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“Mirreynato”. Una en que la herencia, y no el mérito propio, determinan el acceso de las personas a las
oportunidades. Una en que, si se tiene dinero -sin importar de dónde provenga- se pueden comprar hasta
los favores de la justicia.
En ésta época, el poder adquisitivo es lo que determina con qué gente te relacionas, a qué círculo social
perteneces y por lo tanto, qué tan cercano o lejano estás de la élite en el poder. De ahí la importancia de
la selección de la escuela donde estudiarán los hijos de nuestros políticos y familias más adineradas, en
las que adquirirán, no conocimientos, pero sí conocidos, que es lo único que se requiere para salir
adelante en la vida.
Cito aquí un fragmento del libro mencionado para que se les antoje leerlo.
“Como sucedía en la época de la Colonia mexicana, cuando los virreyes gobernaban, los miembros de
cierta élite nacional gozan hoy en México de fueros amplios que los protegen frente a las consecuencias
de sus actos y también los blindan con respecto al castigo que merecerían por un comportamiento
muchas veces ilegal. México sigue haciendo eco de una larga historia latinoamericana que se fundó
retorciendo la ley para favorecer a los poderosos en contra de muchos otros sujetos en circunstancia de
vulnerabilidad; los privilegios de los que algunos mirreyes gozan en el presente son en buena medida
parte de una herencia que viene de muy atrás. No debe olvidarse que la corona nunca entregó a los
colonizadores de las Américas puestos en el gobierno de la Nueva España por mérito propio, sino a
cambio de dinero. En efecto, los cargos del juez o del notario, del gobernador o del adelantado se
asignaban mediante una venta; luego, una vez comprada la responsabilidad pública, era muy difícil que
la persona beneficiada no actuara como dueña de la institución a su cargo. Desde esta tradición
patrimonialista el puesto público es concebido como un espacio privado: es un atributo del patrimonio
económico de quien pagó por su asiento y por tanto se espera que éste rinda una ganancia. La actitud
frente a tal activo es la misma que podría sostener quien obtuvo la concesión para explotar una mina o
un canal de televisión.”
En el libro también hay datos duros. Durísimos. Duele leerlos. Somos un país profundamente
discriminador.
Gracias al Conapred, sus investigaciones, reportes, libros y campañas, la discriminación se ha vuelto, por
lo menos, visible pero nos falta mucho, muchísimo, para ser una sociedad justa. Si lo fuéramos no
pasarían las cosas terribles que les pasan a los más pobres ni habría el resentimiento social que hay
contra los más ricos, que terminan por no poder disfrutar su riqueza por temor a la ira de los pobres.
En ambos bandos hay personas buenas y malas pero todos sufrimos por igual las consecuencias de que
tanta gente viva privada de sus derechos. Échenle un ojo al libro. Seguro les sirve, como a mí, para
entender de qué pie cojea nuestro país y así, tal vez podamos ayudarlo a caminar.
En su libro Mirreynato. La otra desigualdad, el analista describe caso por caso un nuevo fenómeno
social: el de los hijos de los políticos o empresarios cuyas tres mil familias tienen ingresos de 84 mil
pesos diarios, contra los 21 pesos que perciben diariamente más de tres millones y medio de familias
más pobres.
Los hijos de estos personajes son a los que comúnmente se les denomina como
“mirreyes”, individuos que nacieron en una clase privilegiada, que pregonan
intolerancia, ostentación y egocentrismo. La tesis principal de la obra es que “el
mirrey es el sujeto que mayor privilegio obtuvo del cambio de época y por ello el
régimen actual puede ser bautizado como Mirreynato” (18). No obstante, las
implicaciones de este régimen son graves para la sociedad mexicana, ya que,
como afirma el autor en su hipótesis: “el mirrey debe ser observado no como un
síntoma aislado, sino como la principal manifestación de una enfermedad social
que hoy recorre a México” (37).
Esa otra desigualdad se nos explica en el capítulo seis como un edificio de diez
pisos, donde el piso más alto es habitado por los personajes más ricos y
poderosos del país, y la primera planta sirve de vivienda para las clases con
menos oportunidades académicas, laborales y de seguridad. En el régimen del
Mirreynato, la mayoría aspira a obtener los beneficios del piso diez, nueve y
ocho, pero la ascendencia familiar, los ingresos monetarios o la región geográfica
definen la planta en el que uno va a vivir. De esta manera, los habitantes de las
plantas bajas jamás podrán subir de nivel, mientras que los de pisos altos
ignorarán una realidad imperante en el resto del edificio: inseguridad social, falta
de educación, pobreza, delincuencia.
La imposibilidad de ascenso en este edificio es producto de un “elevador
descompuesto”, el cual es explicado en el capítulo siete del libro. El principal
argumento del autor es que el elevador que permite la movilidad social está
descompuesto debido a la enorme desigualdad de ingresos en las familias, dichos
ingresos pueden irse modificando conforme al nivel de estudios que un individuo
adquiera; sin embargo, mientras más abajo del edificio se viva, menor es la
oportunidad de obtener estudios que eleven los ingresos familiares y, por
consiguiente, ascienda a un piso de mayor rango.
Empero, en las plantas bajas pueden darse casos de familias que sacrifican sus
pocos ingresos para que los descendientes se eduquen en universidades públicas
de país, logrando así obtener grados de licenciatura que permiten a los jóvenes
desenvolverse en un campo laboral mejor remunerado. No obstante, en el
régimen del Mirreynato la capacidad intelectual y la productividad de los
ciudadanos queda relegada por los “compadrazgos” así como a los contactos
obtenidos en las universidades privadas. De esta manera, sólo el mirrey logra
acceder a puestos bien remunerados, pues su legado familiar y riqueza monetaria
le permiten pagarse las universidades más caras del país, en las cuales conocerá
nuevos mirreyes y mantendrán el “régimen moral que privilegia la herencia y las
relaciones sociales por encima del esfuerzo”.
Es esa mala educación, explicada en el capítulo ocho, la que hace posible que
los mexicanos de pisos altos se mantengan indolentes ante la realidad y
necesidades del país. Sin embargo, culpar a los mirreyes de dicha indolencia
resultaría poco objetivo en un análisis académico; estoy de acuerdo con lo dicho
por el autor en el epílogo de su obra: