las palabras,
para hacerla mía. Aunque solamente por un instante.

Sin embargo, por la acequia de las afinidades electivas empezó a correr el agua de
otras voces (y otros ámbitos). Cuando mi hermano mayor cumplió sus 15, un iluminado
amigo le regaló el cassette de Parte de la religión, del genial/inefable/voluptuoso Charly
García. Un hachazo en la cabeza nos hubiera ocasionado menos daños colaterales que
sentirle decir a su boca bicolor frases como «Tengo prejuicios que no puedo sacar/ tengo
un cuerpo que quiere amarte…», o eso de «Nos divertimos en primavera/ y en invierno
nos queremos morir…». Pero cuando todavía nos duraba la risa con el Rap de las hormigas,
una caja de música imposible comenzó sonar desde el fondo, luego un piano crudo y la
batería que batía el parche como un corazón oscuro.

«Adela en el carrousell
y los espejos son sonrisas
la sortija un aparato de amor…»

Yo ya tenía la nebulosa edad de 11 años, donde no podía saber que esa extraña
Adela estaba también abandonando la inocencia y que la suma de las metáforas impuras,
con dos filosas elipsis (ahora lo analizo), abrían el juego grato de lo ambiguo, de aquello
que pronuncia la realidad como un guante reversible. No obstante, el puente de la ca nción
me susurró al oído un par de versos que me inquietaron.

«Ten piedad, no seas así


no le des patadas a los locos.
Ten piedad no seas así,
voy desvaneciendo sin tu amor…»

Lo brutal y lo perverso expresados casi sin retórica, pero inaccesibles al


entendimiento. A Borges le gustaba pensar que «Sentimos la poesía como sentimos la
cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía…». Para preguntarse
inmediatamente: «¿a qué la diluimos en otras palabras, que sin duda serán más débiles que
nuestros sentimientos…». Por lo tanto, mi preadolescencia se dejaba golpear por lo poético
y lo disfrutaba, además, en todo el cuerpo. Porque en esa época, la lírica me llegaba
fragmentariamente como el rocío helado toca luego de que una ola se ha roto. Pero no
había caso, quería entender, ir más allá. Dar el salto y sumergirme en el mar. Charly, en
tanto, seguía haciéndome hermosas zancadillas.

«La luna empieza a llorar


y cuando todo es tan plateado
hay colores que no pueden entrar...»

Finalmente, el tiempo hizo su trabajo y descendí por el sótano de la poesía, conté


los consabidos escalones y miré por su modesto «aleph». Entonces vi a otros animales de la
mente: vi a Spinetta, a Fito, a Mateos, a Moura, a Cerati, a Bochatón y, más allá, vi a Sabina.
Vi, también, a los malditos y surrealistas franceses; vi a Garcilaso, a Lope, a Quevedo, a
Bécquer, a Machado y a los del ’27. Vi a Darío, a Vallejo y a Paz; como también a
Whitman y a Eliot y a Pound. Vi a Girondo, a Marechal, a Juarroz, a Orozco. Vi a Borges
mirándolos sin ver. Vi a Pizarnik, a Giannuzzi, a Sylvester y a Adúriz; como vi a
Kamenszain, a Gandolfo, a Bignozzi, a Casas y a Aulicino. Vi a los poetas de Mendoza: a
Bufano, a Tudela, a Ramponi; como también a Lorenzo, a Tejada y a Levy; vi, más
cercanos, a Silanes, a Valle, a Rodón, a Toledo y a Ballarini. Me vi a mí mismo plegando
hoja por hoja un pequeño e interminable libro de arena.

Por eso es que cuando salí otra vez a la calle, el universo me parecía conocido, pero
así y todo continué sorprendiéndome. Porque leer poesía y dejarse atravesar físicamente
por las palabras es como tener un puma en la cabeza, una feliz voracidad que se repite; sin
embargo, nunca es igual. Aunque sigo siendo un niño que corre perdido, tropieza con las
palabras y jamás las puede atrapar del todo. Sigo siendo, en fin, dueño de nada.
EL CRUCE ENTRE EL VOSEO Y EL TUTEO

Complejos (y complejidades) de los poetas argentinos

1. La vendedora de fantasías. Sábado a la tarde. Los intrincados laberintos del zapping


me conducen hasta canal 7 de Buenos Aires, la TV Pública. Extrañado, observo a una
Mirtha Legrand hermosa, aunque sin photoshop de por medio. Sí, toda en blanco y negro,
su voz atiplada vuelve loco al galán de turno y me confunde a mí que escucho: «Tú», «Por
ti», «Tienes», «Óyeme», como ráfagas discordantes e incómodas. Entonces me pregunto
¿Esto no es el cine de oro «argentino»?¿O es que puertas para dentro del Río de la Plata no
hablamos de «vos»? Inmediatamente, sin desvíos, la cabeza se me dispara hacia la poesía
para trasladar el interrogante: ¿Cómo nos hemos llevado —y nos llevamos— con el voseo
los poetas argentinos?

2. No sos vos soy yo. Cualquiera que se haya acercado a la poesía alguna vez sabe que esta
no tiene por qué ser verosímil y mucho menos realista. Hacer creíble el discurso es una
mochila que cargan desde siempre la novela y el cuento. A ningún poeta se le ocurriría la
necesidad estilística de reflejar «el idioma de los argentinos», como le gustaba decir a
Borges. También es cierto que el voseo tiene el estigma de no ser muy musical que
digamos. La mayoría de sus flexiones verbales son agudas, cortantes, ásperas y suenan
imperativas al resto de los oídos latinoamericanos: «Me gustás cuando callás, porque estás
como ausente», recitaría Neruda, apoyado en un farol del barrio de Flores. ¡Todo un
engendro! Y así de artificial nos tendría que sonar a nosotros el tuteo de boca de nuestros
poetas. Como también, estoy seguro, nos resultaría extrañísimo escuchar en la performance de
un argentino el pronunciamiento interdental de las zetas y las ces, como se hace en España.

3. Poesía eres (y siempre serás) tú. Me acerco a mi biblioteca y tanteo sin elegir
demasiado. Olga Orozco: «Me reconoces, me palpas, me recuentas». Enrique Molina:
«Óyeme:/ perdida hechicera del perfume del viento». Amelia Biagioni: «Recuérdate surgir
de mi balada». Basta, no sigo más y me alejo. Seguro que alguien pensará que el tuteo no les
impidió a estos poetas plasmar una poesía alucinante y única. Nadie lo niega. Sin embargo
no puedo dejar de ser un aguafiestas que en medio del carnaval carioca inquiere: ¿Por qué
escritores como ellos, con una voz tan poderosa y original, no se atrevieron a vosear?
Vuelvo a estirar mi brazo temblando y saco otro libro. No, Alejandra, vos no: «Porque a Ti
te debo lo que soy» (Pizarnik).

4. La traición de Tita Merello. Viene un amigo y me trata de convencer. «Usar el voseo


—me dice— nos convertiría en una comarca aislada, cuando afuera nos esperan 400
millones de hispanohablantes que tutean a lo loco». Lo que sí estoy seguro, le contesté, es
que Juan Gelman no pensó en lo mismo para convertirse, a fuerza de un lenguaje tan
personal como argentino, en el poeta (nacido en estas huestes) más conocido y premiado
del mundo en la actualidad. «Pero ponete a escribir tangos, che», y mi amigo pega un
portazo y se va. Entonces no me deja decirle que sí, que uno de los «peligros» de vosear es
parecerse demasiado a un milonguero de pucho en la boca y pelo engominado. Sin
embargo, ¿no sería un desafío mayor escribir poemas sin complejos ni complejidades para
no tener que recurrir a la ortopedia del tuteo ibérico?

5. Che papusa, oí. Por lo tanto, el planteo sería el siguiente: ¿Escribimos tuteando por
comodidad auditiva? ¿Para ampliar el «nicho comercial» de lectores? ¿Tenemos miedo que
en un futuro distante el voseo sea avasallado por tanta telenovela colombiana y doblaje
mexicano y se repliegue hasta desaparecer, como le está pasando al respetuoso y atribulado
«Usted»? Porque si de algo estamos seguros es que al «tú» le queda una larga vida en la
comunidad hispanoamericana.

6. La voz, ¿a «vos» debida? En todo este divague compulsivo del voseo contra el tuteo
no puedo dejar de pensar en poetas como Dante Alighieri. ¿Creen que me fui muy lejos?
Tal vez, pero el florentino se arriesgó con un convencimiento de hierro por su lengua
nativa ante el prestigioso e «inmortal» latín. Dante, junto con otros poetas (Cavalcanti y
Guinizelli), en el siglo XIII propulsaron el «Dolce Stil Novo»; que era, nada más y nada
menos, escribir poemas con el habla de uso cotidiano, aunque los académicos de la época
recomendaran, para la perdurabilidad de una obra, la lengua de los antiguos romanos per
secula seculorum. Por gestos de valentía como éste nos quedó La divina comedia y, más
adelante, los sonetos de Petrarca. ¿Tanto nos costará a nosotros, por tanto, encontrarle la
vuelta al ripioso «vos»?

7. Rezo por vos. Como la hegemonía de lo que se conoce con el mote de «Poesía de los
‘90» está en un lógico y oxigenable retroceso (basta con leer un poco lo que están
publicando editoriales como Gog & Magog, Alción y Del Dock); otro temor sería, pues,
que vosear en un poema te convierte en «chabón», «cartonero» o en un «cronista posmo»
del reviente nocturno. El verdadero riesgo aquí siempre ha sido el volverse funcional a una
estética de moda, en un colaboracionista del eje poético dominante. Es por eso que no dejo
de reconocerles (y agradecerles) a Fabián Casas y a Patricia Rodón que, en su momento,
levantaran la «bandera del vos» y que, de ningún modo, resignaran lirismo por veracidad
sociolingüística.

8. Seremos como el Che. Finalmente, todos saben (aunque prefieren ignorarlo) que el
voseo es un fenómeno que está en el habla de casi todos los países de Latinoamérica desde
el siglo XVII. En algunos es de uso estrictamente familiar, en otros lo paladean sol o los
jóvenes y las clases más populares; o como en Uruguay, el vos se mezcla con las formas del
tuteo. Si hasta el mismo Andrés Bello amonestó a los chilenos y su particular «vos, cómo
andái»; y los mandó a escribir cien veces tú al pizarrón de la vergüenza estándar.
Lamentablemente, esta realidad del voseo es pasada por alto y nadie conjuga aquí «como
Martín Fierro manda». Muy pocos poetas se la juegan hoy por encontrarle la verdadera
cadencia «siglo XXI» sin tropezar con los tópicos del 2x4. Quizá, una posibilidad se
encuentre en la siempre atenta y punzante Tamara Kamenszain: «donde hubo hogar
quedan fotogramas/vos tú él el hombre con la cama doble». Aunque, parece, muchos
prefieran ser los que mañana escribirán sus textos como si teclearan en el teleprompter
poético de la CNN en español.

Final. Va por vos. Incluir las formas verbales del voseo en los poemas, entonces, no
implicaría un regreso lugoniano al nacionalismo reaccionario; sino un salto ecuestre a una
nueva musicalidad, un oír «el ruido de rotas cadenas» que nos libere de prejuicios y
complejos de inferioridad, una apertura simultánea de ventanas a las naftalinas líricas del tú,
un tomarle las astas al toro pesado del canon. ¿Acaso por mucho menos que eso, algunos
no andan diciendo que escriben poesía?
CUANDO LA POESÍA NO ES UN POEMA

«Estás apestando todo el valle con tu ñoñez…»


(Jimbo a Nelson en Los Simpson, episodio 156)

Con frecuencia leo en los diarios o me llegan por e-mail, gacetillas de


presentaciones y concursos de dudosa reputación donde se confunde, sin ton ni son, un
vocablo con otro: «poesía» y «poema». En unos reza infamemente «La autora, Nélida Rosa
Gómez de Manzur, presentará en la SADE su undécimo libro de poesías». En otros con
impunidad solicitan «…de 6 a 8 poesías que no excedan los 50 versos». Al mismo tiempo me
he encontrado con una cantidad variopinta de antologías de «poesías» publicadas y también
con las que arman sin criterio las inocentes y siempre apuradas profesoras de la secundaria.
Qué decir, entonces, de las Poesías completas de José Asunción Silva, de Antonio Machado o
de Rubén Darío. Uno siente que «La realidad y el deseo» de Cernuda, que reúne toda su
obra poética, es un plato volador que aterrizó sobre el obelisco de las librerías.

Basta. Me cansé. Como hace ya varias décadas se hastiaron de ser llamadas


«poetisas» las mujeres que escribían poesía como un acto que las justificaba y no como un
hobbie entre la radionovela y la llegada del marido de la oficina. Estoy más que harto de que
para referirse a los textos construidos por versos que pertenecen al género lírico se les
llame irresponsablemente «poesías» y no poemas.

Me explico. Como la música o la pintura, la poesía es el género. Por lo tanto, su


significado es semejante al término «lírica», ya que no se refiere a un texto o a muchos, sino
a su especie o conjunto que incluye a los himnos, las canciones, las odas y, casualmente, a
los poemas. Sin embargo, uno podría pensar que popularmente se ha impuesto la palabreja,
que a nadie le importa la diferencia, que «poesía eres tú», y entonces, todos felices. Grave
error.

Tal vez pueda decirse también que, ante tanta proliferación del término como un
hongo nocivo, estoy negando la realidad. Que tengo que aceptar que poema tiene un
simpático sinónimo. Puede ser. Pero lo que yo estoy tratando de combatir es «una»
realidad. Porque poesía no es el sinónimo, sino el gemelo malvado y burdo de poema.

Pasa que, luego de machacarle a los alumnos y corregir con disimulo a colegas, me
di cuenta dónde radica el peligro, en qué grieta se cuela el virus mortal de esta palabra. Pues
en la ñoñez, queridos amigos. Si alguien viene y me espeta, sin más, que acaba de publicar
un libro con 50 «poesías», enseguida pienso que este autor perpetró versos que remedan
torpemente el octosílabo, con rima asonante, pero que a veces confunde y mezcla con la
consonante y la libre, entre otras barbaridades del montón. Que además ese libro tiene
primorosas «poesías» dedicadas a la madre fallecida, a su terruño dorado, a la niñez perdida,
a algún prócer olvidado, a las estaciones del año. ¡Cuánta zalamería! ¡Qué «útil» para leer en
los actos escolares! Pero qué tristemente alejado de la lírica.

Por eso es que tomo con firmeza la lanza de la poesía (cuidado, hablo solo del
género). Poesía escrita con conocimiento de causa, construida compulsivamente como un
taxidermista que quiere capturar un instante de la existencia. Aquella poesía, finalmente,
que, en cada uno de los poemas, despierte al monstruo agazapado en cada lector y le
renueve la sed. Esto que escribo «no es para el mal de ninguno, sinó para el bien de todos»,
como dice el inmortal «poema» de José Hernández.
LA POESÍA COMO ÚLTIMA NOTICIA

Cada domingo a la mañana, un ritual urbano y pedestre conecta a miles de


personas: levantarse a leer el diario mientras unos mates destapan las cañerías de nuestros
cerebros dormidos. Ese día los periódicos son bien diferentes, vienen más voluminosos
con su cargamento de revistas dominicales, suplementos infantiles y análisis sesudos de la
opereta política y económica semanal. Es decir que toda la familia se informa a su manera.

¿Pero cómo era esta práctica cotidiana en un pasado remoto? Si bien la crítica
debate hace más de cien años el modo en que surgieron los «cantares de gesta» (Collin
Smith vs. Menéndez Pidal, por caso), se sabe que hacia los siglos X al XII un juglar se
apersonaba en una plaza castellana y —a voz en cuello— hacía gala de una memoria
prodigiosa para cantar/contar determinados acontecimientos sobre campañas militares,
acciones de guerra, hazañas de héroes enormes como el Cid Campeador o Carlomagno. Su
finalidad, por tanto, era informar al público medieval con breves composiciones en verso,
los llamados «cantos noticieros», que sin exageración se podrían comparar con las actuales
notas periodísticas, crónicas policiales o eventos deportivos.

Sin embargo hoy, la parafernalia informativa ofrece flashes cada media hora onda
TN, actualizaciones instantáneas en Yahoo!, 24 horas de noticias en unos cinco canales de
cable, lectura de las portadas de los diarios en la radio y más y «mass». En síntesis,
«demasiada información», como decía Duran Duran, para poder hacerle frente a la realidad
con la cabeza clara y atenta.

Es por eso que ahora, las mañanas me encuentran con la pava a punto y con tres o
cuatro libros de poemas sobre la mesa. Contrariamente a lo que se cree, leer poesía no es
una abstracción y mucho menos una evasión de la vida cotidiana; de todos los medios de
comunicación que existen, la lírica es el que más necesito para conectarme con mi entorno,
para cargar de electricidad mis antenas, para saber que no puedo aceptar el mundo tal como
se me presenta. Un poema es una herramienta aguda para poder observar las
profundidades de aquello que nos quieren ocultar o volver confuso los «otros medios» de
(des)información. [1]

«Escribir poesía es un acto de amor/ se escuchó a mediodía por la radio»,


anunciaba el poeta Luis A. Villalba hace unos años; entonces muevo el dial más cerca en el
tiempo y oigo un pronóstico de Bettina Ballarini en La cantina del alba que me alerta: «Si en
la madrugada/ ella fuera nuestro jardín secreto/ entonces/ sin duda/ sería mejor que
lloviera/ mientras esperamos el tiempo/ diluyendo con las manos/ todo nuestro desolado
naufragio.» Un doble click en apariencia inocente me sorprende: «A la luz del celular
escucho los grillos./ Precoz desperté en el sueño/ y caminé por la ciudad mía,/en el bar
mío me senté a tomar./ Vi en mi cielo despejado/ una raya de humo que gritó mi nombre»
(Leonardo Pedra, Nunca fui tan feliz como cuando era dark).

Con este modo de lectura no quiero etiquetar a los poetas como meros periodistas
reproductores de contenidos «massmediáticos». La poesía nos entera, nos abre los ojos de
una manera que -sin perder cierta ingenuidad- vuelve nuestras pestañas mucho más filosas,
nos transforma –sin más- el ADN para que la sangre nos circule a otro ritmo ante el
esnobismo atolondrado y la pereza creativa.
Quizá por eso, una corresponsal mendocina en Buenos Aires nos avisa: «Todo es
distinto/ bajo la superficie:// el movimiento lento/ y la luz que reverbera en el fondo/
mezclada con el agua// Imágenes de un mundo/ todavía sin formarse» (Marta Miranda,
Nadadora). También desde Córdoba, Daniel Mariani en El ático nos muestra el dolor de la
memoria de una infancia incompleta como una pequeña y bella tragedia: «Después de
quitar sus rueditas/ la sostuvo/ cuidadosamente/ desde el asiento. / Pedaleá, dijo./ Y
corrió detrás de mí/ hasta que me soltó de golpe/ y anduve solo.// A veces caigo/ cuando
miro hacia atrás./Ya no hay nadie.» Es el momento cuando entra el móvil de San Juan y
Damián López trae las últimas noticias de La otra cara de la almohada: «Si este insomnio es
puro capricho/ rincón del hastío en el que ejercito la desgracia/ entonces, cerrarles el
mundo de traslamirada/ resulta un viento ajeno y desganado/ un escape hacia la nada.»

Por lo tanto, toda lectura poética se vuelve sospechosa para una sociedad que
espera que C5N le avise si puede salir a la calle; ya que en los datos que proporciona un
poema están los anticuerpos que identifican y neutralizan las bacterias que nos quieren
mantener más controlados y adocenados. Por eso más que nunca la poesía está en riesgo:
los poemas se han convertido en formadores de opinión.

¡Último momento! Laura Lovob desde La casa de la abeja declara: «en el piso de
enfrente/ apagaron la luz, si el mundo/ no va a estallar/ debería buscar algo que
encender…»[2]

[1]Aquí refo rmulo y amplifico un párrafo del arte poética que me pidieron pa ra «Promiscuos&Promisorios.
Antología de la poesía en Mendoza para el siglo XXI». LunaRoja, 2009.
[2]Los poemas citados en o rden de aparición son:
«Córdoba VII», de Luis A. Villalba, en Hoteles baratos (Diógenes, 1999)
«I», de Bettina Ballarini, en La cantina del alba (Jagüel, 2007)
«Dark». d e Leonardo Pedra, en Nunca fui tan feliz como cuando era dark (Carbónico edicion es, 2008)
«Camina por el borde», d e Marta Miranda, en Nadadora (Bajo la luna, 2009)
«Bicicleta», d e Daniel Mariani, en El ático (Ediciones del Copista, 2009)
«VI», de Damián López, en La otra cara de la almohada (El andamio ediciones, 2007)
«En el piso de enfrente», de Laura Lovob, en La casa de la abeja (Gog y Magog, 2007)
ÉRAMOS TAN INÉDITOS

O cómo publicar sin libro

Ayer nomás, llevar unos escritos al papel, esperar que la imprenta convirtiera -en un
pase mágico- nuestro pequeño hato de ilusiones en un libro era al menos un acto
monumental. El «esfuerzo mancomunado» entre el autor y la editorial siempre era digno de
destacar en las presentaciones. Ni hablar cuando una revista literaria solicitaba a un poeta
en ciernes algún escrito y como a los 6 meses lo veía publicado, para alegría de la abuela y
alguna tía, pero con errores. Así y todo, estos pasos en la penumbra iban sacando al poeta
joven de su estado de oscura «ineditez».

Sin embargo en estos tiempos, la situación ha mutado. Los poetas que no tienen un
libro como soporte de su obra entraron sin aviso en una metamorfosis, cuya forma
difícilmente sea reconocida con la palabra «inédito». La tecnología 2.0 ofrece, entre otras
cosas, la posibilidad de tener un espacio virtual en menos de 5 pasos; donde los poemas,
microficciones, anécdotas, diarios íntimos, fotos, videos y hasta la biblioteca de Alejandría
tienen «entrada». «A falta de papel, buenos son los blogs», dice Patricia Slukich en una nota
reciente en el diario Los Andes. Pero ¿es solo por el alto precio de una edición
convencional que los poetas eligen los blogs para expresarse?

Las ediciones de poesía rara vez superan los 500 ejemplares. Se sabe que con este
número nuestros nietos tendrán con qué taponar sus puertas cuando por fin se derritan los
casquetes polares. Pero en realidad, las tiradas son mucho más cortas. Las hay de 50, 100 y
200 libros, o por pedido. El riesgo es grande y los lectores pocos y hasta desconfiados.
¿Quién es éste que me quiere vender un libro tan chiquito al precio de una entrada de cine?,
se preguntará más de un «consumidor». Por el contrario, un «poeta blogger» se encuentra
hoy con una realidad mucho más auspiciosa. Tomemos, por caso, el ejemplo de una lectora
porteña de El Desaguadero, revista de poesía y reflexión, Paola Ippolito. Su blog personal de
poesía y relatos tiene más de 100 seguidores repartidos en todo el país, Latinoamérica y
España; y cada vez que «cuelga» un poema a la semana unos 50 lectores le han comentado,
con mejor o peor criterio, su texto. Pero con la edición tradicional de un libro, quizá solo la
hubiesen leído su familia, amigos y algún conocido. Todos con un dejo de forzada piedad.

La poeta Irene Gruss se queja con razón en una entrevista por el tema de
posicionarse rápidamente como escritor gracias a las nuevas tecnologías: «En esto veo una
diferencia acentuada con la generación anterior, que tuvo que pagar un gran derec ho de
piso para acceder a publicaciones. Me pregunto qué pasará con esa política de la inmediatez
dentro de algunos años, cuál será su trascendencia», inquiere con firmeza. Está bien su
postura, pero como decía la canción fuimos «héroes por una vez». Aunque no para
siempre. Todavía persiste en nuestro recuerdo cuando con Cecilia Restiffo nos pasábamos
noches enteras plegando y engrampando hojas para una revista literaria en la Facultad de
Filosofía y Letras, o cuando caminábamos por todo el centro para conseguir apenas dos
auspicios, ya que el resto salía de nuestros magros bolsillos de estudiantes. No obstante si
hubiesen existido en los ’90 los medios digitales de la actualidad, jamás hubiéramos dudado
en utilizarlos.

También Santiago Llach nos avisa en su propio blog: «Lo mejor que le pasa a la
poesía argentina lo hacen blogueras, fotógrafos y narradores […] ¿Dónde están los mejores
poemas actuales? Posiblemente en breves posts en prosa que se descubren saltando por los
blogs». Sin embargo va más allá el escritor, ya que reflexiona que todo lo que se publica
virtualmente es poesía, menos los poemas: «La poesía viene mal cortada» Todo un signo de
los tiempos.

Por lo tanto hoy publicar en papel (ya sea en libros, revistas, demos, antologías,
¡¿plaquettes?!) ha dejado de ser un valor, al menos como se lo consideraba en el siglo XX.
No me atrevería a pronunciar en la actualidad que bloggers como Paula Seufferheld, Sergio
Pereyra y Bibiana Poveda -que hasta la fecha no han visto impresos sus primeros libros
individuales- sean autores inéditos. Sus escritos se van construyendo, interviniendo y
haciéndose a la vista de todos, ¿qué es, entonces, más «público» que eso?

Al mismo tiempo, la arbitrariedad de la materialización de un libro es dejada de lado


por la maleabilidad de lo virtual. El escritor «tracción a tinta» muy pronto deberá desviar la
mirada de las complacientes pelusas de su ombligo, porque en realidad son los lectores los
que han cambiado, los internautas que «surfean» por la web, como dice Beatriz Sarlo, sin
profundizar en las aguas de los discursos electrónicos. Sin embargo, ¿qué lector de los
«antiguos» leía un poema e inmediatamente le escribía una carta al autor? La opción
«comentarios» en los blogs invita a los visitantes a reflexionar, a criti car y proponer
cambios. ¡Se acabaron las jerarquías poéticas de marfil!

«Siempre se dice que cada nuevo ‘movimiento artístico’ debe crearse también un
público ‘nuevo’ que pueda consumirlo. El público ‘viejo’ nada puede hacer con él»,
proponen Ana Mazzoni y Damián Selci en Poesía actual y cualquierización. ¿Será tan así en la
red de redes? La brevedad del género lírico posibilita un acceso atractivo y fácil de asimilar.
Tal vez algunos sigan apostando nada más que a la calidez de las páginas, miren de soslayo
la incandescente pantalla y acusen a los «neopoetas» de virtualizarse por conveniencia y de
entrar en el juego de intereses posmoderno.

Por el momento, solo sabemos que la poesía vio luz y subió.


MUÑECAS RUSAS DE LA LITERATURA

El microrrelato en la poesía

Hay veces que una pequeña historia nos deja perplejos. El desafío entre
comprender sobre la poca tinta escrita y reponer lo que fue omitido nos hace mejores
lectores, o hasta quizá, unos escritores de segunda mano. Cuántas veces, también, luego de
leer El dinosaurio de Augusto Monterroso y El sueño de la mariposa de Chuang Tzu; la
sorpresa ante tanta condensación nos obliga a desandar el camino hasta descubrir que un
puñado de palabras nos encuentra meditando sobre los límites entre el sueño y la vigilia en
un caso, tanto como sobre la fugacidad de la vida en el otro. Vale la pena releerlos para
comprobar:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

(Augusto Monterroso)

«Chuan Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado
que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.»

(Chuang Tzu)

Igualmente, llama mucho la atención encontrarse en los últimos años con


microrrelatos dentro de un texto mayor. Breves ficciones que circulan perfectas y
amenazantes por las arterias de un poema o una canción. Un gran autor e impulsor de estos
pequeños textos, Raúl Brasca [1], hace tiempo que los viene estudiando con pasión de
entomólogo y reconoce en una entrevista que dio a Ángela Pradelli: «La característica más
notoria de la microficción tal como la concebimos en la actualidad es justamente su
carácter proteico que se puede traducir también como hibridación o mestizaje. La
microficción puede hoy tener un montón de formatos…». Una prueba inicial es este
fragmento de una conocida canción de Joaquín Sabina. Al mediar la canción dispara:

«Ayer quiso matarme la mujer de mi vida.


Apretaba el gatillo… cuando se despertó.»

En Siete crisantemos (Esta boca es mía, 1994)

Situación inicial, personajes en conflicto y un final que asombra por la elipsis oscura
de un amor destrozado. El caso es emblemático, ya que el tema del cantante de Jaén no es
narrativo en su conjunto; sino que es una suma de imágenes donde se permite alguna
reflexión. Sin embargo, como una muñeca rusa que se abre por las roscas torcidas de la
metáfora surge tumultuosa la historia (breve) detrás de la canción.

Pero la primera en «contaminarse» de los rasgos constitutivos de la poesía fue la


misma microficción. Sería ocioso pensar que este nuevo género es solamente un cuento
bien podado de malezas. Si estamos distraídos hasta se puede confundir fácilmente uno de
estos minicuentos con el haiku japonés: «Lo más curioso del microrrelato es que con tres
frases te abre unos mundos enormes…», dice Lidia Blanco, directora del Primer Encuentro
de Microficción en la Argentina. Pero si abrimos más los ojos, no tardaremos en darnos
cuenta de que son más los aspectos que acercan al microrrelato a la lírica, que los que lo
alejan. La rigidez de un soneto y su planteo en la primera estrofa, desarrollo en la segunda
cuarteta para elevar la tensión en el primer terceto hasta rematar en el último, nos habla de
una estructura «casi» narrativa en una de las formas estróficas consideradas «perfectas». Así
como también, las microficciones presentan «algo» del soneto en su trabado grupo de
palabras donde si se extrae una, cambia todo el sentido del texto. Pablo de Santis lo
confirma: «El microrrelato es una especie del arte del efecto, como pueden serlo la poesía o
el humor gráfico. […] La escritura requiere que no haya elementos ni palabras de más…».

Las fronteras limítrofes entre la microficción y el poema en prosa, por caso, son
también bastante borrosas, y estallan los muros que las dividen en cada relectura. Basta
mirar «hasta pulverizarse los ojos» algunos textos de Alejandra Pizarnik para sentir esa
intimidad entre el relato y la poesía:

«Ella no espera en sí misma. Nada de sí misma. Demasiado ensimismada.


Sólo vine a ver el jardín donde alguien moría por culpa de algo que no pasó o de alguien
que no vino.
Ella es un interior.
Todo ha sido demasiado y ella se irá.
Y yo me iré.»

En Textos de sombra y últimos poemas, 1982

Entonces no resulta extraño que, sin aviso, historias pequeñas se hayan colado
entre los versos para contagiarlos de la potencia de una anécdota turbia o deslumbrante.
¿Aire de una época fragmentaria, estética de Twitter o el sms, imperio de la hibridez
taxonómica? La aduana paralela que es la literatura ha visto atravesar de un lado a otro -con
una descarada felicidad- a muchos autores. Cualquiera que lee la nouvelle de Fabián Casas,
Ocio (2000), sabe que muchos de los núcleos narrativos ya habían sido «ensayados» antes en
su libro de poemas El salmón (1996). Jorge Aulicino puso un dedo feroz en la llaga del statu
quo del estilo: «En saber narrar quizá se concentra la posibilidad actual de hacer poesía […]
Del único modo en que puede ser interesante hoy la narración. Como búsqueda de un
momento abierto, breve, donde está todo lo necesario para comprender el desconcierto del
narrador…» (Saber narrar en poesía, prólogo a El espía de Pablo Chacón, 1997). Por lo tanto,
con el tiempo los poemas se han visto intervenidos por astillas de otro palo para ase star el
golpe de manera letal:

ANA Y LOS LOBOS

¿Y si esta noche me llamaras desde las callecitas


de nuestro pueblo y tu llamado me alcanzara,
como si fuera un goteo de llovizna tu voz sobre el empedrado
donde resuenan todavía mis pasos, los pasos
de mi madre? ¿pero y si no te escuchara?
A veces llega hasta la casa, desde el bosque cercano,
el canto de los lobos. Puedo distinguir,
entre todos, el llamado del lobo herido, imaginarlo
tendido en soledad bajo la luna,
abandonado tras la cacería de la tarde
para que la muerte lo alcance con mucho más trabajo
que las balas. Tu voz no me dejaría olvidar,
me repito, sería el hilo de luz intermitente que me guiaría
a algún sitio remoto y familiar. Pero quizás el canto
de esos lobos es una red tendida, una trampa
preparada para que la niña caiga, y distraída,
se olvide de escuchar. Recuerdo
una historia que mi madre contaba
sentada en un sillón de mimbre a la sombra
de los cedros. Hubo una noche –decía–
particularmente oscura en que un faro,
en una orilla lejana del océano Atlántico,
se apagó de pronto, como se apaga una vela
bajo el temblor de un soplo, y entonces
todos los barcos se extraviaron: el azar
quiso que los tripulantes de esas naves, marineros
o familias de inmigrantes, recalaran
en un puerto cualquiera, perdidos,
sin dinero ni instrucciones para volver a casa.
Yo misma, muchos años después,
varada en tierra extraña como ellos, imagino
a aquellos navegantes. Me digo:
como ocurre siempre que el azar sostiene
los cimientos de un destino, seguramente
pasaron el resto de sus vidas
soñando cómo sería la ciudad, el puerto aquél
que no tocaron, preguntándose
si sonarían más dulces las palabras
en ese idioma desconocido, si serían
los hombres, las mujeres más dichosos,
más bellos, si habría menos melancolía en las canciones
que se cantan al atardecer, cuando se vuelve
de las fábricas o los buques cargueros, llevando
un bolso raído entre las manos. No puede saberse
qué hay en la otra orilla, excepto la certeza
de la misma niebla y los mismos pájaros,
bajo un cielo distinto que nos ha desairado.

Claudia Masin, en la vista (Visor, 2002)

La propia historia de los barcos extraviados —introducida sin inocencia por la voz
de la madre— funciona como el eje para esas dos aspas que conforman el «poema en sí» de
la autora. Es que en la mejor poesía escrita en esta última década, los ejemplos se suceden
con frecuencia y demuestran que no se resigna lirismo por contar una historia. Toda poesía
actual es «cimarrona»; en caso contrario de pureza (ya sea alta o baja), atrasa. En el
espléndido prólogo a Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini (Colihue, 2009), Jorge
Boccanera dice acerca de los poemas: «De su lado, el lenguaje va, de la vehemencia a una
ceñida reflexión […] alternando el tono lírico con pasajes decididamente narrativos. […]
Incluso introduce una serie de repujados microrrelatos…»:

«Mi matrimonio con la pesadilla sería intolerable


si no fuera que me despierta para oírme gritar…»

en Voces del hospicio (Conejos en la nieve, 2009)

«Se le preguntó qué es el sueño


a una mujer cuyos ojos se gastaban frente al espejo, y
dijo:
—Debería ser un viento que borrara todo lo vivido y
al despertar me quedara intacto aquello que anhelaba…»

en El sueño (Conejos en la nieve, 2009)

Acaso la autonomía de los microrrelatos interpolados en un poema sea fugaz y


caprichosa (como también lo es la belleza). Apenas recordamos el texto que los contiene,
ya no se puede escindirlos. Sin embargo están allí, expectantes para que alguien atento le s
pegue el tirón y corte el cordón umbilical de la tradición genérica. El verdadero peligro,
entonces, sería descubrir cuánta sangre se pierde en el alumbramiento y con cuánta fuerza
lloran después. No por nada, el gran escritor Juan José Saer llamó irónicamente a su único
poemario El arte de narrar.

[1] Además de Brasca, otros escrito res argentinos como Borges, Cortázar, J.R. Wilco ck y sobre todo Marco
Denevi y Ana María Shua han cultivado maravillosamente el género de la micro ficción. Hace ya unos años,
algunos autores de Mendoza como Emilio Fernández Co rdón, Roque Grillo, Leandro Hid algo, Rubén Valle y
quien firma este texto vien en forjando microrrelatos sin pausa.
EL VERSO O LA VIDA

Una tenue mujer de provincia, hija de un carpintero, que apenas alcanzó a cursar el
primero de la secundaria va y compra una remera verde para su hijo de 10 años. Llega a su
casa, envuelve al niño como si la prenda fuera una hoja de parra, lo abraza fuerte y le dice al
oído: «Verde que te quiero verde».

A ese niño que era yo, sin aviso, la poesía lo había tomado por asalto. Mi vida, por
lo tanto, ya no sería la misma. Qué sucede, entonces, cuando la poesía pierde su estatuto de
«arte elevado que se expresa con palabras» para rozarse de igual a igual con el lenguaje
cotidiano; qué pasa, además, cuando la forma seudocarcelaria del poema se abre y el autor
es un ente anónimo borrado por una maraña de frases mundanas.

Los asiduos lectores de poemas —los raros, como encendidos lectores de poesía—
que empezamos anotando versos sueltos en la contratapa de las carpetas, en los diarios
íntimos, en las puertas del baño del colegio; sabemos que la memoria se nos fue
contaminando, saturando de versos potentes que tomaron vida propia, y saltaron con furia
de un soneto a la más desaguisada conversación con un hermano en el momento justo de
no saber qué hacer ante los trámites de una herencia: «No nos une el amor, sino el
espanto…». ¿Y Borges? ¿Y Buenos Aires? Bien, gracias.

Es que existen, desde tiempos remotos, versos repetidos por los simples mortales
(no interesan aquí los eruditos que pueden recitar el Mio Cid en castellano medieval) que
son portados en la garganta como el último trago de agua, ante una realidad desértica que
nos cubre de cardos y ortigas. Lo insinúa Daniel Link cuando habla de la poesía de Arturo
Carrera: «Sí, los versos (sueltos) son una voz inmemorial que canta desde el fondo de los
tiempos, un laberinto de pura pérdida que sobrevive en nuestra memoria como la sola
promesa del canto, y por eso los recordamos...». Sin embargo, los versos que se dicen casi
con inocencia no actúan de manera conclusiva y sabihonda como sí lo hacen el refrán o las
frases populares del estilo «Dime con quién andas y te diré quién eres»; sino que un verso
incorporado arremete con acierto para zanjar caminos en un diálogo que amenaza con
cerrarse y repujar en el metal de los silencios, hasta dejar una marca difícil de ser olvidada:
«Me gustas cuando callas porque estás como ausente…»; y como en La caída de la casa Usher,
un secreto comienza a mostrar su primera grieta. ¿Será por eso que «Cultivo una rosa
blanca»?

En el prólogo a El tesoro de la lengua, Ariel Schettini propone realizar «Una antología


(razonada) de los versos que se grabaron en la lengua y perdieron su autor (su contexto, su
valor de acontecimiento histórico, para contar, ahora, una historia verdadera: pura
actualización, puro fuera de contexto, pura posibilidad de redención, a cada momento que
se los recita) y se volvieron creaciones de la misma lengua…». La poesía no pide permiso, y
mucho menos un verso suelto que desborda vigencia cuando es pronunciado en medio de
una transacción comercial por la simpática almacenera que nos tacha de su libretita
diciendo: «¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!». El lenguaje, agradecido; y, de
paso, mucho más valioso. No por nada el mismo Schettini nos dispara: «porque un poema
existe cuando genera un efecto de verdad».

Por lo tanto, una pregunta irreverente me viene acicateando desde el comienzo:


¿Un poeta escribe con minuciosidad toda una enorme obra para que sólo quede un verso
aislado en los labios de la gente, que además ignora su autoría? Termino de escribir el
interrogante y el cursor titila malicioso en el blanco de la pantalla, porque intuye que sé la
cruda respuesta. Pero es que, como dice Santiago Kovadloff en Sentido y riesgo de la vida
cotidiana: «El hombre se ahoga en la literalidad. El hombre es incapaz de vivir sin respirar el
aire renovador de la metáfora…». Poetas, vates con el modem desorientado: «Esto es amor,
quien lo probó, lo sabe». Además, en un mundo cada vez más aturdido de palabras sin
reversos ni sorpresas, donde un coro de toses desafina la última noticia del naufragio;
inhalar y exhalar un verso viene a ser el paf que nos abre el pecho y nos devuelve a una
realidad diferente, al menos más fácil de respirar.

Lo dicho, hacer un aporte anónimo a la lengua popular con un verso suelto,


intoxicar el habla de todos los días con el aire fresco de las imágenes y comparaciones
inesperadas, quizá sea uno de los pocos logros concretos de la poesía (y de los poetas) en
estos últimos dos mil años. Duele decirlo, pero esas son las cenizas que quedarán de
nuestros poemas, aunque tendrán un sentido: «Polvo serán, mas polvo enamorado» [1].

[1] Sin caer en una contradicción, tan sólo por el vicio de citar a los autores y los poemas de donde son
extraídos los versos sueltos y para que el lector vuelva a sentir el placer d e releer algunos de estos textos, aquí
van las referen cias:

«Verde que te quiero verde…» d e Federico García Lorca en «Roman ce sonámbulo», de Romancero gitano.
«No nos une el amor, sino el espanto…» de Jorge Luis Borges en «Buenos Aires», de El otro, el mismo.
«Me gustas cuando callas porque estás como ausente…» d e Pablo Neruda en «Po ema 15», d e Veinte poemas de
amor y una canción desesperada.
«Cultivo una rosa blan ca…» de José Martí en «Poema XXXIX», de Versos sencillos.
«¡Vida, nada me deb es! ¡Vida, estamos en paz!» de Amado Nervo en «En paz», de Elevación.
«¡Esto es amor! quien lo p robó, lo sabe.» d e Lope de Vega en «Soneto 126», de El arte nuevo de hacer comedias.
«Polvo serán, mas polvo en amorado» de Fran cisco d e Quevedo y Villegas en «Amor constante más allá de la
muerte», de El Parnaso español.
SIN TÍTULOS NO HAY PARAÍSO

A favor de los títulos en los poemas

En una época donde la gélida tecnología nos permite comprimir información —


visual, acústica y gráfica— para poder salir por las calles de la ciudad con la discografía
completa de Pink Floyd, o hasta con El Quijote en un artefacto del tamaño de una chaucha;
un nuevo fenómeno está sucediendo en cuanto a la identificación de las obras: la pereza de
no titular los discos, las canciones y -teníamos que llegar vivos para esto- también los
poemas.

De este modo, un adolescente tardío salta de carpeta en carpeta, de track en track y,


mientras chequea la actualización de Twitter, da lo mismo don Chicho que San Martín,
como atizaba Discépolo en Cambalache. Por lo tanto, contrario a lo que se piensa, es cada
vez más habitual encontrar esta «no-práctica» en los blogs de poesía, donde los poetas
digitales cuelgan sus escritos en verso sin un título que los encabece. ¿Revolución contra la
nobleza de los títulos? Me permito pensar que a muchos ni se les cruza la idea de que al
otro lado de la pantalla hay un receptor ansioso de contar con todos los estímulos posibles.

Pero es más llamativo todavía, abrir hoy un libro y que, luego de leer cinco o seis
poemas rotulados, aparezca un grupo de versos decapitados. Diez o quince líneas
abandonadas al blanco baldío de la hoja. Entonces, el paciente lector de poesía —y vale
recordar que no abunda— debe reformular su modo de lectura ante semejante holgazanería
creativa. Es decir, se siente expulsado del paraíso profano que supone leer un poemario.

Hablo de los títulos porque hace un tiempo, el escritor Fabio Morábito redactó una
columna titulada Contra los títulos[1], donde se despacha sin piedad sobre «la innecesaria
manía de titular los poemas». Trata a los títulos como si fueran una «extraña anomalía de
lectura» de su parte, ya que siempre se los olvida. Los tilda de poco esclarecedores, inútiles
y hasta de una formalidad. No conforme, se lanza también contra los epígrafes en los
poemas, porque los considera «elementos decorativos y, lo mismo que los títulos, un mero
preámbulo para aclararse la garganta…» Pues, como todo buen ensayo, este breve texto del
poeta italiano residente en México me generó varios cuestionamientos.

Todo poema tiene título. Es casi impensado hallar un libro impreso sin nombre alguno.
Recorrer con la mirada un anaquel de libros, leer los nombres de cada lomo hasta que
aparece uno de ellos completamente en blanco resulta angustiante. Mezquindades de la
editorial, me dirán. Aunque sí es muy común toparse con poemarios enteros que tienen los
textos sin titular. Poemas que aparecen numerados, o con un asterisco, o hasta sin nada.
Aquí Morábito asesta casi con razón: «La poesía sigue siendo en buena medida un arte oral
[…] los títulos son mudos por naturaleza…». En los cuentos pasa lo mismo con respecto a
la oralidad, y no exagero si digo que no existen casi relatos sin nombre. No obsta nte,
recuerdo la Poesía Vertical de Roberto Juarroz y sus sucesivos tomos. Un ejemplo extremo
donde el autor elige un único nombre para toda su obra y para todas las piezas que la
integran. Esos poemas, entonces, sí tienen un título. Pero cuando ya vamos leyendo la
Novena o la Décima Poesía Vertical pedimos a gritos, como Dante extraviado en el medio de
la selva oscura, a un Virgilio que nos guíe un poco en tanta maraña verbal y numérica. Para
el caso, si un título es mudo, el poema sin él comienza a tener problemas de disfonía.

Vox populi. Ante la falta de títulos, los lectores —y también los críticos— han ido creando
anticuerpos ingeniosos, ganchos para no caerse en el aljibe sin fondo del silencio. Son
evidentes e inevitables las históricas «soluciones» formales en las Coplas de Manrique, las
Églogas de Garcilaso y las Rimas de Bécquer. Me imagino a los amigos del inolvidable
Gustavo Adolfo resolviendo cándidamente qué hacer, post mortem, con las más de 70
«rimas» dispersas. Además, ¿alguien puede negar, más allá del arbitrario número, que su
rima más famosa no se llama Volverán las oscuras golondrinas?[2] Es allí donde los lectores
comunes imponen su voz. Hablan sin consultarle a José Hernández de la Ida del Martín
Fierro para referirse a la primera parte de la obra en consecuencia con La vuelta.

Concentración máxima. De todos los géneros, la poesía se destaca por la brevedad de su


discurso, por concentrar en un puñado de palabras todo un mundo de significados.
Cualquiera puede leer un par de veces en su vida La guerra y la paz o Bomarzo sin necesidad
de revisitar esas páginas en su totalidad; pero un poema tiene la capacidad proteica de
decirnos algo nuevo y sorprendernos en las diferentes etapas de nuestra vida.
Modestamente, todo poema concentra a toda la poesía. Como dice Víctor Redondo en una
entrevista: «El poeta tiene que sacar el mayor jugo posible de la menor cantidad de
palabras; en ese sentido, debe leer como el más inteligente de los lectores…»[3] Por lo
tanto, el nombre de un poema sería la expresión máxima de esa síntesis. Los más sagaces
poetas utilizan el título como si fuera algo inseparable del resto; a veces el título contradice
lo dicho, a veces abre puertas insospechadas y, en las mejores ocasiones, funciona como un
primer verso autónomo que se potencia con la lectura de los demás. Es el caso de este
poema del español José Agustín Goytisolo:

ÉXITO DE UN POEMA

Escribiste un poema a fin de cautivar


a una muchacha y el resultado fue
que la muchacha se enamoró perdidamente
del mensajero que le entregó el poema.

en Palabras para Julia y otros poemas (Plaza & Janés, 1997)

M´hijo el pueta. Es cierto que muchos poetas utilizan los epígrafes como un elemento de
adorno. Es más, que los colocan en una esquina superior del poema como los petulantes
padres amuran la chapa de su «hijo el dotor» junto a la puerta. Inseguridad y mucho
esnobismo de algunos «puetas» que necesitan darse a conocer a través de la voz prestigiosa
de otros, tal vez. «Sufren de para-citología», me dice una amiga escritora. Es injusto que
Morábito los compare con los títulos, ya que estos son distintivos del poema como el
nombre de una persona o de un lugar. Así y todo, un sincero y pertinente epígrafe —muy
de vez en cuando— demuestra que el poeta está dispuesto a dialogar con otros, propone a
los lectores que hagan links analógicos hacia los autores que lo han deslumbrado.

Pecado capital. De todos los vicios condenatorios, se dice que la pereza es el peor, debido
a que genera otros pecados. No es que me sienta Brad Pitt y Morgan Freeman persiguiendo
a un asesino, sin embargo sospecho que más de un poeta rotula deficientemente un poema
o prescinde de los títulos por flojera. Admiro los poemarios que proponen una serie de
poemas numerados —o no— a partir de un solo nombre, siempre y cuando sostengan la
idea motriz de principio a fin. Por el contrario, la miscelánea implica indefectiblemente la
titulación de los textos; el poema se encuentra dentro de un alucinante revoltijo de ideas,
ritmos, emociones y temas donde el lector realiza una lectura random, un paseo aleatorio y a
los saltos por las páginas del libro. Entonces se hace necesario encontrar carteles en la ruta
poética, señales de una causa más que personal, parafraseando a Joaquín Giannuzzi.
Desalienta chocarse en el camino con poemas que repiten el primer verso como título,
encontrarse además con los que al azar eligieron una sola palabra perdida entre el texto,
como también resulta una neblina impenetrable aquellos que impíamente los borran de la
cabeza del poema. Invito a hojear los libros de cualquier biblioteca y los ejemplos ilustres y
desconocidos estarán de sobra. Hacia el final, Fabio Morábito arremete: «Ponerle el título
es delatar el hecho oprobioso de que volvimos la cabeza en algún momento para,
justamente, ponerle un título, siendo que lo propio de un poema es no volver nunca la
cabeza y solo admitir un camino hacia delante…». ¿No será —digo— un hecho más
vergonzoso olvidarse de los lectores en medio del caos sin mirar para atrás, como un Lot
hipermoderno escapando de Sodoma?

Sin etiqueta. Para mi sorpresa, me encontré unos meses después de leer la opinión de
Morábito con una entrevista[4] donde el escritor sacude otra vez a los títulos con obsesión:
«Los títulos, por un lado, no tienen mayor importancia. Hay que ser sinceros. Creo que les
importan más a los editores que a los escritores. No es que el escritor viva con el título
metido en la cabeza. Yo casi siempre los encuentro al final, y de una manera muy azarosa.
Por ejemplo, La lenta furia, tenía dos o tres títulos, y de repente apareció, pero todavía no sé
si tiene que ver realmente con lo que escribí…». Sería interesante que los lectores –tan
dejados de lado por el autor- encontraran también la relación entre el nombre y el texto.

Finalmente, el arduo trabajo del poeta entraña otra cosa más importante. Escribir
poesía es una lucha constante y lúcida con el lenguaje. Aunque vemos, por ejemplo, cómo
Santiago Sylvester ha reparado —en el fragor del combate— en los lectores. Ante la
pregunta de por qué los títulos de su último libro, El reloj biológico, están entre paréntesis
responde: «Es que no son tanto títulos como ‘indicaciones de lectura’. El hecho de que
hubiera un tema general hacía que no tuviera sentido poner títulos, pero sí ‘orientar’.»[5]
Orientar sugiere, por tanto, guiar sin imposiciones. En una hermosa carta/poema a Álvaro
Mutis[6], el poeta y crítico Alfredo Veiravé reflexiona risueñamente sobre la escritura de su
nuevo libro: «No quiero exagerar sobre los/ nombres pero/ en verdad, el título es un
rótulo un símbolo un signo/ una señal en el camino que debe indicar la dirección del
viento/ al caminante para que no se extravíe en sus alucinaciones…». Por lo tanto, la
guerra de guerrillas con las palabras supone ganar de vez en cuando alguna que otra batalla,
que se traduce en el cuerpo del poema. Pero, una vez enfriadas las armas, aún quedarán las
negociaciones diplomáticas con los títulos que pueden convertir ese pequeño y anhelado
triunfo, en nada.

[1] Fabio Morábito, en Suplemento Ñ de Clarín (30/04/2010)


[2] Llama al menos la aten ción que, en vida, Bécqu er publicara en periódicos de la épo ca una do cena de sus
Rimas y que más de una vez las p resentase con un título. Como pasa con la rima 29 ( Imitación de Byron), la 33
(Dos en uno), la 45 (Melodías), la 56 (Al amanecer), entre otras. Me guío por el Estudio Preliminar y las Notas de
Ivonne Bordelois y María Silvia Delp y en Rimas, Gustavo Adolfo Bécquer, ed. Kapelusz, Buenos Aires 1969.
[3]Entrevista de Marcelo Di Marco a Vícto r Redondo, en Hacer el Verso, apuntes, ejemplos y prácticas para escribir
poesía, ed. Sudamericana, 2009.
[4] Entrevista de Fran co Torchia a Fabio Morábito para el Suplemento Ñ de Clarín (05/11/2010)
[5] Entrevista de Fernando G. Toledo a Santiago Sylvester para el Suplemento Escenario, Diario Uno
(17/02/2008)
[6] Carta a Álvaro Mutis bajo el cielo de México, de Alfredo Veiravé, en Laboratorio central, ed. Sudamericana, 1991.
EL ÚLTIMO VASO CON AGUA

La necesidad de leer poesía

«Ahora y aquí y mientras viva


tiendo palabras-puentes hacia otros.
Hacia otros ojos van y no son mías.
No solamente mías:
Las he tomado como he tomado el agua…»

C IRCE M AIA

Hay una imagen que me tortura desde hace unas semanas. Pienso que alguien va
caminando apurado por las calles de una ciudad cualquiera y se detiene de golpe porque
acaba de darse cuenta que necesita un poema. Por lo tanto, temo que este fotograma
mental me anda persiguiendo punzante por un único motivo: no es posible que suceda.

Por el año 1999 leí, en una entrevista que le hacían a la poeta mendocina Bettina
Ballarini, una frase que adopté inmediatamente porque encerraba una pequeña verdad. El
motivo de la nota era que ella había recibido una mención en un concurso, y al describir sus
preferencias como lectora decía: «Me son necesarios...» y luego nombraba un grupo de
poetas insoslayables para su existencia. Unos años más tarde le escuché contar en una
conferencia a la autora de esa maravilla llamada La saga de Los Confines, Liliana Bodoc, que
ella había tomado decisiones capitales de su vida aferrada a un poema. No por casualidad, a
su lado, Diana Bellessi presentaba Los días del fuego.

Por eso es que a veces digo: «Tengo necesidad de Borges, o de Lorca, o de Orozco,
o de Giannuzzi...» y corro sediento a beberlos como si fueran el último vaso con agua. Pero
las necesidades, una vez saciadas —siempre parcialmente—, se modifican o regresan con
otro sabor. Es que si a alguien le preguntaran: «¿Cuál es el poema de tu v ida?», o, más
tímidamente: «¿Qué poema andás necesitando?». Las respuestas siempre serían diferentes.
Aunque no descarto que pueda existir un único poema, nada más, que nos diga, nos
constituya.

Con la aparición de los blogs como espacio para aportar contenidos propios a la red,
se dio casi al mismo tiempo un hecho notable: bitácoras que empezaron a colgar a diario un
poema. No importa si el texto es de factura personal o es el resultado de una trabajo
curatorial de las bibliotecas analógicas que abarrotan nuestras casas. Espacios virtuales
como el de Jorge Aulicino (Otra iglesia es imposible), o el de Esteban Moore (Alpial de la
palabra), por nombrar solo a dos de los más activos, recogen años de exploración profunda
en breves posteos, difunden a poetas jóvenes, traducen y rescatan del olvido a algunos
autores mayores por la falta de reediciones actuales. Pero, ¿quién se los pidió? Pareciera que
Moore y Aulicino —además de otro centenar de bloggers poéticos— le estuvieran
respondiendo al ensayista Alfonso Berardinelli que dice de los poetas del siglo XXI: «tienen
una vaga idea de lo que puede ser poesía pero no tienen lecturas variadas[…] En este
sentido, los poetas tienden a leer poco, tanto a los clásicos como a sus contemporáneos»
[1]. Sin embargo resulta bastante desalentador que se escriba/recite/traduzca/publique
poemas nada más que para otros poetas. El mismo Berardinelli, por tanto, sentencia: «Hoy
la poesía es muy apreciada, teóricamente, pero no tiene verdaderos lectores…» ¿Será por
eso que Olga Orozco decía risueñamente que al encontrarse con un lector de poesía que no
escribía le daban ganas de plantarlo para que creciera?[2]
Entonces vuelvo a inquirir con menos sarcasmo que perplejidad. ¿Es el poeta un
taxidermista perverso? Es decir, el que escribe poesía conserva algo (un objeto textual en
este caso) que el resto de la sociedad —la gente de a pie— considera poco importante,
inexistente. Si hasta hay grupos que por las noches mendocinas, en un gesto nietzschiano,
han pegado carteles que rezan: «La poesía ha muerto». Habiendo tantos otros rubros para
declararlos difuntos, justo a la poesía le viene a tocar. Todo un gesto de reafirmación, dirán
los optimistas. Sin embargo, la sociedad, tal vez, nos está exigiendo silencio. ¿Callarse será,
sin más, hacerle el juego al discurso dominante y aplanador? La sospecha de la
autocomplacencia siempre está a la vuelta de la esquina: escribir para otros poetas, o para
los críticos y el periodismo especializado (todos poetas, también). Pero qué puede ofrecer la
poesía a un mundo que no se detiene a contemplar, a reflexionar acompasadamente. En La
pequeña voz del mundo, Bellessi anota: «La pregunta, o la afirmación en torno a cuánto se lee
poesía, o lo poco que se la lee es de vieja data. Los argumentos también. Sin duda es una
lectura de resistencia, una lectura exigente que demanda atención…»[3]. Para definir más
adelante: «La complacencia de iluminados con que ciertos poetas justifican que la poesía
pueda leerse menos me parece una falsía.»

Es más que seguro que este planteo no solo es una cuita del género lírico.
No muchos deben de transitar las calles solicitando como fieras ver un cuadro del
fauvismo, o que sintonice el taxista la Sinfonía N°5 de Schubert. No obstante, la poesía
porta en su ADN la marginalidad más pasmosa, ya que se encuentra expulsada de raíz del
mercado editorial, fuera de toda consideración y reconocimiento de los medios masivos.
Así y todo, la poesía se las rebusca para aparecer y levantar la mano en zonas no
convencionales: bares, paredes, redes sociales o cualquier lugar imprevisto donde la palabra
camaleónica se infiltra. La velocidad irrefrenable de las urbes, la incorporación de la
electrónica móvil en la vida cotidiana, el consumismo atolondrado y la información tan
candente como vacua; nos mantiene la cabeza distraída y el corazón alejado de lo que
verdaderamente importa: una voz que se arrima para decirnos lo que ya sabíamos en
nuestro interior, pero que no nos atrevíamos a poner en palabras. De hecho, un poema
tiene el poder de modificar algunas estructuras mentales. Tal vez sea cierto y nadie necesite
de un poema, como tampoco la poesía necesita que nadie la defienda. Aunque como
Antonio Requeni, entre otros miles y miles de invisibles, lo intente una vez más:

Oscuro fuego

¿Quién necesita que yo escriba?


Sin embargo es hermoso
vivir por la belleza, aproximarse
al fuego oscuro en el que arde
la fiesta y el misterio de la vida.
Aunque a nadie le importe.
Brilla en la noche el verso
bello y desamparado
como un cuerpo desnudo.
[1] «Vivimos la era del pos poeta». Entrevista a Alfonso Berardinelli en en Suplemento Ñ de Clarín, sección
«La cátedra».
[2]Travesías. Conversaciones entre Olga Orozco y Gloria Alcorta (coordinadas por Antonio Requeni)». Ed.
Sudamerican a, Buenos Aires, 1997.
[3]La pequeña voz del mundo, Dian a Bellessi. Ed. Taurus, Buenos Aires, 2011.
HERENCIA POÉTICA

La poesía como un hecho inevitable*

Porque hubo habrá hay generaciones


(demás está decir que «hay cadáveres»)
no crean en Rimbaud joven para siempre
hay rockstars pelados hay malditos en muletas…

Tamara Kamenszain, en La novela de la poesía

1.De tal palo, tal poesía

Cuántas veces hemos escuchado decir frases como: «Tiene los mismos ojos del
padre», «Camina como el abuelo», o «Sonríe como la tía». Sin embargo qué sucede cuando a
un vástago la voz le sale extraña, única y oscura. Encima nunca dice lo que dice. Siempre
esquiva la mentira y habla con la verdad, que es el modo más claro para confundirnos. Por
lo tanto, la preocupada madre se queja con el alma en un hilo: «El nene me salió poeta».
Entonces, la vecina le responde con total sinceridad: «Querida, lo que se hereda no se
roba».

2.Mapa poético

La poesía se encuentra en el ADN de la humanidad. De otro modo, cómo


podemos explicar que, en un mundo vertiginoso y tecnificado como el de hoy, siga
existiendo. Así, han pasado las guerras, las torturas y los campos de concentración. Por eso
leo, con más pena que curiosidad, los poemas de Ana María Ponce, una militante
secuestrada y desaparecida durante la última dictadura militar. En medio del cautiv erio en la
ESMA se animó a redactar para su hijo: «Para que la voz no se calle nunca/ para que las
manos no se entumezcan,/ para que los ojos vean siempre la luz/ necesito sentarme a
escribir…»[1]. Apropiadamente, Adorno dijo que después de Auschwitz escribir un poema
era un acto de barbarie. Aunque, la misma poesía viene a ser un testimonio fugaz de
nuestro paso por la Tierra, la suma fragmentaria de una historia personal, la herencia
unívoca de las palabras que se comparten en la mesa familiar. La poesía, según dicen, no
sirve para nada; pero el inventario mensual de lecturas, publicaciones, presentaciones,
blogs, performances en bares y teatros demuestran que, al menos, es inevitable.

3.Nene, qué vas a ser cuando seas vate

Jorge Luis Borges sospechaba que sus padres lo habían engendrado en Buenos
Aires para la felicidad y que les había fallado. En un solo gesto heredó la ceguera, como así
también la luminosa biblioteca paterna donde eligió perderse para siempre. Padres e hijos,
hijos y padres: «No nos une el amor, sino el espanto…», supo escribir. Como también es
cierto que los mismos poetas nos dejan su propio legado: un modo voluptuoso de torcer el
idioma dominante (Rubén Darío), la voz que se levanta ante la desigualdad (Alfonsina
Storni), la vitalidad a prueba de solemnes (Oliverio Girondo), el habla inquieta de la calle
(Juan Gelman), el hacer del cuerpo un poema (Alejandra Pizarnik). Ningún poeta que se
precie, por tanto, apuesta todo a la tradición lírica; al contrario, ya que desdeña convertirse
en una repetición deformada y anacrónica de sus antepasados y, como supo ver el japonés
Bashô: «No sigo el camino de los antiguos:/ busco lo que ellos buscaron». La herencia es
una oferta que, tal vez, la eternidad pone en saldos y retazos. Ya la obtuvimos sin esfuerzo,
está al alcance de la mano. Ahora nos queda ir en su contra.

4.Cosecharás tu verba

Lo dicho: como el color de los ojos, la poesía se nos hace inevitable en la


caligrafía del genoma humano, imposible de soslayar con el pulso sobrenatural del silencio
o las distracciones cotidianas. Si la herencia es involuntaria, las palabras no. Sin
determinismo, uno elige letra por letra qué va a decir (y qué va a leer) para guardar en el
baúl de los recuerdos literarios. Todos hablamos para hacernos notar. Muy pocos callan
para poder existir. Generaciones y generaciones de palabras corren ciegas por nuestras
venas hasta que estallan esplendorosamente. Ya no podemos pronunciar «luna» sin verla un
poco como la describieron Federico García Lorca («La luna vino a la fragua/ con su
polisón de nardos…»), Leopoldo Lugones («Y la luna en enaguas,/ como propicia
náyade…»), o el mismo Borges («Mírala. Es tu espejo»). Sin embargo, también el ADN de
la poesía va mutando, es un animal vivo que corre hacia delante; porque sabe que nunca
leemos lo mismo en un poema, cambia todo el tiempo, convierte en frases inolvidables
aquello que creíamos dormido en nuestro interior. Como anota Edgardo Dobry: «la
inestabilidad es fantasma perpetuo, y el poeta trabaja en ese límite devenido centralidad: el
de la agresión sublimada y directamente ejercida sobre el idioma como un filo que atraviesa
los niveles del lenguaje y los cortocircuita y los fisiona. Abdicando, de paso, toda venerable
genealogía literaria…»[2]. Entonces, como sucede en el paso irrecuperable por la infancia,
la poesía también nos modifica para siempre; y ese es nuestro legado al mundo, nuestra
herencia poética.

*A partir del guion escrito para el espectáculo Herencia poética, poemas de padres e hijos presentado por el
grupo El Desaguadero durante 2012.
[1]Poemas, Ana María Ponce. Colección Memoria en movimiento, Buenos Aires, 2011.
ÍNDICE

La visión del anfibio

Tráfico de fuentes

Tubo de ensayos

Los éxitos de la literatura


Últimos diarios de los jóvenes de ayer
Cómo escribir un poema
Los raros (o celebración de la amistad)
Cuando aliviarse hace literatura
Con la música a otra parte
La felicidad en alquiler
La construcción de un (segundo) nombre
Oda al peatón retirado
La última cuenta regresiva
Variaciones a partir de las hormigas
Desde la jota a la ese
Señal que ladramos
Detector de metales y mentiras
El estribillo de tu vida
Si lo sabe, silbe
Etimología del derrumbe
Pesada cadena de favores
Tomografía computada del llanto
La visión del anfibio

La poesía como última noticia

Puma en mi cabeza
El cruce entre el voseo y el tuteo
Cuando la poesía no es un poema
La poesía como última noticia
Éramos tan inéditos
Muñecas rusas de la literatura
El verso o la vida
Sin títulos no hay paraíso
El último vaso con agua
Herencia poética

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